Ibsen-La Dama Del Mar

164
  LA DAMA DEL MAR Enrique Ibsen (1828 – 1906)

description

Obra de teatro de Henrik Ibsen titulada La dama del Mar

Transcript of Ibsen-La Dama Del Mar

  • LA DAMA DEL MAR Enrique Ibsen (1828 1906)

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    PERSONAJES

    EL DOCTOR WANGEL (mdico del distrito). ELLIDA WANGEL (esposa, en segundas nupcias,

    del doctor Wangel). BOLETA (hijas del primer matrimonio del HILDA doctor Wangel). ARNHOLM (Profesor). LYNGSTRAND. BALLESTED. UN EXTRAO.

    Jvenes de la ciudad, turistas y baistas.

    La accin en una poblacin de Noruega septentrional, que se supone situada al borde de un lago.

    Es verano. -Epoca actual. Derecha e izquierda, las del actor.

    3

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ACTO PRIMERO

    A la izquierda, la casa del doctor Wan- gel, con un gran mirador que da a un jardn. En medio un mstil con ban- dera. A la derecha, en el jardn, una glorieta con una mesa y sillas. Al foro, un seto con puerta de entrada en el centro; detrs del seto un camino que costea una pendiente con rboles, por entre los cuales se divisa un lago, y a lo lejos las cimas de los peascales. Es verano.

    4

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA PRIMERA

    BALLESTED y BOLETA. El primero, con cazadora vieja de pana y sombre- ro de ala ancha, est de pie junto al mstil, arreglando las cuerdas. La bandera arrastra por el suelo. Cerca de all un caballete con un cuadro; a1 la- do, sobre una silla de tijera, pinceles y una caja de pintura. Boleta sale por la puerta del mirador, con un jarr6n con flores que deja sobre la mesa.

    BOLETA.- Qu tal? Marcha eso, Ballested? BALLESTED. -Ya lo creo, seorita! Es cosa fcil. Pero dispnseme que le dirija una pregunta: esperan ustedes a alguien hoy? BOLETA. -S: esta maana vendr el profesor Ar- nholm, que desembarc anoche. BALLESTED. -Arnholm... Aguarde usted, No es el que estuvo aqu de preceptor hace algunos aos? BOLETA. -El mismo. BALLESTED. -Ah! y vuelve ahora.

    5

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    BOLETA. -S, y en honor suyo izamos el pabelln. BALLESTED. -Es natural. (Boleta entra en la casa).

    ESCENA II

    BALLESTED y LYNGSTRAND que llega por el camino del seto. Al ver el caballete y los pinceles, se detiene sorprendido y turbado. Es un joven flaco y enfermizo, vestido modesta pero decentemente.

    LYNSGTRAND. (Desde el otro lado del Seto). - Buenos das, caballero! BALLESTED. ( Volvindose). -Eh ? Buenos das! (Iza la bandera). Ya est hecho! (Ata las cuerdas y arre- gla el caballete). Buenos das, caballero ! Siento no te- ner el honor de... LYNGSTRAND.- Usted es pintor sin duda? BALLESTED. -Naturalmente ! Por qu no haba de ser pintor yo tambin? LYNGSTRAND. -Eso ya se ve. Me permite usted entrar? BALLESTED. -Es que desea usted ver mi cuadro?

    6

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    LYNGSTRAND. -S, seor. Tendra mucho gusto. BALLESTED. -Ah! No es una gran cosa todava; pero si quiere pasar... LYNGSTRAND. -Mil gracias. (Entra por la puerta del seto). BALLESTED. (Pintando). -Estoy copiando el lago, que se divisa all, entre las islas. LYNGSTRAND. -S, S. Ya veo. BALLESTED. -Pero falta an la figura. No puedo encontrar en toda la poblacin una modelo. LYNGSTRAND. -Ah! Piensa usted poner una fi- gura? BALLESTED. -S, seor. Aqu, en el arrecife en primer trmino, habr una sirena moribunda. LYNGSTRAND. -Por qu? BALLESTED. -Porque se ha perdido, y no sabe en- contrar el camino del mar. Se queda ah, y agoniza en esa agua salobre! Comprende usted? LYNGSTRAND. -S, ya comprendo. BALLESTED. -La duea de la casa es quien me ha sugerido la idea de hacer este cuadro. LYNGSTRAND. -Y cmo lo llamar usted cuando lo concluya? BALLESTED. -Me propongo titularlo: El Fin de la Sirena.

    7

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    LYNGSTRAND. -Magnfico! Ser un buen cuadro. BALLESTED. -Acaso es usted artista tambin? LYNGSTRAND.- Quiere usted decir pintor? BALLESTED. -Si, seor. LYNGSTRAND. -NO, no soy pintor; pero deseo hacerme escultor. Me llamo Hans Lyngstrand. BALLESTED. - Usted pretende ser escultor? Muy bien! Muy bien! La escultura, es tambin un arte que tiene mrito! Un arte muy bonito. Ahora recuer- do haberle visto a usted alguna vez en la calle. Hace mucho que est usted aqu? LYNGSTRAND. -No, seor; quince das sola- mente; pero me propongo pasar aqu todo el verano. BALLESTED. Para aprovechar las distracciones de la temporada de baos, no es eso? LYNGSTRAND. -S, seor. Necesito cuidarme y recobrar fuerzas. BALLESTED. Pero est usted enfermo? LYNGSTRAND. -S; estoy algo dbil, pero nada grave: opresin. BALLESTED. -Bah! Eso no es nada. Sin embargo, podra usted consultar con un mdico. LYNGSTRAND. -Tan pronto como tenga ocasin, hablar al doctor Wangel.

    8

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    BALLESTED. -Har usted bien. (Mirando a la iz- quierda). Calle! Llega otro vapor atestado de pasaje- ros. Es increble lo que ha aumentado el movimiento de turistas de algunos aos a esta parte! LYNGSTRAND. -Me parece, en efecto que hay aqu un movimiento colosal. BALLESTED. -Pues, y baistas? Empiezo a temer que esta invasin de forasteros haga perder a nuestra ciudad su carcter primitivo. LYNGSTRAND. -Ha nacido usted aqu?, BALLESTED. -No, seor; pero me he acla... acli... aclimatado. Me ligan a este pas los lazos del tiempo y de la costumbre. LYNGSTRAND. -De manera que hace mucho tiempo que reside usted aqu? BALLESTED. -Diez y ocho aos. Llegu con una compaa de cmicos. Luego, como no hacamos negocio, se dispers la compaa, y cada cual tir por su lado. LYNGSTRAND. -Pero usted se qued. BALLESTED. -Me qued, e hice bien. Al principio, lo confieso chafarrinaba decoraciones.

    9

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA III

    Dichos, BOLETA en el mira- dor con una mecedora, que coloca a la izquierda.

    BOLETA. (Mirando hacia dentro de la casa). -Hilda, busca el taburete bordado para pap. LYNGSTRAND. (Saludando). - Buenos das, seo- rita! BOLETA. (En la escalera). - Usted aqu, seor Lyngstrand! Buenos das! Un momento! Necesito... (Entra en la casa).

    ESCENA IV

    BALLESTED Y LYNGSTRAND

    BALLESTED. -Conoce usted a la familia? LYNGSTRAND. -No mucho. He visto a estas se- oritas de vez en cuando; y, ltimamente, cambi

    10

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    algunas palabras con la seora de Wangel durante un concierto. Me rog que fuera a verla algn da. BALLESTED. -Deba usted cultivar esas relaciones. LYNGSTRAND. -Esa es mi intencin. Quisiera vi- sitarlos, pero hace falta ocasin, pretexto... BALLESTED. -Bah, bah! pretexto! (Mirando a la izquierda). Diablo! (Recogiendo los utensilios de la pintu- ra). El vapor est en el muelle. Tengo que ir a la fonda, porque quiz me necesiten los viajeros. Ha de saber usted que trabajo tambin como peluquero. LYNGSTRAND. -Usted es un hombre universal! BALLESTED. -En las poblaciones pequeas hay que saber acla... acli... aclimatarse y hacer un poco de todo. Si alguna vez necesita algo para la cabeza, aceite, pomada, etc., no tiene usted ms que pre- guntar por Ballested, maestro de baile. LYNGSTRAND. -Maestro de baile! BALLESTED. O presidente de la asociacin de bocineros, si le agrada ms. Est noche tendremos concierto. Adis, caballero! (Vase por la puertecita del seto con todos los pertrechos).

    11

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA V

    LYNGSTRAND, HILDA y BOLETA. Esta trae ms flores. Lyngstrand sa- luda a Hilda, que estar con un tabu- rete en los escalones del mirador.

    HILDA. (Sin responder al saludo). -Boleta me ha dicho que usted se haba atrevido a entrar hoy en casa.. LYNGSTRAND. -S, seorita; me he tomado esa libertad. HILDA. -Viene usted de dar su paseo matinal? LYNGSTRAND. -No, seorita. Hoy mi paseo ha sido muy corto. HILDA. -Tom usted el bao? LYNGSTRAND. -De baarme vengo. He visto a su madre cuando entraba en la caseta. HILDA. -A mi madre! LYNGSTRAND. -S, a su madre. HILDA. -Ah, esa mujer! (Pone el taburete delante de la mecedora). BOLETA. (Interrumpindola). - Ha visto usted la lan- cha de pap en el lago?

    12

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    LYNGSTRAND. -S, creo haber visto una lancha de vela que se diriga a la ciudad. BOLETA. -Sin duda iba en ella pap. Fue a la isla a

    visitar enfermos. (Arregla la mesa). LYNGSTRAND. (En el primer peldao de la escalera). -Con cunto gusto ha arreglado usted esas flores! BOLETA.- Le gusta a usted como estn? LYNGSTRAND. -Mucho; hacen un gran efecto. Por lo visto, hoy es da de fiesta en la casa. HILDA. -S, seor. LYNGSTRAND. -Ya me lo figuraba. El cum- pleaos de su padre, sin duda? BOLETA. (Previniendo a Hilda). -Chit... HILDA. (Sin hacer caso de los signos de Boleta). -No, seor. El de nuestra madre. LYNGSTRAND. -Ah, s! El de su madre. BOLETA. (Contrariada, a media voz). -Hilda! HILDA. (Lo mismo). - Djame. (A Lyngstrand). Su- pongo que ir usted a almorzar? LYNGSTRAND. (Bajando la escalera). - Claro! Hay que tomar alguna cosa. HILDA. -Deben ustedes comer bien en la fonda. LYNGSTRAND. -No estoy en la fonda. Era de- masiado caro para m. HILDA. -Pues, dnde se hospeda usted?

    13

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    LYNGSTRAND. -Provisionalmente, vivo en casa de la seora de Jensen. HILDA. -Quin es esa seora? LYNGSTRAND. -La comadrona. HILDA. -Dispense usted, seor Lyngstrand, pero yo tengo que hacer otra cosa que... LYNGSTRAND. -Perdone usted mi torpeza. No he debido decir eso. HILDA. -Qu? LYNGSTRAND. -Lo que acabo de decir. HILDA. (Mirndole desdeosamente).- No comprendo. LYNGSTRAND. -Naturalmente. Hasta la vista, se- oritas. Voy... BOLETA. (Adelantndose hacia la escalera). Hasta la vista, seor Lyngstrand. Hoy har usted el favor de dispensarnos! Pero, en otra ocasin, cuando tenga tiempo, vendr usted a vernos un ratito a pap y a nosotras. LYNGSTRAND. -Con muchsimo gusto. Tendr en ello un gran placer. (Saluda y vase por la puerta del jar- dn. Al pasar por el camino vuelve a saludar). HILDA. -Que usted lo pase bien, y recuerdos a la seora de Jensen. BOLETA. (A media voz, sacudindole el brazo). -Pero, qu haces? Has perdido el juicio? Si te oyera!...

    14

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    HILDA. -Y qu? Bastante me importara a m! BOLETA. (Mirando a la derecha). -Ya viene pap!

    ESCENAVI

    HILDA, BOLETA y el doctor WANGEL por la derecha, en traje de viaje y con un saquito en la mano.

    WANGEL. (En la puerta del jardn). - Aqu me tenis ya, hijitas! BOLETA. (Saliendo a recibirlo).- Qu alegra volver a verte!. HILDA. (A cercndose a l). - Has concluido por hoy, pap? WANGEL. -No. Quiz ms tarde tenga que bajar un momento al despacho. Decidme: sabis si ha llegado Arnholm? BOLETA. -S, pap; lleg anoche. Hemos mandado a preguntar a la fonda. WANGEL. -Entonces, no le habis visto todava? BOLETA. -No, pero debe venir aqu esta maana. WANGEL. -Vendr seguramente.

