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LUDWIG WITTGENSTEIN: UN PENSADOR DE LA CULTURA OCCIDENTAL Libros Serie 7. a 2010/3 257, dosier La Torre del Virrey Revista de Estudios Culturales

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presentación� Vicente�Sanfélix�Vidarte

Wittgenstein: observaciones metafilosóficas� ModeSto�M.�GóMez�alonSo

En los límites del sentido: el problema del argumento trascendental en la filosofía del primer Wittgenstein y Kant� iSabel�G.�GaMero�cabrera

Montaigne, Wittgenstein y el escepticismo: sobre un posible diálogo entre la Apología y las Investigaciones� Vicente�raGa�roSaleny

Notas sobre la religión en el maduro Tolstói y sobre la lectura wittgensteiniana de Kurze Darlegung des Evangelium (El Evangelio abreviado)� Joan�b.�llinareS�choVer

¿Podemos tener fe en el progreso?� carMen�orS�MarquéS

El arrebato místico de la ciencia y la tecnología, o atizando a wittgenstein� franciSco�Martorell�caMpoS

Implicaciones de la ética de Wittgenstein en la concepción de la creación artística: ¿voluntad o representación?� carla�carMona�eScalera

El wittgensteiniano trilingüe o la importancia del contexto� noeMí�calabuiG�cañeStro�y Vicente�Sanfélix�Vidarte

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P ronto se cumplirán los sesenta años desde la muerte de Ludwig Wittgenstein. Desde aquel año de 1951 hasta nues-tros días bien puede decirse que se ha producido un cambio

sustancial en la manera de leer y entender la obra de este filósofo austriaco. Wittgenstein ha dejado de ser un filósofo analítico, el atomista lógico interlocutor de Frege y Russell o el inspirador de la filosofía del lenguaje ordinario, para pasar a convertirse en un clásico de la historia de la filosofía. Un pensador, a pesar de sus propias dudas al respecto, extremadamente original, personalísi-mo en su estilo, al que sin violencia cabe y hay que poner en rela-ción con la gran tradición filosófica y cultural occidental no sólo porque de esta manera se ilumina su pensamiento, sino también porque de esta forma se puede comprender mejor el diagnóstico, bastante pesimista dicho sea de paso, que su obra aporta sobre nuestra civilización.

Conscientes de esta mutación que se ha producido en la lectu-ra de Wittgenstein, hace ya más de cinco años que un grupo de profesores europeos e iberoamericanos formamos un equipo de investigación, al que me ha cabido el honor y a la vez la gran res-ponsabilidad de coordinar, con el objetivo de hacer nuestra apor-tación a ese nuevo y mucho más amplio contexto hermenéutico en el que ahora se sitúa la obra del pensador vienés�. Nuestro tra-bajo, que ha cristalizado ya en diversas publicaciones colectivas�, ha consistido en buena medida, aparte de en la realización de se-minarios periódicos donde discutir los trabajos de los miembros del equipo o de investigadores ajenos a él invitados ex profeso para la ocasión, en la celebración de congresos anuales centrados en diferentes aspectos de la filosofía wittgensteiniana.

Acogiéndonos ahora al generoso ofrecimiento del profesor An-tonio Lastra proporcionamos aquí al lector de esta versión elec-trónica de La Torre del Virrey una muestra de los trabajos gene-rados en torno al último de estos congresos�; muestra que espero sirva para hacerse una idea de la variedad y amplitud de temas que una lectura flexible de Wittgenstein proporciona: desde cues-tiones fundamentalmente epistemológicas —el trabajo de Modes-to Gómez Alonso— en las que Wittgenstein es puesto en relación con otros autores como Montaigne y Kant —las aportaciones de Vicente Raga Rosaleny e Isabel Gamero Cabrera, respectivamen-te— pasando por otras que afectan a su filosofía de la religión —una filosofía sobre la que Lev Tolstói ejerció una indiscutible influencia, asunto abordado en el trabajo del profesor Joan B. Lli-

�  Equipo que ha contado y cuenta con la generosa financiación del Minis-terio de Ciencia e Innovación al proyecto de investigación FFI2008-00866/FISO: “Cultura y religión: Wittgenstein y la contra-ilustración”.

�  N. Sánchez Durá (Ed.), Cultura contra civilización; C. Moya Espí (Ed.), Sentido y sinsentido y A. J. Perona (Ed.), Wittgenstein y la tradición clá-sica. Todos ellos editados por la editorial valenciana Pre-textos en los años 2008, 2009 y 2010 respectivamente.

�  IV Encuentro Internacional Cultura y civilización. Wittgenstein: duda, religión y ética. Celebrado en la Facultad de Filosofía y CC.EE. de la Univer-sidad de Valencia el 27 y 28 de Mayo de 2010. El resto de trabajos que allí se discutieron está previsto que aparezcan publicados en L. Perissinoto & V. Sanfélix (Eds.), Doubt, Ethics and Religion. Ontos Verlag. Frankfurt, 2011.

presentaciónVicente�Sanfélix�Vidarte

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nares Chover—, su filosofía de la cultura —críticamente aborda-da en los trabajos de Carmen Ors Marqués y Francisco Martorell Campos— o su estética —en la que se inspiran, más que exponer, las aportaciones de Carla Carmona Escalera y de Noemí Calabuig Cañestro junto con Vicente Sanfélix Vidarte—.

Para rematar esta breve presentación sólo me cabe invitar al lector ulteriormente interesado en el trabajo de nuestro equipo a ponerse en contacto con nosotros. Si este dossier dedicado a Wittgenstein sirve para avivar el intenso debate en torno al pen-samiento de nuestro pensador habrá cumplido con creces su ob-jetivo.

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wittgenstein:observaciones metafilosóficas

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1 La incuestionable fuerza filosófica de los escritos de Witt-genstein y su papel determinante en la constitución tanto de los temas como de las corrientes mayoritarias en la filosofía

analítica contemporánea, no han impedido que sus supuestos he-rederos, primero, se hayan distanciado críticamente de sus oríge-nes, más tarde, hayan intentado borrar (al menos, en el interior de la tradición de la que forman parte) cualquier rastro de su, hasta hace dos décadas, celebrada filiación. No se trata tan sólo de que Wittgenstein haya pasado a ser, sin más calificaciones, un predecesor vergonzoso, sino de que las dimensiones de su figura han creado una situación especialmente incómoda: la tensión en-tre su acariciada defenestración y el ambiente intelectual que la impide. Paradójicamente, la analítica no ha roto al completo con Wittgenstein sólo porque su autoridad en los arrabales de esa es-cuela es tan grande que desacreditarlo explícitamente es la forma más rápida de ser puesto en cuestión.

No es de extrañar, por todo ello, que la actitud que predomi-na entre los autores analíticos respecto a Wittgenstein sea funda-mentalmente ambigua: es el filósofo más creativo del siglo veinte, pero la capacidad creativa no es una virtud sobresaliente entre fi-lósofos; sus intuiciones son geniales, pero careció de la habilidad para desarrollarlas; sus fragmentos catalizan el pensamiento, pero sólo son eso: resplandores efímeros en un terreno baldío, retazos asombrosamente pulidos en una tela sin patrón. Como mucho, a Wittgenstein se le reconoce el mérito de haber llegado a las costas de un continente que otros exploraron. Su obra es una propedéu-tica para la filosofía, pero no filosofía en sentido estricto.

Un aspecto curioso de esta situación son sus consecuencias para la hermenéutica wittgensteiniana. Presionados por un am-biente hostil, la mayor parte de sus más recientes intérpretes han buscado conciliar a Wittgenstein con sus epígonos, poner de acuerdo lo que un analítico “duro” espera de su filosofía y lo que ésta puede ofrecerle. La reconstrucción de su pensamiento se ha entremezclado con su lectura; una reconstrucción cuyos objeti-vos centrales son mostrar que, pese a las apariencias, sus escritos forman un todo unitario y sistemático y, sobre todo, que sus obras contienen tanto argumentos demostrativos como teorías fuertes acerca de los tópicos que dominan la agenda filosófica contem-poránea: el significado del significado, la naturaleza de lo mental, el conocimiento del mundo externo, las condiciones de posibili-dad de los juegos de lenguaje... En su excelente monografía acer-ca de las diferentes explicaciones de la normatividad diseñadas por Wittgenstein a lo largo de su carrera, José Medina lo expre-sa contundentemente: “No pueden entenderse las reflexiones de Wittgenstein como una actividad crítica sin presupuestos. Sería un error pensar que Wittgenstein no enuncia sus críticas desde algún lugar, que desarrolla su empresa crítica sin posicionarse”.1 El “Kripkenstein” de Kripke (u otros caracteres análogos) ha sus-tituido al Wittgenstein real, aunque, se nos recuerda, más que de

�  J. Medina, The Unity of Wittgenstein’s Philosophy, State University of New York Press, New York, 2002, p. 188.

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sustitución, deberíamos hablar de sofisticación y agudeza herme-néuticas.

El ímprobo esfuerzo realizado por Kripke, Bloor, Medina, Stroll y otros para “limpiar” la imagen del Último Wittgenstein es inne-gable. La relevancia filosófica de los argumentos y posiciones que le atribuyen, asombrosa. Lo que es problemático es esa atribu-ción, entre otras razones por el elevado precio que para realizarla con éxito ha de pagarse: la eliminación de las declaraciones meta-filosóficas de Wittgenstein y la subsiguiente escisión entre lo que dijo que hacía y lo que realmente hizo.

En notas diseminadas a lo largo de toda su producción Witt-genstein tematiza su método subrayando su carácter no teórico (su filosofía “…deja todo como está, sin explicar ni deducir nada”)�, acentuando su función terapéutica� y clarificando el papel que des-empeñan sus hipotéticos “argumentos” y “teorías”: los primeros son instrumentos persuasivos cuya meta es romper el “hechizo”� de una única analogía que parece fijar de una vez por todas cómo las cosas tienen que ser y cómo no pueden ser, es decir, que nos permiten llegar a ver algo como algo más; las segundas, analo-gías, modelos, metáforas, representaciones perspicuas u objetos de comparación que, reorganizando hechos familiares de acuerdo con patrones insospechados, establecen “un orden en nuestro co-nocimiento del uso del lenguaje…”, un orden “de acuerdo con una finalidad concreta…” y que es “uno entre muchos órdenes posi-bles; no el orden”.5 Obviamente, esta autodescripción se opone a lo que la analítica espera de Wittgenstein. Por tanto, para salvar a Wittgenstein de sí mismo, para poder tomar en serio su filosofía, se nos recomienda considerarlo su peor intérprete, esto es, con-cebirlo o bien como a un filósofo que no sabía lo que hacía o, en el mejor de los casos, como a un pensador dominado por impulsos irreconciliables y enredado en contradicciones evidentes,6 que, con frecuencia, se resuelven priorizando su filosofía y haciendo caso omiso de su metodología. Porque viola las reglas básicas de cualquier hermenéutica seria esta recomendación me parece in-aceptable: en las interpretaciones “mejoradas” de Wittgenstein el lector se arroga arbitrariamente el derecho a seleccionar los ma-teriales de acuerdo con sus prejuicios; proyecta su concepción al texto, reificándola; transforma a su voluntad en medida de una realidad que, inquebrantable, no cede ante sus deseos.

En cualquier caso, los intérpretes de Wittgenstein no pueden ignorar dos cuestiones básicas: (i) ¿Es conciliable lo que Witt-genstein dijo hacer y lo que realmente hizo, su filosofía y su meta-filosofía? (ii) ¿Puede defenderse su programa filosófico?, en otras palabras: ¿es recognoscible como filosofía su método?, es más, ¿es recognoscible como una alternativa real a las formas tradicio-nales de hacer filosofía?

Se trata de preguntas independientes. Por ello, y porque esta ex-clusión permite unificar mis reflexiones en torno a un único pun-to, no abordaré aquí el primer problema (aunque quisiera señalar que, en mi opinión, la última obra de Gordon Baker establece los parámetros para su resolución, las líneas que armonizan definiti-vamente la filosofía y la metafilosofía de Wittgenstein�). Mis ob-

�  L. Wittgenstein, Philosophical Investigations, Blackwell, Oxford, 2001), p. 43. (En adelante, PI más el número de página).

�  Cf. PI, p. 44.�  Cf. L. Wittgenstein, Culture and Value, Blackwell, Oxford, 2006, pp.

13-14. (En adelante, CV más el número de página).�  PI, p. 43.�  Actitud esta última en la que han acabado desembocando autores que,

tomando en serio la metafilosofía wittgensteiniana, proponen una interpre-tación anti-dogmática y pirrónica de su pensamiento. Cf. R. J. Fogelin, Py-rrhonian Reflections on Knowledge and Justification, Oxford University Press, New York / Oxford, 1994, pp. 205-222.

�  Cf. G. Baker, Wittgenstein’s Method. Neglected Aspects, Blackwell, Oxford, 2006.

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jetivos son diferentes: mostrar cómo, sin pérdida alguna de rigor, la filosofía puede concebirse como una actividad exclusivamente crítica y sin presupuestos y cómo la terapia de Wittgenstein abre una ruta transitable en filosofía, posiblemente la única ruta en la que ésta es capaz de reconocerse sin verse forzada “a ponerse a sí misma en cuestión.”8

Lo cual nos reconduce al punto de partida: ¿A qué se debe la oposición, sorda pero persistente, de la analítica hacia Wittgens-tein?, ¿Por qué se tiene que reconstruir su pensamiento, liberan-do su letra del espíritu que la anima? La razón parece evidente: porque una imagen de lo que es y de lo que debe ser la filosofía o bien nos impide ver en Wittgenstein a un filósofo o nos obliga a desmembrarlo para que encaje en ese modelo normativo. La filo-sofía, se nos recuerda, sólo puede ser una actividad substantiva y autónoma cuya meta es la construcción de teorías verdaderas a través de argumentos demostrativos. De lo que se deduce tanto que el valor de la crítica filosófica radica en aquello que permi-te erigir (edificios conceptuales invulnerables), y que, por consi-guiente, se trata de una tarea negativa previa a la verdadera em-presa filosófica, como que los problemas de la filosofía pueden (y deben) abordarse de un modo paracientífico: como rompecabezas intelectuales cuya resolución exige un esfuerzo colectivo. En este sentido, la filosofía debería emular la marcha ascendente de las ciencias.

La mistificación de esta imagen ha empobrecido el panorama intelectual reciente. Los problemas de la filosofía son meros obs-táculos para el entendimiento, por tanto ni trascienden la oscuri-dad del estudio ni poseen una especial urgencia. La disparidad de opiniones fija los límites de la racionalidad, por tanto la razón se reduce a proporcionar pruebas para ésta o aquella proposición. La filosofía progresa constantemente, por tanto su pasado puede ignorarse con impunidad (al fin y al cabo, tampoco la historia de la ciencia es relevante para la actividad científica). Mecanismos en una fábrica de producción en cadena, muchos filósofos analí-ticos parecen esforzarse sobre preguntas inconscientes de lo que ese esfuerzo exige (o da por supuesto). Ésta es la primera acusa-ción que Wittgenstein dirige contra la analítica: cuestiona tanto su reduccionismo como una actitud que no toma suficientemen-te en serio los problemas filosóficos. Aunque su denuncia posee mayor alcance: pese a su tecnicismo, la analítica adolece de una constitutiva superficialidad metafilosófica; se niega a colocar las interrogaciones acerca de las condiciones de posibilidad de la filo-sofía a suficiente profundidad,9 resistiéndose a afrontar el proble-ma que la razón vierte sobre sí misma y que racionaliza el método alternativo propuesto por Wittgenstein.

Las tareas de este ensayo son: (i) Exponer de modo general el método wittgensteiniano, subrayando su dependencia de una concepción de las posibilidades de la filosofía que necesita justi-ficación. (ii) Desarrollar esa justificación, tarea que de forma es-pecífica Wittgenstein llevó a cabo en Sobre la certeza, obra que debería empezar a verse como lo que fue: su Discurso del método. (iii) Responder a una pregunta que de algún modo ha pasado a condensar los pensamientos de la última filosofía de Wittgens-tein: “¿Por qué querría la mosca salir de la botella?”10 Cosa que implica su sustitución y la reconsideración de la metáfora que de-sarrolla.

Presentaremos una lectura pirrónica y anti-dogmática de Witt-genstein, lo que, paradójicamente, significa acentuar las analogías entre su forma de concebir la filosofía y la de Descartes. La primera analogía ya ha sido trazada: sus respectivos epígonos o renuncia-

�  PI, p. 44.�  Cf. CV, p. �1.�0  “¿Cuál es tu objetivo en filosofía? —Enseñar a la mosca a salir de la

botella.” PI, p. 87.

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ron a su herencia o trataron de “reconstruir” su pensamiento. En ambos casos, por motivaciones idénticas: una racionalidad “más fuerte” que los transformaba en simples “predecesores”.

�. Una constelación de términos cargados dramáticamente ca-racteriza a los estados de ánimo que Wittgenstein asocia con los problemas de la filosofía. “Inquietud”, “desasosiego”, “compul-sión”, “insatisfacción”, “ansiedad”, “recurrencia obsesiva”, son expresiones que su última producción repite y ejemplifica. No se trata de accesorios inútiles salpicando retóricamente los textos. Mucho menos, de la instanciación de las peculiaridades psicoló-gicas de su autor. Por el contrario, su presencia sugiere dos cosas: (i) Un punto de vista inmanente a la propia actividad filosófica, o, lo que es igual, una perspectiva que aborda sus dilemas y posi-bilidades desde dentro, sin el recurso de hipotéticas autoridades externas. (ii) Su carácter objetivo y universal, esto es, el hecho de que si esos problemas se viven con inquietud es porque se trata de cuestiones constitutivamente inquietantes, porque su misma estructura predetermina la reacción que provocan.

¿Cuál es esa estructura? ¿Qué origina la ansiedad mencionada? De acuerdo con Wittgenstein, dos hechos correlacionados: (i) Un conflicto interno entre lo que el filósofo siente que debe decir de acuerdo con una preconcepción imperativa, con un modelo mo-dal universal y necesario (parece como si todo debiera conformar-se a esa representación11); y el esfuerzo desesperado por adaptar a esa comparación compulsiva la totalidad de los fenómenos. Se trata de un conflicto entre dos afirmaciones que queremos hacer: “«¡Pero esto no es así!» —decimos. «¡Y, sin embargo, así es como tiene que ser!»”.1� (ii) Y la tentación filosófica de proyectar a la cosa lo que pertenece a su método de representación, es decir, la tentación de reificar nuestra particular forma de ver algo como algo.

Ejemplos de estas imágenes imperativas son las explicaciones lógica y ontológica de la normatividad, que hacen de la estructu-ra metafísica de la realidad y del principio de no contradicción las únicas razones posibles de la especial inflexibilidad de las re-glas que configuran nuestro lenguaje; el elaborado platonismo de Frege y Meinong, producto de la priorización semántica de los nombres propios y de la naturaleza predicativa de los juicios mo-dales; el determinismo semántico, que sustantiva e independiza las reglas lingüísticas con el objeto de dar cuenta de sus aplica-ciones; el proyecto epistemológico, que constituye el concepto de certeza a partir de una concepción no epistémica de la verdad. En todos estos casos acabamos exportando a los datos bajo escruti-nio nuestra forma de concebirlos. ¿La razón?: esa representación es la única que, sin falsificarlos, confiere sentido a esos fenóme-nos. Sin embargo, el conflicto se mantiene latente, cuestionando la requerida unificación: excepciones (no todas las prohibiciones “lógicas” se deducen del principio de no contradicción); parado-jas escépticas irresolubles (los supuestos “hechos semánticos” son objetivamente indetectables) y aporías (como las expuestas por Russell respecto al valor de verdad de las proposiciones sobre objetos ficticios, tal como Meinong las interpretaba) resquebrajan nuestra confianza en el modelo sin permitir su abandono. Al fin y al cabo, así es como tiene que ser.

En pocas palabras: Wittgenstein se enfrenta a versiones espe-cialmente agudas de la crisis escéptica que acompaña y atormenta a la filosofía desde sus orígenes, una crisis que, a grandes trazos,

��  “La única forma de evitar el prejuicio o la vacuidad de nuestras decla-raciones es postulando el ideal como lo que es, como un objeto de compa-ración o una vara de medir dentro de nuestra forma de mirar las cosas, y no como una preconcepción a la que todo deba conformarse. Éste es el dogma-tismo en el que tan fácilmente puede degenerar la filosofía.” CV, p. 30.

��  PI, p. �1.

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consiste en el desequilibrio entre una voluntad teórica y cognitiva que aspira a descansar en certezas absolutas y en principios inmu-tables capaces de unificar un área específica y un entendimiento crítico que no puede satisfacer esas aspiraciones. La manifesta-ción de esa crisis es una tensa paralización, la trágica inmovilidad de alguien que ni es capaz de avanzar ni puede deshacerse de la carga que se lo impide. Las respuestas tradicionales a esta situa-ción intolerable se reducen a dos: (i) Lo que, tomando palabras de Dewey,1� podría denominarse una “reconstrucción en filosofía”, es decir, el proyecto de reformar metódicamente el entendimien-to de forma que la inteligencia (tras su purificación epistémica) alcance lo que la voluntad desea. (ii) Y una “reconstrucción de la filosofía” que, revolucionaria y pesimista, nos invita a refugiarnos en el sentido común, a retroceder a las apariencias, a extraditar, desde el tribunal de última instancia del “lenguaje ordinario”, los acertijos filosóficos al limbo del sinsentido.

Ninguna de estas dos estrategias, una: disolviendo el conflicto mediante la prolongación del entendimiento, la otra: disolvién-dolo a través de la eliminación externa de las aspiraciones cogni-tivas de la voluntad (que desaparecen en contacto con el potente reactivo de la práctica); convence a Wittgenstein. Ambas compar-ten el mismo juicio: condenadas al fracaso, adormecen nuestra sensibilidad filosófica creando la ilusión de una distensión inexis-tente. Pero por razones distintas: la actitud reformista, porque el escepticismo es una sombra que, hagamos lo que hagamos, siem-pre avanza con nosotros, impidiendo al entendimiento la satis-facción de la voluntad; la revolucionaria, porque, suprimiendo la angustia filosófica sin extinguirla, prohibiendo las preguntas sin encararlas, desembocando en un dogmatismo que, primero, fija arbitrariamente los límites del lenguaje, para desterrar después a todo aquello que no se adapta a esa criteriología; alienta el retor-no de lo reprimido. En este punto, diagnóstico y terapia se super-ponen: intensificar la inquietud, otorgarle el lugar que le corres-ponde, agudizándola, es la primera condición para que podamos afrontarla seriamente. La filosofía no ha tomado en serio la crisis escéptica, lo único que ha pretendido es superarla con juegos de manos lo antes posible: volvamos, por consiguiente, a ella.

Una vez desescombrado el terreno de espejismos expeditivos (tarea nada fácil, si tenemos en cuenta que se oponen a ella há-bitos seculares y las resistencias de la razón perezosa), la tera-pia wittgensteiniana se desarrolla a partir de una única máxima: el apaciguamiento de las ansiedades filosóficas implica, más que reformar el entendimiento, aprender a reformar la voluntad cog-nitiva, extinguiéndola. Dos objeciones aparecen de forma inme-diata: (i) Este procedimiento es, precisamente, el propuesto por el deflacionismo revolucionario; por lo que Wittgenstein acaba comprometiéndose con una estrategia que había desechado con anterioridad. (ii) Con independencia de ello, dicha máxima parece alentar un escepticismo superficial que de la incapacidad de ob-tener respuestas satisfactorias deduce la necesidad de abandonar las preguntas. Sin embargo, no por no poder dejamos de querer conocer, es decir, un escepticismo de esta índole, más que solu-cionar la “crisis escéptica”, se limita a describirla y a prolongarla.

Baste decir, frente a la primera objeción, que la similitud seña-lada es superficial. Cierto: Wittgenstein considera que es la vo-luntad la que debe liberarse de sus propios fantasmas; pero los medios que propone para lograrlo se oponen radicalmente a los que diseña la “reconstrucción de la filosofía”. “Sólo pensando mu-cho más desaforadamente que los filósofos pueden resolverse sus problemas”1�, declara en Cultura y valor. Lo cual significa, negati-vamente, que la extinción de la voluntad de conocimiento no pue-

��  J. Dewey, Reconstruction in Philosophy, Mentor, New York, 1950, p. 8.

��  CV, p. 86.

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de ni obedecer a la coacción ni realizarse desde tribunales exter-nos a la racionalidad filosófica; positivamente, que es el filósofo, tensando el entendimiento hasta el límite, quien ha de descubrir tanto las limitaciones de su razón como las consecuencias de ese descubrimiento para la voluntad: sus motivaciones desaparecen con el objeto que las activaba. En este sentido, Wittgenstein pro-pone una “reforma del entendimiento”, pero una reforma cuyo resultado (como veremos en el próximo punto) es el vacío.

Respecto a la segunda cuestión, obedece a una pésima interpre-tación del escepticismo histórico. Es correcto señalar, en general, que la incapacidad de conocer, más que extinguir, aviva el deseo de conocimiento. Pero la estrategia de Wittgenstein (y, por exten-sión, la de los pirrónicos) es mucho más compleja. Cuando se tra-ta de contrarrestar la fuerza de una representación particular que nos atrae hipnóticamente sin satisfacernos, de nada sirve asaltar epistémicamente esa imagen. Lo que se precisa es, me atrevería a decir, un uso hermenéutico de la razón que, más que cuestio-nar las credenciales teóricas del modelo en cuestión, nos permita llegar a ver como absurdo y contingente lo que antes nos pare-cía necesario y significativo. Esta tarea, cuyo objetivo es aislarnos de nuestras convicciones, se logra mediante dos procedimientos complementarios: (i) Un ejercicio dialéctico (paradigmático del escepticismo) que acentuando las consecuencias paradójicas im-plícitas en el modelo que suscribimos (éste nos obliga a decir co-sas que nos resistimos a decir) y manifestando nuestra incapaci-dad de proporcionar muestras de aquello de lo que hablamos, nos hace conscientes de que hemos creído imaginar algo que cuando tratamos de imaginar en concreto se nos escapa de entre las ma-nos, algo que no somos capaces de pensar aunque pensemos que lo pensamos. (ii) Y la construcción de modelos alternativos que, además de, otorgando un nuevo sentido a los mismos fenómenos, llenar el vacío explicativo y categorial dejado por la destrucción del modelo anterior; permite concluir la terapia: primero, por-que la nueva notación excluye las aporías constitutivas de la no-tación anterior; en segundo lugar, porque la posibilidad de ver las mismas cosas desde una perspectiva diferente, anula la necesidad monolítica que nos encadenaba a la representación previa. En re-sumen, compulsión e inteligibilidad se disuelven a través del uso ordenado de una sátira que altera la perspectiva de lo cotidiano y de una construcción de sentidos alternativos que, dependiente de las particularidades de la enfermedad, se encuentra en función de objetivos terapéuticos, de la completa exorcización de la analogía que nos embrujaba.

Tres puntos merecen nuestra atención: (i) Las metáforas alter-nativas construidas por Wittgenstein (el significado como uso, las proposiciones-gozne como reglas gramaticales, las necesidades lógicas como convenciones) ni son teorías ni, con mayor razón, se trata de representaciones correctas de los datos que ordenan: es más, generando sus propias paradojas, la imagen que hoy nos libera puede tiranizarnos mañana. (ii) Su terapia es, por defini-ción, plural e indeterminada: varía de acuerdo con la analogía que obsesiona al paciente y depende, no de un determinado mode-lo, sino de la fosilización dogmática de cualquier modelo. (iii) Se trata, finalmente, de una terapia infinita en la que a lo máximo que podemos aspirar es a una pacificación parcial, esto es, al “do-mingo del espíritu” de una voluntad constantemente en trance de reactivarse, de levantar un edificio inhabitable sobre los restos del naufragio anterior.

Es esta última observación la que nos obliga a profundizar en el método que hemos descrito. Hasta ahora nos hemos limitado a subrayar sus diferencias respecto a la filosofía tradicional y a, como mucho, organizarlo coherentemente. Sin embargo, ni se en-cuentra justificado ni está completo. Ambos aspectos por la mis-ma razón: porque limitado a la fascinación ejercida por teorías

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o modelos específicos, es inútil en lo que se refiere a la atracción gnoseológica indeterminada, esto es, a lo que podríamos denomi-nar “impulso cognitivo” o “voluntad metafísica en general”.

Lo que quiero señalar es: primero, que el método wittgenstei-niano tiene valor por sí mismo sólo si el conocimiento es impo-sible, esto es, si no son posibles teorías correctas de ningún tipo; punto que Wittgenstein no demuestra. En el ínterin, la terapia puede concebirse perfectamente como un instrumento auxiliar de eliminación de prejuicios que preludia la verdadera labor filosófi-ca y cuya fuerza persuasiva depende de la fuerza demostrativa de la razón (sin que haya, por así decirlo, movimientos de retroceso). Segundo, que las aspiraciones cognitivas de la razón pura no pue-den disolverse con los instrumentos propuestos por Wittgenstein. Carecemos de dos ingredientes esenciales: la racionalidad no es un modelo entre varios modelos alternativos, o, en otras palabras, la racionalidad no es un aspecto opcional en nuestras vidas; y, porque la posibilidad de, descargándolo de sentido, llegar a ver algo como absurdo implica su accidentalidad, y la racionalidad no es accidental, la posibilidad de disociarnos de nuestras con-cepciones, fundamental en la metodología de Wittgenstein, no es relevante en este supuesto. Tercero, que, por consiguiente, Witt-genstein, para legitimar su método, se ve obligado a demostrar que las pretensiones de la razón, más que ilusorias, son incum-plibles; lo que significa que afronta una presión racional, tanto interna como externa, que exige su entrada en la epistemología.

Para justificarse, la razón hermenéutica depende de las limita-ciones de la razón pura, limitaciones que sólo ésta puede descu-brir. No es extraño, por ello, que el espacio epistemológico fijado por Sobre la certeza sea el suplemento imprescindible de la me-todología wittgensteiniana. Ni que el papel que allí desempeña la racionalidad sea dúplice: sus limitaciones acreditan el método, pero su reconocimiento asegura que también constituya su fuer-za motriz, un componente imprescindible de la razón hermenéu-tica.

3. Frenar las aspiraciones de la racionalidad sin extinguirlas, emplear el impulso cognitivo para romper las cadenas de un mo-delo asfixiante sin que ese impulso nos condene a la búsqueda obsesiva del modelo correcto, mostrar que las dudas filosóficas nunca son necesarias demostrando que siempre son posibles15: estos son los objetivos aparentemente contradictorios de Sobre la certeza. Las reflexiones que conducen a ellos pueden estructurar-se en tres etapas:

· Delimitación del tema. Las continuas preguntas que Witt-genstein se hace acerca de la posibilidad de errores cuando un error parece impensable, respecto a la posible inconsistencia en-tre creencias igualmente garantizadas y en relación a la legitimi-dad de convicciones racionalmente hiper-justificadas y emocio-nalmente imperativas (¿Cómo asegurar que la evidencia de hoy no se me impone como “falsedad” mañana?); indican tanto que el tema que desarrolla es análogo al que estructura las Meditaciones metafísicas: la capacidad de la razón de autovalidarse, como que sus problemas son similares a los planteados por la hipótesis del Dios engañador respecto a nuestro derecho a confiar en la esta-bilidad de las percepciones claras y distintas. En otras palabras: Wittgenstein se plantea si la razón puede proporcionar razones internas a favor de sí misma (excluyendo la posibilidad de error); cuestión muy diferente a la expuesta por Kant en referencia a la

��  “Lo que es necesario mostrar es que una duda no es necesaria incluso cuando es posible. Que la posibilidad del juego de lenguaje no depende de que se dude de todo aquello de lo que puede dudarse. (Lo cual se encuentra vinculado al papel de la contradicción en las matemáticas).” L. Wittgens-tein, On Certainty, Blackwell, Oxford, 2004, p. 50. (En adelante, OC más número de página).

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capacidad de la razón para alcanzar verdades absolutas, e infinita-mente más radical. Kant, problematizando su alcance, estableció los límites de la racionalidad. Descartes y Wittgenstein cuestiona-ron su validez dentro de esos límites.

· La respuesta escéptica. Frente a Descartes, Wittgenstein vin-cula las dudas referidas a las proposiciones que estructuran nues-tra imagen del mundo (“Tengo dos manos”, “Estoy en Salaman-ca”...) a un escepticismo ilimitado; señalando que, porque si no puedo saber si tengo dos manos en condiciones perceptivas ópti-mas tampoco puedo saber si mis palabras tienen significado o si estoy juzgando creer que juzgo, el proyecto cartesiano se autorre-futa. Sin embargo, frente a argumentos antiescépticos de inspi-ración davidsoniana, que invocan la significatividad del lenguaje como garantía de la verdad de nuestras creencias sobre el mundo externo, Wittgenstein se limita a indicar que el significado y la verdad de las proposiciones-gozne se mantienen o caen juntos, y, por consiguiente, que la interrelación entre verdad y significado, más que garantizar la verdad, racionalizando una duda extrema de tipo semántico, socava el significado. En este sentido, no se re-futa, se amplía el escepticismo. O, de otro modo: Wittgenstein, ra-dicalizando a Descartes, muestra que un escepticismo serio con-duce al abismo del sinsentido y que, por consiguiente, la propia racionalidad de las dudas que la razón legitima impiden la auto-validación de la racionalidad ante el tribunal de la razón pura.

· Paradoja escéptica y disolución del impulso metafísico. En-tre una razón incapaz de proporcionar pruebas de la consisten-cia de la razón y su resistencia a calificar de irracionales nuestras convicciones básicas (lo que se desprendería de las conclusiones escépticas alcanzadas), Wittgenstein intenta reconciliar los dos “cuernos” de una sangrante paradoja: “Y también esto es correcto: no puedo cometer errores acerca de cosas así. Lo que no significa que sea infalible.”16 Su resolución, que depende de la extensión ili-mitada del escepticismo, puede concebirse como una conjunción de racionalidad y de terapia respecto a las pretensiones construc-tivas de la racionalidad. El origen de la paradoja es la creencia de que más allá de las dudas escépticas (y, por tanto, más allá de los límites de la arbitrariedad definidos por el escepticismo) algo ra-cional se preserva, bien sea creencias racionalmente justificadas o, en el caso del pirronismo, una actitud racional consistente en la suspensión del juicio. No obstante, este presupuesto es falso: el escepticismo arrastra todo consigo; no existe alternativa racio-nal a la duda extrema; una vez iniciada, ésta se dirige imparable al “abismo”1� del silencio y de la locura. De este modo, porque el escepticismo elimina los límites entre lo racional y lo irracio-nal, detenernos ante el abismo, frenar la caída sosteniéndonos en nuestra visión del mundo, es cualquier cosa menos una decisión precipitada. No hay alternativa racional desde la que dictaminar la irracionalidad de nuestras representaciones; lo que no significa que sean racionales, sino que están más allá de dichas calificacio-nes. O, variando la perspectiva: Wittgenstein declara que, porque una duda siempre es posible, nunca es necesaria. Su necesidad desaparece en cuanto el reconocimiento del carácter ilusorio de una racionalidad superior mas allá de la duda extingue las moti-vaciones mismas que activaban el escepticismo. Meta que sólo su verdad puede alcanzar.

La solvencia de los pasos precedentes permite a Wittgenstein, demostrando la imposibilidad del conocimiento, legitimar su método; eliminando las motivaciones tras el impulso metafísico en general, extender, al tiempo que modificar, sus recursos tera-péuticos. Sin embargo, la autonomía de la racionalidad posibilita además una visión más clara y de mayor calado de las ansiedades filosóficas. La inquietud puede obedecer al “enigma de lo incondi-

��  OC, p. 55.��  OC, p. 49.

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cionado”. Pero también puede deberse a la solidificación de nues-tros prejuicios, a la impermeabilidad de un sistema conceptual que nos protege de la atracción del abismo a fuerza de esclero-tizar nuestra imaginación y de diluirnos en la voz anónima de la colectividad. Sorprendentemente, mientras son las esperanzas y la autoridad de la razón las que nos liberan de la “prisión catego-rial”, es el pesimismo respecto a esas esperanzas, o, mejor dicho, la consciencia honesta del necesario resultado de esas esperan-zas, el que nos permite que no reemplacemos las cadenas de la costumbre por los grilletes de la metafísica.

La finalidad de la terapia wittgensteiniana no es, sea filosófica o antifilosófica, la pacificación. Su objetivo es una libertad que ni se empequeñece en sus construcciones ni se aniquila expandién-dose hasta el silencio, una libertad producto de una racionalidad que se autolimita como entendimiento crítico y que recorre un terreno resbaladizo entre la seguridad y la locura. Por eso decía arriba que sin racionalidad pura no hay razón hermenéutica. Por eso señalo ahora que Wittgenstein esta tan alejado del optimismo de la analítica como del dogmatismo de Rorty.

4. Para finalizar, quiero subrayar una analogía y responder bre-vemente a una pregunta: ¿Por qué querría la mosca salir de la botella?

La analogía es, nuevamente, entre Wittgenstein y Descartes. Ambos, a través de una escritura polifónica y meditativa en la que se conjugan el anonimato de las razones y la intensidad emocio-nal del individuo que reflexiona, lograron un equilibrio entre la cabeza y el corazón de la filosofía, un equilibrio que impide califi-car a la fuerza imaginativa y a la explosión emotiva de retórica y al ejercicio racional de vacío. Ambos construyeron lo que podría denominarse una dramática de la razón pura o una autobiografía de la racionalidad, logro excepcional que deberíamos reconside-rar en una época hechizada por dos extremos: sofisticación super-ficial e irracionalidad expresivista.

Pero, volviendo a nuestra pregunta original: ¿Por qué querría la mosca salir de la botella? Porque no puede dejar de pensar. ¿Y por qué querría entrar de nuevo en ella? Porque el oxígeno del exte-rior, siendo tan puro, es irrespirable. Entre el vacío de su libertad sin límites y la momificación que sobre ella imponen sus refugios, en la misma tensión que la desgarra radica su felicidad. En otras palabras: su “espacio vital”.

En una carta de Rush Rhees al amigo irlandés de Wittgens-tein, Drury, carta fechada el 7 de noviembre de 1965 y que D. Z. Philips editó como apéndice de la selección de escritos de Rhees titulada Wittgenstein and the Possibility of Discourse, éste escri-be: “Recuerda su último encuentro contigo: ‘No dejes de pensar’. Esto era lo que Wittgenstein quería enseñarte: no a cómo dejar de pensar.”18

��  R. Rhees, Wittgenstein and the Possibility of Discourse, Blackwell, Oxford, 2006, pp. 261-262.

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En los límites del sentido.El problema del argumento trascendentalen la filosofía del primer Wittgenstein y Kant

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1 Introducción. El origen de este artículo puede localizarse en el asombro por el descubrimiento de numerosas similitu-des entre la filosofía de Kant y del primer Wittgenstein, pese

a su distancia, teórica y temporal. Wittgenstein mismo era cons-ciente de su vinculación con la teoría kantiana, cuando en Cultura y Valor afirma lo siguiente:

“El límite del lenguaje se revela en la imposibilidad de describir el hecho que corresponde a una frase, sin repetir justo esta frase. (Aquí tenemos que ver con la solución kantiana del problema de la filosofía)” (CyV 45).

Nos enfrentamos pues al problema del límite de nuestro cono-cimiento. No deseo extenderme demasiado en las ya conocidas teorías de estos dos autores, sin embargo, merece la pena desta-car que ambos delimitaron el ámbito del conocimiento posible, identificado con la ciencia natural como prototipo de este conoci-miento que daba una imagen verdadera del mundo.1

Para estos dos autores todo lo que no se adecuara a este modelo de conocimiento (contenidos de la sensibilidad ordenados por el entendimiento en el caso de Kant, correspondencia entre hechos del mundo, proposiciones y pensamientos según Wittgenstein) no podía ser considerado conocimiento válido.

