La Guerra Del Fuego - J. H. Rosny

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Annotation

En el alba de los tiempos lamuerte del fuego ha dejado a la tribude los Oulhamr sumidos en la nochemás espantosa. Los rojos dientes delfuego les protegían de sus enemigos.

Los guerreros tendrán quevérselas con el oso gris, el leóngigante, la tigresa, los devoradoresde hombres, los mamuts, los enanosrojos, los hombres sin hombros, loshombres de pelo azul y el oso de lascavernas, para conquistar el fuego; el

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premio será la bella y misteriosaGammla. Esta novela, de ámbitoprehistórico, inspiró la película "Enbusca del fuego".

Joseph Henri Honoré Boux, queadoptó el nombre de J-H Rosny (elMayor), nació en Bruselas en 1856.Colaboró en importantespublicaciones de la época y estuvovinculado a la Academia Goncourt,de la que fue elegido presidente en1926.

La búsqueda de una literaturaque ensanchara el espíritu humano yllegara a la comprensión del

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Universo, le llevará a escribir suciclo de novelas prehistóricas, en lasque parece conservar la memoria deotro tiempo y comprender el sentidode la muerte y de lo inexorable.

Esta obra se publicóanteriormente en castellano en 1947con el título "La conquista delfuego".

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LA GUERRA DELFUEGO

En el alba de lostiempos la muerte delfuego ha dejado a latribu de los Oulhamrsumidos en la noche másespantosa. Los rojosdientes del fuego lesprotegían de susenemigos.

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Los guerrerostendrán que vérselas conel oso gris, el leóngigante, la tigresa, losdevoradores de hombres,los mamuts, los enanosrojos, los hombres sinhombros, los hombres depelo azul y el oso de lascavernas, paraconquistar el fuego; elpremio será la bella ymisteriosa Gammla. Estanovela, de ámbitoprehistórico, inspiró la

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película "En busca delfuego".

Joseph HenriHonoré Boux, que adoptóel nombre de J-H Rosny(el Mayor), nació enBruselas en 1856.Colaboró en importantespublicaciones de la épocay estuvo vinculado a laAcademia Goncourt, dela que fue elegidopresidente en 1926.

La búsqueda de unaliteratura que

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ensanchara el espírituhumano y llegara a lacomprensión delUniverso, le llevará aescribir su ciclo denovelas prehistóricas, enlas que parece conservarla memoria de otrotiempo y comprender elsentido de la muerte y delo inexorable.

Esta obra se publicóanteriormente encastellano en 1947 con eltítulo "La conquista del

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fuego".

Título Original: La guerre dufeu

Traductor: Lassaletta Cano,Rafael

©1911, Rosny, J.-H.©1995, SalvatColección: Novela histórica, 37ISBN: 9788434590809Generado con: QualityEPUB

v0.28

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LA GUERRA DELFUEGO

J.H. Rosny Ainé

SALVATTraducción: Rafael LassalettaTraducción cedida por Editorial

EDAF, S.A.Título original: La guerre du feu© 1995 Salvat Editores, S.A.

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(Para la presente edición) ©1992Editorial EDAF, S.A.

ISBN: 84-345-9042-5 (Obracompleta)

ISBN: 84-345-9080-8(Volumen 37)

Depósito Legal: B-8138-1995Publicado por Salvat Editores,

S.A., BarcelonaImpreso por CAYFOSA. Marzo

1995Printed in Spain - Impreso en

España

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En el alba de los tiempos la

muerte del fuego ha dejado a la tribude los Oulhamr sumidos en la nochemás espantosa. Los rojos dientes delfuego les protegían de sus enemigos.

Los guerreros tendrán quevérselas con el oso gris, el leóngigante, la tigresa, los devoradoresde hombres, los mamuts, los enanosrojos, los hombres sin hombros, loshombres de pelo azul y el oso de lascavernas, para conquistar el fuego; elpremio será la bella y misteriosaGammla. Esta novela, de ámbito

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prehistórico, inspiró la película "Enbusca del fuego".

Joseph Henri Honoré Boux, queadoptó el nombre de J-H Rosny (elMayor), nació en Bruselas en 1856.Colaboró en importantespublicaciones de la época y estuvovinculado a la Academia Goncourt,de la que fue elegido presidente en1926.

La búsqueda de una literaturaque ensanchara el espíritu humano yllegara a la comprensión delUniverso, le llevará a escribir suciclo de novelas prehistóricas, en las

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que parece conservar la memoria deotro tiempo y comprender el sentidode la muerte y de lo inexorable.

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CIFRAS Y LETRAS:UNA CRONOLOGÍA

185617 de febrero: nacimiento de

J.H. Rosny Ainé (el Mayor), denombre auténtico Joseph HenriHonoré Boéx, en el 67 de la calle delMarché- au-Charbon, en Bruselas. Supadre, originario de Lille, tenía allíuna mercería. Su madre había nacidoen Malinas, en una familia deascendencia flamenca y holandesa.

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185921 de julio: nacimiento de J.H.

Rosny Jeune (el Joven), de nombreverdadero Justin François Boéx, enla misma dirección.

1863Fallecimiento del padre de R.A.

La señora Boéx vende la mercería yse instala con sus siete hijos enLaeken, al norte de Bruselas, en unacasa modesta pero con jardín y unamplio huerto.

1869R.A., a los 13 años de edad,

termina un primer libro de versos. Es

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sorprendente constatar que aunqueR.A. se ha dedicado a lo largo de sularga carrera a la mayor parte de losgéneros literarios, apenas ha escritopoesía.

1871R.A. abandona la École

Moyenne de Bruselas, en dondehabía entrado gracias a su tíofarmacéutico, Pépin Tubiex (¡el cualmoriría a los 104 años de edad!).

R.A. entra en una casacomercial de Bruselas. Por la nochesigue cursos de inglés y de escritura.Publica sus primeros artículos en la

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prensa belga.R.A. traba relaciones de

amistad con Alphonse Daudet.1875R.A. encuentra un empleo en

Londres en una empresa de telégrafosprivada. Trabaja por la noche.Durante el día frecuenta lasbibliotecas, los museos, descubre lapintura de Turner, perfecciona suinglés y colabora incluso en algunosperiódicos. Aparecen sus primerasnovelas. Su hermano Justin,impresionado, también proyectaescribir.

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1880Matrimonio de R.A. con una

londinense, Gertrude Holmes.Proyecto de instalarse en GranBretaña. Viajes frecuentes alcontinente, entre otros lugares aParís, donde Justin se ha instaladoya. Los dos hermanos piensanseriamente escribir en colaboración,bajo un seudónimo común.

1885R.A. abandona Londres para

domiciliarse definitivamente enParís. Hace su primera contribuciónliteraria en Francia en La Revue

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Moderniste.1886Aparece en la Nouvelle

Librairie Parisienne el primer librofirmado J.H. Rosny: Nell Horn del'Arme de Salut, subtitulado «Novelade costumbres londinenses». Laacogida de la crítica es más bienentusiasta, pero de la obra sólo sevenden 225 ejemplares. Se fija en él,sin embargo, Edmond de Goncourt,quien decide incluir el nombre de R.A - en una primera lista de la futuraacademia.

«29 de octubre del 86. Señor,

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Acabo de leer Nell Horn y encuentrograndes cualidades en su libro. Conindependencia del interés de losdetalles londinenses, una cosa meencanta de usted: el esfuerzo delestilo, la aspiración del artista. Meencontrará todos los miércoles desdela una a las cinco y me causará ungran placer conversar con usted dellibro aparecido y de los que tiene enla cabeza. Una vez más, mis mássinceras felicitaciones. EDMONDDE GONCOURT.»

1887Aparición de Xipéhuz en

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Savine, la primera obra de auténticaciencia ficción de la literaturafrancesa. R.A. conoce a StéphaneMallarmé.

Firma con Paul Bonnetain,Lucien Descaves, Paul Margueritte yGustave Guiches la «Declaración delos Cinco», dirigida contra La Terre,de Emilio Zola, de la que hace lasconsideraciones siguientes: «No sólola observación es superficial, lostrucos pasados de moda, la narracióncomún y desprovista decaracterísticas, sino que además lanota indecente se exacerba, se

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extiende a suciedades tan bajas que,a veces, creeríamos estar ante unlibro de escatología. El Maestro hadescendido al fondo de lainmundicia». (Citado por AnatoleFrance en La Vie littéraire, primeraserie, París, Calmann-Lévy, 1913, p.226.). Más adelante, R.A. seretractará de esa declaración y diráde ella que fue «una pobre aventura».

Inicio de innumerablescolaboraciones en diversos diarios yperiódicos de la época, entre los quese cuentan: La Revue Moderne, LaRevue Indépendante, La Justice, Le

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Figaro, La Revue Illustré, Le FigaroIllustrée, Le Temps, Cosmopolis, LeGil Blas, La Revue Hebdomadaire,La Revue Pratique, La GrandeRevue, Les Arts et la Vie, La VieHeureuse, Echos de Paris, La PetiteRépublique, La Contemporaine,L'Illustration, etc. Firma algunostextos como Henri de Noville.

R.A. responde a la célebreencuesta de Jules Huret acerca de laevolución literaria (aparecerá en1894). Afirma querer hacer otracosa: «Una literatura más compleja,más alta, un avance hacia el

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ensanchamiento del espíritu humano,con la comprensión más profunda,más analítica y más justa deluniverso entero y de los individuosmás humildes, adquirida con laciencia y con la filosofía de lostiempos modernos». Esta otra cosaserá precisamente el ciclo de lasnovelas prehistóricas.

1892En La Revue Hebdomadaire

aparece Vamireh, la primera obraprehistórica de R.A. El libro espublicado en volumen en Kolb. Seráreimpreso en 1902 por Plon. R.A.

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firma su primera traducción literaria,Le Scarabée d'or, de Edgar AllanPoe (Dentu).

1896El matrimonio de R.A. es un

fracaso que termina en divorcio. Elmatrimonio que se deshace tienecuatro hijos. «Casada demasiadojoven, la pequeña inglesa no estabapreparada en absoluto para mantenerel papel que debía ser el suyo. Lapersonalidad poderosa del hombrecon el que se había casado laespantaba. No le entendió jamás, yno supo adaptarse a él. Ese

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matrimonio, y las pesadas cargas quede él se derivaban, influyeron en J.H.Rosny Ainé.

