La Marca Del Dragon

98
LA MARCA DEL DRAGON MADELEINE KER La Marca del Dragón (2005) Título Original: The Dragon’s Mark Editorial: Harlequin Ibérica Sello / Colección: Bianca 1605 Protagonistas: Anton Zell y Amy Worthington Se negaba a ser una más de sus conquistas… Anton Zell era guapo, seguro de sí mismo y uno de los empresarios más importantes del mundo. Y necesitaba una ayudante urgentemente… alguien que estuviera junto a él día y noche. Amy Worthington necesitaba un nuevo reto y ser la ayudante de Anton sin duda lo era. Aunque desearía saber qué había querido decir con que su última ayudante se

description

33

Transcript of La Marca Del Dragon

LA MARCA DEL DRAGON

MADELEINE KER

La Marca del Dragón (2005)Título Original: The Dragon’s Mark Editorial: Harlequin IbéricaSello / Colección: Bianca 1605Protagonistas: Anton Zell y Amy Worthington

Se negaba a ser una más de sus conquistas…

Anton Zell era guapo, seguro de sí mismo y uno de los empresarios más importantes del mundo. Y necesitaba una ayudante urgentemente… alguien que estuviera junto a él día y noche.Amy Worthington necesitaba un nuevo reto y ser la ayudante de Anton sin duda lo era. Aunque desearía saber qué había querido decir con que su última ayudante se había marchado por un problema de corazón.La respuesta era que enamorarse de Anton resultaba muy fácil trabajando a su lado… sobre todo si él intentaba seducirla…

Capítulo 1Capítulo 1

NO HABÍA llegado tan tarde en toda su vida. Pero no era culpa suya.Mientras el avión se acercaba a la bahía, Amy echó un vistazo a la ciudad en la que la

esperaban desde hacía tantas horas. El día anterior, de hecho.El sol empezaba a levantarse sobre Hong Kong y los rascacielos brillaban como el oro.

Era una panorámica impresionante. Con la rigurosidad que la caracterizaba, Amy había estudiado un plano de la ciudad y desde el aire podía distinguir algunos de los edificios más famosos, pero no podía ver mucho porque todo pasaba delante de sus ojos a gran velocidad: el puerto, el Peak, Kowloon, la densa red de calles que, incluso a esa hora del día, estaban atesta das de coches.

Entonces buscó la torre que era su destino... ¡Allí estaba, con sus cientos de ventanas de cristal azul brillantes bajo el sol! Pero desapareció enseguida. Debería haber estado allí, en una entrevista, el día anterior a la hora de comer.

Amy Worthington sintió que se le encogía el estómago cuando el avión empezó a aterrizar. Eran casi las ocho de la mañana. Su entrevista con Anton Zell era historia. Y el puesto de trabajo, también.

Él se habría marchado ya. Le habían dejado claro que el señor Zell sólo estaría en Hong Kong un día. Y Anton Zell no era un hombre acostumbrado a aceptar excusas. Había tenido en la mano una gran oportunidad y la había echado a perder. Eligió un vuelo que la llevaría a Hong Kong con varias horas de adelanto y, en cambio, llegaba dieciocho horas tarde.

¿Habría habido en la historia un vuelo más desafortunado? El problema empezó en Londres, con un anuncio de retraso detrás de otro; infinitamente peor había sido el lacónico anuncio del piloto de que, debido a un problema en el motor, aterrizarían en un aeropuerto asiático cuyo nombre no podía ni pronunciar.

Le daban ganas de ponerse a llorar. Aquel trabajo era vital para ella. Representaba un increíble salto profesional. Sabía que podía hacerlo y hacerlo bien. Le ofrecía un salario espectacular, alojamiento pagado por la empresa, viajes, emociones.

Pero también era un gran reto porque ella no había trabajado nunca a ese nivel. Lo tenía todo: inteligencia, confianza en sí misma, formación... todo, excepto experiencia.

Tenía que convencer a Anton Zell, uno de los más exigentes y poderosos hombres de negocios del mundo, para que le diera una oportunidad. Y eso significaba persuadirlo para que se arriesgara con una desconocida, joven y relativamente inexperta, cuando había muchos otros con un currículum impresionante esperando conseguir el puesto.

Cómo iba a convencerlo era precisamente el asunto que había ocupado sus pensamientos durante dos semanas. Técnicamente, creía saber la respuesta a cualquier pregunta que Zell pudiera hacerle. Había estudiado toda la información relativa a sus proyectos e investigado todas las posibilidades.

Ella era una persona que sabía adaptarse y estaba dispuesta a asimilar la información que hiciera falta.

Ese no era el problema.El problema sería persuadir a Anton Zell de que alguien tan joven como ella era capaz

de soportar las presiones del trabajo.El hombre que la había ayudado a conseguir la entrevista, su tío Jeffrey Cookson, le

había explicado claramente la situación: «Anton Zell se mueve a una velocidad que

agotaría a cualquier ser humano. La entrevista será un infierno, querida. Pero si pasas la prueba, estarás trabajando en otra dimensión».

Y su aspecto físico no iba a ayudarla. Amy había sido descrita a menudo como «angelical». Presumiblemente por el sedoso cabello rubio, los dulces ojos grises, la piel clara y los rasgos suaves. Y no parecía tener un año más de los que tenía, veintiocho.

Aunque su vida no había sido un lecho de rosas, las penas y calamidades no habían dejado huella en su rostro. Pero había ocasiones, y aquélla era una de ellas, en las que le habría gustado tener un aspecto más maduro.

Recordó entonces otra de las cosas que le había dicho su tío Jeffrey: «El cuartel general de Zell está en Hong Kong, pero hace negocios con todos los países de Asia. Tendrá un montón de ayudantes que hablen los idiomas de cada país, así que tú debes ofrecerle algo especial, Amy».

Los motores del avión rugían de forma ensordecedora mientras aterrizaba en el aeropuerto de KaiTak.

No sabía si algún empleado de la empresa Zell habría ido a buscarla. Quizá, al no aparecer el día anterior, se habrían olvidado de ella. Su única esperanza era conseguir otra entrevista en cualquier país del mundo. Pero estaba claro que no haber llegado a tiempo no la habría hecho ganar puntos y que Anton Zell seguramente ya habría contratado a otra persona.

Amy atravesó largos y tortuosos túneles que parecían interminables sin dejar de mirar el reloj. Eran ya casi las diez de la mañana, de modo que, segura mente, también habría perdido la reserva en el hotel. Y lo único que deseaba era una habitación tranquila, una ducha y quizá un par de horas de sueño.

Por fin, recuperó su maleta y miró alrededor, esperando ver una figura amistosa con un cartel que llevara su nombre...

No tuvo suerte. La rodeaba un mar de rostros asiáticos y muchos carteles, pero como todos estaban en chino, en árabe o en hindú; no entendía nada.

Tras ella, otros pasajeros intentaban salir, impacientes. Un carrito la golpeó en la pierna y Amy dejó escapar un grito.

—Está usted en medio —oyó una voz ronca a su lado. Luego, sintió que alguien la tomaba del brazo—. Lao Tzu dijo: Nada contra corriente, pero no seas un pedrusco en medio del riachuelo.

Ella levantó la mirada, sorprendida. El hombre que la empujaba hacia la salida llevaba vaqueros y una camisa de seda azul oscura. Pero el rostro bronceado, el rostro más atractivo del mundo según la revista Vogue, le resultaba muy familiar.

—¿Señor Zell? —murmuró, atónita.—Amy Worthington, supongo —replicó él, lacónico.—Siento haber llegado tan tarde —jadeó Amy, in tentando seguirle el paso—. Mi vuelo

se retrasó y luego...—Sé lo que ha pasado —la interrumpió él—. No debería volver a viajar con esa

compañía. Los aviones son viejos y no pagan bien a los empleados.—Pero no esperaba que viniera a buscarme en persona.—No hay nadie más que yo, Worthington.—¿Perdón?—Hoy es domingo. Mis empleados trabajan de lunes a sábado, no espero que trabajen

también los domingos.—Ah, lo siento. No quería causarle ningún problema...—No es problema.—Señor Zell, quiero pedirle disculpas por todos los inconvenientes...

El se volvió entonces y la miró con sus ojos azul cobalto. Su mirada la golpeó como una descarga eléctrica.

—Ya se ha disculpado cuatro veces. ¿No cree que es suficiente?—Sí, señor Zell.—Pues entonces, deje de hacerlo.Amy lo estudió mientras subían por la escalera mecánica. Era un hombre formidable,

atlético, de hombros anchos y estómago plano. Sí, estaba de acuerdo con Vogue: era el hombre más atractivo que había visto en su vida. De unos cuarenta años, tenía las sienes plateadas, pero el resto del pelo, bien cortado, era negro como el carbón.

No vestía como un millonario y llevaba un sencillo reloj deportivo. Lo más caro parecía ser el telé fono móvil, de titanio, por el que estaba hablando en aquel momento con su chofer.

—¿Pasa algo? —preguntó, después de guardar el móvil en el bolsillo.—No, no. Es que me habían dicho que sólo iba a estar en Hong Kong un día... espero

que no haya te nido que cambiar sus planes por mí.—Pienso irme a las dos a Sarawak, de modo que habrá que hacer esta entrevista lo

antes posible.—Sí, claro.—Para eso vamos a la oficina.Anton Zell la miró de arriba abajo y Amy tragó saliva. Cuando salió de Londres iba muy

elegante, pero ahora su ropa estaba completamente arrugada después de haber dormido con ella, despertado con ella, sudado con ella y llorado con ella.

Y a saber cómo tendría el pelo.—Lo siento, no voy muy arreglada para la entre vista.—¿Quire ir al hotel a cambiarse?—No, no, gracias —contestó ella.Su corazón latía a toda velocidad. No podía creer la suerte que había tenido. ¡ Iba a

hacer la entrevista, Anton Zell le daba otra oportunidad!—¿Ha desayunado?—No, pero no tengo hambre.—Mucha gente me considera un monstruo —dijo él entonces—. ¿Está usted dispuesta

a trabajar para un monstruo?—No, señor Zell.—No soy un monstruo. Si tiene hambre, por favor, dígalo.—Bueno, pues la verdad...—Vamos.A la salida de la terminal, bajo el agobiante calor de Hong Kong, los esperaba una

limusina negra. Un chófer uniformado recogió su maleta mientras Anton Zell la empujaba hacia el interior del lujoso automóvil con asientos de cuero.

A su lado, Anton Zell estaba hablando de nuevo por el móvil.—Voy con un poco de retraso, Lavinia. He sufrido una pequeña pero inevitable

calamidad. Te llamaré en cuanto pueda.—¿A la oficina, señor Zell? —preguntó el chófer.—Sí, Freddie. Pero para un momento en Choy Fat.—Sí, señor —murmuró el hombre, levantando de nuevo el cristal que los separaba.Zell guardó el móvil. Sus manos eran fuertes y elegantes, pensó Amy.—¿Por qué ha venido a Hong Kong?—¿Perdone?—¿Por qué quiere este trabajo?

—¿La entrevista empieza ahora?—Empezó ayer, a las once —replicó él—. ¿No está contenta en McCallum y Roe? ¿Ha

tenido algún problema allí?Amy apartó la mirada, nerviosa.—No, claro que no.—¿Claro que no? Entonces, ¿por qué ha venido hasta Hong Kong buscando otro

puesto de trabajo?—Porque soy capaz de mucho más de lo que me piden en McCallum y Roe.—¿Eso significa que espera que le pague mucho más que ellos?—Significa que necesito un reto más emocionante. No soy el tipo de persona a la que le

gusta hacer lo mínimo. Me gusta exigirme a mí misma, saber que estoy dando lo mejor de mí. Al final de cada se mana, quiero mirar atrás y ver que he conseguido algo... no sólo tener la silla caliente.

—¿Le gustan los riesgos?Esa pregunta la dejó pensativa.—No me gusta arriesgarme absurdamente. Pero estoy preparada para hacerlo si la

recompensa me rece la pena. Y cuando me arriesgo yo misma, no a los demás.—¿Le gusta tener responsabilidades?—Sí.—¿Es capaz de entregar un trabajo a tiempo?—Sí —contestó Amy, convencida.—Pero no ha podido llegar a esta entrevista a tiempo —le recordó’ Zell—. Ha llegado

exactamente diecinueve horas tarde. Se arriesgó con un vuelo barato, pero lo que se ha perdido es mi tiempo, no el suyo. La gente que se arriesga con mi tiempo no dura mucho tiempo en mi empresa.

—Entiendo —murmuró ella.—¿Sabe por qué necesito una ayudante personal?—He oído que su ayudante se puso enferma...—Marcie tenía un problema de corazón, pero no me lo dijo. Siguió trabajando hasta

que, un día, se desmayó en la oficina. Salió ayer del hospital, de modo que necesito urgentemente a otra persona.

Amy intentó sonreír.—Pues aquí estoy, señor Zell.El contestó con un gruñido.El chófer salió de la autopista y siguió por una carretera paralela al puerto. Las aguas

azules estaban llenas de embarcaciones, desde enormes barcos de carga hasta humildes barcazas. El muelle era un caos de gente, maromas y cajas. Era un mundo exótico, diferente.

La limusina se detuvo frente a una casa flotante. En cubierta, habían colocado un puesto de comida y estaban sirviendo a un grupo de marineros. Un chico sonriente se acercó a ellos y Anton Zell bajó la ventanilla.

—¿Cocido o frito? —le preguntó a Amy.—¿Perdón?—Quería desayunar, ¿no? En Hong Kong, eso significa fideos. ¿Le gustan fritos o

cocidos?—Fritos —contestó ella, intentando no mirar el desvencijado puesto. Seguramente no

debería mostrarse sorprendida por las cosas que hiciera Zell, por muy raras que fueran.—Viene muy recomendada por Jeffrey Cookson —dijo él después, estudiándola con su

penetrante mi rada—. Pero claro, es su tío.

—Sí, es mi tío.—El la crió tras la muerte de sus padres, ¿no?—No le hizo gracia tener que mantener a un hijo más, pero sí. Me crió él.—De modo que no es extraño que le tenga cariño. Pero no es el único. Industrias

Charteris también ha dado buenas referencias de usted.—Me alegro -dijo Amy.—Y también McCallum y Roe. Pero la gente con muy buenas referencias a veces va de

un trabajo a otro porque no encuentra su sitio.—Ese no es mi caso.El chico volvió a la limusina con dos tazones de porcelana y dos juegos de palillos. Amy

agarró el suyo, pero estaba quemando y rezó para que no se le cayeran los fideos encima. Cuando los probó, se llevó una sorpresa... estaban riquísimos.

—Me gustan.—Esta gente son Hakka, los que viven en el agua. Son buenos cocineros. ¿Pensaba

que quería envenenarla?—Pensé que era una prueba —confesó ella—. Hacer que la entrevistada pruebe

comida de un puesto callejero y ver si se muere de disentería.—¿Cree que está por encima de esto, que no debe ría comer en un puesto callejero?—No, en absoluto. Pero no es muy normal que un millonario desayune con estibadores.—En la vida, nada es gratis —replicó él.Amy estudiaba su cara mientras comía. Todas las caras, por muy bonitas que fueran,

tenían sus puntos débiles, ángulos en los que perdían belleza. Pero la de Anton Zell no. Se le mirase desde el ángulo que se le mirase, seguía siendo guapísimo. Y las fotografías no podían captar esa expresión suya, tan vivaz.

—Pero algunas de las mejores cosas son muy baratas. Aquí, la comida es muy buena y el paisaje maravilloso.

Amy estaba de acuerdo. La bahía, recortada contra los rascacielos, resultaba hermosísima.

—Lo recordaré.—¿Se ha despedido ya de McCallum y Roe?—He trabajado cuatro años allí sin tomar vacaciones, así que tenía dieciséis semanas

acumuladas y pensé que era un buen momento para buscar trabajo.—Martin McCallum tiene fama de conquistador.Amy se puso colorada.—Sí, es verdad.—¿Por eso quiere marcharse?—No, no es por eso.—Una mujer guapa, joven y soltera... ¿Está diciendo que Martin McCallum no se fijó en

usted?—Sí, se fijó en mí —asintió Amy—. Pero yo suelo mantener mi vida profesional y mi

vida privada por separado.— ¿Intento propasarse con usted?Estaba a punto de decirle que eso no era asunto suyo, pero cuando lo miró a los ojos

decidió que se ría mejor contestar.—Sí.—¿Y qué hizo?—Le dije que no estaba interesada.—Creo que eso no es tan fácil.—Yo me las arreglé.

—¿Qué haría usted si yo intentara propasarme? Amy tragó saliva.—Le diría lo mismo.Por un momento, le pareció ver un brillo burlón en los ojos azules de Anton Zell, pero no

estaba son riendo.—¿Por qué?—Ya se lo he dicho. No suelo mezclar mi vida privada y mi vida profesional.—¿Y si pudiera mezclarlas?—No le entiendo.—Hay gente que va de cama en cama para conseguir lo que quiere.—Si pensara que usted es ese tipo de hombre, no habría venido hasta Hong Kong.—¿Qué clase de hombre cree que soy?—Sólo sé lo que he oído.—¿Y qué ha oído?—Que es un hombre dinámico y creativo. Que trabajar con usted es una oportunidad

sin igual para aprender. No sé nada de su vida privada, señor Zell. No me interesa.Por fin, él dejó de mirarla y terminó sus fideos.—La gente de mi equipo no tiene vida privada, Worthington. No hay tiempo para eso.

Como mi ayudante personal, estará a mi lado durante días, se manas a veces, y en sitios muy remotos. Si tiene familia, tendrá que abandonarla. Si tiene novio, él la dejará. Desde luego, aprenderá mucho, pero no tendrá vida privada.

—¿Ni siquiera los domingos? —preguntó Amy.—¿Qué?—En el aeropuerto dijo que sus empleados no trabajaban los domingos.—Pero usted no será una empleada normal —dijo Zell—. Una ayudante personal no es

una empleada.—¿Y qué es, entonces?El se rió suavemente y Amy vio que sus dientes eran como todo lo demás, preciosos.—Es usted la que solicita el puesto, debería saberlo.—Sé que no voy a tener vida privada ni domingos libres. Y también que su anterior

secretaria acabó enferma.—Veo que lo entiende. Ahora, vamos a ver si está usted capacitada para el puesto —

dijo Zell, golpeando el cristal—. A la oficina, Freddie.

Capítulo 2Capítulo 2

L A TORRE de cristal azul que había visto desde el avión era infinitamente más impresionante desde el suelo. En el exterior no había ningún logotipo que proclamase que era el cuartel general de Anton Zell, pero su diseño arquitectónico la había hecho famosa.

Freddie, el chófer, los llevó hasta un garaje situado en el sótano. Aparte de los guardias de seguridad, el cavernoso espacio estaba absolutamente vacío.

Anton Zell marcó el código que abría las puertas del ascensor y entró en él con su maleta en la mano. Una sensación de irrealidad envolvió a Amy entonces. Lo último que habría esperado era pasar una mañana entera con el mismísimo magnate

Las oficinas, en la última planta, también estaban desiertas. Desde allí podía ver toda la ciudad, la bahía... era un espectáculo impresionante.

Amy había esperado que la llevase a su despacho, pero la llevó a una especie de enfermería.

—¿Qué hacemos aquí?—El examen médico —contestó él.—¿Cómo? Pero si aquí no hay nadie...—Sólo yo. Qué observadora.—¿ Usted va a hacerme el examen médico?—Por supuesto —contestó Zell, con un brillo burlón en los ojos.—Pero... se supone que tiene que hacerlo un médico.—Lo hace una enfermera, Glynnis Prior —la corrigió él—. Y ahora mismo, nuestra

Glynnis está en Singapur, visitando a su hija. Estuvo aquí ayer... esperándola.—Pero usted no está cualificado para hacerme un examen médico —protestó Amy.—Tranquila, no voy a hacerle un transplante de riñón. Cualquiera que haya hecho un

curso de primeros auxilios puede hacer una prueba como ésta. Pero, por supuesto, puede usted negarse.

—¿Y qué pasaría si me negara?—Que lo tomaría como un gesto de mala fe. O pensaría que tiene algo que esconder.

La entrevista terminaría de inmediato y no conseguiría el puesto.—¿Quiere decir que tendría que volver a casa?—Lo antes posible.Amy se mordió los labios, pensativa. No había ido hasta tan lejos para volverse con las

manos va cías. Pero no podía soportar la idea de que Anton Zell le hiciera un examen médico!

—¿Quiere que empecemos por tomarle la tensión, Worthington?A regañadientes, Amy se levantó la manga de la chaqueta. A la primera señal de

alarma, saldría corriendo, se dijo.¿Pero adónde? Estaba en el último piso de su rascacielos, a solas con él. Y los únicos

seres humanos que había por allí eran sus guardias de seguridad.Anton Zell no parecía un médico ni mucho me nos.—¿Habla chino?—No, señor Zell. Pero hablo francés y alemán y sé manejarme en italiano.—Tiene la tensión un poco alta —murmuró él, quitándole el tensiómetro.—Me he pasado veinte horas en un avión, ¿qué es pera?—Y también tiene el pulso acelerado.—Tampoco me sorprende.—¿Algún problema de corazón en su familia?—No.—¿Sufre de hipertensión?—¡NO! No tengo ningún problema de salud, señor Zell.—¿De qué murieron sus padres?—Mi padre murió de cáncer de próstata. Mi madre estuvo cuidándolo durante años,

pero acabó agotada y sin defensas. Murió de neumonía dos años después.—¿Cuántos años tenía usted?—Ocho.El la miraba intensamente, pero sin compasión.—¿Fue entonces cuando su tío se hizo cargo de usted?—Sí.—¿El le pagó los estudios?—Sí.—Muy altruista.—Pues sí. Hizo lo que pensó que era su obligación

—contestó Amy.-Ya.Zell se puso unos guantes de látex y tomó una jeringuilla.—¿Qué es eso?—Voy a tomar una muestra de sangre... ¿está tomando alguna medicación?—No... ¡Ay!Amy se mordió los labios al ver cómo la jeringuilla se llenaba de sangre. Estaban muy

cerca; podía sentir el calor de su piel y eso la ponía nerviosa.—¿Le he hecho daño?—No, no es nada.—Está muy pálida. ¿Le disgusta la sangre?—No. ¿Para qué me está sacando sangre?—Porque hoy hay luna llena y tengo que comer —contestó él—. Sujete el algodón ahí

unos segundos. Tenemos que hacer un análisis para comprobar que no toma drogas, Worthington. ¿Toma drogas de algún tipo?

—¡Fuma! —preguntó Zell, anotando las respuestas en un formulario.-¡No!.—¿Bebe alcohol?—Una copa de vino de vez en cuando.—¿Qué clase de vino le gusta?—El blanco.—¿Y el champán?—Sí, mucho.—Tiene que firmar aquí —dijo Zell entonces, ofreciéndole un botecito.—¿Para qué es esto?—Necesitamos una muestra de orina.Amy lo miró, atónita.—No pienso hacerlo.—No tiene que hacerlo aquí, puede ir al lavabo...—¡ Y usted puede irse mucho más lejos!Zell frunció el ceño.—¿Se niega a hacer la prueba?—Sí, señor Zell —contestó Amy, furiosa—. Me niego a hacerme una prueba de orina en

estas condiciones. Puede meterse la buena o la mala fe donde le quepa. Tiene una muestra de sangre y no pienso darle nada más.

El suspiró.—¿Es usted diabética? ¿Ha tenido hepatitis?—No.—Entonces, supongo que podemos pasar de la muestra de orina.—Gracias.—Es usted muy recatada. Si tiene la suerte, o la mala suerte, de conseguir el puesto, se

reirá cuando recuerde este momento.—Gracias, lo recordaré.—Muy bien —suspiró Zell, guardando el formula rió—. Podemos seguir con la

entrevista en mi despacho Su despacho ocupaba toda una esquina y tenía una vista magnífica de Hong Kong.

Sobre una enorme mesa había varias maquetas de proyectos recientes, amasijos de tanques y tuberías de las refinerías de petróleo con las que Anton Zell había hecho una fortuna.

Después de indicarle que se sentara en el sofá, él sacó una botella de champán de la nevera.

—¿Esto es lo que, según usted, toman los millonarios para desayunar?—Supongo que es más tradicional. ¿Qué estamos celebrando?—Nada, pero creo que le vendría bien una copa y ha dicho que le gustaba el champán

—sonrió Zell, sirviendo el carísimo Roederer—. Antes pensé que iba a desmayarse.—Una copa de champán me animará.—Tengo que hacerle más preguntas.—Muy bien.—¿La han detenido alguna vez?—No.—¿Ha cometido algún delito?—No.—¿Puede decirme qué es el sistema de placas la minadas?Amy contestó sin dudar:—El SPL es un compuesto de acero que la corporación Zell ha desarrollado para la

construcción de tanques de almacenamiento. Es más ligero que el acero habitual, pero mucho más fuerte. Acaba de al quitarle la patente a una empresa naviera de Corea y si funciona, podría ganar más dinero del que ha ganado hasta ahora con la industria petroquímica.