De este modo, la misma filosofía, se convierte para ambos en una disciplina o tarea crítica, que no puede aportar contenido, sino que adquiere una utilidad negativa, en el caso de Kant la de clarificar y preservar de errores del conocimiento evitando ma-los usos de la razón (KRV B25). Y para Wittgenstein, la filosofía es una actividad que no puede aportar “proposiciones filosóficas” (T4.112), sino que debe “delimitar el ámbito disputable de la cien-cia natural” (T4.113), clarificar y delimitar nítidamente los pensa-mientos, que de otro modo, serían turbios y borrosos (T4.112).

Así Kant rechaza, en un primer momento de su Crítica de la ra-zón pura (KRV) todos aquellos conceptos que, aunque el ser hu-mano pueda formular, carecen de base empírica, por lo que no se pueden conocer, consistiendo en conceptos fallidos y problemas sin solución (KRV A328, B385), se trata de las tres ideas de la ra-zón pura (mundo, alma y dios) correspondientes a tres disciplinas (psicología racional, cosmología racional y teología) que, aunque tengan apariencia de ciencia, jamás podrán seguir el camino se-guro de las ciencias naturales y matemáticas, dado que rebasan el límite de toda experiencia posible (KRV B384).

Wittgenstein, redacta el Tractatus para delimitar el ámbito de la ciencia natural (que como ya sabemos constituye según este autor la totalidad de las proposiciones verdaderas, T 4.11) de to-das aquellas disciplinas (filosofía, ética, estética, religión y lógica con matices) cuyas proposiciones, aunque formulables en nuestro lenguaje, al no referirse a hechos del mundo, ni dar significado a ciertos signos (T 6.53) no pueden ser consideradas como conoci-miento válido.

�  También la matemática para Kant respondía a este tipo de conocimien-to, no siendo éste el caso para Wittgenstein pero no deseo introducirme en ese complejo tema.

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Y sin embargo, en un segundo momento, estos dos autores no pueden dejar de constatar la persistencia de estas cuestiones que carecen de solución dentro del esquema de conocimiento que res-pectivamente han delimitado. El problema al que se van a enfren-tar es la inevitabilidad de aquellas preguntas sobre cuestiones de importancia última que todos nos hacemos, acerca del sentido de la vida, del origen del mundo o de la posibilidad del bien absoluto, pese a que dichas cuestiones no pueden ser consideradas como conocimiento válido para sus respectivas teorías. Empiezan aquí los problemas y los saltos de la razón.

2. El problema del mundo como totalidad

De todas las posibles formulaciones de estos enigmas sin res-puesta (lo absoluto, lo místico, lo trascendental…) por delimitar el ámbito de este escrito, me centraré sólo en un aspecto: El asom-bro por la existencia del mundo, porque éste sea y porque noso-tros los seres humanos podamos concebirlo como una totalidad con sentido. Cabe recordar que esta pregunta supone el inicio de la filosofía en la Grecia Presocrática y llevó por ejemplo a Leibniz a interrogarse por qué existía algo en vez de nada.

En referencia a esta inquietud, ambos se encuentran con el mismo problema. Aunque se pueda postular este mundo como un todo, aunque podamos tener este concepto, no se puede decir nada sobre él, sin caer en contradicción.

Se trata ésta de una dificultad originada en el plano epistemo-lógico, a la que subyace un problema de la lógica clásica, es decir, la paradoja de la teoría de conjuntos de Russell;� pero más allá de este ámbito formal, cuando esta pregunta que vulnera los lí-mites del conocimiento se identifica con el sentido de la vida o con la comprensión del mundo como una totalidad (acaso con lo que está más allá de sus límites), se ha superado el plano lógico-epistémico para tornarse en una inquietud vital, de implicaciones éticas y religiosas. Nos moveremos en este complejo ámbito.

2.1. Kant y la problemática formulación del noúmeno

La filosofía de Kant ha sido definida como un realismo empí-rico y un idealismo trascendental, en este difícil equilibrio va a localizarse el problema de la existencia del mundo como un todo, que, como ya sabemos, corresponde a la segunda de las ideas de la razón, “la unidad absoluta de la serie de todas las condiciones del fenómeno” (KRV A334), identificada con el noúmeno. Ahora bien, aunque el ser humano pueda concebir esta idea de totalidad, no puede conocerla, porque en palabras de Kant: “La explicación de la posibilidad del universo mismo tendría que hallarse fuera del mundo y no podría ser objeto de experiencia posible” (KRV A 677, B705).

Y sin embargo, si la filosofía kantiana pretende mantener el factum del conocimiento científico, como verdadero, universal y necesario, no puede renunciar a dicha idea; porque dudar de la existencia del mundo externo, como distinto y separado de nues-tras percepciones empíricas del mismo, nos conduciría a una si-tuación de idealismo o de escepticismo problemático.

Por este motivo, el filósofo alemán debe postular tal existencia del mundo como condición sine qua non de nuestra experiencia, en la completa inversión de las críticas de los idealistas. Paso a

�  Aunque debemos tener en cuenta esta paradoja como problema de base de este trabajo, no deseo profundizar en esta compleja cuestión que considero conocida, cabe sin embargo citar la alusión a la paradoja que rea-liza Wittgenstein en el Tractatus: “Ninguna proposición puede decir nada sobre sí misma porque el signo proposicional no puede estar contenido en él mismo” (T 3.332). Si superamos el nivel proposicional y nos referimos a la posibilidad de concebir la totalidad del mundo, sucede el mismo problema, como veremos en este artículo.

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detallar su explicación, que va a constituir el primer ejemplo de argumento trascendental:

Según este filósofo: “La mera conciencia de mi propia existencia demuestra la existencia de los objetos en el espacio fuera de mí” (KRV B 275). Partiendo del cogito cartesiano, como única certeza posible para el ser humano, Kant sostiene como un hecho induda-ble que todo ser humano tiene conciencia de su propia duración (KRV B275). Ahora bien, la percepción de tal duración no puede depender sólo del sujeto que percibe, como sostendría el idealis-ta, ya que todo lo que conoce el ser humano son representaciones, que necesitan algo permanente distinto a ellas, en relación con el cual pueda determinarse el cambio. Esto es, no resulta posible concebir la representación de un objeto que cambia, sin que antes supongamos la existencia de los objetos externos y permanentes fuera de nosotros (KRV B276 y B XL).

Para Kant, si vaciásemos todo el contenido empírico (fenomé-nico) de nuestro conocimiento, nos quedaríamos con la “mera forma del pensar” es decir, “el modo de determinar un objeto a la diversidad de una posible intuición” (KRV B309), se trata de un concepto formal y vacío, una categoría sin contenido empírico, de la cual nada se puede decir sin caer en contradicción, pero que está ahí, como marco que ordena los objetos de nuestra intuición sensible. Ese límite, esa posibilidad, vacía pero no contradictoria (tautológica quizás) se identifica con el noúmeno.

Ahora bien, que podamos concebir tal límite (que como ya sa-bemos se corresponde con la idea del mundo como un todo) no implica que podamos conocerlo, ya que al tratar las ideas de la razón como si fueran objetos de intuición empírica se produce un uso dialéctico y erróneo de la razón que conduce de modo irremi-sible a errores lógicos e impide una argumentación correcta, pre-sentando un conflicto de la razón con ella misma (KRV B492).

Cuando el ser humano trata de investigar el noúmeno como si fuera un objeto de la experiencia sensible, se producen las anti-nomias de la razón o “tesis pseudorracionales” (KRV B449) de la cosmología racional, disciplina semejante en su forma a la ciencia natural, pero que a diferencia de ésta, no van a producir nunca la ampliación del conocimiento, sino su confusión.

La antinomia surge cuando tanto tesis, como antítesis de la mencionada cosmología tienen a su favor (y en su contra) una se-rie de fundamentos y justificaciones que gozan de la misma vali-dez y necesidad (KRV A421, B449), siendo completamente impo-sible argumentar a favor de una o de otra y pudiendo sostenerse, por ejemplo, tanto que el mundo tuvo comienzo, como que no lo tuvo, es decir, que es finito e infinito (KRV A426, B454), lo cual vulnera el principio de no contradicción y enfrenta a la razón a un “insoluble conflicto de argumentos y contraargumentos” (KRV A464, B492), que bloquea el posible avance de esta pseudociencia e incluso nos imposibilita pensar.

Para Kant, la conclusión absurda que se sigue de intentar com-prender el mundo como si de un objeto de la ciencia naturaleza se tratara, sólo puede evitarse si se llega a mostrar el carácter in-fundado de las suposiciones de la cosmología racional, esto es, descubrir que todas las preguntas que plantea esta disciplina se refieren a un objeto que sólo puede darse en el pensamiento, no en la realidad (KRV A481, B509) Según este filósofo, si llegamos a comprender que las ideas cosmológicas se basan en un “concepto vacío e imaginario” (KRV B518) que no puede tomarse como pun-to de partida de una investigación científica (KRV A483, B511), la antinomia desaparece; pero la ilusión trascendental es natural e inevitable para el ser humano (KRV A298, B354), siempre tiende a superar el conocimiento posible y se llena de contradicciones. Es por esta pretensión infundada de la razón, que no se puede renunciar al noúmeno, sino que se debe postular su existencia, aunque no sea comprensible para nosotros, como el límite nece-

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sario a las excesivas pretensiones de la razón separada del uso empírico.

Vemos de este modo el doble movimiento que ha realizado Kant en su argumentación como respuesta al problema del límite: El noúmeno se convierte en “una cosa que no es un objeto de la in-tuición sensible”, pero cuya suposición resulta necesaria para evi-tar la duda idealista y frenar el uso dialéctico de la razón. De este modo, asegura Kant, debemos “tomarlo en un sentido negativo” y “problemático” (KRV B307), esto es, admitir que su concepto carece de contradicción y se halla como limitación de conceptos dados, pero cuya realidad objetiva no nos es cognoscible (KRV B310).

El noúmeno consiste pues en el límite, que pone coto a las pre-tensiones de la sensibilidad (KRV B311) y nos previene contra los que, obviando cómo se produce nuestro conocimiento, tratan de ampliar éste prescindiendo de contenidos empíricos, lo cual, no les conducirá sino a absurdos y problemas sin solución (las ya mencionadas antinomias). Ahora bien y con estas palabras con-cluye Kant su explicación: “No se trata de una ficción arbitraria, sino que se halla ligado a la limitación de la misma” (KRV B311).

De este modo, si diferenciamos fenómenos y noúmenos, queda-rá claramente establecida la línea del conocimiento posible para los seres humanos, quedando del lado de lo cognoscible la ciencia natural y la matemáticas, y del otro lado, las ideas de la razón, el conjunto de totalidad de las condiciones que nos permiten conocer (KRV B379), pero esto no quiere decir que los segundos objetos no existan, se convierte en el límite problemático, “admisible e in-evitable” (KRV A255) que frena a la sensibilidad en su pretensión de extenderse más allá del conocimiento posible (KRV B312).

2.2. La respuesta lógica de Wittgenstein ante la posible con-cepción del mundo como un todo

En el caso de Wittgenstein, la imposibilidad de conocer el mun-do como un todo se debe a la misma limitación con la que se en-contraba Kant, correspondiente a la paradoja de la teoría de con-juntos ya mencionada. En este sentido, cabe establecer un parale-lo entre la cita de Kant aludida supra: “La explicación de la posi-bilidad del universo mismo tendría que hallarse fuera del mundo y no podría ser objeto de experiencia posible” (KRV A677, B705) y dos aforismos del Tractatus: “El sentido del mundo tiene que residir fuera de él” (T 6.41) y “Para poder representar la forma lógica, deberíamos situarnos con la proposición fuera de la lógica, es decir, fuera del mundo” (T 4.12).

No es coincidencia que en esta última cita Wittgenstein equipa-re la lógica con el mundo, ya que. Dado que el primer Wittgens-tein establece el isomorfismo entre hechos del mundo, lenguaje y pensamiento a través de sus relaciones lógicas, si intentamos ir más allá de estos conceptos o pensarlos como un todo con senti-do, nos encontraremos ante el mismo problema: el de la irrepre-sentabilidad del conjunto total de posibilidades que nos permiten significar. Me explico: lo que tienen en común la figura y lo figu-rado (los hechos del mundo y nuestras palabras y pensamientos) es lo que Wittgenstein denomina “forma de figuración” o forma lógica (T 2.17).

Para que estos hechos y proposiciones, que son variables, ten-gan significado, requieren que dicha forma sea fija e invariable, se convierte pues en una expresión constante (T 3.312), o marco invariable, cuya inmutabilidad va a permitir el establecimiento de significados.

Y siendo los hechos en el espacio lógico el mundo (T 1.13), si nos preguntamos cuál es el sentido global de todo el conjunto de hechos, esto es, qué es el mundo, nos vemos ante el mismo pro-blema que respecto de la forma lógica: La imposibilidad de re-

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presentar aquello que nos permite representar con sentido. Pero, al igual que le sucedía a Kant ante el problema del noúmeno, es necesario mantener dicha forma lógica (o dicha concepción del mundo como un todo) para que podamos expresarnos por medio del lenguaje y referirnos al mundo con sentido, sentido permitido y limitado por tal forma lógica.

Ahora bien, la forma lógica no puede representarse (T 4.0312), ya que no existe ningún objeto o hecho del mundo que pueda co-rresponderle. Todas las figuras de la lógica que permiten conectar hechos del mundo con proposiciones, como los elementos de la aritmética y los conceptos abstractos como el del mundo como totalidad, son esas estructuras fijas y problemáticas que permiten significar, pero que no pueden ser aludidas directamente, sin que se produzcan errores lógicos. Estos elementos se convierten en lo que Wittgenstein denomina “conceptos formales” (T 4.1272), pertenecientes a un lenguaje de segundo orden o metalenguaje, que al no poder estar conectado con los hechos del mundo va a suponer muchos problemas.

En la obra wittgensteiniana un concepto formal es una expre-sión formulable en nuestro lenguaje, pero que al carecer de refe-rencia en el mundo de los hechos, se convierte en “pseudopropo-siciones absurdas” (T 4.1272). El único modo en que tales pro-posiciones podrían cobrar sentido sería al relacionarlas con una variable o un hecho del mundo, pero esto no es posible, porque el concepto formal es constante, esto es, ya viene dado con un objeto que cae bajo él (T 4.12721) y es tal su generalidad, su carácter for-mal, no podemos hacerlo equivaler con ningún hecho del mundo. Así se puede decir: “éste es un hecho del mundo”, pero no “éste es un hecho del mundo como totalidad”, lo cual, según Wittgens-tein sería absurdo. Quizá podamos comprender mejor esto con un ejemplo de las matemáticas: Los números también son concep-tos formales, que nos permiten significar al conectar variables, de este modo, se puede decir, “hay dos globos”, pero no, “el dos es un número” o “sólo hay un cero”, lo cual, para Wittgenstein es absurdo (unsinn) (T 4.1272).

Y por supuesto, insiste el autor, preguntar por la existencia de tales conceptos formales no tiene ningún tipo de sentido, sería como preguntar si existe el número dos (T 4.1274).

Ahora bien, cabría criticar este planteamiento de Wittgenstein, porque a pesar de establecer los límites del sentido en las relacio-nes entre hechos del mundo, lenguaje y pensamiento y poner a la filosofía como delimitadora del sentido “desde dentro” (T 4.114), de cierta manera, en el Tractatus ya se está aludiendo a aquello que no puede ser dicho y supera los límites, al dar por ejemplo de-finiciones y explicaciones de lo que es la forma lógica o el mundo.

Responde a esta posible crítica el autor vienés sosteniendo que la única forma en que podemos referirnos a dichos conceptos formales de la lógica es por medio de los casos límite marcados por esta disciplina, tautologías y contradicciones, cuya expresión carece de sentido (sinnlos, T4.461), pero no supone un absurdo (unsinnig, T 4.4611), estas figuras no pertenecen a la realidad (T 4.462) pero marcan los límites de lo decible en el mundo.

De este modo, cuando en el Tractatus mismo se aclara lo que es la forma lógica (lo que la figura ha de tener en común con la rea-lidad para poder figurarla, T 2.17), se trata de una definición que no aumenta nuestro conocimiento, no es más que una tautología, y si se pretende insistir en qué consiste esta figura o preguntar por su existencia, caeremos en planteamientos absurdos, pues-to que vulneraremos el esquema de conocimiento marcado por Wittgenstein.

Así podemos concluir este apartado sosteniendo que Wittgens-tein delimita claramente los límites del sentido, las condiciones que debe cumplir todo lenguaje para significar, como por ejemplo que la proposición sólo puede decir cómo es una cosa, no lo que

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es (T 3.221), ni puede referirse a sí misma (T 3.331), ni a lo que tiene en común con los hechos (la forma lógica), ni al conjunto to-tal de todas las proposiciones. Cualquier expresión que se refiera estas posibilidades sólo podrá ser tautológica, como en el caso de las definiciones de la lógica o las tesis del Tractatus, pero pre-tender superar estos límites y buscar un contenido o una referen-cia a tales objetos, sólo producirá absurdos y usos incorrectos del lenguaje, como en el caso de la ética, la estética y la filosofía que pretenda aportar un contenido teórico, más allá de su uso crítico y limitador del sentido.

2.3. Recapitulación de las teorías anteriores y planteamiento del problema de la ética a partir del sentimiento de asombro

Cabe destacar el evidente paralelismo entre estas dos teorías que hemos planteado, dado que ante el problema de la concep-ción del mundo como totalidad, ambas deben admitir que se trata de un concepto formal y problemático, expresable en nuestro len-guaje pero que carece de sentido para el marco de conocimiento que ambos han establecido, ahora bien, este concepto no resulta absurdo, ni inútil, ya que pone los límites de lo decible o pensable con el lenguaje. Es posible referirse a este concepto formal, pero sólo por medio de expresiones tautológicas, sin contenido, ya que no podemos conocerlo; en caso contrario, de querer decir algo más sobre la totalidad del mundo o la forma lógica, se produci-rían errores lógicos (antinomias y absurdos). Además, no se pue-de renunciar a concebir este límite, al convertirse en la condición de posibilidad del conocimiento válido, en el caso de Kant y de la expresión con sentido, en el caso de Wittgenstein.

Sin embargo, debemos establecer una diferencia entre estos dos autores en este aspecto, ya que la postulación del noúmeno como un espacio lógico vacío, pero existente (KRV A255, B312), convierte a Kant en un autor mucho más convencido de la reali-dad de este concepto que Wittgenstein, para quien los límites de la lógica no suponían tanto la demarcación de un espacio real, como la definición un problema, producto de un uso incorrecto de nuestro lenguaje y de una tendencia del ser humano a ir más allá de lo establecido. En este sentido, como veremos en el apartado final, cabe contemplar una posible concepción trascendental del lenguaje en el Tractatus, aunque carezca de las implicaciones éti-cas y ontológicas que presenta la obra kantiana.

Y por último, cabe destacar otra semejanza entre ambos plan-teamientos, ya que pese a esta tarea de demarcación del conoci-miento válido, ninguno de estos autores ha logrado responder al problema ético que subyace a esta cuestión; ya que en el momento en que el problema del mundo como un todo se identifica con el sentido de la vida, una respuesta epistemológica que limite lo de-cible con sentido por nuestro lenguaje no va a resultar suficiente. Debemos destacar asimismo que este problema es presentado por los dos autores del mismo modo, por medio del sentimiento de asombro porque el mundo exista.

Concretamente, en la conclusión a su Crítica de la razón prác-tica Kant alude como ejemplo de este tipo de experiencia ética a la admiración que le causa el cielo estrellado sobre él (KPV A288) (y la ley moral dentro de sí, pero no quiero adelantarme) Esta admi-ración lleva a Kant a concebir una realidad superior, al ensanchar la conexión del ser humano con una “magnitud incalculable de mundos sobre mundos y sistemas sobre sistemas, en ilimitados tiempos de su periódico movimiento, de su comienzo y de su du-ración” (KPV A289).

Sin embargo, también insiste Kant, debemos tener cuidado con tal sentimiento, que “pueden incitar a la investigación pero no su-plir su falta” (KPV A290). Recuerda el autor que el asombro por la existencia del mundo “empezó por el más grande espectáculo que

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pueda presentarse a los sentidos del hombre” y terminó convir-tiéndose en astrología (KPV A290), esto es, mera pseudociencia especulativa que no resulta válida por no apoyarse en contenidos de la sensibilidad. Es por la posibilidad de este falso conocimiento que la tarea crítica va a ser tan necesaria, tanto en el ámbito teó-rico, como en el práctico.

En el caso de Wittgenstein, este sentimiento de asombro por la existencia del mundo equivale a una vivencia que él mismo tuvo en primera persona, de este modo, en su Conferencia sobre ética al reconocer que no puede explicar lo que es esta disciplina, alude a su propia experiencia de asombro ante la existencia del mundo como ejemplo de inquietud ética (CE p.118), de importancia ge-neral pero carente de solución en el mundo definido en el Trac-tatus.

La pregunta que quisiera plantearme en este momento es la po-sibilidad de una renuncia a formular una ética que regule nuestras acciones en el mundo, teniendo en cuenta que si nos ceñimos al esquema de conocimiento marcado por estos autores, cualquier planteamiento que se refiriera a un valor absoluto, con validez universal, tendría que ser descartado, como parece sugerir Witt-genstein al final del Tractatus (T6.41), pero en este supuesto, el sentimiento de asombro no podría ser explicado y cualquier ac-ción puede ser llevada a cabo, sin que quepa una dimensión nor-mativa que la juzgue.

Por lo tanto, cabe afirmar que este sentimiento de asombro ante la existencia del mundo supera la capacidad epistémica del ser humano y constituye para ambos autores una inquietud ética, que al plantearla, provoca absurdos y usos erróneos de la razón. Sin embargo, no podemos dejar de cuestionarnos estos temas, como el inevitable sino del ser humano enfrentado a los límites de lo que puede comprender.

Estos problemas llevan a Kant a establecer los argumentos tras-cendentales, como condición sine qua non de un concepto de bien absoluto que compartan todos los seres humanos, pasamos a la descripción de los mismos para a continuación evaluar si puede darse un planteamiento similar en la obra de Wittgenstein.

3. Posibles respuestas éticas al problema planteado

3.1. El recurso al argumento trascendental en la obra de Kant

Tras haber dejado establecido Kant que el uso especulativo y constitutivo de las ideas de la razón pura no es válido, ya que no podemos tener ninguna percepción sensible de tales entidades y cuando el entendimiento se ocupa de ellas comete falacias, insiste en que las ideas no son “conceptos superfluos, ni carentes de va-lor” (KRV B385, A329), ya que vienen planteadas por la natura-leza misma de la razón, y es imposible que este tribunal supremo de todos los derechos y pretensiones contenga engaños, esto es, “las ideas poseen en la disposición natural de la razón su finalidad adecuada y apropiada” (KRV A699, B697).

En primer lugar, según Kant, dichas ideas son útiles como ca-non para el uso del entendimiento, para guiarlo y evitar confusio-nes en la formación del conocimiento (KRV B385, A329). Un paso más allá de este uso regulador, las ideas también pueden suminis-trar el paso de los conceptos de la naturaleza a los prácticos, su-ministrando consistencia a las ideas morales (KRV A 329, B386). Se da aquí el paso de la razón pura a la práctica como única vía posible para asegurar la existencia de un bien supremo, más allá de las condiciones del mundo fenoménico.

En este momento, debemos recordar que aunque por falta de espacio no haya aludido a la tercera idea, es decir a dios; este concepto de la razón pura se convierte en la obra kantiana en la “unidad absoluta de las condiciones de todos los objetos del

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pensamiento” y causa unitaria y primera de todos los objetos del mundo, incluidas las dos ideas anteriores (KRV B391). Por lo tan-to, aunque en el planteamiento inicial este trabajo se ocupara de un problema epistemológico (la posibilidad de conocer el mundo como totalidad) que ha acabado convirtiéndose en una cuestión ética, en el recurso al argumento trascendental Kant no puede de-jar de relacionar ética y teología. Hecha esta precisión, volvemos a la formulación del argumento trascendental:

Se pregunta Kant, si hay algo distinto del mundo que contenga el fundamento de su orden y de su cohesión. La respuesta que se da a sí mismo es “sin duda” (KRV A696, B724) Esta afirma-ción categórica puede aclararse con otra precisión del filósofo de Königsberg: No siendo pensable una condición sin algo que la condicione (la opción contraria sería un regreso ad infinitum de condiciones que Kant rechaza) debe sostenerse que “el mundo es una serie de fenómenos que deben poseer un fundamento tras-cendental, aunque éste sólo sea pensable por el entendimiento puro” (KRV A696, B724).

Ahora bien este fundamento de condición incondicionada es un concepto que puede pensarse sin contradicción, pero al que no le podemos atribuir realidad, ni pensar en su contenido, como había sostenido tras su refutación del argumento ontológico (KRV A592, B620). Ahora bien, si alguien preguntara qué es ese fundamento, habría que responderle que esa pregunta “no tiene significado al-guno”, ya que las categorías mediante las cuales podríamos tener un concepto de tal objeto, sólo poseen un uso empírico, carecien-do de sentido cuando no son aplicadas a objetos de la experiencia posible (KRV A696, B724).

Cabría quizás establecer un paralelismo entre este argumento de Kant y el de Wittgenstein que presentamos supra, en relación con la carencia de sentido que supone la pregunta por la existen-cia de los conceptos formales (T 4.1274), ahora bien, para Kant, aunque no podamos comprender este ideal y nuestras tentativas para conocerlo se muestren falaces y sin sentido, la naturaleza ha puesto las ideas de la razón pura en el ser humano con una cierta finalidad, y si nos dejamos guiar por esta idea de unidad, como principio regulador, alcanzaremos una unidad de nuestro conoci-miento, que jamás habríamos alcanzado si nos limitáramos al uso empírico del entendimiento (KRV B729). En palabras de Kant: “la máxima unidad sistemática que la razón impuso como principio regulador de toda investigación de la naturaleza humana le dio derecho a basarse en esta idea de una inteligencia suprema como esquema del principio regulador” (KRV B727).

Y de este modo, siempre que partamos de esta idea de unidad, nuestro conocimiento avanzará (y viceversa: “cuanta más finali-dad se descubra en el mundo de acuerdo con este principio supre-mo, tanto más quedará legitimada esta idea” KRV A699, B727). Ahora bien, no debemos olvidar, insiste Kant, que no podemos te-ner conocimiento del ideal, sino que simplemente operamos con esta idea de unidad y comprobamos que los efectos de tal postula-ción, no sólo no resultan contraproducentes, sino ventajosos para los seres humanos (KRV A701, B729) al ampliar su conocimiento y concebir la posibilidad de una realidad mejor.

Nos encontramos plenamente instalados en la filosofía del “como si”. Esto es, según Kant, aunque no podamos tener cono-cimiento de tales ideas trascendentales, si tomáramos toda nues-tra experiencia posible como si constituyera una unidad absoluta, como si el conjunto de todos los fenómenos tuviera un único fun-damento supremo y omnisuficiente (KRV A672, B700) dicha su-posición serviría como un punto de referencia para orientar todo uso empírico de nuestra razón hacia su máxima extensión (KRV A673, B701).

Encontramos en estos últimos párrafos la clave del argumento trascendental kantiano, que cobra toda su importancia en el salto

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de la razón pura a la razón práctica. Kant realiza este salto, seña-lando una diferencia entre estas dos esferas, de tal modo que lo que era contradictorio para la razón teórica (y llevaba a los plan-teamientos erróneos o usos dialécticos de la razón) se revela cla-ro, necesario e imprescindible para la razón práctica. Pasamos a contemplar esta cuestión tal y como viene expresada por Kant en su Crítica de la razón práctica.

El problema al que se enfrenta el ser humano en su relación con estas tres ideas es que no puede demostrar su verdad (ni tampoco su falsedad KRV A641, B669) a partir de la razón pura, pero de prescindir de tales ideas, estaría sometido a la causalidad natural y mecanicista del mundo fenoménico (KPV A52), donde no se po-dría explicar la libre capacidad de decisión del ser humano.

Luego, si cabe pesar que el ser humano es capaz de diferenciar entre su inclinación natural y la razón, que permanece incorrup-tible más allá de sus deseos (KPV A56) y puede decidir libremente si conducirse por sus instintos o por su razón, debemos suponer que existe algo más en la realidad humana, no limitado por la necesidad natural, ni proveniente del exterior (KPV A52) Se tra-ta de la ley moral, que toma la forma del imperativo categórico, descubierto por cada ser humano dentro de sí, con consciencia inmediata (KPV A53), como totalmente independiente del mun-do fenoménico e igual para todos los seres racionales que tengan voluntad propia (KPV A57).

El cumplimiento de tal imperativo no sería posible sin que el ser humano tuviera libertad (KPV A173), concepto trascendental del cual no tenemos intuición, y que no es explicable por la razón, pero al ampliar el campo de lo suprasensible, más allá del mun-do fenoménico, aunque sólo sea en una dimensión práctica (KPV A185) esta capacidad debe ser supuesta en todo ser poseedor de voluntad racional.

Esto es, como podemos leer en la Fundamentación de la metafí-sica de las costumbres, el ser humano descubre dentro de sí ideas que resultan imposibles y contradictorias, que no puede com-prender por medio de su razón y que le lleva a los ya mencionados usos dialécticos. En este caso, ya no se trata sólo de la totalidad del mundo, sino de su propia libertad (FMC A110), ideas que aun-que no sean explicables para la razón pura, deben ser supuestas en relación con otra dimensión de la razón humana: la moral y la práctica, como condición sine qua non de su capacidad de libre decisión y de la existencia de una ley moral de carácter univer-sal y necesario. Argumenta Kant que aunque no quepa encontrar ejemplos de dicha ley en la realidad cotidiana, esta presuposición resulta no sólo perfectamente posible, sino imprescindible para todo ser racional consciente de su voluntad (FMC A124).

Un segundo punto que debemos tener en cuenta para comple-tar esta argumentación kantiana es que el objetivo necesario de la ley moral es el sumo bien (KPV A219), pero dada la situación del ser humano, en difícil equilibrio entre sus pasiones y la razón, este sumo bien no sería posible en el mundo fenoménico. De este modo, sólo si se presupone la existencia infinitamente duradera de cada ser racional (primera idea de la razón pura, imposible de argumentar racionalmente sin caer en paralogismos KRV B410) lo que Kant denomina inmortalidad del alma será posible el cum-plimiento pleno de la ley moral (KPV A220).

Ahora bien, insiste el filósofo, la postulación de tales ideas no constituye ningún dogma teórico, sólo son hipótesis presupuestas necesariamente desde un punto de vista práctico, que no ensan-chan el conocimiento especulativo pero sí confieren una realidad objetiva y universal a las ideas de la razón (KPV A238).

Para acabar, cabe afirmar con Kant que el hecho de que nues-tro intelecto no pueda concebir la ley práctica y su horizonte de perfección, no es una censura que perjudique dicho principio su-premo de la moralidad, sino más bien un reproche que habría que

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hacer a la razón humana, que se muestra limitada ante lo absoluto (FMC A128). Aunque no podamos comprenderlo, si el concepto de mundo inteligible puro sigue persistiendo en nosotros, como una idea útil y lícita, conjunto de todas las cosas, al que también pertenecemos nosotros como seres racionales (FMC A127) y que promueve una acción libre y de acuerdo con la ley moral, no po-demos más que postular dicho concepto y de este modo se amplía nuestro conocimiento del mundo y de nosotros mismos y se abre una nueva dimensión, concretada en la posibilidad de actuar con libertad de acuerdo con la ley moral, la posibilidad de alcanzar el bien supremo y la felicidad en otro ámbito distinto al de nuestra existencia sensible, esto es, en último término, un acceso a la in-mortalidad.

En conclusión, el recurso al argumento trascendental en el marco de la filosofía práctica kantiana, invierte (y complementa) el planteamiento de su filosofía teórica: Lo que en el ámbito de la razón pura era una limitación y un problema para el ser humano, la imposibilidad de concebir un sentido total de la realidad, se convierte en la razón práctica en la condición de posibilidad de superar tal limitación y de acceder a una realidad mejor.

3.2. ¿Aparecen argumentos trascendentales en la obra de Witt-genstein?

Una vez expuesto el argumento trascendental y habiendo cons-tatado su carácter imprescindible en el marco de la filosofía kan-tiana, como cierre de este artículo quisiera preguntar si se da un planteamiento similar en la obra de Wittgenstein, es decir, si hay alguna salida más allá del inevitable chocarse con los límites del lenguaje que supone la ética.

Podemos comenzar esta parte recordando que para el autor vie-nés resulta posible pensar la forma lógica o el mundo como un todo, aunque estas formulaciones carezcan de referencia y consti-tuyan el límite de lo decible con sentido. Según el Tractatus esta concepción de la totalidad no puede ser objeto de conocimiento para la ciencia, sino que el hecho que el mundo sea (T 6.44), su visión como todo limitado constituye “lo místico” (T 6.45), nos encontramos ya en el ámbito de la ética y sus problemas.

En el concepto de mundo que ha mantenido Wittgenstein en el Tractatus, donde todas las proposiciones valen lo mismo (T 6.4), que algunas tengan más valor que otras (por ejemplo la posible formulación de un concepto de bien absoluto o imperativo que todos debamos seguir) se convierte en una pretensión sinsentido, es por esto que según el filósofo vienés no puede haber ética en el mundo (T 6.42), no siendo una disciplina expresable, sino tras-cendental (T 6.421)

Pero, aquí se introducen las principales dificultades del Trac-tatus ya que lo inexpresable “existe, se muestra, es lo místico” (T 6.522) Y aquí van a comenzar los problemas que quisiera destacar en esta parte, dado que a pesar de su carencia de sentido, el ser humano no puede renunciar a la ética, entendida más como un sentimiento que como una cuestión epistémica.

Como ya hemos aludido, el mismo Wittgenstein se ve enfrenta-do a este sentimiento místico, a estos problemas irresolubles que admiran y atormentan al ser humano, por ejemplo el asombro porque el mundo exista o la inquietud por el sentido de la vida, que sintió en su experiencia durante la Primera Guerra Mundial, como testimonian sus diarios de aquella época.

Ahora bien, el establecimiento del límite del sentido y de la co-rrección de nuestro lenguaje en el Tractatus, no puede solucionar estas inquietudes, más vitales que epistemológicas. Como afirma Wittgenstein: “Sentimos que aun cuando todas las posibles cues-tiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozando en lo más mínimo”. (T 6.52).

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Es en este contexto donde el autor vienés emplea el término “trascendental”, al afirmar que tanto lógica (T6.13), como ética (también estética, T 6.421) son trascendentales, en el sentido de que no se pueden decir, sino mostrar y que se hallan más allá de los límites del mundo.

A partir de estos aforismos, sostienen algunos intérpretes, como por ejemplo Isidoro Reguera, que dichos elementos se pueden con-siderar trascendentales en el sentido más kantiano del término, porque están más allá de lo formulable en nuestro lenguaje, más allá de los límites del mundo y además, posibilitan dicho mun-do, en tanto la lógica marca los límites del sentido, de lo decible y la ética (también religión según Reguera aunque Wittgenstein aluda a ella en el Tractatus) dan un concepto de valor absoluto y un sentido de la vida que no podemos tener en nuestro lenguaje descriptivo y referencial (1994:67).

¿Ahora bien, que quepa concebir en el contexto de la filosofía de Wittgenstein lógica, ética y religión como trascendentales, en el sentido señalado por el profesor Reguera, tiene las mismas impli-caciones que el argumento trascendental en Kant? Sobre todo me interesa comprender esto en el ámbito de la ética y de la religión, esferas que, como ya sabemos, corresponden a las preguntas de importancia última, a las mayores y más problemáticas inquietu-des del ser humano.

Recuérdese que en la obra kantiana el imperativo categórico se caracterizaba por su validez universal y necesaria y la ausencia absoluta de excepciones en su cumplimiento para todos los seres racionales (KPV A38), cuya inmortalidad debía ser postulada para posibilitar el cumplimiento de tal imperativo en un horizonte de superación y perfeccionamiento de la realidad humana. Pero no creo que pudiéramos atribuir a Wittgenstein una creencia tan fir-me, me explico: como ya sabemos, en su Conferencia sobre ética admite la existencia del sentimiento de asombro por la existen-cia del mundo, pero esta formulación no deja de ser problemáti-ca, en tanto ante la expresión: “Me asombro por la existencia del mundo”, nos encontramos de nuevo ante las dos posibilidades de carencia de sentido que Wittgenstein definió en el Tractatus, ya que esta formulación se convierte o bien en una tautología que no aporta ningún contenido significativo a nuestras aserciones, algo así como “el mundo es como es”, lo cual, no asombraría a nadie (CE p.119) o bien un absurdo manifiesto, un mal uso de nuestro lenguaje, al tratar de dar contenido a aquello a lo que no nos po-demos referir.

Tras contemplar distintas posibilidades en que puede darse la formulación de este sentimiento, por ejemplo una posible ta-rea descriptiva (CE p.115) o una analogía imperfecta entre lo co-nocido y lo desconocido (CE p.120). Wittgenstein concluye que ninguna de estas fórmulas es satisfactoria, ya que o bien no llega a captar el sentido de dicho sentimiento o se está cometiendo algún error lingüístico. Tampoco admite que se trate de un pro-blema que pueda solucionarse con clarificación lógica, mucho menos con investigación científica, sino que la falta de sentido de tales proposiciones “constituye su mismísima esencia” (CE p.122).

Pero, como el ser humano no puede dejar de plantearse dichas preguntas, nunca dejará de contradecirse y de cometer errores ló-gicos, al pretender ir más allá del mundo, es decir, más allá del lenguaje significativo, aunque lo único que se logre sea arremeter contra los límites del lenguaje, lo cual, según el Tractatus, es im-posible, pero para los seres humanos resulta inevitable.

Esta inacabable dialéctica entre la inevitable pregunta por el mundo como un todo y la imposibilidad de dar respuesta desde el conocimiento disponible del ser humano se convierte en la ya citada Conferencia en un chocar constantemente con los límites del lenguaje (CE p.122), sin que nunca podamos superarlos, esto

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es, en palabras de Wittgenstein, una tendencia “perfecta y absolu-tamente desesperanzada” (ib.) muy problemática, que nunca lle-vará a nada, que nunca constituirá una ciencia y que sin embargo, (él mismo) no puede sino admirar (ib.)

De este modo, pese a que en el Tractatus se estableciera que la ética en cierto sentido existe, es trascendental, debemos recono-cer que esta concepción de la trascendencia es más débil que la que presenta la obra kantiana, en tanto no puede postular nin-guna existencia supraterrena, ni demarcar ningún horizonte de perfeccionamiento del ser humano.

Con esto no quiero decir que Kant no dudara de su posibilidad de trascendencia, sabemos que no creía en la predestinación, que se mostraba muy preocupado por los apetitos e impulsos, inhe-rentes al ser humano, que lo alejaban del cumplimiento del impe-rativo categórico; también sabemos que reconoce el mal radical como ineliminable en todo ser humano y todos los problemas que esta teoría le trajo con las autoridades religiosas de su época.