    15

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    HILDA. (Atrayndole hacia el mirador).-Vamos! Echa un vistazo por aqu. WANGEL. (Viendo los floreros). - Si, s, hija ma, ya veo. Todo tiene trazas de fiesta. BOLETA. -Est bonito? WANGEL. -S, s, muy bonito. Dime, estamos so- los en casa ahora? HILDA. -S: ha ido a... BOLETA. (Apresurndose a interrumpirla). Mam, ha ido a baarse. WANGEL. (Mira con benevolencia a Boleta y le pone la mano en la cabeza cariosamente. Luego con vacilacin). -Y decid, hijitas, habis pensado tener adornado el mi- rador y dejar ondeando la bandera durante todo el da? HILDA. -Claro! Ya comprendes t que es natural... WANGEL. -Jem! S, es claro; pero ya sabis que... BOLETA. (Le hace seas). -No hay que decir que todo esto es por el profesor Arnholm. Cuando viene a vernos un amigo tan bueno.... HILDA. (Sonre sacudindole el brazo ligeramente).-Hazte cargo, pap: l, que ha sido el profesor de Boleta! WANGEL. (Medio sonriendo). -Vaya unas picaras que estis! De manera, que a vosotras os parece natural que todos los aos dediquemos un recuerdo a la que

    16

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ya no est entre nosotros. Bueno! Pero!... Mira, Hilda: toma el saco (Se lo da) y llvalo al despacho. Pues no, hijitas! A m, francamente no me gusta esta fiesta... no me gusta, que todos los aos, eh?... comprendis? En fin! Ser que no puede ser de otro modo. HILDA. (Se dirige a la izquierda con el saco en la mano. De repente se detiene mirando a lo lejos). -No veis quin viene? Debe ser el profesor. BOLETA. (Mirando). -El! (Riendo). Vamos! Crees t que es Arnholm ese anciano? WANGEL. -Espera, hija. (Pausa) Jurara que es l! y l es, sin duda alguna! BOLETA. (Con sorpresa). -Dios mo! S, es l.

    ESCENA VII

    Dichos, el profesor ARNHOLM, en traje de paseo, muy elegante, con len- tes de oro, y un junquillo en la mano, por el camino de la izquierda. Parece algo fatigado. Dirige una ojeada al jar- dn, saluda y entra.

    17

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. (Saliendo al encuentro de Arnholm). -Bien venido, querido profesor! -Me alegro con toda el al- ma de verlo en estos lugares que le son tan conoci- dos. ARNHOLM. -Gracias, querido doctor, mil gracias! (Se estrechan la mano y se adelantan juntos). Ah! Estn aqu las nias? (Alargndoles las manos). Me hubiera costado trabajo conocerlas! WANGEL. -Ya 1o creo! ARNHOLM. -Sin embargo, a Boleta... s, a Boleta la hubiera conocido. WANGEL. -A duras penas, me parece. Pero, es natural, hace ocho o nueve aos que no las ha visto usted, y, desde entonces, han ocurrido tantas cosas! ARNHOLM. (Mirando en torno suyo). Pues a m la verdad, no me parece... Han crecido los rboles, y hay una glorieta. No veo otra cosa nueva. WANGEL. -Cierto: la decoracin no ha, cambiado. ARNHOLM. (Sonriendo). -Y, adems, ahora tiene usted dos muchachas casaderas. WANGEL. -Oh! Por ahora, no hay que pensar ms que en una. HILDA. (Aparte). - Gracias! Pap no tiene pelos en la lengua.

    18

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    WANGEL. -Propongo que vayamos a sentarnos en el mirador. Estaremos ms frescos. Le parece bien? ANHOLM. -Con mucho gusto, querido doctor. (Su- ben al mirador. Wangel seala a Arnholm la mecedora). WANGEL. -Perfectamente! Ahora a estar ah con sosiego, hasta que descanse. Parece que el viaje le ha fatigado mucho! ARNHOLM. -No, mucho no; y aqu, en medio de estos paisajes tan esplndidos... BOLETA. (A Wangel).- Quieres que lleve a la sala un poco de soda? Pronto har aqu demasiado calor. WANGEL. -Eso, s, soda, y coac. BOLETA. - Coac tambin? WANGEL. -Un poco! Por si alguien quiere... BOLETA. -Bien, pap. Anda, Hilda, lleva el saco al despacho. (Entra en la casa, y cierra la puerta. Hilda to- ma el saco y vase por la izquierda hacia la espalda de la ca- sa).

    ESCENA VIII

    WANGEL y ARNHOLM

    19

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ARNHOLM. (Despus de haber seguido a Boleta con la. vista). -Es hermosa de veras!... Tiene usted dos hijas muy hermosas! WANGEL. (Sentndose).- Verdad que s? ARNHOLM. -Tanto Boleta como Hilda me han sorprendido extraordinariamente. Pero usted, doc- tor, piensa permanecer aqu toda la vida? WANGEL. -Es lo ms probable. Qu quiere us- ted? Aqu he nacido, y aqu he vivido feliz con la que no tard en abandonarnos. Usted la conoca., Ar- nholm, usted la vio la ltima vez que estuvo aqu. ARNHOLM. -S, S. WANGEL. -Tambin ahora soy muy dichoso con mi segunda esposa. Hay que convenir en que me ha favorecido la suerte... ARNHOLM. -No tiene usted hijos del segundo matrimonio? WANGEL. -Hace dos aos y medio tuvimos un ni- o, que muri a los cinco meses. ARNHOLM. -No est en casa su esposa? WANGEL. -S! No tardar en venir. Ha ido a ba- arse. Va diariamente en todo tiempo. ARNHOLM. -Est enferma? WANCEL. - Enferma precisamente, no; pero desde hace algunos aos est muy nerviosa; su padeci-

    20

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    miento es intermitente. A punto fijo, no s qu tiene, pero el bao le proporciona gran placer. Puede de- cirse que el mar forma, parte de su ser. ARNHOLM. -S, lo recuerdo. Ya en otro tiempo... WANGEL. (Con sonrisa casi imperceptible). Es verdad: usted ha debido conocerla cuando era profesor en Skjoldviken. ARNHOLM. Precisamente. Ella iba a visitar al pastor con frecuencia y, adems, sola encontrarla en el faro cuando iba a ver a su padre. WANGEL. -Ah! Su estancia en el faro ha dejado en ella huellas indelebles. Aqu no la comprende nadie, y le llaman la dama del mar.

    ARNHOLM. - De veras? WANGEL. -S, por sus aficiones. Pero hblele usted del pasado, querido Arnholm, y la complacer. ARNHOLM. (Mirndole con expresin de duda). -Tiene usted algn motivo para creerlo as? WANGEL. -Indudablemente ELLIDA. (Dentro). -Wangel, ests ah? WANGEL. (levantndose). -S, mujer.

    21

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA IX

    Dichos y ELLIDA con un chal sobre los hombros, y el cabello suelto y mojado an.

    WANGEL. (Sonriendo y alargndole la mano). -Ya te- nemos aqu a la sirena! ELLIDA. (Entra precipitadamente en el mirador y estrecha las manos a Wangel). -Gracias a Dios que te veo! Cundo has venido? WANGEL. -Acabo de llegar hace unos minutos. (Sealando a Arnholm). Pero, no saludas a un antiguo amigo? ELLIDA. (Estrechando la mano a Arnholm). -Al fin lo tenemos. Bien venido, y perdone que no haya estado aqu para recibirlo. ARNROLM. -No faltaba ms. Nada de cumplidos! WANGEL. -Est fra el agua? ELLIDA. -Fra? Dios mo, aqu nunca lo est! A lo sumo, tibia, y blanducha. El agua de los lagos es en- fermiza. ARNHOLM. - De veras?

    22

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Vaya! Y creo que nos pone enfermos a nosotros. WANGEL. (Sonriendo). -Tienes buena manera de alabar los baos! ARNROLM. -Lo que creo, seora, es que usted tie- ne predileccin por el mar y por todas las cosas pertenecientes al mar. ELLIDA. - Es posible; me inclino mucho a creerlo... Pero vea cmo han adornado las nias el mirador en honor de usted. WANGEL. (Cohibido). -Hum! (Mirando el reloj). Ten- go que ir al... ARNHOLM. -De veras es por m? ELLIDA.- Lo duda? Supone que hacemos esto todos los das? Uf! Se ahoga una aqu dentro! (Baja al jardn). Vengan ustedes conmigo. Aqu, por lo me- nos, hay brisa. (Se sienta). ARNHOLM. (Acercndose a Ellida). -Y algo ms que brisa, me parece a m. ELLIDA. -Para usted que est acostumbrado al aire calentucho de la capital, s. All, segn dicen, el vera- no debe ser una cosa horrible, WANGEL. (Que ha bajado tambin al jardn) Ellida, te dejo sola un rato con nuestro amigo. ELLIDA. -Tienen que hacer?

    23

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. - S; voy al despacho, y luego me arre- glar un poco; pero tardar poco tiempo. ARNHOLM. (Sentndose). -No se apresure, querido doctor. Su esposa y yo sabremos pasar el tiempo. WANGEL. (Con ademn de aprobacin). -As lo espero. Hasta luego! (Vase por la izquierda).

    ESCENA X

    ARNHOLM Y ELLIDA

    ELLIDA. (Despus de una breve pausa). -No lo parece que se est bien aqu? ARNHOLM. -Perfectamente. ELLIDA. -Esta glorieta lleva mi nombre, porque la hice arreglar yo, o, mejor dicho, Wangel, por com- placerme. ARNHOLM. -Es aqu donde pasa usted el tiempo generalmente? ELLIDA. -Aqu paso la mayor parte del da. ARNHOLM. -Con las nias? ELLIDA. -No. Las nias estn casi siempre en el mirador. ARNHOLM. -Y Wangel?

    24

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Va y Viene. Unas veces est conmigo, y otras con las nias. ARNHOLM. -Es usted quien lo desea as? ELLIDA. -A todos nos va perfectamente con esta manera de vivir. As podemos hablarnos a distancia, cuando tenemos algo que decirnos. ARNHOLM (Despus de permanecer pensativo y silencioso un instante).-La ltima vez que vi a usted fue all, en Skjoldviken, hace mucho tiempo. ELLIDA. -Hace ms de diez aos. Estuvo usted en nuestra casa. ARNHOLM. -S, diez aos, poco ms o menos. Fue en el faro! Recuerdo perfectamente que el ve- nerable pastor la llamaba a usted pagana, porque su padre la hizo bautizar con el nombre de una embar- cacin. ELLIDA. -Bien. Y qu? ARNIEIOLM. -Y qu? Que Jams hubiera soado encontrarla, llevando el nombre de Wangel. ELLIDA. -Porque entonces Wangel no era an... entonces viva todava su primera esposa, la madre de las nias, la verdadera madre. ARNHOLM. -Ya, ya. Pero, aunque, Wangel hubiera estado libre, jams se me habra ocurrido la idea de semejante matrimonio.

    25

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. -Ni a m, entonces! ARNHOLM. -Wangel es tan generoso, tan hon- rado y tan bueno! ELLIDA. (Con sincera efusin). -S! Es tan bueno! ARNHOLM. -Sin embargo, me parece que debe ser el reverso de usted en todo. ELLIDA. -Es verdad. ARNHOLM. -Entonces, cmo ha podido reali- zarse este matrimonio? ELLIDA. -Arnholm, no me lo pregunte. Son cosas que no podra explicarle, y, aunque pudiera, usted no me entendera. ARNHOLM. -Malo! (Un poco ms bajo). Ha habla- do usted de m a su esposo alguna vez? Recuerdo, naturalmente, el paso que di en otro tiempo con tan poca fortuna... ELLIDA. -No, no! Como puede ocurrrsele a us- ted? Jams le he dicho nada de lo que... usted pensa- ba. ARNHOLM. -Tanto mejor. Me molestaba la idea de que... ELIADA. -Tranquilcese. Le he dicho, y es la ver- dad, que me era usted muy simptico, y que fue us- ted all mi mejor y ms sincero amigo.