El estaba frente a la ventana, mirándola. La luz de la mañana revelaba la perfección de su figura: largas piernas, cintura estrecha y hombros poderosos que soportaban una cabeza que podría haber sido la de un dios griego.

—Ha dicho industria petroquímica como si le pareciera algo fascinante.—Y me lo parece —contestó Amy, señalando las maquetas—. Me fascinan los

proyectos de ingeniería, señor Zell. Me encanta todo sobre su trabajo. Especialmente, la dimensión medioambiental... que in tente contaminar lo menos posible. Si los tanques de transporte se hicieran con el SPL, los vertidos de petróleo podrían convertirse en algo del pasado.

—Sentimientos ecologistas muy recomendables —comentó él. No parecía halagado por sus palabras. Pero Amy no había intentado halagarlo, sólo expresar sus sentimientos.

—Sí, la ecología me importa. Quiero dejarles algo amis hijos.—¿Cuántos hijos tiene? —preguntó él.—Ninguno. Es una forma de hablar.—¿Ha estado casada alguna vez?—Nunca.—¿Tiene novio?—No creo que eso sea relevante.—Es relevante. Se lo advierto, Worthington, su horario de trabajo no le dejará tiempo

para nada más. Si tiene novio y piensa casarse en un futuro in mediato, éste no es trabajo para usted.

—No tengo novio y no pienso tener familia por ahora -contestó Amy—. Si me da el puesto, la corporación Zell será lo primero en mi vida. Puede que le parezca joven, pero le aseguro que no va a encontrar a nadie más dispuesto a trabajar que yo.

—Empieza a asustarme —dijo Zell.—Yo también me asusto a mí misma muchas veces. ¿Quiere que hablemos del sistema

de refrigeración de los tanques? ¿O del nuevo sistema de ex tracción que elimina el problema de la evaporación de combustible?

—No, gracias.

—Entonces, quizá podríamos hablar de la refinería de Marsella —sonrió Amy.—Muy bien, ya veo que ha hecho los deberes.—Y también tengo un coeficiente intelectual de tres cifras.—No lo dudo —sonrió Zell—. Necesito una ayudante urgentemente, Worthington -dijo

luego, sacando el móvil del bolsillo—. Este teléfono funciona por satélite. Puedo llamar y recibir llamadas desde cualquier sitio. Lo puse en silencio en el aeropuerto... y mire la pantalla.

Amy obedeció: 37 llamadas perdidas, 44 mensajes.—Ya veo que tiene un problema.—¿Quire empezar a solucionarlo?—¿Yo? ¿Ahora mismo?—No tenemos mucho tiempo. Nos vamos a Borneo a las dos.—¿Quién?—Usted y yo. Tenemos que inspeccionar una refinería.—¿Eso significa que estoy contratada? —preguntó Amy.—A menos que su análisis de sangre demuestre que es usted una drogadicta...—Pero yo... ¡no sabría por dónde empezar!—Por ahora, sólo necesito que conteste al telé fono. Debe pasarme las llamadas más

urgentes y decirles a los demás que no estoy disponible —siguió Zell, señalando una mesa—. Ahí está el ordenador de Marcie. Cuando volvamos a Hong Kong, empezará a estudiar sus archivos. Ella no volverá por la oficina, pero la ayudarán otras secretarias.

—Señor Zell, yo no esperaba empezar a trabajar de inmediato. Pensaba volver a Londres mañana... tengo cosas que solucionar...

—Usted se ha cargado mis planes, Worthington. Creo que eso me da derecho a cargarme los suyos y la necesito en Borneo esta tarde. Luego, podrá volver a Londres para organizar su vida.

—Pero sólo he traído ropa para tres días...—Lo único que necesita en Borneo es un chubasquero —la interrumpió Zell—. Estamos

en la estación de los monzones.

Capítulo 3Capítulo 3

p ROTEGIDA por el chubasquero que había comprado en el aeropuerto de Hong Kong Amy contestaba llamada tras llamada mientras visitaban la refinería de Bandak. Eran las cinco de la tarde, pero la fuerte tormenta hacía que pareciese noche cerrada.

La lluvia creaba torrentes de barro rojo que corrían entre los tanques. Tras la refinería, los árboles se vencían por el viento. Hojas de palmera y rama caídas cubrían el suelo.

El vuelo desde Hong Kong, aun en el jet privado de Anton, había sido horroroso y el aterrizaje, espeluznante. La lluvia era increíble, nunca había visto nada igual. Por primera vez, entendía lo que significaba la palabra monzón.

Pero no estaba soñando. Había llegado a Hon Kong por la mañana y por la tarde estaba en Borneo. ¡ Y era la nueva ayudante personal de Antor Zell!

—Vamos por delante de lo que esperábamos, a pesar del monzón —le estaba diciendo a Anton el director de la refinería. Amy escuchaba la conversación mientras hablaba por el móvil. Estaban en el refugio con los ingenieros y la lluvia golpeaba el tejado de una manera feroz—. La primera fase de construcción empezará dos meses antes de lo previsto.

—¿Se han comprobado los cierres?—El nuevo sistema funciona, sí.—¿Que nivel de producción estamos buscando para la primera fase?—Hemos hecho los cálculos preliminares... —con testó el hombre, sacando una carpeta

—. A partir de mayo debería refinar dos mil toneladas por mes.—Dele eso a mi ayudante.Amy aceptó la carpeta con una sonrisa, sin interrumpir la conversación. La mujer que

estaba al otro lado del hilo telefónico insistía en hablar con Anton, pero él le había dado instrucciones precisas de no pasarle llamadas.

—Lo siento, pero el señor Zell está en una reunión y no puedo molestarle.—Estoy oyendo su voz, maldita sea —replicó la seca y aristocrática señora. Se había

identificado como Lady Carron y Amy se la imaginaba fumando, con una boquilla de oro de medio metro—. ¿Dónde está? ¿En un bar rodeado de mujeres?

—En una refinería, rodeado de ingenieros.—¿Y quién es usted? No es Marcie.—No, me llamo Amy Werthington y soy su sustituta.—¿Y qué ha sido de ella?—El señor Zell la mató a trabajar, Lady Carron. ¿Quiere dejar algún mensaje?—Sí, por supuesto. Dígale que estoy esperando su llamada.La mujer cortó la comunicación, pero Amy ya estaba contestando otra llamada cuando

Anton la tomó del brazo.—El piloto dice que el tiempo está empeorando y no creo que sea sensato volver a

Hong Kong esta noche.—Yo preferiría ser devorada por pirañas.—Sólo hay pirañas en Sudamérica, Worthington Pasaremos la noche en un hotel en

Kuching.—Lady Carron ha llamado varias veces. Está esperando su llamada. ¿Quién es?—Es una de las accionistas más pesadas. Tuvimos la reunión del consejo de

administración hace unos meses y montó un numerito, pero puede esperar. Vamos al jeep.

La carretera hasta Kuching no era tanto una carretera como un río y el jeep tenía serios problemas para abrirse paso en el barro, pero al fin llegaron r Kuching, un pueblo pintoresco en la ribera del río Sarawak. A pesar del monzón, la vida seguía y las calles estaban llenas de gente que iba de un lado otro. El hotel era una típica edificación colonial, llena de encanto, y su habitación tenía un balcón frente al río.

A pesar del chubasquero, su ropa estaba empapada y en la maleta sólo tenía otro traje de chaqueta, el que había pensado ponerse para la entrevista. Pero tendría que valer.

La ducha, afortunadamente, era moderna y Amy intentó relajarse bajo el chorro de agua caliente. No había tenido un día como aquél en toda su vida. Anton Zell, el genio de los negocios, había sido para ella una forma de escapar de Inglaterra, pero Anton Zell, el hombre, había entrado en su vida como un monzón.

Después de ducharse, se puso crema hidratante por todo el cuerpo, intentando convencerse de que aquello no era un sueño. Envuelta en una toalla, salió del baño... y se quedó inmóvil al ver a Anton Zell sentado en su cama, leyendo tranquilamente unos folletos de viaje.

—¡ Señor Zell!—Anton —dijo él, sin levantar la mirada—. Nadie me llama señor Zell. ¿De verdad te

llamas Amelia?—Amy. Y no estoy vestida.

Anton Zell levantó la mirada y fijó en ella sus ojos azules.—Yo me he duchado, me he cambiado de ropa y he leído veinte páginas mientras tú

estabas ahí dentro —sonrió, tuteándola por primera vez.—Usted es un hombre —replicó Amy.—Un hombre hambriento —dijo Anton, mirando descaradamente sus piernas—. He

reservado mesa en el restaurante.—¡Pero tengo que vestirme! -El se levantó, sin dejar de sonreír.—Hueles como una orquídea salvaje, perfumada y húmeda. Te espero abajo, Amelia

Worthington.El restaurante era precioso, con techos altos y columnas pintadas de colores brillantes.

No parecía haber cambiado en absoluto desde el siglo anterior, con muebles de teca y una ecléctica colección de sofás y sillas de ratán. Daba a un jardín, pero las puertas habían sido tapadas con persianas de bambú para evitar que entrase el agua. Y las máscaras que colgaban de las paredes parecían cobrar vida a la luz de las velas.

—No serán cabezas reducidas de verdad, ¿no?—preguntó Amy mientras miraba la carta. Anton sonrió.—Al final de la clase, Worthington. Los reductores de cabezas sólo están en

Sudamérica, como las pirañas. Para hacer eso hay que sacar el cerebro y...—Sólo quería saber si eran humanas —lo interrumpió ella.—No lo sé. Algunas caras me suenan —bromeó Anton—. Mira, ésa se parece a una

ayudante mía que desapareció misteriosamente hace unos años...—Le gusta hacerme sufrir, ¿verdad, señor Zell?—Anton.—Anton —sonrió Amy.—Ese bonito cráneo tuyo está a salvo, no te preocupes. Te recomiendo pescado al

curry, es lo mejor.—Muy bien —suspiró ella—. Me encanta este hotel.—Me he alojado en el Hilton y en otros hoteles lujosos de la zona, pero éste es mi

favorito.—Menos mal que la gente no va muy arreglada... Esto es lo único que tenía en la

maleta -dijo Amy entonces.Llevaba un traje de chaqueta gris, elegante y profesional. Como único adorno un collar

de perlas.—¿Quien te lo regaló? —preguntó Anton, señalando el collar.—Era de mi madre. Es bonito, ¿verdad?—Es perfecto. Perlas para una rosa inglesa. Amy sonrió. Hacía mucho tiempo que no

se sen tía tan feliz.—¿A quién se le ocurrió llamarte Amelia? —preguntó Anton, después de que el

camarero, con un turbante de color mostaza, tomase nota.—¿Qué le pasa a mi nombre?—Es muy victoriano. Amelia Worthington... pareces la heroína de un cuento de Dickens.

Una pobre y virtuosa huerfanita.—Soy huérfana, pero no sé si virtuosa.Anton se puso serio.—Perdona. No quería ofenderte.—No me has ofendido. Amelia es un nombre fa miliar. Mi bisabuela se llamaba así.—Ah, ya.

—Ya —sonrió ella, tomando un sorbo de su cóctel. Anton era tan guapo que cada vez que lo miraba sentía mariposas en el estómago—. Tú también eres huérfano, ¿no?

—Veo que lo sabes todo.—Lo leí en algún sitio.—¿De verdad le has dicho a Lavinia que había matado a Marcie a trabajar?—¿Lavinia?—Lavinia Hyde—White, Lady Carron.—Ya que hablamos de nombres victorianos, ¿qué te parece Lavinia Hyde—White?—Como el tuyo, aparentemente es un nombre fa miliar.—¿La llamas Lavy? —bromeó Amy.—Lavinia.—Pues me sorprende que no te dé la risa en los consejos de administración.—Yo siempre soy muy serio con las mujeres guapas.—¿Por eso te ríes de mí? ¿Porque soy una pobre y fea huerfanita?—No eres fea, Worthington. Tienes el rostro de...—Por favor, no me digas que parezco un ángel. Sería muy poco original.—Antes, recién salida del bañó, parecías un angelito al que los arcángeles hubieran

frotado con un estropajo.Amy soltó una carcajada.—Muy simpático.—Tienes una risa muy bonita. ¿Es original o ensayada?—No seas tan cínico —replicó ella.El camarero llegó entonces con la cena. Como Anton le había dicho, el pescado al curry

era delicioso, sazonado con coco, jengibre y otras especias desconocidas para Amy.—Yo no conocí a mis padres —dijo Anton sin preámbulo alguno—. Así que no sufrí la

experiencia de perderlos, como tú. Lo tuyo fue más traumático.—Pero no debió de ser fácil crecer en casas de acogida.El se encogió de hombros.-Crecí en ambientes muy diferentes y eso me ha hecho la persona que soy. Vivir con

una casa que no es la tuya cuando eres muy joven te enseña muchas cosas de la vida.—Sí, supongo que sí.—Veo que tenemos algo en común... Es posible que tu cabeza no acabe colgada en la

pared. ¿Qué tal el pescado?—Buenísimo, gracias.—Para hacer este trabajo hay que saber viajar. Ir a cualquier sitio, dormir en cualquier

parte, comer lo que haya.—Anton —dijo Amy entonces—, quiero saber una cosa. ¿De verdad vas a darme el

puesto o sólo estoy aquí porque no había nadie más?—Digamos que estás en período de prueba. Si lo haces bien, te quedarás. Si no,

supongo que te alegrarás de volver a Londres.—Entonces, ¿podrías despedirme mañana mismo?—Podría.—¿Y cómo voy a saber si lo estoy haciendo bien?—¿Me estás pidiendo una descripción de tu trabajo? ¿Ahora, en medio de un monzón

en Borneo?—Sí.Anton se quedó pensativo.—¿Qué dirías tú que es lo principal de tu trabajo?

—Por ahora, hablar por teléfono —sonrió Amy—. Podrías reemplazarme por un contestador automático.

—Yo no paso mucho tiempo en la oficina. Ya no. Antes me pasaba el día entero delante del ordenador, o en el laboratorio, diseñando sistemas. Ahora, tengo gente que investiga por mí, yo sólo aporto ideas. Como sabes, mi empresa está al borde de un nuevo descubrimiento tecnológico pero, por ahora. Tengo que comprobar en persona cómo van las refinerías que ya están funcionando. Dentro de cinco días tengo que estar en Singapur, por ejemplo. Por eso necesito un ayudante que no tenga ataduras, porque nunca estará en casa.

—Ni tú tampoco.—Yo tampoco —asintió él—. Por eso no estoy casado. No podría hacer sufrir a una

mujer con este tipo de vida. Hasta que esté dispuesto a sentar la cabeza, claro.—¿Y cuándo será eso? —preguntó Amy.—Cuando conozca a la mujer adecuada. Hasta entonces, estoy casado con mi trabajo y

no tengo tiempo para nada más. Pero ningún hombre es una isla y yo necesito una ayudante eficiente. Lo importante es que sea buena compañía, que seamos compatibles. Tiene que ser alguien con quien esté a gusto porque vamos a pasar juntos muchas horas. Es una relación muy especial, Amy. Espero que entiendas de lo que estoy ha blando.

Amy se había puesto pálida.—A ver si lo adivino... Marcie no es una mujer mayor, de pelo gris.—¿Qué pasa? Parece como si hubieras visto un fantasma.—A lo mejor no me ha sentado bien el curry.—Espero que no sea así. Y no, Marcie no es una mujer de pelo gris. Tiene treinta años

y es muy ele gante. De hecho, antes era modelo.—Ah, qué cosas.—¿Perdón?—Es raro que una mujer de treinta años tenga problemas de corazón.—Sí, es una pena.—A lo mejor, hubo otras complicaciones —sugirió Amy, doblando su servilleta.—¿Qué quieres decir?—Estoy muy cansada, señor Zell —dijo ella entonces, levantándose—. Ha sido un día

muy largo.Anton parecía molesto, pero no discutió.—Sí, será mejor que nos vayamos a la cama.Mientras iban por el pasillo, las máscaras de la pared parecían reírse de ella.—Buenas noches —dijo Amy, en la puerta de su habitación.—¿Qué te pasa?—Nada, es que estoy muy cansada. Necesito dormir un poco.Anton enganchó el collar de perlas con un dedo y tiró de ella. Sin pensar, Amy cerró los

ojos al sentir los cálidos labios del hombre sobre los suyos, un contacto tan suave, tan íntimo.

Tan peligroso.Cuando abrió los ojos, los de Anton se habían oscurecido.—Buenas noches -dijo en voz baja—. Y ten cuidado con los cazadores de cabezas.Amy cerró la puerta como si al otro lado estuviera el mismo demonio..

El retumbar de un trueno despertó a Amy muy temprano.Abrió los ojos despacio, intentando recordar dónde estaba. En el techo, un ventilador

movía las aspas lánguidamente.

El día anterior había sido como un sueño. Resultaba difícil creer que había pasado de Londres Hong Kong y luego a Borneo.

Pero tenía un peso en el corazón...Recordaba fragmentos de la conversación cor Anton Zell: «Es una relación muy

especial. Espero que entiendas de lo que estoy hablando».Sí, desde luego que lo entendía. El lo había dejado muy claro. Un hombre rico, casado

con su trabajo, moviéndose de un lado a otro. No tenía tiempo para mujeres... la clase de mujeres que quieren un compromiso, claro. Pero ningún hombre era una isla, le había dicho también.

Amy se levantó y salió al balcón, envolviéndose en un sarong, regalo del hotel.«El joven Martin McCallum tiene fama de conquistador».Cuando Anton dijo aquello, casi se le paró el con razón. ¿Lo sabría, sabría lo que le

había pasado en McCallum y Roe? ¿Era por eso por lo que le había ofrecido ir a Borneo, porque sabía que también ella tenía «cierta fama»?

Apenas había amanecido, pero el tráfico en el río no cesaba, con barcazas y sampans navegando bajo la lluvia.

Amy los miraba sin verlos. Había deseado tanto irse de Londres... Y allí estaba, a miles de kilómetros de Inglaterra.

¿Habría pasado de la sartén al fuego? ¿Había atravesado miles de kilómetros para conocer a otro Martin McCallum? ¿No había aprendido la lección? ¿No había sufrido ya bastante?

En Londres, sentía que todo el mundo la miraba, que todos sabían lo tonta que había sido dejándose seducir por el mujeriego más famoso de la ciudad.

No había hecho caso de las advertencias y fue tan ingenua como para pensar, cuando quedó embarazada, que Martin estaría tan contento como ella.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al recordar aquel terrible día. La furia de Martin al saber que quería tener el niño. Martin diciendo que no la amaba, que lo suyo había sido sólo sexo, gritándole que hiciera algo rápidamente...

—Yo lo pagaré todo —había dicho él.—¿El qué, Martin?—¿Tú qué crees? Abre los ojos, Amy. Líbrate del niño. O te lo advierto, estás sola, yo

no quiero saber nada. Le diré a mi padre que te despida y a ver qué haces sin trabajo.Amy se abrazó a sí misma, angustiada. Ese día había abierto los ojos por fin. Su ilusión

se evaporó como el agua de la lluvia. Y con ella se fueron su corazón y su alma, su felicidad, la sensación de que la vida era bonita y que había un futuro feliz esperándola en alguna parte.

Y por eso era por lo que estaba en Borneo. Había puesto tantas esperanzas n Anton Zell... Zell, el genio, el millonario que protegía el medio ambiente, el ser humano decente, su única esperanza.

Si también Zell era de los que pensaba que su salario incluía la cama, entonces el mundo era un lugar hostil.

Amy se secó las lágrimas al oír un golpecito en la puerta.Era Anton. Ya estaba vestido. Se le había olvidado lo guapo que era y el brillo de sus

ojos azules le aceleró el corazón.—Me alegro de que estés despierta. Así podremos empezar temprano.—Muy bien.—Invítame a una taza de café, Worthington. La cafetera de mi habitación está rota.—Sí, claro.—¿Has estado llorando? —preguntó Anton.

—No, es que estaba en el balcón.., es la lluvia...—Pero si estás empapada. ¿Qué hacías en el balcón?—Admirar el paisaje. Anoche no pude verlo por que era de noche y...—Amy, ¿qué te pasa? ¿Estás enferma? —la interrumpió él.—No, estoy bien.—¿Te ha pasado algo?—No, es que no he dormido mucho. ¿Tan mal cara tengo?—No me ocultes nada, Worthington. Te aseguro que lo descubriría tarde o temprano. Si

pasa algo dímelo,—No pasa nada —murmuró ella.—¿Qué pasó anoche? Estábamos cenando tranquilamente y, de repente, saliste

corriendo.Amy respiró profundamente. Anton Zell era un hombre muy suspicaz... y muy

perceptivo.—No pasó nada. Creo que no me sentó bien & pescado.—Muy bien, si tú lo dices... Afortunadamente, no estás mejor, te brillan los ojos.—¿Ah, sí?—Sí. Aunque a veces se vuelven tan oscuros que parecen negros. Entonces dejas de

parecer un ángel. Sigues siendo preciosa, pero más oscura, más intrigante.—Voy a hacer el café —murmuró Amy, incómoda. La sensación de pesadilla había

vuelto. Otra persona le había dicho esas mismas cosas. Cosas que la hacían feliz.Alguien que se llamaba Martin McCallum.

Capítulo 4Capítulo 4

E L TRABAJO ofrecía alojamiento en Hong Kong, pero la palabra «alojamiento» no podía describir el apartamento en el que Anton Zell la había instalado.

Decorado con mucho estilo y equipado con lo último en televisión y sonido, tenía una terraza que ofrecía una maravillosa panorámica de la bahía, es taba cerca de los grandes almacenes más lujosos de Hong Kong...

Quizá ni el propio Anton vivía en un sitio tan lujoso.Y, aunque obviamente había sido decorado por profesionales, no podría decir que fuera

un lugar frío porque las maravillosas antigüedades emanaban el encanto de la misteriosa China.

El único problema era que apenas pasaba tiempo allí. Después de tres meses, todavía no había aprendido a manejar el mando a distancia de la televisión.

Aceptar el trabajo no había sido una decisión fácil. Se sentía entre la espada y la pared. Y el re cuerdo de aquel beso en el pasillo casi la había hecho quedarse en Londres. Aunque, en realidad, fue un encuentro fortuito con un antiguo compañero de trabajo en McCallum y Roe lo que la hizo decidirse.

La sonrisita irónica de aquel hombre la hizo recordar que no había nada para ella en Londres.

Mientras que en Hong Kong...Amy salió a la terraza, con un zumo de naranja en la mano. El cielo era de un azul

zafiro, tan azul como los ojos de Anton Zell.

Era domingo y no tenía que volver a la oficina hasta el día siguiente. En los últimos tres meses había trabajado incluso los fines de semana, pero por fin tenía un día libre.

Nunca había visto a nadie trabajar tanto como lo hacía Anton. Si tenía alguna duda sobre cómo había conseguido el éxito, desapareció en Singapur. Ella estaba a su lado constantemente, contestando llama das, repasando su agenda, tomando notas. Era lo único que hacían, trabajar. No les quedaba energía para otra cosa.

No hubo otro beso, aunque aquél seguía atormentándola. ¿Cómo la había llamado? «Una orquídea salvaje, perfumada y húmeda». Así era como recordaba el beso: como algo exótico y definitivamente peligroso.

Pero también recordaba otras cosas. Cosas queGlynnis Prior, la agradable enfermera, le había contado sobre Marcie un día que fue a

curarse un corte en un dedo.Pero era domingo y tenía el día libre. No quería pensar en Anton Zell, no quería pensar

en Londres, no quería pensar en nada.Cuando sonó el telefonillo se preguntó quién podría ser. Ella no conocía a casi nadie en

Hong Kong.Naturalmente, el rostro que vio por la pantalla era el de su jefe.—¿Anton?—¿Vas a dejarme esperando en la calle?—Estoy intentando abrir —murmuró Amy, bus cando el botón. Tenía que ser aquel

botón rojo, se dijo.Luego corrió al cuarto de baño para intentar ponerse presentable, pero sólo tuvo tiempo

de cepillarse un poco el pelo antes de que sonara el timbre.—Se me había olvidado lo bonitos que eran estos apartamentos —dijo él, mirando

alrededor.—Es precioso. Me encanta.—Me alegro. Vives mejor que yo. Yo tengo un estudio en Wanchai... Bueno, ¿te gusta

Hong Kong?—Pero si no he tenido tiempo de verlo.—Por eso he venido a buscarte. Tengo que hacer cosas en la ciudad y podrías

acompañarme, si quieres.—¿Acompañarte? —repitió Amy, con cara de susto.—Ah, entiendo —suspiró él—. Después de pasar tres meses juntos, supongo que estar

conmigo no resulta muy emocionante.—No es eso...—¿Y si prometo no mencionar el trabajo?—Tampoco es eso. La verdad es que la ingeniería me resulta fascinante.—¿Me encuentras repulsivo? Amy decidió rendirse.—Voy a buscar mi chubasquero. Estaban en abril, un mes precioso en Hong Kong, pero

Amy había aprendido que no podía fiarse del tiempo. De modo que siempre llevaba un chubasquero guardado en el bolso.