Pero el recurso al argumento trascendental permite a Kant sal-var estos escollos. Esto es, el hecho de postular las ideas de la razón como verdaderas y admitir el imperativo categórico como una guía para la acción humana, concede al filósofo alemán una cierta esperanza en la posible completud de la existencia humana en otro ámbito, donde alcanzaría la felicidad y para esto, como ya sabemos, es imprescindible considerarlo inmortal. Dicha postu-lación, por el contrario, no supondría una solución (mucho me-nos una tranquilidad de ánimo) en el caso de Wittgenstein, cito el Tractatus:

“La inmortalidad temporal del alma del hombre, esto es, su eterno sobre-vivir tras la muerte, no sólo no está garantizada en modo alguno, sino que tal supuesto no procura en absoluto lo que siempre se quiso alcanzar con él. ¿Se resuelve acaso un enigma porque yo sobreviva eternamente? ¿No es, pues, esta vida eterna, tan enigmática como la presente? La solución del enigma de la vida en el espacio y en el tiempo reside fuera del espacio y del tiempo” (T6.4312).

Cuando Kant formula el imperativo categórico, que se puede cumplir o no, pero que está ahí como guía de actuación correcta para el ser humano, por el contrario, en el caso de Wittgenstein permanece la duda, la incertidumbre de no saber nunca cómo ac-tuar correctamente y la búsqueda incesante de respuestas, aún sabiendo que era imposible encontrarlas.

Cuando Kant formula el argumento trascendental para superar las contingencias de la vida y asegurar un valor superior al mun-do, Wittgenstein lo intenta y se choca con los límites del lenguaje, de la vida y prevalece la duda, siempre la incómoda y dolorosa duda.

Y quizá esto ya es mucho suponer, la formulación de un argu-mento trascendental no sería para el autor vienés más que otro vano y frustrado intento teórico de tratar de comprender aquello que no se puede comprender y que nos deja con paradojas, absur-dos y muchas dudas.

Si se me permite usar la conocida metáfora de la escalera que aparece al final del Tractatus (T 6.54), cabe decir que Kant se ser-viría del argumento trascendental para ascender a una realidad mejor, que completara la existencia del ser humano; mientras que para Wittgenstein, la clarificación del lenguaje que debe lle-var a cabo la filosofía serviría para reconocer el absurdo de ciertos planteamientos, como por ejemplo el argumento trascendental kantiano, y para superar (o salir fuera de) dichos planteamientos (T 6.54). Esa sería, según Wittgenstein, la única forma correcta de ver el mundo que (en teoría) eliminaría la preocupación ética, y sin embargo, la vida se muestra rebelde y problemática, supera y se resiste a la clarificación del lenguaje y sigue doliendo, inquie-tando y causando incertidumbre, como pudo comprobar Witt-

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genstein en primera persona durante su experiencia en la Prime-ra Guerra Mundial.

No digo nada nuevo si relaciono esta actitud ambivalente y pre-ocupada de Wittgenstein con otros pensadores, tal y como Kier-kegaard o Unamuno, sumergidos en crisis vitales, enfrentados a unas dudas existenciales que no se eliminan por el mismo hecho de no existir respuesta y que marcan toda una vida. Todo lo con-trario, invirtiendo el aforismo del Tractatus (T6.521) es la impo-sibilidad de solucionar el enigma de la vida lo que hace imposible plantear el problema, pero esto no lo elimina, sino que persiste, siempre.

Bibliografía

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Montaigne, wittgenstein y el escepticismo: sobre un posible diálogo entre la Apología y las Investigaciones

Vicente�raGa�roSaleny

P odría parecer imposible, o al menos altamente improbable, encontrar una pareja más extraña que aquella que asoma al inicio del título de nuestro artículo, con Montaigne y Witt-

genstein como sus integrantes. Raramente, por no decir nunca, han sido ambos pensadores comparados en algún texto académico y nada invitaría, de entrada, a establecer un diálogo entre ellos. Y, sin embargo, si tomamos como hilo conductor la noción de escep-ticismo nos sería posible encontrar insospechados paralelismos que quizá iluminen mutuamente sus obras. Teniendo en mente tan atrevida propuesta (audaces fortuna iuvat) trataremos de poner en escena una conversación entre el más famoso y celebradamente escéptico de los ensayos de Montaigne, la “Apología de Raimundo Sabunde”, y un texto clave de Wittgenstein, habitualmente leído en clave pragmatista, las “Investigaciones filosóficas”.1

Nuestra esperanza al desarrollar esta conexión entre Montaig-ne y Wittgenstein sería la de ayudar a establecer un camino, un puente, que uniese nuestras sensibilidades modernas con el es-cepticismo de la Modernidad temprana o pre-ilustrada (y podría argumentarse que ambos autores conectarían precisamente en las reservas que podrían plantear a una Ilustración por venir o ya pasada, pero eso es algo que escapa a los límites de este texto). Por decirlo de otro modo, nuestra intención sería la de leer a Witt-genstein como un trampolín desde el que poder saltar por encima de las lecturas epistemológicas, académicas, del escepticismo que han imperado desde Descartes en adelante, volviendo al pirrónico moderno Montaigne y sorteando al mismo tiempo, o planteando una ruta alternativa, el proyecto ilustrado.

Debemos añadir, a modo de advertencia preliminar, que si bien está bastante establecido el carácter predominantemente escépti-co de la obra de Montaigne en los abundantes estudios publicados durante los últimos años que tratan de reivindicar el perfil filosó-fico de sus ensayos,� no sucede lo mismo en el caso de Wittgens-

�  En el caso de Montaigne haremos uso de la edición francesa de La Pléiade, M. de Montaigne, Oeuvres complètes, Gallimard, Paris, 1962, ci-tando en números romanos el volumen de los Essais, seguido del número del ensayo en arábigos y concluyendo con la página que ocupa en el libro, salvo indicación contraria las traducciones de las citas son nuestras. Para Wittgenstein recurriremos principalmente a L. Wittgenstein, Investigacio-nes filosóficas, trad. de A. Garcia Suárez y U. Moulines, Instituto de Investi-gaciones Filosóficas UNAM/ Crítica, México D. F./ Barcelona.

�  Aunque tales análisis no están exentos de polémicas y tensiones in-ternas, como veremos de inmediato. Para un sucinto recorrido, nada ex-haustivo, por los estudios que han jalonado la reivindicación filosófica y escéptica de Montaigne puede consultarse: F. Brahami, Le scepticisme de Montaigne, PUF, Paris, 1997, así como L. Eva, A figura do filósofo. Ceticis-mo e subjetividade em Montaigne, Loyola, Sao Paulo, 2007; S. Giocanti, Penser l´irrésolution. Montaigne, Pascal, La Mothe le Vayer, Champion, Paris, 2001 y R. H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo has-ta Spinoza, trad. J. J. Utrilla, FCE, México D. F., 1983.

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tein, donde nos enfrentaremos a propuestas mucho más asenta-das que lo ubican del lado del pragmatismo o, incluso, a lecturas que entienden su obra como una respuesta al escepticismo, como de manera eminente puede verse en la obra de Stanley Cavell.� Sin embargo, en lugar de enfrentarnos directamente a tales opciones interpretativas nuestro artículo, al tratar de establecer un diálo-go entre las múltiples voces que pueden detectarse en los textos de los autores mencionados, propondrá la lectura escéptica como una alternativa complementaria en muchos casos de las otras (por ejemplo en el caso de Cavell viendo el supuesto anti-escepticismo de la obra wittgensteiniana como una respuesta a determinada perspectiva escéptica, la deflacionaria o académica, compatible con otro tipo de escepticismo, el pirrónico o montaniano) y como una invitación a la suspensión del juicio entre opciones contra-puestas en equilibrio, antes que como la aseveración de un punto de vista sustantivo propio.�

1. Es ya casi un tópico aquel que sitúa en el Renacimiento el origen de un “redescubrimiento” del escepticismo de importan-cia crucial para el pensamiento moderno. Basándose en la obra pionera de Richard H. Popkin,5 que situaba a Montaigne como un autor central en la transmisión del pensamiento antiguo a nues-tro tiempo y, al mismo tiempo, como un paradigma del encuen-tro y fusión en un momento de crisis de dos Weltanschauungen, la pagana y la cristiana, la mayoría de los intérpretes posteriores han entendido ese momento de la Modernidad temprana en clave pirrónica.

El escepticismo pirrónico, o pirronismo, que tomaría su nombre de su mítico fundador, Pirrón de Elis (ca. 360- ca. 270 a. C.), fue una corriente de pensamiento que se extendió durante unos qui-nientos años en la Antigüedad, aunque prácticamente todo nues-tro conocimiento de este movimiento proviene de los escritos de Sexto Empírico, un recopilador y autor tardío que vivió durante el s. III d. C., ya en las postrimerías del pirronismo clásico. Son las traducciones latinas de las obras de éste, sus Esbozos pirrónicos y su Contra los profesores,6 en la década de 1560 en Europa, y su difusión luego en los textos de autores como Montaigne, así como el contexto de crisis cultural del Renacimiento: con la ruptura con la tradición y el criterio de autoridad en el plano religioso, cientí-fico y artístico, o con novedades como la del Encuentro con el con-tinente americano, los que decidieron la fortuna del pirronismo durante el Renacimiento.�

�  Le scepticisme de Montaigne, PUF, Paris, 1997, así como L. Eva, A fi-gura do filósofo. Ceticismo e subjetividade em Montaigne, Loyola, Sao Pau-lo, 2007; S. Giocanti, Penser l´irrésolution. Montaigne, Pascal, La Mothe le Vayer, Champion, Paris, 2001 y R. H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, trad. J. J. Utrilla, FCE, México D. F., 1983.

Como puede verse por ejemplo en su fundamental S. Cavell, Reivindica-ciones de la razón, trad. de D. Ribes, Síntesis, Madrid, 2003.

�  Cabe añadir que nuestra lectura de Wittgenstein como pensador pirró-nico se apoya en muchos casos en las importantes sugerencias que pueden encontrarse en H. Sluga, ‘Wittgenstein and Pyrrhonism’, Pyrrhonian Skep-ticism (W. Sinott-Armstrong, ed.), Oxford U. P., Oxford, 2004, pp. 99-117, y en J. Fogelin, Pyrrhonian Reflections on Knowledge and Justification, Oxford U. P., Oxford, 1994.

�  El ya citado clásico de Popkin, que en su última edición ampliada, dis-ponible sólo en inglés, puede encontrarse como R. H. Popkin, The History of Scepticism: From Savonarola to Bayle, Oxford U. P., Oxford, 2003.

�  Puede encontrarse traducción al español de los textos, S. Empírico, Es-bozos pirrónicos, trad. de A. Gallego y T. Muñoz, Gredos, Madrid, 1993; S. Empírico, Contra los profesores, vol. I, trad. de J. Bergua, Gredos, Madrid, 1997 (la obra completa, por la misma editorial, está ya en prensa).

�  Para una completa y reciente narración de la transmisión del escepti-cismo de la Antigüedad al Renacimiento puede consultarse R. B. Romão, A Apología na Balança. A Reinvenção do Pirronismo na “Apología de Rai-mundo Sabunde” de Michel de Montaigne, Imprensa Nacional, Lisboa, 2007.

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Habitualmente suele definirse el pirronismo en contraste con el escepticismo académico, la variedad de escepticismo que se prac-ticó en la Academia platónica bajo la dirección de Arcesilao (315-240 a. C.) y Carneades (ca. 219- ca. 129 a. C.), entre otros.8 Según las lecturas más comúnmente aceptadas, teniendo a Sexto Em-pírico como fuente principal, los escépticos académicos habrían mantenido que el conocimiento era imposible, tratando de apoyar esta afirmación mediante diversas demostraciones encaminadas a poner de manifiesto que toda reivindicación de conocimiento podía dudarse y sosteniendo, en cambio, como mucho una suerte de probabilismo. En lugar de centrar su práctica escéptica en una denegación de las creencias filosóficas dogmáticas, los pirrónicos se abstendrían de emitir juicio alguno a propósito de cualquier cuestión filosófica, incluso la de la posibilidad del conocimiento. El resultado sería una indagación sobre las reivindicaciones de conocimiento mucho más abierta que el mero rechazo que prede-terminaría las respuestas académicas. Podría decirse que mien-tras que el escepticismo académico tendería al nihilismo, el pirro-nismo lo haría hacia una suerte de pluralismo, en su búsqueda de ataraxia o tranquilidad de espíritu, que acompañaría su acepta-ción de la incertidumbre del conocimiento.

Como resulta evidente tras esta sucinta descripción el escep-ticismo pirrónico al menos se caracterizaría por cuestionar toda suerte de dogmatismo filosófico, incluyendo el dogmatismo nega-tivo que tradicionalmente se ha atribuido al academicismo, pero también el pragmatismo o el constructivismo, entre otros, y no sólo el realismo, históricamente privilegiado, razón por la cual las otras posiciones filosóficas mentadas se alinearían normalmente como alternativas a éste en un único campo, el del anti-realismo. Sin embargo las cosas tenderían a complicarse porque las diferen-cias entre academicismo y pirronismo han sido en muchísimas ocasiones obviadas y desde los inicios del cartesianismo habría sido la noción académica la que habría imperado.

De hecho, podría decirse que la enorme influencia del pensa-miento de Descartes, y sobre todo de sus seguidores y difusores, en la filosofía de la Ilustración y post-Ilustración explica que hoy en día, y durante toda la Modernidad, tras el breve esplendor montaniano, sea el escepticismo académico el que domine en la definición del escepticismo tout court. Es el espectro del escep-ticismo académico aquello a lo que se enfrentaría Descartes en sus Meditaciones metafísicas y gran parte de nuestra concepción epistemológica del escepticismo provendría del cartesiano “mé-todo de la duda”. Así pues, sería nuestra herencia cartesiana el mayor impedimento al que tendríamos que enfrentarnos para re-construir una concepción escéptica pirrónica como la que imperó durante la Modernidad temprana. Para ello será necesario esfor-zarnos por volver a hacer evidente que la actividad principal de al menos una perspectiva escéptica prominente no es tanto la dene-gación del conocimiento como su investigación detenida, mirar con cuidado e, incluso, buscar sin término.

Como hemos dicho la obra de Wittgenstein, al menos desde las Investigaciones filosóficas en adelante, podría servirnos para rea-lizar ese salto, buscar esa ruta alternativa. Sin embargo suele leer-se este texto como una suerte de representación arquetípica del pragmatismo, como un lugar desde el que tal posición se enuncia con claridad. A nuestro juicio, siendo cierto que Wittgenstein de-sarrolla tal posición mostrando las limitaciones tanto del realis-mo como del constructivismo, en su momento posiciones mucho

�  Primer y segundo escoliarcas, respectivamente, en introducir la co-rriente escéptica en la Academia platónica, inspirados, según se argumen-ta tradicionalmente, por la actitud interrogativa y aporética de Sócrates, y cuyos máximo oponente sería la doctrina del conocimiento de los pertene-cientes a la escuela estoica (con cuyo contacto el escepticismo introduciría muchas de las nociones finalmente recogidas por Sexto Empírico).

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más contrapuestas que hoy en día, no lo sería que adoptase tal posición como una dogmática tercera alternativa o vía media. En lugar de eso, desde una perspectiva más cercana a la de la aproxi-mación pirrónica a la filosofía, el autor austriaco parecería recha-zar escoger entre las posiciones filosóficas alternativas puestas en equilibrio a las que su escritura daría voz en el texto.

Pero antes de tratar de justificar nuestra propuesta de lectu-ra de la obra de Wittgenstein debemos atender a un problema incluso más relevante en el otro componente de nuestra extraña pareja. Y es que si bien se han realizado ya diversos intentos de situar a Montaigne mismo en esa particular perspectiva escéptica que venimos denominando como pirronismo, y especialmente en el ensayo indicado, la “Apología de Raimundo Sabunde”, lo bien cierto es que en los elementos centrales de este debate no se ha logrado todavía alcanzar siquiera un cierto consenso.

Así, la consistencia del escepticismo montaniano a lo largo de su escritura, sus deudas con las fuentes clásicas, medievales y contemporáneas, su influencia en la filosofía posterior, sus com-plicadas relaciones con el ocasional epicureismo y estoicismo que parece manifestar de manera dispersa, pero recurrente, en sus textos, su profesado catolicismo y sus implícitas inclinaciones po-líticas así como, en el caso de la “Apología”, la difícil relación con los argumentos de Sabunde a favor de un despliegue de la razón en defensa de la fe, serían algunos de los puntos en disputa y a la espera de una resolución que la abundante bibliografía secunda-ría de los últimos años no ha podido proporcionar.9

Pero, a nuestro juicio, si tales cuestiones resisten todavía los embates interpretativos la razón ha de buscarse en la propia prác-tica escéptica del autor francés. La obra de Montaigne, por lo que respecta a la skepsis, se muestra enormemente inconsistente no sólo de un ensayo a otro, sino incluso dentro de cada uno de ellos. Como el propio pensador admite: “No hago más que ir y venir: mi juicio no va hacia delante sino que flota, va a la deriva.” (II, 12, 548).

Sin embargo, muchos interpretes mantienen que es posible descubrir la voz singular de Montaigne en este torbellino de ideas contrapuestas.10 Aunque el problema de este tipo de propuestas es que “descubrir” una voz singular coherente en la obra montania-na exige siempre una lectura selectiva de sus textos y, en la mayor parte de los casos, siguiendo además un patrón concebido en esa selección que sirve para apoyar una serie de asunciones teóricas previas. Mientras que una lectura alejada de los debates teóricos, que no intente encajar al autor dentro de una posición previamen-te elaborada, parecería más cercana al testimonio que vierte una de las principales estudiosas del escepticismo en la obra de este pensador: “El lector se ve llevado de Escila a Caribdis, del epicu-reismo al estoicismo, pasando por el platonismo y el cinismo... sin poder extraer con seguridad del coro discordante de filósofos una posición filosófica que le parezca la propia de Montaigne”.11

Sea como sea, incluso aunque tal descripción de la heterogenei-dad filosófica del pensador francés parezca más plausible aún es posible cuestionar al asunción crucial que subyace a la cita: ¿Por qué el “coro” de voces que puede encontrarse en los textos monta-nianos debería describirse mediante un adjetivo peyorativo como algo “discordante”? ¿Por qué no podría sugerir ese coro de filóso-

�  Puede encontrarse un completo resumen de las discusiones en torno al escepticismo de Montaigne, con los elementos centrales mencionados y aún otros adicionales, en A. Hartle, Michel de Montaigne: Accidental Philoso-pher, Cambridge U. P., Cambridge, 2003, pp. 242ss.

�0  Como se afirma por ejemplo en G. Defaux, ‘Montaigne, la vie, les li-vres: naissance d´un philosophie sceptique- et impremedité’, Modern Lan-guage Notes, 117 (2002), pp. 780-807.

��  S. Giocanti, ‘Montaigne: les Essais ou l´itinéraire d´un sceptique’, Magazine Littéraire, 394 (2001), pp. 37-39. La traducción de la cita es nuestra.

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fos igualmente una simple “polifonía” con múltiples voces armo-niosamente articuladas? Con esto en mente sería posible volver a aproximarnos a la “inconsistencia” de los textos montanianos y, en lugar de intentar ignorarla o lamentarnos por su variedad de puntos de vista, examinar su entrelazamiento de ideas como una suerte de contrapunto filosófico.

A este respecto cabe decir que la multivocidad de los textos de Montaigne contrastaría claramente con la univocidad radical del Descartes de las Meditaciones. Aquí nos encontraríamos con una voz singular, privada, cada vez más alejada y aislada del mundo a medida que duda de sí cada vez más radicalmente. La escritura de Montaigne es, a diferencia de la cartesiana, conversacional casi, abierta a la investigación y muchísimo más cercana a la esfera pública, sometiendo a las diversas ideas que van emergiendo a un escrutinio que de algún modo parece anticipar el estilo dialógico propio de los últimos textos de Wittgenstein.

Que esto es algo presente en la obra del autor francés como una suerte de exigencia estilística y sustancial queda claro, por ejemplo, en las alabanzas que el pensador dedica al uso del estilo dialógico por parte de Platón: “Platón parecía valorar consciente-mente esta manera de filosofar a través de diálogos, ya que le per-mitía situar más adecuadamente en distintas bocas la diversidad y variación de sus propias fantasías”, ya que “exponer de manera diversa las cuestiones es tan bueno como hacerlo siguiendo una doctrina y mejor, es decir, más copiosa y útilmente.” (II, 12, 489-490). O en otras declaraciones donde loa la “libertad y vigor de las mentes de la Antigüedad que crearon múltiples escuelas que sos-tenían opiniones diferentes.” (II, 12, 542), además de en la propia práctica de su escritura.

De este modo, en lugar de ir en busca de una posición singular definitiva en la “Apología” o en las Investigaciones, parecería mejor atender a las diferentes voces presentes en cada uno de estos traba-jos, explorando como la interacción entre éstas en uno nos permiti-ría oír mejor el entrelazamiento polifónico presente en el otro.

2. Wittgenstein empieza las Investigaciones filosóficas con una suerte de juego de ventrílocuo, citando por extenso la teoría de la adquisición del lenguaje esbozada por Agustín de Hipona en las Confesiones. Más adelante es posible reconocer otras voces deslizándose sigilosamente a lo largo del texto wittgensteiniano: Platón, Frege, Russell, Moore, o el autor del Tractatus Logico-Philosophicus (es decir, el propio autor en la primera etapa de su carrera), todos los cuales ofrecen variaciones sobre un mismo tema, el de la teoría de la correspondencia en el ámbito del signi-ficado y en el de la verdad (§§ 22, 23, 48).

Y pese a sus diferencias todas esas voces tienen su fundamen-to en una suerte de realismo, trabajando con la asunción funda-mental de que nuestras palabras tienen un significado porque co-rresponden de algún modo a las naturalezas reales de las cosas y que nuestros enunciados son verdaderos cuando corresponden a situaciones reales. Ciertamente Wittgenstein había desarrollado en el Tractatus esta teoría de la correspondencia lingüística en su forma más acabada, aclarando sus implicaciones y purgándola de sus contradicciones hasta obtener una descripción lógica del lenguaje capaz de resistir el escrutinio más arduo. Sin embargo, el éxito de su propuesta se alcanzó a un elevado coste: grandes extensiones de la experiencia humana debían quedar relegadas a la categoría de las cosas de las que no podía hablarse y sobre las que, por lo tanto, era mejor guardar silencio (7.0).

Una década después de haber finalizado el Tractatus Wittgens-tein pondría en cuestión la teoría de la correspondencia, éste se-ría el saber recibido que sometería a sus embates escépticos en el curso de las Investigaciones. En ellas mostraría que incluso las verdades filosóficas que gozan aparentemente de mayor certi-

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dumbre, como por ejemplo las de las matemáticas o las pertene-cientes a la auto-conciencia, tendrían sentido para nosotros sólo en el contexto de unas particulares prácticas culturales intersub-jetivas. Y haciendo esto Wittgenstein no estaría sino contribuyen-do con nuevas estrategias al acerbo argumentativo de la tradición escéptica.1�

Pero, a diferencia de Descartes o Hume, el autor austriaco no emplearía las tácticas escépticas para sustituir una posición filo-sófica dogmática por otra. En lugar de ello, su escepticismo sería de una naturaleza mucho más zetética, como una suerte de inves-tigación en curso, un correctivo contra los abusos de nuestra ra-zón provocados por las presunciones de todo tipo de dogmatismo filosófico. Y es que, como el propio Wittgenstein indica, “El traba-jo del filósofo es compilar recuerdos para una finalidad determi-nada” (§ 127), no avanzar ninguna clase de nueva teoría (§ 109).

Así, bien podría decirse que el pensador austriaco buscaría con-traponer voces que propondrían alternativas al dogma recibido del realismo, pero no porque quisiera éste plantear su propia teo-ría filosófica sistemática, sino más bien con la esperanza de con-vencernos para suspender el juicio sobre aquellos problemas que no tienen ningún sentido ni consecuencia en nuestra vida cotidia-na. En ausencia de una teoría alternativa articulada los lectores nos veríamos forzados a sopesar nuestras opciones, a medida que avanzamos a través de las Investigaciones, confrontando nuestra confianza en las estructuras realistas tradicionales con las poten-tes subversiones de las mismas operadas en la obra wittgenstei-niana, y finalmente reconsiderando qué es lo que podemos decir que conocemos justificadamente valiéndonos de la razón y qué aceptamos simplemente como una cuestión de fe.

Por su parte el ensayo de Montaigne que hemos seleccionado empieza rememorando un acto de ventriloquia previo: su traduc-ción de la Teología natural de Sabunde. El trabajo de Sabunde trataba de defender la validez de la razón como soporte de la fe, una posición patrística tradicional que garantizaba el valor de la filosofía al tiempo que la subordinaba sin ambigüedades a la teo-logía y, al mismo tiempo, fundamentalmente realista en cuanto a sus creencias sobre la verdad y el conocimiento.

Puede decirse que en muchos sentidos la Teología natural funcionaría en la “Apología” como el Tractatus en las Investiga-ciones: proporcionaría una línea argumentativa tradicional que cuestionar, una voz realista que serviría como base para un ejer-cicio de contrapunto en el que diversas posiciones alternativas se superpondrían a la música de fondo del saber recibido. La crítica de Montaigne al valor del conocimiento humano domina la “Apo-logía” de manera muy semejante a como la crítica de las teorías lingüísticas de la correspondencia priman en las Investigaciones, aunque en el caso del autor francés podemos ver como este nunca abandona de manera clara la idea original que su discusión trae a la luz, la posición realista central que confía en nuestra capacidad a la hora de formular una verdadera representación de las cosas del mundo a través de nuestros sentidos y nuestra razón. Y así el

��  Como hemos dicho antes, a menudo Wittgenstein es leído como un anti-escéptico, así por ejemplo lo entiende con claridad Cavell en Reivin-dicaciones de la razón. Sin embargo, tales lecturas tienden a concebir el escepticismo desde una perspectiva puramente académica, como el tipo de estrategia que enuncia e intenta superar Descartes, y ciertamente estamos de acuerdo en que Wittgenstein no sería un escéptico de ese tipo. Pero, al situar a Wittgenstein en el seno de las corrientes pirrónicas (como hacen Sluga o Fogelin), estaríamos presentando un punto de vista alternativo que, de acuerdo con nuestra perspectiva, podría complementar antes que con-tradecir la lectura de Cavell. Como neo-pirrónico Wittgenstein cuestionaría el dogmatismo negativo de los académicos tal y como haría con el resto de posiciones dogmáticas y así no habría inconsistencia alguna en reconocer que se enfrenta a un tipo de escepticismo al tiempo que pone en práctica otro.

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autor de los Essais continuara realizando afirmaciones explícita-mente realistas incluso en medio de sus ataques escépticos más radicales contra todo dogma, como por ejemplo con su insistencia metafísica en que “la Naturaleza es una y constante en su curso” (II, 12, 445), o su declaración ética de que “sólo la humildad y el carácter sumiso pueden producir un buen hombre” (II, 12, 467) y su aserción epistemológica de que “la Verdad ha de presentar el mismo rostro en todas partes” (II, 12, 562). Todo ello, eso sí, mientras al mismo tiempo, a lo largo del ensayo no deja de cues-tionar explícitamente que tengamos compresión alguna de lo que sea la naturaleza, la virtud o la verdad.

Y no deja de ser, por supuesto, realmente enigmático que una clara apología del valor de la razón como lugar donde la fe pue-de apoyarse de pie, en manos de Montaigne, a una definición de ésta como “lo más seguro, una piedra de toque llena de falsedad, errores, defectos y debilidades” (II, 12, 523) y culmine con la ob-servación de que los intentos de apoyar la fe con la razón serían en algún sentido anti-cristianos (II, 12, 546). Más aún, resulta des-concertante que en medio de su más intenso ataque a la facultad de la razón el autor francés se detenga y sugiera a la misteriosa mujer a la que dedica el ensayo que esta clase de escepticismo es, de hecho, simplemente una argucia retórica que le muestra para que pueda estar mejor preparada a la hora de desarmar los argumentos de los que propagan perniciosas teorías contrarias a la religión, y no algo que deba tomarse seriamente en sus propios términos (II, 12, 540-541).

Estos conflictos centrales, con un ensayo que se anuncia como una apología de la razón y termina elaborando su más radical cues-tionamiento, al tiempo que elabora una profesión de fe filosófica y se manifiesta como un abstracto ejercicio retórico, son tan rele-vantes para el argumento de la “Apología” que claramente exigen algún tipo de respuesta por parte del lector. Y aunque podríamos ensayar diversos tipos de contestación que eliminasen tales con-tradicciones —quizá, cabría decir, Montaigne vacilaba respecto de sus creencias mientras estaba componiendo su texto, o puede que las inconsistencias procedan de diversos estratos del mismo, acu-mulados conforme se sucedían las revisiones del ensayo, o quizá Montaigne tuviese miedo de las posibles consecuencias políticas derivadas de la publicación de sus doctrinas más radicales— tam-bién nos sería posible suspender nuestro juicio y aceptar que el ensayo tiene una composición en forma de contrapunto que ex-hibe las tensiones y equilibrios de un abanico de pensamientos que giran en torno a estos temas. Aún más, haciendo esto sim-plemente estaríamos siguiendo las indicaciones del autor francés y acompañándole en su juramento de lealtad al motto pirrónico: “suspendo el juicio” (II, 12, 485).

La segunda voz que podríamos identificar en las Investigacio-nes es la que más comúnmente se ha asociado a Wittgenstein, la idea pragmática de que el significado lingüístico emerge de las prácticas de una “forma de vida” y que la verdad, por ello mismo, depende de la concordancia en el comportamiento social de una comunidad, aquello en lo que acuerdan. El autor austriaco parece desarrollar esta teoría pragmatista de la verdad en oposición a la realista de la correspondencia sugiriendo que sólo podríamos identificar una correspondencia entre palabras y cosas en el mun-do después de que se hubiese preparado un espacio para tales re-laciones dentro de las prácticas sociales de la comunidad.

De este modo, sería la concordancia en nuestras prácticas so-ciales lo que en última instancia convertiría en significativo el lenguaje y, por ello, siempre que nuestras discusiones carecieran de ese fundamento subyacente de nuestras prácticas, “el lenguaje marcha en el vacío” (§ 132), o por decirlo de otro modo “El len-guaje hace fiesta” (§ 38). Desde esta perspectiva la verdad clara-mente no es universal u objetiva, aunque también será distinta

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de la mera opinión subjetiva: podría decirse que se acercaría a una concepción cercana a la del relativismo cultural, si bien la conexión de las prácticas intersubjetivas con una forma de vida asegurarían que para nada es algo arbitrario. Dado que las prácti-cas culturales evolucionan para satisfacer las necesidades de una cultura dada en el curso del tiempo, el significado para una forma de vida dependerá del uso y la verdad de la utilidad.

Ciertamente está es la voz que suena con mayor claridad a lo largo de las Investigaciones y podríamos estar de acuerdo en que el desarrollo de esta posición particular señala una de las mayores contribuciones de Wittgenstein a la filosofía del siglo XX. Sin em-bargo, como hemos indicado anteriormente, está lejos de resultar claro que el autor austriaco desease que tomásemos esa posición como un sustituto dogmático del realismo tradicional, como por otra parte han hecho gran número de wittgensteinianos. En lugar de seguir a estos acríticamente, pues, es importante tener presen-te que una y otra vez Wittgenstein nos recuerda que él no está de-fendiendo ningún tipo de teoría nueva, afirmando enfáticamente, por ejemplo, en determinado momento que “una causa principal de las enfermedades filosóficas— dieta unilateral: uno nutre su pensamiento sólo de un tipo de ejemplos” (§ 593). Además es im-portante tener en cuenta que si tomamos la voz pragmatista como una aserción dogmática de parte de Wittgenstein no faltaran los ataques desde diversos frentes, y dado que tal posición tiene debi-lidades tan manifiestas parece extraño pensar que éstas pudieran pasar desapercibidas al autor austriaco.1�

Y es que, por muy sugestiva que pueda parecernos la alternativa pragmatista en ciertos aspectos, nos exigiría, por otro lado, cer-cenar amplias secciones de nuestra experiencia privada (la con-ciencia de nuestra propia subjetividad, nuestras creencias éticas personales, nuestros gustos estéticos individuales), como si fue-sen cosas que estuviesen más allá de las capacidades expresivas de nuestro lenguaje o de nuestras posibilidades de comprensión. Ciertamente hay una voz en las Investigaciones que defiende esta posición de manera firme y dogmática, pero nosotros sugeriría-mos que el texto en su conjunto trata cuidadosamente de mos-trar las limitaciones del pragmatismo así exhibido junto con sus fuerzas, dejando claro que aspectos vitales de nuestra experien-cia necesitaríamos sacrificar para poder suscribir plenamente el pragmatismo como un dogma de fe filosófica.

Podemos escuchar, por otra parte, una voz pragmatista similar en diversos pasajes de la “Apología” donde Montaigne se centra en mostrar la relatividad de las costumbres que puede observarse al pasar de una cultura a otra. Al contrastar diferentes concepcio-nes de la belleza, la religión, la justicia, los valores, la cosmología y prácticamente cualquier otra cosa que pueda verse o concebirse, proporciona un fuerte argumento a favor de la idea de que la ver-dad para cualquier cultura dada puede verse como algo relativo a sus prácticas particulares. Tal y como el propio autor francés lo enuncia: “Cualquier objeto puede verse bajo diversas luces y bajo distintos puntos de vista: esto es principalmente lo que hace que exista tal diversidad de opiniones, una nación lo ve desde una perspectiva y se detiene ahí, otra nación lo ve desde una distinta” (II, 12, 565).

Esta relatividad no se da sólo entre cultura y cultura, sino in-cluso entre las distintas especies: nuestra propia comprensión del

��  Particularmente vulnerable, a nuestro juicio, sería la idea de descan-sar en una “forma de vida” como principio fundamental de la verdad y el significado. De hecho llama la atención que Wittgenstein mismo, lejos de presentar esta idea como el núcleo de un nuevo sistema filosófico, emplease el término sólo cinco veces en las Investigaciones y únicamente unas cuan-tas veces en el conjunto de sus textos, a veces de una manera un tanto in-consistente y prácticamente nunca con particular énfasis (véase sobre esto último N. Garver, ‘Form of Life in Wittgenstein´s Later Work’, Dialectica, 44 (1990), pp. 175-201).

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mundo está limitada por el hecho de que experimentamos éste a través de un ensamblaje arbitrario y claramente limitado de facul-tades humanas, por ello Montaigne llega a sostener que el mundo que experimentamos no necesariamente ha de corresponder al que experimentan otros animales, como los perros o los delfines. De hecho, su amplia discusión sobre las capacidades racionales de los animales y sus habilidades comunicativas tiene un fuerte componente pragmático también, al subordinar la razón a la con-ducta: tomando solamente como base la observación de la con-ducta de los animales concluye que algunos han de emplear de hecho la razón y hacer uso del lenguaje en el seno de sus propias formas de vida.

Por supuesto tal descripción en términos cercanos al relativis-mo de la verdad chocaba frontalmente con la fe profesada por el autor a la verdad absoluta en las enseñanzas de la Iglesia católica e inconsistencias como estas son las que han preocupado princi-palmente a muchos lectores de Montaigne. Sin embargo, segu-ramente el autor francés buscaba que sintiésemos esta tensión y que pusiéramos en cuestión la relación entre realismo y pragma-tismo en nuestro propio pensamiento. Haciendo esto podríamos distinguir entre aquellas verdades que nos vemos compelidos a mantener como objetivas y aquellas que, de una manera más con-vincente, sostenemos como resultado de nuestras prácticas cultu-rales.

Así, de un lado, Montaigne sugerirá en determinado pasaje que la “religión no es más que una invención humana, útil para mante-ner unidas a las sociedades” (II, 12, 563), pero, de otra parte, prác-ticamente a renglón seguido, volverá el autor francés a confirmar la solidez de su fe religiosa, pese a afirmaciones tan arriesgadas como la anterior: “¡Oh Dios!, cuanto debemos a la benevolencia de nuestro soberano creador por haber permitido que nuestras creencias se desarrollasen lejos de esas devociones peregrinas y arbitrarias, asentándolas en los fundamentos inmutables de su sagrada palabra” (II, 12, 563). La “Apología” nos presenta un aba-nico de opciones filosóficas y luego nos muestra como sopesarlas unas frente a las otras, pero no parece querer forzarnos a adoptar ninguna posición dogmática.

La tercera voz a que querríamos atender en las Investigaciones es más sutil, menos evidente, pero juega sin duda un papel crucial en las discusiones de Wittgenstein: estamos refiriéndonos al tono constructivista. El constructivismo es una de las posiciones que más a menudo tendemos a ver como opuesta al realismo y, por ello, el autor austriaco realiza considerables esfuerzos tratando de distinguirlo en su texto de la voz menos conocida del pragmatis-mo, para que no confundamos éste con la tradición anti-realista más establecida.

Podemos escuchar claramente la voz constructivista, por ejem-plo, en las discusiones del texto de Wittgenstein sobre el dar y seguir ordenes, así como en la formulación y obediencia a reglas. Aquí la voz pragmatista y la del constructivismo entran en con-flicto a propósito de una cuestión central: si debemos considerar nuestras prácticas sociales como fundamentales en sí mismas y a las reglas como meramente descriptivas, o bien si tales prác-ticas existen como resultado de ejercicios de poder. La posición constructivista sostendría que las reglas son constitutivas antes que descriptivas de nuestras prácticas y por lo tanto que nuestras prácticas sociales no serían fundamentales sino que, antes bien, tendrían una base más profunda, última, en un ejercicio de poder o voluntad.1�

��  Entenderíamos aquí “poder” no en el sentido foucaultiano del térmi-no, sino, más bien, en una noción previa, más intuitiva o común. El particu-lar anti-realismo foucaultiano tendría como base una suerte de híbrido de posiciones pragmatistas y constructivistas, y su concepción del poder pre-sentaría, como resultado de ello, una suerte de ambivalencia, algunas veces

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Ciertamente en las Investigaciones la voz pragmatista se hace oír más fuertemente que la del constructivismo, argumentando convincentemente que el ejercicio de poder sólo es posible en un contexto de prácticas culturales establecidas, ya que únicamente dentro de éste podemos identificar cualquier acción en primera instancia como la formulación, la discusión, el seguimiento o la ruptura de una regla. Pero al mismo tiempo se nos muestra que el desarrollo de tal estructura de prácticas culturales y la formación de los individuos en su seno a su vez descansará necesariamente en el ejercicio del poder, volviendo a plantearse la cuestión de la primacía entre ambos discursos.

Más aún, en la sección que se ha convertido en la más famo-sa de su libro, el “argumento del lenguaje privado” (§§ 243-289), Wittgenstein examina situaciones que llevan más allá de sus lími-tes al pragmatismo, explorando asuntos que tienen lugar fuera de los contextos públicos a los que, confiando en la voz pragmatista, nosotros creíamos que se reducían los usos significativos del len-guaje. A medida que el pragmatismo empieza a entrar en conflic-tos al hilo de este tipo de ejemplos no es extraño que empecemos a preguntarnos si la explicación constructivista del significado como algo que se apoya en la voluntad de los individuos no nos proporcionaría un fundamento más firme en esos casos en los que la participación en formas de vida deja de ser una respuesta ade-cuada.

Sea como sea, de nuevo en tales casos el texto no nos dirige hacía una conclusión definitiva, sino que, en lugar de ello, nos ubica delante de una situación de irresolución llena de posibilida-des: no tenemos que defender una posición u otra en la discusión planteada por Wittgenstein en el argumento del lenguaje privado, sino que nos basta con sopesar las diferentes opciones posibles, sin responder de manera necesaria y concluyente.