    26

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ARNHOLM. -Gracias; pero ahora dgame por qu no me escribi nunca desde que me fui. ELLIDA. -Supuse que no le agradara recibir no- ticias de una persona que no poda ser para usted lo que usted deseaba. Supona que eso slo poda servir para avivar ms la herida. ARNHOLM. -Quiz haya tenido usted razn. ELLIDA. -Pero, y usted? Por qu no me escriba? ARNHOLM. (Mirndola con sonrisa de reconvencin). -Dar yo el primer paso! Para que creyera usted que pretenda volver a las andadas, despus de un desaire como e1 suyo! ELLIDA. S, s, entendido. Y desde entonces, no ha pensado contraer enlace? ARNHOLM. -Jams. He permanecido fiel a mis re- cuerdos. ELLIDA. (En tono irnico). -Ah! Deje usted los tris- tes recuerdos del pasado. Lo que usted debe hacer es pensar en ser un esposo feliz. ARNHOLM. -Entonces tengo que apresurarme, se- ora de Wangel. Ya ve: tengo treinta y siete aos; casi me da vergenza decirlo. ELLIDA. -Razn de ms para que se d prisa. ,(Pausa; luego en tono serio y con voz dbil). Escuche us- ted, amigo Arnholm. Voy a decirle una cosa que no

    27

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    habra podido decirle entonces, aunque en ello me hubiese ido la vida. ARNHOLM. -Sepamos de qu se trata. ELLIDA. -Cuando dio usted el paso, conforme de- ca hace poco, yo no poda responderle de otro mo- do que como lo hice. ARNHOLM. -Comprendo; no poda usted ofre- cerme ms que una buena amistad. Ya lo supona. ELLIDA. S; pero usted ignoraba que entonces to- do mi ser y todos mis pensamientos estaban en otra parte. ARNHOLM. -Entonces? ELLIDA. -S. APINHOLM. -Pero si no es posible. Usted est equivocada. Apenas conoca usted a Wangel. ELLIDA. -No hablo de Wangel. ARNHOLM. -Que no habla usted de Wangel! Pues no recuerdo que en Skjoldviken hubiera ninguna otra persona capaz de inspirar a usted entonces... ELLIDA. -Efectivamente, era una locura. ARNHOLM. -Veamos: cunteme todo eso. ELLIDA. Bstele saber, cmo le dije entonces, que no era libre. ARNHOLM. -Y si hubiera usted sido libre? ELLIDA. -Qu?

    28

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ARNHOLM. -Hubiera contestado de otro modo a mi carta? ELLIDA. -Cmo quiere usted que lo sepa? Cuando lleg Wangel, la respuesta fue diferente. ARNHOLM. -Pero, a qu conduce el decirme

    que no era usted libre? ELLIDA. (Levantndose in- quieta y nerviosa). -Porque necesito confiarme a al- guien. No, no, qudese usted. ARNHOLM. - Entonces es que su esposo lo ig- nora? ELLIDA. -Le dije desde el primer da que mis pen- samientos haban estado antes en otra parte, y, co- mo nunca me ha preguntado ms, no hemos vuelto a hablar del asunto. En efecto; no era ms que una locura, y aun esa concluy o casi concluy tan pronto... ARNHOLM. (Levantndose). -Cmo casi? ELLIDA. -Dios mo! Arnholm, si no se trata de lo que usted supone. Es un caso sumamente raro. No s cmo decrselo. Va usted a figurarse que he esta- do enferma o loca. ARNHOLM. -Vamos! Refirame toda la verdad. ELLIDA. -Sea. Lo intentar; pero, cmo va a ex- plicarse un hombre tan sensacional que... ? (Mira y se

    29

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    detiene). Espere... Oigo pasos: ya se lo contar en otra ocasin,

    ESCENA XI

    Dichos y LYNGSTRND por el cami- no de la izquierda. Lleva una flor en el ojal, y en la mano un gran bouquet con cintas de seda. Se detiene, titubeando.

    ELLIDA. (Saliendo). - Busca usted a las nias, seor Lyngstrand? LYNGSTRAND. -Ah!Mil perdones, seora! (Acer- cndose). No, no busco a las seoritas, sino a usted, a la seora de Wangel. Usted me ha permitido venir a visitarles. ELLIDA. -Ciertamente, caballero, y siempre ten- dremos mucho gusto en recibirle. LYNGSTRAND. -Mil gracias, seora. Y como hoy es da de jolgorio para ustedes... ELLIDA. -Ah! Usted saba... ? LYNGSTRAND. -Lo saba, y por eso me permito - ofrecer a usted este ramo de flores. (Presentando el bouquet a Ellida).

    30

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Pero, seor Lyngstrand, no sera mejor que regalara usted esas preciosas flores al profesor Arnholm, puesto que l es quien...? LYNGSTRAND. (Perplejo). -Dispense usted, seora; pero no tengo el honor de conocer a este caballero. Yo vena a felicitar a usted con motivo de su cum- pleaos. ELLIDA. -Mi cumpleaos? Est usted equivocado, seor Lyngstrand. Hoy no celebramos en casa nin- gn aniversario. LYNGSTRAND. (Sonrindose). -No crea que se tra- tara de un secreto. ELLIDA. -Cmo un secreto? Qu quiere decir? LYNGSTRAND. -El aniversario de la seora de Wangel. ELLIDA .-El Mo? ARNHOLM. (Fijando en Ellida una mirada inte- rrogadora).-Hoy? No! Es un error. ELLIDA. (A Lyngstrand). -Quin le ha dicho eso? LYNGSTRAND. -La seorita Hilda. Estuve aqu un momento esta maana, y le pregunt por qu haban adornado con flores el mirador e izado la bandera... ELLIDA. - Y qu? LYNGSTRAND. -Y la seorita Hilda me respondi : Porque hoy es el cumpleaos de mam.

    31

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. - De mam? Ah, s! ARNHOLM. (Aparte). -Ahora comprendo! (Ar- nholm y Ellida cambian una mirada de inteligencia). Puesto que el seor est enterado, creo que... ELLIDA. (A Lyngstrand). -Eso, es; puesto que usted est enterado... - LYNGSTRAND. (Dndole el ramo de flores). -Me permitir usted que la felicite... ELLIDA. (Tomando las flores). -Un milln de gracias. Sintese un momento. (Se sientan los tres en la glorieta.). Es cosa que hubiera debido permanecer secreta. Ha- blo de mi cumpleaos. ARNHOLM. -S. Parece que nosotros los de fuera no debamos saberlo. ELLIDA. (Poniendo las flores en la mesa).-Eso; los de fuera,... LYNGSTRAND. -Prometo a usted no enterar a na- die. ELLIDA. -Oh! Es lo mismo. Pero, cmo se en- cuentra usted? Parece que tiene usted mejor sem- blante. LYNGSTRAND. -En efecto, seora, me encuentro bien, y si el ao prximo puedo ir al medioda,... ELLIDA. -Las nias me han hablado de su proyec- to.

    32

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    LYNGSTRAND. -Tengo en Bergen un protector que me ha prometido ayudarme el ao prximo. ELLIDA. - Cmo le ha conocido usted? LYNGSTRAND. -Por una feliz casualidad. Siendo marinero de uno de sus vapores. ELLIDA. -Segn parece, le gustaba a usted el Mar. LYNGSTRAND. -No; no, seora; pero despus de la muerte de mi madre, mi padre no quiso tenerme en casa, e hizo que me alistara de marinero. Mi bar- co naufrag en el Canal al regreso, y fue una gran suerte para m. ARNHOLM. -Pues, cmo? LYNGSTRAND. -Permanec mucho tiempo dentro del agua helada antes de que acudieran en mi soco- rro, y, de resultas, se ha resentido siempre mi salud. Desde entonces tengo el pecho muy delicado, y me vi obligado a dejar el mar, cosa que fue para m una gran fortuna. ARNHOLM. -Llama, usted a eso fortuna? LYNGSTRAND. -Indudablemente. Como que mi enfermedad no es grave, puedo hacerme escultor, que ha sido siempre mi sueo dorado. Considere usted qu gozo modelar la arcilla que poco a poco, y de una manera deliciosa, adquiere forma y vida a impulso de nuestros dedos!

    33

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. -Y qu va usted a modelar? Centauros, sirenas o antiguos vikings? LYNGSTRAND. -No, seora. En cuanto pueda, emprender una gran obra, un grupo. ELLIDA. - Y cul es el asunto de ese grupo? LYNGSTRAND. -Una cosa que he visto yo mismo. ARNHOLM. - S, s. Hgalo. Tiene usted razn. ELLIDA. -Pero, qu asunto... ? LYNGSTRAND. -La mujer de un marino, una jo- ven. Duerme; pero desasosegada; suea, y yo revela- r su sueo. ARNHOLM. -Nada ms? LYNGSTRAND. -S. Hay otra persona, una especie de fantasma. Es el esposo, a quien ha engaado du- rante su ausencia. Era marinero, y ha perecido en el mar. ARNHOLM. -Dice usted? ELLIDA. - Ha perecido? LYNGSTRAND. -S, durante un largo viaje. Y aho- ra entra lo fantstico: ha vuelto a su casa de noche, calado hasta los huesos como quien acaba de salvar- se de un naufragio, y est de pie junto a la cama mi- rando a su mujer.

    34

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. (Recostndose en el silln). -Qu asunto tan singular! (Cerrando los ojos). Estoy viendo la escena. Qu interesante me parece todo eso! ARNHOLM. -Pero, seor mo, por los cielos! deca usted que el grupo representara una cosa que usted haba visto. LYNGSTRAND. -Y lo he visto, efectivamente; lo he visto... en cierto modo. ARNHOLM. -cmo? Ha visto usted a un muerto volver a...? LYNGSTRAND. -No lo he visto materialmente, pero... ELLIDA. (Con inters y animacin).- Oh! Cunteme usted eso. Se lo suplico... No tiene ms remedio... ARNHOLM. (Sonriendo). -Claro! Es una historia que ni hecha para usted! Est en juego el mar. ELLIDA. -Contine, seor Lyngstrand. LYNGSTRAND. -Nuestro bergantn iba a salir de Halifax para regresar aqu. El segundo estaba enfer- mo; lo enviaron al hospital, y se le substituy por un americano. El nuevo segundo... ELLIDA. -El americano? LYNGSTRAND. -S. El nuevo segundo pidi un da al capitn un montn de peridicos noruegos

    35

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    que estudiaba con ahnco, diciendo que deseaba aprender el idioma. ELLIDA. -Adelante. LYNGSTRAND. -Una tarde se levant una tem- pestad. Todo el mundo estaba en el puente, menos el segundo y yo. El se haba torcido un pie, y no po- da andar, y yo me encontraba tan mal, que no poda moverme de la hamaca. El americano estaba sentado cerca del tragaluz, y lea, como siempre, uno de los peridicos atrasados. ELLIDA. Siga usted. LYNGSTRAND. -De repente lanza un grito, y se queda plido como un cadver. Despus empieza a estrujar y desgarrar el peridico, pero con mucha calma, muy sosegadamente. ELLIDA. -Y sin decir nada? LYNGSTRAND. -No, al principio nada; pero poco despus murmur, como si hablara consigo mismo: Se ha casado... con otro, durante mi ausencia! ELLIDA. (Cerrando los ojos y a media voz).Eso deca? LYNGSTRAND. -S, seora; y el caso es que habl correctamente el noruego. Deba tener gran disposi- cin para aprender idiomas. ELLIDA.-Y qu pas luego?

    36

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    LYNGSTRAND. -Una cosa extraa que jams po- dr olvidar! Aadi por lo bajo: -Pero es ma, y ma ser. Y habr de seguirme, aunque tuviera que ir a buscarla como el ahogado que vuelve del fondo del mar. ELLIDA. (Se echa un vaso de agua con mano temblorosa). Uf! Qu calor hace aqu hoy!. LYNGSTRAND. -Y lo dijo con tal resolucin y energa, que cumplir su palabra. No me cabe la me- nor duda. ELLIDA. - Y no sabe usted qu ha sido de... ese hombre? LYNGSTRAND. -Debe, haber muerto. ELLIDA. (Con viveza). - Porqu lo supone usted ? LYNGSTRAND. -Naufragamos luego en el Canal. Yo consegu entrar en la lancha mayor con el capitn y otros cinco marineros. El piloto se embarc en la yolita con el americano y otro marinero. ELLIDA. -Y no volvi a saber de ellos? LYNGSTRAND. - No, seora, al menos, a juzgar por lo que me ha escrito ltimamente mi bien- hechor. Por eso deseo sacar de aquel suceso el asunto de una obra de arte. Lo estoy viendo todo; veo a la esposa infiel del marino; veo al vengador que se haba ahogado, pero

    37

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    que, no obstante, reaparece como si surgiera del mar. Los veo a los dos claramente, llenos de vida. ELLIDA.-Y yo tambin. (Se levanta). Vengan uste- des; pasemos dentro, o, mejor, vamos a buscar a Wangel. Aqu me ahogo. LYNGSTRAND. -(Levantndose tambin). -Yo me marcho. Slo deseaba felicitar a usted; he cumpli- do... ELLIDA. -Bien, como usted guste. (Alargndole la mano). Adis, y gracias por las flores! (Lyngstrand sa- luda y vse por la puerta, del jardn).

    ESCENA XII

    ARNHOLM y ELLIDA

    ARNHOLM. (Levantndose y acercndose a Ellida). -Ya veo, seora, que el relato de ese hombre le ha impre- sionado a usted. ELLIDA. -S, pero a pesar de que... ARNHOLM. -Pero, en el fondo, no tiene nada de extraordinario. Deba usted esperarlo. ELLIDA. (Mirndole asombrada). -Esperarlo? ARNHOLM. -S.