Aquel día no había limusina. El coche de Anton, un deportivo negro, estaba aparcado en la puerta.

—¡Qué cochazo! Rápido, lujoso, sin sitio para equipaje. Como su dueño.Había bajado la capota y era estupendo sentir el viento en la cara...—¿Qué has dicho? —preguntó Anton.—¿Qué?—Lo que has dicho antes sobre el coche y su—Ah, era una broma. No quería ofenderte, pero...

—¿Pero qué?—Que es tu estilo. Sin pasajeros, sin domingos li bres. Está bien si no tienes que

pensar en nadie.—Y nadie tiene que pensar en ti.—Anton, tú eres el centro del universo para cien tos de personas. La gente piensa en ti.

Se emocionan cuando sonríes y tiemblan cuando frunces el ceño.—Más lo segundo que lo primero, me temo.—Deberías sonreír más.—Ahora estoy sonriendo —dijo él, mostrando los dientes.—Me alegro.—Soy humano. Incluso puedo invitarte a desayunar.—Mientras no sean fideos... Me apetecería un desayuno inglés.—Eso tiene fácil solución. Conozco todos los restaurantes de esta ciudad. Lo que no

hago nunca es comer en mi casa.—Me estás rompiendo el corazón —se rió Amy—. Sé que sueñas con una esposa con

rulos que te haga hígado encebollado mientras tres niños te tiran de las perneras del pantalón...

—Qué horror.—Desde luego._¿Y tú?—¿Yo qué?—El día que nos conocimos me dijiste que no había nadie más dispuesto a trabajar que

tú. Que sólo pensarías en la empresa.—Sí, y es verdad.—Entonces, ¿cuál es la diferencia entre tú y yo?—Quizá ninguna. Soy una trabajadora compulsiva, igual que tú.—Lo dices en broma, ¿no?—No. Creo que ninguno de los dos cenará en casa con tres niños alrededor. Así que no

tiene sentido soñar con ello.—Soñar siempre tiene sentido.La conversación empezaba a ser dolorosa para Amy, de modo que cambió de tema:—¿Donde vamos?—A Battery Street. He pensado que te gustaría ver el mercado de jade.—¿Joyas? Ah, eso me interesa.—El jade es algo más que una joya, Worthington, es una forma de vida. Es la piedra del

cielo, una medicina, una religión, una forma de arte. La tocas para pedir salud y la adoras por su belleza. Incluso puedes comerla si quieres vivir para siempre.

—No, gracias. ¿Alguna cosa más?—El jade no es siempre verde. Puede ser blanco, lavanda, rojo, amarillo e incluso

negro. Pero las piedras más importantes son la nefrita y la jadeíta. La nefrita es la más común. La jadeíta es más cara y más difícil de encontrar.

— ¿Cuál debería comprar?—La que te pida el corazón.El mercado, en la esquina de Kansu y Battery Street, estaba lleno de puestos. Había

piedras de todas las formas posibles, figuritas de animales reales y míticos... El jade era, como le había dicho Anton, de todos los colores imaginables, desde el negro al blanco, pasando por todos los colores del arco iris.

Un puesto en particular llamó su atención. El propietario vendía figuritas de animales y le gusta ron particularmente los leones y los dragones.

—Son preciosos. Y parecen muy antiguos.—Todo lo que te digan que tiene más de ciento cincuenta años, será una reproducción.

Pero éstos, los de la dinastía Qing, son auténticos. Del siglo XIX. ¿Ves lo brillantes que son?

—Me encanta este cerdito —sonrió Amy.—Quinientos dólares —dijo el propietario.—Demasiado para mi.—De todas formas, no era tu animal —se rió Anton—. Estas figuritas representan el

calendario chino y tú no eres cerdo.—¿Y qué soy?—Tengo el gran placer de informarte de que eres un mono —contestó él—. Este es

más apropiado.Luego le mostró una figurita que a Amy le gustó de inmediato. Era un monito sujetando

una pieza de fruta con las dos manos y mirando por encima del hombro, como para que no se la arrebataran.

—Me encanta, es preciosa.—Acabas de doblar el precio, Worthington —murmuró Anton.—Me da igual. ¿Cuáles son las cualidades del mono?—Si hubieras nacido bajo el signo del cerdo serías mucho más agradable y no habría

dudado en contratarte.—Tengo la impresión de que no dudaste en con tratarme —replicó ella.—Pero siendo mono —siguió Anton, ignorando la interrupción—, posees una

inteligencia superior y mucho encanto. Aunque desconfías de la gente y eso hace que sea difícil acercarse a ti.

—Te lo estás inventando.—No.—¿Y qué eres tú, un tigre?—No, un dragón.—No me sorprende. Y cuáles son las cualidades del dragón?—Soy un perfeccionista que exige cosas imposibles a los demás.—Qué miedo. Parece que esto de la astrología china es muy acertado.Anton llevó las negociaciones para la compra del mono y lo consiguió por un tercio del

precio inicial. Aunque, como le dijo después, habría pagado mucho menos si no hubiera demostrado claramente cuánto le gustaba.

—La próxima vez lo haré mejor. Pero debería haber preguntado si es nefrita o jadeita.—Es nefrita —contestó él—. La figura está bien tallada, pero la piedra no es

particularmente valiosa. Ven, quiero enseñarte algo muy especial.La llevó por unos intrincados callejones hasta una tiendecita con una puerta roja.

Parecía estar cerrada, pero cuando levantó el antiguo aldabón de bronce en forma de dragón, un anciano con gafas apareció de inmediato.

—Señor Wu, queremos ver algunas de sus alhajas.—Por supuesto. Entren, por favor. ¿Quieren un té?—Sí, gracias.Amy se sentó a su lado, frente a un mostrador donde el anciano había estado

colocando una colección de lo que parecían monedas antiguas.—Se llaman Bi —le explicó Anton—. Objetos religiosos del pasado.—¿Son muy antiguos?—De la dinastía Shang, siglo XVI.—¡Tienen cinco siglos!

—No, del siglo XVI antes de Cristo. Tienen treinta y siete siglos.—Ah —murmuró Amy, sorprendida.—China es una civilización muy antigua.El señor Wu volvió con una bandeja y mientras ellos tomaban un té de crisantemo,

empezó a desenvolver un paquete de tela.Ella observaba, fascinada. El paquete tenía una docena de bolsillos y de cada bolsillo,

el señor Wu sacó una pieza de jade. Había pendientes, anillos, pulseras, collares. El trabajo era perfecto, pero muy sencillo. Lo que la sorprendió fue el color de las piedras, de un verde profundo, intenso, que no había visto nunca. Las piezas parecían estar vivas. Y, por primera vez, creyó las historias de Anton sobre las propiedades que les otorgaban los chinos.

—No hay nada como esto en el mercado. Nunca había visto un verde tan bonito.—Jade imperial de Birmania —sonrió el señor Wu—. Tan precioso como una

esmeralda.—Sí, es verdad. Y estos anillos.., prefiero esto a una esmeralda.—¿Qué tal esta pieza? —preguntó el anciano, mostrándole un brazalete en forma de

dragón que echaba fuego por la boca. La piedra tenía un color maravilloso.—Es una preciosidad —murmuró Amy, acariciándolo.—Pruébatelo —sugirió Anton. Ella obedeció. En contraste con su pálida piel, quedaba

perfecto. Pero cuando iba a quitárselo, él puso una mano en su brazo—. No te lo quites.—Si lo tengo puesto cinco minutos más, no podré quitármelo —sonrió Amy.—Eso espero.—¿Qué quieres decir?—Voy a hacer más té —murmuró el señor Wu., antes de desaparecer en la trastienda.—Que es tuyo —dijo Anton.—No, no. Esta pieza es carísima...—Es tuyo.Amy negó con la cabeza.—No puedo aceptarlo.—Es un regalo. Una forma de darte la bienvenida a la corporación Zell. Para desearte

buena suerte en el trabajo.—Te lo agradezco mucho, pero no puedo aceptarlo —insistió ella—. Por favor,

devuélveselo al señor Wu.Anton la miró con frialdad.—No puedo. Ya lo he pagado. Y lleva tu nombre. Amy miró el brazalete. Por dentro,

tenía grabadauna inscripción: Para Amy, de Anton.—¿Por qué lo has hecho?—Porque sabía que te iba a gustar —contestó él. Amy se puso colorada hasta la raíz

del pelo. Tenía sensación de pánico, como si se estuviera ahogando.—No lo entiendes. No puedo aceptar este regalo tan caro. Por favor, dije al señor Wu

que borre la inscripción.—Eso es imposible. No se puede borrar una inscripción hecha en jade —dijo Anton,

impaciente—. ¿Qué pasa, Amy? No te entiendo.—Una empleada no acepta un regalo así de su jefe. Y no soy tonta, sé lo que esto debe

de valer.—Puedo comprarte una pieza de jade...—Lo siento, no puedo aceptarlo. Me sentiría presionada.—¿Por qué quieres estropearme el día? —suspiró

—Eres tú el que me ha estropeado el día. Esto es horrible...—¿El brazalete te parece horrible?—No, claro que no. Sería un regalo estupendo... de un marido a su esposa, pero no de

un jefe a su ayudante.Anton se encogió de hombros.—Eres prácticamente mi mujer, Worthington.—¡No lo soy!—No sé por qué estas tan enfadada. Sólo es un re galo.—Un regalo que cuesta miles de dólares. Lo siento, Anton, yo trabajo contigo, no soy tu

concubina.—¿Te he pedido yo que lo seas?—Aún no. Y el día que lo hagas, me marcharé. Dejaste caer eso en Borneo y llevas

todo el día comentando lo solo que te encuentras... ¿Crees que soy tonta? Lo que tú quieres es una esposa sin matrimonio.

El se quedó mirándola en silencio durante un rato.—Me has entendido mal —dijo por fin—. Lo que quiero es un matrimonio sin la esposa.—Es lo mismo.—No es lo mismo. Si quisiera sexo, lo conseguiría en uno de los miles de clubs de

Wanchaj donde tú crees que me quedo hasta las tantas bebiendo alcohol.—Lo sé porque tú mismo me das las facturas. Y sea lo que sea lo que tomas allí no es

barato, desde luego.Anton tomó el brazalete y se lo guardó en el bolsillo.—Muy bien —dijo, sin mirarla—. Vámonos.

Capítulo 5Capítulo 5

M IENTRAS volvían al apartamento, Amy se sentía enferma. Sabía que su puesto de trabajo estaba en peligro.

Si Anton supiera por qué no podía aceptar ese re galo... si supiera lo que sentía por dentro cada vez que la tocaba. A veces, no podía soportar la angustia.

Cuando llegaron al apartamento había empezado a llover y los transeúntes corrían de un lado a otro buscando refugio. Por supuesto, Anton sólo tuvo que apretar un botón y la capota del deportivo se colocó en su sitio. Los hombres como Anton Zell no se mojaban con la lluvia.

—Podrías darme una explicación antes de irte.—Mira, no quiero que te lleves una impresión equivocada de mí...—¿Y cuál sería esa impresión?—Una ayudante personal lo sabe casi todo de su jefe. Es la naturaleza del trabajo. Ya

sabes, como una esposa sin estar casados._¿Qué cosas?—Mi predecesora la preciosa Marcie, por ejemplo. Me dijiste que estaba enferma del

corazón.-¿Y?—Marcie se hizo un examen médico tres días antes de marcharse. Y su corazón estaba

perfecta mente.—¿Has mirado su informe? —exclamó Anton, furioso.—No, claro que no. Me lo dijeron.

_¿Quién te lo ha dicho?—Eso da igual. Mucha gente está especulando sobre Marcie y su «problema de salud».

Pero ya no está en Hong Kong, sino en una clínica en Suiza—dijo Amy entonces—. Tuvo que ingresar urgente mente, pero no por un problema de

corazón.—¿Y por qué te preocupa eso?—¿Por qué? Primero, porque Marcie es mi antecesora. Segundo, porque me mentiste.

Tercero, porque no semarchó de Hong Kong a causa de un problema de salud... tú la despediste. Por eso me

preocupa.—Comprendo —murmuró él.—No sé dónde está Marcie ahora, pero no quiero acabar en el mismo sitio.—Espero que no sea así.—Estoy sola en la vida, Anton. Tengo que cuidar de mí misma porque nadie más va a

hacerlo.—Entiendo. Más de lo que puedas imaginar.—Si quieres despedirme...—¿Quieres marcharte?—No. Me encanta mi trabajo —contestó ella—. No quiero irme.—Entonces, quédate —dijo Anton, inclinándose para abrirle la puerta del coche—.

Como ya eres mayorcita, no tengo que acompañarte a la puerta.Amy corrió por la acera hasta el portal. Se sentía enferma por dentro.Mientras se secaba el pelo en el apartamento, encontró algo en el bolsillo. Era el monito

de jade...Sentía un vacío en el corazón. Anton ni siquiera se había molestado en explicar lo que

le había pasado a Marcie. Mejor, pensó. No quería oír más mentiras.Además, ella sabía lo que había pasado. La enfermera estuvo encantada de contárselo.«Ella adoraba al señor Zell. Estaba loca por él. Era una chica encantadora, muy sana y,

de repente, empezó a ponerse enferma en la oficina. Incluso se mareó un par de veces. El señor Zell le pidió que se hiciera un examen médico y, poco después, fue despedida y enviada a una misteriosa clínica de Zurích. Es fácil sumar dos y dos, ¿no te parece?»

Sí, era fácil sumar dos y dos. Amy sabía qué clase de urgencia médica requería una visita in mediata a una carísima clínica. Una clínica especializada en «pequeños accidentes». Ella lo sabía bien.

Pero no iba a pasar por eso otra vez. Se había creído enamorada de Martin McCallum, pero con Anton sería diferente.

Porque ella, como Marcie, también estaba loca por Anton Zell.Amy dejó el monito sobre la mesilla y se tumbó en la cama, suspirando. Los truenos

retumbaban en el cielo de Hong Kong.Durante horas, estuvo mirando la delicada figurita. ¿Cuánto tiempo estaría ella

sujetando su premio y mirando por encima del hombro para que no se lo arrebataran?

Seis semanas después, viajaron a Europa. La corporación Zell se había asociado con una empresa petrolífera de Marsella, Barbusse, para la Construcción de una refinería. Una vez en marcha, Henri Barbusse había ofrecido comprar las acciones de Anton y él estaba de acuerdo, de modo que iban a firmar el trato.

Y también, ya que estaban en el sur de Francia, a descansar unos días en casa de Lady Carron, que tenía una villa en Capo D’Antibes. Amy estaba deseando comprobar silo de la boquilla de medio metro era cierto.

El jet privado de Anton tenía asientos para doce pasajeros, pero en aquel vuelo iban sólo ellos dos. El equipo financiero de la corporación ya estaba en Marsella redactando el acuerdo.

Anton estaba ocupado leyendo unos papeles y Amy sonrió, como hacía siempre que lo veía con gafas. Y, como siempre, él parecía ajeno a lo que le rodeaba. Ni siquiera se sobresalió cuando ella abrió una botella de champán.

Por alguna razón, había una especie de loro r bordo, medio dormido en su jaula. Tenía algo que ver con el contrato, pero Amy no sabía qué.

Era la hora de cenar, de modo que calentó un plato de comida congelada y se lo llevó al piloto que, desconcertantemente estaba leyendo un libro sobre la pesca de la trucha. Luego calentó otros dos y los llevó a la mesa.

—Siento interrumpir, Anton —dijo, poniéndole una copa de champán frente a la cara.—Ya había terminado. ¿Qué hay de cena?—No lo sé, pero tiene mejor aspecto que la comida que suelen servir en los aviones.—Y tú tienes mejor aspecto que las azafatas —son rió él.Amy sonrió también. Desde la desastrosa visita al mercado de jade, la relación entre

ellos había sido tensa, incómoda. Aunque se decía a sí misma que eso era lo que quería, añoraba la simpatía, la amistad que había habido entre ellos.

Añoraba sus sonrisas, sus bromas, que la tomara del brazo o de la mano. Pero era como si eso nunca hubiera pasado. Y Amy sentía miedo. Miedo de que la despidiera para buscar una ayudante con la que se llevara mejor.

—Gracias. Por ese piropo, te has ganado otra copa de champán.—Estupendo. Quiero burbujas hasta el borde.—Ahora mismo —se rió Amy.—¿Por qué te ríes?—Siempre me río cuando llevas las gafas puestas.Anton se las quitó.—Y también tengo canas. ¿Te divierte que sea viejo?—No eres viejo, estás en lo mejor de la vida—Qué amable.—Yo soy así —sonrió Amy, señalando los pape les—. ¿Has resuelto los problemas del

acuerdo?—Los resolví hace tiempo. Construí la refinería hace cinco años y, como parte del trato,

me quedé con un cuarenta por ciento de las acciones de la empresa, que se llama Zell France. Henri Barbusse es ahora un hombre muy rico y quiere comprar mis acciones para ser el Único propietario

_¿Yeso no significa que perderás dinero?—Henri me ofrecerá un buen precio --contestó Anton—. La planta tiene capacidad para

sacar Cincuenta mil toneladas de producto al año y eso es mucho dinero. Pero yo puedo poner el mío en otro sitio,

—¿Por ejemplo?—Algún proyecto en países en vías de desarrollo, en el sudeste asiático.., países como

Vietnam o Laos. A mí me viene bien el dinero y a ellos la tecnología. Es perfecto para su economía.

—¿Por qué?—Porque para ellos es más fácil reciclas que im portar. Y en países en los que el medio

ambiente es especialmente frágil, reprocesar el petróleo es un paso fundamental —contestó Anton, tomando un sorbo de champán—. La economía de esos países ha estado

estancada durante años debido a Problemas políticos o a guerras, pero yo los veo como los tigres asiáticos del futuro. Y quiero sacar algo de eso.

—Entonces, no eres del todo San Anton,—No del todo —contestó él, con una sonrisa—, Pero me encantan esos sitios, sobre

todo Vietnam. hemos allí dentro de un par de meses, ya verás qué bonito es.—Por favor, dime, ¿qué hace aquí ese loro?—Es un guacamayo —contestó él—. Henri Barbusse es un fanático de los pájaros

exóticos, así que lo llevo como regalo. Y conseguir los permisos para sacarlo del país ha sido una pesadilla, te lo aseguro.

Amy retiró los plásticos de las bandejas. Contenían una variedad de platos chinos que comieron con palillos. Viviendo en Hong Kong, uno pronto aprendía a olvidarse del cuchillo y el tenedor.

—Es la primera vez que vuelo sólo con otra persona.—Para mí, el espacio es fundamental —dijo Anton—. Cuando era pequeño, me ponía

furioso no tener mi propia habitación.—Te entiendo. Tener que compartirlo todo, no tener un sitio propio...—Excepto en tu cabeza.—Sí, es verdad. Y a veces incluso intentan quitarte eso.Anton la miró, pensativo.—En la entrevista me dijiste que a tu tío no le había hecho mucha gracia tener que

mantener a otro hijo. ¿Se portó mal contigo?Amy se detuvo un momento, antes de contestar:—No. Mi tío es una buena persona, pero solía hacerme ver lo afortunada que era por

estar en su casa. Y mis primos también. Me hicieron la vida imposible, especialmente cuando su padre no estaba. Y yo no podía quejarme porque debía ser agradecida.

—¿Por eso eres tan dura?—¿Soy dura?—Como una piedra —contestó Anton, tomando una gamba agridulce con los palillos y

poniéndola en su boca—. ¿Por qué te hacían la vida imposible?—Bueno, supongo que eso es un poco melodramático. No fue tan malo, en realidad.

Pero tenía dos primas gemelas y un primo. Las niñas eran mucho peores. Solían pegarme entre las dos. Ya sabes, cosas de niñas, me pellizcaban, me tiraban del pelo, rompían mis Cosas...

—Los niños son expertos torturadores.—Desde luego. Y yo no podía pegarlas porque si lo hacía, se chivaban a mi tío.

Querían hacerme llorar, pero aprendí a contener las lágrimas. Luego, de mayores, en lugar de pegarme me decían cosas terribles.

—¿Qué cosas?—Lo típico. ¿Por qué estás tan interesado?—Estoy interesado en todo lo que se refiera a ti —contestó Anton—. ¿Qué te decían?Amy suspiró. -—Que mis padres se habían suicidado porque sabían que yo era la hija del diablo....—¿En serio? A mí me decían algo parecido en una de las casas de acogida. Tuve

pesadillas durante años.—Yo también. Tenía unos sueños horribles—¿Qué más te decían esos monstruos?—Que nadie me quería, que todo el mundo me odiaba, que era fea y mala.., esas

cosas. Pero lo que realmente me dolió... —Amy no pudo terminar la frase.—¿Qué es? Dímelo.

—No sé si puedo —murmuró ella, con un nudo en la garganta,Anton le pasó un brazo por los hombros.—Inténtalo. Te sentirás mejor.—Cuando tenía trece años y mi cuerpo empezó a cambiar...—Entiendo.—Ellas son más o menos de mi edad, pero aún no habían empezado a desarrollarse y

creo que estaban celosas. Yo no me atrevía a contárselo a nadie, ni si quiera a mi tía Sheila. Cada mes era una pesadilla, intentando ocultar lo que me pasaba... pero ellas siempre se enteraban y se metían conmigo.

Anton empezó a acariciarle el pelo.—Lo siento, Amy.—Cuando les tocó el turno a ellas, dejaron de me- terse conmigo. Supongo que se

aburrieron del juego, pero siempre recordará esos años como los peores de mi vida.—Pero lo has superado —dijo él—. Si has podido pasar por eso, puedes pasar por

todo.Amy sonrió.—Sí, supongo que sí —murmuró. Era delicioso estar así, sintiendo la caricia de sus

dedos, su comprensión—. Pero no quiero seguir hablando de esto. Quiero que me cuentes cómo fue tu vida en las casas de acogida.

—En general, bien. Peto había una... el padre me pegaba con un cinturón y me encerraba en un armario, a veces durante días.

—Dios mío, qué horror. Perdona, no quería hacerte revivir un recuerdo tan doloroso...—El cinturón me importaba menos —suspiró él—. Pero ese armario... Lo que me salvó

fue que cuando me dejaban encerrado allí no iba al colegio. El departamento de servicios sociales envió a alguien a la casa y, al descubrir lo que pasaba, me sacaron de allí. Estuve en un orfanato durante dos años antes de irme con otra familia de acogida. A partir de ahí, todo fue bien. Pero desde entonces, siempre me he encontrado fuera de todo emocionalmente, quiero decir.

—Lo siento —murmuró Amy—. Lo que me pasó a mí no puede compararse con tu experiencia

—Supongo que fue igual de horrible. La gente miserable puede ser cruel hasta con los niños. Quieren destrozar la felicidad de los demás. Lo peor no son los golpes o los insultos, sino la sensación de que nadie te quiere.

—Sí —murmuró Amy—. Pobre Anton..._¿No me digas que hay un alma sensible dentro de esa sofisticada armadura tuya? —

se rió él.—No llevo ninguna armadura. Recuerda eso cuando me tomes el pelo.—Lo haré. Y, por favor, no tengas miedo de contarme tus cosas. Te entiendo mejor de

lo que crees.—Sí, ya lo veo. Gracias por escucharme.., y por contarme tu historia.Anton inclinó la cabeza para besar sus labios. Fue un roce muy suave, muy delicado,

pero Amy se apartó enseguida, como si la hubiera quemado,—Menuda pareja, ¿eh? —murmuró él, con cierta amargura.Amy se levantó para llevar las bandejas a la cocina. Hablar con él sobre su infancia le

había tocado algo por dentro. Qué extraño revivir esos recuerdos allí, en el aire, de camino a Francia.

Cuando se volvió, Anton había sacado mantas y almohadas._Duerme a mi lado. Por las pesadillas.—Esta noche no tendré pesadillas.

—No lo decía por ti —sonrió él, echando los asientos hacia atrás.Amy se quitó los zapatos antes de tumbarse a su lado. Entonces, de repente, Anton la

rodeó con sus brazos. Aunque iban vestidos, el contacto fue tan eléctrico como si hubieran estado desnudos.