Montaigne también introduce una voz constructivista en su texto polifónico cada vez que se centra en ejemplos donde la ver-dad queda determinada por las elecciones individuales antes que por prácticas culturales. El autor francés señala habitualmente tal distinción con el uso de la palabra “ley” en lugar de “costumbre”. Cuando redescribe la verdad en términos propios del constructi-vismo la concibe no sólo como relativa a normas culturales, sino antes bien como algo plenamente arbitrario, sujeto sólo a los ca-prichos de las voluntades de los que sustentan el poder. Su metá-fora más memorable en ese sentido la toma del ámbito económi-co, “la ciencia nos da en pago y en presuposición lo que ella misma ha confesado que se inventó” (II, 12, 518), resultando así que “ya no buscamos desvelar que peso y valor tienen tales monedas, las aceptamos en su valoración actual” (II, 12, 544).

Pero es en su discusión a propósito de la amplia variedad de religiones existentes donde el autor francés desarrolla más plena-mente su voz de tono cercano al constructivismo, señalando críti-camente nuestra tendencia a crear dioses acordes a los caprichos humanos: “En suma, la construcción y la destrucción, las condi-ciones de la divinidad las forja el hombre tomándose él mismo como patrón. Estiramos, elevamos y agrandamos las cualidades humanas tanto como nos place: inflaos pobres hombres, más, más y más” (II, 12, 512).

Montaigne mismo es claramente consciente de en qué medida un despliegue retórico suficientemente habilidoso puede redefinir nuestra comprensión del mundo, un punto éste que demuestra, por ejemplo, en su tour de force en defensa de los animales, re-construyendo con su discurso la tradicional jerarquía de la natu-raleza, sostenida ampliamente hasta entonces, por otra en la que

jugaría el papel de una fuerza misteriosa que determinaría nuestras prác-ticas sociales, otras, el de nuestras prácticas sociales mismas. Véase, por ejemplo, M. Foucault, Un diálogo sobre el poder y otras conversaciones, trad. de Miguel Morey, Alianza Editorial, Madrid, 2001.

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el hombre se presentaría en un lugar subordinado por relación a sus semejantes, los animales. Y es particularmente mordaz en su sucinta anécdota del abogado que encontraba un caso “dudoso” hasta que le ofreció una buena paga por sus desvelos, momento en el que “la verdad clara e indubitable se le presentó con toda evidencia” (II, 12, 549-550).

Sin embargo, al mismo tiempo el autor francés tiene cuidado de no dar demasiado peso en su ensayo a la voz constructivista, ya que ésta sólo serviría, a su juicio, para alimentar la vanidad humana. De ahí sus ataques a las afirmaciones consonantes con el constructivismo de Protágoras de que el hombre es medida de todas las cosas con la mordaz contrarréplica: “El hombre... nunca conoce sus medidas” lo que “conduce a la inevitable conclusión de que ni las medidas ni el que mide son nada” (II, 12, 540).

La cuarta y última voz sobre la que vamos a centrarnos en am-bos autores tiene en las Investigaciones quizá su más justa fama, o al menos de las más comentadas por sus críticos cuando habla-mos de escepticismo, nos referimos al tono deflacionista. Muchos estudiosos de Wittgenstein parecen estar dispuestos a declarar que ésta voz representa al “verdadero” autor austriaco en la me-dida en que asocian a éste también con el tono pragmático. De este modo suele representárselo con una intención anti-filosófica, buscando modos de disolver los problemas filosóficos, antes que como un filósofo profundamente implicado en la reconsideración de esos problemas desde diversas perspectivas.

Mientras que, por un lado, la voz pragmatista de Wittgenstein nos invita a adentrarnos en un nuevo programa de filosofía anti-realista y no-constructivista, en segunda instancia, por otro lado, el tono deflacionista nos invitaría a rechazar el valor de cualquier análisis filosófico, urgiendo en su lugar a volverse hacia la vida dejando de perder el tiempo en una actividad tan poco saludable, improductiva y vacía como la filosófica. Estos ataques a la filosofía se harían eco, a nuestro juicio, del anteriormente mencionado es-cepticismo académico con su rechazo a la idea de que ésta pudiese alcanzar el tipo de conclusiones que se proponía al ponerse en marcha en busca de conocimiento. “Los resultados de la filosofía”, sugiere esta voz, “son el descubrimiento de algún que otro simple sinsentido y de los chichones que el entendimiento se ha hecho al chocar con los límites del lenguaje. Éstos, los chichones, nos ha-cen reconocer el valor de ese descubrimiento” (§ 119).

En ese mismo sentido pueden entenderse las metáforas que en algún momento emplea Wittgestein para describir la filoso-fía, aludiendo a ésta en términos de enfermedad y sugiriendo que “el filósofo trata una pregunta como una enfermedad” (§ 255), e igualmente que “el descubrimiento real es el que me hace dejar de filosofar cuando quiero... No hay un único método en filosofía, si bien hay realmente métodos, como diferentes terapias (§ 133). Pero lo que convierte en relevante, y a la vez misterioso, estas afir-maciones es el hecho de que en el decurso de las Investigaciones Wittgenstein parece concebir la filosofía de dos maneras diferen-tes a la vez, como una enfermedad y como el remedio de ésta.

Quizá esto pueda explicarse diciendo que el autor austriaco simplemente entiende diferentes cosas por “filosofía” en distintos momentos de su texto, sin embargo a nuestro juicio tal confu-sión derivaría de una disparidad mucho más fundamental, a una ambigüedad sobre el valor de su propio proyecto que recorrería el conjunto de las Investigaciones. Cuando los críticos conciben a Wittgenstein como un anti-filósofo estarían destacando o inci-diendo principalmente en el tono dubitativo, deflacionario, del texto, pero ignorarían o no tendrían en cuenta la abundancia de tonos filosóficos que harían de contrapunto de esa actitud crítica. Ciertamente desde determinada perspectiva las Investigaciones tomarían prestada la voz del escepticismo académico para poner en duda el valor de la filosofía, pero la intensidad de las discusio-

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nes filosóficas presentes en el texto proporcionaría, paradójica-mente, un contra-ejemplo evidente contra tales dudas.

Por su parte, también Montaigne lanza diversos ataques sobre la filosofía en un tono deflacionario que asimismo se ha conver-tido en el más célebre y estudiado en sus ensayos, y por excelen-cia en la “Apología”. Teniendo como objetivo principal la vanidad humana sería la pretensión esgrimida por las escuelas de pensa-miento de alcanzar a descubrir verdades mediante el único con-curso de la razón humana lo que llevaría al autor francés a esbozar sus críticas más ácidas.

Así, en un momento determinado nos dice que la “filosofía es un hueso vacío y descarnado” (II, 12, 488), y poco después, tras llevarnos de la mano a través de un amplísimo catálogo de opi-niones metafísicas contrarias, ampliamente dispares, exclama: “¡Confiaos a vuestra filosofía ahora!; ¡Vanagloriaos de haber en-contrado una aguja en un pajar contemplando esta batahola de cerebros filosóficos!” (II, 12, 496). Montaigne compartiría aquí pues la opinión de Wittgenstein de que la filosofía indica una des-viación respecto de la conducta humana “natural” y en ese sentido afirmaría: “Mejor que nos dejemos llevar, sin investigar nada, se-gún el orden del mundo (II, 12, 486). Un orden, pues, que según parece incluiría toda la experiencia humana diversa y separada de la filosofía.

Es por ello que resulta tentador pensar en Montaigne como un tipo de escritor anti-filosófico, alguien que habría dedicado su tiempo a recoger “una buena provisión de las locuras de la pru-dencia humana” (II, 12, 527) en una suerte de antología de las estupideces y las locuras del hombre al uso en la época, a modo de una suerte de recordatorio para uso personal de la futilidad de emprender cualquier búsqueda intelectual teniendo en mente algún provecho. Sin embargo, igual que sucede con Wittgenstein, nos parece difícil mantener esta imagen de Montaigne de manera sostenida: sin duda hay muchos enunciados y posiciones anti-fi-losóficas en la “Apología”, pero los comentarios deflacionistas se deslizan en una corriente de discusiones filosóficas tan rica en de-talle y tan entusiasta que de inmediato quedan en entredicho, el contexto no nos permite sostener tal tono como el único legitimo en la obra montaniana.

En suma, podría decirse que de algún modo Montaigne anti-ciparía a Wittgenstein a la hora de entender el pensamiento filo-sófico a la vez como una aberración, como algo ajeno al discurrir natural de la vida, y a su vez como una terapia que podría sanar tal enfermedad. Por ello mismo ambos recomendarían, a nuestro juicio, una suerte de escepticismo pirrónico, una comprensión de-terminada de la actividad filosófica que actuaría como profilaxis frente a cualquier dogmatismo, incluso el de la propia skepsis.

3. Una vez identificadas estas cuatro voces en los textos de am-bos autores: el tono realista, el pragmatista, el cercano al cons-tructivismo y el deflacionista, estamos finalmente suficientemen-te bien ubicados como para realizar algunas distinciones útiles a propósito del escepticismo que relacionaría, a nuestro juicio, a ambos autores.

Y es que, como hemos ido viendo, tres de las voces discernibles en los textos de ambos autores presentarían posiciones dogmáti-cas, cada una empleando una estrategia diferente para dar cuen-ta de la verdad y con conceptos fundamentales diversos, aunque hermanados por sus premisas y pretensiones.

Así, la voz realista entiende la verdad como una correspondencia entre lenguaje y realidad, su estrategia presupone pues la existen-cia de una realidad objetiva de algún tipo que nos daría acceso a la naturaleza misma de las cosas. En contraste con esto la estrategia pragmatista sugiere que la verdad emerge de la coherencia en las prácticas de una cultura dada, presuponiendo pues una estruc-

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tura de prácticas culturales intersubjetivas dentro de las cuales nuestras acciones generan significado. Por su parte, la voz cons-tructivista mantendría que la verdad la determina un ejercicio de poder individual y tal estrategia presupondría la existencia de un poder capaz de construir nuestra comprensión de la realidad, así como de determinar nuestras prácticas sociales.

En un sentido amplio las voces del pragmatismo y del construc-tivismo podrían ser consideradas “escépticas”, ya que pondrían en cuestión el enfoque realista, más típicamente tradicional, y ciertamente ambas posiciones generarían estrategias argumenta-tivas que el escepticismo habría empleado con normalidad. Sea como sea, a nuestro juicio sería mejor evitar la denominación de “escepticismo” para ambas posiciones, ya que de hecho ofrecerían alternativas sustantivas a la propuesta epistemológica realista.

La cuarta voz que hemos identificado, la deflacionista, podría reclamar con más fuerza el marbete “escéptico”: al negar la via-bilidad de las tres voces dogmáticas anteriores apuntaría hacía la posición que habitualmente identificamos con el escepticismo, la de que nada puede saberse. Sin embargo, como hemos ido ade-lantando, ésta sería tan sólo la estrategia que caracterizaría al es-cepticismo académico, el tipo de skepsis que Descartes habría tra-tado de responder en sus obras fundamentales y que continuaría dominando nuestra concepción actual de esta corriente de pensa-miento.

Así pues, siguiendo lo que hemos visto respecto de la escuela pirrónica ahora estamos en una posición optima para insistir en que el escepticismo académico no sería sino una suerte de “dog-matismo negativo”, una estrategia cuya negación de la posibilidad de conocimiento implicaría, paradójicamente, un conocimiento claro y distinto. Por su parte la posición pirrónica se desarrolla-ría frente a la académica trabajando precisamente en la dirección contraria: en lugar de negar cada una de las posiciones filosófi-cas puestas en juego el indagador pirrónico las tomaría todas en cuenta, incluida la académica, contraponiendo y equilibrando sus afirmaciones de conocimiento hasta que finalmente no pudiése-mos afirmar ni negar ninguna de ellas, teniendo por lo tanto que suspender el juicio.

Ésta sería, a nuestro juicio, la estrategia escéptica que Montaig-ne y Wittgenstein habrían empleado en sus respectivos textos y el hilo que les uniría a través de tantas diferencias. En suma pues, la extraña pareja que conforman los textos de la “Apología de Rai-mundo Sabunde” y las Investigaciones filosóficas encontrarían su punto de engarce en un flexible escepticismo pirrónico que nos invitaría a un rico debate, permanentemente abierto, a una am-pliación de nuestras creencias que impediría que cualquier dog-matismo pudiera contenerlas, antes que a una posición u otra dog-máticamente rígida, o incluso a un escepticismo que insistiera en que limitásemos nuestro pensamiento, excluyendo cualquier cosa que pudiera dudarse, reduciendo nuestras creencias de acuerdo con el dogmatismo negativo de que nada puede conocerse.

Esto es lo que podríamos encontrar en Montaigne, de manera destacada en su “Apología”, e igualmente lo que nos parecería re-cuperado en la exposición del Wittgenstein de las Investigaciones, así como de posteriores textos. Con esta lectura pretenderíamos reivindicar, pues, la recuperación de un escepticismo ampliamen-te olvidado o malinterpretado durante la Modernidad, presente en ambos autores, pero ausente de muchísimos otros, mostrando al mismo tiempo algunas de las potencialidades que presentaría para nuestro pensamiento actual. Articular tal posición en la ac-tualidad sería la tarea pendiente que quizá la lectura comparada de estos dos autores, del diálogo entre los textos de ambos, pueda iniciar de manera fructífera.

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Notas sobre la religiónen el maduro Tolstói y sobre la lectura wittgensteiniana de Kurze Darlegung des Evangelium (El Evangelio abreviado)

Joan�b.�llinareS�choVer

S ueLen decir con toda razón los estudiosos de L. Wittgenstein que, para entender el trasfondo religioso de la obra y la per-sona del filósofo austríaco, conviene recordar la educación

católica que le transmitió su madre desde la infancia y atender al menos a unos cuantos autores que le influyeron en ese terreno desde su adolescencia y juventud, a saber, A. Silesius, S. Kierke-gaard, A. Schopenhauer, W. James y los dos máximos escritores rusos del XIX, L. Tolstói y F. Dostoievski. Quizá fuera pertinente que también se añadiera a esta lista el nombre de F. Nietzsche, pues hay constancia de la lectura de algunas obras del pensador alemán por parte del joven filósofo austríaco, entre ellas la de El Anticristo en una deplorable edición, manipulada y censurada, así como de las preguntas y meditaciones que esa lectura le moti-vó. Este dato es doblemente significativo, ya que hoy se sabe que esa obra final, resumen decisivo de toda la transvaloración de los valores por la que Nietzsche combatió a lo largo de los últimos meses de su vida lúcida, hubiera sido imposible tal como hoy la conocemos sin la previa lectura, minuciosa y largamente anotada, de un amplio ensayo de Tolstói en traducción francesa, editado en 1885, que llevaba por título Ma Religion. No obstante, en lo que sigue nosotros nos limitaremos a puntualizar solamente la presencia de Tostói en el joven Wittgenstein, concretamente en el de los denominados Diarios secretos, tres cuadernos con anota-ciones que abarcan de agosto de 1914 a agosto de 1916, en plena Primera Guerra Mundial y en el proceso de gestación de lo que será el Tractatus, ya que esos tres cuadernos se redactaron de manera cifrada en las mismas fechas y en la parte opuesta de las páginas en que ese soldado voluntario, de servicio en el frente, escribía sus denominados Cuadernos de notas, esto es, su Diario filosófico (1914-1916), que se suele citar en inglés como Notebo-oks 1914-1916. Este objetivo nos obligará a volver al escritor ruso y a presentar su obra y su persona, aunque sea a grandes trazos.

Para eliminar equívocos y pretensiones desmesuradas quisiéra-mos insistir de entrada en una limitación ineludible, que para no-sotros es importante: aquí dejaremos sin estudiar la huella que se detecta en el Wittgenstein de aquellos años de su apasionada lec-tura de lo que para nosotros es lo mejor del legado de Tolstói, del escritor Tolstói, esto es, su obra literaria, pues hay documentos de la época que demuestran que Wittgenstein la conocía bien y que estimaba mucho tanto el relato póstumo Hadyi Murat (publicado en 1912) como los Cuentos populares del escritor ruso. Tampoco es trivial el que desatendamos sus lecturas de Dostoievski, de Cri-men y castigo y de Los hermanos Karamázov en especial, ya que creemos que aportan pistas muy esclarecedoras tanto para enten-der qué significa ser un “renacido” como para definir y discutir

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qué quiere decir “religión” o “ser religioso” e incluso qué sea eso denominado “lo místico” en el joven Wittgenstein. Lo que aquí expondremos es, por tanto, una parte minúscula de una compleja relación, que perdura con notable constancia a lo largo de la vida del filósofo.

1. Un texto muy particular

El fundamento de nuestras consideraciones se halla en esta anotación de los Diarios secretos, un fragmento de lo que aquél escribió el día 2.9.1914, y dice así: “Ayer comencé a leer los co-mentarios de Tolstói a los Evangelios. Una obra magnífica.”1 Des-de este primer apunte se puede seguir el rastro de los efectos de la asidua lectura de este texto peculiar, que en parte traduce y adapta porciones del Nuevo Testamento y en parte es un ensayo teológico-crítico.

Comenzaremos con un primera aclaración sobre esta extraña obra del escritor ruso: Wittgenstein cita el librito de Tolstói como “Erläuterungen zu den Evangelien (Comentarios a los Evan-gelios)” los días 2.9.1914 y 8.9.1914, por ejemplo, aunque en la anotación del 11.10.1914 lo titula como “die “Darlegungen des Evangeliums” von Tolstoi (las “Exposiciones del Evangelio” de Tolstoi)”. Para complicar más las cosas, se sabe que en una carta a L. von Ficker Wittgenstein se refiere a esta obra como “Kurze Erläuterungen des Evangeliums (Comentarios breves al Evan-gelio)”, tal como ha precisado, por ejemplo, el profesor L. M. Val-dés Villanueva.� Tres maneras diferentes de citar Wittgenstein, así pues, el título de una obra, de un libro concreto que adquirió por entonces. Pero ¿de qué libro se trataba exactamente?

La pregunta no es trivial, pues el lector alemán tenía al menos dos opciones entre las que escoger, que no eran, además, riguro-samente idénticas, veámoslo con detalle. La editorial Hugo Stei-nitz de Berlín publicó en 1891 la traducción de F. W. Ernst de la obra rusa Krátkoye izlozhenie Yevánguelia de L. Tolstói con el tí-tulo de Kurze Auslegung des Evangeliums (Breve interpretación del Evangelio). Ahora bien, en 1892 la editorial Philipp Reclam de Leipzig publicó la traducción de Paul Lauterbach de esa obra rusa en una de sus colecciones más difundidas, obra en la que por entonces Tolstói seguía trabajando y haciendo modificacio-nes; este nuevo traductor se pudo basar, así pues, en un manus-crito un tanto diferente del que sirvió para la traducción anterior, editada en Berlín; lo bien cierto es que su trabajo salió publicado con un título que también era ligeramente diferente del anterior, a saber: Kurze Darlegung des Evangelium (Breve exposición (o presentación) del Evangelio). Había, por lo tanto, dos ediciones alemanas distintas de ese libro de Tolstói, basadas seguramente en manuscritos originales rusos no exactamente idénticos, como permite suponer su cotejo en varios pasajes de dichas traduccio-nes, que por ello resultan bastante divergentes entre sí, al margen de cuestiones estilísticas que corresponden a las opciones termi-nológicas y a la forma de escribir de cada uno de los traductores.

Semejantes disparidades no son ninguna novedad en las edicio-nes de las obras de Tolstói, comenzando por los originales rusos, que, como es bien sabido, se vieron sometidos desde el último tercio del siglo XIX a los avatares y arbitrariedades de la censu-ra, tanto de la zarista como, décadas después, de la soviética. En este contexto plagado de confrontaciones es digno de reseñar que la traducción castellana de I. García Sala publicada en 2006 por

�  Salvo indicación expresa, seguiremos la traducción de A. Sánchez Pas-cual de L. Wittgenstein, Diarios secretos, ed. de Wilhelm Baum, Alianza, Madrid, 1991.

�  Véase la nota 3 de su ensayo “Wittgenstein y “El Evangelio abreviado”, publicado como epílogo a Lev Tolstói, El Evangelio abreviado, ed. de Iván García Sala, KRK, Oviedo, 2006, p. 324.

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la editorial KRK con el título de El Evangelio abreviado añada un apartado,� inexistente en la edición rusa que toma como base para la traducción que publica, a saber, la preparada y dirigida por el eminente discípulo V. G. Chertkov (edición que salió a la luz pública en Moscú-Leningrado, 1928-1958), que fue el albacea literario de Tolstói, y por eso el citado traductor indica al final de su “Introducción” al lector� que para ese fragmento que precede a la conclusión del libro se ha utilizado la traducción castellana de L. M. Valdés de dicho apartado de la traducción alemana de 1891 de la editorial Steinitz, traducción que sí lo contiene. No obstante, es el mismo profesor Valdés quien explica, en la citada nota 3 de su ensayo “El curioso caso de la librería de Tarnów” que sirve de “Epílogo” a El Evangelio abreviado, que “es razonable suponer que la edición que Wittgenstein compró en Tarnów fuera la de Reclam”. De la misma opinión es el editor de los Diarios secretos, W. Baum, pues en la nota 15 de su edición,5 explicando lo apuntado por Wittgenstein el 2 de septiembre de1914, escribe sin equívocos lo siguiente: “La obra de Tolstói a que Wittgenstein se refiere es una traducción al alemán, titulada Kurze Darlegung des Evange-liums (Breve exposición del Evangelio), de un texto de Tolstói. El librito (un volumen doble de la conocida “Universal-Bibliothek” de la Editorial Reclam) lo había adquirido Wittgenstein por ca-sualidad unos días antes.” No se nos ofrecen pruebas de esta ro-tunda afirmación, aunque pensamos que la probable consulta de alguno de los ejemplares de la edición que Wittgenstein poseyó y regaló a sus amistades, y en especial la mera contrastación textual entre lo transcrito en los Diarios y las palabras de esta traducción de Reclam, servirían de confirmación.

No obstante, nuestra perplejidad al leer estas notas de dos reco-nocidos especialistas es doble, pues actualmente es posible obte-ner una copia de esa traducción alemana de la editorial Reclam de la obra de Tolstói por internet, gracias a un ejemplar conservado en la Universidad de California, y al examinarlo se comprueba, por una parte, que W. Baum cita mal el título, ya que a su trans-cripción le sobra una ese final en ‘Evangelium(s)’ y, por otra, que los editores de Oviedo han optado por hacer traducir un apartado de una traducción alemana que, según sus propias indicaciones, no es la leída y usada por Wittgenstein, si consideramos esta cues-tión de manera “razonable”. Pensamos que se debería subrayar que ese apartado añadido en la edición castellana no existía en el ejemplar leído por el joven filósofo en el frente, aunque sí co-rresponda a determinado fragmento de ciertos manuscritos de Tolstói, sobre los cuales sería oportuno recibir información. Otros comentaristas de ambos autores todavía son menos respetuosos con lo leído por Wittgenstein, pues ni se basan en las traducciones alemanas ni tampoco remiten a los originales en ruso de esa obra, se limitan a citar una traducción inglesa recientemente reeditada, The Gospel in Brief, una manera de proceder de discutible rigor, pues ante ella cualquier filólogo se alarmaría, y con toda razón, pero en estas cuestiones de tipo literario y religioso no se suele tener la misma pulcritud que a la hora de citar libros de ciencias o de matemáticas. Volviendo al texto en cuestión, puede constatarse que la edición de Reclam de Kurze Darlegung des Evangeliums (Breve exposición del Evangelio)6 tiene también ese comentario

�  Véanse las pp. 309-310.�  Cf. El Evangelio abreviado, p. 22.�  Op. cit. p. 49.�  De ahora en adelante lo citaremos como KDE, e indicaremos las pági-

nas de esta traducción alemana precediéndolas de la abreviación s. (y ss.), mientras que las páginas de la citada edición castellana de El Evangelio abreviado, a la que nos referiremos como EA, se indicarán con p. (y pp.), aunque siempre revisaremos la traducción y la modificaremos cuando lo consideremos pertinente, dando prioridad a lo que dice la versión que Witt-genstein leyó, pues lo que aquí nos importa es, ante todo, cómo le llegó esta obra de Tolstói al filósofo austríaco en su estricta literalidad.

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de Tolstói que precede a la conclusión (KDE, ss. 196-197), y acaso hubiera sido sensato que hubiera servido de base para traducir-lo al castellano, caso de optar por completar la edición rusa de Chertkov que se toma como texto de referencia. Por lo demás, las diferencias entre la traducción castellana de esta edición rusa de Chertkov publicada en EA y la traducción alemana de KDE son en ocasiones tan notorias, que hay que concluir que los originales rusos en que ambas se han basado son también muy diferentes.� Por todos estos motivos pensamos que la única manera rigurosa de abordar esta cuestión textual por parte de los estudiosos del legado del filósofo austríaco implica atender tanto a la escritura de Wittgenstein en sus Diarios secretos como a la traducción ale-mana de la obra del escritor ruso tal y como aquél la leyó. Aquí y ahora, no obstante, no transcribiremos los textos de nuestras ci-tas en alemán, nos limitaremos a indicar que los hemos analizado en cada ocasión, optando a veces por ponerlos entre paréntesis por la precisión que nos puedan aportar gracias a la terminología concreta de la que se sirven.

Esta labor filológica es imprescindible incluso por otro motivo más grave, y éste consiste en la, a nuestro parecer, muy discuti-ble en ocasiones traducción castellana de El Evangelio abreviado publicada por KRK, pues, sin necesidad de remitirnos a los ori-ginales rusos y a la ayuda de lectores competentes en esa lengua, basta con la lectura de la traducción alemana de Paul Lauterbach de los manuscritos de Tolstói para comprobar, ya en la segunda página de la traducción castellana, que ésta malentiende el texto original de manera patente. Veámoslo con cierto detenimiento, ya que esta mirada también nos permitirá obtener algunas informa-ciones que consideramos de interés para la cuestión general que aquí nos ocupa.

2. La magna obra ensayística de un converso apasio-nado

En el “Prólogo” (EA pp. 27-28) Tolstói expone que la breve ver-sión del Evangelio que en este libro nos ofrece es un extracto de una obra mucho más extensa, impublicable por entonces (princi-pios de los años ochenta) en Rusia por evidentes motivos de censu-ra, que está compuesta por cuatro bloques, por cuatro secciones, partes o núcleos, el primero de los cuales, de tipo personal, es el que, en nuestra opinión, remite a materiales que formarán el libro que hoy conocemos como Confesión; el segundo es una investiga-ción crítica de los comentarios de la iglesia ortodoxa (de los con-cilios y sínodos y padres de dicha iglesia) a la doctrina cristiana, la cual, en nuestra opinión, remite al libro que hoy conocemos como Crítica de la teología dogmática; el tercero es “una investigación de la enseñanza cristiana que… nos ha llegado de la enseñanza atribuible a Cristo, escrita en los Evangelios; y la traducción de los cuatro Evangelios y su concordia en uno.” Y el cuarto lo forma “una exposición del verdadero sentido de la enseñanza cristiana, de las causas por las que fue falseado y de las consecuencias que tendrá predicarla”, exposición que en gran medida se encuentra en el libro que hoy conocemos como Cuál es mi fe, o En qué con-siste mi fe, o también, según la traducción revisada que apare-ció por entonces al francés (París, Librairie Fischbacher, 1885), como Mi religión. Una vez expuestos los contenidos de estos cua-tro apartados, la traducción castellana indica lo siguiente: “Esta breve versión del Evangelio (que viene a continuación) reduce la obra original a una tercera parte” (EA p. 28), cuando parece ser, si leemos la traducción alemana, que lo que dice el original es, más bien, lo siguiente: “Esta “Breve exposición del Evangelio” es, pues, un resumen (Auszug, un compendio o extracto) de ese

�  P. ej., lo que se lee en EA en las pp. 43-44 y el correspondiente texto alemán de KDE demuestran dicha diferencia con toda claridad.

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tercer apartado” (KDE s. 5). Así las cosas, es obvio concluir que la nota 1 del traductor al castellano es también muy discutible e inexacta, ya que reduce el amplio trabajo de Tolstói por aquellos años a la única obra que corresponde a sólo ese tercer apartado, a saber, la obra que hoy conocemos como Concordia y traducción de los cuatro Evangelios.

Conviene tener en cuenta, en consecuencia, que la obsesiva y la-boriosa dedicación del escritor ruso a la problemática religiosa le llevó, antes incluso de acabar Anna Karénina, a ampliar sus estu-dios de manera muy considerable y a redactar los textos siguien-tes: (i) una condensada autobiografía, significativamente titulada Confesión, redactada entre 1879 y 1882, publicada en ruso en Gi-nebra en 1884, que no en balde la editorial KRK ha presentado de acuerdo con los originales rusos con el significativo subtítulo de “(Prefacio para una obra no publicada)”.8 Esta “obra no publica-da”, aquella a la que también se refiere su autor al inicio del EA, fue creciendo con los años y las sucesivas investigaciones llevadas a cabo por Tolstói desde 1878 y se concretó, como ya hemos dicho, en los libros siguientes: (ii) un ensayo contrario a las doctrinas de la Iglesia ortodoxa, redactado entre 1879-1881, llamado Críti-ca de la teología dogmática. (iii) Una obra con edición crítica en griego, traducción rusa y comentarios de Los Cuatro Evangelios y su concordia, publicada en ruso en Ginebra en 1890, de cuyos manuscritos procede el denominado El Evangelio abreviado, un compendio que elaboró previamente un discípulo de Tolstói, V. I. Alekséiev, y que el escritor revisó, reelaboró y prologó, el cual es el librito que en traducción alemana acompañó a Wittgenstein en la Primera Guerra Mundial, el KDE. (iv) El ensayo Mi religión o Cuál es mi fe que se acabó de redactar en enero de 1884 y se pu-blicó en ruso en Ginebra ese mismo año. Y (v) el ensayo El reino de Dios está en vosotros (1890-1893). Estas son las cuatro partes principales de la magna obra a la que se volcó el maduro escri-tor, cuyo pórtico está constituido por la notable autobiografía en la que confiesa sus creencias y sus crisis precedentes, previas a la “conversión” religiosa que cambió su vida y su literatura. No enumeramos aquí los artículos diversos de temática religiosa de estas dos décadas finales del XIX (de 1878 a 1900, si queremos ser exactos), que son, ciertamente, muy importantes para esclarecer esta cuestión, como Religión y moral (1893), o La Iglesia y el Estado(1882), por ejemplo, o Sobre la razón y la religión (1892), o los Pensées de Tostoï, publicados en París en 1898, con su equi-valente en alemán, Pensamientos sobre Dios y el cristianismo,9 ni las cartas, ni los diarios del escritor durante esos años, textos que aportan muchas pistas y aclaraciones, ni tampoco sus otros ensayos diversos y sus obras de creación literaria que también están directamente relacionados con esa problemática; nos refe-rimos, por ejemplo, a ¿Qué es el arte? (1897), libro leído por Witt-genstein, a ¿Qué debemos hacer? de 1884-1886, y a Resurrección (1899), respectivamente, limitándonos a textos significativos y ex-tensos que sintetizan lo expuesto en obras ensayísticas menores y en la dedicación tolstoiana a la narrativa y el teatro populares, muy productiva por aquellas fechas, como lo demuestran sobre todo sus cuentos.

Con respecto a esos cinco primeros libros directamente dedi-cados a la religión que hemos destacado y numerado puede ser pertinente que añadamos alguna información: todos ellos tuvie-ron una gestación de varios años, desde que en 1877 Tolstói acabó la redacción de Anna Karénina; contaba cuarenta y nueve años

�  Oviedo, KRK, 2008.�  Publicados en 1901, y fructíferamente utilizados para entender las re-

laciones entre Tolstói y Wittgenstein, por ejemplo, por Ilse Somavilla en su esclarecedor artículo “Spuren Tolstois in Wittgensteins Tagebüchern von 1914-1916”, ya a disposición pública en internet.

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de edad,10 y ya que esos ensayos no podían editarse en Rusia sin fuertes cortes impuestos por la censura político-eclesiástica, apa-recieron primero en otros países, traducidos al inglés, al francés y al alemán, e incluso a veces en el texto original ruso (en Ginebra y Berlín), en fechas diversas y en diferentes traducciones y edito-riales, pues su autor era muy famoso en el mundo y el conjunto de sus discípulos crecía de año en año, muchos de ellos tuvieron que exiliarse por sufrir persecución en la Rusia zarista y colaboraron en la difusión de los manuscritos y en las diferentes traducciones en el extranjero. Por entonces el prestigio internacional del escri-tor era inmenso, redoblado por esa situación política amenazante que lo convertía en un foco de atención muy poderoso, visitado por periodistas y fotógrafos de todas las latitudes. Esta imagen de Tolstói como vate sabio y eminente publicista, como original maestro de vida seguido por muchísimos discípulos, pacifista, anarquista y vegetariano, notoriamente comprometido en cau-sas humanitarias, era la predominante en la Europa de finales del XIX y comienzos del XX, y perduró al menos hasta años después de la muerte del escritor en 1910. Sin embargo, para nosotros tal faceta se ha desvanecido en la actualidad, persistiendo por enci-ma de todo su extraordinario legado literario, anterior en gran medida a su “conversión”. Sus ensayos de índole religiosa son, de hecho, casi inexistentes hoy día en las librerías europeas, como hemos podido constatar una y otra vez, aunque recientemente se detecta un cierto revival. Si no se lee ruso, hay que consultarlos en ediciones del siglo pasado en las bibliotecas, o en ejemplares de aquellas fechas escaneados y disponibles on line. Pero es razo-nable suponer que el Wittgenstein de 1914, al igual que el joven Gandhi, o como B. Schaw, R. Rolland, S. Zweig… y muchos sio-nistas de aquellos años, también tendría una imagen de Tolstói en la que esos rasgos sapienciales, que ya no perduran en la que habitualmente nosotros tenemos del escritor, sí destacarían con bastante fuerza, reconociéndolo como artista y articulista, como novelista y pedagogo, y sobre todo como un gran pensador reli-gioso, como un nuevo profeta de cierto cristianismo bastante sin-gular, que le acarreó la excomunión por parte de las autoridades de la iglesia ortodoxa. En torno a 1910, para decirlo en palabras de Vargas Llosa, Tolstói “hacía años que había dejado de ser sólo uno de los más grandes novelistas de todos los tiempos, para con-vertirse en un profeta, un místico, un inventor de religiones, un patriarca de la moral, un teórico de la educación y un fantasioso ideólogo que proponía el pacifismo, el trabajo manual y agrícola, el ascetismo y un cristianismo primitivo, libertario y sui generis como remedio a los males de la humanidad… Las cosas que de-cía reverberaban por todo el planeta y por lo menos en cuatro de los cinco continentes surgieron, ya en vida de él, comunidades agrarias de jóvenes tolstoianos… que abandonaban las ciudades, renunciaban al espíritu de lucro e iban a regenerarse moralmente compartiéndolo todo y trabajando la tierra con sus manos.”11

De hecho, entre el escritor ruso y el filósofo austríaco hay nota-bles afinidades electivas, o, si se prefiere, determinado parentesco o aire de familia, y ya es habitual indicar evidentes paralelismos entre ambos: son vástagos de familias muy ricas, pero predica-ron la austeridad, el desprendimiento y el ascetismo con sus pro-pias vidas, entregando sus cuantiosos patrimonios personales; a pesar de su ‘aristocracia’, estimaban el trabajo como un valor indispensable, también y sobre todo el manual, aunque Tolstói fuera físicamente fuerte pero poco diestro y Wittgenstein fuera un ingeniero con maña; a los dos les gustaba mucho la música, la soledad y la naturaleza; ambos tuvieron experiencias bélicas y en

�0  Y no “cincuenta y ocho”, como nos dice el prologuista de la traducción española del EA p. 1�.

��  M. Vargas Llosa, “La querencia del maestro”, página de “Opinión” de El País, 11-julio-2010, p. 29.

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ellas demostraron su ánimo y su coraje; ambos sufrieron graves crisis que les llevaron al borde del suicidio, y ambos vivieron una especie de “conversión religiosa”, confrontados con la muerte, si bien lejos de iglesias o sectas confesionales, de instituciones y je-rarquías; ambos tuvieron profundas preocupaciones pedagógicas y se dedicaron al magisterio durante algunos años de sus vidas, redactando incluso manuales para la enseñanza en forma de dic-cionarios o abecedarios; ambos desconfiaban del ambiente aca-démico y de las enseñanzas oficiales, y por su inquisitivo talan-te, su abierta inteligencia y sus diversos intereses no vivieron la escisión entre las denominadas “dos culturas”; ambos llevaban a menudo un diario íntimo, confesando cuestiones muy personales, confiando a la escritura sus problemas sensuales y espirituales; aunque desde vivencias e influencias muy diferentes, a los dos les caracteriza una visión que contrapone quizá en enfermizo exceso el amor y la sexualidad; ambos estuvieron muy influidos por la obra de Schopenhauer; ninguno de los dos tenía predilección por Shakespeare; etcétera. Creemos que no es descabellado imaginar que, si hubiera vivido un par de décadas antes, el Wittgenstein que intentó vivir como obrero en la URSS quizá hubiera deseado compartir su soñada existencia de trabajador manual en un grupo tolstoiano consecuente que hubiera escogido residir en algún pa-raje aislado y silencioso, de naturaleza agreste y hermosa.

3. Crisis vital y conversión religiosa

Tal vez sea útil recordar la gestación y el contexto de redacción de KDE. Se sabe que en la depresión subsiguiente al laborioso parto de Guerra y paz, obra acabada en 1869 tras seis años de arduo trabajo, Tolstói se dedicó a leer mucha filosofía, las obras de Kant y de Schopenhauer de manera especial, e incluso pensó traducir al ruso, con un amigo, El mundo como voluntad y re-presentación. Ese libro le fascinó, también por sus concordancias con el pensamiento clásico tanto oriental como occidental, que el escritor llegó a conocer de manera autodidacta y muy viva, sin erudiciones ni academicismos. Los diarios de su mujer documen-tan que en 1870 el escritor pensaba que le había llegado ya la hora de morir. En sus depresiones recordaba mucho la muerte de su querido hermano Nicolai años atrás, las muy recientes de su sue-gro, de una tía y de la mujer de un buen amigo, entre otras que por entonces le afectaron. Y en sus tétricas fantasías temía la disgre-gación, el vacío de la nada. Los biógrafos destacan la angustiosa experiencia vivida en un viaje hacia Penza en septiembre de 1869, acompañado de un criado joven, muy lejos de casa, la inolvidable noche en la hostería junto a la ciudad de Arzamas, cuando sintió que le visitaba la muerte y que la habitación en la que estaba era su propio féretro, experiencia que luego contó de manera indirec-ta en Notas de un loco y también le sirvió para su magistral relato La muerte de Iván Illich (1886).1� A su mujer le escribió que “de pronto, me sentí poseído por una tristeza, un miedo, un espanto tales como nunca había sentido antes” (carta del 4.9.1869). Esa pesadilla nocturna se le convirtió en una revelación fúnebre, des-de ese momento todo lo que veía tenía el color de la ceniza. En los diarios de los años sesenta ya se lee esta reflexión: “Deseo lo que no existe aquí en este mundo. Pero que existe en alguna parte puesto que lo deseo. ¿Dónde? Regenerarse, morir. He aquí la cal-ma que espero y que esperamos todos…”.

Desde esa crucial experiencia del horror los biógrafos descri-ben la vida de Tolstói como “el crecimiento de la angustia”. Los principales años de redacción de Anna Karénina, de 1873 a 1875, estuvieron marcados por fuertes vivencias de duelo en su propio hogar, el escritor perdió a tres hijos y a dos tías a las que quería

��  Cf. H. Troyat, Tolstoi, vol. II, trad. de L. de Mora, Bruguera, Barcelo-na, 1984, pp. 117-123.