    38

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. - Esperar que alguien apareciera, y en ta- les circunstancias! ARNHOLM. -Dios mo! Es que la historia in- coherente del escultor habra...? ELLIDA. -Amigo Arnholm, no es tan loco como parece. ARNHOLM. - De modo que esa majadera, la ha turbado a usted hasta ese extremo? Y yo que crea... ELLIDA. -Qu crea usted? ARNHOLM. -Crea, naturalmente, que todo eso no era ms que disimulo, y que su verdadero, su nico tormento, era ver que se celebra aqu en secreto una solemnidad de familia, y que su esposo y sus hijas tienen una vida de recuerdos a que usted permanece extraa. ELLIDA. -Oh, no, no! No toquemos ese punto. No tengo el derecho de reclamar a mi esposo para m sola. ARNHOLM. -Pues, sin embargo, es un derecho que le pertenece. ELLIDA. -As y todo, no lo tengo, porque yo tam- bin vivo de recuerdos a que son extraos los de- ms.

    39

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ARNHOLM. -Usted? (Ms bajo). Eso quiere decir que... que usted no ama realmente a su espo-

    so? ELLIDA. -Ah, s, s! He llegado a amarle con todo mi corazn. Por eso precisamente es horrible, in- concebible, inexplicable todo esto. ARNHOLM. -Vamos! Confeme sus penas, sin reserva. Se lo pi- do por favor. ELLIDA. -Es imposible, amigo mo, al menos en este momento. Ms tarde, quiz.

    ESCENA XIII

    Dichos, BOLETA. Luego WANGEL o HILDA

    BOLETA. (Bajando del mirador). -Pap acaba de entrar. No vamos ahora a la sala? ELLIDA. -S, s. (Wangel sale de detrs de la casa por la izquierda, con Hilda. Ha cambiado de traje). WANGEL. -Ea! Ya estoy completamente libre. Ahora de buena gana tomara, algo fresco. ELLIDA. -Espera un minuto. (Entra en la glorieta y vuelve con el ramo de flores).

    40

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    HILDA. -Qu flores tan preciosas! Quin te las ha regalado? ELLIDA. -El escultor Lyngstrand. HILDA. (Asombrada). -Lyngstrand? BOLETA. (Intranquila). - Acaso Lyngstrand ha vuelto aqu ... otra vez? ELLIDA. (Sonrindose). -S. Ha venido a traer estas flores con motivo del aniversario, ya sabes. BOLETA. (Mirando a Hilda a hurtadillas) Ah! HILDA. (Entre dientes).- Qu imbcil! WANGEL. (Con turbacin a Ellida) .-Vamos! Nece- sito explicarte... has de saber, mi querida, mi buena Ellida.... ELLIDA. (Interrumpindole). - Venid, nias. Vamos a poner estas flores en agua con las otras. (Entra en la glorieta). BOLETA. (Aparte a Hilda). En el fondo, es muy buena. HILDA. (A media voz con expresin de enojo). -Qu ab- surdo! Hace eso por agradar a pap nicamente. WANGEL. (Ha entrado tambin en la glorieta y estrecha la mano a Ellida).- Gracias, gracias! Te estoy muy re- conocido por tu conducta, Ellida.

    41

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. (Arreglando las flores).- Bah! No debo ha- cer tambin cuanto me sea posible por celebrar el aniversario de mam? ARMIOLM.- Hum! (Entra tambin en la glorieta. Bole- ta e Hilda se quedan en el jardn).

    TELN

    42

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ACTO SEGUNDO

    Colina, poblada de matorrales. En el fondo, un mstil con un anemosco- pio. Alrededor del mstil, y en primer trmino, grandes pedruscos que pue- den servir de bancos. En el horizonte se divisa el lago con sus islas y pro- montorios, y a lo lejos el mar. Es de noche. En el aire y en las aristas leja- nas de los montes flota una luz de color rojizo amarillento. Se oye d- bilmente un canto a cuatro voces, ha- cia la derecha.

    43

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA PRIMERA

    BALLESTED, jvenes y turistas. Salen por la derecha, dndose el brazo y ha- blando familiarmente, multitud de j- venes de ambos sexos. Pasan por delante del mstil y vanse por la iz- quierda. Poco despus aparece Ba- llested, guiando un grupo de turistas extranjeros de ambos sexos. Va car- gado de abrigos y de sacos de viaje.

    BALLESTED. (Sealando con un bastn). -Sehen sie meine Herrschaften... all a lo lejos eine andere colina. Das queremos ver tambin subir und so herunter. (Contina hablando y dirige los viajeros por la izquierda. -Entra preci- pitadamente Hilda por la puerta de la derecha; se detiene mirando hacia atrs. A poco aparece Boleta por el mismo lado).

    44

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA II

    HILDA y BOLETA

    BOLETA. -Pero, hija, por qu has echado a correr de ese modo, dejando a Lyngstrand? HILDA. -Porque me ataca los nervios el andar tan despacio. Mira cmo se arrastra! BOLETA. -Ya sabes que est muy delicado. HILDA. -Pero, crees que est grave? BOLETA. -S; lo creo. HILDA. -Estuvo con pap esta tarde. Yo quiero sa- ber qu le parece a pap su estado. BOLETA. -Pap me ha dicho que debe ser un endu- recimiento de los pulmones, y que, si tiene eso, no llegar a hacerse viejo. HILDA. - Ha dicho eso de veras? Precisamente es lo que yo pensaba. BOLETA. - Por Dios, no des a conocer que sabes algo! HILDA. - Por quin me tomas t a m? (Ms bajo). Ea! Ya has visto que el caballero Hans ha reapare- cido. Hans !! No te pa-

    45

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    rece que slo; con verlo se adivina que se llama Hans? BOLETA. (En voz baja). - Vamos! Ten juicio ahora, haz el favor.

    ESCENA III

    Dichas, y LYNGSTRAND por la dere- cha con un paraguas en la mano.

    LYNGSTRAND. -Dispensen ustedes, seoritas; pe- ro yo no puedo andar tan de prisa. HILDA. - Viene usted de comprar un paraguas ? LYNGSTRAND. -Es el de su seora madre, que ha tenido la bondad de dejrmelo para que lo utilice como bastn. BOLETA. - Pap y los dems estn an all? LYNGSTRAND. -S, seorita. Su pap ha entrado en el caf un momento, y los dems se han quedado fuera para or la msica. Su seora madre me ha di- cho que vendran ms tarde. HILDA. (Sin dejar de mirarle). - Conque est usted muy cansado?

    46

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    LYNGSTRAND. -S. Necesito descansar un mo- mento. (Se sienta en una piedra a la derecha en primer tr- mino). HILDA. (De pie ante l). - Sabe usted que ms tarde habr baile en la plaza? LYNGSTRAND. -Algo he odo hablar de eso. HILDA. -A usted, naturalmente, le gustar mucho bailar. BOLETA. (Recogiendo flores). -Hilda, deja respirar al seor Lyngstrand! LYNGSTRAND. (A Hlda). -La verdad, seorita, me gustara mucho bailar si pudiera. HILDA. -Ah! No ha bailado usted nunca? LYNGSTRAND. -No, nunca; pero lo que quera decir es que no tengo el pecho bastante fuerte. HILDA. - A causa de la enfermedad que padece ? LYNGSTRAND. -S, seorita, por eso. HILDA. -Le entristece mucho estar enfermo? LYNGSTRAND. -No, no tengo derecho a quejar- me (sonriendo), puesto que, sin duda, debo a mi en- fermedad el que todo el mundo sea tan bueno, tan amable y tan complaciente conmigo. HILDA. -Y luego, que no es de peligro.

    47

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    LYNGSTRAND. -No, peligro ninguno. He consul- tado a su padre de usted, y me he convencido de que mi enfermedad no es peligrosa. HILDA. -Y, cuando se marche, ya estar usted cura- do. LYNGSTRAND. -Por lo menos, as lo espero. BOLETA. (Ofrecindole flores). -Para usted, seor Lyngstrand. Pngaselas en el ojal. LYNGSTRAND. -Mil gracias, seorita. Es usted muy bondadosa. HILDA. (Mirando a la derecha) - Ya, vienen! BOLETA. (Mirando tambin). -Con tal que sepan qu camino han de seguir! LYNGSTRAND. (Levantndose). - Ir hasta el reco- do, y les dar una voz. HILDA. -Habr que gritar mucho. BOLETA. -No vale la pena. Va usted a cansarse ms. LYNGSTRAND. -Oh! Cuesta abajo no me fa

    tigo. (Vase por la derecha). HILDA. -Ah! S, cuesta abajo. (Mirndole alejarse). Ahora corre cuanto puede, sin acordarse de que ten- dr que subir despus. BOLETA. - Pobrecillo!

    48

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA IV

    HILDA y BOLETA

    HILDA. -Si Lyngstrand te pidiera en matrimonio, aceptaras? BOLETA. -Ya te entra la locura! HILDA. -Pero, en fin, contesta,: si no estuviera en- fermo y desahuciado, te casaras con l? BOLETA. -Quien deba casarse con l eres t. HILDA. -Jams! No tiene un cntimo; no tiene si- quiera con que mantenerse l. BOLETA. -Entonces, a qu te ocupas tanto en l? HILDA. -Slo por la enfermedad que padece. BOLETA. -Pues maldito si se conoce que te inspira compasin. HILDA. -No lo compadezco; pero me parece una persona interesante. BOLETA. -Cmo! HILDA. -Sin duda; es cosa muy curiosa orle asegu- rar que no est grave y que va a marcharse al ex- tranjero para hacerse un gran artista. Todo eso lo cree, y goza con sus ilusiones. Pues no, seor, no

    49

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    hay tal! Nada de eso ha de realizarse, sino que mori- r antes, y me parece a m que el caso no deja de te- ner gracia. BOLETA. - Gracia? HILDA. -Eso creo, si no te opones. BOLETA. -Ah, ya! Vamos, Hilda, demuestras ser una nia muy mala.... de la peor ndole. HILDA. -Mejor! Lo que yo quiero es ser mala por provocar a la gente! (Mirando a la derecha). Ya vie- nen! Parece que a Arnholm no le agrada subir. (Vol- vindose). A propsito: adivina qu he observado en Arnholm mientras comamos. BOLETA. -T dirs. HILDA. -Que empieza a quedarse calvo por arriba. BOLETA. -Quia, mujer! Seguramente, te engaas. HILDA. -No, hija, no; y tambin tiene pata de gallo. Por Dios, Boleta! Cmo pudiste enamorarte de aquel modo, cuando te daba lecciones? BOLETA. (Sonriendo).- Cualquiera lo sabe! Lo nico que recuerdo es que yo lloraba a lgrima viva porque Boleta no le pareca un nombre bonito. HILDA. -Soberbio! (Volviendo a mirar a la derecha). Observa cmo habla con l la dama del mar, en vez de ir con pap.. No me sorprendera que esos dos se miraran con ojos tiernos.

    50

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    BOLETA. -Cierra la boca! Qu vergenza! Cmo puedes decir eso, ahora que estamos todos en buena armona? HILDA.- En buena armona! Todava sigues siendo cndida, hijita. No; jams estaremos en buenas rela- ciones con esa... seora; porque, ni nos traga, ni la tragamos nosotras. Dios sabe por qu la trajo aqu pap! A m no me sorprendera que el da menos pensado se volviera loca.. BOLETA. -Loca? Por qu? HILDA. -No tendra nada de extrao. Loca fue su madre o, por lo menos, loca muri. BOLETA. -Por Dios! Quin te mete en eso? Y, aunque fuera verdad, no lo digas. Procura mos- trarte amable, por consideracin a pap. Oyes, Hil- da?

    ESCENA V

    Dichas,

    WANGEL,

    ELLIDA,

    ARNHOLM y LYNGSTRAND, por la derecha.

    51

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. (Sealando con el dedo hacia el foro). -Por all es por donde est, verdad? ARNHOLM. -S; en esa direccin. ELLIDA. -El mar! el mar! S por all es! BOLETA. (A Arnholm). -No es verdad que ste es un sitio muy bonito? ARNHOLM. -Encantador! Una vista preciosa! WANGEL. - No haba usted venido aqu nunca? ARNHOLM. -Nunca. Creo que, en mi tiempo, ape- nas poda subirse hasta aqu. No haba siquiera una vereda. WANGEL. -Efectivamente: todo esto se arregl el ao pasado. BOLETA. -Pues todava es ms hermosa la vista desde Lodskollen, aquella cumbre que se divisa all. WANGEL. -Quieres ir all, Ellida? ELLIDA. (Sentndose sobre un pedrusco, a la derecha). -No, gracias; pero vayan ustedes, les esperar aqu. WANGEL. -Entonces me quedo contigo. Las nias pueden servir de gua al seor Arnholm. BOLETA. (A Arnholm). -Quiere usted venir con nosotras? ARNHOLM. -Con mucho gusto. Hay sendero hasta arriba? BOLETA. -S, seor, y es muy bueno.