Hay que encontrar ahí la causade la desigualdad y la abundancia desu producción, que desconciertan asus admiradores más convencidos.Con amargura, él mismo calificabade alimentarias a algunas de susobras.» (Robert Borel-Rosny, Pourle 25 anniversaire de sa mortJ.H.Rosny Ainé, París, Les Annales,marzo de 1965, p. 47.). En MonFranc Parler, cuarta serie, FrancoisCoppée se inclina por la obra

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novelesca de R.A.R.A. firma con el nombre de

Enacryos un libro titulado La Flutede Pan. Otras obras, Amour étrusquey Les Femmes de Setné, aparecerántambién con la misma firma«antigua». El 1 de febrero, el TeatroNacional del Odeón representa porprimera vez una pieza en tres cuadrosde R. A., La Promesse. R.A. esnombrado caballero de la Legión deHonor.

1900R.A. vuelve a casarse con

Marie Borel.

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1902R.A. tradujo Pablo de Segovie

el gran tacaño, de Francisco deQuevedo. La obra es ilustrada con120 dibujos de Daniel Vierge ycontiene un estudio sobre esteadmirable artista del libro realizadopor Roger Marx.

1903M. León Prunol de Rosny, un

orientalista, persigue judicialmente alos hermanos Rosny, pretextando unuso abusivo de su patronímico comoseudónimo literario. Hace valer elriesgo evidente de confusión

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aportando como prueba una carta quele ha dirigido León Tolstói,concebida en estos términos: «¿No esusted uno de los hermanos Rosny, losautores de Bilatéral? Si es así, miestima se transformaría enadmiración». Esta queja levantaprotestas en el mundo de las letras.El tribunal da la razón a losescritores. Prunol de Rosny apela,pero la Primera Cámara confirma lasentencia precedente.

R.A. participa en la primerasesión de la Academia Goncourt, a laque algunos llaman entonces «la

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sociedad literaria de los Goncourt».Incluye, además de los dos

hermanos Rosny, a Léon Daudet,Jons-Karl Huysmans, OctaveMirbeau, Léon Hennique, PaulMarguenitte, Gustave Geffroy,Elémir Bourges y Lucien Descaves.El 21 de diciembre se concede elPrimer Premio Goncourt a Jean-Antoine Nau por Force ennemie, quees, sorprendentemente, una novela deanticipación.

1905R.A. escribe un prefacio para

Les Chevaliers teutoniques, de

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Henryk Sienkiewicz, que traducendel polaco el conde Wodzincki y B.Kosakiewicz (Fasquelle). Espromovido al cargo de oficial de laLegión de Honor.

1907Georges Casella publica la

primera monografía consagrada aR.A. en la colección «LasCelebridades de hoy en día», en laeditorial Sansot, en París. La obra,de 63 páginas, sintetiza bastante bienlas diversas formas del autor. Por suparte, en La Grande Revue (1 y 16 demarzo de 1907), M.-C. Poinsot

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publica sobre él un importanteestudio. Los dos hermanos Rosnydeciden poner fin a su colaboraciónliteraria.

«No colabora con su hermano:se yuxtaponen. Su hermano terminabaun libro que había comenzado elmayor, y recíprocamente. Es a basede fraternidad, digo yo. Pero tambiénde concordancia. Mi hermano tienemenos palabras que yo a sudisposición, pero pensamos lomismo.» (Jules Renard, Journalinédit. Paris, Bernouard, 1927, p.1422.).

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A partir de ese momento, losdos hermanos firmaránrespectivamente como J-H RosnyAiné y J-H Rosny Jeune. Este últimono escribirá apenas obrasinteresantes firmándolas él solo.

Los Goncourt participan en unade las sesiones más apasionadas parala atribución de su premio anual.Tras once turnos de escrutinio, MarcElder gana el premio con Le Peuplede la mer, en detrimento de dosfamosos outsiders, Alain-Fournier yValery Larbaud. Su fallo hará lasdelicias de los cronistas.

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1914En el alba de la Primera Guerra

Mundial, R. A. recibe la corbata decomandante de la Legión de Honor.

1919En la Academia Goncourt, R. A.

es uno de los más vivos partidariosde Marcel Proust, quien obtiene elPremio por A sombre des jeunesfilíes en fieurs. «Es alguien queescucha, su inteligencia es amplia, eincluye zonas variadas. En general,los hombres de letras, incluso losmejor dotados, no tienen muchaszonas. Su inteligencia, que puede ser

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muy viva, está acantonada; la mayorparte de las zonas no son sinotinieblas. Proust está ávido deconocer, se extiende, viaja en eltiempo y el espacio, se encaminahacia la metafísica y rodea laciencia. Parece interesarse por loque yo llamo el cuarto universo,interroga, desarrolla, sugiereparticularidades interesantes.» (Unesoirée chez Proust. En Portraits elsouvenirs, de R. A., Paris,Compagnie Francaise des ArtsGraphiques, 1945, p. 78.)

1924

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La Revue mondiale se cuestionala oportunidad de un Ministerio delas Letras. R. A., respondiendo a unaencuesta de Gaston Picard, dice losiguiente: «No quiero oír hablar deun Ministerio de las Letras, no deseoque se fomenten las letras. Por tanto,si fuera ministro, el primer decretosería éste: se suprime el Ministeriode las Letras. ¡Un Ministerio de lasLetras! Chupatintas, políticos,emboscados de las letras,estafadores. ¡Nada que esperar delEstado... nada!» .

1925

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R.A. es puesto en escena en unacuriosa novela de Maurice Renard yAlbert Jean, Le Sin ge (Cres).Aparece en el capítulo III, «donde ungran hombre dice cosas pequeñas,porque son los autores quienes lehacen hablar». Maurice Renard yAlbert Jean evocan allí L'Enigme deGivreuse, un relato fantástico de R.A. sobre el tema del desdoblamiento,aparecido en 1917 (Flammarion).

1926Tras la muerte de Gustave

Geffroy, R. A. es elegido presidentede la Academia Goncourt, a la que

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pertenecen entonces Léon Daudet,J.H. Rosny Jeune, Léon Hennique,Jean Ajalbert, Georges Courteline,Lucien Descaves, Gaston Chérau,Raoul Ponchon y Pol Neveux.

Fallecimiento de la señoraBoéx, madre de R.A., a los 98 añosde edad.

1928R.A. es el padrino de la

Nouvelle Société Scientifique deRecherches, para la elaboración delos cohetes destinados a los futurosviajes interplanetarios, fundada porRobert Esnaul-Pelterie. Entre los

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miembros figura el físico Jean-Baptiste Perrin, Premio Nobel de1926. En lenguaje común se dará a lasociedad el nombre de«Astronautique».

1930En la revista Lectures pour bus,

en donde había aparecido en 1918,en forma de folletín, Le Félin géant,R. A. publica el más corto de sustextos prehistóricos: La GrandeEnigme (agosto de 1920, pp. 1464 a1467).

Con Helgvordu Fleuve Bleu(Société des CentrauxBibliophiles),

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R.A. termina, a los 74 años de edad,el ciclo de novelas prehistóricas. Ellibro aparecerá en traducción inglesaen la importante revista Argosy.

1933Dans les rues, novela de R.A.

aparecida en 1913 en Fasquelle, esllevada a la pantalla por el cineastaVictor Tribas, contando, entre losprincipales intérpretes, con Jean-Pierre Aumont, Madeleine Ozeray,Paulette Dubost y Víadimir Sokolov.

1936R.A. es nombrado gran oficial

de la Legión de Honor. Por sus 80

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años, es festejado por la Société desGens de Lettres y recibe un homenajeen la Sorbona.

La Revue Belge, dirigida porPierre Goemaere, propone en sunúmero del 12 de junio un homenajea R.A., con textos de René Benjamin,Paul Reboux, Pol Ne-veux, RobertBorel-Rosny y el propio PierreGoemaere, cuyo libro Les Pélerinsdu soleil (1927) es uno de los rarosrelatos prehistóricos escritos «a loRosny Ainé».

«He tenido siempre laimpresión de que Rosny Ainé era un

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personaje difícil de situar en elespacio y en el tiempo. Por la vistaque tiene para el infinito, por su pielque parece eterna, por la menor desus frases, por la que pasan animalesy nubes, por el sentido que tiene dela muerte y lo implacable, me ayudaa representarme la Prehistoria...»(René Benjamin.) «A ThéodoreDuret. Este viaje a la lejanaprehistoria, a los tiempos en los queel hombre no formaba todavíaninguna figura ni en la piedra ni en elcuerno, hace posiblemente cien milaños. Su admirador y amigo, J.H.

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ROSNY AINÉ»

1939Jubilado en Selles-sur-Cher,

R.A. se entera de que Francia ha sidomovilizada. En diciembre, regresa aParis para participar en lasvotaciones de la Academia Goncourt.El Premio es concedido a Enfantsgates, de Philippe Hériat.

1940El 11 de febrero, en su

domicilio parisino de la calle deRennes, R. A. enferma de unacongestión pulmonar. Muere el 15 de

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febrero, a dos días de su ochenta ycuatro cumpleaños. Justin morirá enPloubazlanec, el 16 de junio de1948. Pierre Champion sucedió aR.A. en la Academia Goncourt.

JEAN-BAPTISTE BARONIAN

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PRIMERA PARTE

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I.- La muerte delfuego.

Los Oulhamr huían en la nocheespantosa. Locos por el sufrimiento yla fatiga, todo les parecía vano antela calamidad suprema: el fuego habíamuerto. Desde los orígenes de lahorda, lo habían mantenido en tresjaulas; cuatro mujeres y dosguerreros lo alimentaban noche y día.

En los tiempos más negros,recibía la sustancia que le permitía

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vivir; al abrigo de la lluvia, de lastempestades, de la inundación, habíafranqueado ríos y pantanos, sin dejarde azulear por las mañanas yensangrentarse por las noches. Surostro poderoso alejaba al león negroy al león amarillo, al oso de lascavernas y al oso gris, al mamut, altigre y al leopardo; sus rojos dientesprotegían al hombre frente al vastomundo.