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muchísimo, una de ellas había sido como una madre para este huérfano hipersensible que siempre la añoró. En ese contexto, en una carta a su prima Alejandrina de marzo de 1876 le informa de que ha conocido a determinado conde muy creyente, fundador de una “Sociedad para el estímulo de las lecturas religiosas y mora-les”, y lo presenta con estas palabras: “No puede ser contradicho porque él no trata de probar nada. Dice simplemente que cree y, al escucharle, se siente que es más feliz que los que no creen, se siente sobre todo que una fe como la suya no puede obtenerse por un esfuerzo de la mente, sino que debe ser recibida como un don milagroso. ¡Eso es lo que yo deseo!”.1�

Acabando de componer la citada novela, en septiembre de 1876 experimentó una noche el mismo acceso de terror que “la angus-tia de Arzamas”. Esa traumática conmoción la trasladó a la obra: en la parte final de Anna Karénina, la octava, Tolstói cuenta esas crisis y sus vías de solución de manera sucinta pero muy certera y veraz, a través de su alter ego en la ficción, el personaje de Lie-vin, cuyo nombre es un diminutivo del suyo propio.1� La vida se le aparecía a éste como más terrible aún que la muerte, cargada de problemas insolubles: ¿de dónde venía, qué significaba, por qué se nos ha otorgado? Sus convicciones científicas, minuciosamen-te revisadas, no le aportaban soluciones. Lee entonces a Platón y Spinoza, Kant y Schelling, Hegel y Schopenhauer. “Schopenhauer le proporcionó dos o tres días de calma por la sustitución que hizo en sí mismo de la palabra amor por lo que este filósofo llamaba vo-luntad, pero cuando lo examinó desde el punto de vista práctico, aquel nuevo sistema se fue a pique igual que los otros.”15 Comien-za entonces la lectura de obras teológicas, constata las contraposi-ciones entre teólogos católicos y ortodoxos, y tales construcciones también se le desmoronan. La vida le resultaba entonces un su-plicio, una broma amarga, intolerable, provocada por la cruel iro-nía de un genio maligno… “Y la tentación del suicidio acosaba tan frecuentemente a aquel hombre de bien, a aquel venturoso padre de familia, que se veía obligado a poner cualquier soga fuera del alcance de su mano, y no se atrevía a salir con la escopeta.”16

Pero la vida seguía su curso natural. Una vez superada la crisis de nihilismo existencial el mismo personaje reconocerá que vivía bien, pero cometía el error de pensar mal. “Cuando Lievin pen-saba en lo que era y para qué vivía, no encontraba respuesta y se desesperaba; pero cuando dejaba de formularse estas preguntas, parecía saber quién era y para qué vivía, ya que actuaba firme y decididamente.”1� Se dedicaba por entero a su hacienda, aunque le acosase incesantemente esta pregunta: ¿Quién soy, dónde estoy, para qué existo? Por entonces y en el breve descanso de la jornada laboral, una conversación casual con un campesino que trabajaba para él le permite descubrir algo tan sencillo como que no todos los que contratan a jornaleros son iguales, unos son egoístas im-penitentes que no viven más que para llenar su panza, mientras que otros son buena gente, piensan en Dios y en su alma, es decir, observan la ley de Dios y no hacen daño a los pobres. Estas pala-bras del campesino hallan hondo eco en su corazón, y sus pensa-

��  Cit, por H. Troyat, Op. cit., pp. 198-199.��  Cf. los capítulos VIII-XIX de la parte final de Anna Karénina. Pensa-

mos que es oportuno señalar que, durante el viaje que hicieron a Islandia en 1912, D. Pinsent “comparaba a su amigo Wittgenstein con Beethoven y también con L(i)evin, el personaje que aparece en la novela Anna Karenina de Tolstoi”, como dice W. Baum, Ludwig Wittgenstein Vida y obra, trad. de J. Ibáñez, Alianza, Madrid, 1988, p. 64.

��  L. Tolstói, Anna Karénina, ed. de J. Pérez Sacristán, Cátedra, Madrid, 1986, pp. 962-963.

��  Op. cit. p. 964. En Confesión Tolstói reconocerá que él mismo vivía por entonces con idéntica angustia y un temor semejante.

��  Ibid. El lector percibe aquí como un guiño inequívoco la formulación agustiniana del problema del tiempo, un problema que se abordará explíci-tamente en KDE.

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mientos, en principio confusos, “resplandecían con una claridad nueva”: sin acabar de comprender las ideas vagas que se agita-ban en su interior, comenzó a entregarse “a las emociones de un estado anímico totalmente nuevo.”18 Las palabras del campesino fueron como una chispa que había logrado que sus difuminados conceptos adquiriesen densidad y colmaran su corazón de gozo inexplicable: “No más vivir para mí, sino para Dios”. Estas reli-giosas palabras no le suenan ahora falsas ni oscuras; si se les da el mismo sentido que les daba el campesino al pronunciarlas, en-tonces se comprenden con toda claridad, de manera que Lievin saca esta conclusión: “Es el sentido de toda mi vida, y también de la vida de todo el mundo. ¡Y yo que buscaba un milagro para con-vencerme! He ahí el milagro, el único posible, que no he notado a pesar de que me rodea por completo.” De ello extrae consecuen-cias teóricas y prácticas: “Hay que vivir para el bien. El solo co-nocimiento claro, indubitable, absoluto que tenemos es ése, y no hemos llegado a él por el simple razonamiento, porque la razón lo excluye, porque no tiene causa ni efecto. El bien, si tuviese una causa dejaría de ser bien, como si tuviese una consecuencia, una recompensa. Por lo tanto, el bien está fuera de la ligazón de causas y efectos.”19 He aquí la razón profunda de sus deseos y aspiracio-nes: “vivir para Dios, vivir para el alma”. Y Lievin concluye: “No he descubierto nada. Sólo me he enterado de lo que sé.” La razón no se lo podía explicar porque ella

“no alcanza el nivel del problema. Sólo la vida podía darme una respuesta a la medida de mis deseos, y eso gracias a mis conocimientos del bien y del mal. Y ese conocimiento yo no lo he adquirido… sino que me ha sido “dado”… La razón no puede inducirme a amar al prójimo, porque este precepto no nos viene dado por el simple mecanismo de la razón… existe el orgullo de la inteligencia… la estupidez de la inteligencia… y la perfidia de la inteligencia… No, la razón no me ha hecho aprender nada; lo que yo sé me ha sido dado, revelado por el corazón, por la fe en la enseñanza capital de la Iglesia. ”20

¿De la Iglesia? No, sus dogmas no guardan relación, dice, con la fe en Dios y en el bien, con la consagración a la verdad y la renun-cia al egoísmo, con la estricta observancia de la ley moral que se halla en el corazón de todo hombre. Esta revelación, que nos hace a cada uno de nosotros partícipes del bien y el mal, no tiene por qué limitarse a la Iglesia cristiana, ya que nos reúne a todos los que compartimos esa misma creencia en la ley del bien, inherente al corazón de todos los hombres, pero que en el caso de Lievin él ha recibido a través del cristianismo.�1 Este sentimiento nuevo se ha deslizado en su alma por el dolor y ha arraigado en ella con firmeza, aunque ni lo ha cambiado ni lo ha hecho totalmente feliz. ¿Deberá darle el nombre de fe? Lievin no lo sabe. Sólo sabe que ahora cada minuto de su vida tiene un sentido indiscutible, el sen-tido del bien.��

Como es bien sabido, en Confesión Tolstói narra de manera su-cinta sus años de crisis y las etapas que atravesó hasta encontrar una salida.�� Esa autobiografía está vertebrada por la búsqueda del sentido de la vida, la cuestión es crucial y el ya citado profe-sor Valdés ha expuesto y publicado entre nosotros una lectura de esta obra insistiendo en sus hondas relaciones y semejanzas con la filosofía de Wittgenstein. Pensamos que los Diarios filosóficos del joven filósofo en el frente siguen posibilitando nuevas visitas a ese dramático relato confesional en sus dimensiones más genui-namente filosóficas y religiosas.

��  Op. cit., p. 969.��  Op. cit. pp. 969-970.�0  Op. cit. pp. 971-973.��  Cf. op. cit. pp. 998-991.��  Cf. op. cit. p.992.��  L. Tolstói, Confesión, trad. de M. Rebón, Acantilado, Barcelona,

2008.

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La Crítica a la teología dogmática es un ataque frontal a las enseñanzas de la iglesia ortodoxa en primer lugar, si bien la ca-tólica y la protestante también reciben críticas fortísimas. Desde el uso impostergable del entendimiento y la razón, que Tolstói reivindica como buen hijo de la Ilustración, rousseauniano confe-so, también rechaza cuanto cree que los sobrepasa, por ejemplo, el dogma de la Trinidad, o que Jesús sea la segunda persona de un Dios uno y trino, que se haya encarnado en el seno de la Vir-gen María por obra del Espíritu Santo, o que haya resucitado al tercer día, así como todo lo concerniente a ángeles y demonios, a la creación del mundo en seis días, al mito del paraíso y de Adán y Eva y la serpiente, o a la doctrina de la salvación y la condena-ción eternas, etcétera. Todo esto son, para él, vulgares leyendas, meras supersticiones. Ni siquiera considera que haya que rezar para tener fe, como si los humanos no supiéramos la situación precaria y efímera en que nos hallamos, como náufragos en grave peligro, siempre a merced de la muerte. En la religión lo funda-mental para el pensador ruso es saber lo que el ser humano debe hacer, cómo debe vivir. El Evangelio (sinopsis de los cuatro que el Nuevo Testamento recoge) es, en última instancia, el anuncio de una regla de vida, que se reduce a cinco mandamientos que se re-fieren a cinco tentaciones a superar (no encolerizarse, no cometer adulterio, no jurar, no resistir el mal con el mal, no tratar como enemigo a nadie), esos mandamientos se condensan en una nor-ma central: “amarás a Dios y al prójimo como a ti mismo”, lo cual equivale a cumplir este precepto fundamental: “no quieras para los demás lo que no quieras para ti”. Esta es la novedad de la ense-ñanza de Jesús tal y como la expuso en el sermón de la montaña, en claro contraste con las doctrinas judías tradicionales, con la ley de Moisés, y con las doctrinas eclesiásticas posteriores, perverti-das por el servicio de las tres iglesias supuestamente cristianas a los intereses del Estado.

En sus ensayos de temática religiosa Tolstói trata de ser claro y comprensible para cualquier lector, de ahí que no tema incurrir en repeticiones y prefiera servirse de metáforas existenciales muy plásticas (la fábula oriental del pozo y el dragón, el bosque inmen-so sin caminos ni salidas, la barca en aguas tormentosas, la nave sin rumbo, ni brújula, ni capitán, etcétera, como si fueran los sue-ños de un Kaspar Hauser), así como de contraposiciones estruc-turales muy efectivas, aunque quizá excesivamente maniqueas, de nítido y rotundo contraste entre blanco y negro, como el bien y el mal, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, la situación vital después de reconocer la doctrina evangélica (“ahora”) y la existen-cia sin esa fe y sin la moral que de ella se deriva (“entonces”), esto es, la antítesis entre la ley de Jesús y la ley del mundo, el genuino evangelio y la iglesia, la vida verdadera y racional frente a la vida falsa y absurda, la contraposición entre la fe y la razón, el corazón y el intelecto, el individuo y la masa, el niño y el adulto, la voz de la conciencia propia y la opinión pública o el qué dirán, el sentido y el sinsentido, el espíritu y la carne, el tiempo y la eternidad, e incluso entre los hombres y las mujeres, la salud y la enfermedad, la sensatez y la locura, el campo y la ciudad, la agricultura y la industria, la paz y la guerra, etcétera. Tolstói generaliza y univer-saliza lo que dice de manera contundente, con lo cual resulta que todo lo que sabemos del autor del Eclesiastés (Salomón), de Só-crates, de Buda, Confucio o Mahoma, todo se reduce y viene a ser una misma sabiduría vital, reformulada recientemente por Scho-penhauer, pues, en el fondo, todos los sabios coinciden y vienen a decir lo mismo, a saber, aquello que Jesús enunció con máxima claridad y bien perfiladas consecuencias prácticas, y que el no-velista ruso considera olvidado y pervertido, y, por ello mismo, necesitado de nuevo anuncio, el que él formula con su infatigable escritura, traduciendo, comentando y compilando a su modo y manera los Evangelios.

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Por la luz que puede aportar a la hora de resumir la concepción tolstoiana de la divinidad y del alma, queremos acabar esta breve visión de conjunto de su peculiar manera de entender la religión cristiana con una de las cartas que redactó en su último año de vida, concretamente el 22 de enero de 1910, en respuesta a deter-minadas preguntas que le hizo P. Melnikov, un obrero de Baju:

“A mí me parece que le preocupan a usted dos problemas: Dios (¿qué es Dios?) y la naturaleza del alma humana. Se interesa usted también por la relación de Dios con la humanidad y se pregunta sobre la vida después de la muerte.

Permítame que responda a la primera cuestión. ¿Qué es Dios y cómo se relaciona con la humanidad? La Biblia habla mucho de cómo Dios creó el universo y cómo se relaciona con su pueblo, distribuyendo premios y cas-tigos. Esto es absurdo. Olvídelo por completo. Sáquelo de su mente. Dios es el principio de todas las cosas, la condición esencial de nuestro ser, y un poquito de lo que consideramos vida dentro de nosotros y que se nos revela por el Amor (de ahí que digamos: “Dios es amor”). Pero olvide por favor, también, esas consideraciones sobre el Dios que crea el mundo y a la especie humana y que castiga a todo el que le desobedece. Debe borrar eso de su mente para enfocar su propia vida de una forma nueva.

Lo que le he dicho es todo lo que sabemos de Dios, o podemos saber.En cuanto al alma, sólo podemos decir que eso que llamamos vida es

simplemente el principio divino. Sin él no existiría nada. No hay nada material en ello, nada temporal. Así que no puede morir cuando deja de existir el cuerpo.

También quiere usted saber (como todos nosotros) sobre la vida des-pués de la muerte.

Para entenderme ha de prestar atención detenida a lo que digo a con-tinuación.

El tiempo existe para el hombre mortal (es decir, sólo para el cuerpo): es decir, pasan horas, días, meses y años. También existe sólo para el cuerpo el mundo material… lo que se puede ver, tocar con las manos. Lo que es grande o pequeño, duro o blando, frágil o duradero. Pero el alma es atemporal; sólo reside en el cuerpo humano. El yo del que hablé hace setenta años es el mismo yo al que me refiero ahora. Tampoco hay nada material en el alma. Yo siempre soy, pase lo que pase, mi alma, el yo al que me refiero se mantiene igual y es siempre inmaterial. Por tanto el tiempo existe sólo para el cuerpo. Para el alma el tiempo y el espacio y el mundo material no tienen ninguna realidad. Así que no podemos preguntar real-mente lo que le pasará al alma o dónde irá después de la muerte, porque la expresión pasará indica tiempo y la palabra dónde indica espacio. Ni el tiempo ni el espacio tienen sentido para el alma una vez que el cuerpo material ha dejado de existir.

Debería estar ya claro que esas especulaciones sobre la vida después de la muerte o el cielo o el infierno son superficiales y erróneas. Si el alma se fuese a vivir a algún lugar después de la muerte, sería algún lugar anterior al nacimiento. Pero nadie parece darse cuenta de eso.

Yo tengo la impresión de que el alma que hay dentro de nosotros no muere cuando muere nuestro cuerpo, pero que no podemos saber lo que le pasará y adónde irá… aunque sepamos que no puede morir. Respecto a castigos y premios: creo que nuestra vida aquí sólo tiene sentido cuan-do vivimos de acuerdo con el mandamiento de amarnos los unos a los otros. La vida se hace dolorosa, problemática, mala, cuando ignoramos este mandamiento. Da la impresión de que los premios y castigos que puedan merecer nuestras acciones los recibiremos en esta vida, puesto que no podemos conocer ninguna más.”��

4. El Evangelio abreviado de Tolstói en los Diarios se-cretos de wittgenstein

Hechas estas puntuales aclaraciones que aquí no podemos co-mentar, retomemos el hilo anterior y volvamos a lo que ahora nos reclama: Wittgenstein compró a finales de agosto de 1914 El Evangelio abreviado de Tolstói y, como anota el día 2 de septiem-bre, desde el día 1 de ese mes había comenzado su lectura.

El día 2 reconoce cierta decepción, pues aunque la considera “una obra magnífica”, en seguida añade que “todavía no es para

��  Cit. en J. Parini, La última estación en la vida de Tolstoi, trad. de J. M. Álvarez Flórez, Península, Barcelona, 1995, pp. 21-22.

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mí lo que yo esperaba de ella”. No obstante, ya un día después, el día 3, anota que ha “leído a Tolstói con gran provecho”. Llama la atención que no diga que ha leído el “Evangelio”, o el “Evangelio abreviado”, sino que ha leído a “Tolstói”, como si le importara mucho la voz del escritor ruso y su propio mensaje, más que la versión de alguno de los evangelistas de la figura y las enseñanzas de Jesús, o la persistente cuestión de quién fue el Jesús histórico, el problema de las fuentes, el cristianismo primitivo, etcétera.

Cinco días después, el 8 de septiembre de 1914, escribe:”Trabajado mucho cada día y leído mucho los comentarios de Tolstói a los Evangelios”.�5 De nuevo queremos insistir en que no se cita el tí-tulo del libro ni se reconoce sin más que se leen los Evangelios, sino “los comentarios (Erläuterungen, aclaraciones o explicacio-nes) de Tolstói a los Evangelios”, en clara acentuación de la auto-ría del escritor ruso que nos vuelve a sorprender: se destaca así esa presencia mediadora, con sus puntos de vista personales, y no su mera labor de traducción o síntesis de las palabras de Jesús de Nazaret, de los textos de los cuatro evangelistas, o del Nuevo Tes-tamento en su conjunto. Parece ser, por tanto, que a Wittgenstein le interesa sobre todo la perspectiva tolstoiana de los Evangelios, la labor hermenéutica del escritor ruso, su particular mensaje re-ligioso. De hecho, un mes después, el 11 de octubre de1914, es-cribe: “Llevo siempre conmigo a todas partes, como un talismán, las “Exposiciones del Evangelio” de Tolstoi”. No es necesario su-brayar el carácter mágico y religioso que se le atribuye aquí a este libro, como si fuese un amuleto en conexión con la astrología y el todo del cosmos, un objeto cargado de fuerzas que protegen de cualesquiera acechanzas, vengan de fuera, como las balas de los fusiles enemigos, sean de uno mismo, como las tentaciones que asedian tanto al alma como al cuerpo y quieren apoderarse de su fortaleza.

Hagamos otro inciso y precisemos qué hace Tolstói en esta obra según lo que él mismo nos indica en el “Prólogo”: sintetiza los cuatro evangelios canónicos según la doctrina de Jesús, y ava-la la veracidad de su interpretación con un doble argumento, la unidad, claridad, simplicidad y totalidad de la enseñanza así pre-sentada, esto es, su economía y coherencia, y, por otra parte, su correspondencia con el sentimiento interno de toda persona que busque la verdad (EA p. 34), cayendo de este modo en una especie de arrogante petición de principio, que le sirve para legitimar su trabajo por la presunta superior pureza de sus intenciones y, a la vez, para desautorizar tanto a los eclesiásticos, sean de confesión católica, protestante u ortodoxa, como a los historiadores y libre-pensadores del XIX que han abordado el estudio científico-positi-vista de los Evangelios, como D. F. Strauss o E. Renan, los cuales siguen sin entenderlos porque también tienen intereses desviados y buscan igualmente su propio provecho. La enseñanza de Jesús se resume en doce puntos, que equivalen al contenido del “Padre-nuestro” tal y como lo traduce e interpreta el escritor ruso.

5. La carne y el espíritu

Volvamos a los Diarios secretos de Wittgenstein. Cuatro días después de la penúltima cita que transcribimos, cuando se halla inmerso en la lectura y la relectura de KDE, el 12 de Septiembre de 1914 escribe esta importante anotación, pues da pistas sobre los núcleos principales de su interés, de los focos de su atención: “Una y otra vez me repito interiormente las palabras de Tolstói: “El hombre es impotente en la carne, pero libre gracias al espíri-tu.” ¡Ojalá que el espíritu esté en mí!”

De hecho, el subtítulo del Capítulo Primero del EA ya dice así: “El hombre es hijo de Dios, impotente en la carne y libre gracias al espíritu (Der Mensch ist ein Sohn Gottes, ohnmächtig im Fleische

��  Hasta aquí, los subrayados de las citas han sido nuestros.

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und frei durch den Geist) KDA s. 31 (“débil de carne y libre de es-píritu”, dice EA p. 63)”. Esta antítesis carne-espíritu atraviesa el texto entero de El Evangelio abreviado así como también marca con trazo poderoso las anotaciones de los Diarios secretos. Ya el primer punto del resumen de la enseñanza evangélica es, según Tolstói, el siguiente: “El ser humano, hijo del origen infinito, es el hijo de este padre no por la carne, sino por el espíritu” (KDE s. 6, EA p. 29). Ahora bien, lo que aquí resulta más significativo es que esta última palabra, el “espíritu”, al margen de la contraposición señalada, aparece igualmente en los Diarios secretos de forma constante y diversa. Importa, pues, precisar en lo posible los usos y sentidos de este término, de tan densa historia en las diferentes religiones y también, de manera muy especial, en la filosofía y la cultura de lengua alemana.

W. Baum anota al respecto que “Wittgenstein le da el senti-do que tiene en el libro de Tolstói: es la mismidad del hombre, lo que en él es “eterno” o “divino”. Por ello lo más importante es “no perderlo”.”26 Ahora bien, ¿cómo se pierde algo ‘eterno’? ¿Acaso esa pérdida supone una especie de castigo o condena para siempre? ¿Y qué es lo ‘divino’ en el hombre, el don del lenguaje, el uso de la razón, el alma ‘inmortal’, el intelecto, el corazón, la voluntad…? ¿Qué significa “mismidad”, algo así como ipseidad, o bien la identidad, o el yo, un yo empírico, o, quizá mejor tras-cendental, o trascendente y metafísico…? Tengamos conciencia al menos de que clarificar estas difíciles cuestiones nos obliga a releer a Tolstói más allá de su versión abreviada del Evangelio y nos emplaza ante las anotaciones estrictamente filosóficas del joven Wittgenstein.

I. Reguera ha explicado que, según el uso ordinario de ese término en alemán, “Geist”, en él se mezclan connotaciones in-telectuales y espirituales, o mentales y religiosas. En él hay algo civil (“mi” espíritu) y algo sagrado (“el” espíritu), su extenso campo abarca desde el “genius” goethiano hasta lo opuesto a la “carne” en la concepción bíblica.�� Concentrarse en este pro-blema y tratar de exponer cómo usa el término el texto de KAE ya merecería una investigación, quizá ayudase a perfilar mejor alguno de sus usos en el joven Wittgenstein; nosotros aquí sólo haremos una breve aproximación a la antítesis carne-espíritu, la cual, como es sabido, no equivale a la más usual entre filóso-fos entre el cuerpo y el alma, aunque tiene muy notable relevan-cia antropológica y teológica en la tradición occidental, y una compleja ascendencia al menos de doble raíz, judeo-cristiana y griego-germana. Esta raíz es profunda y enmarañada, ya que se complica si se atiende a su densa savia también en la doble tra-dición de la patrística, la latina (S. Agustín) y la griega (Oríge-nes, S. Juan Crisóstomo), cuyo estudio deja un rastro bien per-ceptible en los ensayos y los relatos del maduro Tolstói, quien abordaba el problema desde su personal lectura de los clásicos de la teología ortodoxa.

Por ejemplo, en la novela Resurrección resulta muy explícita la contraposición entre el yo espiritual y el yo animal, el yo honrado y el yo libertino, el yo que cree en él mismo y en lo que le dicta su conciencia personal y el yo que sólo cree en lo que los demás le dicen, en las opiniones que predominan en su contexto social (aceptación incondicional de valores como riqueza, sexo, poder, etc. comme il faut), entre el altruismo y el egoísmo, la pureza de corazón y la bestialidad carnal. Esta tesis central se formula en el capítulo 14 de la primera parte de la novela: “En (el príncipe) Ne-jliúdov, como en todos los hombres, había dos naturalezas. Una espiritual, que sólo buscaba para sí el bien que fuese bien para sus semejantes, y la otra animal, que sólo buscaba el bien para sí

��  Op. cit. p. 53, nota 20.��  Cf. “Cuadernos de guerra”, en L. Wittgenstein, Diarios secretos, ed.

cit., p. 195.

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y que en aras de este bien estaba dispuesta a sacrificar el bien del mundo entero.”28

La primera explicación de esta contraposición que ofrece Tols-tói en KDE se halla en su embrollado relato-comentario a la ten-tación de Jesús en el desierto, de extraña y entrecortada argu-mentación, cuando éste siente hambre y desea comer pan. En la carne el mismo Jesús no es todopoderoso, pues, según el escritor ruso, no puede convertir las piedras en pan, pero sí lo es según el espíritu, porque puede privarse de comer y seguir ayunando, de este modo puede superar la carne, puede negarla y vencerla, de ahí que sea hijo de Dios, pero no según la carne, sino según el es-píritu. Y si es hijo del espíritu, entonces puede separarse de la car-ne y eliminarla, puede prescindir de sus deseos y exigencias. De ello deriva su respuesta: “he nacido en la carne gracias al espíritu. Esta fue la voluntad de mi padre y por eso no puedo oponerme a su voluntad.” Hay que aceptar, pues, que también se es de carne, pero sometida al espíritu.

“Pero si no puedes satisfacer tus deseos carnales y no puedes separarte de la carne, se dijo aún a sí mismo, entonces has de ser-vir a la carne y disfrutar de todas las alegrías que te da. Y a esto respondió: No puedo satisfacer los deseos de la carne, ni puedo separarme de ella, pero mi vida es todopoderosa en el espíritu de mi padre y por eso yo, en la carne, he de servir y he de actuar sólo para el espíritu, para el padre. Y se convenció de que la vida del hombre sólo se halla en el espíritu del padre… y predicaba que el espíritu estaba en él… que para los hombres comenzaba una vida libre infinita, que todos los hombres, por infelices que fueran, po-dían ser bienaventurados” (s. 32; pp. 64-65).

El Segundo Capítulo expone este lema: “Y por eso el hombre no ha de servir a la carne, sino al espíritu” (s. 38, p. 75). En su comen-tario Tolstói transcribe estas palabras de Jesús: “El espíritu no se deja ver ni mostrar, el espíritu es la conciencia que tiene el hom-bre de su filiación con el espíritu infinito” (s. 40, p. 77). También en ese capítulo aparece el versículo 18 del capítulo 7 de Marcos, que dice: “¿No entendéis que lo externo, lo carnal, no puede ha-cer impuro al hombre?” Sólo puede hacerlo lo que procede de su alma” (s. 43, pp. 82-83). Y el versículo 25 del capítulo 2 de Juan: “No necesitaba que nadie le enseñara sobre el hombre, porque sa-bía que en el hombre está el espíritu” (s. 45, p. 85). La conclusión la ofrece el versículo 36 del capítulo 3 de Juan: “Dios es el espíritu en el hombre” (s. 47, p. 88), siempre según la versión tolstoiana de los textos evangélicos.

En el Tercer Capítulo se indica que Jesús enseñaba que ya des-de la predicación de Juan (el Bautista) era patente que el reino de Dios está en el alma del ser humano, en ella está el origen y el fin de todo (obsérvese que aquí el término ‘alma’ se usa como sinónimo de ‘espíritu’). Todo ser humano reconoce en él mismo, además de saber que ha sido engendrado por un padre carnal en el cuerpo de una madre carnal, un espíritu libre, racional (ver-nünftigt) e independiente de la carne. Este espíritu, infinito y pro-cedente de lo infinito, es el origen de todo y es lo que llamamos Dios. Lo conocemos sólo en nosotros mismos. Este espíritu es el origen de nuestra vida, hay que ponerlo por encima de todas las cosas y vivir para él. Si lo hacemos el fundamento de la vida, entonces recibimos la vida verdadera e infinita (s. 50, p. 94). Los hombres pueden escoger por sí mismos la vida o la muerte. La vida está en el espíritu, la muerte en la carne… Creer en el espíritu significa hacer buenas obras… A Dios, el creador exterior, no lo conocemos. Todo lo que podemos saber de él es que sembró en los hombres el espíritu… Sólo el espíritu da vida a los hombres, pero de éstos depende conservarla o perderla. El mal no existe para el espíritu. El mal es la apariencia de vida… Todo ser huma-

��  L. Tolstoi, Resurrección, trad. de J. Laín Entralgo, Círculo de lectores, Barcelona, 1972, p. 58.

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no tiene conciencia del reino de los cielos en el alma (de nuevo, se repite aquí el sinónimo, seguramente para indicar la función consciente y reflexiva del espíritu). Cada persona puede entrar o no en él voluntariamente (luego es crucial la función que ejerce la voluntad). Para entrar en él, hay que creer en la vida del espíritu (tiene importancia decisiva, pues, la fe). El que cree en la vida del espíritu tiene la vida eterna (s. 51, p. 95).

En el Capítulo Décimo se narra la última cena y la oración de Jesús en el huerto de Getsemaní, donde aparece el texto bíblico más conocido sobre esta antítesis central, el de Mateo 26, 41, que dice así: “¡Haz que no caiga en la tentación de la carne! El espíri-tu es fuerte (stark), la carne es débil (schwach)” (s. 171, p. 271), plegaria que Tolstói expone en su presentación de ese Capítulo del modo siguiente: “No penséis en lo carnal, tratad de elevaros gracias al espíritu, en el espíritu está la fuerza (Kraft), la carne es impotente (ohnmächtig)” (s. 161, p. 257).

Los dos últimos capítulos de KDE, el Undécimo y el Duodécimo, vuelven a explicitar la contraposición carne-espíritu. El primero de ellos tiene como lema esta aseveración: “la vida personal (esto es, la vida individual o privada) es un engaño de la carne, es el mal. La vida verdadera es aquella que es común a todos los huma-nos”, y comenta las palabras de despedida de Jesús (“os muestro el camino hacia la verdadera vida” (s. 172, p. 273)) de esta manera: “La mentira consiste en que los hombres creen en la vida carnal y no creen en la vida espiritual, (no creen) en que la verdad está en la unión con el padre, y que de ello surge la victoria del espíritu sobre la carne. Aunque yo no estaré en la vida de la carne, mi es-píritu estará con vosotros. Pero también vosotros, como todos los hombres, no siempre sentiréis en vosotros la fuerza del espíritu. A veces os debilitaréis y perderéis la fuerza del espíritu, caeréis en la tentación y despertaréis de nuevo a la vida verdadera. Estaréis sometidos al yugo de la carne, pero sólo por momentos; sufriréis y os volveréis a levantar gracias al espíritu, así como sufre una mu-jer en los dolores del parto… así también vosotros sentiréis todo eso cuando, tras el sometimiento a la carne, os levantéis gracias al espíritu. Sentiréis una tal bienaventuranza, que ya no tendréis que desear nada más…” (ss. 173-174, p. 276).

El Capítulo Duodécimo se titula “la victoria del espíritu sobre la carne”, y en su subtítulo se lee que “la muerte carnal es la unión con el padre” (s. 182, p. 289). Al exponer las negaciones de Pedro, Tolstói indica que, apenas cantar el gallo, aquél entendió que hay dos tentaciones de la carne, la del miedo y la del combate con violencia (s. 183, p. 290), y entonces lloró por no haber podido elevarse mediante el espíritu para no caer en la tentación (s. 189, p. 298). Luego, en el interrogatorio de Jesús con Pilato, Jesús le dice que él es “un rey celestial, todopoderoso gracias al espíritu” (s. 185, p. 293). Lo único que Jesús enseña es, por tanto, que “uno es libre gracias al espíritu”. (No podemos sino subrayar que po-dría resultarle muy comprensible al soldado Wittgenstein en el frente la interpretación del ‘miedo’ como tentación de la carne, pero también es muy probable que rechazara la versión pacifista a ultranza del maduro Tolstói, quien no creía en el recurso al ‘com-bate con violencia’, esto es, a la guerra, a la activa participación en los enfrentamientos bélicos, y lo consideraba una grave tentación de la que habría que liberarse con todas las consecuencias para seguir los mandamientos del sermón de la montaña. Esta es la tesis que defiende en muchos ensayos, sobre todo en El reino de Dios está en vosotros.�9)

La “conclusión” de KDE dice así: “El conocimiento (Erkennt-nis) de la vida es la práctica (Ausübung, el ejercicio) del bien.” En este momento final Tolstói no narra la pasión y crucifixión de Jesús, sino que traduce la primera carta de Juan, en la que se

��  L. Tolstói, El reino de Dios está en vosotros, ed. de J. Fernández-Val-dés, Kairós, Barcelona, 2010, 415 pp.

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dice que “Dios es amor y quien ama está unido a Dios. Y cuando lo comprendemos, no tememos a la muerte, porque nos hemos convertido en iguales a Dios en este mundo. Nuestra vida se ha convertido en amor y nos hemos liberado del miedo y de todos los sufrimientos” (s. 201, p. 315). Entonces nuestra fe es verdadera, pues creemos lo que nos enseñó Jesús, hijo de Dios. Y el espíritu está en nosotros y nos asegura la verdad de su doctrina. Quien cree que en él está el espíritu de la vida, un espíritu que ha descen-dido de arriba, ése tiene satisfacción en sí mismo. El espíritu nos asegura que la vida que hay en nosotros es una vida eterna. En cada uno, en el ser humano, hay razón (Vernunft), para conocer que la verdad existe. Pero la verdad existente es el espíritu, el hijo del padre (ss. 201-202, pp. 316-317). Se vuelve a destacar aquí lo que ya antes se ha dicho, el espíritu es racional, en el ser huma-no, en tanto espíritu, hay, pues, razón, la facultad que le permite conocer la verdad.

Estos textos acompañaron al joven filósofo sobre todo en mo-mentos de alto riesgo de perder la vida. En efecto, en situaciones de grave peligro de muerte Wittgenstein anota: “¡Que el espíri-tu me ilumine!” (15.9.1914), en frases cercanas a invocaciones a la divinidad (“¡Dios sea conmigo!”) y comentarios de raigambre goetheana, como bien indicaba I. Reguera: “¡Quién no es abando-nado por el genio…!”.

Comprobemos la presencia de estos términos contrapuestos en los Diarios secretos. El 16.9.1914 su autor vuelve a transcribir el texto evangélico anteriormente citado, pero en este nuevo contex-to: “El espíritu sigue asistiéndome, ¿Pero no me abandonará en el trance supremo? ¡Espero que no!... El hombre es impotente en la carne y libre gracias al espíritu. Y únicamente gracias a él.” Días después, el 21.9.1914, sucede lo que más temía: “Es verdad que soy libre gracias al espíritu, ¡pero el espíritu me ha abandonado!” No obstante, el 28.9.1914 acaba su nota con este deseo: “¡Que el espíritu me dé fuerza!” El 5.10.1914 comenta Wittgenstein: “En los período de bienestar externo no pensamos en la impotencia de la carne; pero si uno piensa en los períodos de penuria (Not), en-tonces sí que cobra consciencia de esa impotencia. Y uno se vuel-ve hacia el espíritu.” El 7 de octubre de 1914 anota: “El espíritu sea conmigo”, en estricto paralelismo con lo que había anotado el día anterior (“Dios sea conmigo”) y con lo que anotará más adelante, el 7.11.1914: “Que el espíritu no me abandone y permanezca cons-tante en mí”, y añade un texto que podría estar igualmente en los Diarios del escritor ruso de la época de redacción de Confesión: “Aún no acierto a cumplir con mi deber simplemente porque es mi deber, ni a reservar mi persona entera para la vida del espíritu. Puedo morir dentro de una hora, puedo morir dentro de dos ho-ras, puedo morir dentro de un mes o dentro de algunos años. No puedo saberlo y nada puedo hacer ni a favor ni en contra: así es esta vida. ¿Cómo he de vivir, por tanto, para salir airoso en cada instante? Vivir en lo bueno y en lo bello hasta que la vida acabe por sí misma.”

Este deseo o invocación, “¡que el espíritu sea conmigo!”, se repite en los Diarios secretos, por ejemplo, 12.2.1915 y 13.2.1915. Quizá otro texto explícito sobre el significado de ‘espíritu’ como equiva-lente a ‘Dios’ sea éste, muy tolstoiano, ciertamente, del 7.3.1915: “Toda la vida exterior, con toda su vulgaridad, se abalanza sobre mí. E interiormente estoy lleno de odio y no consigo dejar que penetre en mí el espíritu. Dios es el amor.” Aunque no siempre el ‘espíritu’ remite a la divinidad, he aquí otros usos más personales, más psicológicos, más en el ámbito del ánimo, de la consciencia y de lo intelectivo y racional, de lo que medita, pondera y soluciona problemas lógico-filosóficos, al margen de las necesidades de la carne, del cuerpo, de la sensualidad: “Muy sensual. Espíritu inde-ciso, intranquilo.” (10.3.1915). El 13.10.1914 escribe: “Soy espíritu y por eso soy libre”. El 20.10.1914: “mi espíritu habla dentro de mí

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contra mis depresiones. Dios sea conmigo.” El 16.11.1914: “¡¡¡… me hallo tan cerca de la solución de las más hondas cuestiones que casi me doy de narices con ella!!! ¡Pero justo ahora mi espíri-tu está sencillamente ciego para verla!” El 30.11.1914: “De nuevo algo sensual. ¡Vivir sólo para el espíritu y dejar todo en manos de Dios!” El 13.12.1914 Wittgenstein escribe esta nota, con una metá-fora también tostoiana, muy habitual en Occidente desde los grie-gos de la época helénica en especial: “¡Con tal de que esté vivo el espíritu! Él es el puerto seguro, protegido, apartado del desolado, infinito, gris mar de los acontecimientos.” Y el 28.5.1916, en esta-do de máxima alerta, el filósofo anota lo siguiente: “Piensa en la meta de la vida. Es (incluso) lo mejor que puedes hacer. Debería ser más feliz. ¡¡¡Oh, si mi espíritu fuese más fuerte!!! Bien. ¡Dios sea conmigo! Amén.”

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¿Podemos tener feen el progreso?

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E s mi objetivo provocar algunas reflexiones en torno a la fe, en general, y a la posibilidad de la fe en el progreso. Estas preocupaciones surgieron a propósito del encuen-

tro celebrado en Valencia la pasada primavera con el título “Witt-genstein: duda, religión y ética”, quisiera pues comenzar por abrir algunos interrogantes, sembrar ciertas dudas que creo tienen que ver con el trasfondo cultural de la crítica a la modernidad que se puede llevar a cabo a partir del pensamiento de Wittgenstein. Aunque sea de forma simplificada, para saber en qué coordena-das nos movemos, podríamos decir que la crítica a la modernidad que sintoniza con el pensamiento de Wittgenstein renegaría de la ciencia en el terreno de la racionalidad, del industrialismo en el terreno de la producción, del liberalismo en el plano político y del utilitarismo en el moral, en suma renegaría de los medios y los fines que cristalizan en el gran Dios de la modernidad: la idea de progreso.

La primera pregunta que quiero plantear es si el conjunto de valores vinculados a la idea de progreso permitiría sustituir a las creencias religiosas, en la medida que podrían cumplir las mis-mas funciones que tradicionalmente cumplen las religiones. Las diferentes interpretaciones filosóficas de la religión consideran que las religiones proporcionan: orden moral, cohesión social, consuelo metafísico y existencial, proyección y sublimación de deseos más terrenales, sentido de la vida, es decir, satisfacen ne-cesidades individuales y colectivas. Es innegable que en las so-ciedades modernas se ha dado una tendencia general a la secula-rización, la religión ha perdido gran parte de su poder entre los hombres, de modo que nuevas creencias y valores han venido a cumplir las funciones que la religión proporcionaba. Wittgens-tein se mostraría crítico con estos cambios, y hasta cierto punto su deriva místico-religiosa pretendería ser un recambio o susti-tuto ante la nueva fe de sus tiempos, una fe enmascarada so capa de racionalidad.