    52

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    HILDA. -Bastante ancho para que puedan ir del brazo dos personas. ARNHOLM. (Bromeando). -Est usted bien segura, Hildita? (A Boleta). Quiere usted que veamos si su hermana dice la verdad? BOLETA. (Reprimiendo una sonrisa).-Si usted quiere, vamos. (Vanse del brazo por la izquierda). HILDA. (A Lyngstrand). -Vamos tambin nosotros? LYNGSTRAND. -Del brazo? HILDA. -Por qu no? A m me agrada. LYNGSTRAND. (Le ofrece el brazo sonriendo). -La verdad es que tiene gracia! HILDA. - Gracia? LYNGSTRAND. -S; parecemos dos novios. HILDA. -Segn parece, usted no se ha paseado nunca del brazo con una mujer, seor Lyngstrand. (Vanse por la izquierda).

    ESCENA VI

    WANGEL y ELLIDA

    WANGEL. (Que ha permanecido junto al mstil). -Ya estamos solos, querida Ellida.

    53

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. -S. Ven aqu, y sientate a mi lado. WANGEL. -Todo est en paz y en calma. Ha- blemos un poco. ELLIDA. - De qu? WANGEL. -De ti, Ellida; de nosotros y de nuestra vida. Esto no puede continuar as. ELLIDA. -Pues, qu ms deseas? WANGEL. -Completa intimidad, mujer, vida en comn, como en otro tiempo. ELLIDA. -Ah! Si se pudiera! Pero es imposible! WANGEL. -Creo comprenderte. De vez en cuando has dejado escapar alguna palabra, algunas observa- ciones que me inducen a suponer... ELLIDA. (Bruscamente). -T no comprendes nada! Di que no comprendes nada! WANGEL. -Por lo contrario, digo que s. Ellida, t eres un alma fiel y leal. ELLIDA. -S que lo soy. WANGEL. -Para que disfrutes de paz y de ventura, es necesario que tengas franqueza y sinceridad. ELLIDA. (Mirndole atentamente). - Bien, Y... ? WANGEL. T no has nacido para la segunda es- posa de un hombre. ELLIDA. -Qu te lo hace suponer?

    54

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    WANGEL. -Lo he presentido ms de una vez, pero hoy tengo ya seguridad. Esta fiesta preparada por las nias en recuerdo de su madre.... ! T veas en m una especie de cmplice, y no ibas descaminada, porque los recuerdos de un hombre, los mos al me- nos, no se borran tan fcilmente, y yo no puedo ol- vidar... ELLIDA. -Lo s, y lo comprendo. WANGEL. -Sin embargo, te engaas. A ti te parece que la, otra, que la madre de mis hijas, vive todava, que sigue viviendo entre nosotros, invisible. Crees que mi corazn est repartido entre ella y t. Ese pensamiento es el que te subleva, el que te parece una inmoralidad en nuestra vida, y, por eso, no pue- des, no quieres vivir en intimidad conmigo, te niegas ya a ser mi esposa. ELLIDA. (Levantndose). -Y has visto y com- prendido todo eso, Wangel? WANGEL. -S; lo veo claro, completamente claro, leyendo en tu alma. ELLIDA. -Ah! No lo creas! WANGEL. (Levantndose). -Ya, s, ya s, que hay al- go ms. ELLIDA. (Asustada). - Sabes que hay algo ms?

    55

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. -S; s que no puedes aclimatarte aqu. Nuestras montaas te oprimen, pareciendo gravitar sobre tus pensamientos. No hay bastante luz aqu para ti, no hay bastante cielo libre, no hay bastante horizonte, ni bastante fuerza y flexibilidad en el aire. ELLIDA. -Es verdad. Constantemente, en invierno lo mismo que en verano, experimento sobre m la atraccin del mar. WANGEL. - Lo s, Ellida (poniendo la mano sobre la cabeza de Ellida), y por eso la pobre nia enferma de- be volver a su casa. ELLIDA. -Qu dices? WANGEL. -Digo que vamos a marcharnos. ELLIDA. -A marcharnos! WANGEL. -S, a orillas del mar libre, a un sitio que sea de tu agrado. ELLIDA. -No podemos pensar en tal cosa, porque t no seras dichoso fuera de aqu. WANGEL. -Ya nos arreglaremos como podamos.

    Adems, crees que aqu puedo ser dichoso sin ti? ELLIDA. -Pero, puesto que aqu estoy, aqu me quedo. - Soy tuya! WANGEL. -Lo eres de veras, Ellida?

    56

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Ah! No hablemos de eso. T tienes aqu todo cuanto te hace alentar, todo lo que constituye tu vida. WANGEL. -Repito que nos arreglaremos como po- damos. Vamos a marchar. Iremos a cualquier sitio, all abajo. Estoy completamente decidido, querida Ellida. ELLIDA. -Qu saldremos ganando con eso? WANGEL. -Tu salud y tu tranquilidad. ELLIDA. -Quin sabe? Y t? Porque hay que pensar en ti. Qu ganars? WANGEL. -Volver a ganarte a ti! ELLIDA. -No. Es imposible. No, no, Wangel, no podras. Eso es precisamente lo horrible, lo que me desespera! WANGEL. -Hay que intentarlo. Si aqu te consumes con semejantes ideas, el nico medio de desecharlas es huir lo antes posible. Es preciso y lo quiero, oyes? ELLIDA. -No, no! Oh, Dios mo! Prefiero confe- srtelo todo. WANGEL. -Habla. ELLIDA. -T no debes ser desgraciado por mi cul- pa, sobre todo, cuando no ha de servirte de nada.

    57

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. Me has prometido decrmelo todo, ab- solutamente todo. ELLIDA. -Sea! Te lo dir todo, como lo pienso. Ven aqu, y sintate a mi lado. (Se sientan en la piedra). WANGEL. -Vamos, Ellida, valor! ELLIDA. -El da en que fuiste a preguntarme si po- da y quera ser tu esposa, me hablaste franca, leal- mente, de tu primer matrimonio; me confesaste toda 1a felicidad que te haba proporcionado.. WANGEL. -Deca la verdad. ELLIDA. -S, s, amigo mo, no lo dudo; pero deje- mos eso. Hoy quiero recordarte que tambin fui franca contigo, confesndote que haba amado a otro, y que ese otro haba sido casi mi prometido. WANGEL. - Casi? ELLIDA. -S. Pero dur tan poco tiempo aquello! El se march, y, despus, terminaron nuestras rela- ciones. Era toda la verdad. WANGEL. -Pero, Ellida, a, qu hablar de ese pa- sado? Realmente, yo no tena ningn derecho para interrogarte, y jams te pregunt el nombre de ese hombre. ELLIDA. -Cierto. Siempre me has tratado con gran delicadeza.

    58

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    WANGEL. (Sonriendo). -Oh! No era muy difcil adi- vinar... ELLIDA. -Adivinar el nombre? WANGEL.- Claro! En Skjoldviken y en los alrede- dores, no hay tantas personas, o, mejor dicho, no haba ms que uno que pudiera... ELLIDA. -Supones, por ventura, que era Ar- nholm? WANGEL. -No es l? ELLIDA. -No. WANGEL. -Pues, entonces, no se me ocurre... ELLIDA. -Recuerdas que una vez, hacia fines de otoo, lleg un gran buque americano que hizo es- cala en Skjoldviken para reparar una avera? WANGEL. -S; recuerdo perfectamente que, a bor- do de ese buque, se encontr una maana al capitn asesinado en su camarote. Me llamaron para hacer la autopsia del cadver. ELLIDA. -En efecto, supuse que habas ido. WANGEL. -Se sospechaba que el asesino era el se- gundo piloto. ELLIDA. -Nadie podr asegurarlo, puesto que no hay ninguna prueba.

    59

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. -Sin embargo, no haba duda posible. Por qu se habra ahogado el piloto, como lo hizo, si no hubiera sido culpable? ELLIDA. -No se haba ahogado. Se fue a bordo de un ballenero. WANGEL. (Con asombro). - Cmo lo sabes? ELLIDA. (Dominndose). -Lo s, Wangel, porque ese piloto era... mi prometido. WANGEL. (Con asombro). -Qu ests diciendo? Es posible? ELLIDA. -S: era mi prometido. WANGEL. -Pero, por Dios, Ellida! Era una locura casarte con un hombre a quien nadie conoca! C- mo se llamaba? ELLIDA. En aquella poca se llamaba Freman; pe- ro, luego, cambi de nombre, y firm con el de Al- fredo Johnston. WANGEL. -Y de dnde vena? ELLIDA. -De Finlandia, segn dijo. Parece que ha- ba nacido all, donde, haba emigrado en compaa de su padre. WANGEL. -Era finlands? ELLIDA. -As lo aseguraban, por lo menos. WANGEL. -No tienes ms noticias de l?

    60

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -No s ms sino que entr, siendo muy joven, de grumete en un navo y que haba viajado mucho. WANGEL. -Y no sabes nada ms? ELLIDA. -No. Nunca hablbamos de eso. WANGEL. -Pues, de qu hablabais? ELLIDA. -Del mar. WANGEL. -Ah! Del mar!... ELLIDA. -Hablbamos de las tempestades y de los tiempos de bonanza, de las noches lbregas y de los das de sol; pero, especialmente, de las ballenas y las focas que se arrastran por los escollos a los rayos del sol, de las gaviotas y de todas las dems aves mari- nas. Entonces me pareca que todos esos seres de- ban ser de la misma raza, que l. WANGEL. -Y t? ELLIDA. -Yo! Conclu por creer que perteneca tambin al Ocano. WANGEL. -Comprendo. Y entonces fue cuando te comprometiste con aquel hombre? ELLIDA. -S! Me deca: Ha de ser. WANGEL. -Ha de ser? De modo que t no tenas voluntad?

    61

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. Jams la tuve cuando l estaba a mi lado; pero, al quedarme sola, no poda explicarme aquella fascinacin. WANGEL. - Le veas muy a menudo? ELLIDA. -Muy a menudo, no. Lo conoc un da que fue a ver el faro. Despus nos encontramos algunas veces; pero, al ocurrir el asesinato del capitn, tuvo que marcharse. WANGEL. -Cmo ocurri eso? ELLIDA. -Una maana, apenas haba amanecido an, recib una carta suya en la que me rogaba que fuese a verlo a Brathammeren, ya sabes: el cabo que est entre el faro y Skjoldviken. WANGEL. -S, s; lo conozco bien. ELLIDA. -Aadiendo que fuera inmediatamente, porque necesitaba hablarme. WANGEL. - Y fuiste? ELLIDA.- Si, fui y me cont que haba dado muerte al capitn durante la noche. WANGEL. -Eh! Te hizo esa confesin? ELLIDA. -S, pero aadiendo que aquel acto era justo y natural. WANGEL. - Justo y natural? Pues, por qu lo mat?

    62

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Me dijo que no era cosa que pudiera contarme a m. WANGEL. -Y t diste crdito a sus palabras? ELLIDA. -S. No trat de averiguar nada. Por fin, lleg el momento de marcharse; pero, antes... No! t no puedes figurarte lo que hizo. WANGEL. -Qu hizo? ELLIDA. -Sac del bolsillo un anillo, y se quit del dedo una sortija que llevaba; luego me sac a m del dedo una sortijita que tena; y las dos, la suya y la ma, las meti en el anillo, diciendo que entonces debamos casarnos con el mar. WANGEL. -Casaros? ELLIDA. -S: fueron sus propias palabras, y arroj al mar el anillo con las dos sortijas. WANGEL. -Y t, Ellida, lo permitiste? ELLIDA. -S. En aquel momento no tena voluntad propia. Gracias a Dios, se march! WANGEL. - Y despus que se march? ELLIDA. -Recobr en seguida el juicio y comprend que aquello era una locura. WANGEL. -Volviste a tener noticias de l? ELLIDA. -S. Primero recib algunas lneas de Ar- cngel, en las que slo me deca que iba a marcharse

    63

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    a Amrica, y me daba su direccin para que le con- testara. WANGEL. -Respondiste? ELLIDA. -En seguida. Le dije, naturalmente: que todo haba concluido entre -nosotros, que no deba volver a pensar en m, y que yo deseaba olvidarlo. WANGEL. -Y 1 continu, escribindote? ELLIDA. -S. WANGEL. -Contest a tu carta? ELLIDA. -No. Me, deca, simplemente que era ne- cesario esperar, que me avisara en cuanto pudiera recibirme, y que entonces tendra que ir a casarme con l sin dilacin. WANGEL. -De manera que no renunciaba a ti? ELLIDA. -No. Yo volv a escribirle, poco ms o menos, en los mismos trminos que en la carta ante- rior, ms severamente quiz. WANGEL. - Se desanim al fin? ELLIDA. -Ni poco ni mucho! Respondi tran- quilamente, como siempre, sin hacer la menor alu- sin a nuestra ruptura, y comprend que era intil insistir. Entonces dej de escribirle. WANGEL. -Y no has vuelto a tener noticias suyas? ELLIDA. -S! Me escribi otras tres veces! Prime- ro, una carta fechada en California; luego, otra desde

    64

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    China, y la ltima desde Australia. En la ltima deca que estaba a punto de ir a trabajar en las minas de oro. Desde entonces ignoro qu ha sido de l. WANGEL. -Ese hombre ha ejercido sobre ti una influencia extraa, Ellida. ELLIDA. - Efectivamente, es un hombre terrible! WANGEL. -Ahora es preciso no volver a pensar en l. Me lo prometes, Ellida? Vamos a ensayar otro tratamiento para ti, un aire ms puro que el que res- piramos en los lagos. Qu te parece el aire salino y fortificante del mar? ELLIDA. -Oh! No me hables de eso, no pienses en ello siquiera, te lo suplico. No hay medio de curar- me. Ni el mar podra librarme de mi mal. WANGEL. -De qu mal? Qu quieres decir? ELLIDA. -Del terror, de la influencia espantosa... WANGEL. -De eso te libraste hace mucho; cuando pusiste trmino a las relaciones que sostenas con l. Ahora todo ha concluido. ELLIDA. (Levantndose bruscamente). -Te equivocas : sta es precisamente la desgracia; no haber conclu- do. WANGEL. -Qu dices? ELLIDA. -No, Wangel, no ha concluido, y temo que no concluya nunca... nunca... nunca en esta vida!