Toda alegría vivía junto a él.De las carnes sacaba un olorsabroso, endurecía la punta de losvenablos, hacia estallar la piedra

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dura; los miembros de la hordaconseguían sacar de él una dulzuraque estaba llena de fuerza; en losbosques trémulos, en la sabanainterminable y en el fondo de lascavernas, él era la tranquilidad de lahorda. Era el padre, el guardián, elsalvador, aunque, sin embargo, feroz,más terrible que los mamuts, cuandohuía de la jaula y devoraba losárboles.

¡Y había muerto! El enemigohabía destruido dos de las jaulas; enla tercera, durante la huida, lo habíanvisto fallecer, palidecer y decrecer.

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Siendo tan débil no podía morder enlas hierbas de los cenagales,palpitaba como un animal enfermo.Al final, fue como un insecto rojizoque el viento asesinaba a cadasoplo... Se había desvanecido... y losOulhamr huían despojados en lanoche otoñal. No había estrellas. Elpesado cielo rozaba las pesadasaguas; las plantas extendían susfibras frías; podía oírse el chapoteode los reptiles; hombres, mujeres yniños se sumergían invisibles.Mientras les era posible, orientadospor la voz de los guías, los Oulhamr

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seguían una línea de tierra más alta ymás dura, a veces vadeándola, otrasveces de islote en islote. Tresgeneraciones habían recorrido ya esecamino, pero hubieran necesitado laluz de los astros. Al amanecer, seacercaron a la sabana.

Entre las nubes de yeso y deesquisto se filtraba una luz fría. Elviento giraba en torbellinos sobreaguas tan densas como el betún; lasalgas se hinchaban como pústulas;los saurios, embotados, rodabanentre las ninfeas y las sagitarias. Unagarza se elevó sobre un árbol de

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ceniza y surgió la sabana con susplantas temblorosas, bajo un vaporrojizo, extendiéndose hasta elhorizonte. Los hombres, no tanreventados, se alzaron y, franqueandolos cañaverales, pisaron la hierba yla tierra dura.

Entonces, cuando desaparecióla fiebre de la muerte, muchos seasemejaron a animales inertes: sedejaron caer en el suelo y sehundieron en el reposo. Las mujeresresistían mejor que los hombres; lasque habían perdido a sus hijos en elpantano aullaban como lobas; todas

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sentían de una manera siniestra ladecadencia de la raza y el horriblefuturo; algunas, que habían salvado asus hijos, los alzaban hacia lasnubes.

Faouhm, con la nueva luz,numeró a su tribu ayudándose de losdedos y de ramas. Cada ramarepresentaba los dedos de las dosmanos. No sabía contar bien; sinembargo, comprendió que teníacuatro ramas de guerreros, más seisramas de mujeres, unas tres ramas deniños y algunos ancianos.

Y el viejo Goun, que contaba

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mejor que todos los demás hombres,dijo que no quedaba un hombre decada cinco, una mujer de cada tres yun niño de cada rama. Entonces fuecuando los que estaban despiertoscomprendieron la inmensidad deldesastre. Supieron que sudescendencia estaba amenazada en suorigen, y que las fuerzas del mundose habían vuelto más formidables:tendrían que vagar, desnudos ydébiles, sobre la tierra.

A pesar de su fuerza, Faouhmdesesperó. No confiaba ya ni en su

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estatura ni en sus brazos enormes; surostro grande, en el que seaglomeraban los duros pelos, susojos, amarillos como los de losleopardos, mostraban una terriblefatiga, pensó en las heridas que lehabían hecho la lanza y la flechaenemigas; bebió a intervalos lasangre que le brotaba todavía delantebrazo.

Como todos los vencidos,recordó el momento en el que habíaestado a punto de vencer. LosOulhamr se precipitaban a lacarnicería; él, Faouhm, aplastaba las

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cabezas bajo su maza. Iban aaniquilar a los hombres, a raptar alas mujeres, a eliminar el fuegoenemigo, para cazar en sabanasnuevas y bosques abundantes. ¿Quéhálito había pasado? ¿Por qué losOulhamr habían caído en el espanto,por qué eran sus huesos los quecrujían, sus vientres los quevomitaban las entrañas, sus pechoslos que aullaban de agonía, mientrasel enemigo, invadiendo el campo,derribaba los fuegos sagrados?

Eso era lo que el alma deFaouhm, espesa y lenta, se

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preguntaba. Se agarraba a eserecuerdo como la hiena lo hace a sucarroña. No quería sentirse rebajado,no se daba cuenta de que tenía menosenergía, menos valor y ferocidad.

La luz se elevó en toda sufuerza. Se extendía sobre el pantano,entraba en el barro y secaba lasabana. En ésta, y en la carne frescade las plantas, estaba la alegría de lamañana. El agua parecía más ligera,menos pérfida y turbulenta. Agitabarostros plateados entre las islasverde-grisáceas; lanzaba largosescalofríos de malaquita y de perlas,

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dejaba al descubierto los azufrespálidos, las micas escamosas, y suolor era más suave a través de lossauces y los alisos. Según fuera eljuego de las adaptaciones y lascircunstancias, triunfaban las algas, ochispeaban las azucenas de losestanques o el nenúfar amarillo,surgían las llamas del agua, loseuforbios palustres, las lisimaquias,las sagitarias, se veían golfos deranúnculos con hojas de acónito,meandros de telefios pilosos, delinos silvestres, de epilobiosrosados, cardamomos amargos, de

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dróseras, selvas de cañas y mimbresentre las que pululaban las pulgas deagua, los chorlitos negros, lascercetas, los chorlitos reales, lasavefrías de reflejos de jade, lapesada avutarda o las fúlicas delargos dedos. Las garzas acechabanal borde de las calas rojizas; lasgrullas retozaban y chasqueabansobre un promontorio; el luciodentado se lanzaba sobre las tencas,y las últimas libélulas huían dejandotrazos de fuego verde en zigzags delapislázuli.

Faouhm pensó en la tribu. El

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desastre había caído sobre ésta comouna camada de reptiles: de coloramarillo limón, escarlata por lasangre, verde de algas, lanzaba unolor a fiebre y carne podrida. Habíahombres envueltos sobre sí mismoscomo pitones, otros estirados comosaurios, y algunos que agonizabanatacados por la muerte. Las heridasse volvían negruzcas, espantosas enlos vientres, y más todavía en lacabeza, donde se ensanchaban por laesponja rojiza de los cabellos. Perocasi todos curarían, pues los queestaban malheridos habían

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sucumbido ya en la otra orilla operecido en las aguas.

Apartando la vista de losdormidos, Faouhm se fijó en aquellosque sentían más amargamente laderrota que la fatiga. Muchosmostraban la hermosa estructuracorporal de los Oulhamr. Tenían elrostro pesado, el cráneo bajo, lasmandíbulas violentas, su piel eraamarillenta, no negra; casi todostenían vello en el rostro y en losmiembros. La sutileza de sus sentidosincluía al olfato, que competía con elde los animales. Tenían ojos grandes,

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feroces a menudo, a vecesdespavoridos, cuya belleza resultabaviva en los niños y en algunasjóvenes. Aunque por su tipo seacercaban a nuestras razas inferiores,toda comparación era ilusoria; lastribus paleolíticas vivían en unaatmósfera profunda; su carneocultaba una juventud que no volveráa existir, flor de una vida cuyaenergía y vehemencia sólo podemosimaginar imperfectamente.

Faouhm levantó los brazoshacia el sol y gritó con un largoaullido:

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-¿Qué harán los Oulhamr sin elfuego? ¿Cómo vivirán en la sabana yen el bosque, quién les defenderácontra las tinieblas y el viento delinvierno? Tendrán que comer lacarne cruda, y amargas las plantas;ya no podrán calentarse losmiembros; la punta del venablo no seendurecerá. El león, la bestia dedientes desgarradores, el oso, el tigrey la gran hiena los devorarán vivosdurante la noche. ¿Quién recuperaráel fuego? El que lo haga será elhermano de Faouhm; tendrá trespartes de la caza, cuatro partes del

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botín; recibirá a Gammla, hija de mihermana, y, si muero yo, tomará elbastón de mando.

Entonces se levantó Naoh, hijodel Leopardo, y dijo:

-Dame dos guerreros de piernasrápidas e iré a tomar el fuego de loshijos del Mamut o de losdevoradores de hombres, quienescazan junto a las orillas del RíoDoble.

Faouhm no le contemplófavorablemente. Por su estatura,Naoh era el más grande de losOulhamr. Y sus hombros seguían

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creciendo. No había un guerrero tanágil como él, ni ninguno cuya carrerafuera más potente. Podía derribar aMouh, el hijo del Uro, cuya fuerza seaproximaba a la de Faouhm, y éste letemía. Le encargaba las tareas másrepugnantes, lo alejaba de la tribu ylo exponía a situaciones mortales.

Naoh no amaba a su jefe; perose exaltaba ante la visión deGammla, alta, flexible y misteriosa,cuyos cabellos eran como hojas.Naoh la espiaba entre los mimbres,desde detrás de los árboles o en losrepliegues de la tierra, con la piel

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cálida y las manos vibrantes. Segúnel momento, se sentía agitado por laternura o por la cólera. A veces abríalos brazos para acogerla lentamentecon suavidad, otras veces pensabaprecipitarse sobre ella, tal como sehace con las hijas de los enemigos,para arrojarla al suelo de un mazazo.Pero no quería ningún mal para ella:si la tuviera como mujer, la trataríasin rudeza, pues no le gustaba vercrecer en los rostros ese temor quelos vuelve extraños.

En otra ocasión, Faouhm habría

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acogido mal las palabras de Naoh.Pero se doblegó ante el desastre.Quizá fuera buena la alianza con elhijo del Leopardo; si no, sabría cómohacerle morir. Por eso, volviéndosehacia el joven, le dijo:

-Faouhm sólo tiene una palabra.Si traes el fuego, tendrás a Gammla,sin pagar ningún precio a cambio.Serás el hijo de Faouhm.

Habló con la mano alzada, conuna mezcla de lentitud, rudeza ydesprecio. Después hizo una señal aGammla. Esta se adelantótemblorosa, levantando sus ojos

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variables, llenos con el fuegohúmedo de los ríos. Sabía que Naohla espiaba entre las hierbas y en lastinieblas: cuando aparecía más alláde las hierbas, como si fuera alanzarse sobre ella, le temía; pero aveces su imagen no le eradesagradable; deseaba al mismotiempo que pereciera bajo los golpesde los devoradores de hombres ytrajera el fuego.