—Tú y yo somos iguales _murmuró. Siempre con la nariz pegada al cristal, esperando que nos dejen entrar.

—Yo ya no me hago ilusiones.—Eso crees, orthingt0fl, pero no es verdad. Te levantas cada día y añades una capa

más a esa arma dura tuya. Me pregunto si te das cuenta...—Así me siento a salvo —lo interrumpió ella. Pero entre sus brazos no se sentía a

salvo. En absoluto.

Capítulo 6Capítulo 6

D ESPUÉS de la ceremonial presentación del guacamayo, con el que Henri Barbusse parecía encantado, las negociaciones empezaron en un enorme hotel de Marsella. Tenía una excelente sala de juntas pero, por lo demás, era tan excitante como una caja de zapatos.

Pero las negociaciones sí eran fascinantes. Sentada al lado de Anton, Amy estaba en la posición perfecta para observar las sutiles y no tan sutiles maniobras. En otro momento de la historia, Anton Zell y Henri Barbusse podrían haber sido dos generales al mando de ejércitos enemigos.

Como Anton había predicho, Barbusse, un hombre bajito con barba, de unos cincuenta años, le ofrecía una gran cantidad de dinero.

Eran dos hombres muy diferentes. Mientras Anton era relajado e informal, Barbusse era un dandy, vestido de forma impecable, con gemelos de oro. Mientras Anton hablaba espontáneamente, Barbusse siempre se lo pensaba dos veces antes de abrir la boca. Le recordaba a uno de sus pájaros, pequeños, tiesos, perpetuamente limpiándose las alas.

La principal área de debate se centraba en la exclusividad. Además de comprar las acciones, Barbusse quería impedir que la corporación Zell construyese otra refinería similar en Francia.

Anton, relajado, asentía con la cabeza pero, poco a poco, Amy vio cómo conseguía negociar a su favor.

Al día siguiente, Barbusse había aceptado que Zell France recibiera royalties por cada galón durante cinco años más y Barbusse Resources Inc. tenía que encargar la construcción de, al menos, una refinería más y discutir la posibilidad de una tercera.

Los papeles estaban listos para la final y se había convocado una rueda de prensa. Más tarde, para celebrar la firma del contrato, Barbusse organizó una suntuosa cena que empezó con una de las sopas más conocidas de Marsella, la bullabesa, siguió con langosta termidor y concluyó con una serie de lico res y pastelillos franceses.

Amy llevaba un vestido azul marino que destacaba su figura y llamaba la atención de los hombres. Entre ellos, Anton. En Hong Kong solía llevar traje de chaqueta y, durante los días libres, vaqueros, de modo que no estaba acostumbrado a verla así. Y, por su expresión, parecía encantado.

Después de cenar, fueron a un club de moda y Amy se quedó sorprendida cuando Henri Barbusse la invitó a bailar.

—¿Donde ha encontrado mi amigo Anton un ángel como tú?

—Le aseguro que no me considera un ángel, señor Barbusse.—Eres divina, querida —sonrió él—. He estado observándote estos días... Si te cansas

de trabajar para Anton, llámame. Yo haré tus sueños realidad.—Lo tendré en cuenta —intentó sonreír Amy, mientras intentaba zafarse de aquel

pulpo.—Hazlo, pajarito —dijo Barbusse con voz ronca—. Acuérdate de mí. Te pague lo que te

pague Anton, yo te ofrezco el doble.—No hace falta, gracias. Estoy contenta con mi salario.—Yo te haría más feliz.—Pero es que me gusta vivir en Hong Kong.—¿No te gustaría más vivir en París?—Me lo pensaré —contestó Amy, apartándose de golpe.—Toma mi tarjeta, cariño -dijo Barbusse entonces, intentando meter la tarjeta por el

escote del vestido.Ella se lo impidió, conteniéndose para no darle una bofetada.—¿Qué tal el bailecito con Henri? —le preguntó Anton cuando volvió a la mesa.—¿El bailecito? Se llama «El pulpo» —suspiró Amy.—O «Bailando con lobos».—O «Arrinconada por el magnate».—¿Qué te decía al oído?—Me ha ofrecido que trabaje para él... doblándome el sueldo qué has dicho?—Que no. Pero me ha dado su tarjeta.—Ya he visto que intentaba meterla por el escote de tu vestido No me extraña, menudo

escote.—Oye, que no es tan grande.—Sí lo es. Y se lo has puesto en la cara a Henri.—¡Yo no le he puesto nada en la cara!—Sí lo has hecho. Pero ahora puedes ponerlo en la mía, Worthington.Anton la tomó de la mano para llevarla a la pista de baile.Bailar con él era mucho más agradable que bailar con Barbusse. Se movía con gracia y

no intentaba meterle mano. Bailaba tan bien que Amy casi olvidó que tenía pies.—¿Marsella te está pareciendo interesante?—He aprendido más en dos días que en los últimos cinco años.—¿Que has aprendido?—Para empezar, que Anton Zell puede tenerlo todo.—¿Qué quieres decir?—Viniste aquí a vender las acciones de una refine ría, pero al final vas a seguir

compartiendo los beneficios durante cinco años, vas a construir dos refine rías más... Eres un hombre muy listo.

—Los halagos no te llevarán a ningún sitio.—No intento halagarte. Sólo comento sobre tu inteligencia.—¿Puedo comentar yo algo sobre tu belleza?—Los halagos no te llevarán a ningún sitio —replicó Amy—. Pero si insistes...—Eres la mujer más guapa del club, pero eso es lo de menos. Seguramente, esta

noche también eres la mujer más guapa de Francia.—¿Seguramente?—Hay veinticinco millones de mujeres en Francia, Worthington. Uno debe ser cauto

cuando hace estimaciones de ese tipo.—Ah, ¿ésta es una conversación de negocios?

—preguntó Amy, sintiendo el roce de sus poderosos muslos.—Podría ser una negociación.—¿Quieres aumentarme el sueldo?—No quiero que te vayas a la competencia—No tengo intención.—Pero te has quedado con la tarjeta de Barbusse.—No iba a romperla en su cara, ¿no?—Entiendo. ¿Qué quieres, Worthington? ¿Más dinero, más beneficios?—Háblame de los beneficios—Intenté regalarte un brazalete de jade, pero lo rechazaste.—Ah, sí. No creas que no entendí el mensaje.—¿Qué mensaje?—Querías ponerme un dragón en la muñeca, como si pertenece al propio dragón.—O a lo mejor el dragón te pertenece a ti.—¡Ja!—Sólo intentaba decirte lo preciosa que eres. Ese vestido te queda de maravilla por

cierto —murmuró Anton, rozando su frente con los labios—. ¿Llevas ropa interior?—Por supuesto—Pues no se nota.—Es una ropa interior muy cara.—O sea, que te pago demasiado.Amy levantó la cabeza para replicar, pero él no le dio oportunidad porque selló su boca

con un beso.—Se está tomando usted muchas libertades, señor Zell.—Lo siento —se disculpó él—. Hablar de tu ropa interior me ha hecho perder la cabeza

por un momento.—«He perdido la cabeza». Menuda excusa.—Mejor que «he perdido mi ropa interior».Amy soltó una carcajada. Siguieron bebiendo y bailando hasta las dos de la

madrugada, pero entonces decidió que había llegado la hora de volver al hotel.—Te acompaño —se ofreció Anton.—No, por favor. No hace falta.—Yo también estoy cansado. Y creo que Henn necesita una excusa para volver con

sus preciados pájaros, n ‘est-ce pas, Henri?—Es muy tarde, sí —asintió el hombre—. Y será mejor que te lleves a tu ave del

paraíso antes de que meta la cabeza bajo el ala y se ponga a dormir. Nos vemos mañana, Anton.

Hacía una noche preciosa. El hotel estaba a diez minutos de allí, de modo que fueron paseando.

—Cuando el señor Barbusse se despierte mañana y lea el contrato, podría tener algo más que una re- saca —bromeó Amy.

Anton la tomó por la cintura.—Créeme, Henri es un gran hombre de negocios. Con este contrato, va a ganar mucho

dinero. Y yo tendré capital para expandirme en el sudeste de Asia. Nadie ha robado a nadie.

—Recuérdame que nunca juegue al póquer con tigo.—Mira la luna.La luna llena colgaba sobre el mar, creando un río de plata encima de las olas.

—El niño huérfano, convertido en un gigante de la industria... ¿Cómo es pasar de no tener nada a tenerlo todo?

Anton le acarició el pelo.—Hay un viejo proverbio: un hombre tiene sólo lo que puede sujetar entre las manos.—Te tienes a ti mismo. Eso es más de lo que tienen muchos hombres.—Y muchas mujeres. Tú también, Amy.—No siempre me siento así.—Eres la mujer más segura de sí misma que conozco. El problema es intentar que te

relajes de vez en cuando.—¿Por ejemplo?—Por ejemplo, sabes que estoy loco por ti, pero no dejas que me acerque.Amy sintió un escalofrío.—Ahora estás cerca de mí.—Cierto, de una manera fraternal. Pero si intentara besarte, saltarías como un gato

escaldado.Ella cerró los ojos. No estaba tan segura. .<—A los gatos les gustan las cosas a su manera.—Henri Barbusse es un amante de los pájaros. Le gusta meterlos en jaulas y

admirarlos en cautividad. Yo prefiero que me arañen.—Nunca te dejaría por Barbusse, aunque me triplicara el sueldo.—Así que tú también estás un poco loca por mí, ¿eh? —susurró Anton, besándole el

lóbulo de la oreja.De nuevo, Amy sintió un escalofrío.—No, es que me gusta mi trabajo, señor Zell.—¿Eso es todo?—Eso es todo. Y ahora, lleva a tu gata salvaje al hotel antes de que empiece a

arañarte.La luna los siguió mientras paseaban hasta el hotel, de la mano.

Cuando las negociaciones concluyeron, se marcharon a Capo D’Antibes. Iban como invitados de Lady Canon, a quien Anton había descrito como «una accionista muy pesada», pero quien, Amy sospechaba, debía de ser algo más.

Para el viaje, alquilaron un Mercedes descapotable que, según él, era de rigor en el sur de Francia. Se llevaban tan bien que todo era como un sueño.

Viajaron por la costa bajo el sol del Mediterráneo, observando los viñedos, las playas y los bosques de pinos. Luego, pararon a comer en un restaurante con terraza llamado La Sir donde la comida y el vino eran magníficos. Por supuesto, el restaurante contaba con la estatua de una sirena.

—Entonces, la gente a la que voy a conocer en Antibes son accionistas de Zell —dijo Amy.

—No, sólo Lavinia. Sir Robert Canon me apoyó económicamente cuando yo estaba empezando. Se casó con Lavinia, que era mucho más joven que él, y cuando murió, ella lo heredó todo. De modo que ahora tiene un veinte por ciento de las acciones de Zell.

—Y voz en los consejos de administración.—Eso es. De ahí que vaya a visitarla. Lavinia es joven, pero muy decidida y muy

despiadada. Tiene sus propias ideas sobre los proyectos de la empresa, o sea que tengo dos opciones: comprarle las acciones o ser amable con ella.

—Y ser amable es más barato -dijo Amy.—Más barato y más divertido —sonrió Anton.

—Entiendo. El difunto Sir Canon tenía buen gusto, ¿no? —comentó Amy, con más sequedad de la que pretendía.

—No es particularmente guapa, pero sí una mujer muy interesante. Ya lo verás.—Estoy deseando. Aunque aquí se está tan bien—suspiró ella entonces, mirando la higuera que les daba sombra.—Y yo me alegro de haber salido de Marsella.—¿Por qué?—Porque estaba harto de verte tontear con Barbusse.— no he tonteado con Barbusse!—Pero él estuvo a punto de meterte la mano en el escote...—Intentaba darme su tarjeta, idiota.—¿Así es como lo llamáis las sirenas?—Yo no soy una sirena.—No, y me alegro. Prefiero que de cintura para abajo no tengas cola.Amy se rió.—Tú no sabes nada sobre sirenas, Zell.—¿No? Cuéntamelo.—Pues mira, las sirenas a veces copulan con mortales. Pierden la cola y parecen

mujeres normales, pero sólo dura un tiempo porque quieren volver al mar. Y una noche de tormenta puede convertirlas en sirenas de nuevo. Desaparecen, vuelven al mar.

—¿Dejame ando atrás a un hombre con el corazón roto?—Y la casa llena de escamas.—Entonces, ¿tú podrías ser una sirena?—Nunca se sabe —bromeó Amy, pestañeando exageradamente.—Ah, eso explicaría muchas cosas.—Por supuesto.—Y dime, ¿qué induce a una sirena a copular con un mortal?—Que se enamore, pero no suele pasar.—Y cuando se enamora, ¿hay alguna forma de evitar que vuelva al mar?—Sólo una —contestó Amy.-Dime.—Debe tener un hijo. Entonces, se olvidan del so nido de las olas y se convierten en

humanas para siempre.—¿Tengo que dejarte embarazada para que no te vayas?Amy se puso seria.—Eso no sería muy conveniente —murmuró, apartando la mirada.—Era una broma —sonrió Anton—. Sólo quería saber cómo hacer que una sirena se

enamore de mí.—Ya te he dicho que esas cosas no suelen pasar.—La sirena se ha convertido en una estatua. ¿Qué he dicho?—Nada.El dejó escapar un suspiro.—Bueno, si queremos llegar a Antibes a la hora de la cena, será mejor que nos

pongamos en marcha.Amy sintió que le pesaba el corazón mientras Salía del jardín de la sirenita. ¿Por qué en

los mejores momentos siempre ocurría algo que la devolvía a la fea realidad?

Capítulo 7Capítulo 7

L A VILLA de Lavinia Canon no estaba exactamente en Capo d’Antibes, sino en las colinas que había detrás del pueblo. Desde allí podían ver el puerto y Antibes, con Niza en la distancia.

La casa era enorme, hecha de piedra, y debía de tener dos o tres siglos. No se había reparado en gas tos para reformarla.

Mientras recorrían el inmaculado camino de piedra, Amy observó las esculturas que se hallaban colocadas entre los arbustos y cipreses del jardín. Había unos rosales espectaculares, las flores estaban dispuestas en lechos geométricos, por colores y tamaños.

Anton detuvo el coche en un patio circular en el que había una magnífica fuente con tres leones que echaban agua por las fauces.

—Una escultura italiana, del siglo XVIII —dijo él—. Importada de Florencia. Tenía un poco de musgo, así que Lavinia hizo que la limpiaran.

—Qué higiénico.Cuando salían del coche oyeron los cascos de un caballo. Una mujer se acercaba,

vestida de amazona.—¡Anton, cariño! Qué alegría verte.Lady Canon bajó del caballo con destreza y se acercó para darle un abrazo. Era una

mujer delgada de pelo castaño y rostro bronceado, con los ojos de color violeta. Como Anton había dicho, era más interesante que bella, de nariz aquilina y labios delga dos. No era joven, pero sí muy atractiva. Y estaba muy guapa vestida de amazona.

—Estás guapísimo, cielo. El sol de China no te ha estropeado nada.—Tú también estás muy guapa, Lavinia. Te presento a mi ayudante, Amy Worthington.

Amy, Lavinia Canon.—Encantada de conocerla, Lady Carron —sonrió Amy, conteniendo el deseo de hacerle

una reverencia.—Llámame Lavinia, por favor —dijo ella, ofreciéndole una mano enguantada—. Así que

tú eres la nueva chica. Espero que cuides bien de Anton.—Lo intento.—Bueno, por ahora puedes descansar. Yo me en cargo de todo —el brillo de los ojos

de Lady Canon decía claramente que era una orden—. Vamos a tomar una copa en la terraza, Anton.

La invitación, claramente, no la incluía a ella. Anton la miró por encima del hombro mientras Lavinia se lo llevaba de la mano, dejando a Amy con los criados que habían salido para recoger sus maletas.

La casa, por supuesto, era muy lujosa. Exagerada, quizá, pero bonita. A Anton le dieron una habitación con vistas al Mediterráneo. La de Amy era mucho más pequeña, más oscura... y daba a los establos.

Mientras deshacía la maleta, intentaba no odiar a Lady Canon. Aunque Anton la trataba como a una amiga, una igual, no había razón para pensar que sus millonarios amigos iban a tratarla de la misma forma.

Sintiéndose como la pariente pobre, Amy intentó arreglarse un poco. Acababa de ponerse unos pantalones y una camiseta rosa cuando Anton llamó a la puerta de su habitación.

—Ven a tomar una copa. Quiero presentarte al resto de los invitados.—¿Seguro que debo ir? Podría bajar a la mazmorra y comer un mendrugo de pan.El soltó una carcajada.

—Ya te acostumbrarás a Lavinia.—Ya veremos.—Bonita vista —dijo Anton entonces, mirando por la ventana.Amy se acercó. El caballo de Lady Carron estaba siendo cepillado frente a los establos.—Ese caballo no ha estado corriendo. Con este sol, estaría cubierto de sudor.—A lo mejor iba a dar un paseo cuando llegamos.—O Lady Canon quería demostrarte lo divina que está vestida de Lara Croft. En amo

Anton, podemos irnos cuando quiera —bromeó Amy.En la tenaza había dos parejas, una suiza y otra francesa y un inglés melancólico

llamado Mike, que se pegó a Amy. Lo único que todos tenían en común eran los innegables signos externos de riqueza: joyas, relojes de oro, dientes blanquísimos y rostros bronceados.

—Yo vivo en la casa de al lado —le dijo Mike, que había tomado más de una copa—. Pero no se ve desde aquí. Lavinia posee prácticamente todas estas colinas.

—Es un paisaje maravilloso —sonrió Amy—. Tienes mucha suerte. ¿Vives aquí todo el año?

—Yo sí, Lavinia no. Ella tiene una casa en Londres y otra en Barbados.-Ah.—Mi casa no es tan lujosa como ésta —siguió Mike.—Pero seguro que también es muy bonita.—Sí, creo que sí. Llevo intentando que se case conmigo desde que murió Bob, pero no

tengo muchas esperanzas.—Sigue intentándolo —le aconsejó Amy—. Siendo su vecino, tienes muchas

posibilidades.—Eso espero —sonrió Mike.La cena se sirvió en el comedor, una habitación impresionante con muebles de caoba y

cuadros impresionistas que parecían auténticos.Lavinia se había cambiado de ropa y llevaba un vestido de gasa de color violeta, a

juego con sus ojos, que dejaba sus bronceados brazos al descubierto... y destacaba unos pechos altos que podrían o no haber pasado por el cirujano.

—Estás guapísima, Lavinia -dijo Anton—. Pareces un retrato de Paul Jacoulet.—Gracias, cielo —sonrió ella.Amy se colocó la servilleta sobre las rodillas, in tentando contener las ganas de vomitar.Sirvieron moules d la mariniéri mejillones de roca al Jerez. El primer plato fue un

pescado a la provenzal.—Bueno, cuéntame, Anton —dijo Lavinia—. ¿Qué es eso de que vas a convertir la

corporación Zell en una especie de organización ecologista? -—Tú sabes tan bien como yo que la industria petroquímica no tiene precisamente

buena fama entre las asociaciones medioambientales.—¿Y a quién le importa eso además de a unos cuantos lunáticos?—Pues debería importarnos a todos —replicó Anton—, ya que todos tenemos que vivir

en este planeta, respirar este aire y beber la misma agua.—¿Beber agua del grifo? Cariño, tú sabes que yo sólo tomo Perrier.—Espero que no quieras comprar aire embotellado también —bromeó él—. No estarías

tan g con una mascarilla.—Estás intentando que me enfade —sonrió Lavinia, tocando posesivamente su brazo

—. Ese proyecto tuyo de reciclar aceite usado no da tantos beneficios como una refinería.—No creo que los beneficios hayan menguado últimamente.

—Aún no, pero lo harán si lejas que la competencia se quede con el negocio. Y reciclar.., es una palabra horrible, querido.

—Pues debería ser la palabra de moda.—¿Cual es el porcentaje que se saca de limpiar petróleo que ya ha sido usado?—Lo importante es que enseñamos a la gente a reutilizar una fuente de energía.

Cuando el planeta se quede sin petróleo, y será así, no lo dudes, tendremos que limpiarlo de todas formas. Pero no podremos hacerlo si está enterrado...

—Anton, por favor. ¿Quién está interesado en una charla sobre el día del juicio final?—La gente a la que le importa su entorno. Y a los que les importa el precio del petróleo.Lavinia bajó los ojos.—Pero, cariño, ¿no queremos que suba el precio del petróleo?—No, a menos que quieras que el mundo se vea sumido en otra crisis.Heinz, el banquero suizo, se inclinó hacia delante.—No entiendo por qué quieres convertir el negocio en una organización benéfica. Has

vendido la refinería de Marsella, que estaba haciendo una fortuna...—Era un buen negocio —lo interrumpió Anton.—A lo mejor a los accionistas no les parece bien. Como administrador de Lavinia, estoy

de acuerdo con ella. Recuerda a tus accionistas, Anton. No te dejes llevar por un sueño.—Mi negocio se levantó por un sueño —replicó él—. El día que deje de soñar, dejaré

de vivir. Mi último sueño es crear un mundo más limpio en el que las reservas de crudo duren más tiempo. Pero dejé claro en el último consejo de administración que re finar el petróleo usado es un campo interesante. Tenemos que inventar nuevas tecnologías si queremos seguir creciendo. Refinar petróleo usado es el futuro, Heinz.

—Querido —intervino Lavinia—. Yo quiero mucho dinero en mis cuentas corrientes. Lo demás me da igual. Me da igual que las chimeneas echen humo todo el día o que haya un vertido de crudo en una re mota costa... mientras no sea nuestro.

—¿Y si el vertido fuera delante de su casa? —intervino Amy, irritada.Lavinia se volvió hacia ella, con mirada fría.—¿Perdón?—Si el vertido fuera en su propia costa, delante de su casa. La Costa Azul está más

polucionada que cualquier otra zona del Mediterráneo.—Todo lo que has comido esta noche se ha pescado aquí.—Sí, y me temo que el delicioso pescado estaba lleno de mercurio, cadmio y plomo. Y

los sabrosos moules á la marinieri contenían toxinas, hidrocarbonos polinucleares... Todo viene de la refinería de Marsella y nadie más que Anton hace algo para re mediarlo.

Lavinia apretó los dientes.—Llevamos años oyendo esas historias, pero nadie se ha muerto todavía.—Mueren millones de peces al año —replicó Amy—. Con la tecnología de Anton, eso

no pasaría. Y los accionistas no tienen razón para quejarse. Los beneficios siguen incrementándose cada año. Yo creo que deberían dejarle hacer lo que sabe hacer, relajarse y seguir recibiendo su dinero sin hacer nada.

—Amy —intervino Anton, muy serio.—Lo siento, quizá estoy siendo grosera, pero es un tema que me importa mucho.Lavinia la miró entonces como si acabara de percatarse de que aquella chica era un

peligro.—Bueno, querida Blanca nieves, después de comerte mi manzana envenenada,

¿cuándo podemos esperar que te quedes dormida?

—Amy tiene razón —la defendió Anton—. Con la nueva tecnología que estamos desarrollando conseguiremos mayores beneficios. De hecho, voy a anunciar planes de expansión en el próximo consejo de administración.

Amy tragó saliva. No había querido insultar a Lavinia Carron en su propia casa. Ni avergonzar a Anton.

En cualquier caso, era tan bienvenida en la mesa como un saco de estiércol y lo mejor que podía hacer era despedirse y subir a su habitación.

En cuanto los invitados se levantaron, Amy se disculpó. Lavinia no la miró siquiera. Anton, acorra lado por su anfitriona y el banquero suizo, no pudo darle siquiera las buenas noches.

Amy intentaba contener las lágrimas. A pesar del tamaño de la casa, podía oír risas en el piso de abajo y tenía la sensación de ser una niña otra vez, exiliada en su cuarto, escuchando con la oreja pegada a la puerta algo que no podía compartir.

Seguía despierta cuando, horas después, esa puerta se abrió.—¿Anton?—¿Qué demonios pretendías? ¿Has perdido la cabeza?—Lo siento —se disculpó ella—. No sé qué me pasó.—¿No has escuchado nada de lo que te dije?—Sí, te aseguro que sí, pero...—Lavinia tiene un veinte por ciento de las acciones. ¿No lo entiendes?—Sí —susurró Amy.—Y no le gusta la nueva dirección de la compañía. La idea era convencerla, no

enfadarla. ¿A qué estabas jugando? —exclamó Anton, paseando por la habitación.—No quería estropearlo todo, lo siento. Es que cuando dijo que a ella no le importaban

los vertidos de crudo me puse enferma —intentó explicar Amy—. ¿Vas a despedirme?—Lavinia me ha pedido que lo haga. Si no te des pido, se pondrá furiosa.—Entonces, será mejor que lo hagas.Anton se sentó en la cama.—Yo no acepto órdenes de nadie. Y nunca he des pedido a un empleado por decir lo

que piensa. Además, sólo has dicho la verdad —le dijo, con una son risa en los labios—. Así que me arriesgaré a que Lavinia se enfade. Pero si haces o dices algo que la moleste mientras estamos aquí, le estrangulo.