Buena parte de las indagaciones que se llevan a cabo en los úl-timos tiempos sobre el Wittgenstein esotérico tienen que ver con las veleidades religiosas de este pensador austriaco. El impulso místico de Wittgenstein parece estar motivado por una preocu-pación por alcanzar unos valores antagónicos a la sociedad tec-no-científica, sería un arduo esfuerzo por renegar del espíritu de su época, según podemos vislumbrar en el prólogo que pretendía adjuntar a las Observaciones filosóficas.1 La religión a modo de cristianismo personalizado sería el último refugio del atormenta-do Wittgenstein para escapar de su tiempo. La pregunta o la duda que nos surge es si Wittgenstein era un pensador sinceramente religioso o se autoimponía la fe para cubrir algunas necesidades que la cultura de su tiempo no satisfaría. Otra cuestión sería si esa supuesta cultura realmente no las satisface, lo que podríamos sintetizar en la cuestión ¿acaso no podemos tener fe en el progre-so? Tenemos pues dos frentes argumentativos abiertos, el prime-

�  Wittgenstein, L. Philosophical Remarks.Oxford University of Chicago Press, 1984.

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ro se pregunta si la religiosidad de Wittgenstein deriva de razones pragmáticas; el segundo, si la concepción racionalista ilustrada no proporciona un conjunto de creencias y valores satisfactorios para vivir individual y colectivamente.

1. ¿Se puede creer voluntariamente?

No vamos a tratar el tema de la religiosidad de Wittgenstein. Sólo vamos a señalar la crítica que le hace Ernest Gellner. Hay po-cos libros filosóficos de Gellner donde en un momento u otro no arremeta contra el autor vienés y, sobre todo, contra la influencia de su pensamiento. En relación a sus ideas sobre la religión y lo místico, Gellner no se mostrará menos crítico. Se critica la idea de lo místico tal como aparece en el Tractatus. Lo místico es algo así como la toma de conciencia del mundo como totalidad, un acto solitario alejado de todo ritual, una experiencia individual y táci-tamente universal. Para Gellner es ésta una de las más extrañas creencias que mantuvo el primer Wittgenstein, en contrapartida y apoyándose en Durkheim, considera que las características fun-damentales de lo místico y por extensión lo religioso son la he-terogeneidad y el gregarismo. La esencia de la religión está en el ritual colectivo, sólo así cumplen el conjunto de creencias y prác-ticas asociadas a ella su principal función. Una función que para Durkheim es trascendental, definitoria de los seres humanos: “la capacidad de pensar y el sentido de la obligación moral tienen en mismo origen, y éste ha de encontrarse en la experiencia mística compartida inducida por el ritual colectivo”.�

El viraje hacia su segunda filosofía, para Gellner, supondría un paso del yo al nosotros en la concepción del lenguaje y, evidente-mente, ello introduciría modificaciones en la comprensión de la religión. No obstante, en cierto sentido el individualismo se man-tiene. Más que una crítica directa a Wittgenstein, Gellner denun-ciaría la influencia de su pensamiento. Considera que la teoría del significado presente en la filosofía del segundo Wittgenstein da carta blanca a las creencias religiosas. Las personas que creen en la religión no tienen que preocuparse por las condiciones de verdad de sus proposiciones, pues su corrección estriba en otros usos, son expresiones de profundos anhelos humanos. Lo que in-tentamos plantear valiéndonos de Gellner, es si Wittgenstein y en general la contra-ilustración abraza las creencias religiosas desde un punto de vista pragmático o funcionalista, pero curiosamente individualista, una especie de autofuncionalismo. O dicho de una forma más sencilla ¿podemos creer, en el sentido de tener fe, en un credo sustantivo y sus dogmas con objeto de satisfacer algunas necesidades? ¿Podría ser esta fe sincera? Y puestos a elegir en una carta amplia de religiones ¿por qué optar por el cristianismo como era el caso de Wittgenstein?

¿Qué es eso del auto-funcionalismo? La expresión de Gellner está recogida en su artículo “La jaula de goma: el desencanto con el desencanto”.� El auto-funcionalismo podría entenderse como una síntesis entre una concepción existencial de la religión y el funcionalismo. El análisis funcional observa que las creencias religiosas, sus rituales y sus símbolos aunque sean extraños, ab-surdos o incluso falsos no por ello carecen de sentido, éste estri-ba en que cumplen con una o varias funciones. El análisis fun-cional de la religión se asocia a una metodología, utilizada por las ciencias sociales, para explicar cuestiones de carácter social y colectivo, ya hemos hablado de Durkheim. Desde el funciona-lismo de Durkheim, por ejemplo, la religión en las sociedades simples realizaría la función de suministrar los símbolos para que éstas tomen conciencia de sí mismas, en los rituales reli-giosos es la propia sociedad la que sería objeto de adoración. La

�  Gellner, E. Lenguaje y soledad. Madrid, Síntesis, 2002, pág. 125.�  En Gellner, E., Cultura, identidad y política. Barcelona, Gedisa, 1998.

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religión no tiene que ver con lo individual sino con lo colectivo, en las ceremonias se afirma y realza el sentido de la solidaridad del grupo.

Pero es bien sabido que nada más lejos de Wittgenstein que en-tender las creencias religiosas como ritual colectivo, parece que en él misticismo y soledad o individualismo van de la mano. Es aquí donde podemos unir el funcionalismo con el sentido existencial de la religión para entender la etiqueta de auto-funcionalismo que utiliza Gellner. Ya no se trata de cubrir una necesidad social sino individual. La peculiar interpretación de la religión que proviene de Kierkegaard, y que probablemente influyera en Wittgenstein, consideraría que la religión nos dota de identidad. Cuanto más absurdo resulte el credo religioso mejor, pues producirá una ma-yor identificación: “Son las condiciones difíciles las que dan lugar a la “ofensa”, en terminología de Kierkegaard, las que hacen del creyente lo que es”.�

Esta concepción de la religión, insistimos, casa bien con la teo-ría del lenguaje del segundo Wittgenstein. El juego del lenguaje religioso no tendría que enfrentarse al mismo criterio de verdad que otros juegos de lenguaje, por ejemplo, el científico.

La posición de Kierkegaard no era funcionalista y atacaba al funcionalismo hegeliano. El funcionalismo facilita las condicio-nes de la creencia, asumir que el lenguaje religioso es simbólico o metafórico lo sustrae de la esfera del conocimiento, para llevarlo a otro plano en que no es necesario exigir condiciones de justifica-ción. No obstante, este sentido existencial de la religión no puede sustraerse del funcionalismo, las creencias religiosas se abrazan buscando un fin pragmático: un modo de vida, un sentido para mi propia existencia, un paliativo contra la angustia vital, o cosas por un estilo. De forma que las pretensiones de Kierkegaard, creer en el cristianismo porque es absurdo, por su especial dificultad, se tornan de lo más fácil. Pero ¿puede ser está creencia sincera? ¿Ser una fe verdadera?

2. ¿Por qué no creer en el progreso?

Bueno, como decíamos al principio no pretendemos dar res-puestas sino formular preguntas. Analicemos ahora, sucintamen-te, la otra cara de la moneda, la idea de progreso. Es cierto que es una idea denostada en los círculos académicos, desde luego na-die ya mantendría una filosofía de la historia basada en la idea de progreso, el esquema evolucionista con el que casa bien, ya no es defendible. La antropología, el fracaso del marxismo, las corrientes postmodernas, por ejemplo, han elaborado discursos que nos muestran que es un esquema caduco para explicar el de-sarrollo histórico. No obstante sigue siendo una idea muy pode-rosa, hasta los partidos conservadores o reaccionarios justifican sus propuestas en términos de progreso. Es un gran mito digno de ser reverenciado y por ello podría sustituir a otros viejos mitos, una idea tremendamente poderosa y seductora. La idea del ser humano avanzando a través de etapas y alcanzado ciertos goals parece haber pasado al sentido común, al contexto cultural o a la autoimagen que tenemos de nosotros mismos y de la sociedad, es el gran mito, el gran dios de la modernidad, pocos se sustraen a rendirle culto. No podemos negar que cumple perfectamente el papel que jugaron las religiones: dotar de valor y sentido a la vida, proporcionar consuelo metafísico y cohesión social, nos devuelve la esperanza de asaltar los cielos.

Para dudar de ello voy a volver a Gellner y a la lectura que hace de dos novelas que no enfrentan con la hipótesis de que alcanzar los cielos nos puede llevar directamente al infierno. Para explicar sus reservas quisiéramos sacar a colación un texto suyo titulado

�  Idem, pag. 1��.

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“Prepare to meet thy doom”5 (“Preparaos a afrontar vuestra per-dición”). Como apunta el título el texto está escrito en un tono panfletario y brillante, muy gellneriano, su significativo subtítu-lo es “Un sermón sobre las ambivalencias del progreso, la razón, la libertad, la igualdad y la fraternidad”. El “sermón” comienza definiendo la fe en el progreso como la creencia, en unos casos confiada, en otros simplemente esperanzadora, de la realización o el alcance de ciertos valores. Un panteón normalmente forma-do por la felicidad, la racionalidad, la libertad, la igualdad y la fraternidad. El objetivo argumentativo que se marca Gellner es demostrar, y resaltamos la palabra demostrar, que la esperanza en el progreso está injustificada, o dicho de otra manera que cual-quier cosa que ocurra está condenada a no ser buena; el progreso es imposible o quizás aborrecible.

Cuando Gellner escribe este “sermón”, acabada la segunda gue-rra mundial y a comienzos de la guerra fría, se encuentra con al-gunas muestras literarias propias del pesimismo de los tiempos provocado por miedos, más que fundados, a las amenazas del po-der y la ciencia. Gellner utiliza como modelos las utopías nega-tivas, concretamente las escritas por Huxley antes y después de la segunda guerra mundial: Un mundo feliz de 1932, y Mono y esencia de 1948; y la de Orwell de 1949, 1984. Estos experimen-tos mentales intentan mostrarnos la dirección hacia la que podría llevarnos el intento de alcanzar aquellos valores y cuáles podrían ser las consecuencias de su consecución. El “sermón” nos advierte del progreso visualizando en qué términos podría ser abomina-ble. La estrategia argumentativa consiste, no en afirmar que la fe en el progreso sea una opinión infundada, relativa o matizable sino en demostrar que necesariamente estamos condenados a la perdición. Para ello Gellner nos dice que la afirmación. “el mundo tiene que echarse a perder” no es una predicción susceptible o no de prueba sino una tautología, es decir una afirmación que cubre todas las posibilidades y, por tanto, es necesariamente verdadera. Dejemos que exponga él las premisas de la argumentación:

“la creencia en el progreso, esencialmente era la conjunción de dos ideas: una, el poder del hombre sobre sus propios destinos se acrecentará; dos, ese poder incrementado se usará benevolentemente, para buenos fines. Dadas esas dos proposiciones, tenemos cuatro posibilidades: puede que ambas proposiciones sean verdaderas. Puede que ambas sean falsas. Puede que la primera sea verdadera y la segunda falsa; o, finalmente, viceversa. ”6

Lo que intenta demostrar Gellner es que cualquiera de las po-sibilidades es mala. La situación en la que el poder del hombre se ejerce benevolentemente pero no es suficiente para obtener un re-sultado feliz es la condición presente y es evidente que no es una buena posibilidad, cuanto menos porque es insuficiente.

Las otras tres alternativas son exploradas a través de las obras mencionadas. Mono y esencia acomete la posibilidad en la que tanto el poder como la benevolencia están ausentes, en ella se nos presenta el horror de una sociedad destruida por una guerra nu-clear. Las otras dos posibilidades, un poder efectivo vinculado a fines malévolos, la plantearía Orwell en 1984, y la otra, “quizás la más interesante de las tres, dado que se ocupa de la alternativa que podría pensarse más favorable” es la opción que retrata “Un mundo feliz” de Huxley, novela en la que se explora el supuesto en el que se posee el poder y se pretende usar para buenos fines, pero con un inquietante resultado.

Un mundo feliz es una obra visionaria sobre todo si tenemos en cuenta que está escrita en 19�� ya que se da cuenta de las po-

� En Gellner, E. Selected Philosophical themes: Comtemporary Thougth and Politics. New York. Rouledge.1974.

�  Selected Philosophical themes: Comtemporary Thougth and Politics, pág. �.

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sibilidades del control genético a través del desarrollo tecnológico de la biología. También es cierto que Huxley provenía de una fa-milia de biólogos y que su hermano Julian ya había esbozado en 19�1 las ideas que en Un mundo feliz se plasman literariamente, además presentadas como un ideal a conseguir. Para Aldous está claro que Un mundo feliz no es una utopía, sino lo contrario, una denuncia de hacia dónde nos podría llevar una sociedad diseña-da tecnológicamente. No obstante, no dejan de entreverse ciertas ambiguedades, seguramente Huxley evolucionó bastante entre Un mundo feliz y Regreso a un mundo feliz.

Gellner entiende la novela como una crítica al utilitarismo, re-trata una sociedad destinada a conseguir la máxima felicidad de sus miembros gracias a un diseño genético en que cada uno está destinado a querer lo que ha de hacer, por una parte, y por otra, gracias a la libertad sexual que supone la reproducción artificial, la cultura del ocio y la eutanasia. La felicidad del mundo se con-sigue gracias a la manipulación tecnológica del ser humano y la sociedad. La novela condena esta posibilidad mostrándonos que en este feliz mundo faltarían algunas cosas que hacen que la vida valga verdaderamente la pena, fundamentalmente un sentido de elección, de libertad. No obstante, la situación es mostrada con verdadera imparcialidad concediendo que la elección y la liber-tad son ilusorias tanto si el condicionamiento está planeado como si se produce de forma fortuita. Gellner se permite una crítica a Huxley pues, aunque su visión sea una crítica efectiva al utilita-rismo, no critica sus premisas, es decir, no plantea la idea de que algunas experiencias tienen valor con independencia de la satis-facción que provoquen.

La otra alternativa —que conduce al callejón sin salida al que argumentativamente nos pretende conducir Gellner en sus obser-vaciones sobre el progreso— es la planteada por Orwell, esta es la alternativa más horrenda en la que lo peor engendra lo peor, o lo que sería lo mismo se dispone de los medios para un perverso fin. George Orwell fue testigo de las prácticas de control social que se practicaron en la Alemania nazi y en la Unión Soviética duran-te el stalinismo, incluso la Gran Bretaña de la postguerra podría estar reflejada en su novela. El modelo de sociedad que retrata en 1984 especula con la posibilidad de un poder que controle de forma tan implacable a todos los ciudadanos hasta el punto que no reste ninguna posibilidad de individualidad y, por lo tanto, de libertad. Lo que denunciaría es la sociedad cerrada, el totalita-rismo, aquella en la que hay una fusión total entre las jerarquías políticas, ideológicas y económicas, y se impone a los individuos un adoctrinamiento total supervisado a través de mecanismos de control y vigilancia totales. La novela que narra el intento fallido de emancipación y disidencia de Wiston y Julia introduce algunas poderosas elucubraciones que ya forman parte de la cultura del siglo XX: el Gran Hermano, el Ministerio de la Verdad, la Policía del Pensamiento…

El único refugio de los protagonistas ante el poder arbitrario y la manipulación es la posibilidad de una verdad objetiva no sus-ceptible de manipulación, como puede ser la simple verdad arit-mética de que 2+2=4. Un refugio que al final el protagonista Wis-ton Smith perderá, como también la otra alternativa: el sexo (una satisfacción que no se puede controlar socialmente). En suma, la teoría de la libertad que expone Orwell en 1984 es aquella en que se plantea en que el único refugio ante la manipulación a la que nos puede someter el poder es la certeza lógica y la privacidad de ciertas relaciones personales. Esta teoría de la libertad contrasta con la posición de Huxley, o en la misma línea la de Dostoyevski, a los que les obsesiona la idea contraria: una sociedad racionali-zada en demasía, la jaula de hierro en la metáfora de Weber. De modo que la libertad estribaría, para estos otros, en el culto a la arbitrariedad.

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Podemos tomarnos más o menos en serio la demostración de que el progreso no es posible a través de la reflexiones sobre ficcio-nes distópicas, Gellner en ocasiones nos desorienta mostrándose bastante sofista o escéptico (o las dos cosas) en la medida en que unas veces parece un defensor de que el progreso se ha producido y otras veces lo pinta como imposible. Sea como sea, sus reflexio-nes son interesantes advertencias sobre cómo los valores pueden aparecer en conflicto y el logro de uno puede ser incompatible con otros. Por otra parte, sus especulaciones a partir de los textos de Orwell y de Huxley nos muestran cuál es el modelo de sociedad que Gellner defiende y en qué valores se fundamenta. Es evidente que lo que Gellner teme es que no sea posible la opción liberal, la sociedad abierta en palabras de Popper, o una sociedad en la que no sea una realidad la sociedad civil suficientemente potente como para contrarrestar aquellos modelos sociales y políticos que pongan en peligro la libertad. Sin duda los valores de Gellner son el más típico credo ilustrado, pero esta opción, que parece la que se ha impuesto en la modernidad, es bastante frágil. La hemos visto y la vemos en las sociedades contemporáneas en conflicto con un ya caduco y poco amenazante comunismo, con un emer-gente fundamentalismo y con el relativismo postmoderno. Perfi-lar su posición frente a estas otras opciones que han cristalizado en la modernidad es la tarea que lleva a cabo en dos de sus últimas obras: Las condiciones de la libertad� y Posmodernismo, razón y religión.8

A modo de conclusión, nos gustaría simplemente apuntar que tanto la voluntad de creer wittgensteiniana, como la fe en el pro-greso son un síntoma de la dificultad que tienen los individuos y las sociedades para vivir sin religión. Este es uno de los dramas de la modernidad, las distopías nos advierten de lo peligroso que puede resultar que cualquier idea se convierta en un dogma y aca-be dominando al estado, en el fondo nos advierten del peligro de convertir un conjunto de creencias en religión.

� Gellner, E., Las condiciones de la libertad. Barcelona, Paidós, 1996.� Gellner, E., Posmodernismo, razón y religión. Barcelona, Paidós,

199�.

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El arrebato místico de la ciencia y la tecnología, o atizando a Wittgenstein

franciSco�Martorell�caMpoS

Podría decirse: ¡qué maravillosas leyes ha puesto el Creador en los números!

L. WIttgensteIn, Cultura y valor

1 En la celebérrima carta remitida a von Ficker a finales de 1919 Wittgenstein descifra, para estupefacción de aquél, el Tractatus en los siguientes términos; “mi obra se compone

de dos partes: de la que aquí aparece, y de todo aquello que no he escrito. Y precisamente esta segunda parte es la importante... Creo, en una palabra, que todo aquello sobre lo que muchos hoy parlotean lo he puesto en evidencia yo en mi libro guardando si-lencio sobre ello”. De ceñirnos al contenido de la glosa, la función principal de lo que aparece en el Tractatus (un ramillete de la-cónicos y enigmáticos veredictos deudores de la primera fase del giro lingüístico) no estribaría tanto en sentar cátedra sobre deter-minados asuntos (que también) como en servir de contraste a lo importante —lo que no aparece, lo no escrito, lo ausente— para referirlo de soslayo, por vía indirecta. Bien está, pero ¿por qué silenciar lo importante en lugar de darle la palabra sin más? La respuesta, harto popular, vertida, a partes iguales, a modo de in-vocación y regañina al gremio filosófico, asoma desafiante en el Prólogo de la obra; porque de lo importante hay que callar, pues no se puede hablar con sentido al respecto. Así las cosas, el Trac-tatus versa básicamente sobre la edificación lógica de un límite en el lenguaje (expresión del pensamiento) que aísla e incomunica —con las divisorias y condiciones de posibilidad kantianas/scho-penhauerianas en el horizonte— aquello de lo que se puede hablar con sentido (la esfera fenoménica o de la representación) de aque-llo de lo que no se puede hablar con sentido (la esfera nouménica o de la voluntad). La textura del deslinde no tiene pérdida. A un lado, el orden de las ciencias naturales, ámbito de lo decible, de las proposiciones relativas a hechos. En el lado opuesto, el orden místico (religión, ética/estética, política...), ámbito de lo indeci-ble, de las cuestiones relativas a valores e ideales; esfera, huelga indicarlo, de lo importante, tema de esa segunda parte del Trac-tatus que Wittgenstein, pese a manifestar no haberla escrito por principio, medio perfiló a partir de la proposición 6.4.

Paralela a la demarcación indicada, la deflación de la filoso-fía, sede de una enfermedad llamada metafísica cuya sanación pasa por un cambio radical en el modus operandi de la filosofía misma. En adelante, sugiere Wittgenstein, la filosofía debe de-sertar de las pomposas (y patológicas) ambiciones de antaño y consagrarse a tiempo completo al desempeño de un par de acti-vidades: (i) Significar, en la línea arriba especificada, lo indecible representando lo decible (T. 4.115), hablar exclusivamente de lo que se puede hablar (proposiciones de la ciencia natural; T. 6.53) a fin de evidenciar sobre qué hemos de callar:1 (ii) Clarificar, ata-

�  Wittgenstein recita la tesis subyacente a este proceder en la quinta car-ta remitida a Engelmann (9.4.17); “si uno no se empeña en expresar lo inex-presable no se pierde nada. ¡Porque lo inexpresable está contenido –inex-presablemente– en lo no expresado!”. Wittgenstein–Engelmann, Cartas, encuentros, recuerdos, Valencia, Pre-Textos, 2009, pág 38.

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viada con el atuendo de “crítica lingüística”, el pensamiento (T. 4.0031: T. 4.112) a fin de purgarlo de los embrujos y desvaríos transmitidos por los problemas filosóficos tradicionales, proble-mas brotados de la “incomprensión de la lógica de nuestro len-guaje”.� En efecto, insatisfecha con la información proporcio-nada por la ciencia, hechizada por el noble impulso metafísico consustancial al ser humano, la filosofía quebranta los límites de lo decible, incursiona en campos extraños a la figuración y habla de lo que hay que guardar silencio (Dios, el bien, la belleza, la felicidad...), fraguando un entramado de interrogantes absurdos, vacíos de significado, sin valor de verdad (bipolaridad lógica) ni, por ende, posibilidad de resolución que suscitan, a lo sumo, con-fusión y perplejidad (T. 4.003). Ninguna otra coyuntura puede acontecer, advierte Wittgenstein, cuando la Razón abandona lo científicamente abordable y se lanza a conocer lo incognoscible, a expresar lo inexpresable, cuando incurre en severos malenten-didos gramaticales (en la ilusión trascendental) y se obceca en cimentar un saber (privilegiado, para más inri) a la vera de lo místico, “sentimiento del mundo como todo limitado” (T. 6.45) que se muestra en silencio, de forma inmediata e inefable, allen-de la cognición y el lenguaje.

Aunque a juicio del joven Wittgenstein sólo tengan sentido es-tricto las proposiciones científicas, la ciencia no es, según vimos, lo importante. Mas el Tractatus estuvo durante décadas a merced de interpretaciones y usos cientificistas, hasta el punto de con-vertirse en emblema del positivismo lógico. Llamativa recepción inicial para una obra antagónica (hoy pocos lo ignoran) a la aren-ga cientificista, adversa a la convicción de que la gestión científica de la vida colmará de ventura a la humanidad.� “Sentimos, es-cribe Wittgenstein, que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo” (T. 6.52). El pasaje, ninguneado (no fue el único) en su día, reproduce, qué duda cabe, un dictamen socorrido —común a gente dispar, de Shopenhauer a Husserl, pasando por Nietzsche, Kierkegaard, Weber, Spengler y Jaspers— desde que Kant concediera primacía a la razón prác-tica. La versión wittgensteiniana, de suyo anti-intelectualista y en aspectos básicos pragmatista, se articula en torno a la creencia de que “con los hechos del mundo no basta”,� y reza poco más o me-nos; la ciencia monopoliza el espectro del lenguaje dotado de sen-tido, pero justo por ello, por ceñirse a cómo es el mundo no pue-de satisfacer nuestra imperiosa sed de trascendencia. Tampoco orientar, fundamentar o justificar la praxis, servirnos de auxilio a la hora de encarar los desafíos realmente perentorios, a saber, alcanzar la visión del mundo sub specie aeterni, comprender el sentido de la existencia y cultivar la felicidad. En este terreno (el de la acción en particular y el de lo místico en general) la ciencia es incapaz de maniobrar. No hay hechos u objetos de representa-ción, ni preguntas (ergo respuestas) expresables (T. 6.5) o proble-mas susceptibles de solución, salvo si desaparecen (T. 6.521). En

�  L. Wittgenstein, Tractatus Logico-philosophicus, Madrid, Alianza, 1993, pág 11. El quehacer clarificador que Wittgenstein asigna a la filosofía suena a remake del quehacer que le asignó Kant (antes Hume, a cuenta de la relación impresiones-ideas) en la Crítica de la razón pura. Sea como fuere, la apuesta —hacer de la filosofía fármaco anti-metafísico— ha movilizado a un nutrido grupo de filósofos recientes, caso (cito a tres de los más célebres) de Derrida, Rorty y Vattimo, anti-kantianos que nadan, de alguna manera, en aguas kantianas durante sus lides contra el logocentrismo, la metafísica de la presencia, el platonismo y demás males filosóficos.

�  Jacobo Muñoz detalla las disimilitudes abiertas entre el Tractatus y el Círculo de Viena a cuenta del manifiesto rubricado por Otto Neurath, Hans Hahn y Rudolf Carnap en 1929. Véase; J. Muñoz, “Ludwig Wittgenstein y la idea de una concepción científica del mundo”, en Figuras del desasosiego moderno, Madrid, Machado Libros, 2002, págs 335-351.

�  L. Wittgenstein, Diario filosófico, en Obras completas II, Madrid, Gre-dos, 2009, pág 101.

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este terreno las “cuestiones científicas” lucen irrelevantes. Toca vivir y sentir de primera mano. Toca callar.

La inconmensurabilidad tractariana de la ciencia y lo místico que acabo de anotar quiere, por encima de cualesquiera consi-deraciones epistemológicas, proteger a este último de los afanes expansionistas de la primera. Quiere, de forma destacada, limitar el avance del cientificismo (también del materialismo y mercan-tilismo afines) erigiendo un refugio inviolable para la experiencia religiosa y espiritual. Imbuido por la atmósfera intelectual ger-mánica desplegada en torno a la Kultur (caracterizada por con-trovertir desde posiciones anti-cientificistas, románticas y vitalis-tas la Civilisation francesa y anglosajona),5 Wittgenstein concibió el proceso de desencantamiento comandado por la racionalidad instrumental y el ideal de progreso en clave tremebunda, como una amenaza para la integridad y especificidad de “lo más alto”. Su respeto hacia la ciencia corrió directamente proporcional al temor —novelado por multitud de distopías— que le despertaba la eventualidad de que la susodicha cediera (igual que la metafísica, pero con el peligro añadido de que no se limita al parloteo) a la tentación de abandonar los dominios de lo decible con el propó-sito de incursionar en territorio sobrenatural. Dicha profanación provocaría la reducción de las cuestiones de valor a meros proble-mas técnicos (ergo cuantificables, objetivables, estandarizables) y fundaría —rescato la jerga empleada en Cultura y valor— un mundo cubierto en su totalidad de “ceniza oscura y gris”, yermo de brasas. Un mundo obra y gracia de los excesos del racionalis-mo ilustrado, “envuelto en celofán”, dormido, indemne al asom-bro, monocolor, hecho uno, cautivo de la abstracción y la sabi-duría, vuelto de espaldas a la fe, aislado de Dios, sumiso ante el yugo de una “ciencia jabonosa” obstinada en depreciar la religión (recuérdese la crítica de Wittgenstein a Frazer) y reemplazarla en el cometido de determinar cómo debemos vivir y qué debemos esperar.6

Si Wittgenstein viviera a día de hoy lo tendría claro; el reem-plazo de marras se ha producido, popularizado y consolidado. De botón de muestra, podría alegar, Pete Cohen y Carol Rothwell, psicólogos que presentaron en el año 2002 la fórmula matemá-tica de la felicidad (el ínclito Eduardo Punset presentó la suya en 2005): P+5xE+3xN, donde la variable P designa la personalidad (flexibilidad, adaptación...), E la existencia (salud, situación eco-nómica...) y N las necesidades prioritarias (autoestima, expectati-vas...). El episodio —no olvidemos la fórmula algebraica del amor de James Murray, de mediados del 2003, ni el VMAT2, “gen de Dios” descubierto por Dean Hamer en el 2006— trasluce la na-turalización de lo místico, tendencia al alza afanada en inquirir soluciones científicas a o en perpetrar explicaciones científicas de los “problemas vitales”.

Me gustaría dilucidar la naturalización de lo místico a través de un ángulo alterno al diagnóstico de Wittgenstein. En lugar de ver en ella la prueba de que la ciencia ha invadido/reemplazado

�  Véase; A. Herman, La idea de la decadencia en la historia occidental, Barcelona, Andrés Bello, 1998, págs 198-258.

�  En El porvenir de una ilusión (1927), Freud expresa con inusitado tono positivista la esperanza de que la ciencia se haga cargo de la función de dar sentido a la vida y sustituya a la religión, “neurosis obsesiva de la colec-tividad” brotada del sentimiento de desamparo y la nostalgia de padre que, habiendo contribuido a la domesticación de los instintos destructivos y a la resguarda de la civilización, corresponde a etapas inmaduras (infantiles) de la cultura. La eventualidad que tanto aterraba a Wittgenstein ilusiona-ba a Freud, personaje, como es bien sabido, muy importante para el autor del Tractatus —quien hubiera encajado, pese a sus serias reservas ante la terapia freudiana (¿mecanismos de defensa ante el deseo inconsciente de psicoanalizarse?) como un guante en un tratamiento psicoanalítico están-dar—. Pero no hay que sobrevalorar tal desencuentro, dado que se produce dentro de un muy parecido diagnóstico. Lo que se valora de forma opuesta (la ciencia invade/reemplaza a la religión) es presupuesto común.

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lo místico sugiero contemplarla como la prueba de que el arre-bato místico integrado en la ciencia moderna se ha desatado. La sugerencia presupone, obviamente, el cuestionamiento de las dualidades establecidas por el Tractatus, y apuesta por certificar que lo científico y lo místico, el hecho y el valor no ocupan nece-sariamente flancos contrapuestos. En realidad, no planteo nada nuevo. La filosofía crítica de la ciencia y la sociología del conoci-miento científico andan metidas —para despecho de Sokal— en tal tesitura tiempo ha, en especial desde que Kuhn publicara La estructura de las revoluciones científicas y Bloor alumbrara el “Programa Fuerte” en los recintos de la escuela de Edimburgo. Fruto del trabajo de autores como Barnes, Feyerabend, Collins, Latour, Winner, Shapin, Woolgar y MacKenzie la constatación (usual, asimismo, entre frankfortianos, hermeneutas y neoprag-matistas) de que la ciencia, lejos de constituir un modelo de inda-gación autónomo y neutral, blindado merced implacables pautas metodológicas frente las influencias sociales, históricas y psicoló-gicas, está ineludiblemente situada, cargada de valores políticos, estéticos, económicos y culturales. Mi deseo es la de corroborarlo explorando telegráficamente (el imperativo de brevedad manda) la trastienda religiosa de la ciencia. No pretendo, quede claro, ex-plorar el concepto wittgensteiniano de religión, sino presentar una lectura de la naturalización de lo místico que cuestione, insis-to, las dicotomías tractarianas (y similares) y revele las fusiones e interferencias abiertas entre el saber y lo esotérico, la razón y la fe, lo natural y lo sobrenatural. Habida cuenta del curso seguido por la ciencia, la exposición que sigue se referirá con frecuencia a ésta en términos de tecnología.

�. En Técnica y civilización (1934) Mumford corrigió a Weber y ubicó el origen del complejo científico-tecnológico-económico que tanto desazonaba a Wittgenstein mucho antes del protestan-tismo, en los monasterios benedictinos de finales del siglo X. Allí, en pleno locus místico, inició la racionalización de la existencia su andadura, y a su vera la perspectiva cientificista de la realidad, el domino técnico de la naturaleza y el modo de producción capita-lista. Allí se adoptó por vez primera el modus vivendi típico de la civilización industrial, aquel que enteramente planificado y au-tomatizado alrededor del horario acabaría generalizándose tras la irrupción del reloj mecánico, artefacto que “por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayu-da a crear la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mensurables: el mundo especial de la ciencia”.� “El monasterio, añade Mumford, fue la sede de una vida regular, y un instrumento para dar las horas a intervalos o para recordar al campanero que era hora es un producto casi inevitable de esta vida. Si el reloj mecánico no apareció hasta que las ciudades del siglo XIII exigieron una rutina metódica, el hábito del orden mis-mo y de la regulación formal de la sucesión del tiempo, se había convertido en una segunda naturaleza en el monasterio”.8

Con sus rutinas regularizadas y uniformizadas en tanto que cronometradas, los benedictinos habilitaron el nacimiento de una época que fulminaría la suya. En apenas un par de siglos, la subordinación sistémica a “secuencias matemáticamente mensu-rables” traspasó los muros del monasterio y emigró a las zonas mundanas de la cartografía (coordenadas abstractas de latitud/longitud favoreciendo el imperialismo) y la economía (relevo de

�  L. Mumford, Técnica y civilización, Madrid, Alianza, 2002, pág 32. Crombie parafrasea la tesis mumfordiana; “El invento a finales del siglo XIII del reloj mecánico... completó la sustitución del tiempo «orgánico», progre-sivo, irreversible tal como era vivido, por el tiempo abstracto, matemático, de unidades sobre una escala, que pertenecía al mundo de la Ciencia”. A. C. Crombie, Historia de la ciencia 1: De San Agustín a Galileo, Madrid, Alian-za Universidad, 1993, pág 167.

�  L. Mumford, Técnica y civilización, pág 30.

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la economía de trueque por la economía monetaria, basada en el cálculo y el número). Advino, así, el hombre de negocios, legata-rio de los dones del monje. El tiempo se convirtió en oro, el bur-gués en ejemplo de puntualidad, la cifra en objeto sublime del pensar y la empresa en recinto de sincronización cronométrica de los esfuerzos (la organización científica del trabajo de Taylor y Ford) practicada al compás marcado por las máquinas. El cientí-fico heredó idénticos dones. Asumió la autodisciplina y desperso-nalización del monje (el ideal ascético, contó Nietzsche en la ter-cera parte de la Genealogía de la moral) en aras de la descripción neutral de los hechos (contrapartida secular de la visión mística), e hizo con la naturaleza (identificada con un reloj) lo que la abadía había hecho con la vida de los frailes, matematizarla, forjando la representación cuantitativa, abstracta, mecanicista y funcional de la misma.

David Noble firmó en 1997 La religión de la tecnología, ensayo que vuelve a localizar en los claustros benedictinos el origen de la tecno-ciencia occidental. Junto a la pertinente crónica del su-ceso y el seguimiento de su evolución a lo largo de la historia del pensamiento, Noble aporta un lúcido examen de la presencia de lo místico-religioso en el seno de los más vanguardistas proyectos científico-tecnológicos actuales que viene a complementar y radi-calizar la querella mumfordiana contra la “fe en la religión de la máquina”. Dado su interés, cito el planteamiento de partida en su totalidad;

“Algunos observadores... han argumentado... que el resurgimiento de la expresión religiosa es un indicio de la esterilidad espiritual de la raciona-lidad tecnológica, que en la actualidad la creencia religiosa se está reno-vando como un complemento necesario de la razón instrumental porque proporciona un sustento del que la tecnología carece. Quizás haya algo de verdad en esta proposición, sin embargo todavía presupone la asunción equivocada de una oposición básica entre ambos fenómenos e ignora lo que tienen en común. En este sentido, la tecnología y la fe modernas no son ni complementarias ni contrarias, ni tampoco representan estadios sucesivos del desarrollo humano. Se encuentran, y siempre se han en-contrado, fusionadas, siendo al mismo tiempo la empresa tecnológica un empeño esencialmente religioso. ”9

Noble aborda el muy debatido “retorno de la religión”10 con una óptica diferente a la acostumbrada. Mantiene que la religión no ha vuelto para llenar de significado nuestras vidas y solventar nuestros “problemas vitales” una vez corroborada la ineptitud de la tecnología para hacerlo.11 No, la religión no ha vuelto para avi-var las brasas y recuperar el terreno que le sustrajo la fría razón instrumental, dado que nunca se fue y nunca ocupó ámbitos an-titéticos a ésta. Al contrario, el trabajo de cuantiosos científicos e ingenieros ha estado y está, a veces conscientemente, a veces no, mediado por un soterrado corpus ideológico religioso que, orien-tado a la consecución de fines espirituales, desdeña las necesida-des humanas terrenales.

Volvamos al monasterio benedictino de la mano de Noble. Allí, afirma, se urdió en oposición al estigma patrístico la dignificación de las “artes útiles”. Molinos de viento, molinos de agua e inno-vadores métodos agrícolas elevaron los niveles de prosperidad y

�  D. Noble, La religión de la tecnología. La divinidad del hombre y el espíritu de invención, Barcelona, Paidós, 1999, pág 16-17.

�0  Véase; D. Lyon, Jesús en Disneylandia. La religión en la posmoder-nidad, Madrid, Cátedra, 2002: P. Sloterdijk & W. Kasper, El retorno de la religión, Oviedo, KRK, 2007: Z. Bauman, “¿Una religión posmoderna?”, en La posmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001, pág 202-228.

��  Es lo que pensaba Wittgenstein. En la entrada del Diario filosófi-co correspondiente al 25-5-1915, Wittgenstein formula la sentencia 6.52 de modo diferente, precediéndola de una afirmación que eliminaría de la versión definitiva del Tractatus; “El impulso hacia lo místico viene de la insatisfacción de nuestros deseos por la ciencia”. L. Wittgenstein, Diario filosófico, pág 76.

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optimismo. Una creencia marginal de la primera cristiandad re-verdeció con fuerza al amparo de los buenos tiempos; la humani-dad puede recuperar el parecido original con Dios, la perfección previa a la caída provocada por el pecado original. Juan Escoto Erigena unificó ambos sucesos en el siglo IX, estableciendo el cre-do perfectista de la religión tecnológica; las artes mecánicas son instrumentos de salvación entregados al hombre por Dios con el objeto de que recobre la perfección adánica. La proliferación de nuevas invenciones en el siglo XII (reloj mecánico, lentes...) y las debidas ventajas obtenidas afianzaron la perspectiva de la técni-ca estrenada por Erigena. Joaquín de Fiore aportó un elemento crucial en esa centuria para el tema que nos ocupa, la expectati-va milenarista, trama teleológica de salvación futura en la Tierra —muy influyente en las postreras filosofías de la historia1�— que Roger Bacon (S. XIII) y Ramón Llull (S. XIV) ensamblarían a la postre al perfectismo, dando pie al segundo credo de la alianza de fe y razón; la ciencia y la tecnología restauran la naturaleza divina del hombre y favorecen la llegada del reino de Dios.