La mano ruda de Faouhm cayósobre el hombro de la joven; en suorgullo salvaje, gritó:

-¿Quién es la que está mejor

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formada entre las hijas de loshombres? Puede llevar una ciervasobre los hombros, caminar sindesfallecer desde el sol de la mañanahasta el sol de la noche, soportar elhambre y la sed. Preparar la piel delos animales, atravesar un lago anado; ella dará hijos indestructibles.¡Si Naoh trae el fuego, la tomará sindar a cambio hachas, cuernos,conchas ni pieles...!

Entonces Aghoo, el hijo delAuroc, el más velludo de losOulhamr, se adelantó lleno decodicia:

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-Aghoo quiere conquistar elfuego. Irá con sus hermanos aacechar a los enemigos que están másallá del río. Y morirá por el hacha, lalanza, el diente del tigre o la garradel león gigante, o bien traerá a losOulhamr el fuego, sin el cual sondébiles como ciervos o saigas.

En su rostro sólo se veía unaboca rodeada de carne cruda y ojoshomicidas. Su baja estatura hacía quesus brazos parecieran más largos ysus hombros más enormes; todo suser expresaba un poder áspero,infatigable e implacable. Nadie sabía

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hasta dónde llegaba su fuerza, no lahabía ejercido ni contra Faouhm, nicontra Mouh, ni contra Naoh.

Pero se sabía que era enorme.No la ponía a prueba en ningunalucha pacífica: todos los que sehabían alzado en su camino habíansucumbido, y o bien les habíamutilado uno de los miembros o bienlos había matado para unir el cráneoa sus trofeos. Vivía lejos de los otrosOulhamr, con sus hermanos, velludoscomo él, y muchas mujeres reducidasa una servidumbre espantosa. Aunquelos Oulhamr practicaban de una

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manera natural la dureza hacia símismos y la ferocidad hacia losotros, temían en los hijos del Aurocel exceso de esas virtudes. Causabanuna reprobación oscura, primeraalianza de la multitud frente a lainseguridad excesiva.

Alrededor de Naoh se apretabaun grupo, pues aunque la mayor partele reprochaba su escasa dureza en lavenganza, ese fallo, al encontrarse enun guerrero temible, complacía aaquellos que no habían heredadounos músculos gruesos ni unosmiembros veloces.

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Faouhm no detestaba a Aghoomenos que al hijo del Leopardo; perole temía más. La fuerza velluda yencubierta de los hermanos parecíainvulnerable. Si uno de los tresquería la muerte de un hombre, lostres la querían; quien les declarara laguerra debía perecer o exterminarlos.

El jefe buscaba su alianza; peroellos se apartaban, encerrados en sudesconfianza, incapaces de creer enla palabra o en los actos de losdemás, enojados por labenevolencia, no siendo capaces deentender otra lisonja que el terror.

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Sin embargo, Faouhm, aunquetambién era desafiante e implacable,tenía las cualidades de un jefe:incluían la indulgencia hacia suspartidarios, la necesidad de laalabanza, una cierta sociabilidad,aunque estrecha, rara, exclusiva,tenaz.

Respondió con una deferenciabrutal:

-Si el hijo del Auroc trae elfuego a los Oulhamr, tomará aGammla sin pagar por ello, será elsegundo hombre de la tribu, y a él leobedecerán todos los guerreros en

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ausencia del jefe.Aghoo escuchó eso con una

mirada brutal: volviendo su rostrotupido hacia Gammla, la miró condeseo; la amenaza endureció sus ojosredondos.

-La hija de la Ciénagapertenecerá al hijo del Auroc; todohombre que ponga la mano sobre ellaserá destruido.

Esas palabras irritaron a Naoh.Aceptó la guerra violentamente, yclamó

-¡Pertenecerá a aquel que traigael fuego!

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-¡Aghoo lo traerá!Se miraron el uno al otro. Hasta

ese día no había existido entre ellosningún motivo de lucha. Conscientesde su fuerza mutua, sin gustoscomunes ni rivalidad inmediata, ni seencontraban ni cazaban juntos. Peroel discurso de Faouhm había creadoel odio.

Aghoo, que hasta el día anteriorapenas si miraba a Gammla cuandoésta pasaba furtivamente por lasabana, sintió que su carne seestremecía mientras Faouhmobservaba a la joven. Acostumbrado

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a sus impulsos súbitos, la quiso tanásperamente como si la hubieradeseado hacía muchas estaciones. Apartir de ese momento condenó atodo rival; ni siquiera tuvo que tomaruna resolución; su resolución estabaen cada una de sus fibras.

Naoh lo sabía. Cogió el hachacon la mano izquierda y el venablocon la derecha. Ante el desafío deAghoo, sus hermanos surgieron ensilencio, solapados y formidables. Sele parecían extrañamente, aunqueeran todavía más amarillentos, conislotes de pelos rojizos, los ojos

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tornasolados, como los élitros de loscárabos. Su flexibilidad era taninquietante como su fuerza.

Los tres, dispuestos a matar,contemplaban a Naoh. Pero se elevóun rumor entre los guerreros. Inclusolos que acusaban a Naoh por ladebilidad de su odio no querían quepereciera después de la destrucciónde tantos Oulhamr y cuando habíaprometido traer de nuevo el fuego.

Sabían que era rico enestratagemas, infatigable, hábil en elarte de mantener la llama máspequeña y de conseguir que brotara

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de nuevo de entre las cenizas:muchos creían también en su suerte.

En realidad, Aghoo tambiéntenía la paciencia y la astucia quepermiten salir triunfante en todaempresa, y los Oulhamr se dabancuenta de lo útil que era la dobletentativa. Se levantaron en tumulto;los partidarios de Naoh,estimulándose unos a otros conclamores, se dispusieron en línea debatalla.

Aunque desconocía el temor, elhijo del Auroc no despreciaba laprudencia. Dejó para más tarde la

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querella. Goun, el de los huesossecos, transmitió las ideas vagas dela muchedumbre.

-¿Es que los Oulhamr quierendesaparecer del mundo? Se olvidande que los enemigos y las aguas handestruido a tantos guerreros: de cadacuatro, sólo uno queda ahora. Todoslos que son capaces de llevar elhacha, el venablo y la maza debenvivir. Naoh y Aghoo son fuertes entrelos hombres que cazan en el bosque yen la sabana: si muriera uno de ellos,los Oulhamr se habrían debilitadomás que si hubieran perecido otros

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cuatro... La hija de la Ciénagaservirá a aquel que nos traiga elfuego; la horda quiere que así sea.

-¡Que así sea! -Le apoyaronunas voces ásperas.

Y las mujeres, temibles por sunúmero, por su fuerza casi intacta ypor la unanimidad de sussentimientos, clamaron:

-¡Gammla pertenecerá al quearrebate el fuego!

Aghoo encogió sus hombrosvelludos. Despreciaba a lamuchedumbre, pero no le parecía útildesafiarla. Seguro de vencer a Naoh,

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se reservó para mejor ocasión lucharcon su rival y hacerlo desaparecer. Ysu pecho se hinchó de confianza.

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II.- Los mamuts y losaurocs.

Al amanecer siguiente el vientofuerte soplaba en las nubes, mientrasque a ras de tierra y en el pantano elaire resultaba pesado, oloroso ycálido. El cielo entero, vibrandocomo un lago, agitaba algas, ninfeasy cañas pálidas. La aurora lo colmócon sus espumas. Creció, sedesbordó en lagunas de color deazufre, en golfos de berilo, en ríos de

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nácar rosado.Vueltos hacia ese fuego

inmenso, los Oulhamr sentían en elfondo de su alma que crecía algoparecido a un culto, eso mismo quehinchaba también las pequeñascornamusas de los pájaros en lahierba de la sabana y los mimbresdel pantano. Pero los heridosgimieron por la sed; un guerreromuerto extendía sus miembrosazules: un animal nocturno le habíacomido la cara.

Goun balbuceó unas quejasvagas, casi rítmicas, y Faouhm

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mandó que arrojaran el cadáver a lasaguas. Después, la atención de latribu se concentró en los que iban abuscar el fuego, Aghoo y Naoh,dispuestos ya a partir. Los velludosllevaban con ellos la maza, el hacha,el venablo, la azagaya de punta desílex o de nefrito. Naoh, que contabamás con la astucia que con la fuerza,en lugar de guerreros robustos habíapreferido a dos hombres jóvenes,ágiles y capaces de correr muchotiempo. Cada uno de ellos llevaba unhacha, el venablo y las azagayas.Naoh llevaba además la maza de

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roble, una rama apenas desbastada yendurecida al fuego. Prefería esaarma a cualquier otra cosa, y seenfrentaba con ella incluso a losgrandes carnívoros.

Faouhm se dirigió primero alAuroc:

-Aghoo ha llegado junto a la luzantes que el hijo del Leopardo. Élelegirá el camino. Si va hacia losDos Ríos, Naoh rodeará los pantanosdirigiéndose hacia el sol poniente...Y si él va hacia los pantanos, Naohse dirigirá hacia los Dos Ríos.

-¡Aghoo no conoce todavía su

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camino! -protestó el velludo-. Buscael fuego; puede ir por la mañanahacia el río, y por la noche hacia elpantano. ¿Acaso el cazador quepersigue al jabalí sabe dónde lomatará?

-Aghoo cambiará de caminomás tarde -intervino Goun,reteniendo los murmullos de lahorda-. No puede partir a la vezhacia el sol poniente y hacia los DosRíos. ¡Que él elija!

En su alma oscura, el hijo delAuroc se dio cuenta de que se habíaequivocado no por oponerse al jefe,

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sino por despertar la desconfianza deNaoh. Volviendo su mirada de lobohacia la multitud, gritó:

-¡Aghoo partirá hacia el solponiente!

Y haciendo un signo brusco asus hermanos, se puso en camino a lolargo del pantano. Naoh no sedecidió tan rápidamente. Todavíadeseaba sentir en sus ojos la imagende Gammla. Esta se encontraba depie bajo un fresno, detrás del grupodel jefe, de Goun y de los ancianos.Naoh avanzó; la vio inmóvil y con elrostro vuelto hacia la sabana.