—No abriré la boca, de verdad.—¿Crees que podrás pasar desapercibida durante unos días?—Me iré a dar largos y solitarios paseos por la playa. Puedes dejar que te apriete el

brazo y decirle que se parece a un retrato de Paul Jacoulet todas las veces que quieras.—Muy bien.—¿Quien es Paul Jacoulet, por cierto?—Un artista francés que pintaba mujeres hermosas.—Qué culto eres. Pero esos pechos no son de ver dad.—Amy...—Perdón, perdón.—Sé que te costará trabajo —sonrió Anton, acariciándole el pelo—. Esta noche

parecías un ángel, intenta portarte como tal.—Lo haré.—Confía en mí. Es por una buena causa.—Confío en ti.—Mi dulce Amelia —susurró él, buscando sus labios.

Sin pensar, Amy le echó los brazos al cuello. Cuando sintió el roce de su lengua, un escalofrío de deseo la recorrió entera. Por fin estaba aprendiendo a confiar en él. Cuando la besaba así, las dudas desaparecían como las sombras cuando sale el sol.

El le acarició los pechos y sus pezones se endurecieron ante el contacto. Al menos, los suyos eran rea les, pensó.

—Te deseo tanto —murmuró Anton.Pero en aquel momento, una voz familiar resonó en el corredor:—¿Anton? ¿Te has perdido, cariño? ¿Dónde estás?—Maldita sea. Quiere que vayamos a Antibes para ver la luna sobre el mar o una

tontería por el estilo.—De todas formas, yo estaba a punto de echarte —dijo Amy, empujándolo suavemente

—. El deber te llama. Ve, la gloria te espera.Anton se rió.—Dulces sueños, ángel.Unos minutos después, Amy creyó oír la risa de Lavinia.Lo que daría por estar con Anton toda la noche... mirando la luna sobre el mar.O alguna tontería por el estilo.Tenía que controlarse, se dijo. Los celos eran el monstruo de los ojos verdes. No

debería dejar que Anton la tocara, pero le dolía tanto que Lavinia Canon se apoderase de él...

Qué misterioso era el corazón femenino. Después de haber rechazado a Anton tantas veces, después de haberse convencido de que sólo quería una cosa de ella, ¿por qué sus ojos estaban llenos de lágrimas?

Capítulo 8Capítulo 8

S IEMPRE recordaría ese fin de semana como el más horroroso de su vida.Para empezar, a la mañana siguiente, Gerda Meyer, la mujer del banquero suizo, se

puso enferma. Y después de los comentarios de Amy sobre el plomo, el mercurio y el cadmio que llevaba el pescado, no fue un suceso muy agradable. Cada vez que Lavinia la miraba, casi podía oír truenos.

Para suavizar las cosas, Amy se encontró haciendo el papel de enfermera, aunque Gerda no era una paciente fácil.

Cuando le llevaba la enésima tisana del día, Amy la encontró sentada en la cama. Y furiosa.

—¿Por qué tuviste que decir esas cosas horribles anoche? Es lógico que me haya sentado mal la cena.

—No es nada, sólo un dolor de estómago. Suele pasar cuando se comen moluscos en verano...

—¡No me hables de comida! Ay, qué dolor de estómago. Y estoy horrorosa —murmuró Gerda, mirándose en un espejito de mano—. Lo mínimo que podrías hacer es peinarme un poco.

Por supuesto, Amy tomó un cepillo de plata con sus iniciales grabadas y empezó a peinarla.

—¿Dónde están Lavinia y Anton?—Han ido a dar un paseo a caballo.

Los había visto desaparecer por una loma después de comer, en amistosa compañía. Aquel día, era como si Anton y ella vivieran en planetas diferentes. Casi no le había dirigido la palabra porque toda su atención estaba concentrada en Lavinia.

—Se casarán pronto —dijo Gerda—. ¡Por favor, ten cuidado! ¡ Me estás tirando del pelo!

—Perdón —murmuró Amy—. ¿Por qué dices que van a casarse?—Porque Lavinia ha decidido hacerlo. Y cuando Lavinia quiere algo, lo consigue.—¿Y Anton no tiene nada que decir?—¿Qué iba a decir?—Que no, por ejemplo.—¿Por qué? —exclamó Gerda, perpleja—. Los dos son ricos, guapos, con estilo. Lo

más lógico es que se casen.Amy tragó saliva.—Sí, claro. Pero también hay muchas diferencias entre ellos.—¿Te refieres a los proyectos de Anton? Eso no es importante. No le ha invitado a

venir para hablar de eso, te lo aseguro.—¿Y por qué lo ha invitado a venir?—Para pedirle que se case con ella, por supuesto.—Ah. ¿Últimamente son las mujeres las que pro ponen matrimonio?—¡Ja! Lavinia es listísima. ¿Sabes que es piloto de helicópteros?—¿No me digas?—Los hombres son como los helicópteros. Sólo hay que saber qué botones debes

apretar y voilá, la cosa funciona. Será la boda del año, seguro. Ayúdame a ponerme la bata.

Amy se mordió los labios, pero hizo lo que le pe día. Luego, Gerda se colocó el monumental busto, acariciándolo con placer.

—Son preciosas, ¿verdad? Las tuyas no están mal. Más grandes que las de Lavinia, desde luego. Es lo único que le falta... y no es que no lo haya intentado, te lo aseguro —dijo, maliciosamente.

—Supongo que tiene otras virtudes —murmuró Amy.Tuvo que pasar el resto de la tarde soportando a Gerda e intentando que sus

comentarios maliciosos no la afectaran.¿Por qué se sentía tan posesiva con Anton? Que la hubiera besado la noche anterior..,

antes de una afortunada interrupción, no significaba nada. Estaba allí para hablar de negocios, con Lavinia, nada más.

La pareja feliz volvió de su paseo a caballo poco antes de la cena. Y parecían más contentos que antes. Amy tuvo que hacer un esfuerzo para no imaginar lo que podría haber pasado entre ellos bajo una higuera o a la sombra de un olivo.

Pero Anton tenía la camisa desabrochada y sobre el vello oscuro que cubría su torso pudo ver unas hojas de romero...

—Veo que piensa cocinarte a las finas hierbas.—Sí, seguro. Hace un calor terrible. ¿Qué tal tú?—Genial. Me he pasado la tarde viendo cómo Gerda vomitaba en una palangana de

Sévres.—Qué divertido.—No tienes ni idea.—No puedes quejarte. La pobre mujer está haciendo un esfuerzo sobrehumano para

divertirte.—Aggggggg.

Anton le dio un beso en la mejilla.—Eres una chica muy valiente.—Había un magnate llamado Zell —entonó Amy entonces—, que sonreía mientras

galopaba con su bella. Cuando volvieron del paseo, la bella tenía una sonrisa en los labios y el magnate había desaparecido.

Anton sonrió.—Ya veremos quién se come a quién.Amy no quería que nadie se comiera a nadie. Quería que lodo fuera como antes.Pero no podía decírselo.—Ve a por ella, tigre.—Sé que estás aburrida, pero nos iremos dentro de unos días. Paciencia, Amy —sonrió

Anton, abrazándola.Ella respiró el aroma de su piel, con los ojos ce nados.—Ve a lavarte. Y quítate las hojas del pelo, cariño.

Durante la cena, Amy se en€ontró relegada a una remota esquina de la mesa. Había más invitados que el día anterior, la mayoría gente de avanzada edad que no hablaban mucho.

Era una tortura observar a Anton y Lavinia al otro lado de la mesa, riendo, haciéndose confidencias... Aparentemente, lo estaban pasando de maravilla. Y ella se sentía como la mujer invisible.

De nuevo, fue excluida de la diversión después de la cena; todos se fueron a Antibes a un concierto, pero ella se excusó, sabiendo que su presencia irritaba a Lavinia y se lo ponía difícil a Anton. Se sentía indeseada, como un paría.

La única invitada que se quedó fue Gerda, que aún no se encontraba bien del todo. Amy soportó otra charla sobre su busto y su cuenta corriente hasta que no pudo más.

Y aunque esperó hasta muy tarde, Anton no fue a darle un beso de buenas noches.Al día siguiente, cuando se encontraron durante el desayuno, él le dijo que no habían

vuelto hasta después de las dos.—Estabas dormida. Roncando como un tronco. Te di un beso y te dejé durmiendo.—Ah, gracias —sonrió Amy, pensando que los besos no contaban si una no estaba

despierta para recibirlos. Y tampoco se le escapó que iba vestido para montar otra vez, con vaqueros y botas altas—. ¿Lo pasasteis bien?

—Después del concierto fuimos a un cabaret. Fue muy aburrido.—Comparado con los clubs de Wanchai, sin duda.—Bueno, las chicas son más altas. ¿Gerda siguió vomitando?—Afortunadamente, no. Pero lo sé todo sobre sus sujetadores y sus cuentas corrientes.—Qué horror.—No te lo puedes ni imaginar. Su dinero y sus glándulas mamarias son los únicos

temas de conversación de esa mujer. Si tengo que pasar una hora más en su compañía, es posible que la envenene.

—Te prometo, Worthington, que en cuanto salgamos de aquí te pondré una medalla.—¿Y cuándo será eso? Parece que no te separas de quien yo me sé.—Si Gerda te parece insoportable, tendrías que estar dos horas con Morticia.Amy soltó una carcajada.—Ah, qué curioso. Según Gerda, Lavinia quiere que tú seas el próximo Gómez.—¿Casarme con Lavinia? Lo dudo. Ella es muy feliz así.—Yo creo que está enamorada de ti —dijo Amy—. Y es atractiva, sofisticada,

millonaria.

-¿Y?—Que tendrías que tener una buena razón para decirle que no.—¿Y si estuviera interesado en otra persona?—¿Quién? —preguntó ella, con el corazón dando saltitos.—Alguien que tiene cara de ángel.Amy iba a replicar cuando una voz familiar los interrumpió:—¿Cual es la broma, cariño? ¿Puedo enterarme?Lavinia acababa de entrar en el comedor. De nuevo, iba vestida de amazona:—Nos acordábamos de un viejo programa de tele visión —contestó Anton.—Yo no tengo tiempo para ver la televisión —Lavinia se golpeó una mano con los

guantes—. ¿Has terminado de desayunar?—Sí.—Entonces, vamo8 a dar un paseo, antes de que empiece a hacer calor. Conozco un

restaurante en el que podemos comer mientras atienden a los caballos.—Qué bien —dijo Anton, con cierta nota de cansancio en la voz.De modo que, por segunda vez, Amy tuvo que verlos desaparecer por el camino.De nuevo, se sintió como alguien que sobraba, una pecadora a la que no aceptaban en

el círculo familiar. Sus primas la habían hecho sentirse así durante toda su adolescencia. Ahora Lavinia Carron lo hacía de nuevo.., y dolía mucho.

Si fuera una persona más agradable... Se alegraría de que Anton hubiera encontrado a su media naranja.

Pero Lavinia no le merecía.Lo que necesitaba era una mujer compasiva una mujer que pudiera entender su pasado

Alguien que supiera de dónde había partido para llegar a ser lo que era, alguien que creyera en sus sueños.

No aquella rapaz de corazón de hielo que sólo pensaba en sí misma y que se rodeaba de gente exactamente igual que ella.

El tercer día, Lavinia había preparado un crucero por la costa hasta las islas Lérins, el archipiélago de islas en la costa de Cannes donde el hombre de la mascara de hierro había sido encarcelado Gerda Meyer ya estaba recuperada y no había ninguna excusa para excluir a Amy, de modo que tuvo que invitarla.

Lavinia poseía un yate blanco, muy lujoso, con todas las comodidades que el dinero podia comprar

Y la suave brisa en la cara era una caricia.La última caracterización de Lavinia parecía ser la de una chica Bond: la parte de arriba

de un bikini diminuto y unos pantalones cortos blancos... muy cortos.Estaba en su elemento, dando órdenes, disfrutando de ser la dueña y señora. Quince

años atrás, pensó Amy, Lady Carron debía de haber sido alumna de algún colegio para niñas bien en Suiza.

Pero al día siguiente, Anton y ella se marchaban por fin.Eso le daba a Lavinia un día más para cerrar «el trato». A menos que su plan fuera

esperar hasta el próximo consejo de administración.Con su bikini rosa de Christian Dior y sus gafas de sol, Amy se apoyó en la barandilla

del yate, lo más lejos posible de Lavinia. El mar azul era relajante...Anton se apoyó en la barandilla, a su lado.—Pareces muy tranquila.—Me encanta el mar.—Ah, se me olvidaba. El elemento natural para una sirena.Amy sonrió.

_¿No era un mono?—Sí, eres un mono. Definitivamente.—Está bien eso de saber que una es un mono.—Te dije en Hong Kong que los monos son un buen signo. Y también son buenos en la

cama.—¿Ah, sí?—Saben recibir placer.—¿Y por eso son buenos en la cama? ¿Porque son egoístas?—Yo no he dicho que fueran egoístas. Todo lo contrario, de hecho. Se deleitan siendo

amados.—No sé si tengo esa cualidad.—Yo hago lo que puedo para que la desarrolles.—Lavinia sabe cómo hacer disfrutar a sus invita dos.—Robert la hizo muy rica —contestó Anton—. No tiene nada que hacer más que gastar

dinero.—Hablas como si no te cayera bien —replicó Amy, volviéndose. Anton llevaba un

bañador negro y amarillo. Su magnífico físico brillaba bajo el sol. Sentía tantos celos de aquel cuerpo... odiaba cómo lo miraban otras mujeres.

—Me cae bien. Pero no siempre entiende que no puede salirse con la suya en todo momento por muy rica que sea.

—Sí, ya lo veo.—No le interesan las nuevas tecnologías.—¿Es de eso de lo que habláis cuando estáis so los?—Lavinia cree que conoce el negocio del petróleo mejor que yo —sonrió Anton—¿Podría causarte un problema en el consejo de administración?—Lavinia conoce a mucha gente y sabe cómo conseguir lo que quiere. Si convence a

otros accionistas podría ser un problema.—¿Qué podría pasar?—Podrían despedirme como director ejecutivo.—¿Pero si es tu empresa!El negó con la cabeza.—Yo tengo un cincuenta y uno por ciento de las acciones, pero si la mayoría de los

accionistas están contra mí, tendría que dar marcha atrás.—Pero pensabas comprarle sus acciones...—Sí, si puedo convencerla. Ese es uno de los problemas. El otro es que Zell es una

empresa británica y bajo las leyes británicas, si le compro sus acciones no puedo volver a venderlas.

—¿Qué pasaría?—Bueno, es complicado... Pero tendría que retrasar mis planes al menos un año, quizá

más tiempo.La chica Bond apareció en cubierta en ese momento, rodeada por sus amigos.—¡Anton! Cariño, te estás perdiendo a los delfines.Los dos se volvieron. Un grupo de tres o cuatro delfines nadaba junto al yate. Era una

imagen preciosa. Y Lavinia sonreía como si ella fuera la responsable.Cuando tomó a Anton del brazo, Amy pensó que seguramente no eran delfines de

verdad, sino robots que ella dirigía con un mando a distancia que llevaba en el bolsillo de los cortísimos pantalones.

El yate echó el anda frente a la isla de Santa Margarita, la más grande del archipiélago, y un bote los llevó hasta la playa.

Pero el tiempo había cambiado. El feroz calor de los días anteriores parecía haber cargado la atmósfera y el cielo se había vuelto gris. Amy se sintió oprimida por el calor y la humedad.

—Va a haber tormenta —dijo Anton.—No habrá tormenta —replicó Lavinia, mirando al cielo, como retándolo a contradecirla

—. Respirad profundamente, chicos. El eucalipto es buenísimo para los pulmones.Todo el mundo obedeció y Amy se preguntó si dejarían de respirar si Lady Canon se lo

ordenase.El plan era ir por el bosque hasta el puerto, donde los esperaba una magnífica comida,

y luego ir a Fort Royal, donde estuvo encarcelado el hombre de la máscara de hierro.Empezaron a caminar, pero Lavinia parecía haber sobreestimado la capacidad atlética

de sus invitados que, poco a poco, empezaron a quedarse atrás. El bosque parecía infinito y había muchos caminos que seguir Todos los pinos parecían idénticos y cada camino igual que el otro

El retumbar de un trueno hizo que Amy levantara la cabeza. Había ido caminando con Gerda pero, aburrida de su charla, la dejó atrás. Heinz iba delante, con Lavinia, pensando seguramente que su es posa era menos importante que su cliente.

Amy miró hacia atrás y al no ver a Gerda, decidió ir a buscarla. Era aburridísima, pero le daba pena dejarla sola en el bosque. Caminó unos dos cientos metros, pero no la encontró. Y cuando miró hacia delante tampoco vio a nadie. Estaba completa mente sola en aquel amasijo de pinos y eucaliptos...

Un relámpago cegador seguido de un trueno la sobresaltó. -Supuestamente, meterse bajo un árbol no era buena idea en medio de una tormenta,

pero allí no había nada más que árboles.Entonces se abrieron los cielos y empezó a llover a mares. Cegada por la lluvia, Amy se

metió bajo un árbol. No tenía sentido seguir buscando a Gerda... tendría que esperar a que pasara la tormenta.

Y empezaba a hacer frío. Maldita Lavinia, pensó. Seguramente ahora estaría sentada en un elegante café, con un martini en la mano, riéndose del des- tino de los que habían quedado atrás.

La tormenta se intensificó. Los truenos eran en sordecedores, la cortina de agua hacía imposible ver a más de un metro.

Y entonces, una figura alta y oscura se materializó frente a ella.—¡Anton!El sonrió al verla. Llevaba el bañador y un chubasquero rojo que colocó sobre sus

cabezas.—¿Te acuerdas de Borneo?—¿Cómo iba a olvidarlo? ¿De dónde has sacado el chubasquero?—Lo compré en el puerto. Lavinia y los demás están comiendo.—¿Y tú has vuelto a buscarme? Qué buena persona eres —sonrió Amy.—¿Como te has perdido?—No encontraba a Gerda y volví sobre mis pasos para buscarla. Espero que no se

haya ahogado.—No te preocupes, con esos atributos no podría ahogarse —bromeó Anton.—¿Y has dejado a Lavinia para venir a rescatarme?—Hoy está particularmente imposible. No para de hablar sobre los beneficios del

petróleo...

—Quiere demostrarte que sabe de lo que habla,Anton. Que sería valiosa para ti como esposa. Y el crucero, todo esto... quiere

mostrarte la vida que podríais llevar.—Nos pasaríamos el día discutiendo.—Ya, pero juntos seríais invencibles. Tú eres un genio de la ingeniería y uno de los

hombres más atractivos del planeta, según Vogue. Y ella ha hecho que casarse contigo sea su misión en la vida. Y cuando Lavinia quiere algo, lo consigue.

Anton la miraba con una expresión extraña.—No sabía que sintieras eso por mí.—Venga, por favor. Con su veinte por ciento y tu cincuenta y uno por ciento, nunca

tendrías que preocuparte por las batallas en los consejos de administración. Me sorprende que no te lo haya dicho así de claro.

—Estoy mucho más interesado en tus piropos. Soy guapo, un genio... ¿qué más?—La modestia no es una de tus virtudes, ¿no?—Quizá no. Pero me sorprende oír eso de tu boca.—No seas bobo. ¿Por qué te sorprende?—Tenía la impresión de que no me veías como una persona interesante —contestó

Anton.—¿Por qué pensabas eso? —preguntó Amy, atónita.—Porque cada vez que intento tocarte, te apartas.Está claro que sientes cierta aversión por mí.—Anton, no querer ser tu amante no significa queno te admire como ser humano.—Ah, entonces, ¿soy un genio, pero físicamente poco atractivo?—Qué tontería —se rió ella—. Claro que eres atractivo. ¿No acabo de decir que eres

uno de los hombres más atractivos del planeta?—Según Vogue.—Y según todas las mujeres que te miran.—¿Incluyéndote a ti?—Sí, Anton, incluyéndome a mí —suspiró Amy, acorralada.—Entonces, te apartas porque...—Ya te lo he dicho. No quiero ser un juguete.El rozó su pelo con los labios.—Me siento confuso. ¿Qué soy, una buena persona o un monstruo?—Nunca he dicho que fueras un monstruo.—¿Entonces, qué soy?—Eres un cazador —contestó Amy._¿Y qué cazo?—El éxito, las mujeres.Anton se rió.—Acabas de decir que Lavinia intenta cazarme a—Sí, ésa debe de ser una nueva experiencia para ti. Normalmente, es al revés.—¿Crees que intento cazarte?—Sí.—Entonces, ¿puedo lanzarme sobre ti... y comerte?Un trueno evitó que Amy contestara. Y luego fue demasiado tarde porque Anton

empezó a besarla con la pasión de un hombre hambriento. Ella lo abrazó, acariciando los contornos de su torso des nudo.

Sus lenguas se acariciaban.., nunca antes había disfrutado tanto de un beso. Era Anton Zell, el hombre del que se estaba enamorando desesperada mente, el hombre al que respetaba por encima de los demás.

Quería decirle lo importante que era para ella, cuánto deseaba sus caricias...Y entonces le pareció oír un ruido, una especie de balido lastimero.Cuando se volvieron, Gerda Meyer estaba mirándolos con los ojos como platos. El pelo,

empapado, cubría su cara, pero no había duda de que los había visto besándose.—¿Qué estáis haciendo? —exclamó, furiosa.—Habíamos ido a buscarte. Pensábamos que te habías perdido—Y me había perdido —la interrumpió Gerda—. ¡Pero os he encontrado yo!Anton levantó una ceja, divertido, pero Amy no sonrió. Sin duda, Gerda le iría con el

cuento a Lavinia y si ésta se enfadaba... eso sólo podía significar problemas.Tomaron el camino de nuevo. No había dejado de llover, pero prefirieron mojarse un

poco que intentar meterse los tres bajo un diminuto chubasquero. Anton intentó tomarla de la mano, pero Amy se apartó.

—¿Por qué?—Porque no merece la pena. No quiero darle más munición a Gerda —contestó ella en

voz baja.Por su parte, Gerda estaba deseando charlar a so las con Amy.—¿Qué estabais haciendo? —le preguntó, como si tuviera derecho a meterse en su

vida.—Resguardamos de la lluvia.—Pero si prácticamente estabas devorándolo. Nunca había visto a una mujer besando

a un hombre de esa forma. ¿No te dije que Lavinia y Anton van a casarse?—Puede que Lavinia te haya dicho eso, pero creo que Anton tiene otros planes.—Serás tonta... ¿Qué quieres, arruinarle la vida? ¿Crees que Anton va en serio contigo,

una empleada? ¿Crees que eres la primera secretaria que se ha enamorado de él?Amy apretó los labios.—No, no lo creo.—La última estaba tan loca por él que daba vergüenza —siguió Gerda, sin compasión

—. Lo único que quiere de ti es sexo, ¿no lo ves?—Supongo que eso es asunto mío, ¿no te parece?—Ah, ahora lo entiendo todo. Crees que cuando se casen, Anton te convertirá en su

amante y te tendrá en un palacio en Hong Kong.—¿Qué?—No eres tan tonta como yo había creído —se rió Gerda—. Una esposa en Francia y

una amante en Hong Kong. Sí, Anton es ese tipo de hombre.—Desgraciadamente, yo no soy ese tipo de mujer —replicó Amy.—Vamos, vamos. No te hagas la digna conmigo. Yo soy una mujer de mundo y

conozco a los hombres como Anton Zell. Lo quieren todo y lo consiguen todo.—No estoy haciéndome la digna.—Pero tampoco eres tonta. Lavinia es una gran señora. Tiene dinero, poder. Pero tú

tienes algo que ella no tiene, juventud. Si juegas bien tus cartas, podrías salirte con la tuya. Mientras no interfieras en sus planes, incluso podría tolerarte.

—¿Tolerante?—Las emperatrices a veces necesitan una concubina... o dos —dijo Gerda, con una

sonrisa maliciosa.Amy aceleró el paso, dejando a la mujer atrás. Pero esas palabras se habían clavado

en su corazón como dagas.

Gerda, por supuesto, le contó a Lavinia lo que había visto en el bosque. Que Lady Carron se por tara como si ella no existiera era la confirmación de que ya no era un secreto.