Sito en el contexto alquímico (Agrippa, Paracelso) y herméti-co (Ficino, Bruno) del Renacimiento (contexto que incorporó al repertorio de la religión tecnológica el acervo del esoterismo pa-gano), Francis Bacon (buque insignia del oficio de esclarecer el pensamiento) dio un espaldarazo definitivo a la orientación mís-tica de la ciencia en múltiples pasajes del Novum Organum. Sirva este; “los inventos son... casi nuevas creaciones e imitaciones de las obras divinas”.1� Y este; “a causa del pecado el hombre no sólo cayó de su estado de inocencia, sino también de su reino sobre las criaturas. Pero ambas cosas todavía pueden ser corregidas en esta vida: la primera mediante la religión y la fe, la segunda mediante las artes y las ciencias”.1� La Reforma revalidó la conversión baco-niana de “las artes y las ciencias” en sirvientas de la fe,15 estimuló el énfasis apocalíptico legado por Fiore al máximo y robusteció la confianza utópica en el poder redentor de las ciencias y las artes mecánicas. Robert Nisbet determina, en la línea de Merton, los dogmas nodales del calvinismo puritano, “la creencia en la proxi-midad del Milenio y la confianza en que la evolución de las cien-cias y las artes aceleran su llegada”.16

Espoleados por el símil baconiano de artilugios técnicos y obras divinas, los fundadores de la revolución científica “invocaron cada vez más la imagen del Dios como artesano y arquitecto con el fin de que la analogía llevase el prestigio a sus propias actividades... En el siglo XVII, los científicos empezaron a llevar esta analogía artesanal entre las obras del hombre y las de Dios algo más allá, hacia una identidad real entre ellos”.1� Dios se convirtió en Inge-niero y el ingeniero en humano escogido por Dios que comparte con éste dos facultades inasequibles para el común de los morta-les, la habilidad de crear máquinas (ahí están las hipercomplejas máquinas divinas; el universo, el cuerpo humano...) y el discurrir puro, es decir, calculador, lógico-matemático. Este imaginario (familiar entre los miembros de la Royal Society) gestó el credo creacionista; la humanidad recuperará la perfección adánica cuando iguale, y por qué no supere, a Dios en su terreno, el de la creación ingenieril. La tentativa (vinculada a la enésima con-fluencia de la lógica y las matemáticas con lo sobrenatural) cruzó lo decimonónico a cuenta de las logias masonas y el positivismo

��  Sobre la relevancia de Fiore en dicha área; K. Löwith, Historia del mundo y salvación. Los presupuestos teleológicos de la filosofía de la his-toria, Buenos Aires, Katz, 2007: M. Bull (comp.), La teoría del apocalipsis y los fines del mundo, México D. F, Fondo de Cultura Económica, 1998.

��  F. Bacon, Novum Organum, Barcelona, Laia, 1987, pág 176.��  Ibid, págs 356-357.��  Ibid, pág 141.��  R. Nisbet, Historia de la idea de progreso, Barcelona, Gedisa, 1981,

pág 181.��  D. Noble, La religión de la tecnología, págs 86-87.

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francés. Durante los siglos XX y XXI cosechará laureles sin igual a la luz de la robótica, la nanotecnología, la inteligencia artificial, la realidad virtual y la biotecnología, campos de investigación emer-gente donde bajo la superficie de un discurso de mecanicista, ma-terialista y, por lo general, ateo la religión tecnológica vive sus mejores momentos.

3. Paso a argumentar la última afirmación con un ojo puesto en La Nueva Ciudad de Dios, obra de Andoni Alonso e Iñaki Ar-zoz que desgrana, compartiendo premisa con Noble,18 los mitos judeocristianos y herméticos del digitalismo, nomenclatura con-ferida a la religión tecnológica madurada alrededor de las tecno-logías informáticas. Atrás quedan los tiempos del tictac. No así el proyecto de matematización integral del orbe iniciado por la re-glamentación horaria benedictina, que ha encontrado una máqui-na mejor que el reloj para realizarse plenamente, el ordenador, tótem y condición de posibilidad de la postmodernidad bajo cuya ubicua influencia todo (el universo, el cerebro, la bolsa, el código genético...) aparece procesando información, ejecutando progra-mas de software, mediando inputs y outputs, almacenando bits de datos.19 Fiel (omitamos las referencias manidas de Babbage, Neumann, Wiener y Turing) a sus orígenes píos —el Ars Magna luliano (artefacto lógico-teológico ideado por el mallorquín para evangelizar a los infieles) y la formalización del pensamiento ini-ciada por Descartes, Spinoza, Pascal, Boyle y Leibniz con la mente lógico-matemática de Dios como modelo—, el ordenador ha dis-parado el arrebato místico de la ciencia y la tecnología.

Vayamos por partes. El credo perfectista sembrado por Erigena (rehabilitar la perfección adánica del hombre por medio de las artes mecánicas) cristaliza en la postmodernidad en el empeño de atiborrar el cuerpo de neurochips, correctores de ADN, dro-gas inteligentes, optimizadores del sistema inmunitario, prótesis y nanobots. Ya no se trata, máxime, de corregir déficits, sino, más bien, de gestar superávits. Ya no se trata, pongamos por caso, de ver bien, sino de ver más. Richard Brooks (director del Laborato-rio de Inteligencia Artificial del MIT) deja muy claro por dónde van los tiros; “Al igual que la cirugía plástica se ha hecho ya ha-bitual, los perfeccionamientos tecnológicos corporales se torna-rán aceptables por la sociedad. Personas nominalmente sanas co-menzarán a introducir tecnologías robóticas en sus organismos... La promoción de la visión nocturna llegará al punto en que indi-viduos con dos ojos perfectamente sanos estén dispuestos a sa-crificar uno en aras de esa particularidad”.20 Kevin Warwick (jefe del Departamento de Cibernética de la Universidad de Reading) emite sin evasivas el sentir perfectista actual; “Soy dolorosamen-te consciente de las limitaciones del cuerpo humano. Sobre todo cuando lo comparo con la forma en que perciben el mundo las máquinas y con lo que son capaces de hacer las computadoras. El hombre, con sus capacidades mentales y físicas, es limitado; por eso me parece excitante la idea de perfeccionar el cuerpo”.�1

��  “No queremos dar a entender que la fe de los científicos contaminara el rigor del método científico en su aplicación, sino que el rumbo de la cien-cia estaba orientado y dominado por mitos religiosos hasta el punto de que moldearon la ciencia que hoy conocemos. Un estudio exhaustivo, biográfico y bibliográfico, de figuras claves del racionalismo científico... nos demuestra cómo sus fuentes e intereses se hallaban fuertemente relacionados con una larga tradición anterior que mezclaba la ciencia con la religión”. A. Alonso/I. Arzoz, La Nueva Ciudad de Dios, Madrid, Siruela, 2002, pág 68.

��  Me permito recomendar un artículo donde este triunfal pancomputa-cionismo (traslación postmoderna del reductivismo fisicalista de siempre) campa a sus anchas; S. Lloyd y J. Ng, “Computación en agujeros negros”, en Revista Investigación y ciencia, nº 340, Enero, 2005, págs 58-67.

�0  R. Brooks, Cuerpos y máquinas, Barcelona, Ediciones B, 2002, págs 264-265.

��  http://www.nexos.com.mx/index.asp.

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Urge subrayar dos cosas; (i) Para el perfectismo digitalista per-feccionar al ser humano equivale a transfigurarlo —en una obsti-nación similar a la del “hombre auto-operable” de Sloterdijk— en cyborg, híbrido hombre-máquina cuyos suplementos sintéticos le reportarán, se supone, mayor longevidad, inteligencia, memoria y fortaleza física. A destacar la interfaz cerebro-ordenador, mo-mento estelar de la cyborgización perfeccionadora que, capitali-zando líneas de investigación de primer orden en la actualidad,�� Warwick ya ha experimentado en sus carnes.�� (ii) El digitalismo plagia el gesto nodular de lo místico-religioso, la estigmatización platónico-dualista del cuerpo, tildado de defectuoso y carencial, divisado a modo de un recipiente obsoleto a reparar, sustituir o, como tendremos oportunidad de comprobar, extinguir y abando-nar de inmediato en favor de un recipiente mejor.��

Pasemos al credo creacionista. En la postmodernidad cristaliza en el empeño de manufacturar vida ex nihilo, bien en forma de clones, inteligencias artificiales, androides o mundos virtuales. La fabricación de robots antropomorfizados arranca en el siglo XIII, fecha de la cabeza parlante de Roger Bacon. Del siglo XVI proce-den el Homúnculo de Paracelso, el Golem de Judah ven Loew y “El Hombre de Palo” de Giovanni Torriani. En el siglo XVIII el reloje-ro Jaquet-Droz creó tres autómatas, “La Pianista”, “El Dibujante” y “El Escritor”, el Barón von Kempelen a un ajedrecista y Vauca-son a un flautista que incitó a Diderot y d´Alembert a incluir la entrada “androide” en la Enciclopedia. Los músicos mecánicos de Kaufmann cautivaron al gentío a principios del XIX. Nada com-parable, sin embargo, a la atención que reciben los ejemplares de Honda en nuestros días. O al empaque de Kismet y Nexi, proto-tipos del MIT dotados, cuentan, de la capacidad de experimentar emociones. Sea como fuere, topamos con un quehacer medular de la religión tecnológica, inducido (el juicio vale igualmente para la clonación) por “el sueño inconfesado de apropiarse de una facul-tad reservada a Jehová o al Dios de los cristianos, la capacidad de crear a un hombre artificial, como había hecho la divinidad en el origen de los tiempos”.�5

Con todo, el creacionismo digitalista codicia algo más ambicio-so. Crear doppelgángers a imagen y semejanza de los humanos es insuficiente. Hay que superar a Dios en su obra magna, la creación y programación de un universo lógico-matemático. La tecnología punta de la realidad virtual y el ciberespacio descansa sobre esta megalomanía faustiana, aderezada con las ínfulas perfectistas co-rrespondientes. Puestos a crear un mundo artificial, edifiquemos, diríase, uno sin los defectos del mundo natural (la estigmatiza-ción del cuerpo carnal acompaña a la estigmatización del mundo físico y viceversa), un mundo inmaterial, higienizado, interactivo, no tractariano, que se pliegue ipso facto (con un simple clic o pes-tañeo) a la voluntad del usuario.26 Creacionismo al margen, la do-tación religiosa, ocultista y esotérica de la realidad virtual (viajes astrales, desdoblamientos y estados de trance entre los discípulos de Jaron Lanier y Timothy Leary) y el ciberespacio (continente que acoge religiones específicas; la Cosmosofía de Bert Tellan, el

��  Gary Stix ofrece un panorama de la cuestión en; G. Six, “Interfaz entre el cerebro y la máquina”, en Revista Investigación y ciencia, nº 389, febre-ro, 2009, págs 12-17.

��  Sobre las peripecias de Warwick y el icono cyborg, véase: I. Sáda-ba, Cyborg. Sueños y pesadillas de las tecnologías, Barcelona, Península, 2009: N. Yehya, El cuerpo transformado, Barcelona, Paidós, 2001.

��  Véase; D. Breton, “Lo imaginario del cuerpo en la tecnociencia”, en Revista Reis, nº 68, 1994, págs 197-210: F. Duque, “De cyborgs, superhom-bres y otras exageraciones”, en Arte, cuerpo, tecnología, D. Sánchez (ed.), Salamanca, Universidad de Salamanca, 2003, págs 167-187.

��  R. Gubern, El simio informatizado, Madrid, Fundesco, 1988, pág 52.��  Para Wittgenstein, la felicidad es inseparable de la renuncia (estoica)

a influir en el curso del mundo. Las sentencias 6.373 y 6.374 del Tractatus compendian la tesis de que el mundo es ajeno a la voluntad.

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Tecnopaganismo de Mark Pesce...) es enorme, imposible, siquie-ra, de caricaturizar aquí.�� No obstante, podemos hacernos una idea gracias a los siguientes testimonios. Tom Furnes (pionero en el sector) declaró; “El ciberespacio nos parecerá el paraíso..., un espacio para la restauración colectiva de la perfección”.28 El filósofo Michael Heim preguntó; “¿Qué mejor forma de emular el conocimiento de Dios... que generar un mundo en el que los seres humanos pudieran disfrutar de un acceso instantáneo semejan-te al de Dios?”�9. Michael Benedikt (presidente de Mental Tech, Inc.) sostuvo, por su parte, que en el ciberespacio “flota la imagen de una Ciudad Celestial, la Nueva Jerusalén del Apocalipsis..., un lugar con el que podríamos recobrar la gracia de Dios..., plantea-do como una bella ecuación”.30

Pero el digitalismo tampoco satisface su pulsión creacionista con la RV. Vernor Vinge (profesor de Matemáticas de la Univer-sidad de San Diego y escritor de ciencia ficción) pronostica que “estamos en vísperas de un cambio comparable al surgimiento de la vida humana en la Tierra. La causa concreta de este cambio es la inminente creación, mediante la tecnología, de entidades con una inteligencia superior a la humana”�1. En apenas veinte años, asistiremos, supone, al primer destello de la Singularidad, o sea, “al despertar de la conciencia” y al “desarrollo intelectual infinito” por parte de las máquinas, sean ordenadores creados a tal fin o re-des de ordenadores que adquirirán las habilidades mencionadas de manera espontánea. Robert Jastrow (profesor de Astronomía de la Universidad de Columbia y fundador del Instituto Goddard de la NASA) pronunció análoga previsión en 1981; “La era de la vida basada en la química del carbono está encaminándose a su fin sobre la Tierra, y una nueva era de vida basada en el silicio –indestructible, inmortal, con infinitas posibilidades– está empe-zando. Con el cambio de siglo, máquinas ultrainteligentes estarán trabajando en íntima asociación con nuestras mejores mentes”.�� No hay marcha atrás. Nos guste o no (anuncian Vinge y Jastrow escoltados por Ray Kurzweil, Hans Moravec y Marvin Minsky), el ordenador igualará nuestras capacidades cognitivas muy pronto. Será por poco tiempo, añaden, pues la máquina pensante (libre de constricciones biológicas) amplificará exponencial, inninterrum-pida e ilimitadamente su sapiencia, hasta volverse omnipotente. Semejantes profecías (nada decorativas o marginales) resultan sumamente útiles para desentrañar el creacionismo adjunto a la inteligencia artificial, semillero de mil y una disputas en la filo-sofía de la mente. En principio, la misión parece reducirse a la duplicación de la mayor hazaña de Dios, la inteligencia humana (entendida bajo el paradigma computacional/cognitivo). Sin em-bargo, lo que subyace no tan subrepticiamente (a La física de la inmortalidad de Tipler me remito) es el típico empeño perfectis-ta, si bien, precisan Alonso y Arzoz, llevado al extremo de preten-der “crear un simulacro de inteligencia ya no humana, sino, en el fondo, perfecta y cuasi divina”.��

El credo milenarista cristaliza en la postmodernidad en el trans-humanismo (H+), estirpe tecno-utópica del digitalismo que con-grega a un tropel de científicos, ingenieros, artistas, teóricos, ac-tivistas de la cibercultura y escritores de ciencia ficción a los pies de un metarrelato prospectivo y lamarckiano de emancipación

��  Además de La Nueva Ciudad de Dios, véase: R. Gubern, Del bisonte a la realidad virtual, Barcelona, Anagrama, 2003. T. Maldonado, Lo real y lo virtual, Barcelona, Gedisa, 1999. M. Dery, Velocidad de escape. La ciber-cultura en el final del siglo, Madrid, Siruela, 1998.

��  Citado en; D. Noble, La religión de la tecnología, págs 194-195.��  Ibid, pág 195.�0  Ibid, pág 196.��  V. Vinge, “La singularidad”, en El rival de Prometeo, S. Bueno & M.

Tejedor (eds.), Madrid, Impedimenta, 2009, pág 366.��  R. Jatrow, El telar mágico, Barcelona, Salvat, 1988, pág 171.��  A. Alonso/I. Arzoz, La Nueva Ciudad de Dios, pág 212.

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que declara: A diferencia del resto de criaturas el homo sapiens carece de naturaleza inmutable, máxime a raíz de la irrupción de la cibernética, la inteligencia artificial, la ingeniería genética, la realidad virtual y la nanotecnología, disciplinas que le brindan la oportunidad de tomar las riendas de la providencia y auto-dise-ñarse biológicamente al margen de las directrices biológicas he-redadas en pos del perfeccionamiento.�� Para conseguirlo, debe eludir los prejuicios bioluditas y entregarse a la manipulación científica y tecnológica del organismo, evento que le catapultará a estadios evolutivos superiores. Primero, asevera el partidario, el hombre mutará en transhumano, criatura biónica transicional a expensas, todavía, de los ciclos naturales elementales, aunque en un grado menor al de sus antecesores humanos. A medida que las técnicas cyborgizadoras progresen en cuantía y potencialidad, el transhumano coronará, empero, etapas inauditas de desnaturali-zación. Poco a poco, mutará en posthumano, criatura postbiológi-ca, íntegramente autopoiética, ajena a las leyes que rigen “la vida basada en la química del carbono”. Mejorado tecnológicamente de arriba a abajo, este espécimen será inmune a la enfermedad, el dolor y la muerte, dolencias que arrasaron en su día a la humani-dad. Modificado en todas las acepciones concebibles, ya no será humano. ¿Qué será entonces? Un superhombre, o una especie de divinidad.

El modelo de posthumano preferido por el transhumanismo es el entroncado a la transbiomorfosis, procedimiento barruntado por Moravec a partir de una lectura rústica de la filosofía funcio-nalista de la mente.�5 El razonar moraveciano, idealista y dualis-ta al unísono, mantiene —frente a los valederos emergentistas y materialistas de lo que denomina identidad con el cuerpo— que los procesos mentales no son reducibles a los procesos físico-quí-micos del cerebro ni requieren de un soporte biológico. Son esta-dos funcionales, y por lo tanto se caracterizan por las funciones que desempeñan, no por el soporte que las sustenta. De acuerdo con ello, un computador que simule los estados funcionales (el modelo) del cerebro de x tendrá los mismos procesos mentales que x. En una palabra; sería la mente de x, reproducida en un so-porte físico diferente. Conclusión; la mente (el software) puede separarse del cerebro (del hardware venido de fábrica). “Sólo” se precisa construir un SuperTac que escanee la matriz sináptica. De conquistar la hazaña —y Moravec piensa que se conquistará— po-dremos realizar múltiples grabaciones (copias de seguridad) de nuestra mente, y antes de que el cuerpo fenezca (o cuando ape-tezca, simplemente) descargar la última copia en el cerebro de un clon, en el de un androide o, es la opción soberana, en el disco duro de un ordenador provisto de sofisticados ambientes de rea-lidad virtual. Transmigrados al tecno-cielo de silicio, trocados en bits de información, liberados “de la esclavitud del cuerpo mor-tal”,36 los posthumanos habrán derrotado a la muerte. Ni su cuer-po (electrónico) ni su reino (digital) serán de este mundo.

4. El transhumanismo sella por todo lo alto el vasto decurso de la religión tecnológica. Dispensa al desnortado individuo postmo-derno significado, esperanza y consuelo, más una utopía a la altu-ra de su narcisismo, una utopía de inmortalidad y omnipotencia que le permite deleitarse con las ventajas espirituales caracterís-ticas de la religión sin necesidad de comulgar con religión oficial alguna (la religión tecnológica le basta). De acuerdo a Moravec,

��  Mirandola dio los primeros brochazos a la idea del hombre auto-dise-ñado. P. Mirandola, “Discurso de la dignidad del hombre”, en Manifiestos del Humanismo, Barcelona, Península, 2000, págs 99-100.

��  Véase: A. Diéguez, “Milenarismo tecnológico: La competencia entre seres humanos y robots inteligentes”, en Revista Argumentos de la Razón Técnica, 4, 2001, págs 219-240.

��  H. Moravec, El hombre mecánico, Barcelona, Salvat, 1993, xiii.

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“la creencia en otra vida después de la muerte está ampliamente extendida. Pero no es necesario adoptar ninguna postura ni mís-tica ni religiosa para asumir esta posibilidad. Los ordenadores proporcionan un modelo que le resultará válido hasta al meca-nicista más ardiente”.�� Igor Sádaba profiere idéntica opinión; “A partir de ahora no se necesita adorar dioses o pensar en términos de almas..., basta una buena ración de prótesis, informática de última generación y genética industrial”.38 Aunque Moravec y Sá-daba mantengan posiciones encontradas en cuanto a la cyborgi-zación, lo bien cierto es que ambos operan dentro del paradigma donde residen las dualidades tractarianas, concediendo, sin matiz alguno, validez a la dicotomía ciencia–religión y al diagnóstico conforme al cual la naturalización de lo místico es consecuencia del reemplazo de la religión por parte de la ciencia.

¿Qué hubiera pensado Wittgenstein de Moravec y compañía? A nivel existencial, hubiera pensado que el temor a la muerte que los distingue es antitético a la vida feliz, a la visión del mundo sub specie aeterni idiosincrásica de quien vive eternamente, fue-ra del curso del tiempo, en el presente (T. 6.4311), enarbolando indiferencia y resistiendo a las solicitudes supervivenciales de la voluntad. A nivel cultural, la utopía transhumanista le parecería —como les parece por motivos heterogénos a Fukuyama, Virilio, Baudrillard o Habermas— una terrible distopía, el no va más de la decadencia burguesa, del proceso de racionalización de la vida que, transgrediendo el límite de lo decible en nombre del progre-so, acaba transformando lo más valioso (Dios y espíritu huma-no inclusive) en un puñado de algoritmos. A nivel formal, Witt-genstein vería en el transhumanismo el arquetipo de una ciencia que abomina de la seriedad y se vuelve sensacionalista, apta para todos los públicos. En una conversación rememorada por Rush Rhees, Wittgenstein dijo; “Hoy en día existe una tendencia entre los científicos a aburrirse con su verdadero trabajo una vez que han llegado a la mitad de su vida, y se embarcan en absurdas es-peculaciones populares y semifilosóficas”.�9 No menos tajante se mostró en Cultura y valor; “Los escritos científico-populares de nuestros hombres de ciencia no son el resultado del trabajo arduo, sino el descanso en los laureles”.40 No le falta razón a Wittgens-tein. Transhumanistas y digitalistas pueblan —muchos científicos e ingenieros son los primeros en denunciarlo, conste— de “absur-das especulaciones semifilosóficas” los “escritos científico-popu-lares” que publican en estratégicas oleadas. Ahora bien, dichas especulaciones, por absurdas que sean o parezcan, no debieran ser juzgadas de anomalías o excentricidades en el campo científi-co-tecnológico. Según la perspectiva (metódicamente unilateral, debatible) que he defendido, forman parte de una larga e institu-cionalizada tradición, y manan de los arrebatos ideológicos reli-giosos inherentes a nutridos episodios de la historia de la ciencia y la tecnología.

Un interrogante antes de terminar: ¿Y si la separación de cien-cia y religión no funcionara ni en el Tractatus? Yolanda Ruano lo apunta de pasada al hilo de la estructura lógica del mundo promul-gada por Wittgenstein, orden a priori y donador de sentido que cimentando perfecto isomorfismo nos retrotrae al “orden divino creador... que queda inscrito en el acto de creación y que muestra el modo divino de operar”.�1 Apoyándose en Blumenberg y Rorty,

��  Ibid, xii. ��  I. Sádaba, Cyborg. Sueños y pesadillas de las tecnologías, págs 218-

�19.��  Citado en; A. Alonso & I. Arzoz, Carta al homo ciberneticus, Madrid,

Edaf, 2003, pág 195.�0  L. Wittgenstein, Observaciones diversas. Cultura y valor, en Obras

completas II, pág 604.��  Y. Ruano, “Wittgenstein: la filosofía como phármakon del encanta-

miento del lenguaje”, en Revista Logos. Anales del seminario de Metafísica, nº 35, 2002, pág 309.

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Ruano aclara que “estamos ante un resquicio teológico... que da la espalda a la des-divinización del mundo emprendida en la mo-dernidad”.�� Resquicio, preciso un poco más, del Dios de cavilar lógico-matemático, y del orbe, el pensamiento y el lenguaje que reflejan su mente. Otro dato; Umberto Eco vincula al primer Witt-genstein con una demanda recurrente de la religión tecnológica; La búsqueda de la lengua perfecta��, la obtención de un lenguaje unívoco y universal, exento de las ambigüedades y localismos del lenguaje natural. De aspirantes, el Ars Combinatoria de Llull, la Lingua Generalis de Leibniz (inspirada en los 64 hexagramas del I Ching taoísta), el Lenguaje de cálculos de Condorcet, la Lógi-ca de Wittgenstein y el Lenguaje Binario de los programadores informáticos, evocaciones, dictan Alonso y Arzoz, “del lenguaje adánico o divino”��, previo a la caída y al caos de Babel, impolu-tamente lógico-matemático. Ni que decir tiene que Wittgenstein recorrió una vía incompatible con la religión tecnológica. Sin em-bargo, ello no impidió que varios ingredientes del canon simbóli-co-ideológico propiedad de aquella hicieran acto de presencia en el Tractatus, quebrantando el límite allí trazado y contradiciendo el diagnóstico sobre la secularización del que dicho límite partía (es lo religioso quien invade espacios ajenos, más bien).

Caprichos de la providencia, Wittgenstein solicitó en 1926 in-gresar como monje en un convento benedictino. De haber sido aceptado, hoy referiríamos una severa paradoja. El desprecio a la civilización industrial habría llevado a nuestro filósofo a refugiar-se en el lugar más inapropiado, en la matriz (Mumford y Noble, al habla) de esa civilización.

��  Ibid.��  U. Eco, La búsqueda de la lengua perfecta, pág 141.��  A. Alonso/I. Arzoz, La Nueva Ciudad de Dios, pág 217.

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Implicaciones de la ética de Wittgenstein en la concepción de la creación artística: ¿voluntad o representación?

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R ecordemos brevemente la diferencia establecida por Lud-wig Wittgenstein en las últimas proposiciones del Tracta-tus1 entre aquello que puede ser dicho y aquello acerca de

lo cual sólo cabe el silencio. Lo primero es el mundo; lo segundo, otra cosa, lo místico. Por un lado, los hechos; por otro, el valor. El valor queda fuera del mundo al modo de un velo que le otor-gara un determinado color. Por color queremos decir tono vital. Nos ayuda a tener la justa visión de las cosas. Lo verdaderamente crucial, el sentido de la vida, es trascendental.� Las proposiciones no pueden decir absolutamente nada acerca del valor. Si a uno le pertenece la esfera del decir, al otro la del mostrar. “Lo inexpre-sable, ciertamente existe. Se muestra, en lo místico”,� diría Witt-genstein, y el arte puede mostrar esa esfera aproposicional.

Comencemos a enfocar el problema de la creación artística des-de este punto de vista. La obra de arte muestra además de decir en un sentido similar al establecido por Wittgenstein. Es más, en arte, cuando calla lo suficiente, cuando no da sermones, lo que se muestra (contenido) es inseparable de la forma en que es mos-trado (representación). Subrayemos la relación de subordinación adverbial impropia condicional entre las dos primeras proposicio-nes y la proposición principal de la oración anterior. No toda obra de arte (en sentido ordinario, que no wittgensteiniano) muestra. Aquellas obras de arte incapaces de guardar silencio dicen dema-siado. Pensemos, por ejemplo, en la poesía patriótica. Un poema dice más de lo que puede decir si desnuda en lugar de dar cobijo a la manera de una imagen pornográfica. Para que esto no suce-da, parafraseando a Wittgenstein, lo expresado en él tiene que ser arropado por el corazón.� Creemos que Wittgenstein estaría de acuerdo con la distinción de Peter Handke entre las obras de arte que echan a perder el callar y aquellas que sin conservar el callar lo transmiten.5

Vayamos paso a paso. Han sido muchos los que supieron re-conocer el giro hacia el arte como aquello capaz de mostrar lo inefable de la crítica del lenguaje wittgensteiniana6. El propio Wittgenstein lo indicó en varios lugares. El lenguaje del arte es lo

�  L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 17ª ed., trad. de J. Muñoz e I. Reguera, Alianza, Madrid, 2000.

�  Tractatus, 6.41.�  Ibíd., 6.522. �  Culture and Value, 2ª ed. corregida con traducción inglesa, ed. G. H.

von Wright en colaboración con H. Nyman, trad. de P. Winch, Basil Blac-kwell, Oxford, 2006, p. 62 (MS 133 6: 24.10.1946).

�  Cf. P. Handke, Pero yo vivo en los intersticios. Diálogo con Herbert Gamper, trad. de M. A. Gregor, Gedisa, Barcelona, 1990, p. 89. Debemos la cita a los parágrafos que A. A. Puelles dedica a Handke en El arte de lo indecible, Universidad de Extremadura, Cáceres, 2002, pp. 61-62.

�  Entre ellos, cf. T. K. Fann, El concepto de filosofía en Wittgenstein, trad. de M. Á. Bertrán, Tecnos, Madrid, 1975, p. 53; A. Janik/ S. Toulmin, Wittgenstein’s Viena, Touchstone, Nueva York, 1973, p. 197; I. Reguera, El feliz absurdo de la ética, Tecnos, Madrid, 1994, p. 62; I. Somavilla, ‘Luz y sombra: reflexiones sobre los textos de Wittgenstein’, en Luz y sombra, pp. 99-102.

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suficientemente silencioso como para no interferir con el velo que protege las cosas y precisamente esto constituye su dimensión éti-ca. El arte es capaz de mostrar. Wittgenstein utilizó explícitamen-te el verbo “zeigen” para explicar la actividad del arte en Cultura y valor (a pesar del contenido irónico del aforismo en cuestión)� y escribió a Engelmann que lo inexpresable está inexpresablemen-te expresado en la poesía de Uhland.8 No sólo se mueven en el terreno del mostrar las formas artísticas más complejas, como la poesía de Uhland. Esto lo pueden conseguir también formas ar-tísticas más cotidianas, incluso las simples, como la película ame-ricana media.9

Concentrémonos por el momento en qué capacita a la obra de arte a quedarse en el ámbito del mostrar. Volvamos al principio. El silencio. Wittgenstein no dejó de oponer la mentalidad apoé-tica de su filosofía, a la que prácticamente tildó de mirona sin es-crúpulos, a la capacidad del arte y de la religión para acercarnos a una realidad todavía velada.10 Pero ¿cómo se logra en arte el silencio? Recordemos la distinción de Handke. No se trata de no decir en absoluto, sino de un silencio muy particular. O mejor: de un determinado decir (silencioso). Aquí entra en juego la figura del artista. Para no salirse de lo decible, una obra de arte ha de ser fiel al lenguaje en el que tiene lugar. No nos referimos a una forma artística en concreto, como la pintura o la escultura, sino al programa artístico del autor de la obra en cuestión.

Como Tore Nordenstam explicase a partir de la obra de Piet Mondrian, el programa artístico de un pintor es el resultado de la búsqueda continua de una forma de expresión cada vez más ade-cuada.11 Una de las formas de acercarse al programa artístico de un pintor en concreto es atender a cada uno de sus cuadros desde el trasfondo de toda su obra. Otro camino que puede conducirnos al mismo sitio es el estudio de los programas artísticos de sus co-etáneos, donde encontraremos esfuerzos comunes, dado que, si-guiendo en la línea wittgensteiniana, comparten con el pintor en cuestión una determinada forma de vida.1� Por otro lado, se ha de tener en cuenta que el programa artístico no se desarrolla a par-tir de la decisión consciente del artista. Lejos de tratarse de ideas llevadas a cabo plásticamente, es inseparable del proceso creativo mismo. El programa es el proceso. La búsqueda.

Enfoquemos la relación entre juegos de lenguaje y programa artístico ayudándonos de la clara exposición de Hagberg en Me-aning and Interpretation.1� Recordemos aquello que dijera Witt-genstein a propósito de la opinión de Frege de que toda aserción implica una suposición: “Pero “Que tal y cual es el caso” no es ni siquiera una oración en nuestro lenguaje —no es aún una jugada en el juego de lenguaje”.1� En un juego de lenguaje hay determi-nados movimientos que son posibles y otros que no lo son. El

�  Culture and Value, p. 67 (MS 134 106:5.4.1947).�  Wittgenstein/Engelmann, Cartas, encuentros, recuerdos, ed. I. Soma-

villa con la colaboración de B. McGuinness, trad. de I. Reguera, Pre-Textos, Valencia, 2009, p. 38.

�  Culture and Value, pp. 65-6 (MS 134 89: 2.4.1947). �0  Ibid., p. 8 (MS 109 200: 5.11.1930). De lo que, por otro lado, da fe

Wittgenstein en ‘El ser humano en la campana de cristal roja’, en Luz y sombra, ed. I. Somavilla, trad. de I. Reguera, Pre-Textos, Valencia, 2006, pp. 55-58.

��  ‘Intention in Art’, en Wittgenstein/Aesthetics and Transcendental Philosophy, ed. K. S. Johannessen y T. Nordenstam, Hölder-Pichler-Tems-ky, Viena, 1981, pp. 134-135

��  Como Wittgenstein señalase a propósito de los puntos en común en-tre las obras de Brahms y Keller, (Lecciones y conversaciones sobre estéti-ca, psicología y creencia religiosa, trad. de I. Reguera, Paidós, Barcelona, 1992, p. 103 (nota del editor)).

��  Meaning and Interpretation: Wittgenstein, Henry James and Lite-rary Knowledge, Cornell University Press, Ithaca, 1994, pp. 17-24.

��  Investigaciones filosóficas, trad. de A. García Suárez y U. Moulines, Crítica, Barcelona, 2002, §22.

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significado de las palabras está en el uso y éstas son usadas en específicos juegos de lenguaje enmarcados a su vez en una forma de vida. Por tanto, el uso (y el correspondiente significado) de las palabras no es independiente del juego de lenguaje en el que tie-ne lugar. Cada juego de lenguaje genera su esfera de movimien-tos posibles, delimitando el ámbito de lo decible. Sabemos quién pintó un cuadro que vemos por primera vez porque reconocemos en ese caso particular algunos de los movimientos que caracte-rizan el juego de lenguaje de ese determinado pintor. Precisa-mente porque estamos familiarizados con dichos movimientos somos capaces de imaginar cómo se enfrentaría ese pintor a un motivo determinado. Pero la sorpresa se mantiene. No nos equi-voquemos. El proceso creativo está en continua transformación. A veces la transgresión de reglas (que no de lo decible) da lugar a otras más interesantes, pudiendo la obra en cuestión crecer en la contradicción.

Por el contrario, cuando un pintor no respeta los límites esta-blecidos por su propia práctica artística se adentra en el terreno de lo indecible. Cuando un pintor se sirve de elementos de cultu-ras y tiempos diversos es más que probable que peque de incohe-rencia –a no ser que desarrolle un lenguaje que permita la utili-zación de vocabularios tan diversos, como sucede en la pintura de Klimt (como cuando el pintor se apropió de elementos bizantinos o nipones en sus obras, como en el Retrato de Friedericke Ma-ria Beer que hiciera en 1916). Como Wittgenstein dijera acerca de la formulación de la aserción fregueana, esos falsos movimientos no forman parte de su lenguaje. Son, por lo menos, superfluos, vacíos. No tienen función alguna. La repetición puede tener un efecto similar. Hagberg pone el ejemplo de la repetición hasta la saciedad de los elementos decorativos en algunos edificios del ba-rroco español.15 Decir lo mismo una y otra vez puede desembocar en la transgresión de los límites del juego. Esto está más cerca de lo que parece a lo que sucede en la imagen pornográfica.

Sirvámonos de un párrafo de Hermann Broch para comprender qué queremos decir por “la búsqueda de la forma más adecuada”. Veamos: “Todo arte… lucha por la extensión de su medio. Ese ob-jetivo también debe regir su desarrollo: debe dar al arte todos sus métodos… La obra de arte sólo puede seguir la ley de la necesidad interna”… El estilo… será derrotado y con él todo ornamento”.16 Todo campo de acción ha de ser reducido al medio en que se tra-baja, al tiempo que se barajan y extienden sus posibilidades. Esto está íntimamente ligado a la reflexión sobre sus límites. La pintu-ra es línea y color. La música, tensión entre las notas. Las obras de arte no deben representar otra cosa. Su cualidad última debe ser la autorreferencia. Recordemos: la obra de arte no tiene otra cosa que transmitir que a sí misma.1� Esto no quita que el arte exprese sentimientos. Pero se trataría de un “sentimiento-expresión” o de una “expresión sentida”.18 Es decir, la forma de expresar el senti-miento y el sentimiento mismo coinciden.19 Podríamos decir: hay algo en el mostrar que no es separable del mostrar mismo.

Profundicemos. Hay que atender a la organización del trabajo por un lado y a los límites del lenguaje usado por otro. Esto tie-ne mucho que ver con la distinción establecida por Wittgenstein entre el decir y el mostrar en el Tractatus. En dicho tratado se establecieron los límites de lo decible, a la búsqueda del máxi-mo rigor. Sobre lo indecible se calló —tanto como Wittgenstein fue capaz de callar en esa parte de su vida. Este decir riguroso

��  Meaning and Interpretation., p. 40.��  H. Broch, ‘Notizen zu einer systematischen Ästhetik’, citado en W.

Methlagl, ‘‘Der Brenner’ –Beispiel eines Durchbruchs zur Moderne’, Mitte-ilungen aus dem Brenner-Archiv, II (1983), pp. 11-12.

��  Culture and Value, p. 67 (MS 134 106: 5.4.1947).��  Ibíd. ��  Cf. Lecciones y conversaciones sobre estética, psicología y creencia

religiosa, p. 99 (IV, 2)); Investigaciones filosóficas, §523.

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consciente de sus límites, señalaba lo callado, mostrándolo (se calló todo lo importante, sí, pero esto estaba presente como lími-te). Este decir nunca quiso ser totalizador. Reafirmándose en su renuncia a lo místico (y en su aceptación de su “miseria constitu-tiva”,20 tan bien retratada por Hofmannsthal en La carta de Lord Chandos y por Robert Musil en Las tribulaciones del estudiante Törless), el decir terminó deviniendo en los juegos más diversos en las Investigaciones filosóficas.

La renuncia a traspasar los límites de lo decible es el primer paso a un lenguaje verdaderamente artístico. Nos capacita a decir de una determinada manera. El silencio del verdadero poeta está en su forma de decir. Recordemos la llamada de atención del fi-lósofo acerca del deseo de todo poeta de comunicar sin palabras explicitado por Heinrich von Kleist.�1 Parafraseando a Rilke, pue-de que estemos aquí para decir tal y como las propias cosas en su intimidad nunca creyeron ser.�� En palabras de Cacciari, “al Ángel se le dicen cosas, pero precisamente el decirlas, el no poder sino decirlas, significa transformarlas en el sentido y en el límite del lenguaje, significa trans-ponerlas en la forma del lenguaje, hacer-las invisibles”.�� Silentes. Sin llegar a decir qué es el Ángel, se le habla, se le dice. Recordemos lo que dijera Rilke acerca de los ver-sos de Trakl: son como setos vivos en una extensión de tierra li-mitada por una llanura inimaginable.�� Trakl buscó la máxima luz —lo que, por otro lado, también buscase Wittgenstein.�5 Ésta, a su vez, llama la atención sobre la oscuridad, como su límite. Cuando las cosas se dicen rigurosamente (volviendo a Rilke, como nunca creyeron ser, ni siquiera en la intimidad) son transformadas en lo invisible. Cuanto más calla el lenguaje, cuantas menos pretensio-nes semánticas tiene, más es capaz de mostrar.

Centrémonos en la relación que Wittgenstein estableciera en-tre arte, ética y estética. Para Wittgenstein la vida ética no era otra que la vida feliz. Y esto consistía en vivir de tal manera que los problemas desapareciesen. Hemos de estar en sintonía con el mundo. A nuestra voluntad no le queda otra que coincidir con la totalidad. El sujeto no puede cambiar los hechos del mundo,26 luego, no tiene otro remedio que aceptarlos.�� Sólo podemos hacer lo que nos toca: cambiar los límites del mundo, de modo que éste se convierta en otro completamente diferente, pues “el mundo del feliz es otro que el del infeliz”.28 Lo único que está en nuestras manos es hacer que cambie de color. Se trata de cambiar nuestra perspectiva.�9 La ética cambia el mundo en la medida que trans-forma nuestra actitud hacia él. Tenemos que ver el mundo de otro modo, en concreto, como un todo limitado, para lo que hemos de

�0  Expresión de Cacciari, en Krisis: Ensayo sobre la crisis del pensa-miento negativo de Nietzsche a Wittgenstein, trad. de R. Medina, Siglo XXI, Madrid, 1982, p. 107.