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Había puesto en su cabelleraflores sagitarias y una ninfea delcolor de la luna; de su piel parecíabrotar un resplandor más vivo que elde los ríos y el de la carne verde delos árboles.

Naoh respiró el olor de la vida,el deseo inquieto e inagotable, elansia temible que rehace a losanimales y las plantas. Su corazón sehinchó tanto que lo sofocaba, llenode ternura y de cólera; todos los quele separaban de Gammla parecían tandetestables como el hijo del Mamut olos devoradores de hombres.

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Levantó el brazo, armado con elhacha, y dijo:

-Hija de la Ciénaga, Naoh noregresará, desaparecerá en la tierra,las aguas o el vientre de las hienas, otraerá el fuego a los Oulhamr. Y letraerá a Gammla conchas, piedrasazuladas, dientes de leopardo ycuernos de aurocs.

Al escuchar esas palabras, elladejó caer sobre el guerrero unamirada en la que palpitaba la alegríade los niños. Pero Faouhm intervino,agitándose por la impaciencia:

-Los hijos del Auroc han

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desaparecido tras los álamos.Entonces Naoh se dirigió hacia

el sur. Naoh, Gaw y Nam marcharontodo el día por la sabana. Esta teníaaún toda su fuerza: las hierbasseguían a las hierbas lo mismo quelas olas se siguen en el mar. Seencorvaba bajo la brisa, crujía bajoel sol, sembraba en el espacio elalma innumerable de los perfumes;era amenazadora y fecunda,monótona en su volumen, variada ensu detalle, y producía tanto animalescomo flores, tanto huevos comosimientes.

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Entre los bosques de gramíneas,las islas de retama, las penínsulas debrezos, se deslizaban el llantén, lasmilenramas, las salvias, losranúnculos, las aquileas, las silenes ylos cardos. A veces, la tierradesnuda vivía la vida lenta delmineral, la superficie primordial enla que la planta no había podido fijarsus columnas infatigables. Después,reaparecían las malvas y lasgavanzas, las centaureas, el trébolrojo o los matorrales estrellados.

Se elevaba en una colina, sehundía en un valle; había una ciénaga

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estancada, en la que pululabaninsectos y reptiles; alguna rocaerrática elevaba su perfilmastodóntico; se veía pasar por allí alos antílopes, las liebres, las aigas,surgir a los lobos o los perros,elevarse a las avutardas o lasperdices, planear a las palomastorcaces, las grullas y los cuervos;los caballos, los hemiones y losalces galopaban en manadas.

Un oso gris, con gestos de unsimio grande y de rinoceronte, másfuerte que el tigre y casi tan temiblecomo el león gigante, caminó sobre

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la tierra verde; en el horizonteaparecieron unos aurocs.

Por la noche, Naoh, Nam y Gawacamparon al pie de un terraplén; nohabían franqueado todavía la décimaparte de la sabana, y sólo veían lasolas rompientes de la hierba. Latierra era plana, uniforme ymelancólica, todos los aspectos delmundo se hacían y deshacían en lasvastas vistas del crepúsculo. Antesus fuegos innumerables, Naohsoñaba en la pequeña llama que iba aconquistar. Parecía que no tendríamás que subir una colina y extender

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una rama de pino para captar unachispa de las brasas que consumíanel occidente.

Las nubes se ennegrecieron. Unabismo púrpura permaneció muchotiempo en el fondo del espacio,mientras las piedras pequeñas ybrillantes de las estrellas surgían unatras otra, y sopló el aliento de lanoche. Naoh, acostumbrado a lashogueras de los días anteriores, quecomo una barrera clara se oponían almar de tinieblas, sintió su debilidad.

Podía aparecer el oso gris, o elleopardo, el tigre, el león, aunque

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normalmente no penetraban en lasabana, una manada de aurocsacabaría, bajo su oleada, con lafrágil carne humana; el número dabaa los lobos el poder de las grandesfieras, y el hambre los armaba devalor.

Los guerreros se alimentaron decarne cruda. Fue una comida penosa;les gustaba el perfume de las carnesasadas. Después, Naoh hizo laprimera guardia. Todo su seraspiraba la noche. Era una formamaravillosa, donde penetraban lascosas sutiles del universo: con su

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vista captaba las fosforescencias, lasformas claras, los desplazamientosde las formas y ascendía entre losastros; con su oído captaba la voz dela brisa, el crujido de los vegetales,el vuelo de los insectos y las avesrapaces, el paso y el arrastrarse delas bestias; distinguía a lo lejos elgrito del chacal, la risa de la hiena,el aullido de los lobos, el chillidodel quebrantahuesos, el chirrido delas langostas; con el olfato, penetrabaen el aliento de la flor amorosa, elalegre aroma de las hierbas, el olorfuerte de las fieras, el olor

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almizclado o débil de los reptiles. Supiel temblaba con mil variaciones defrío y de calor, de humedad ysequedad, con todos los matices dela brisa. De esa manera vivía lo quellenaba el espacio y la duración.

Pero esa vida no era gratuita,sino dura y llena de amenazas. Todolo que la creaba podía destruirla;sólo persistiría gracias a lavigilancia, la fuerza, la astucia, uncombate infatigable contra las cosas.

Naoh espiaba en las tinieblaslos colmillos que cortan, las zarpasque desgarran, la mirada de fuego de

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los comedores de carne. Muchosveían en los hombres a animalespoderosos, y no se retrasaban. Vio ahienas con mandíbulas más terriblesque las de los leones: pero no lesgustaba la batalla y preferían la carneya muerta. Pasó un grupo de lobos, yse retrasaron: conocían el poder queles daba su número y se sabían casitan fuertes como los Oulhamr. Perosu hambre no era excesiva ysiguieron el rastro de unos antílopes.Pasaron perros, comparables a loslobos; aullaron mucho tiempoalrededor del terraplén. A veces

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amenazaban, otras veces uno u otrose acercaba con paso solapado. Perono atacaban de buen grado al animalvertical.

Antaño acampaban en grannúmero cerca de la horda; devorabanlos desperdicios y participaban enlas cacerías. Goun había hechoalianza con dos perros, a los que lesdejaba las entrañas y los huesos.Habían perecido en un combatecontra el jabalí; la alianza con losotros se hizo imposible, puesFaouhm, cuando tomó el mando,ordenó una gran matanza.

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Pero esa alianza atraía a Naoh;sentía que había en ella una fuerzanueva, mayor seguridad y más poder.Pero en la sabana, sólo con dosguerreros, pensaba sobre todo en elpeligro. Se hubiera sentido tentado silos animales hubieran sido pocos,pero no con un tropel.

Sin embargo, los perroscerraron el círculo; sus ladridos sehacían raros y sus alientos viles.Naoh se conmovió. Tomó un puñadode tierra y lo lanzó sobre los másaudaces, gritando:

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-¡Tenemos venablos y mazasque pueden destruir al oso, al auroc yal león!

El perro, alcanzado en el hocicoy sorprendido por las inflexiones delas palabras, escapó. Los otros sellamaron entre sí y parecierondeliberar. Naoh lanzó un nuevopuñado de tierra:

-¡Sois demasiados débiles paracombatir a los Oulhamr! Id a buscara las saigas y a destruir a los lobos.El perro que se acerque veráextendidas sus entrañas.

Despertados por la voz del jefe,

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Nam y Gaw se levantaron; esasnuevas siluetas determinaron laretirada de los animales.

Naoh avanzó siete días evitandolas emboscadas del mundo.Aumentaban a medida que seacercaban al bosque. Aunque éste sehallaba todavía a varias jornadas, seanunciaba por los islotes de árbolesy por la aparición de las grandesfieras; los Oulhamr vieron al tigre yala gran pantera. Las noches sevolvieron penosas. Mucho antes dellegar el crepúsculo, trabajaban pararodearse de obstáculos; buscaban los

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huecos de los terraplenes, las rocas,las espesuras; huían de los árboles.

En los días octavo y novenosufrieron la sed. La tierra no ofrecíani fuentes ni lagunas; el desierto dehierbas palidecía; los reptiles secosbrillaban entre las piedras; losinsectos extendían por el aire unpálpito inquietante: volaban enespirales de cuero, de jade y denácar; caían sobre la piel de losguerreros clavándoles sus agudastrompas.

Cuando la sombra del noveno

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día se hizo larga, la tierra se volviófresca y suave, y un olor de aguadescendió de las colinas, y aparecióun rebaño de aurocs que marchabahacia el sur. En ese momento, Naohles dijo a sus compañeros:

-¡Beberemos antes de que seponga el sol!... Los aurocs van alabrevadero.

Nam, hijo del Álamo, y Gaw,hijo de la Saiga, levantaron suscuerpos secos. Eran unos hombreságiles, pero indecisos. Necesitabanque se les insuflara valor,resignación, resistencia al dolor,

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confianza. A cambio de eso, ofrecíansu docilidad, maleables como laarcilla, inclinados al entusiasmo,dispuestos a olvidar el sufrimiento ydegustar la alegría.

Y como al estar solos sedesconcertaban pronto ante la tierra ylos animales, eran propensos a launidad: por eso, Naoh veía en ellosuna prolongación de su propiaenergía. Las manos de estos hombreseran hábiles, sus pies eran flexibles,sus ojos veían desde lejos, sus orejaseran finas.

Un jefe podía obtener de ellos

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servicios seguros; bastaba con queconocieran cuál era la voluntad y elvalor del jefe. Pero desde que habíanpartido ligaron sus corazones aNaoh; él era la emanación de la raza,el poder humano ante el misteriocruel del universo, el refugio que losabrigaría, mientras ellos lanzaban elarpón o blandían el hacha.

Y a veces, cuando él caminabaante ellos, en la ebriedad de lamañana, gozosos por la estatura y elgran pecho de Naoh, temblaban conuna exaltación feroz pero casi tierna,con todo su instinto tendido hacia el

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jefe lo mismo que el haya se extiendehacia la luz.

Naoh sentía esas cosas, aunqueno las comprendiera, y seacrecentaba con esos seres ligados asu suerte, formando unaindividualidad más múltiple, máscomplicada, más segura de vencer yacabar con las emboscadas.

Unas sombras alargadas seseparaban desde la base de losárboles, las hierbas se atracaban conla savia abundante, y el sol, másamarillento y más grande a medidaque se deslizaba hacia el abismo,

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hacía que la manada de aurocsreluciera como un río de aguasamarillentas.