    65

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL (Con voz ahogada).- Quieres decir que no has podido arrancar a ese hombre de tu corazn? ELLIDA. -Crea haberlo olvidado; y se me ha reapa- recido de repente. WANGEL. - Cundo? ELLIDA. -Hace tres aos, o poco ms; cuando yo estaba encinta. WANGEL. -Ah! Cundo estabas...? Oh!, Ellida, ahora comprendo muchas cosas! ELLIDA. -Te engaas. El sentimiento que se ha apoderado de m no puedes comprenderlo, porque yo misma no podr definirlo jams. WANGEL. -Y decir que durante tres aos has amado a otro hombre... a otro... a un extrao! ELLIDA. -No! No amo a nadie ms que a ti. WANGEL. -Entonces, por qu, durante todo este tiempo, no has querido vivir conmigo, ser realmente mi esposa? ELLIDA. -El horrible sentimiento que me ha inspi- rado ese hombre me lo ha impedido. WANGEL. -Qu quieres decir? ELLIDA. -S: es una fascinacin! una dolencia! una alteracin tan extraa, tan violenta, que creo que su nica causa es el mar... porque has de saber, Wangel...!

    66

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA VII

    Dichos y los jvenes de la ciudad que hacen una pasada de izquierda a dere- cha saludando. Despus, ARNHOLM, BOLETA, HILDA y LYNGSTRAND.

    BOLETA. (Al pasar). -Siguen ustedes paseando por aqu? ELLIDA.- Est todo tan hermoso y tan fresco en las alturas... ! ARNHOLM. -Nosotros vamos a bailar. WANGEL.- Muy bien. Pronto nos reuniremos con ustedes. ARNHOLM. -Entonces, hasta luego. ELLIDA. -Haga el favor, seor Lyngstrand. Qudese un instante con nosotros. (Lyngstrand se de- tiene. Los dems vanse por la derecha).

    67

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA VIII

    WANGEL, ELLIDA, LYNGSTRAND

    ELLIDA. (A Lyngstrand).-Va usted a bailar tambin? LYNGSTRAND. -No, seora; no me atrevo. ELLIDA. -Conviene que guarde usted precauciones, porque no est completamente restablecido, ver- dad? LYNGSTRAND. -No, seora; todava no lo estoy completamente. ELLIDA. (Con perplejidad). - Cunto tiempo hace que realiz usted ese viaje? LYNGSTRAND. -El viaje despus del cual ca en- fermo? ELLlDA. -S el viaje de que hablaba usted esta ma- ana. LYNGSTRAND. -Fue... espere usted. S, hace po- co ms de tres aos. ELLIDA. - Tres aos? LYNGSTRAND. -S, seora. Salimos de Amrica en febrero, y naufragamos en marzo. Era precisa- mente la poca, de las tempestades equinocciales.

    68

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. (Mirando a Wangel). -Y entonces fue cuan- do... WANGEL. -Pero, querida Ellida... ELLIDA. -Vaya, no quiero detenerlo, seor Lyngs- trand; pero no baile. LYNGSTRAND. -No, no har ms que mirar. (Mu- tis por la derecha).

    ESCENA IX

    WANGEL y ELLIDA

    WANGEL. -Ellida, por qu le has preguntado acerca de ese viaje? ELLIDA. -Es que estoy segura de que Johnston es- taba a bordo. WANGEL. -Por qu lo supones? ELLIDA. -Encontrndose a bordo, supo que me haba casado y al mismo tiempo me atac esa espe- cie de mal... WANGEL. -El mal de que hablabas hace un mo- mento?

    69

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. -S. De repente se me aparece el ex- tranjero y lo veo vivo. No me mira nunca; pero est presente. WANGEL. - Cmo lo ves? ELLIDA. -Como lo vi la ltima vez. WANGEL. -Hace diez aos? ELLIDA. -S: en Brathammeren. Distingo muy bien, sobre todo el alfiler de la corbata con una perla azu- lada grande. Esa perla se asemeja al ojo de un pez muerto, y parece mirarme fijamente. WANGEL. -Dios mo! Ests ms enferma de lo que crea, Ellida. Ms enferma de lo que t te figuras. ELLIDA. -S, s. Aydame, si puedes, porque esta dolencia, me oprime cada vez ms. WANGEL. -Y has pasado aqu tres aos largos en tal situacin, y has soportado tales sufrimientos sin decirme nada! ELLIDA. -No he podido. No he podido hasta hoy, que t has hecho necesario esta confidencia. Si hu- biese tenido que decirte todo esto, me habra visto obligada a confesarte esa cosa inexpresable, indeci- ble!... WANGEL. - Inexpresable?

    70

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -No, no no. No me preguntes nada. Slo puedo decirte una palabra ms. Wangel, cmo te explicas aquellos ojos enigmticos del nio? WANGEL. -Te aseguro, Ellida, que, eso slo era una ilusin tuya. Los ojos del nio eran ab- solutamente como los de todos los dems nios. ELLIDA. -No, no, no es verdad. Cmo no lo ad- vertiste! Los ojos del nio variaban de color al mis- mo tiempo que el mar, segn haba calma o tempestad.. Ah! si t no te dabas cuenta, yo lo vea bien. WANGEL. (Cediendo). - Bien! Corriente! Pero, de todos modos, qu tenemos con eso? ELLIDA. (E n voz baja y acercndose). He visto alguna vez ojos semejantes. WANGEL. -Cundo? Dnde? ELLIDA. -En Brathammeren, hace diez aos. WANGEL. (Dando un paso atrs).-Qu quieres decir ? ELLIDA. (En voz baja y temblorosa) . -El nio tena los ojos del extranjero. WANGEL. (Profiriendo un grito involuntario). -Ellida! ELLIDA. (Desesperada, juntando las manos por encima de la cabeza). -T debes comprender ahora por qu no

    71

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    querr nunca, por qu no podr nunca vivir contigo como verdadera esposa! (Vase corriendo por la derecha). WANGEL. (Corriendo tras ella) .- Ellida, Ellida, des- graciada Ellida, Ellida ma!

    TELN

    72

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ACTO TERCERO

    La escena representa un apartado rin- cn del jardn del doctor Wangel, lu- gar hmedo y pantanoso, con rboles viejos. A la derecha, la orilla de un estanque. Un pequeo seto separa el jardn del sendero. En el horizonte, vense un lago y montaas. Declina el da.

    ESCENA PRIMERA

    BOLETA, HILDA, LYNGSTRAND. La primera cose sentada en un banco de piedra a la izquierda. Sobre el ban- co, libros y una bolsa de labor. Hilda y

    73

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    Lynsgtrand, con avos de pesca, apa- recen costeando el estanque.

    HILDA. (Haciendo una sea a Lyngstrand). No se mueva usted! All hay uno grande... LYNGSTRAND. (Mirando) .- Dnde? HILDA. (Sealando con el dedo). -No lo ve usted? All! Y all tambin! Diablo! Otro! (Mirando hacia los rboles). Vaya! Ah viene alguien a espantarlos y a estorbar. BOLETA. (Alzando la cabeza).-Quin viene? HILDA. -Tu maestro. BOLETA. -Mi maestro? HILDA. -S, por Dios. Mo no lo ha sido nunca.

    ESCENA II

    Dichos, ARNHOLM por la derecha.

    ARNHOLM. - Qu, hay ahora pesca en el es- tanque? HILDA. -S, seor, all se pasean algunos corasios viejos. ARNHOLM. -Viven todava los corasios viejos?

    74

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    HILDA. -Tienen duro el pellejo, pero ahora vamos a ajustarles las cuentas. ARNHOLM. -Sera mejor que pescaran ustedes en el lago. LYNGSTRAND. -No, el estanque tiene ms mis- terios. HILDA. -Ciertamente, es ms interesante. Se ha baado usted? ARNHOLM. De baarme vengo ahora. HILDA. -Supongo que no habr salido usted de la caseta. ARNHOLM. -Claro! Como que no soy buen na- dador. HILDA. -Sabe usted nadar de espaldas? ARNHOLM. -No, seorita. HILDA. -Yo s. (A Lyngstrand). -Vamos a pescar al otro lado. (Vanse costeando el estanque por la derecha).

    ESCENA III

    ARNHOLM y BOLETA

    ARNHOLM. (Acercndose a Boleta). -Usted est siem- pre sola, Boleta!

    75

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    BOLETA. -S, generalmente, ARNHOLM. -No est su madre de usted aqu, en el jardn? BOLETA. -No; debe haber ido a paseo con pap. ARNHOLM. -Cmo se encuentra esta tarde? BOLETA. -Lo ignoro. Se me olvid preguntrselo. ARNHOLM. -Qu libros son esos que tiene usted ah? BOLETA. -Son tratados de botnica y de geologa. ARNHOLM. -Es usted aficionada a esas ciencias ? BOLETA. -S; pero slo las estudio cuando me so- bra tiempo, porque antes tengo que ocuparme en la casa. ARNHOLM. -Pero su madre, de usted, su madre poltica, no la ayuda? BOLETA. -No. Lo hago yo todo. Tom la direccin de la casa cuando pap estaba solo, y despus he se- guido... ARNHOLM. -Pero, contina usted con la misma aficin a la lectura? BOLETA. -S; leo siempre que puedo procurar

    me libros tiles. Conviene conocer algo del mundo, y aqu vivimos extraos a todo, o poco

    menos. ARNHOLM. -No tanto, amiga Boleta.

    76

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    BOLETA. - Cmo que no? Me parece que vivimos lo mismo que los corasios del estanque. Tienen a dos pasos el lago, donde hay millares de peces de mar, verdaderos peces salvajes, y los pobres peces domsticos viven ignorantes de todo en agua, dulce, y jams disfrutarn de libertad. ARNHOLM. -Creo que haran mal en cambiar de gnero de vida. BOLETA. -Quin sabe? Quiz no les produjera ninguna impresin. ARNHOLM. -Adems, usted no puede decir que aqu se vive en completo aislamiento; por lo menos, durante el verano. Desde hace algunos das, esto es una especie de punto de cita, un centro de atraccin, de vida de sociedad, un continuo ir y venir de gente de paso. BOLETA. (Sonriendo). - Como usted no est aqu ms que de paso, se permite burlarse de nosotros. ARNHOLM. - Burlarme? Cmo puede creer... ? BOLETA. -S: todas esas frases de punto de cita, centro de atraccin, constante ir y venir, se las ha odo usted a los vecinos de la ciudad. Es su mana. ARNHOLM. -Cierto. BOLETA. -Pero, en realidad, es un error profundo. Quiere usted decirme de qu puede servirnos a no-

    77

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    sotros, que vivimos siempre aqu que todos esos fo- rasteros pasen por nuestra tierra para admirar el sol de media noche? Qu vamos ganando nosotros? Nosotros no hemos de ver maravillas, tenemos que vivir aqu siempre, en nuestro estanque de corasios. ARNHOLM. (Sentndose a su lado ) .-Dgame amiga Boleta, tiene usted quiz algn anhelo, algn deseo, en este retiro? BOLETA. -Es muy probable. ARNHOLM. -Qu desea usted? BOLETA. -Ante todo salir de aqu. ARNHOLM. -Ante todo? BOLETA. -En segundo lugar, instruirme, pro- fundizar todas las cosas;... ARNHOLM. -Cuando yo era profesor de usted, su padre deca muchas veces que le permitira estudiar cuanto le agradara. BOLETA. -Ah, s! pobre pap! El habla mucho, pero le falta energa para obrar. ARNHOLM. Desgraciadamente tiene usted razn. Carece de energa. Pero, no le ha expuesto usted nunca su deseo? BOLETA. -No, nunca.