La tormenta y que algunos de los invitados se hubieran perdido en el bosque consiguió destrozar los planes de Lavinia para esa tarde.

Y Amy se alegró.Llovió durante toda la noche. Una vez en la cama, intentó no pensar en lo que Lavinia y

Anton estarían haciendo en aquel momento... pero era imposible.Un hombre como Anton Zell necesitaba una es posa fuerte. Casarse con ella le daría el

poder que necesitaba para seguir adelante con sus planes.Y en cuanto a aquel beso... seguramente él pensaba que podía «recoger flores en el

bosque», mientras no perdiera de vista su verdadero objetivo.Tardó horas en conciliar el sueño, pero por fin llegó y, por la mañana, Amy intentó

borrar todos aquellos fantasmas de su mente.Cuando bajó al comedor, Anton y Lavinia estaban charlando amistosamente.

Afortunadamente, él insistió en partir lo antes posible.Como despedida, Lavinia le dio un beso en los labios. Luego se volvió hacia Amy, como

si de repente hubiera dejado de ser invisible. Y, sonriendo, le dijo seis palabras en voz baja:

—No te pongas en mi camino.Amy no contestó, pero la expresión de Lavinia Canon se le quedó grabada durante

mucho tiempo.Seguía lloviendo mientras tomaban la autopista hasta Marsella y el agua golpeaba la

capota de lona del Mercedes.—Una noche tormentosa.—Sí, bastante.—¿Qué pasó? —preguntó Amy entonces, incapaz de aguantar el suspense—. ¿Te ha

pedido que te cases con ella?Anton soltó una carcajada.—Claro que no.—Entonces, esperará hasta la reunión del consejo de administración.—¿Crees que está dispuesta a todo para casarse conmigo?—Espera y verás —murmuró ella, muy seria—. Es pera y verás.

Capítulo 9Capítulo 9

A FINALES de septiembre estaban en Vietnam.Amy empezaba a acostumbrarse a las ciudades asiáticas, con sus vastas metrópolis e

inmensa población. El centro de Saigón era un amasijo de calles atestadas, pero una vez fuera de la ciudad era algo completamente distinto. En lugar de los edificios de apartamentos que había en otras ciudades de Asia, encontró antiguas casas de la época de esplendor que miraban al río.

Era como dar un salto atrás en el tiempo. Las calles estaban llenas de gente que iba en bicicleta y los coches eran todos modelos muy antiguos. Incluso el coche de la empresa que fue a buscarlos al aeropuerto era un Peugeot que debía de tener más de cuarenta años.

—¡Me encanta este sitio! —suspiró felizmente—. ¿De verdad la llaman Ho Chi Minh en lugar de Saigón?

—La gente ha tardado un poco en acostumbrarse, pero sí, así es.—Me encanta, se llame como se llame —murmuró Amy, mirando por la ventanilla—. Es

muy diferente a Singapur o a Hong Kong.—Hasta los colores son diferentes, sí. Y las calles están más limpias. La devastación de

la guerra ha hecho que los vietnamitas sean muy conscientes de su entorno. Esa es una de las razones por las que me gusta trabajar con ellos.

No iban a alojarse en un hotel de Saigón, sino en la villa de la empresa. Amy estaba deseando llegar porque un compañero le había dicho que era la casa más bonita que había visto en su vida.

El coche atravesó una verja de hierro y siguió por un camino de piedrecillas hasta la puerta. Dos criadas, delicadas chicas vietnamitas vestidas con un uniforme negro y blanco, salieron a recibirlos.

—Esto es precioso —dijo Amy, mirando alrededor.En realidad, era más un pequeño palacio que una villa. Con una embriagadora mezcla

de estilo imperio francés y ciudad prohibida, adornos rococó y antigüedades orientales, era un sueño hecho realidad. Su habitación era enorme, con una cama con dosel en el centro de la habitación, cubierta por una mosquitera de lino blanco.

La sonriente criada abrió la puerta que daba al jardín y Amy se encontró en medio de un paraíso de árboles frutales. En el centro había un estanque cubierto de nenúfares, con peces de todos los colores que nadaban de un lado a otro.

Amy se sentó al borde del estanque y metió la mano en el agua, mirando la casa de color rosa. Era como de otro siglo, con balcones y arcos, columnas de mármol sujetando el pórtico...

Anton se reunió con ella entonces. Se había puesto unos vaqueros y una camisa blanca.

—¿Te gusta?—No sé qué decir. Pero creo que es la casa más bonita que he visto en mi vida.—Perteneció a un miembro del gobierno civil francés y fue expropiada después de la

guerra. Yo se la compré al gobierno vietnamita hace cinco años.—Tienes muy buen gusto.—Algún día puede que viva aquí. Al menos, parte del año. Mantengo una historia de

amor con Vietnam.—Entonces, yo intentaré amar este país también—sonrió Amy.—Ven, nos han preparado un banquete de bienvenida.La comida fue servida en un comedor hermosa mente decorado y consistía en pastel de

cangrejo en hojaldre, seguido de una sucesión de platos que Amy no supo identificar. A veces le parecía estar comiendo alta cocina francesa y el siguiente bocado la llevaba hasta China.

—Nunca había comido nada tan exótico.—Ahora empiezas a entender por qué me gusta tanto Vietnam —sonrió Anton—.

Bueno, será mejor que vayamos a la refinería. Nos están esperando.

La refinería estaba al este de Saigón, en la costa. Para llegar allí, tuvieron que atravesar inmensos arrozales, a los que el agua llegaba por una interminable red de canales. El campo en Vietnam estaba inextricablemente unido al agua, que era, además, e] medio de transporte más común.

La refinería estaba en un sitio llamado Vung Tac Con Dau, rodeada por colinas verdes. Era uno de lo proyectos más ambiciosos de Anton, una planta diseñada para refinar el petróleo usado por la industria del automóvil. En una economía como la de Vietnam, era un proyecto que ahorraría millones de dólares.

—¿Has visto? No sale humo de las chimeneas. En la mayoría de las refinerías queman el crudo y contaminan el aire. Nosotros hemos eliminado eso.

—Es estupendo —asintió Amy.—Todas las pruebas que hemos hecho coinciden en que este petróleo reúne las

características necesarias para ser usado de nuevo —dijo uno de los ingenieros vietnamitas—. Estamos muy contentos con el resultado.

Anton miró a Amy, moviendo cómicamente las cejas. Ella sabía que quería venderles a los vietnamitas otras refinerías como aquélla y el entusiasmo del ingeniero era una buena señal.

De hecho, cuando salieron de allí un par de horas después, estaba más contento que nunca.

—Además de ingeniero, es un funcionario del gobierno, así que parece más que posible que vayan a pedir la construcción de otras refinerías.

—Me alegro mucho por ti.—¿Quieres que vayamos a la playa?—Me encantaría —contestó Amy.El conductor los llevó a una playa absolutamente desierta, más bonita que las que

aparecían en los folletos turísticos. La arena blanca se extendía hasta perderse de vista y las gaviotas volaban sobre sus cabezas. Era maravilloso.

Después de quitarse los zapatos, pasearon por la playa uno al lado del otro.—Ahora entiendo por qué te gusta tanto este sitio. Es un paraíso. Y tus ideas ayudan a

protegerlo.Anton la miró. Allí, frente al mar, sus ojos eran de un azul imposible.—¿Te apetece nadar un rato?—No llevo bikini.—¿Y nunca haces nada espontáneo?—¿Nadar en ropa interior? ¿Y volver a casa llena de arena?—Bueno, como ingeniero, puedo decirte que hay varias soluciones a ese problema.

Puedes quitarte el vestido, nadar con la ropa interior y volver a casa con el vestido, pero sin la ropa interior, O puedes desnudarte, nadar como viniste al mundo y volver a Saigón con ropa interior seca.

—Anton...Él soltó una risita.—Piénsatelo, Worthington. Prometo no mirar. Serás invisible para mí.—También podría no bañarme.El dejó escapar un suspiro.—Si quieres pasar calor, es tu problema —murmuró, mientras empezaba a

desabrocharse la camisa.Amy apartó la mirada. La playa estaba desierta y buscó en vano una roca tras la que

ocultarse para quitarse la ropa.Cuando volvió a mirar a Anton, él estaba metiéndóse de cabeza en el agua.—¡Ven, está muy fresca!Sin pensarlo más, Amy se quitó el vestido y corrió hacia las olas.El agua era una delicia Aquélla debía de ser la playa que anunciaban en todos los

folletos publicita nos y que nunca existía en la realidad.

—¿Anton? ¿Dónde estás?Unos brazos poderosos la tomaron por la cintura. Amy intentó apartarse, pero él era

demasiado fuerte.—Hola.—Qué susto me has dado.—¿No te alegras de haber decidido bañarte?—El agua está estupenda, sí.—Pensé que ibas a quedarte sentada en la arena haciendo pucheros.—No te rías de mí. Los hombres pueden meterse en el agua cuando quieren y, no sé

silo has notado, pero yo no soy un hombre.Anton seguía abrazándola. De tan cerca, le parecía el hombre más guapo de la tierra.—¿Por qué crees que no me he dado cuenta de que eres una mujer?—Quería decir, una señora —sonrió Amy.—¿Hay alguna diferencia entre una mujer y una señora, Worthington?—¡ Una señora sabe comportarse!— ¿Y una mujer sabe pasarlo bien?—Ese es un comentario típicamente masculino.—¿Ah, sí?—Es lo que dicen los hombres cuando quieren que una mujer abandone sus principios.

«Sólo vamos a pasarlo bien». Pero la diversión siempre es para ellos y el dolor para nosotras.

—No todos los hombres son así.—Yo no conozco a ninguno que no lo sea.—Yo soy la excepción —dijo Anton, besando suave mente sus párpados. Amy se sujetó

a sus hombros, sin luchar, abriendo los labios. Y él los tomó como si fuera el único hombre que tuviera derecho a hacerlo. La apretaba contra su torso bajo el agua, aplastando sus pechos. Era un beso apasionado, ardiente...

—Anton, ¿qué estamos haciendo?—¿No lo sabes? —sonrió él. Que el beso había encendido su pasión era evidente por

el brillo de sus ojos.—No podemos hacer esto.—Es lo que hemos querido desde el principio, ¿no?—Quizá tú lo has querido, pero te aseguro que yo he intentado evitarlo a toda costa.—¿Incluso aquel día, en la isla?—Incluso entonces.—¿De qué tienes miedo, Amy?Ella se llevó un dedo a los labios. El beso los había dejado palpitantes.—Tengo miedo de lo que puedes hacerme.—Pensé que tú lo deseabas tanto como yo.—Claro que sí. Pero eso no significa que sea sensato—¿O prudente, o moral o seguro?—Ninguna de esas cosas —replicó Amy, alejándoseEstaba angustiada. Cuando Anton la besaba, perdía el control, se olvidaba de todo... y

no podía hacerlo.Conocía bien el juego. Cuanto más fría fuera, más excitaría al cazador que había en él.

Desde el principio, Anton la había visto como a una posible con quista. En cuanto a ella, estaba atrapada en una paradoja. Se sentía atraída por él, lo adoraba, pero no podía volver a pasar por lo que pasó con Martin McCallum.

Pero cuando sintió el deseo de Anton por ella, todo su cuerpo se encendió. Quería que la viese como una mujer, pero no como su amante. Quería que aquello durase para siempre.

Salieron del agua cuando el sol empezaba a ponerse. Anton la miraba como transfigurado.

—Dios mío, qué guapa eres...Horrorizada, Amy vio que su ropa interior se transparentaba e intentó taparse como

pudo.—¡No mires!—Eres la mujer más deseable que he visto nunca. Ojalá pudiera entenderte.—Ojalá pudieras entenderme, sí —suspiró ella. De pie, con el agua corriendo por su

torso, parecía un dios pagano. Si supiera cómo deseaba echarse en sus brazos.—En esta costa hay playas fabulosas. Podríamos ir mañana a alguna de ellas,

merendar, pasar el día.—¿Todo el día? —exclamó Amy—. ¿Cómo vas a tomarte todo un día libre? Tienes que

decidir cuáles son tus prioridades, Zell.—Sí, tienes razón. Creo que, hasta ahora, no he sabido cuáles eran.—¿Qué quieres decir?—Que se me había olvidado qué es realmente importante en la vida.—¿Y qué es lo realmente importante?—Esto —contestó él sucintamente.—¿Qué?—La playa —dijo Anton—. Un día de sol, la mujer de mis sueños en ropa interior...—¿Eso es lo realmente importante en la vida? ¿Es un viejo proverbio chino?Anton se rió.—No lo sé, es posible.—Yo no tengo millones para dormirme en los laureles, soy una chica trabajadora y debo

encargarme de sus llamadas, señor,, Zell —dijo Amy, cuando empezó a sonar el móvil. \Ella sostuvo por la muñeca.—Deja que suene.—¿Lo dices en serio?—Muy en serio -contestó Anton, besándola en la frente.—¿No puedes besarme!—¿Por qué no?—Porque eres mi jefe y yo tu empleada. Yo soy un gato, tú eres un perro. Las cosas no

funcionan así.—A lo mejor los dos somos gatos y no lo sabemos. O perros.—Gracias por llamarme perro.—No lo eres. Eres la mujer más guapa que he visto en mi vida.Amy lo deseaba tanto en aquel momento que tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano

para no echarse en sus brazos y devorar aquella enloquece dora boca masculina.Se vistieron y volvieron caminando por la playa hasta el coche, de la mano.

Capítulo 10Capítulo 10

C ENARON en el comedor de la villa, con dos candelabros que iluminaban la habitación con una luz rosada. Era una cena muy romántica, pero el estómago de Amy estaba lleno

de mariposas, de modo que le costaba trabajo comer los exóticos platos que llegaban, uno detrás de otro, de la cocina.

Era una noche muy cálida y, después de tomar café, Anton se levantó de la silla. —Tengo un regalo para ti.Esperando una repetición del episodio del brazalete, Amy sonrió, nerviosa.—¿Ah, sí?—Estaba en la casa cuando la compré y creo que es perfecto para ti.Amy lo miró con curiosidad. Era una especie de cajita de madera con los costados de

tela transparente. Y tenía una argolla en la tapa. Era preciosa, pero no tenía ni idea de lo que era.

—¿Qué es, una jaula?—Es una linterna de luciérnagas. Hecha en Japón.Anton tomó un abanico de colores y la llevó al jardín. Amy lanzó una exclamación al ver

que había multitud de luciérnagas volando de un lado a otro.—¡Qué maravilla!—Mira, esto es lo que tienes que hacer —dijo él, usando el abanico para meter una

luciérnaga en la caja—. Es muy fácil.Sonriendo, Amy tomó caja y abanico e intentó hacer lo mismo, pero no era tan fácil

cazar una luciérnaga. Después de unos cuantos manotazos, por fin aprendió a guiar a una luciérnaga hasta el interior de la cajita.

—¡Ya está!—Muy bien. A ver si puedes meter suficientes para convertirla en una linterna—No es tan fácil.—Esto es lo que las jóvenes japonesas solían hacer para entretenerse. Antes de la

radio y la televisión.—¿Y qué hacían los jóvenes japoneses?—Miraban a las chicas, por supuesto. ¿Qué otra cosa iban a hacer?—No quiero caerme en el estanque —dijo Amy, concentrándose en una luciérnaga

particularmente brillante.--Al menos, tienes ropa seca a mano —bromeó Anton.—Debes de pensar que soy una mojigata —protestó ella.—No, pero creo que eres complicada. Intento en tenderte, pero... Sé que hay cosas que

te molestan, pero no sé por qué.Amy se quedó en silencio.—Una de las cosas que te molestan es Marcie. No sé qu te han contado, pero no es la

verdad.Amy había capturado dos luciérnagas más y se volvió para mirarlo.—¿Cual es la verdad?—Hasta ahora, he considerado que yo no podía contarlo. Pero lo que he empezado a

sentir por ti es más importante —suspiró Anton—. Marcie era una secretaria estupenda, pero tenía un problema de drogas. Lo tenía antes de trabajar para mí. Consiguió ocultarlo en el examen médico porque llevaba un tiempo sin tomar nada, pero el estrés del trabajo la hizo tomar cocaína. Debería haberla despedido, pero no lo hice. La obligué a buscar tratamiento, le di vacaciones para que pudiera rehabilitarse... pensé que había resuelto el problema, pero no fue así.

—La gente dice que estaba loca por ti —murmuró Amy.—Creo que eso era parte del problema, pero yo no podía hacer nada. En todo caso, el

auténtico problema era el uso de drogas. Había sido adicta durante mucho tiempo y la

presión del trabajo empeoró la situación. En unos meses, volvió a tomar cocaína de nuevo, así que la despedí.

—¿Y se marchó a Suiza?—Sí. Yo pagué el tratamiento. Y sigue allí. Espero que ponga en orden su vida, pero

eso depende de ella.Amy miró su cajita.—Siento haber dicho lo que dije. Pensé que...—¿Qué pensaste?—Nada —murmuró ella—. Da igual.—Me voy a dormir, Worthington. ¿Vienes?-Creo que voy a quedarme un rato aquí.—No te quedes hasta muy tarde. Tienes que dormir. Buenas noches.—Buenas noches, Anton.No hubo beso de despedida. El entró en la casa y Amy se quedó mirando su linterna

japonesa, su mida en sus pensamientos, no todos ellos felices. Había juzgado a Anton a la ligera, sin conocer los hechos.

También la habían juzgado a ella en Londres. Amy no pudo defenderse contra las malas lenguas, contra las miraditas de los que se creían mejores que ella. Y le había dolido mucho.

Y ahora ella había hecho exactamente lo mismo. A Anton, la persona que más le importaba en el mundo. ¿Sabría él los rumores que extendía la irresponsable enfermera de Hong Kong?

Lo primero que haría cuando volvieran a Hong Kong sería hablar con ella. No tenía por qué contarle la verdad, sólo decirle que extender esos rumo res era de miserables.

Las luciérnagas se removían dentro de la linterna. Amy abrió la tapa y las dejó libres. Como una explosión de luces, las resplandecientes criaturas salieron volando y se dispersaron en la oscura y aterciopelada noche vietnamita.

No había creído que Anton quisiera de verdad tomarse el día libre. Pero él la despertó suavemente por la mañana, con café y brioches recién hechos.

—Arriba, dormilona. Nos vamos a la playa.Una hora después, estaban en la autopista. Aquella vez, iban solos en el Peugeot.

También era el día libre del conductor.—Parece que te gusta este coche. ¿No te parece una bañera comparado con tu

deportivo?—Es un cambio de ritmo —sonrió Anton—. Estoy siguiendo tu consejo, poniendo mi

vida en orden.—¿Yo he dicho eso?—Dijiste algo parecido, ¿no?—¿Donde vamos? —preguntó Amy entonces.—A Bai An. Es uno de mis sitios favoritos. Podemos alquilar un barco por veinte dólares

y hacer un tour por las islas.Bai An era un paisaje de ensueño. Cuando llega ron a la pequeña bahía una hora

después, la neblina de la mañana empezaba a levantarse y la playa es taba llena de maderos que había arrojado el mar. El archipiélago consistía en un montón de islotes, algunos poco más que una roca en medio del mar, otros un pedazo de tierra cubierto de vegetación tropical.

—Nunca había visto nada parecido —dijo Amy—. ¿Estoy soñando?

—Puedo pellizcarte, si quieres —sonrió él, aparcando el venerable Peugeot al lado de unas barcas. Luego, negoció con el propietario el alquiler de un sampán con una vela roja en fa que habían pintado dos ojos—. ¿Te parece bien, Amy?

—Me parece estupendo.—¡Entonces, sube a bordo!El sampán estaba en buenas condiciones, la madera resplandeciente y la vela brillante

como las alas de una mariposa. Con habilidad, Anton dirigía la embarcación entre el laberinto de islotes.

Un par de alas blancas se movieron perezosa mente sobre sus cabezas. Amy llevaba suficiente tiempo en Asia como para saber que los pájaros eran un buen auspicio. Iba a ser un gran día.

Una hora después, se sentía feliz. Nunca se había sentido más feliz. Quizá cuando era muy pequeña, antes de la muerte de sus padres...

Se había puesto el bikini y estaba tumbada en cubierta, observando las islitas con los ojos medio cerrados.

El mismo sol que la bronceaba a ella, bañaba las islas con tonos dorados y esmeraldas. Era como si la naturaleza fuera enteramente suya en aquella perfecta mañana

Anton dirigía la barca de pie, en bañador, con el pelo movido por el viento. Era el hombre más magnífico que había visto nunca. Su cuerpo era perfecto, no muy musculoso sino bien marcado, como una estatua griega Y su estomago era plano y duro Sus piernas, apoyadas firmemente en cubierta, eran como las de un corredor de maratón.

Había estado comparando a todos los hombres que conocía con Anton Zell. Ninguno le llegaba a la suela de los zapatos Ninguno era tan inteligente tan divertido, tan hermoso

Como si intuyera que estaba pensando en él, An ton se volvió.—Pensé que estabas dormida.—No, estaba soñando despierta.El señaló una isla que se hallaba frente a ellos.—Es Hon Giang. Es la más grande y tiene una playa privada. Llegaremos en unos

minutos.—Qué bien.—Pareces una gatita dormida. ¿Tienes hambre?—Sí —contestó Amy.—Comeremos en la playa. Ven, quiero que la veas desde aquí.Ella se levantó y Anton la tomó por la cintura. Su piel estaba caliente y el contacto la

derritió. Amy tuvo una repentina visión de las luciérnagas, libera das de su prisión, escapando en la húmeda oscuridad...

—Mira.La playa estaba completamente desierta. Una lí nea de palmeras le daba sombra y el

agua, tan clara como el cristal, era de color turquesa.—Qué maravilla de sitio.—Sí —sonrió Anton—. Asombroso, ¿verdad?Sin pensar, Amy había apoyado la cabeza en su hombro.—Ojalá este momento pudiera durar para siempre.—No tiene por qué terminar.—Todo tiene que terminar.—No —murmuró él, besándola en el cuello—. No todo.—Ya hemos hablado de esto antes...—Y volveremos a hacerlo. Hasta que me aceptes.

Ella lo miró un momento y fue como mirar desdeun edificio de veinte pisos. Sería tan horriblemente fácil dejarse ir y caer, caer...—¿Aceptarte como qué, como mi amante?—No. Te ofrezco mucho más que eso.—¿Qué me ofreces, Anton? —preguntó Amy, con el corazón acelerado.—Te ofrezco todo lo que tengo, todo lo que soy. Te quiero a mi lado, Amy. Para

siempre.El mundo empezó a dar vueltas. «Vuela cerca del sol», se dijo a sí misma, «y se te

quemarán las alas».—Anton, yo soy una persona normal. Te cansarás de mí y lamentarás tus palabras.—¿Y tú no te cansarás de mí?—No —contestó ella, con sinceridad.—Entonces, sientes lo mismo que yo.—Anton, es fácil sentirse deslumbrada por ti —insistió Amy—. ¿Cómo voy a creer que

me has elegido a mí cuando hay tantas mujeres bellas a tu alrededor?Su expresión se volvió sombría.—¿Qué te pasa? ¿Por qué te valoras tan poco? ¿Quién te ha hecho tanto daño como

para que pienses así?—La vida -contestó ella, intentando reír—. Mira, vamos a pasarlo bien. Y deja de

intentar que me acueste contigo. Además, seguramente te llevarías una desilusión... ¡No! No digas nada más.

Si seguía escuchándolo, se derretiría como el caramelo.Cuando Anton consiguió anclar el sampán, lleva ron la cesta a la playa y se sentaron al

lado de un hibisco en flor, bajo una frondosa palmera. La comida era muy sencilla: una barra de pan francés, paté, un polio asado y una botella de champán.

El pan estaba crujiente, el pollo, riquísimo, y el champán frío.—Gracias, capitán Morgan. Estoy en el cielo.—Y es todo nuestro.—Gracias por traerme aquí.Cuando terminaron de comer, Anton se inclinó para besar sus labios.—Sabes a champán.-Y tú.—¿Sabes que en esta isla hay bananas y mangos?—¿Ah, sí?—Y las rocas están llenas de almejas. Podría hacerle un agujero al barco y tendríamos

que vivir aquí para siempre.—¿Comiendo mangos?—Y el uno al otro._¿Y no nos aburriríamos?—Yo nunca me aburriría contigo —sonrió Anton—. Bésame otra vez.-Me has besado tú —protestó ella.—Entonces, te toca a ti.—No puedo. Aunque quisiera, no puedo.—¿Quieres hacerlo?Amy miró su boca, esa boca que le parecía la más deseable del mundo. Tenía el

corazón en la garganta mientras levantaba la cara para besarlo. Y en seguida estuvieron uno en brazos del otro.