Desaparecieron así las últimasdudas de Naoh: más allá de laescotadura de las colinas, se sentía laproximidad del abrevadero; se loaseguraba su instinto, al igual que elgran número de animales furtivos queseguían el camino de los aurocs.También los seguían Nam y Gaw,con las ventanas de la nariz dilatadaspor las emanaciones frescas.

-Hay que adelantar a los aurocs- dijo Naoh.

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Pues temía que el abrevaderofuera estrecho y los animalescolosales obstruyeran las orillas. Losguerreros aceleraron la marcha conel fin de llegar a la escotadura de lascolinas antes que la manada.

Por causa de su número, por laprudencia de los toros viejos y ladejadez de los jóvenes, los animalesavanzaban con lentitud. Los Oulhamrganaban terreno. Otros animalesseguían la misma táctica; se veíadesfilar a las saigas ligeras, losonagros, los muflones, los hemiones,y, transversalmente, a un rebaño de

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caballos. Eran muchos los quefranqueaban ya el paso.

Naoh se adelantó mucho a losaurocs: podría beber sin prisas.Cuando los hombres llegaron a lacolina más alta, los aurocs habíanquedado mil codos atrás.

Nam y Gaw apresuraron todavíamás la marcha; su sed se avivaba,rodearon la colina y se metieron porel paso. Apareció el agua, la madrecreadora, más benefactora que elpropio fuego, y menos cruel: era casiun lago que se extendía al pie de unacadena rocosa, cortado por unas

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penínsulas, nutrido por la derechacon las olas de un riachuelo, y quedesaparecía por la izquierda en unprecipicio. Podía llegarse hasta allípor tres caminos: el propio río, elpaso que habían franqueado losOulhamr, y otro paso que había entrelas rocas y una de las colinas; peropor los otros lugares se erguían lasmurallas de basalto.

Los guerreros lanzaronexclamaciones al contemplar la capade agua. Anaranjada por el solponiente, apaciguaba la sed de las

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frágiles saigas, de los caballospequeños y velludos, de los onagrosde finas pezuñas, los muflones derostro barbudo, de algunas cabras tanfurtivas como las hojas al caer, de unviejo alce de cuya frente parecíasalir un árbol.

El único que bebía sin temor eraun jabalí brutal, pendenciero yapenado. Los otros mantenían lamovilidad de las orejas, las pupilassaltonas, y hacían gestos continuos dehuida, revelando con todo ello la leyde la vida, la alerta infinita de losdébiles.

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De pronto, todas las orejas sealzaron y las cabezas escrutaron lodesconocido. Fue algo rápido yseguro, aunque con cierta aparienciade desorden: caballos, onagros,saigas, muflones, las cabras y el alcehuyeron por el paso de poniente, bajola multitud de rayos escarlata. Tansólo se quedó el jabalí, con suspequeños y sanguinolentos ojosmoviéndose entre las sedas de lospárpados. Y aparecieron los lobos,de una raza grande, lobos de bosquetanto como de sabana, altos sobre suspatas, de lengua sólida, ojos

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próximos, y cuyas miradasamarillentas, en lugar de dispersarsecomo las de los herbívoros,convergían hacia la presa. Naoh,Nam y Gaw mantenían preparados elvenablo y la azagaya al tiempo que eljabalí levantaba sus defensasganchudas y gruñía de una maneraformidable. Con sus ojos astutos ysus hocicos inteligentes midieron alenemigo: lo juzgaron temible yemprendieron la caza hacia los quehuían.

Con su partida se produjo unagran calma y los Oulhamr, que habían

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terminado de beber, deliberaron. Elcrepúsculo estaba próximo, el sol seocultaba tras las rocas; erademasiado tarde para proseguir elcamino: ¿dónde encontrar refugio?

-¡Los aurocs se aproximan! -dijo Naoh.

Pero en ese mismo momentovolvió la cabeza hacia el paso deloeste; los tres guerreros escucharon ydespués se agazaparon sobre elsuelo:

-¡Los que vienen por allí no sonaurocs! - murmuró Gaw.

Y Naoh afirmó: -¡Son mamuts!

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Examinaron presurosamente el

lugar: el río surgía entre la colinabasáltica y una muralla de pórfidorojo por la que ascendía un salientelo bastante grande como para admitirel paso de una fiera grande. LosOulhamr lo escalaron.

Por la sima de la piedra, el aguase derramaba en la sombra y lapenumbra eternas; los árboles,abatidos por los desprendimientos ocaídos por su propio peso, seextendían horizontalmente sobre elabismo; otros se elevaban desde las

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profundidades, delgados y de unalongitud excesiva, perdiendo toda suenergía en permitir que brotara unramillete de hojas en la región de lasluces pálidas; y todos, devorados porun musgo espeso como la melena delos osos, estrangulados por laslianas, podridos por las setas,desplegando la pacienciaindestructible de los vencidos.

Nam fue el primero en ver unacaverna. Baja, y poco profunda, sehundía irregularmente. Los Oulhamrno penetraron en ellainmediatamente; la observaron

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mucho tiempo con la mirada.Finalmente, Naoh precedió a

sus compañeros, encogiendo lacabeza y ensanchando las ventanasde la nariz. Había allí osamentas confragmentos de piel, cuernos, trozosde cornamenta de alces ymandíbulas. Quien allí bebía parecíaun cazador poderoso y temible; Naohrespiraba continuamente susemanaciones:

-Es la caverna del oso gris -afirmó-... lleva vacía hace más deuna luna.

Nam y Gaw apenas conocían a

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ese animal formidable, pues losOulhamr vagabundeaban porregiones que acosaban el tigre, elleón, los aurocs, incluso el mamut,pero donde el oso gris era raro. Naohlo había conocido en el curso delejanas expediciones; sabía de suferocidad, ciega como la delrinoceronte, de su fuerza casi igual ala del león gigante, de su valorfurioso e inagotable.

La caverna estaba abandonada,bien porque el oso había renunciadoa ella o bien porque se habíaapartado de allí durante unas

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semanas o una estación, o bienporque había conocido la desgraciaal otro lado del río. Convencido deque el animal no regresaría aquellanoche, Naoh decidió ocupar sumorada. Mientras lo declaraba así asus compañeros, un rumor inmensovibró a lo largo de las rocas y de laorilla: ¡habían llegado los aurocs!Sus bramidos, potentes como elrugido de los leones, producían todotipo de ecos en aquel extrañoterritorio.

Naoh se turbaba al escuchar elruido de esos animales colosales.

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Pues el hombre sí cazaba al uro y alauroc. Los toros alcanzaban untamaño, una fuerza y una agilidad quesus descendientes no conocerían ya;sus pulmones se llenaban de unoxígeno más rico; sus facultades, sino más sutiles, eran al menos másvivas y lúcidas; conocían lajerarquía que ocupaban, y no temíana las grandes fieras más que cuandoeran débiles, iban rezagados o seaventuraban solitarios por la sabana.

Los tres Oulhamr salieron de lacaverna. Ante el gran espectáculo,sus pechos temblaron; sus corazones

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conocían el esplendor salvaje; sumentalidad oscura podía captar,aunque sin saber expresarlo, sinpensamientos, la belleza enérgicaque retemblaba en el fondo de supropio ser; presentían esa turbulenciatrágica de la que saldría, después desiglos y siglos, la poesía de losgrandes bárbaros.

Apenas habían salido de lapenumbra cuando se elevó otroclamor que traspasó el primero lomismo que un hacha traspasa la carnede una cabra. Era un gritomembranoso, menos grave y menos

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rítmico, más débil que el grito de losaurocs; sin embargo anunciaba a lamás fuerte de las criaturas quevagaban en la faz de la tierra. Enaquellos tiempos, el mamut erainvencible. Su estatura alejaba alleón y al tigre; desanimaba al osogris; el hombre tardaría milenios enmedirse con él, y sólo el rinoceronte,ciego y estúpido, se atrevía acombatirle. Era ágil, rápido,infatigable, podía subir las montañas,reflexionaba y tenía una memoriatenaz; tocaba y medía la materia consu trompa, penetraba en la tierra con

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sus defensas enormes, conducía susexpediciones con sabiduría y conocíasu supremacía: la vida le erahermosa; su sangre era muy roja, nopodía dudarse de que su concienciaera más lúcida, y su sentimiento delas cosas más sutil que en loselefantes envilecidos por laprolongada victoria del hombre.

Sucedió que los jefes de losaurocs y los de los mamuts seacercaron al mismo tiempo a lasorillas del agua. Los mamuts,siguiendo su costumbre, pretendieronpasar los primeros; esa norma no

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encontraba oposición ni entre losuros ni entre los aurocs. Sinembargo, esos aurocs se irritaron,pues estaban habituados a ver cómocedían los otros herbívoros, e ibanconducidos por toros que conocíanmal al mamut.

Los ocho toros tenían unacabeza gigantesca: el más grandealcanzaba el volumen de unrinoceronte; su paciencia era corta ysu sed ardiente. Viendo que losmamuts querían pasar primero,lanzaron su largo grito de guerra, conel hocico en alto y la garganta inflada

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como una cornamusa.Los mamuts barritaron. Eran

cinco machos viejos: sus cuerposeran como montículos, y las patascomo árboles; tenían unas defensasque medían diez codos, capaces detraspasar árboles; sus trompasparecían como pitones negras; lascabezas eran como rocas; se movíanbajo una piel gruesa como la cortezade olmos viejos. Detrás venía lalarga manada de color de arcilla...

Sin embargo, fijando sus ojospequeños y ágiles en los toros, losmamuts viejos impedían el paso,

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pacíficos, imperturbables ymeditativos. Los ocho aurocs, depupilas pesadas, de espaldas comomontículos, con la cabeza encrespaday velluda, los cuernos arqueados ydivergentes, sacudieron sus melenasgruesas, pesadas y cenagosas: en elfondo de su instinto, percibían elpoder de los enemigos; pero losrugidos de la manada les llenaban deuna vibración belicosa. El másfuerte, el jefe de jefes, bajó su frentedensa, con sus cuernos relucientes; selanzó como un enorme proyectil yrebotó contra el mamut más próximo.