    78

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ARNHOLM. -Pues debe usted hacerlo antes de que sea demasiado tarde. Por qu no lo hace usted, Boleta? BOLETA. -Quiz porque carezco tambin de ener- ga.. Debe ser un defecto de familia. ARNHOLM. -Lo cree usted as? BOLETA. -Por desgracia, s. Adems, pap apenas tiene tiempo de pensar en m y en mi porvenir. Ni tiempo ni ganas. Evita esas cuestiones cuanto puede. Ellida le absorbe por completo. ARNHOLM. -Quin? Cmo? BOLETA. -Quiero decir que l y mi madrastra... (Detenindose). Demasiado comprende usted que pap y mam tienen que preocuparse de ellos, de lo que les interesa a los dos. ARNHOLM. -Entonces, hara usted bien en mar- charse. BOLETA. -S; pero es que, a pesar de todo, me pa- rece que no tengo derecho a abandonar a pap. ARNHOLM. Amiga ma, antes o despus tendr

    usted que abandonarlo, y, por consiguiente, cuanto antes mejor. BOLETA. -No habr ms remedio, porque, yo tambin necesito, pensar en m, tengo que crearme una posicin. Si muriera pap, quin me acogera?

    79

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    Pobre pap! La sola idea de separarme de l me es- panta. ARNHOLM. - La espanta? BOLETA. -S, por l. ARNHOLM. -Pero encontrndose aqu su madras- tra que se quedar a su lado... BOLETA. -Me espanta, de todos modos. Mi ma- drastra no tiene el tacto y la delicadeza que mam. Hay tantas cosas que no ve, o que no quiere ver, o en que no le gusta ocuparse. No s por qu! ARNHOLM. -Ya supongo a qu se refiere. BOLETA. -Pobre pap! Tiene debilidades, quiz usted lo habr advertido; y, adems, tiene mucho tiempo desocupado, y ella no le ayuda, no sabe sos- tenerle en las horas de ocio. Algo de eso es culpa de l tambin. ARNHOLM. -Cmo? BOLETA. -Quiere ver siempre en torno suyo caras risueas. Es menester que est despejado, que brille el sol, que haya alegra en la casa, como l dice. Por eso tiemblo tanto cada vez que ensaya un nuevo re- medio para curarla... no lo conseguir! ARNHOLM. -No? Lo cree usted as? BOLETA. - Si: no puedo abandonar esa idea, que a veces me asedia de un modo extrao. (Con clera).

    80

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    No es una injusticia tener que permanecer siempre en esta casa? Yo de nada sirvo a pap, y, por otra parte, tengo para conmigo deberes que no puedo cumplir. ARNHOLM. -Vamos a ver, mi querida Boleta, ha- blemos en serio. Quiere usted? BOLETA. -Qu sacaramos? No hay quien me quite de la cabeza que he nacido para pasar aqu toda la vida, en el estanque de los corasios. ARNHOLM. -No hay tal cosa, porque eso slo de- pende de usted. BOLETA. (Vivamente) .-Lo cree as? ARNHOLM. -S: de usted sola! BOLETA. -Dios mo, si fuera cierto! Quiz usted piensa decidir a pap? ARNHOLM. -As es; pero, ante todo, querida Bo- leta, tengo que hablar a usted con toda sinceridad, con toda franqueza. (Mirando a la izquierda). Chit ! No deje usted traslucir nada. Volveremos a hablar de esto ms tarde.

    81

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ESCENA IV

    Dichos, y ELLIDA por la izquierda. Lleva un chal sobre la cabeza y sobre los hombros.

    ELLIDA. (Con agitacin nerviosa) .-Qu buen tiempo hace aqu! Es delicioso! ARNHOLM. (Levantndose) . - Viene usted de pa- sear ? ELLIDA. -S: he hecho una excursin a pie con Wangel, y ahora vamos a dar un paseo en bote. BOLETA. -No quieres sentarte? ELLIDA. -No. Gracias! BOLETA. -Hay sitio. ELLIDA. (Pasendose).- No, no, no quiero sentarme, no quiero sentarme. AR.NHOLM. -Ese paseo debe haberle sentado a usted muy bien, porque tiene el rostro muy animado. ELLIDA. -S; estoy muy bien, muy contenta y muy animada. (Mirando a la izquierda). Qu es aquello? Un vapor grande que llega? BOLETA. (Levantndose y mirando). - Debe ser ingls.

    82

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ARNHOLM. -Se detiene en la boya. Siempre hace alto ah? BOLETA. -S, pero, slo durante media hora. Des- pus remonta el lago. ELLIDA. -Y maana saldr al mar libre! El mar libre! Ah, si pudiera bogar por l, vivir en l siempre hasta formar parte suya! AR.NHOLM. -No ha viajado usted nunca por mar ELLIDA. Nunca slo he hecho pequeas excur- siones por los lagos. BOLETA. (Suspirando).-Tenemos que contentarnos con la tierra firme. ARNHOLM. -Despus de todo, es nuestro ele- mento. ELLIDA. -No lo creo as. ARNHOLM. -No pertenecemos a la tierra firme ? ELLIDA. -No. Creo que, si desde que nacimos nos hubisemos acostumbrado a vivir en el mar, quiz seramos ms buenos y ms dichosos de lo que so- mos. ARNHOLM. -Lo cree usted as? ELLIDA. -Indudablemente, y quisiera hacer la prueba. Con frecuencia, se lo he dicho a Wangel. ARNHOLM. -Y l, qu opina? ELLIDA. Que podra tener razn.

    83

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ARNHOLM. (En broma). -El caso es que el mal no tiene remedio. Si hemos errado el camino hacindo- nos animales terrestres en vez de animales marinos, es demasiado tarde para corregir el error. ELLIDA. -Dice usted una triste verdad y ah est la pena secreta que sufrimos. No lo dude, no; a eso se debe la melancola de la humanidad. ARNHOLM. -Seora, no he advertido esa tristeza. Por lo contrario, creo que a la mayora de los hom- bres les parece la vida muy alegre y muy grata, y vi- ven en la mayor placidez, sin penas ni cuidados. ELLIDA. -Error! Esa alegra es como la que expe- rimentamos en las largas y serenas noches de esto, sobre las que pesa siempre la amenaza de la lobre- guez. Esa amenaza es la que nubla la alegra de la humanidad, como la nube que pasa proyectando sombra sobre el lago... ese lago que, hace un mo- mento, era tan blanco y azul, y despus, de repente... BOLETA. -Abandona esas tristes ideas. Hace poco estabas tan alegre y tan animada. ELLIDA. -Es verdad, soy una tonta! (Mirando, con zozobra en torno suyo). Si viniera siquiera Wangel! Y el cas es que me lo ha prometido, pero no viene! Amigo Arnholm, quiere usted hacerme el favor de ir a buscarle?

    84

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ARNHOLM. -Con mucho gusto, seora. ELLIDA. -Dgale que venga en seguida, porque ya no le veo. ARNHOLM.-A quin? ELLIDA. -Ah! Usted no -comprende. Cuando no est a mi lado, a veces no me acuerdo de su cara, y entonces me parece que lo he perdido completa- mente, y es una cosa horrible. Pero vaya usted por l! (Se pasea por la orilla del estanque). BOLETA. (A Arnholm). -Ir con usted.. Usted solo no lo encontrara. ARNHOLM. -Pues no he de encontrarlo! BOLETA. (A media voz). -No, no; estoy intranquila. Temo que est a bordo del vapor. ARNHOLM. -Y eso le asusta a usted? B0LETA. -S; suele ir all con la esperanza de en- contrar amigos, y como hay un restaurant a bordo... ARNHOLM. -Ah, ya.! Comprendo. Entonces, ven- ga conmigo. (Mutis por la izquierda.

    ESCENA V

    ELLIDA y UN EXTRAO. Ellida qudase mirando el estanque y mur-

    85

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    murando frases entrecortadas. Por detrs del seto del jardn aparece en el sendero un extrao en traje de viaje. Tiene barba y cabellera espesas, de color rojo. Lleva gorra escocesa y bol- sa de viaje. Sigue pausadamente el seto, mirando el jardn.

    EL EXTRAO. (Al ver a Ellida, se detiene y la contem- pla fijamente, diciendo a media voz). -Buenas tardes, Ellida,! ELLIDA. (Se vuelve exclamando). Ah! Vienes al fin! EL EXTRAO. S; al fin he venido. ELLIDA. (Lo mira atnita e inquieta). -Quin es us- ted? A quien busca,? EL EXTRAO. -T dirs. ELLIDA. (Asombrada). -Qu es esto? Quin es usted? Por qu habla? A quin busca? EL EXTRAO. -A ti. ELLIDA. (Con espanto). -Ah! (Lo mira y retrocede profiriendo un grito medio ahogado). Los ojos! Los Ojos! EL EXTRAO. -Al fin empiezas a conocerme. Yo a ti te conoc en seguida, Ellida!

    86

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. -Oh! Esos ojos! No me mire usted as, o pido auxilio! EL EXTRAO. -No tengas miedo. No he de ha- certe dao. ELLIDA.- (Cubrindose los ojos con la mano). Pero, por favor!, no me mire usted as. EL EXTRAO. (Ponindose de codos sobre el se- to). -Acabo de llegar en el vapor ingls. ELLIDA. (Mirndole con ansiedad). - Qu quiere usted de m? EL EXTRAO. -Te haba prometido volver tan pronto como pudiera. ELLIDA. -Mrchese usted, mrchese usted, y no vuelva jams aqu! Ya le escrib que todo haba con- cluido entre nosotros, todo, todo! Bien lo sabe us- ted! EL EXTRAO. (Sin alterarse). -Yo quera haber venido antes por ti; pero me ha sido imposible. En fin, ahora lo he conseguido, y soy tuyo, Ellida. ELLIDA. -Qu quiere usted de m? En qu pien- sa? Por qu ha venido aqu? EL EXTRAO. -De modo que no comprendes que he venido a buscarte! ELLIDA. (Retrocediendo espantada). -A buscarme? EL EXTRAO. -S; a buscarte. Es natural.

    87

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. -Usted sabe perfectamente, que estoy ca- sada. EL EXTRAO. -Lo s. ELLIDA. -Lo sabe usted! Y, sin embargo, viene aqu a... a buscarme! EL EXTRAO. -Eso es! ELLIDA. (Agarrndose la cabeza con las dos manos). -Oh! Esa mirada.! Siempre esa mirada temible, es- pantosa. EL EXTRAO. -Es que acaso no querras... ? ELLIDA. (Horrorizada). -No me mire usted de ese modo! EL EXTRAO. -Te pregunto si no quieres. ELLIDA. -No, no, no, no quiero! Jams! Digo que no quiero, que no puedo ni quiero! (Ms bajo). Y no me atrevo tampoco. EL EXTRAO. (Salta por el seto y entra en el jardn). -Entonces, Ellida, tengo que decirte una cosa antes de marcharme. ELLIDA. (Desea huir, pero se queda paralizada de horror, apoyada en un rbol junto al estanque). - No me toque usted! No se acerque! Le repito que no me toque! EL EXTRAO. (Avanza lentamente algunos pasos). -Ellida, no tienes que tener miedo de m.

    88

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. (Tapndose los ojos con las manos) .No me mire usted de ese modo. EL EXTRAO. No tengas miedo, Ellida.

    ESCENA VI

    Dichos, e1 doctor WANGEL por la izquierda.

    WANGEL. (Entre los rboles) .-Hace mucho que me esperas? ELLIDA. (Se precipita hacia l, se aferra a su brazo y exclama) -Ah, Wangel! Slvame, slvame si puedes! WANGEL. -Ellida! Qu pasa, Dios mo? ELLIDA. -Slvame, Wangel! Pero, no le ves? Est ah! Ah! WANGEL. (Mirando). -Ese hombre? (Adelantndose hacia el extrao). Me permitir que le pregunte quin es y por qu ha entrado en mi jardn? EL EXRTAO. (Indicando a Ellida con un movimiento de cabeza). -Necesito hablarle.