Había besado a otros hombres en su vida. A Martin McCallum, que era el amante más experto que había conocido. Pero aquello era diferente. Era otro tipo de beso. Era tan

profundo que sintió que se derretía en el abrazo, tan sublime que su espíritu parecía salirse de su cuerpo.

Entre beso y beso, Anton murmuraba su nombre mientras la besaba en el cuello, en la frente, en la cara. Nada en su vida había sido tan intenso. Su cuerpo, tan masculino, tan duro, la llenaba de deseo.

El deseo de devorarlo, de morderlo por todas partes. Pero había también una dimensión espiritual que sólo había encontrado en sus sueños. Saber que era Anton quien le estaba haciendo el amor, Anton, el hombre al que idolatraba, el hombre en el que nunca podría confiar...

Era una locura, pero ella estaba loca en ese momento Sus pezones se marcaban claramente bajo la fina tela del bikini y eso parecía volver loco a An ton. Y cuando empezó a quitárselo, Amy lo ayudó.

—Eres tan bonita —susurró, inclinando la cabeza para besar sus pezones. Los besos eran un tormento y mucho peor cuando se metió uno en la boca y empezó a chupar, a morderlo

Amy se arqueó, abriendo los muslos de forma invitadora. Podía sentir su erección rozándole el estómago. Entonces, alargó la mano y tomó posesión con dedos ansiosos. El lanzó un gemido ronco.

—¿Seguro que es esto lo que quieres?Amy no contestó con palabras, sino ofreciéndole los labios.

Capítulo 11Capítulo 11

y A NO HABÍA necesidad de preguntas ni respuestas. Amy levantó las caderas para que pudiese quitarle el bikini y luego lo ayudó a quitarse el bañador.

—Anton —murmuró cuando él se colocó encima—. Oh, Anton...El sonido de las olas fue la música que los acompañó mientras hacían el amor. Amy lo

miraba a los ojos mientras la penetraba.Había soñado con un amante maravilloso tantas veces, sin ponerle cara, sin darle un

nombre. Pero no lo había conocido hasta aquel momento. Ni en sus sueños era tan maravilloso, tan dulce, tan tierno y, a la vez, tan poderoso. Era como si allí, al borde del mar, acabase de entender su cuerpo por primera vez.

Mientras le hacía el amor, Anton la besaba en el cuello, en la garganta, diciendo en voz baja lo preciosa, lo deseable, lo maravillosa que era. Y cuando llegó el momento del clímax, sus ojos se llenaron de lágrimas.

Los dos estaban jadeando y él la apretó contra su pecho, murmurando su nombre. Amy lo abrazó, el mundo daba vueltas a su alrededor.

—Si te he hecho daño, perdóname. ¿He sido demasiado brusco?—No, has sido perfecto —contestó ella—. Perfecto.—Tú eres exquisita, tan preciosa, tan suave.., y yo soy el hombre más afortunado del

mundo.El sonido de las olas parecía llamarlos y, por fin, se levantaron para ir a nadar.El agua era fresca, deliciosa. Y Amy se sentía diferente. Su cuerpo nunca volvería a ser

el mismo. Ni su alma. Anton la había tocado como no la había to cado nadie.—Estoy en el cielo —le dijo cuando la tomó por la cintura.—Pero me has mantenido alejado durante tanto tiempo... Casi me vuelves loco.—Me resulta difícil confiar en la gente.

—¿Por qué no confiabas en mí, Amy?—Supongo que no podía creer que te importaba de verdad. Sigo sin creerlo. Y también

porque estaba equivocada sobre ti desde el principio.., en Borneo, cuando me besaste, pensé que sólo querías una nueva conquista. Y luego, en el trabajo, la gente decía cosas.., sobre Marcie...

—¿Que tuve una aventura con ella?—Sí —admitió Amy—. Y que tuvo que marcharse a toda prisa porque, en fin, estaba

embarazada.—¿Quien ha dicho eso? —exclamó Anton, furioso.—No puedo decírtelo. No quiero que despidas a esa persona.—Sea quien sea, merece que la despida. ¿Y té creíste eso de mí?—Lo siento —suspiró Amy—. Entonces no te conocía como ahora.—Por favor, dime que ya no lo crees.—No, claro que no.Anton la besó apasionadamente.—Ven conmigo. Quiero enseñarte algo —dijo luego, tomando su mano.—¿Donde vamos?—Aun sitio especial.Atravesaron un camino rodeado de árboles de los que, como Anton había dicho,

colgaban hermosos mangos.—¿Puedo llevarme alguno?—Claro que sí. Y también podemos llevarnos esto—sonrió Anton, cortando unas flores de color carmesí. Al final del camino estaba su

destino: una pequeña y antigua pagoda medio escondida entre los árboles.—Qué maravilla.—Es un santuario budista. Yo creo que nadie se acuerda de que sigue aquí.El interior del templo estaba decorado con esculturas de Buda y cuadros medio

borrados por el paso del tiempo, pero aún se podía apreciar la pintura. Amy se sintió en paz. Aquél era un sitio sagrado.

Dejaron como ofrenda los frutos y las flores que habían recogido por el camino y luego se quedaron allí un momento, frente a una estatua de Buda, de la mano. En ese momento, Amy sintió que nada podría tocar su felicidad. Era como si hubieran tomado parte en una ceremonia sagrada que los unía para siempre y los protegería de todo mal.

—Gracias por traerme aquí. No lo olvidaré nunca.Volvieron a la playa en silencio y se tumbaron junto al hibisco en flor, abrazados.—Hoy nuestra vida empieza de nuevo —dijo An ton.—Sí —murmuró ella.—Me has hecho tan feliz, Amy. Te he deseado desde que entraste en mi vida, desde

esa mañana en el aeropuerto. Creo que lo sentí incluso antes porque debería haberme marchado a Borneo el día anterior, pero algo me retuvo en Hong Kong. Algo me decía que debía conocerte. Y desde que te vi, me enamoré de ti. No sabía que pudiera ocurrir algo así, pero...

—Anton, perdóname por no haber confiado en ti. Me han pasado cosas.,. Cosas horribles y me cuesta mucho confiar en los demás. Pero te amo tanto.

—Mi niña —murmuró él, acariciándole el pelo—. Olvida todo eso, nadie volverá a hacerte daño.

Se besaron apasionadamente. Era como si el mundo hubiera desaparecido y no quedase nada real excepto los latidos de su corazón.

Anton le hizo el amor despacio, acariciándola sabiamente. Cuando metió la mano entre sus piernas, buscando los húmedos pliegues, sus dedos provocaron un placer que la hizo perder la cabeza.

Cuando se deslizó hacia abajo para acariciarla con la boca, Amy intentó resistir, pero su cuerpo la traicionaba. Abrió las piernas para él y levantó las caderas para que pudiese tocar sus lugares más secretos.

‘Al principio lo hacía despacio, pero lo oyó gemir de satisfacción mientras la saboreaba con su lengua pecadora y hambrienta.

Durante muchos años, Amy se había preguntado por qué no encontraba a un hombre que desvelara todos sus secretos, ni siquiera Martin. Se había preguntado si era fría... ¡Fría! En aquel momento sabía que era una mujer. Sólo le había hecho falta el hombre adecuado.

Anton parecía querer devorarla, corno ella deseaba que la devorase. Era maravilloso sentirse consumida por él, ser deseada de tal forma. El placer era tan intenso que no pudo evitar deslizarse por la pendiente y... entonces llegó a un mundo en el que no había estado nunca, un mundo donde la música, el color y la pasión explotaban en una abrumadora emoción, tan grande que las lágrimas empezaron a rodar por su rostro.

El siguió acariciándola hasta que dejó de temblar, su boca exigía hasta la última gota de placer.

—Anton, ven, por favor...Anton obedeció, apretándola contra su pecho. Su erección era abrumadora y Amy la

acarició con la punta de los dedos. La aterciopelada piel era caliente, palpitante. Anton la besó con fiera pasión, apretándose contra sus caderas.

—Eres mía. Sólo mía.La penetró, pero con más cuidado que la primera vez. Despacio, permitiendo que los

dos saboreasen la unión de sus cuerpos.—Nunca había sentido nada así —dijo en voz baja. Estaba apretando sus hombros, el

dominante peso de sus caderas la mantenía pegada a la arena—. Nunca te dejaré ir, Amy.Esas eran exactamente las palabras que ella que ría oír.Le hizo el amor con exquisita ternura hasta que el deseo se hizo casi insoportable. Sus

besos se hicieronmás apasionados a medida que se intensificaba el vaivén de sus cuerpos.Los jadeos de Anton le dijeron que estaba tan preparado como ella. Sabía que iban al

mismo sitio junto, pronto, muy pronto...Aquella vez, el clímax fue diferente, como un relámpago que derritió su cuerpo y su

mente. Anton la aplasto contra la arena temblando buscando aireLuego sonrió, acariciando suavemente su estómago.—Eres tan preciosa, el centro de mi universo. Nunca necesitaré a nadie como a ti.

Amy siempre recordaría aquel día como el más feliz de su vida. Y los siguientes días en Vietnam también fueron como un maravilloso sueño.

Cuando tuvieron que volver a Vung Tao para hablar con los ingenieros, ella estaba a su lado. Al lado de aquel hombre magnífico que la había elegido a ella, cuyo único pensamiento era hacerle feliz. Es taba tan orgullosa de él, de su compromiso con el planeta... Estaba viviendo en el paraíso.

Aunque sabía que ese paraíso sólo era prestado, que pronto tendrían que volver a Hong Kong a las complejidades de su futuro allí.

Pasearon juntos por las calles de Saigón, visita ron museos y templos, se sentaron en las tranquilas riberas del río Saigón, mirando la procesión incesante de barcos y hablaron sin parar, como hacen los amantes.

Comieron en los mejores restaurantes y en puestos callejeros. Una noche memorable, Anton la llevó al Ben Thanh, uno de los más famosos de Asia, donde tomaron el clásico plato vietnamita, Cha Gio, hecho con carne de cangrejo, cerdo, champiñones y brotes de soja y envuelto en una fina capa de arroz. Los rollitos eran deliciosos y se comían envueltos en una hoja de lechuga.

Pero enseguida llegó su última noche en Saigón.—No puedo creer que tengamos que volver mañana —murmuró, con la cabeza

apoyada sobre su pecho.—¿Qué más da?—Las cosas serán diferentes en Hong Kong.—No lo serán, cariño.Pero ella tenía un presentimiento.—Tienes que ir a Londres para la reunión del consejo de administración. Lavinia estará

esperándote y te darás cuenta de que, aunque yo te gusto, ella tiene mucho más que ofrecer. Estarás horas con ella, como en Francia y...

-¡Amy!—La gente hablará de mí, como hablan de Marcie. Se reirán de mí y dirán cosas...—¿Qué te pasa, Amy? Nunca te había oído hablar así.—Es que tengo miedo.—¿Miedo de qué? —murmuró él, abrazándola.—Miedo de todo.—¿No te hago feliz?—¿Feliz? Me llevas a sitios en los que no había estado nunca —suspiró Amy.—Tú me haces lo mismo.—Pero debes de haber estado con muchas mujeres. Tienes mucha experiencia y yo me

siento torpe.—Tú no eres torpe —sonrió Anton—. Eres mi único amor.Amy se despertó al amanecer. Estaba en los brazos de su amante que, aun en sueños,

la apretaba posesivamente. Anton le había hecho el amor tantas veces y de formas tan diferentes que era como si la hubiera desmembrado para unirla de nuevo.

Pensó en ello, incrédula. No sabía que el sexo pudiera ser así Sexo. Esa palabra parecía inadecuada para explicar lo que había entre Anton y ella. Era como una locura divina, un huracán que había aparecido en su vida sin avisar. Pero, ¿dónde la llevaría?

Entonces recordó que, unas horas después, tendrían que volver a Hong Kong.Y, de repente, tuvo miedo. Mucho miedo. Tanto que sintió deseos de huir, de salir

corriendo antes de que Anton le destrozase la vida.Intentó recuperar la paz que había sentido en la vieja pagoda pero ya no era posible

Solo habia ansiedadSu tensión debió de despertar a Anton.—No te preocupes —murmuró, como si, en sueños, hubiera sentido su terror—. Todo

va a salir bien.No había necesidad de palabras. Hicieron el amor con ternura, en completa armonía,

hasta que Amy recuperó la paz que había perdido.Se quedó dormida enseguida, con la cabeza sobre el pecho de Anton, escuchando los

latidos de su co razón.

Capítulo 12Capítulo 12

TE GUSTA?Habían salido a la terraza de la casa, desde donde podían ver todo Hong Kong; Anton

la miraba, expectante.—Es maravillosa —contestó Amy—. ¿No estarás pensando en comprarla?—Le había echado el ojo hace tiempo, así que fue providencial que la pusieran en

venta.—Es una casa preciosa, pero tú no necesitas algo tan grande.La propiedad, llamada casa Quilin, estaba en Victoria Peak. Con dragones esmaltados

y otras bestias míticas en las vigas que sujetaban el tejado, era un palacio de seis habitaciones, con un balcón que se abría al puerto. Tenía una lujosa piscina y garaje para cinco coches en el sótano. Y estaba situada en un lugar paradisíaco. Desde él jardín, se accedía di rectamente a un bosque de bambú e hibisco salvaje.

No quería ni preguntar cuánto costaba aquella casa. En Hong Kong, hasta un apartamento pequeño valía un dineral.

—¿Por qué te parece grande? —preguntó Anton.—¿Seis habitaciones para ti solo? —se rió AmyEl le pasó un brazo por la cintura.—Somos dos, cariño. ¿Y si tenemos una docena de hijos? Entonces será pequeña.Amy intentó controlar los latidos de su corazón.—No he aceptado que tengamos ningún hijo, señor Zell. Además, ni siquiera me has

preguntado si quiero vivir contigo.—Te lo estoy preguntando ahora.—Estás loco. ¿Por qué hay dragones en las vigas del tejado, por cierto?—Es feng shui. Guardan la casa.La agente de la inmobiliaria se reunió con ellos en la terraza.—La casa Quilín tiene una larga historia, señor y señora Zell —sonrió la mujer— Es una

propiedad única. Como saben, un lujo como éste es raro en Hong Kong. Es una oportunidad increíble.

—¿Cual es el precio? —preguntó Anton.Sin pestañear, la mujer dijo una cantidad que dejo a Amy sin aire—¿Aceptarían medio millón menos?—Puede que sí —contestó ella, con los ojos brillan tes.—Muy bien —dijo Anton, tomando a Amy de la mano—. Le enviaremos una oferta por

escrito en me dia hora. Estaremos en Londres a partir de mañana, así que me gustaría tener una respuesta lo antes po sible Puede ponerse en contacto conmigo cuando quiera

Amy se volvió. Acababa de recordar algo que Gerda había dicho en Antibes: «Crees que cuando se casen, Anton te convertirá en su amante y te tendrá en un palacio en Hong Kong».

Entonces, esas palabras le parecieron absurdas, pero quizá Gerda Meyer era una mujer de mundo, después de todo. Quizá ella entendía cosas que Amy no podía entender.

¿No era aquel sitio el palacio que ella había predicho? La casa más bonita de Hong Kong. Aunque, en realidad, no era nada más que una jaula de oro para una mantenida.

Después de todo, Anton hablaba de vivir juntos, de tener hijos... pero no había mencionado la palabra matrimonio.

«Una mujer en Francia y una amante en Hong Kong. Sí, Anton Zell es esa clase de hombre».

«Yo conozco a los hombres como Anton Zell. Lo quieren todo y lo consiguen todo».«Las emperatrices a veces necesitan una concubina».De repente, aquella magnífica casa le parecía una prisión, un sitio donde todas sus

esperanzas y sus sueños acabarían por morir.En Borneo le había dicho claramente que no pensaba casarse, que no tenía tiempo

para una mujer, que estaba casado con su trabajo.Quizá lo había dicho literalmente. Y casarse con Lavinia, sería casarse con el trabajo,

desde luego.Mientras volvían a la oficina, Amy tuvo que disimular el peso que tenía en el corazón.—¿De verdad piensas comprarla?—Sí.—¿Para qué?—Para nosotros. ¿No te gusta?—Es tu dinero, Anton —suspiró ella—. Yo no tengo nada que ver.—Amy, quiero que vivamos juntos a partir de ahora. ¿No te das cuenta? ¿No sabes lo

que siento por ti? ¿No sabes lo vital que eres para mí, en el trabajo, emocionalmente, en todos los sentidos?

El corazón de Amy latía como un pájaro atrapado: Desde Vietnam, todo había ido tan rápido. En la oficina estaban ocupados preparando el informe para el consejo de administración. Anton le había encargado que lo supervisara y llevaba días trabajando con un equipo de diseño gráfico para producir un informe ilustrado, con setenta páginas a todo color, en el que se explicaba la expansión que pretendía Anton para la empresa.

Ella misma había elegido el título: Nuevas tecnologías, nuevo mundo. Para no irritar a Lavinia, decidió no usar la palabra reciclaje, una palabra horrible según Lady Carron, sustituyéndola por sinónimos como renovación o transformación. Pero el mensaje era claro: Anton Zell pretendía seguir con el reciclaje de petróleo y usar las nuevas tecnologías para evitar que sus refinerías contaminasen el medio ambiente.

Anton había quedado impresionado por el resultado. El informe convencería a todo el mundo... excepto a los accionistas mas duros.

Había sido entrevistado por The Economist y Financial Times y esos artículos serían publicidad favorable para el proyecto.

Su vida privada había sido igualmente intensa durante esos días. Cuando la presión del trabajo no les dejaba tiempo, no había necesidad de palabras; sólo un fiero deseo incandescente. Se quitaban la ropa a toda prisa, hacían el amor con frenética pasión y dormían hasta la hora de irse a trabajar. Ese había sido su ritmo de vida desde que volvieron de Vietnam.

Aquellas horas en la isla, las largas tardes en Saigón, eran como un sueño lejano.Había algo aterrador en todo lo que estaba pasando. Amy empezaba a sentirse como

alguien que conduce un coche a toda velocidad.., cuanto más de prisa iba, menos podía controlarlo.

Y ahora, unas horas antes de tomar el avión que los llevaría a Londres, Anton la llevaba a ver un palacio y hablaba de vivir juntos allí.

Pero no hablaba de matrimonio.—¿No deberías esperar hasta que volviéramos de Londres para tomar esa decisión?—Si espero, alguien comprará la casa —contestó él.

—Habrá otras casas. Además, vale muchísimo dinero. Sé que eso no es importante para alguien como tú, pero estás haciendo una oferta millonaria cuando aún no hemos decidido lo que queremos.

—Hemos tenido tan poco tiempo desde que volvimos de Saigón —suspiró Anton.—Eso es exactamente lo qué quería decir. No hemos podido hablar, ni hacer planes...El la miró a los ojos.—¿Me quieres?—Sí, te quiero muchísimo.—Y yo te adoro. ¿Qué más tenemos que hablar?—Debemos estar seguros. Tú eres el típico millonario soltero y yo, la última adición a la

compañía.Tú sabes 1 que dirá la gente... lo que ya estarán diciendo.—¿Qué estarán diciendo? —preguntó él, pisando el acelerador.—Que soy tu última concubina.—¿Tú te sientes como una concubina?—No sé lo que soy —suspiró Amy—. Sabemos tan poco el uno del otro.—Yo sé todo lo que me importa. A menos que me hayas ocultado algún secreto...—Querido, hay secretos que oculto hasta de mí misma —replicó ella, intentando

bromear—. Ya te he dicho que puedo parecer un ángel, pero las apariencias suelen ser engañosas.

—No creo que tú puedas engañar a un hombre —dijo Anton—. Y en cuanto a lo que digan sobre nosotros, me da exactamente igual. El próximo que extienda rumores sobre mí se encontrará en la calle.

—¿Y las cosas que Lavinia podría decir? Si se entera de que somos amantes montará en cólera. Y estaré esperándote en Londres... querido.

—No tiene nada que ver con ella. ¿De verdad crees que le tengo miedo?—No creo que le tengas miedo a nada —contestóAmy—. Ese es el problema. Tu empresa eres tú, Anton. Depende por completo de tus

ideas, de tu carácter Pero eso también te hace vulnerable Si Lavinia monta una campaña contra ti, podrías perder las riendas.

—Puedo controlarla, no te preocupes.—Puedes controlarla mientras crea que vas a casarte con ella.Amy esperó que él dijese algo. ¿Lo negaría? ¿Admitiría que casarse con Lavinia era

parte del plan? ¿Y que la otra parte era instalarla a ella en la casa Quilin, como su amante?

—No pienso dejar que Lavinia dicte el futuro de la compañía.—¿Y cómo vas a detenerla? Sólo necesita poner a un par de accionistas de su lado.

Podría decirle a todo el mundo que has perdido la cabeza porque una impertinente don nadie, yo, te apoya en tus aventuras.

—Pero es que me apoyas y te adoro por ello.—Tienes tanto que perder, Anton... Lo último que deberías hacer es hablar bien de mí.

No quiero convertirme en un arma que Lavinia pueda usar contra ti._¿Y qué voy a hacer, tenerte escondida?—No, pero vivir juntos es un poco prematuro—suspiró Amy—. Dejémoslo hasta que

todo esté más seguro, ¿de acuerdo?Anton la miró, enfadado.—Nunca he hecho esto antes, Amy. Nunca me he comprometido con una mujer, nunca

he hecho pro mesas, nunca he dicho te quiero.—Anton...

—He esperado muchos años a la mujer de mi vida y ahora que te he encontrado no pienso dejarte ir.

—Nos queremos, es verdad. Y cuando hacemos el amor, el mundo deja de girar. Pero los dos sabemos que las relaciones se basan en algo más que eso.

—¿En qué se basan las relaciones? ¿En qué estaba basada tu última relación, Amy?Ella se quedó en silencio. Había estado basada en mentiras y explotación, pero no

podía contárselo.—Ni siquiera me has dicho su nombre —siguió él con amargura—. No quieres decirme

lo que pasó, pero tengo la impresión de que me estás castigando a mí por ello.De nuevo, Amy no contestó. Quizá porque lo que decía era cierto. Estaba penalizando

a Anton por lo que Martin McCallum le había hecho. No estaba preparada para contárselo Como un animal herido, necesitaba tiempo y paciencia antes de salir del agujero en el que ella misma se había metido.

Si Anton pudiera entenderlo...Si pudiera entender que, aunque necesitaba tiempo, lo amaba con toda su alma Y no

dudaba que el la quisiera de la misma forma Pero, Io amaba tanto como para convertirse en su amante Lo amaba tanto como para verlo casado con Lavinia

El jet privado de Anton despegó a las cinco de la tarde y Amy sirvió el whisky con Coca-Cola que se había convertido en el ritual de cada noche

—¿Estas listo para enfrentarte con los accionistas?—Los dividendos han crecido durante este trimestre —contestó él, mirando la pantalla

del ordenador—. Deberían recibirme con una alfombra roja.—O con la guillotina —se rió Amy, apoyando la cabeza en su hombro—¿Estás cansada?—Ha sido un día muy largo.Anton apagó el ordenador y colocó una manta sobre sus rodillas.—He llamado a la inmobiliaria para decir que no haría una oferta hasta la semana que

viene —suspiró, abrazándola.—Lo siento —murmuró ella—. Sé que querías esa casa.—Puede que no la hayan vendido cuando volvamos de Londres. Pero como tú misma

has dicho, hay más casas.—Te quiero tanto —dijo Amy, acariciándole la cara—. Pero no tenemos nada que

perder por ir un poco más despacio.—¿Y qué podemos perder yendo deprisa?—Podrías lamentar haberte comprometido con migo. Podrías querer recuperar tu

corazón.—¿Y me lo darías?—Te daría lo que quisieras.—Sólo te quiero a ti, Worthington. El resto me importa un rábano.—Me tienes —sonrió Amy—. Pero me da miedo causarte problemas.Anton la besó suavemente. Sus besos eran tan eróticos. Ningún hombre la había

besado así.—Estás perdiendo peso —dijo él entonces, me tiendo la mano bajo la cinturilla de su

pantalón.—No, es que estoy metiendo tripa —se rió Amy.—No te preocupes por nada. En cuanto me dejes, te compraré una casa preciosa.

Echaremos la llave, cerraremos las cortinas, apagaremos las luces y...--¿Y?

—Y esto —contestó Anton, metiendo la mano en sus braguitas.Sus caricias eran tan deliciosas, tan sabias. Siempre conseguía excitarla, en cualquier

momento, en cualquier situación. Amy alargó la mano para acariciarlo y lo encontró duro, palpitante. Lo deseaba tanto... Deseaba tenerlo dentro de ella, llenándola, haciéndola suya, entregándose por completo. Hicieron el amor despacio, el uno buscando darle placer al otro hasta que, como una ola, el clímax los llevó al cielo.