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Golpeado en un hombro, y aunquehabía amortiguado el golpe con unmovimiento de la trompa, el colosocayó de rodillas. El auroc prosiguióel combate con la tenacidad de suraza. Tenía la ventaja; su cuernoacerado redobló el ataque, y elmamut sólo podía servirseimperfectamente de su trompa. Enesa vasta confusión de músculos, elauroc sintió un furor arriesgado, unatormenta de instintos que mostró ensus ojos grandes y brumosos, en lanuca palpitante, en el hocicoespumoso y los movimientos seguros,

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claros y veloces, pero monótonos. Sipodía alcanzar al adversario yabrirle el vientre, donde la piel eramenos gruesa y la carne mássensible, vencería.

El mamut se daba cuenta de eso;procuraba evitar la caída completa yel peligro le inducía a tener la sangrefría. Con un solo impulso podríalevantarse, pero para ello seríanecesario que el auroc no leembistiera con tanta rapidez.

Al principio, el combate habíasorprendido a los otros machos. Loscuatro mamuts y los siete toros se

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mantenían frente a frente, en unaespera formidable. Ninguno hizogesto de intervenir: todos se sentíanamenazados. Fueron los mamuts losprimeros que dieron signos deimpaciencia. El más alto de ellos,con un resoplido, agitó las orejasmembranosas, parecidas amurciélagos gigantescos, y avanzó.Casi al mismo tiempo, el quecombatía contra el toro dirigióviolentamente la trompa contra laspatas del adversario. Entonces setambaleó el auroc y el mamut pudolevantarse. Los enormes animales se

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encontraron cara a cara. El furorgiraba en el cráneo del mamut;levantó la trompa con un barritadometálico e inició el ataque. Lasdefensas curvas golpearon al auroc ehicieron crujir su osamenta; después,oblicuamente, el mamut le golpeócon la trompa. Con una rabiacreciente, traspasó el vientre deladversario, pateó sus largas entrañasy las costillas rotas, y bañó ensangre, hasta el pecho, sus patasmonstruosas. La espantosa agonía seperdió en un fragor de clamores;había empezado la batalla entre los

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grandes machos. Los siete aurocs ylos cuatro mamuts se enfrentaron enuna batalla ciega comparable a esospánicos en los que la bestia pierdetodo control sobre sí misma. Elvértigo se apoderó de los rebaños; elmugido profundo de los aurocs seenfrentaba al barritado estridente delos mamuts; el odio levantaba esaslargas oleadas de cuerpos, esostorrentes de cabezas, de cuernos, dedefensas y de trompas.

Los machos jefes sólo vivíanpara la guerra: sus estructuras semezclaban en un bullicio informe,

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una inmensa trituración de carnes,petrificadas por el dolor y la rabia.En el primer choque, la inferioridaddel número había dado la desventajaa los mamuts. Uno de ellos fueabatido por tres toros, un segundoquedó inmovilizado en la defensiva;pero los otros dos consiguieron unavictoria rápida. Precipitándose enbloque sobre sus antagonistas, leshabían traspasado, ahogado,dislocado; perdieron más tiempo enpisotear a las víctimas del quehabían utilizado en vencerlas.Finalmente, viendo el peligro de los

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compañeros, cargaron contra losotros: los tres aurocs, que sólo sefijaban en destruir al coloso abatido,fueron sorprendidos de improviso.Cayeron violentamente como unasola masa; dos de ellos fuerondespedazados bajo las pesadas patas,y el tercero consiguió huir. Su huidapuso en marcha la de aquellos quecombatían todavía, y los aurocsconocieron el contagio inmenso delterror. Primero un malestartormentoso, un silencio, unainmovilidad extraña que parecepropagarse a través de la multitud,

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después la vacilación de los ojosvagos, un estremecimiento parecido ala caída de la lluvia, la salidatorrencial, una huida que se convertíaen una batalla en el paso demasiadoestrecho, transformándose cadaanimal en energía fugitiva, enproyectil aterrorizado, mientras losfuertes aplastaban a los débiles, losveloces huían sobre los lomos de losotros, y los huesos crujían comoárboles abatidos por el ciclón.

Los mamuts no pensaronsiquiera en perseguirlos: una vez máshabían dado la medida de su poder,

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una vez más se reconocían como losdueños de la tierra; y la columna degigantes de color de arcilla, de peloslargos y gruesos, de crestas rudas, selanzó sobre la orilla del abrevaderoy se puso a beber de manera tanformidable que el agua bajó de nivelen las grietas de la orilla.

En el flanco de las colinas, unaoleada de animales ligeros,espantados todavía por la lucha, veíabeber a los mamuts. También loscontemplaban los Oulhamr, con elestupor que producía uno de losgrandes episodios de la naturaleza. Y

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Naoh, comparando a esos animalessoberanos con Nam y con Gaw, debrazos delgados, piernas pequeñas,torsos estrechos de pies rudos comorobles, cuerpos altos como rocas,concibió la pequeñez y la fragilidaddel hombre, la vida errante y humildeque llevaba sobre las sabanas. Pensótambién en los leones amarillos, enlos leones gigantes y en los tigres queencontraría en el bosque próximo ybajo cuya garra el hombre o el ciervoson tan débiles como una palomatorcaz en las garras del águila.

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III.- En la caverna.

Había pasado ya el primertercio de la noche. Una luna, blancacomo la flor de la enredadera,cruzaba una nube. Dejaba caer susondas sobre la orilla, sobre las rocastaciturnas, fundiendo una a una lassombras del abrevadero. Los mamutsse habían ido; sólo se veía, aintervalos, un animal que searrastraba o algún autillo que semovía sobre sus alas silenciosas. YGaw, al que le correspondía el turno

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de guardia, vigilaba la entrada de lacaverna. Estaba fatigado; supensamiento, raro y fugitivo, sólo sedespertaba con los ruidos repentinos,con los olores nuevos o que seacrecentaban, con las caídas osobresaltos del viento. Vivía en untorpor en el que todo se habíaacallado salvo la sensación depeligro y de la necesidad. La huidabrusca de una saiga le hizo levantarla cabeza. Entrevió entonces, en laotra orilla, sobre la cima abrupta dela colina, una silueta enorme queavanzaba oscilante. Los miembros

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eran pesados, aunque ágiles, lacabeza sólida, afilada por lasmandíbulas, con cierta aparienciahumana pero extraña, signos todosque revelaban al oso.

Gaw conocía al oso de lascavernas, coloso de frente bombeadaque vivía pacíficamente en susguaridas y en sus tierras de pasto,plantívoro al que sólo el hambreinducía a nutrirse de carne. Pero elque avanzaba no parecía de ese tipo.Gaw estuvo seguro cuando la siluetase perfiló en el claro de luna: elcráneo aplastado, de pelo grisáceo,

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tenía un modo de andar en el que elOulhamr reconoció la seguridad, laamenaza y la ferocidad de loscarniceros: era el oso gris, el rivalde los grandes felinos.

Gaw se acordó de las leyendasque trajeron aquellos que habíanviajado a las tierras altas. El oso grisabate al auroc o al uro, y lostransporta con la misma facilidad quetransporta el leopardo a un antílope.Sus garras pueden abrir de un sologolpe el pecho y el vientre de unhombre; ahoga un caballo entre suspatas; se enfrenta al tigre y al león

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amarillo; el viejo Goun creía que nocedía más que ante el león gigante, elmamut o rinoceronte.

El hijo de la Saiga no sintió eltemor súbito que habría padecidoante el tigre. Pues, como habíaconocido al oso de las cavernas, lehabía parecido benévolo, y no lehabía producido preocupación. Alprincipio ese recuerdo le tranquilizó;pero el modo de andar de la fieraparecía más equivoco a medida quese apreciaba su silueta, y Gawrecurrió al jefe. Nada más tocarle lamano, su alta estatura se elevó en la

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sombra.-¿Qué quiere Gaw? -dijo Naoh,

apareciendo a la entrada de lacaverna.

El joven nómada tendió la manohacia lo alto de la colina; el rostrodel jefe se consternó.

-¡El oso gris!Su mirada examinó la caverna.

Había tenido la precaución de reunirpiedras y ramas; había algunosbloques cerca que podían dificultarmucho la entrada. Pero Naoh pensóen la huida, y la retirada sólo eraposible por la parte del abrevadero.

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Si el animal, rápido, infatigable ytenaz, se decidía a perseguirlos,alcanzaría pronto a los fugitivos. Elúnico recurso era subirse a un árbol;el oso gris no lo hacía. Pero encambio era capaz de esperar abajoun tiempo indefinido, y además no seveían cerca más que árboles deramas pequeñas.

¿Es que la fiera había visto aGaw, agachado, confundido con losbloques de piedra, procurando nohacer ningún movimiento inútil? ¿Oes que era el habitante de la cavernaque regresaba tras un largo viaje?

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Mientras Naoh pensaba en esascosas, el animal empezó a descenderpor la empinada pendiente. Al llegara un terreno menos incómodo,levantó la cabeza, olfateó laatmósfera húmeda y reemprendió eltrote.

Por un momento los dosguerreros creyeron que se alejaba.Pero se detuvo frente al lugar en elque la cornisa era accesible: todaretirada era ya imposible. Río arriba,la cornisa se interrumpía y la rocacaía a pico; río abajo, habría quehuir ante la mirada del oso: tendría

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tiempo de cruzar el estrecho río eimpedir el camino a los fugitivos.Sólo quedaba esperar que la fiera semarchara o que atacara la caverna.Naoh despertó a Nam y los tres sepusieron a preparar piedras. Trascierta vacilación, el oso decidiópasar el río. Llegó pausadamente y sesubió a la cornisa. A medida que seaproximaba, se veía mejor suestructura musculosa; sus dientesbrillaban a veces al claro de luna.Nam y Gaw se estremecieron. Elamor a la vida hinchaba suscorazones; el instinto de la debilidad

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humana pesaba sobre su aliento; sujuventud palpitaba como palpita en elpecho temeroso de los pájaros.

Tampoco Naoh estaba tranquilo.Conocía al adversario; sabía quenecesitaría poco tiempo para darmuerte a los tres hombres. Su pielgruesa, sus huesos graníticos, erancasi invulnerables a la azagaya, alhacha y al venablo.