    89

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    WANGEL. -Ya! Conque era usted? (A Ellida). He odo que haba entrado en el patio un forastero pre- guntando por ti. EL EXTRAO. -S; era, yo. .. WANGEL. -Y qu tiene usted que decir a m espo- sa? (Volvindose): Lo conoces, Ellida? ELLIDA. (En voz baja retorcindose las manos). - S... es cierto... lo conozco! WANGEL. (Precipitadamente). - Bien ! Pero...? ELLIDA. -Ah, Wangel! Es l, el mismo, ya sabes! WANGEL. -Cmo! Qu dices? (Volvindose). Us- ted es Johnston, el que en otro tiempo...? EL EXTRAO. -Llmeme usted Johnston, si le place; pero mi nombre no es se. WANGEL. -No se llama usted Johnston? EL EXTRAO. Ahora, no. WANGEL. -Y qu tiene que decir a mi esposa? Debe saber que la hija del jefe del faro se cas hace tiempo, y no debe ignorar tampoco con quin se ha casado. EL EXTRAO. -Hace tres aos que lo s. ELLIDA. (Con inters). - Cmo lo averiguo usted ? EL EXTRAO. -Cay en mis manos un peridico que anunciaba el matrimonio. ELLIDA. -El matrimonio! S! Entonces era.

    90

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    EL EXTRAO. -Me impresion mucho, porque record una ceremonia llamada de las sortijas. Ya te acuerdas, Ellida: aquella ceremonia era tambin un matrimonio. ELLIDA. (Cubrindose el rostro con las manos). -Ah! WANGEL. -Cmo se atreve usted...?

    EL EXTRAO. -La habas olvidado, Ellida? ELLIDA. (Sintiendo pesar sobre ella la mirada del extra- o). -No me mire usted ms as. WANGEL. (Colocndose ante el extrao). - A m es a quien debe usted dirigirse, y no a la seora. Y ahora que conoce usted la situacin, qu tiene que hacer aqu? Con qu derecho persigue usted a mi esposa hasta este sitio? EL EXTRAO. -Promet a Ellida venir a buscarla tan pronto como pudiera. WANGEL. -Ellida! Otra vez? EL EXTRAO. -Ellida me prometi esperar mi re- greso. WANGEL. -Habla usted a mi esposa con una fa- miliaridad que no toleraremos en nuestra casa, caba- llero... EL EXTRAO. -Ya lo s; pero, como era ma antes de ser de nadie... WANGEL. -De usted! Ah, no...!

    91

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. (Retrocediendo, hasta ponerse detrs de Wan- gel).- oh! Esos ojos! Aprtese! WANGEL. -De usted! Dice usted que le per- tenece! EL EXTRAO. -Le ha referido la ceremonia de nuestros dos anillos? WANGEL. -S; pero, y qu? Despus rompi las relaciones con usted, y no puede alegar ignorancia, porque debi recibir las dos cartas que le dirigi. EL EXTRAO. -Habamos convenido en respetar aquella ceremonia como una ceremonia nupcial. Era un matrimonio! ELLIDA. - Nunca, nunca! No quiero nada con us- ted. No me mire de ese modo. Le digo a usted que no quiero. WANGEL. -Usted est loco si espera hacer valer un derecho fundado en semejantes puerilidades. EL EXTRAO. -Es verdad; no tengo ningn dere- cho, en el sentido en que usted lo entiende, absolu- tamente ninguno. WANGEL. -Entonces, qu es lo que quiere? Aca- so supone que puede arrebatrmela por la fuerza y contra su voluntad? EL EXTRAO. -No. Deseo que me siga volunta- riamente.

    92

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ELLIDA. (Estupefacta). - Voluntariamente! WANGEL. -Y se atreve a creer que... ? ELLIDA. (A s misma). -Voluntariamente! WANGEL. -Usted est loco! Mrchese! Usted no tiene ya nada que hacer aqu. EL EXTRAO. (Mirando su reloj). -Pronto ser hora de embarcarme. (Avanza un paso). S Ellida: acabo de cumplir mi deber. (Avanza ms). He cumplido mi palabra. ELLIDA. (Suplicando y retrocediendo). -Oh! Nome toque usted! EL EXTRAO. - Tienes tiempo de reflexionar

    hasta maana por la tarde. WANGEL. -No tiene que reflexionar nada. Salga usted de aqu! Mrchese usted! EL EXTRAO. (Dirigindose siempre a Ellida). -Voy a remontar el lago en el vapor ingls, y volver maa- na por la noche. Me esperars aqu en el jardn, por- que prefiero arreglar este asunto contigo sola. Comprendes? ELLIDA. (En voz baja y temblando).- Oyes, Wangel ? WANGEL. No tengas cuidado. No volver. EL EXTRAO. -Hasta la vista, Ellida; hasta maa- na por la noche.

    93

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ELLIDA. (Suplicando). -No, no, no venga usted ma- ana por la noche. No vuelva usted! EL EXTRAO. -Y, entonces, si ests dispuesta, a embarcarte conmigo... ELLIDA. -No me mire usted de ese modo. EL EXTRAO. -A todo evento, est preparada pa- ra partir. WANGEL. -Ellida, entra en casa. ELLIDA. - No puedo. Aydame! Slvame, Wan- gel! EL EXTRAO. -Ten en cuenta que si maana no me sigues, todo habr concluido para siempre. ELLIDA. (Mirndole temblorosa). -Habr concluido todo? Para siempre? EL EXTRAO. (Con movimiento de cabeza). -- Irremisiblemente, Ellida. No volver jams a este pas; no volvers a verme; no volvers nunca a tener noticias mas. Habr muerto por siempre para ti. ELLIDA. (Suspirando). -Ah! EL EXTRAO. -Por lo tanto, piensa bien lo que haces. Adis! (Salta el seto, se detiene y dice): Conque, Ellida, que ests preparada para partir maana por la noche. Volver por ti! (Vase lenta y sosegadamente por el sendero de la derecha. Ellida lo sigue con la mirada).

    94

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA VII

    WARGEL y ELLIDA

    ELLIDA. - Me ha dicho: Voluntariamente. Ya ves: me ha dicho que deba ir voluntariamente. WANGEL. -Tranquilzate; ya se ha marchado, y no lo vers ms. ELLIDA. - No has odo que volver maana por la noche? WANGEL. - Que se atreva a venir! A ti no ha de verte. Lo aseguro. ELLIDA. (Moviendo la cabeza). -Ah, Wangel! No te hagas la ilusin de que puedes impedirle verme. WANGEL. -No he de poder! Vamos, confa en m. ELLIDA. (Pensativa, sin escuchar a Wangel). -vendr maana a la noche; luego, saldr en el gran vapor hacia el mar libre. WANGEL. -Bien! Y qu? ELLIDA. -Quisiera saber si no volver nunca, nun- ca. WANGEL. -No, querida Ellida, puedes tenerlo por seguro. Qu tiene l ya que hacer aqu? T misma le

    95

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    has dicho que no queras nada con l. Por lo tanto, todo ha concluido definitivamente. ELLIDA. (A s misma). -De manera que maana o nunca! WANGEL. -Y, despus de todo, si tuviera el atre- vimiento de volver... ELLIDA. (Con viveza). -Qu? WANGEL. -Ya sabremos impedirle que haga nada! ELLIDA. -No lo creas. WANGEL. Nada hay ms sencillo. Si no quiere dejarte tranquila, tendr que expiar el asesinato del capitn. ELLIDA. (Violentamente). -No, no, no! Eso nunca! Nosotros no sabemos nada del asesinato del capitn, nada, absolutamente nada. WANGEL. -Nada? El mismo te lo ha confesado! ELLIDA. -Mentira! no me ha dicho nada. Si hablas, lo negar todo. No se debe encarcelar a ese hom- bre! Pertenece al mar. All est su vida! WANGEL. (Lentamente y mirando a su mujer). -Ah! Ellida, Ellida! ELLIDA. (Asindose a l con violencia).- Wangel, mi fiel Wangel, slvame de ese hombre! WANGEL. (Desasindose suavemente). -Ven conmigo!

    96

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA VIII

    Dichos, LYNGSTRAND a HILDA, por la orilla del estanque, con tiles de pesca.

    LYNGSTRAND. (Adelantndose precipitadamente hacia Ellida). Ah, seora! Tengo que decirle a usted una cosa extraordinaria! WANGEL. -Qu es? LYNGSTRAND. - Figrese usted!-... Hemos visto al americano! WANGEL. -Al americano? HILDA. -S; yo tambin le he visto. LYNGSTRAND. -Pasaba por detrs del jardn, y despus se ha embarcado en el vapor ingls. WANGEL. -De qu conoce usted a ese hombre? LYNGSTRAND. Serv en el mismo buque que l hace aos. Yo lo crea muerto, y acabo de encon- trrmelo lleno de vida! WANGEL. -Puede usted darme algunas noticias de l?

    97

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    LYNGSTRAND. -No, pero seguramente ha vuelto para vengarse de su infiel esposa. WANGEL. -Cmo? HILDA. -Lyngstrand piensa utilizar este asunto para una obra de arte. WANGEL. - Qu decs? ELLIDA. -Luego lo sabrs.

    ESCENA IX

    Dichos, ARNHOLM y BOLETA, por el sendero.

    BOLETA. (A los que estn en el Jardn). -Vengan us- tedes a ver! El vapor ingls est remontando el lago. (Pasa lentamente, a alguna distancia, un gran vapor). LYNGSTRAND. (Junto al seto del jardn). -Seguramente va a vengarse esta noche. HILDA. (Afirmando con la cabeza). -De la infiel! Oh, s! Seguramente! LYNGSTRAND. -Y a la media noche... HILDA. -Va a ser una cosa interesante! ELLIDA. (Mirando hacia el vapor). -De modo que... Maana...

    98

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    WANGEL. -Maana, y nunca ms. ELLIDA. (En voz baja y trmula).- Ah, Wangel! Slvame de m misma! WANGEL. (Mirndola con ansiedad). -Ellida, lo estoy viendo; t me ocultas alguna cosa. ELLIDA. -Lo que atrae es un misterio. WANGEL. -Lo que atrae? ELLIDA. -Ese hombre es como el mar. (Atraviesa el jardn, pensativa y pausadamente, y vase por la izquierda. Wangel, intranquilo, la sigue).

    TELN

    99

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    ACTO CUARTO

    Sala, decentemente amueblada, con puertas a derecha e izquierda. Al foro, entre las ventanas, puerta vidriera co- rrespondiente a un mirador, desde la cual se divisa un jardn. A la izquierda, un sof; delante del sof, una mesa. A la derecha, un piano; ms hacia el fondo, un gran canastillo de flores. En el centro, un velador rodeado de sillas. Sobre el velador, un rosal en flor, en- tre otras plantas.

    100

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    ESCENA PRIMERA

    LYNGSTRAND,

    BALLESTED,

    HILDA y BOLETA. sta bordando, sentada en el sof, cerca de la mesa de la izquierda. Lyngstrand sentado en una silla al extremo de la mesa. Ba- llested pintando en el jardn, e Hilda a su lado, mirando.

    LYNGSTRAND. (De codos sobre la mesa, viendo traba- jar a Boleta). -Debe ser muy difcil ese bordado, seo- rita Wangel. BOLETA. -No lo crea usted. Difcil no es. Basta contar los puntos. LYNGSTRAND. -Contar? Hay que contar? BOLETA. -S ; los puntos. Vea usted! LYNGSTRAND. -Ya, ya veo. Es casi un arte. Sabe tambin dibujar? BOLETA. -S, cuando tengo modelo. LYNGSTRAND. -Sin modelo, no? BOLETA. -No. LYNGSTRAND. -Entonces, eso no es arte.

    101

  • E N R I Q U E

    I B S E N

    BOLETA. -Ya lo s; no es ms que rutina. LYNGSTRAND. -Sin embargo, creo que usted po- dra aprender un arte. BOLETA. -Cmo! No tengo ninguna disposicin. LYNGSTRAND. -S, seora! Le bastara tener por consejero un verdadero artista. BOLETA. -Entonces, usted cree que l podra en- searme...? LYNGSTRAND. -Lo que se llama ensear, quizs no; pero creo que usted se posesionara del arte po- co a poco, misteriosamente, como por milagro. BOLETA. -Es original! LYNGSTRAND. (Despus de una breve pausa). -Con franqueza, seorita; ha pensado usted alguna vez en el matrimonio? BOLETA. (Mirndole furtivamente). -En el matrimo- nio?... No. LYNGSTRAND. -Pues yo he reflexionado... BOLETA. - S? LYNGSTRAND. -Mucho! Pienso con mucha fre- cuencia en esas cosas, especialmente, en el matrimo- nio. Como he ledo muchos libros, me figuro que el matrimonio debe ser una especie de milagro, que transforma poco a poco a la mujer hasta parecerse al marido.

    102

  • LA

    D A M A

    D E L

    M A R

    BOLETA. -Hasta tener los mismos gustos... Es eso lo que quiere usted decir? LYNGSTRAND. -