Amy se quedó saciada, drogada por su amor, con la cabeza apoyada en su pecho. Por la ventanilla podía ver un cielo lleno de estrellas. En ese momento, no hubo dudas para ella. Lo único importante era estar con Anton. Nada más.

Ese era el poder del sexo. Te hacía perder el miedo, la precaución. Sin duda, la madre naturaleza lo había planeado de ese modo para asegurar la continuación de la especie... por muchas y terribles que fueran las amenazas.

Capítulo 13Capítulo 13

E L VIAJE fue largo y la llegada a Londres, an gustiosa. Una fuerte tormenta sacudía el jet como si fuera un juguete y Amy se asustó al ver la capa de hielo que se estaba formando sobre las alas.

Afortunadamente, lograron aterrizar sin problemas gracias a la pericia del piloto, pero tuvo que agarrarse al brazo de Anton, asustada.

—Bueno, ha llegado el momento —sonrió él—. ¿Lista?—Lista.Fueron en taxi hasta el Ritz y, en cuanto encendió el móvil, empezaron a entrar

llamadas. El gran hotel, con su ambiente de cháteau francés y sus luces de Navidad encendidas, era como un gran barco perdido en medio de la nieve.

La suite Marie Antoinette era muy lujosa y ver la nieve golpeando las ventanas desde una habitación así era delicioso.

Amy casi esperaba que el propio rey Louis XVI apareciese por la puerta. O encontrarse a Napo león recostado en la cama. Afortunadamente, no fue así.

Mientras Anton hablaba por teléfono, Amy abrió el Financial Times, esperando encontrar el artículo previo al consejo de administración del día siguiente. Y allí estaba, pero el tono la dejó perpleja.

—Anton, deberías mirar esto.Él tomó el periódico y leyó el titular:

La nueva dirección de la corporación Zell

Cuestionada por los accionistas.

Cuando terminó, le devolvió el periódico.—No dice quiénes son los accionistas que la cuestionan. No hay que tomarlo muy en

serio.—Es evidente quién es una de esas accionistas —suspiró Amy.—No puedes culpar a Lavinia de todo, cariño —se rió Anton—. Sólo es un periodista

buscando un titular llamativo —añadió, mirando el reloj. Había que dado con Lavinia para tomar un martini antes de comer.

—¿Te vas?—Sí, es tarde. Supongo que no quieres saludar a Lady Canon.—No quiero volver a verla en mi vida. Estoy segura de que es ella quien está detrás de

ese artículo...—No te preocupes por nada, mi amor —la interrumpió Anton.—¿Como no voy a preocuparme? ¡Quiere casarse contigo y quedarse con todo tu

dinero!El soltó una carcajada.—Tranquila, ángel mío. ¿Qué vas a hacer mientras yo como con Lavinia?—Iré de compras.—Muy bien. Nos veremos en el Savoy Grill a las dos, ¿te parece?—De acuerdo.—Pero no llegues tarde, Worthington.

Le había dicho a Anton que iría de compras, pero la verdad era que no necesitaba nada. Tenía más ropa, más cosméticos y más accesorios de los que necesitaba.

Los libros, sin embargo, eran otra historia. Perderse en una librería era mucho más apetecible. Además, tenía que comprarle a Anton un regalo de Navidad y sabía que un libro era el mejor regalo para él.

Amy se puso el abrigo y salió a la calle. Hacía mucho frío, la nieve se apilada en las aceras y el pavimento estaba resbaladizo, pero logró llegar a una de sus librerías favoritas.

Mientras pasaba las páginas de un libro de viajes, intentaba no pensar en lo que Lavinia y Anton esta rían haciendo en aquel momento, pero no podía evitarlo. Ella no era muy dada al melodrama, pero sabía que de aquellos días en Londres iba a salir una ganadora y una perdedora. Y sabía que era ella quien iba a perder.

Porque el amor no lo conquistaba todo. El amor estaba por debajo de cosas como el dinero, las in fluencias, el poder. Y Lavinia tenía todo eso de su lado.

Zell se hubiese enamorado de ella... un copo de nieve entre tantos otros. Un copo de nieve que se derretiría al sentir el aliento de la realidad.

Compró tantos libros que tuvo que pedir que se los llevaran al hotel. Y cuando miró el reloj se dio cuenta de que tendría que correr para llegar a tiempo al Savoy Grill.

La entrada del restaurante estaba, como siempre. plagada de Rolis Royces y limusinas, pero el por tero se acercó al taxi para resguardarla con su paraguas.

Anton estaba solo en una mesa, con la barbilla apoyada en las manos. A Amy se le encogió el corazón al verlo así. ¿Qué habría pasado?

—Siento llegar tarde. Es que había mucho tráfico...Anton levantó la cabeza. Y, por primera vez desde que se conocieron, sus ojos

parecían vacíos, helados.—Cariño, ¿qué pasa? ¿La reunión con Lavinia ha ido mal?—¿Por qué no me lo habías contado?—¿Qué?—¿Por qué he tenido que enterarme por Lavinia, Amy? —insistió él, furioso.—No sé de qué estás hablando.-Cuando llegaste a Hong Kong te pregunté si habías tenido una aventura con Martin

McCallum.—Ah —murmuró Amy, con el corazón encogido—. Es eso.Y lo que Amy tenía era la suerte de que Anton

—Te pregunté si era por eso por lo que querías marcharte de McCallum y Roe y dijiste que no.

—Anton, no tenías derecho a hacerme esas preguntas en aquel momento.—Pero contestaste con una mentira.—Sí —suspiró ella—. Te mentí.—Has tenido meses para contarme la verdad, pero no lo has hecho.—Te lo advertí —dijo ella—. Hay cosas de mi vida que no le cuento a nadie. No soy un

ángel. Ciento mucho que haya sido Lavinia quien te lo ha contado... debería haber imaginado que haría sus averiguaciones para ponerte en mi contra.

—No ha tenido que buscar mucho, por lo visto. Tiene acciones en McCallum y Roe, muchas acciones. Se lo contó el propio Martin.

—Ya, claro. Qué tonta he sido.—No, el tonto he sido yo -dijo Anton—. He creído que eras una persona honesta, pura,

que eras diferente de los demás.—También yo creo que eres todo eso.—Incluso me convencí a mí mismo de que éramos iguales, que habíamos pasado por

lo mismo. Pensé que creíamos en las mismas cosas...—¿Y no es así?—No, Amy. Yo no te he mentido. Te hice esas preguntas durante la entrevista porque

temía que hubie ras tenido una aventura con tu jefe...—Pero unas horas después de conocerme, dijiste que querías tener una «relación

especial» conmigo. Y me besaste —lo interrumpió Amy.—¡Pero no sabía que iba a enamorarme de ti!—Ni yo tampoco. ¿No recuerdas que me aparte de ti?—¿Por qué no me contaste la verdad?—Estaba intentando que no fueras tan deprisa buscando el momento para contártelo...—Pero no lo has encontrado, por lo visto.—No seas tan irónico -dijo Amy—. No hemos tenido un solo momento de tranquilidad..,

todo el día de un sitio a otro, trabajando, viajando...—Ah, o sea que la culpa es mía.—La culpa es mía —replicó Amy—. Estoy intentando decirte por qué no te he hablado

de Martin.No es un recuerdo especialmente alegre, Anton.—Ya me imagino.—Sólo tuvimos esos días en Saigón. Y fueron tan preciosos, tan especiales que no

quería estropearlo todo.—Ojalá lo hubieras hecho.—Lo siento —se disculpó ella—. Sí, tuve una aventura con Martin McCallum. Ojalá no

hubiera ocurrido nunca.—Te quedaste embarazada, ¿verdad?—Anton...—Te quedaste embarazada para que Martin se casara contigo y como eso no funcionó

te libraste del niño —siguió Anton, furioso.Amy se puso pálida.—Tengo que irme. No puedo seguir hablando de esto aquí.Al levantarse sintió un mareo y tuvo que agarrarse a la mesa.—¿No tienes nada que decir? —insistió él.La gente de las otras mesas había dejado de hablar y los miraba con curiosidad.—No, no tengo nada que decir, Anton.

Se encontró en Piccadilly una hora después. Ni siquiera sabía cómo había llegado hasta allí. Tenía la mente en blanco y lo único que recordaba era la mi rada acusadora de Anton, sus terribles palabras.

Estuvo paseando durante horas, pero la temperatura había bajado tanto que decidió volver al hotel. No tenía sentido ensayar cómo iba a contárselo a Anton porque tendría que decirle la verdad. Y la verdad le saldría sola, por mucho que doliera.

Cuando llegaba al hotel Ritz, desde lejos le pare ció de nuevo un barco perdido en medio de la no che. Pero ella se había caído de aquel barco y estaba ahogándose en las oscuras y profundas aguas.

Al entrar en el vestíbulo del hotel, su olfato se vio asaltado por multitud de carísimos perfumes. Estaba temblando de frío.

Y entonces vio a Anton. Con Lavinia del brazo. Iban elegantemente vestidos, ella con una larga túnica color perla y el pelo apartado de la cara, él con esmoquin. Seguramente, eran la más hermosa del hotel.

Amy intentó apartarse, pero había tanta gente que le resultó imposible y acabó encontrándoselos de frente.

—¿Donde demonios has estado? —le espetó él.La frialdad de su tono hizo que le temblasen las piernas.—Paseando.—¿Paseando en medio de la nieve? ¿Estás loca?—Supongo que sí —contestó Amy.Lavinia la miraba sin poder disimular una son risa. Qué contenta debía de estar al ver a

su rival empapada y medio congelada en el vestíbulo del Ritz.Anton la tomó del brazo para llevarla aparte, pero Lavinia los siguió.—Estás helada. ¿Por qué saliste corriendo del restaurante?—No tenía nada que decir.—¿Y ahora? ¿Ahora tienes algo que decir?—Delante de esa mujer, no —contestó Amy, sin molestarse siquiera en mirar a Lavinia.—¿Vas a dejar que me hable así, Anton? —protestó Lady Canon.—Amy, sólo quiero que me digas si es verdad.—No puedo hablar aquí. Y menos delante de ella.—Si tienes algo que decir, será mejor que lo digas en su presencia —replicó Anton.—Y si tú no puedes entender porqué no quiero hablar delante de ella, es que no eres el

hombre del que me enamoré —dijo Amy.—Tú no estás enamorada —intervino Lavinia—. Sólo quieres su dinero, quieres

arruinarle la vida.—Estoy enamorada dé él —insistió Amy—. La cuestión es si Anton me quiere a mí.—Yo quiero a una mujer —suspiró él—. Pero ya no sé dónde está.—Nunca ha existido -dijo Lavinia—. Le gusta hacerse pasar por santa, pero es otra

cosa. Alguien que usa un embarazo para chantajear a su amante y luego aborta para vengarse no tiene principios morales. No se merece consideración alguna.

—Y alguien con una mente tan sucia como la tuya debería mantener la boca cerrada —replicó Amy—. ¿Cómo te atreves a hablar de chantaje? ¿Qué sabes tú? ¿No estás chantajeando a Anton ahora mismo? Tú misma dijiste en Antibes que lo único que te importa es tener dinero en el banco.

Lavinia se volvió hacia Anton, furiosa.—Esta es la mujer a la que has estado buscando por todo Londres, la que intentó

destrozar la vida de Martin McCallum. ¿Vas a dejar que destroce la tuya?

—¡ Ya está bien! —exclamó él—. Tenemos que ver nos con los accionistas en cinco minutos. Supongo que no vienes, Amy.

—No, no pienso ir.—¿Iras al consejo mañana?—¿Quieres que vaya?—No —contestó Anton—. Es mejor que no lo hagas.Amy sintió que se le paraba el corazón. Apenas podía respirar. Acababa de ocurrir lo

que siempre había temido. Lavinia había ganado y ella había perdido.Anton la miró a los ojos por última vez. Su ex-O presión era indescifrable, sombría.

Luego se volvió y, tomando a Lavinia del brazo, se alejó de ella.

Capítulo 14Capítulo 14

L A VIEJA casa le había parecido enorme una vez. Ahora era sólo una casa blanca con tejado puntiagudo. El jardín, que una vez había sido un bosque aterrador para ella, era ahora un amasijo de rosales y laureles.

Pero el olor de la casa, a cera y a leña, era exacta mente como lo recordaba. La llenaba de recuerdos. Algunos tristes, otros alegres, algunos bonitos, otros terribles.

Amy echó unos troncos en la chimenea, intentando entrar en calor. Durante los últimos días, su vida había consistido en eso: concentrarse en la simple tarea de encender la chimenea, hacerse un té. Nada más. De un corazón roto no podía esperarse mucho.

Mientras lavaba unas verduras vio que un coche se acercaba a la casa. Era un coche rojo que no había visto antes. De él salieron una mujer y un niño... Amy reconoció a una de sus primas gemelas, Jaime Lee.

—¡ Hola, tía Amy! —gritó David, un niño de cuatro años.—Cuánto has crecido —sonrió ella, tomándolo en brazos—. Hola, Jamie Lee. Acabo de

hacer un té. ¿Quieres?—Sí, gracias. Qué bien se está aquí, ¿no? Has con vertido esto en un hogar otra vez.—Tu padre ha ido al pueblo a comprar el periódico—Lo sé, lo hemos visto mientras cruzaba el puente —dijo su prima—. Pero es contigo

con quien quería hablar.—Ah, muy bien. ¿De qué?Jamie Lee respiró profundamente.—¿Podemos sentarnos?—Claro.Su prima se había casado con un médico y vivía a dos horas de allí, de modo que debía

de tener algo importante que decir. Pero parecía nerviosa.—He venido a hacer las paces contigo. Nos portamos fatal contigo cuando éramos

pequeños y quiero pedirte perdón. Tu estabas sola en el mundo y, en lugar de arroparte, te hicimos la vida imposible. Y no sabes cómo lo siento...

En el silencio que siguió, sólo podía oírse el crepitar de los troncos en la chimenea y el murmullo del niño, que jugaba en el suelo con un camión.

—He hablado de esto con mis hermanos y sé que también ellos quieren pedirte perdón.Sorprendida, Amy vio que los ojos de su prima estaban llenos de lágrimas.—No llores, Jamie Lee. Eso fue hace mucho tiempo.—Por favor, perdóname.—Claro que te perdono. Aunque nunca entendí por qué os caía tan mal.

—Porque eras mucho más guapa y más lista quenosotras. Le gustabas a todos los chicos, sacabas las mejores notas, los profesores te

adoraban.., y Sally Ann y yo quedábamos fatal a tu lado. Incluso tuviste el período antes que nosotras. Te teníamos mucha envidia —le confesó Jamie Lee—. He tardado años en reconocerlo, pero es la verdad. Nos portamos como unos canallas contigo y no sé cómo pedirte perdón. Pero por fin me he dado cuenta de algo importante.

—¿Qué? —preguntó Amy.—Que tú has sido un ejemplo para mí. De ti aprendí que estudiar, trabajar duro,

esforzarse para lograr cosas era importante. Si no fuera por ti, no se ría la persona que soy.

—Pero yo...—Lo digo en serio —la interrumpió su prima—. Eres una persona maravillosa. Sigo

envidiándote, pero ahora puedo controlarlo —añadió, riendo—. Trabajas en Hong Kong para Anton ZeIl... tienes un trabajo maravilloso, excitante. Y te lo mereces.

Amy hizo una mueca.—No pienso volver a Hong Kong.—¿Por qué?—Porque me han despedido.—¿Qué? —exclamó Jamie Lee.—Omití cierta información durante la entrevista sobre mi vida privada.—Pero tu vida privada no tiene nada que ver con el trabajo.—Este trabajo era muy especial —suspiró Amy—. Mi jefe era especial y creo que yo...

también era especial para él.—¿Te has enamorado de Anton Zell?—Me temo que sí. Y no soy la primera.—¿Qué pasó?—Que no funcionó.—¿Por qué? —insistió Jamie Lee.—Digamos que, quizá, no soy tan buena persona como tú crees —suspiró Amy,

mirando al niño que jugaba en el suelo, ajeno a aquellas confesiones—. Y si tú me envidias a mí, te aseguro que yo también te envidio a ti.

Su tío volvió del pueblo con el Financial Times bajo el brazo. Había tardado más de lo normal, seguramente porque Jamie Lee le había dicho que quería hablar con ella.

—Hay noticias sobre tu jefe, Amy —dijo, lacónica mente—. Bueno, voy a subir a mi cuarto a descansar un rato.

Sola frente a la chimenea, ella buscó el artículo. Estaba en primera página y el titular decía: La recompra de Zell afecta al precio de las acciones.

Nerviosa, Amy siguió leyendo:

La recompra de un bloque de acciones de la corporación Zell, pertenecientes al difunto Sir Robert Carron, parece haber incrementado el valor de la empresa. El precio de las acciones de Zell ha subido después del anuncio de la recompra en el tormentoso consejo de administración.

Lady Lavinia Carron, la principal beneficiaria de la recompra, está de vuelta en Francia, pero ha hecho unas declaraciones a través de su asesor financiero, Heinz Meyer:

«No estábamos de acuerdo con el señor Zell en varios temas fundamentales. El se negó a escuchar nos, así que decidimos vender. Eso es todo. Creemos que las acciones de la empresa están sobrevaloradas y esperamos que su precio baje cuando el público se dé cuenta de que han confiado equivocadamente en Anton Zell».

Lady Carron recibió una suma multimillonaria por sus acciones, pero su predicción de que el precio bajará parece poco realista, ya que la demanda de acciones de Zell es altísima.

La inmediata puesta en marcha de nuevas tecnologías, incluyendo las avanzadas plantas de reciclaje y el sistema de placas laminadas, ha colocado a la corporación Zell al frente de la industria petroquímica...

El resto del artículo seguía con detalles sobre las nuevas tecnologías e incluía una fotografía de Anton tomada en el hotel Ritz.

Amy dejó el periódico y se quedó mirando las llamas de la chimenea. De modo que no había ocurrido lo que ella esperaba. No se había atrevido a leer el periódico desde que salió de Londres, pensando que el anuncio del compromiso de Lavinia y Anton sería inminente.

Pero no había sido así. La evidente amargura de las declaraciones de Lavinia y el comentario sobre el «tormentoso consejo de administración» dejaban claro que su relación con Anton no iba a ninguna parte.

De modo que Lady Canon no era la ganadora.Ahora Lavinia estaba en Francia, Anton en Hong Kong y ella en Northamptonshire. Sus

vidas habían colisionado apasionadamente y luego habían vuelto a ser las que eran.Amy se levantó, inquieta. No podía dejar de pensar en él. ¿Qué estaría haciendo en

aquel momento?, se preguntaba.Después de comer, decidió salir a dar un paseo por el bosque.Estaban a principios de enero, había transcurrido casi un año desde que entró en la

vida de Anton Zell y él en la suya.¿Qué habría pasado en aquel consejo de administración?, se preguntaba. Pero nunca

lo sabría.Sin embargo, el artículo del Financial Times la había hecho entender mejor a Anton.

Como la disculpa de Jamie Lee la había hecho entender mejor a sus primas y había cerrado la puerta a ese infeliz capítulo de su vida.

Quedaba otro capítulo infeliz, pero ya no podía remediarlo. Naturalmente, Martin le habría contado la historia a Lavinia a su manera, pero la verdad era que había sido una tonta y seguía pagando por ello, que seguramente pagaría durante el resto de su vida. Porque había perdido al único hombre al que había amado de verdad. Al único hombre al que podría amar.

Amy se sentó sobre una piedra frente al riachuelo en el que se bañaba cuando era pequeña. Era un sitio tan tranquilo, tan lleno de paz...

Y en ese momento, en aquel sitio, tomó una decisión. Porque la retirada no era una respuesta. No aceptaría que todo había terminado.

Ella no era esa clase de mujer.

En aquel Silencioso momento, Amy decidió volver a Hong Kong para hablar con Anton. Le contaría la verdad y le diría que lo amaba, que nunca amaría a otro hombre como a él.

Quizá la rechazaría, pensó. Y tendría que aceptarlo. Lo que no podía aceptar era la derrota.

Lo amaba. Eso era lo único importante.El silencio fue roto por el sonido de unos pasos sobre la nieve. Amy abrió los ojos y vio

una figura acercándose. Una figura alta... tan familiar que se le puso el corazón en la garganta.

—Hola, Amy.Ella tragó saliva. Sus ojos, en contraste con el blanco de la nieve, parecían más azules

que nunca.—Hola.—Es casi nuestro aniversario.—¿Como me has encontrado?—He seguido tus huellas por la nieve —contestó él—. Eran las únicas. Las tuyas son

las únicas huellas en mi corazón, amor mío. ¿Podrás perdonarme?—Oh, Anton...Amy se echó en sus brazos sin pensarlo, sin dudar. Era tan maravilloso estar con él

otra vez.—Por favor, dime que me darás otra oportunidad—murmuró Anton—. Dime que me

perdonas por ser tan idiota, cariño mío.—Los dos hemos sido idiotas.—Eres lo más precioso de mi vida. ¿Puedes perdonar las cosas tan terribles que te

dije?—Si me dices que nunca creíste lo que te contó Lavinia.—Ya no las creo. No dormí la noche que te fuiste... no hacía más que darle vueltas a lo

que Lavinia me había contado y me daba cuenta de que la Amy a la que amaba nunca habría sido capaz de hacer eso. Fue durante el consejo de administración, al día siguiente, cuando me percaté de que había sido un imbécil. Siento haber tardado tanto en encontrarte, pero te escondiste bien. Tuve que volver a Hong Kong después de la que organizó Lavinia y he llegado hoy. ¿Sabes lo de la compra de las acciones?

—Sí, acabo de leer el periódico. Yo pensé que Lavinia y tú...—Morticia encontrará otro Gómez, seguro. Y ahora somos libres, podemos hacer las

cosas como queramos. Y tengo promesas que hacerte, Amy. Una de ellas es que nuestras vidas no se moverán a la velocidad de la luz nunca más. Eres la persona más importante del mundo para mí y siempre lo serás—dijo Anton, buscando sus labios—. Tu casa está esperando, ángel mío, con cuatro dragones que la guardan.

—¿Has comprado la casa Quilin?—La has comprado tú, en realidad. Está a tu nombre.—¿Por qué?—Durante una noche en Londres, creí que te había perdido. Ninguna noche ha sido

más larga, más ne gra para mí. Cuando perdí la fe en ti, me perdí a mí mismo y quiero demostrarte que nunca más volveré a desconfiar. Quiero que vuelvas a Hong Kong conmigo, que te cases conmigo. La casa Quilin es una forma de pedirte perdón, Amy

Otro lugar tranquilo, a miles de kilómetros de Inglaterra.Estaban frente a la vieja pagoda, de la mano, como habían estado una vez, meses

atrás. El sonido del mar a lo lejos se colaba por entre las piedras como tejiendo un collar de felicidad. La sonrisa en la cara de la estatua de Buda era serena y hermosa.

Como antes, hicieron una ofrenda de frutos y flo res.—Nunca te he dicho cuánto te quiero —murmuró Anton—. Si lo hubiera hecho, quizá

habrías confiado en mí.—Quizá no confiaba en mí misma —suspiró Amy—. Yo jamás habría abortado, pero

cuando perdí el niño creí que había sido culpa mía. Me sentía tan culpable...—Fue una de esas cosas de la vida —dijo Anton, abrazándola—. Sólo un miserable

como Martin McCallum podría pensar otra cosa. Eres la mujer más maravillosa del mundo, Amy. Y me siento orgulloso de que vayas a ser mi esposa.

—Y tú eres el único hombre del mundo para mí.—He traído algo para ti -dijo Anton entonces, sa cando algo del bolsillo—. Espero que

te guste.Amy sabía lo que era incluso sin verlo.—El brazalete de jade.—La primera vez que te lo ofrecí, pensaste que quería marcarte como un trofeo, una

conquista —serió Anton—. Pero estaba intentando decirte lo contrario, amor mío, que me habías conquistado tú, que podías llevarme en tu brazo, tu propio dragón domesticado.

—Es tan precioso, tan vivo.., como tú. Pero nunca estará domesticado del todo —se rió Amy, dejando que se lo pusiera—. No me lo quitaré nunca, te lo prometo.

—El mundo es un sitio maravilloso —sonrió An ton—. Y quiero pasar el resto de mi vida intentando que siga siéndolo para ti y para nuestros hijos.

Se besaron entonces, con la ternura del verdadero amor.Luego volvieron al camino rodeado de árboles, al hibisco florecido, a la playa donde

esperaba la barca que los llevaría hacia su nueva vida.

FIN