��  Culture and value, 23 (MS 111 173: 13.9.1931).��  “Quizá estemos aquí sólo para decir: casa, puente, / manantial, puer-

ta, cántaro, árbol frutal, ventana, / todo lo más: columna, torre… pero para decir, compréndelo, / ay, para decir así como las cosas mismas en su inti-midad / nunca creyeron ser”, Elegías de Duino, trad. de J. Talens, Hiperión, Madrid, 1999, p. 97.

��  Krisis, 178.��  R. M. Rilke, Briefen an den Herausgeber des „Brenner“ vom Februar

1915, in Erinnerung an George Trakl, ed. L. von Ficker, Brenner-Verlag, Innsbruck, 1926, p. 11. Debemos el jemplo a Krisis, p. 205 (nota a pie nº 104).

��  Cf. ‘Luz y sombra: reflexiones sobre los textos de Wittgenstein’.��  Tractatus, 6.43.��  Ésta aceptación es una renuncia, cf. Diario filosófico, 11.6.16.Podría creerse necesario añadir aquí “si quiere ser feliz”, pero no lo es,

pues querer lo contrario, como explica Reguera, no tiene sentido (El feliz absurdo de la ética, p. 182. Wittgenstein no dejó de indicar que esto era así, cf. Diario filosófico, 30.7.16.

��  Tractatus, 6.43.��  Culture and Value, p. 60 (MS 132 136:7.10.1946).

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tomar la perspectiva de la eternidad.30 Lo ético (como el asombro ante la existencia del mundo) es un modo de mirar. En ética tam-bién se trata de saber salir del atolladero.

Gracias a su carácter ficticio, el arte es capaz de situarnos en la perspectiva de la eternidad. Recordemos lo que Wittgenstein es-cribiera en su diario: “La obra de arte es el objeto visto sub specie aeternitatis”.�1 Por esto mismo puede ser el arte ético: si es capaz de ofrecer la perspectiva desde la eternidad, se acerca a la buena vida, esto es, “el mundo visto sub specie aeternitatis”.�� Nuestra actitud hacia la obra de arte, contemplativa y desinteresada, pue-de iluminar cómo debemos enfrentarnos al mundo si queremos ser felices. Pero nosotros no nos quedamos con la perspectiva es-tética que pueda tomar el espectador. Si en ética lo milagroso es un modo de mirar (al igual que en estética), en arte lo milagroso sería un modo de mostrar. Es el artista el que por medio de la obra de arte nos capacita a mirar de un modo diferente. La obra de arte nos muestra otra perspectiva.

Nos parece que esta implicación de la visión wittgensteiniana de la ética en el ámbito de la creación artística no ha sido explora-da suficientemente. Repitamos, lo milagroso en la creación artís-tica es un modo de mostrar. Para lo que no todo decir es válido. Al artista que aspire al mostrar no le basta con ver el objeto desde la perspectiva de la eternidad, sino que es el mundo el que ha de enfocar de esa forma. Creemos que el artista también ha de ser silencioso, y que para dar lugar a una obra de arte silenciosa, él mismo tiene que hacer que su voluntad coincida con la totali-dad de los hechos. De otro modo, la voluntad del artista puede in-terferir con la representación. Prestemos atención a las obras de otro vienés, Egon Schiele. Vayamos a obras concretas, siguiendo el consejo de Wittgenstein.��

* *

Fue en sus autorretratos donde a Schiele le fue más difícil guar-dar silencio. Especialmente en aquellos en los que quiso comuni-car los aspectos más íntimos de su personalidad. En otras pala-bras, en aquellos en los que se jugaba más. La introspección pue-de llevarnos a tomar una conciencia excesiva de nosotros mismos y de nuestra relación con lo que nos rodea. En la mayoría de estos casos subordinó la representación al mensaje a comunicar. Una de las consecuencias de esto fue la respectiva subordinación de la gramática profunda del lenguaje pictórico a la superficial. Por ejemplo, en aquellos casos en los que quiso representar su carác-ter espiritual recurrió a un hábito. Ahora bien, el hábito no siem-pre termina de convencernos, como en el dibujo de 1912 Estorbar al artista es un crimen, como cortar un capullo en flor. Por otro lado, hubo ocasiones en las que para enfocar su sexualidad dio prioridad al falo sobre la composición, como sucede en el dibujo de 1911 Eros. Estos elementos no sólo no son utilizados por el bien de la composición, sino que ésta parece una excusa para que aquellos puedan lucirse. Estos movimientos no son generados por el juego de lenguaje pictórico de Schiele, sino que vienen de fuera. Lejos de sorprendernos, estas obras se quedan dentro de la representación convencional de un monje o de una masturbación. En cambio, aquellas obras, de las que cabe destacar el dibujo de 191� Devoción, en las que lo espiritual o lo sexual es mostrado mediante recursos pictóricos, sí son capaces de sorprendernos. No es fortuito que en este caso no hagan falta hábitos ni falos exa-

�0  Tractatus, 6.45. Nuestra voluntad no puede querer esto o aquello. Ahora bien, no sólo se trata de trascender los hechos particulares. Hay que trascender el espacio y el tiempo.

��  Diario filosófico, 7.10.16.��  Ibíd., 7.10.16.��  Investigaciones filosóficas, p. 465.

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gerados. Lo espiritual o lo sexual es el uso que hiciera Schiele de sus recursos pictóricos.

Al igual que Wittgenstein pensara de la obra de Tolstoi, cree-mos que aquellos casos en los que Schiele trató de comunicar ex-plícitamente aspectos esenciales de su personalidad son los que peor manifiestan su visión de las cosas. Cuando la representación se subordina a una imagen, representación y sentido no casan. Por el contrario, en las obras en las que liberó a su gramática de sus propios enredos, que no sólo lingüístico-pictóricos, que tam-bién vitales, mostró lo que no logró expresar en esas ocasiones fallidas.

Creemos que el exceso de decir característico de las represen-taciones fallidas de lo religioso está en estrecha relación con la distinción establecida por Walter Benjamin entre la alegoría y el símbolo en El origen del ‘Trauerspiel’ alemán.34 En este tipo de obras se intenta establecer lazos entre lo finito y lo infinito. Por ejemplo, en el lienzo de 1912 Ermitaños el pintor no está por una figura más en el teatro del mundo sin Dios del “Trauerspiel”, sino que anhela la relación con lo divino. La figura que representa a Schiele está por el salvador demacrado, de lo que da fe la car-ta que escribiera a Carl Reininghaus en relación a la obra.�5 Esto está muy lejos de aquello que dijera Benjamin acerca de que en el Trauerspiel “cada personaje, cada cosa y cada situación puede significar cualquier otra”.36 Cuando el signo mismo es simbólico, cuando intenta salvar los lazos con lo infinito, se dice más de lo que se puede decir. El signo que calla verdaderamente, el alegóri-co, renuncia a lo infinito.

Observemos el lienzo de 1912 Agonía. La comunicación del mensaje no habría sido tan efectiva sin el entramado compositi-vo. En este cuadro el uso que el pintor hiciera de la sintaxis es el contenido a comunicar. A diferencia de Ermitaños, los elementos compositivos de Agonía no tienen como función facilitar la trans-misión de un mensaje externo a la composición. Es más, son estos mismos elementos los que dan lugar a contenido alguno, es decir, ellos son el contenido. En Ermitaños, sin embargo, aquello a co-municar era tan caro al artista que dificulta el mostrar mismo. Entremos en los detalles. En Agonía, dos figuras son retratadas en una pose muy peculiar. Si la posición de las manos de la figura en primer plano recuerda al momento en el que un sacerdote hace la señal de la cruz, la figura en segundo plano se encuentra entre el ruego y la resignación. El aspecto religioso de las figuras es di-ferente al de Ermitaños. En ambos casos las figuras tienen una postura artificial y están vestidas con hábitos de monje, sin em-bargo, si en Ermitaños el fondo sirve de contexto comunicativo, en Agonía todo es uno. No sólo no se puede decir que en Agonía haya una diferencia entre el fondo y las figuras, sino que tampoco se pueden separar las figuras de los recursos pictóricos utilizados. Las figuras (incluidas sus ropas y poses respectivas) son una acu-mulación de dichos recursos.

Por un lado, los elementos geométricos avidrierados que rei-nan en la composición de Agonía construyen el esqueleto de las

��  Obras. El concepto de crítica de arte en el Romanticismo alemán. “Las afinidades electivas” de Goethe. El origen del ‘Trauerspiel’ alemán, libro I, vol. I, ed. R. Tiedemann y H. Schweppenhäuser, trad. de A. Brotons Muñoz, Abada, Madrid, 2007.

��  Reininghaus pensaba comprar el lienzo, pero no estaba de acuerdo con ciertos detalles de la composición y pidió a Schiele que los cambiase. El pintor se negó a hacerlo en una carta de 1912 en la que desplegó diferentes motivos. El lienzo era consecuencia de una visión en relación a su padre que tenía en la cabeza desde la infancia. Schiele explícitamente dio prioridad al contenido en este caso sobre cualquier aspecto formal –que, por otro lado, él creía acertados, aunque no del todo evidentes (cf. E. Leopold y S. Tretter, eds., Der Lyriker Egon Schiele. Briefe und Gedichte (1910-1912) aus der Sammlung Leopold, Prestel, Munich, 2008, pp. 97-101.

��  El origen del ‘Trauerspiel’ alemán, p. 393.

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figuras (cada una de ellas constituida por un sarcófago de trián-gulos, cuadrados y rectángulos). Por otro lado, el lienzo está di-vidido en dos triángulos por una clara diagonal. Aquello que ca-racteriza a las figuras (la parte superior del torso de la que está de frente, el torso al completo de la otra y la posición de las manos y de la cabeza de ambas) está contenido en un triángulo a su vez situado en el triángulo superior. Esto pone de relieve la unión de las figuras, que difícilmente podría ser más estable, dada la fuerza de cohesión de un triángulo. Además, aunque se puede hablar de otra segunda diagonal que las separa (siguiendo el recorrido de las ropas de la figura de perfil), tanto las manos como la cabeza de la figura de perfil se encuentran en el campo que correspondería a su compañera.

Cabe poner de relieve que la posición de los brazos de la figu-ra de perfil, la más llamativa, conforma el triángulo que la une a la otra figura. El codo derecho da lugar al vértice superior del triángulo y el brazo izquierdo, junto a la parte superior de la es-palda, conforma el lado derecho del mismo. La posición de las manos y la distancia que las separa dan fe de lo que supone soste-ner la estructura de un triángulo. La otra figura, por el contrario, abandonada al rezo, se encuentra dentro de esta estructura, como protegida por ella, sin contribuir ni a su formación ni a su man-tenimiento. Por tanto, el papel desempeñado por las figuras en la composición es consecuencia de su participación (activa —la figu-ra de perfil realiza una acción— o pasiva —la otra se deja hacer) en la estructura que las reúne.

Schiele recurrió a una técnica muy diferente en algunas de sus composiciones religiosas, pero pudo mantener el equilibrio entre el contenido y la representación. En la obra de 1911 Los que se ven a sí mismos II (muerte y hombre), la geometría propia de Agonía se ve sustituida por nubes de ‘impasto’. Las figuras adquieren un carácter espectral gracias a la manera de aplicar la pintura. Así es como el pintor consiguió vestirse con metáforas, metáforas for-males. Precisamente esto sucede en Devoción. Ninguna figura tie-ne prioridad sobre la otra. No hay protagonistas. Ni siquiera son autónomas, sino un bloque: si no estuvieran juntas, la obra no funcionaría. Si las figuras no disfrutan del carácter figural que de-bería caracterizarlas, ¿qué se está intentando representar en este dibujo? Fijémonos en lo que se nos presenta: la repetición de un tronco vertical en una determinada postura. La protagonista es la mueca del torso: su abandono, ese dejarse caer. Ese no ser dueño de sí. Y es ese movimiento, esta sintaxis, aquello a comunicar: la devoción.

* *

Regresemos a nuestra reflexión acerca de la relación entre ética y estética que se desprende de los escritos de Wittgenstein. He-mos visto que en ocasiones el deseo de comunicar de Schiele era tan intenso que le condujo a la arena de lo indecible, en lugar de permitir al mostrar hacer su parte. Creemos que esto puede ex-plicarse atendiendo a las nociones de ética y estética de Wittgens-tein. Pusimos de relieve que mirar el mundo desde la perspectiva de la eternidad era un requisito para llevar una vida feliz, es decir, una auténtica vida ética. El enfoque estético es una manera de alcanzarla, dado que la estética implica tomar la perspectiva de la eternidad en relación a un objeto. Sin embargo, un objeto no es el mundo.

Esta diferencia es evidente si se atiende a los dibujos que Schie-le realizara en prisión en 1912, donde estuviera en condiciones tan adversas. No fue capaz de tomar la misma distancia a la hora de enfrentarse a su propia condición que al tratar los objetos que le rodeaban. Fue capaz de contemplar sillas, su cama, la puerta de la celda y sus pañuelos desde la perspectiva de la eternidad. Fue

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capaz de mirar lo que le rodeaba sin dar prioridad a un objeto so-bre otro, tomando el mundo como un todo. Se descubre un mun-do de equivalencias en No me siento castigado, sino purificado. Salta a la vista que en este dibujo el artista estaba en sintonía con el mundo. No podemos decir lo mismo de Estorbar al artista es un crimen, como cortar un capullo en flor. En el último el artista estaba tan afectado por sus circunstancias que no fue capaz de distanciarse lo suficiente. De hecho, esto es obvio si comparamos los títulos que diera a ambas obras.

En los casos en los que el pintor trató de balbucear lo indeci-ble, no fue capaz de distanciarse lo suficiente del mundo. Encon-tramos ejemplos diversos a lo largo de su obra. En trabajos que podríamos tildar de pornográficos, no fue capaz de distanciarse lo suficiente de su condición sexual. Estaba tan atrapado que se sirvió de las representaciones más explícitas del autoerotismo. En Ermitaños el pintor estaba emocionalmente demasiado invo-lucrado en el mensaje que deseaba comunicar, como él mismo puso de relieve en la carta que escribiera a Reininghaus. Por otro lado, forma y contenido se encuentran en aquellos casos en los que estaba más liberado de sus propias intenciones, como en tan-tos dibujos en los que se centró en una postura específica o en sus paisajes.

El hecho de que fuera capaz de tomar la perspectiva de la eterni-dad para representar objetos, pero no para ocuparse de sí mismo en el mismo momento de su vida, apunta particularmente hacia una diferencia entre ética y estética. Creemos que hay un paso en-tre ambas. Era más fácil para el artista tomar la perspectiva esté-tica que la ética. El objeto del que nos tenemos que distanciar a la hora de mirar el mundo es uno mismo. En los trabajos en los que Schiele dijo demasiado, no fue capaz de cambiar su perspectiva y permaneció dentro de sus circunstancias. Esto no contradice la visión que tuviera Wittgenstein de ambas dimensiones. Debemos recordar que la proposición 6.421 del Tractatus no es una identi-ficación estricta entre ética y estética. Es más, aquello que ha sido considerado como tal es algo de segundo orden, que califica las oraciones anteriores de dicha proposición, de ahí que aparezca entre paréntesis, y el filósofo tampoco las identificaría estricta-mente en otro lugar, al hablar de la conexión entre ambas.��

Vayamos “un poco más profundo”, como tantas veces aconseja-ra Wittgenstein. Como pusiera de relieve Barrett, la proposición 6.421 propone una interacción de relaciones entre ética y estéti-ca.38 Afirmar que son una no implica que sean idénticas. De hecho, se dice de muchas parejas que son una misma persona, aunque sigan siendo individuos diferentes. Janik explica que se debe ha-blar de un momento ético en la estética y de un momento estético en la ética.�9 El interesante para nuestra discusión es el momento ético en la estética. Para ser capaz de tomar una obra de arte tal cual, el espectador tiene que liberarse del mundo, de sus miedos y necesidades. La obra de arte nos invita a tomar la perspectiva de la eternidad y está en nuestras manos hacerlo o no. Ese acto es una renuncia. Pero la mirada del artista también está involucra-da. Para permitir que la propia gramática artística muestre, un artista tiene que renunciar a su propia voluntad y tomar la pers-pectiva de la eternidad. El artista no siempre es capaz de hacerlo y termina diciendo demasiado. Podríamos decir que el momento ético en la estética no se cumple en estas ocasiones. Quizás no de-beríamos hablar de arte en relación a esas obras (al menos desde

��  De hecho, no habla de identificación en sus diarios, sino simplemente de una conexión, cf. Diario filosófico, 7.10.16.

��  Cf. “Ethik und Aesthetics Sind Eins”, en Akten des 8. Internationalen Wittgenstein Symposiums 15 bis 21 August 1983, Hölder-Pichler-Tempsky, Viena, 1984, I, Ästhetik, pp. 17-22.

��  Cf. “Das Ästhetische Im Ethischen und das Ethische in Ästhetischen”, en Ethik und Ästhetik sind Eins. Wittgenstein Studien 15, ed. W. Lütterfelds y S. Majetschak, Peter Lang, Viena, 2007, pp. 11-19.

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una perspectiva wittgensteiniana40), sino de obras de arte en po-tencia, ayudándonos de Aristóteles, como hace Janik.�1 Dar cabi-da al momento ético es siempre más difícil cuando uno está más involucrado en el asunto en cuestión. Esto es precisamente lo que le sucediera a Schiele durante su encierro o en aquellos lienzos en los que quisiera comunicar algo muy importante para él.

Creemos que uno de los que mejor han desarrollado la radi-calidad del pensamiento wittgensteiniano en estas cuestiones es Gérard Wajcman. Sin centrarse en la figura del artista, el francés llama la atención sobre el deber de la rigurosidad silenciosa del arte. Recordemos aquello que dijera a propósito de la película de Claude Lanzmann Shoah:42 “Lo que no puede verse ni decirse, el arte debe mostrarlo”.�� Y es que en Shoah el director hace que el espectador vea la realidad, transformándolo en testigo. Shoah nos hace ver la ausencia, luchando en silencio contra la industria de la borradura. Wajcman, reflexionando sobre la cualidad más íntima del siglo pasado, propone la borradura como la acción que define su carácter con la mayor precisión (y el holocausto perpe-trado por los nazis como su paradigma). El psicoanalista francés presenta la obra de arte como una fuerza con el poder suficiente para hacer frente a esta tendencia destructiva esterilizada, como el instrumento idóneo para hacernos ver lo que no podemos re-presentar mediante imágenes o palabras.�� Subrayamos: tampo-co mediante imágenes. Las obras de arte son capaces de traer de vuelta al mundo lo borrado. Y lo hacen en tiempo presente, trans-formando la ausencia en presencia real. Tal y como la bicicleta de Duchamp llama nuestra atención sobre el neumático ausente, el cuadrado de Malevich, aparentemente liberado del mundo, se nos presenta como un objeto. Ambos subrayan aquello sobre lo que callan y, mediante su silencio, lo muestran. Wajcman sugiere una etimología negativa para este tipo de obras de arte, enfatizando la ausencia presente en el objeto, de modo que la Rueda de bici-cleta de Duchamp quedaría convertida en Falta de neumático.�5 Pero estas obras de arte no sólo callan, sino que hacen preguntas sobre su propia naturaleza. Esto es precisamente lo que Wajcman encuentra en el arte de Jochen Gerz, donde monumentos que o bien desaparecen o son invisibles, haciendo real la ausencia irre-presentable de aquello por lo que están, nos fuerzan a compro-meternos por mantenerlos vivos. A estas ausencias de esta ética del arte, nosotros añadimos otra: la del artista. Y es que en todas estas obras también brilla esa ausencia.

�0  O podríamos hacer lo que Peter Lewis, diferenciar entre distintos ti-pos de arte, pero no sólo entre el sublime y el que no lo es, sino también entre aquél en el que se cumple el momento ético y aquél en el que no, cf. “Wittgenstein and ‘the tremendous thing in art’”, en Wittgenstein and the Philosophy of Culture: Proceedings of the 18th international Wittgenstein Symposium (13th to 15th August 1995, Kirchberg am Wechsel (Austria), ed. K. S. Johannessen y T. Nordenstam, Hölder-Pichler-Tempsky, Viena, 1996, pp. 149-161.

��  “Das Ästhetische Im Ethischen und das Ethische in Ästhetischen”, p. 1�.

��  Filmax, Barcelona, 2009.��  El objeto del siglo, trad. I. Agoff, Amorrortu, Buenos Aires, 2001,

p. 15�.��  Cf. Ibíd., p. 23.��  Cf. Ibíd., pp. 79-80.

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El wittgensteiniano trilingüeo la importancia del contexto

noeMí�calabuiG�cañeStro,�Vicente�Sanfélix�Vidarte

E L objetivo de este breve trabajo no es exponer la estética de Wittgenstein, apenas sí desarrollada en sus clases al res-pecto o dispersa entre sus escritos esotéricos y conversa-

ciones con sus discípulos y amigos. Más bien se trata de hacer un ejercicio de pensamiento wittgensteiniano —o eso creemos noso-tros— acerca de ciertas cuestiones que conciernen al ámbito de la estética. No es, pues, un artículo sobre Wittgenstein sino, quere-mos que lo sea, un artículo wittgensteiniano.

Ello no significa que vayamos a arriesgar tesis propias. Mal po-dría hacerlo un wittgensteiniano dado que, al menos oficialmen-te, para el pensador de Viena la filosofía no era tanto una doctrina cuanto una actividad, y para ser más precisos, una actividad tera-péutica. Nuestro objetivo es, pues, “tratar” las pulsiones metafísi-cas a la que algunos autores, como Kendall Walton, sobre todo, o incluso el “wittgensteiniano” Richard Wollheim, en menor medi-da, propenden cuando encaran algunos fenómenos y problemas estéticos.1

En El arte y sus objetos Wollheim establece su “hipótesis” de que las obras de arte son objetos físicos. El hecho de que se hable aquí de “hipótesis” ya debiera ponernos sobre la pista de la incon-sistencia wittgensteiniana de Wollheim, pues obviamente desde una perspectiva semejante la filosofía no tiene que aventurar hi-pótesis -esta tarea queda circunscrita para la ciencia- y cuando lo hace es porque muy probablemente haya cedido al ansia de gene-ralidad.

Pero si la hipótesis wollheimaiana ya resulta problemática por el mero hecho de serlo (¿qué se gana diciendo que las obras de arte son objetos físicos?, ¿qué tipo de evidencia podríamos apor-tar para corroborarla o falsarla?, ¿de qué cuerpo de teoría for-maría parte semejante premisa?, ¿en qué ayudaría a entender lo que hacen los humanos cuando hacen arte o lo valoran?...) más sorprendente parece el argumento que da para apoyar su vero-similitud, la “profunda tesis” de que es plausible suponer que las cosas son objetos físicos… a menos que obviamente no lo sean (obviamente, el problema es que este tipo de justificación es váli-da, creemos, para cualquier predicado: Las cosas son pollos… a menos que obviamente no lo sean, por ejemplo; aunque por cierto bajo ciertas condiciones los pollos son pollos aunque no lo parez-can, al menos no obviamente).

En definitiva, tenemos aquí un buen ejemplo de tesis metafísica sobre las obras de arte que Wollheim piensa —y con razón, por cierto— que necesita todavía de una defensa de más peso contra sus arteros objetores. Y así, ni corto ni perezoso, se pone a ana-lizar en qué consistiría recusar su “hipótesis”, llegando a la con-clusión de que tamaña recusación podría dividirse en dos partes: por una parte la de quienes tomando como paradigma la música y la literatura, por ejemplo, señalarían que no hay un objeto físi-co que pudiera identificarse con cierta plausibilidad con la obra

�  De K. Walton nos centraremos especialmente en su artículo “Catego-ries of Art”, publicado en la Philosophical Review el año 1970. Págs. 334-367 . De R. Wollheim tendremos especialmente en cuenta su Art and its objects. Cambridge University Press 1980.

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de arte (la objeción podría insistir en todo lo contrario, a saber: que hay demasiados objetos físicos que pueden identificarse con la obra de arte, y por cierto no sólo objetos, también eventos; de nuevo vemos aquí un caso patológico de “inductio precox”, tam-bién conocida en los círculos terapéuticos wittgensteinianos como “ansia de generalidad”); mientras que, por otra parte, los que to-man como paradigma la pintura o la escultura considerarían que aunque existieran objetos físicos de un tipo y una clase aceptable como para ser identificados con obras de arte, semejantes identi-ficaciones resultarían a la postre erróneas.

Pues bueno, después de hacer esta exhaustiva división, Woll-heim debilita su tesis de partida, pasando a abandonar momen-táneamente la cuestión de si una novela o una composición musi-cal son objetos físicos, para pasar a centrarse en la “hipótesis” de que desde luego algunas obras de arte, tales como las pinturas y las esculturas, sí son identificables con objetos físicos.

Poniéndose a considerar las posibles objeciones que contra esta “hipótesis debilitada” podrían lanzarse las divide de nuevo en dos alternativas —como se ve la sombra del viejo método platónico de la división es alargada, pero recuérdese que la aplicación exhausti-va del mismo puede conducir a la pintoresca tesis de que Sócrates es un bípedo sin plumas—. Según la primera, ciertas propiedades representacionales de una obra de arte —como la profundidad de una pintura o el movimiento de la figura esculpida— serían in-compatibles con ciertas propiedades del objeto físico en cuestión —las pinturas son bidimensionales y las estatuas, por lo general, no se mueven—. Y ya se sabe… por la famosa ley de Leibniz si dos objetos no comparten todas sus propiedades (no intensionales, claro), pues no pueden ser idénticos. Ergo… La segunda alterna-tiva se centra en las propiedades expresivas que solemos atribuir a las obras de arte —la alegría que transmiten, o por el contrario la melancolía que suscitan, etc.— para afirmar que se trata de un tipo de propiedades que ningún objeto físico podría tener.

Divididos los enemigos, que a decir verdad son bastante más metafísicos que el propio Wollheim, éste procede a derrotarlos con armas conceptuales de cuya efectividad, lo advertimos ya, no dudamos (no por casualidad, la parte de la obra de Wollheim con la que más simpatizamos es su “pars destruens”). Para enfrentar la primera objeción a la segunda tesis –la debilitada, recuerde el alma dormida– Wollheim asocia la noción de representación a la noción de “ver una cosa como otra” (por aquí asoma su “witt-gensteinianismo”; también, como no podía ser menos, en su uti-lización del concepto de “form of life” para caracterizar el arte); y para mostrar en qué pueda consistir la visión representacional recurre al ejemplo de un profesor que propone a sus alumnos dar una pincelada negra sobre un lienzo blanco de modo que vean cómo el negro queda por detrás del blanco. La propuesta del pro-fesor, apunta Wollheim, no ha de considerarse como una “insti-gación contra la fisicalidad (sic) del lienzo”. No sólo en arte sino siempre que hay contraste tendemos a ver lo oscuro como detrás de lo claro. Lo que según Wollheim nos permitiría concluir que insistir en que la visión representacional y los juicios a los que da pie presuponen la negación de la “fisicalidad” es absurdo. O dicho sin tanto embrollo: que es una propiedad que algunos objetos fí-sicos pueden tener el aparentar tener propiedades que no tienen realmente. Y si los objetos físicos pueden aparentar que tienen propiedades que no tienen, cuando lo aparenten no por ello de-jarán de ser objetos físicos. Por ejemplo, es una propiedad de los espejos el aparentar que tienen una profundidad de la que real-mente carecen —uno no puede meterse en un espejo… a menos que sea Alicia o Harpo Marx— pero que los espejos representen (o aparenten) tener profundidad no contradice su carácter físico.

En cuanto a la segunda objeción contra la segunda hipótesis —la debilitada, según la cual algunas obras de arte son objetos

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físicos; insistimos ahora para las almas despistadas que realmen-te lo tienen mal con esto de la filosofía analítica— que se hacía fuerte en la noción de expresividad, según Wollheim hay dos teo-rías para explicar la expresividad de las obras de arte que por sus luces son erróneas. La primera atribuye la expresividad al estado emocional del artista en el momento de la creación. La segunda, por el contrario, explica la expresividad que atribuimos a la obra de arte por referencia al estado mental o de ánimo que produce en el observador. Según él, ambas son teorías unilaterales, y reas del mismo error, a saber: desgajar de entre las propiedades ma-nifiestas de la obra lo que normalmente consideramos como una propiedad esencial de las mismas, su expresividad; en el primer caso para colocarla en la biografía del autor o en la historia de la obra y en el segundo entre sus propiedades ocultas o disposicio-nales. Según ambas teorías, en suma, esta expresividad no sería algo que pueda observarse sin más sino algo inferido a partir de lo observado. ¡Craso error! Pues la expresividad de una obra de arte no es, aquí lleva razón Wollheim, como la nobleza de cuna o la solubilidad del azúcar.

De esta manera Wollheim libra su particular batalla —y en ella nos tiene efectivamente de su lado— contra las así llamadas teo-rías “presentacionales” que distinguen en la obra de arte entre aquellas propiedades que percibimos inmediatamente y aquellas otras que sólo percibimos mediatamente o como resultado de una inferencia. Subyace a las mismas un punto de vista que bien po-dríamos calificar como reduccionista, pues según ellas si atribui-mos a una obra de arte propiedades inferidas sólo estamos legiti-mados a hacerlo porque éstas son reducibles a otras propiedades más básicas que son las que realmente posee. Pues bien, contra lo que milita Wollheim —y nosotros con él— es contra el presupues-to de la existencia de una descripción emocionalmente aséptica de las obras de arte a las que se superpondría luego la descripción emocional.

La teoría presentacional pretende maridar un privilegio onto-lógico con uno epistemológico. Hay propiedades inmediatamente percibidas (éstas son las que gozan del privilegio epistemológico) y éstas son las que realmente tiene el objeto (éste es su privilegio ontológico). Frente a ellas, el resto de propiedades son inferidas o percibidas indirectamente y, de alguna manera, menos reales (por ejemplo, supervinientes con respecto a aquellas). Pero esta dicotomía es palmariamente falsa, porque por desgracia muy a menudo las propiedades manifiestas van por un lado y las “rea-les” van por el otro. Para atestiguarlo ahí tenemos los casos de las ilusiones ópticas, como el celebérrimo, que el propio Wollheim trae a colación, del remo recto (propiedad “real”) que al introdu-cirse en el agua aparenta estar torcido (propiedad inmediatamen-te percibida). Un tipo de ejemplos, sin embargo, que no debiera inducirnos a hipostasiar una dicotomía entre propiedades rea-les y aparentes de los objetos. La medicina contra esta tentación consiste en acordarnos de que semejantes distinciones son perti-nentes sólo en el contexto de determinados casos, como el de las referidas ilusiones; después de todo, que el remo aparezca dobla-do en el agua es una propiedad suya tan real como que aparezca recto fuera de ella —o cuando está totalmente dentro de ella—, y ambas se perciben directamente dependiendo de nuestra situa-ción observacional. Luego si apelamos a que a veces distinguimos entre propiedades aparentes y propiedades reales de los objetos debemos no olvidar que esa distinción es contextual y no tiene por qué comprometernos con ningún tipo de esencialismo y su contrapartida epistemológica, el reduccionismo (de los discursos superestructurales a los discursos esenciales, de las propiedades estéticas a las físicas, etc.).

Pero si las propiedades aparentes no siempre son “reales” (y las comillas hacen aquí alusión al modo de realidad que anhela el

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reduccionista), lo peor (pues viene a recordarnos que el mundo no es fácil de conocer) es que muchas propiedades “reales” (de las que le gustan al reduccionista) no son en absoluto inmedia-tamente perceptibles. Los casos son innumerables. Por ejemplo, sólo podemos establecer la dureza de un material concreto de ma-nera indirecta, intentando rayarlo. El peso de los objetos físicos se establece igualmente de manera indirecta y no por ello deja de ser una propiedad real de los mismos, como lo es el hecho de que su peso varíe dependiendo del medio en el que se hallen. El agua tiene la propiedad de hervir a 100º Celsius y ello tampoco es in-mediatamente perceptible.

En definitiva, que contra la límpida correlación entre propieda-des reales y propiedades inmediatamente percibidas que el defen-sor de la teoría presentacional pretende mantener con lo que nos encontramos es con toda una multiplicidad de variantes. Es lícito decir que percibimos directamente propiedades que el objeto no tiene: un objeto hexagonal parece redondo en la lejanía y las mon-tañas parecen azules. Igualmente decimos de los objetos que son grandes, oscuros o calientes, propiedades que percibimos directa-mente pero, como se trata de propiedades relacionales, es dudoso que atribuírselas a los objetos sea adecuado. Y también podemos decir que percibimos directamente la apariencia doblada del remo que está dentro del agua, pues sabemos que los remos son rectos y además es una propiedad del remo, como de cualquier otro objeto recto, el parecer doblado dentro del agua.

En definitiva, que no es posible encontrar un criterio que ha-ciendo abstracción de los casos concretos nos permita establecer la distinción sobre la que descansa la teoría presentacional. Para Wollheim, y volviendo al terreno de la estética, si existe un criterio para discernir qué es lo que percibimos directamente, éste tiene que encontrarse en lo que estaríamos dispuestos a decir natural-mente en cada caso como respuesta a un cuadro. Por este motivo no podemos negar a la obra de arte ni a ningún objeto físico todo lo que no sea inmediatamente perceptible, su peso por ejemplo; ni tampoco determinar lo que percibimos directamente por refe-rencia a lo que una teoría preconcebida considera como propie-dades reales del objeto (pues de manera natural, y por más que se empeñen los teóricos presentacionalistas, estamos en nuestro derecho de defender que percibimos inmediatamente la angustia de Lacoonte), o viceversa, determinar las propiedades reales por lo que percibimos directamente.

Si hasta ahora hemos hecho exclusiva mención a los plantea-mientos “wittgensteinianos” de Wollheim, vamos a considerar ahora los puntos de vista de Kendall Walton; justamente en un respecto en el que algunos pudieran considerar sus puntos de vis-ta como ventajosos con respecto a los de aquél, a saber: su capaci-dad para explicar el caso en que un mismo conjunto de propieda-des visibles no estéticas de un objeto representacional puede dar lugar a dos o más conjuntos de propiedades representacionales expresivas y estéticas. El famoso ejemplo de los dos Guernicas indiscernibles que, al ser interpretados bajo categorías artísticas diferentes, como un caso extremo de un relieve plano o como el cuadro que pintó Picasso, muestran un conjunto de propiedades expresivas diferentes.

Advirtámoslo, nuestro propósito no es tanto negar la intuición de fondo de Walton —que la apreciación estética de una obra de arte puede depender del contexto— cuanto defender que un pun-to de vista wittgensteiniano puede dar perfectamente cuenta del mismo fenómeno (incluso mejor, con menos hipotecas metafísi-co-reduccionistas).

En aras a la claridad, y aprovechándonos de la analogía entre arte y lenguaje que Wollheim establece, nos olvidaremos de los guernicas de Walton y consideraremos el caso de la grafía “pain”, un “objeto empírico” que igualmente puede manifestar diferentes

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propiedades representacionales. Desde un punto de vista witt-gensteiniano, a nuestro entender, no cabría sin embargo hablar del nivel en el que la palabra inglesa “pain” y la francesa “pain” resultan indiscernibles, sino más bien del contexto en el que es posible que la misma palabra escrita en dos lugares diferentes sea indiscernible para un mismo sujeto, o también del momen-to en que gracias a la especificación de dos diferentes contextos ese sujeto se vuelve capaz de distinguirlas. Pero no habría nada parecido al “pain” en sí, presentando ora un aspecto, ora otro, de manera parecida a como no hay un dibujo en sí que, en el conoci-do ejemplo gestáltico de Wittgenstein, sea ahora un pato y en otro momento un conejo, por más que si no hemos visto nunca ni un pato ni un conejo, o la práctica de la representación del dibujo nos resulta desconocida, quizás sólo pudiéramos acertar a ver sólo un trazo de carboncillo sobre un papel.

Imaginemos un wittgensteiniano trilingüe que entiende inglés, francés y español. Si está en Francia y encuentra la palabra “pain” en un supermercado, seguro que percibe directamente que se re-fiere al pan, si la lee entre las páginas de un periódico en Ingla-terra, lo más probable es que entienda que se está hablando de dolor, pero en España, a no ser que el contexto deje claro que se trata de la palabra inglesa o de la francesa, la leerá con la fonética española “pain” y no sabrá si entender pan, dolor o nada en abso-luto.

Por otra parte, si la persona en cuestión, dado que es wittgens-teiniana, encuentra la palabra escrita entre comillas en un libro de filosofía, entenderá que se trata de una concatenación de gra-fismos, de la parte meramente sígnica de un símbolo. Y si nues-tro amigo viaja a Rusia y alguien le enseña un folio blanco donde pone “pain” mientras le pregunta ¿Qué ves aquí? No sabrá si se trata de la reivindicación de un hambriento, la consigna de un sá-dico, una palabra cuyo significado desconoce, o ninguna de estas cosas. Creemos, pues, que el análisis wittgensteiniano es perfec-tamente capaz de dar cuenta del fenómeno habitual que consiste en que dos personas ven cosas completamente diferentes ante un mismo cuadro, ya sea apelando al contexto o a una serie de creen-cias, conocimientos y experiencias que son diferentes en cada una de ellas. Pero, y esta es su ventaja, nos ahorra el compromiso con una dimensión privilegiada de la realidad —el objeto en sí con sus propiedades realmente reales—. Para explicar aquello de lo que las hipóstasis metafísicas pretenden dar cuenta, generalmen-te basta el contexto. Una consideración que puede librarnos de meternos en una buena cantidad de embrollos.

Si volvemos ahora al ejemplo waltoniano de los guernicas in-discernibles con lo que nos encontramos sería con algo parecido a lo que acabamos de ver sucede con el caso de la grafía “pain”. El nativo que desconoce el arte de la pintura verá en el Guernica un ejemplo de un relieve más bien inexpresivo. El occidental fa-miliarizado con este arte podrá ver un cuadro lleno de fuerza. El contexto hermenéutico nos permite dar cuenta de estas diferentes apreciaciones, y para hacerlo no hemos tenido que postular un nivel privilegiado de descripción constituido por la intersección de la experiencia del nativo y la del occidental, algo así como el objeto en sí mismo sin aditamentos interpretativos.

En resumidas cuentas, pensamos que una metafísica de la ex-periencia estética —o esa parte de la misma que recibe el rimbom-bante nombre de ontología de la obra de arte— es más bien pres-cindible desde un punto de vista de inspiración wittgensteiniana. Hay expresiones como la de “objeto físico” o “percepción directa” que, fuera de contexto, fácilmente pueden llevarnos al extravío y qué, por otra parte, poco aportan a la comprensión de aquello que se trata de entender. Pues aun si llegáramos a convencernos de que las obras de arte son objetos físicos, ¿qué habríamos ganado con ello? ¿Cambiaría en algo nuestra relación con ellas? Muchas

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veces lo que subyace aquí es la secreta convicción de que hay un nivel de descripción de la realidad —el físico— por ejemplo, que tiene prioridad sobre el resto. Una vez se cede a ella, el problema de pasar de las propiedades que este nivel baraja a las propieda-des con las que los otros niveles se mueven resulta sencillamente insoluble.

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