Entretanto, los nómadasacabaron de amontonar las piedras;pronto no quedaría más que unaabertura hacia la derecha, a la alturadel hombre. Cuando el oso estuvo

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próximo, sacudió su enorme cabeza ymiró desconcertado. Pues aunquehubiera olfateado a los hombres yescuchado el ruido de su trabajo, noesperaba ver cerrada la guarida en laque había pasado tantas estaciones;en su cráneo se hizo una asociaciónoscura entre el cierre de la guarida yaquellos que la ocupaban. Por otraparte, reconociendo el olor de losanimales débiles, con los quepensaba asociarse, no mostrabaprudencia alguna, pero se mostrabaperplejo.

Se desperezó al claro de luna,

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bien abrigado entre su pelaje,ensanchando su pecho plateado ybalanceando su lengua cónica.Después se irritó, sin razón, porquetenía un humor moroso, brutal, casiextraño a la alegría, y lanzó roncosclamores. Impacientándose entonces,se levantó sobre las patas traseras,pareciendo un hombre inmenso yvelludo de piernas muy cortas, perode torso desmesurado.

Y se asomó por la abertura quetodavía quedaba.

Nam y Gaw, en la penumbra,mantenían dispuestas las hachas; el

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hijo del Leopardo levantó la maza:esperaban a que el animal adelantaralas patas para poder cortarlas. Perofue su cráneo enorme el queintrodujo, de frente arrugada, delabios babeantes y dientes afiladoscomo puntas de arpón. Cayeron lashachas, se abatió la maza, peroimpotentes por los salientes de laabertura; el oso mugió y retrocedió.No estaba herido: ningún rastro desangre enrojecía su lengua; laagitación de sus mandíbulas, lafosforescencia de sus pupilas,anunciaban la indignación de la

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fuerza ofendida.No desdeñó, sin embargo, la

lección; cambió de táctica. Animalhábil para la excavación, y dotado deun fino sentido de los obstáculos,sabía que a veces es mejorderribarlos antes que cruzar un pasopeligroso.

Tanteó la muralla y la empujó:ésta vibró ante sus sacudidas. Elanimal, aumentando su esfuerzo,trabajando con las patas, el hombro,el cráneo, se precipitaba a vecescontra la barrera, otras veces tirabade ella con sus garras brillantes. La

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desgastó, y, descubriendo una puntadébil, consiguió que oscilara. Desdeese momento se encarnizó en elmismo lugar, tanto más favorable porcuanto que los brazos de los hombreseran demasiado cortos para llegarallí. Además, no se retrasaban conesfuerzos inútiles: Naoh y Gaw,formando un arco frente al oso,consiguieron detener la oscilación,mientras que Nam se asomaba por laabertura y vigilaba el ojo de labestia, donde pensaba lanzar unaflecha.

El asaltante se dio cuenta

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enseguida de que ese punto débil sehabía vuelto inquebrantable. Esecambio incomprensible, que negabasu larga experiencia, le dejóestupefacto y exasperado. Se detuvo,sentándose sobre los cuartostraseros, para observar la muralla yolfatearía; sacudió la cabeza con airede incredulidad. Finalmente,creyendo que se había engañado,regresó junto al obstáculo, le dio ungolpe con la pata, otro con el hombroy, constatando que persistía laresistencia, perdió toda prudencia yse abandonó a la brutalidad de su

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naturaleza.La abertura libre le hipnotizaba;

le pareció la única vía franqueable, yse lanzó contra ella vehementemente.Silbó una flecha que le golpeó cercadel párpado, aunque eso no paralizósu ataque irresistible. Toda lamáquina impetuosa, la masa de carnepor la que la sangre corríatorrencialmente, unió sus energías: lamuralla se vino abajo.

Naoh y Gaw habían saltadohacia el fondo de la caverna; Nam seencontró junto a las patasmonstruosas. Apenas pensó en

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defenderse; fue semejante al antílopealcanzado por la gran pantera, alcaballo derribado por el león: losbrazos extendidos, la boca babeante,esperó la muerte en una crisis deentumecimiento. Pero Naoh, que alprincipio se había sorprendido,recuperó ese ardor combativo queforma a los jefes y sostiene laespecie. Lo mismo que Nam seolvidaba en la resignación, él seolvidaba en la lucha. Rechazó elhacha, que consideró inútil, y tomóentre las manos la maza de roble,llena de nudos.

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El animal lo vio venir. Dejópara más tarde la aniquilación de ladébil presa que palpitaba debajo ylevantó su fuerza contra eladversario, proyectando como elrayo las patas y colmillos, mientrasel Oulhamr dejaba caer la maza. Elarma llegó primero. Se abatió sobrela mandíbula del oso; una de suspuntas le golpeó el hocico. El golpe,aunque desviado y poco eficaz, fuetan doloroso que el animal sedoblegó. El segundo golpe delnómada rebotó sobre un cráneoindestructible. El inmenso animal

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volvía ya en sí y se abalanzófrenéticamente, pero el Oulhamr sehabía refugiado en la sombra ante unsaliente de la roca: en el momentosupremo, se apartó; el oso chocóviolentamente contra el basalto.

Mientras se tambaleaba, Naohle atacó oblicuamente y, lanzando ungrito de guerra, dejó caer la mazasobre las largas vértebras del animal.Estas crujieron; la fiera, debilitadapor el golpe contra el saliente, oscilóen su base, y Naoh, embriagado deenergía, le aplastó sucesivamente elhocico, las patas, las mandíbulas,

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mientras Nam y Gaw le abrían elvientre a hachazos.

Cuando finalmente esa masadejó de jadear, los nómadas secontemplaron en silencio. Fue unminuto prodigioso. Naoh parecía elmás temible de los Oulhamr y detodos los hombres, pues ni Faouhm,ni Hoo, hijo del Tigre, ni ninguno delos guerreros misteriosos querecordaba la memoria de Goun, el delos huesos secos, habían abatido unoso gris a mazazos. Y la leyendaquedó grabada en el cráneo de esoshombres jóvenes para transmitirse a

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las generaciones venideras yagrandar sus esperanzas, si Nam,Gaw y Naoh no perecían durante laconquista del fuego.

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IV. - El león gigante yla tigresa.

Había transcurrido una luna.Desde hacía mucho tiempo, Naoh,avanzando siempre hacia el sur,había dejado atrás la sabana;atravesaba el bosque. Éste parecíainterminable, entrecortado por islasde hierbas y piedras, por lagos,lagunas y cañadas. Descendíalentamente, con subidas inesperadas,produciendo todo tipo de plantas,

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todas las variedades de animales.Podía encontrarse en él al tigre, alleón amarillo, al leopardo, al hombrede los árboles, que vivía solitariocon algunas hembras, y cuya fuerzasuperaba a la de los hombresordinarios, la hiena, al jabalí, allobo, al gamo, al élafo, al corzo y almusmón. El rinoceronte arrastrabapor él su pesada coraza; podíadescubrirse incluso al león gigante,que se había hecho muy raro, pues suextinción había empezado ya desdehacía siglos.

Se encontraba también en él al

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mamut, asolador del bosque, puestrituraba las ramas y desenraizabalos árboles, cuyo paso era más ferozque la inundación y el ciclón. En esteterritorio temible, los nómadasdescubrieron abundante comida; peroellos mismos sabían que eran unapresa para los carnívoros.

Avanzaban con prudencia, entriángulo, para controlar el mayorespacio posible. Durante el día, laprecisión de sus sentidos podíapreservarles de las emboscadas.Además, sus enemigos más funestoscasi siempre cazaban en las tinieblas.

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De día no tenían una vista tan buenacomo la de los hombres; y su olfatono era comparable al de los lobos.Hubiera sido mucho más difícildespistar a éstos: pero en el bosqueni siquiera podían soñar en rastrearanimales tan amenazadores como losOulhamr.

Entre los osos, el más poderoso,el coloso de las cavernas, no cazabasi no estaba atormentado por elhambre. Herbívoro, encontraba enese territorio lo suficiente paraapaciguar su voracidad. Y el osogris, que sólo accidentalmente se

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apartaba de las regiones frescas, semantenía a distancia.

A pesar de todo, las jornadasestaban llenas de alertas, y lasnoches eran aterradoras. LosOulhamr elegían cuidadosamente losrefugios; se detenían mucho antes deque cayera el día. Con frecuencia, serefugiaban en un hueco; otras veces,apilaban piedras, o bien abrigándoseen una espesura profunda, sembrabanobstáculos a su paso; algunas nocheselegían algunos árboles cercanosentre sí, en los que se fortificaban.

Pero lo que les hacía sufrir ante

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todo era la falta del fuego. En lasnoches sin luna les parecía haberentrado para siempre en las tinieblas;éstas les resultaban pesadas sobre lacarne y los engullían. Cada nocheacechaban el oquedal, como si fuerana ver brillar allí la llama en su jaula,creciente, devorando las ramasmuertas: pero sólo discernían laschispas perdidas de las estrellas, olos ojos de un animal; su propiadebilidad, y la inmensidad cruel, lesabrumaba. Quizá habrían sufridomenos en la horda, con la multitudpalpitando a su alrededor; pero en la

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soledad interminable sus pechosparecían encogerse.

Se abrió el bosque. Mientras elpaís de los árboles seguía llenandoel poniente, una llanura se extendíapor el este, en parte sabana y en partematorral, con algunos islotes deárboles. La hierba defendía suextensión contra los grandesvegetales, ayudada por los uros, losaurocs, los ciervos, las saigas, loshemiones y los caballos, queramoneaban los brotes jóvenes.Hacia oriente corría un río rodeadode álamos negros, sauces

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cenicientos, sauces llorones, olmos,juncos y cañas. Algunas piedraserráticas se incrustaban en las masasrojizas; y aunque todavía era de día,las sombras alargadas dominabansobre los rayos del sol. Los nómadasse sentían desconfiados en eseterritorio: debían pasar por allímuchos animales a la hora en queterminaba la luz. Por eso seapresuraron a beber. Más tardeexploraron la zona. La mayor partede las piedras erráticas, comoestaban solas, no les servían; algunasque se encontraban agrupadas,

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hubieran necesitado un largo trabajode fortificación. Y ya se habíandesanimado y estaban dispuestos aregresar al bosque, cuando Nam viounos bloques enormes, muy cercanosentre sí, de los que dos se tocaban ensus cumbres, y que servían de límitea una cavidad con cuatro aberturas.Las tres primeras sólo permitían elacceso de animales más pequeñosque el hombre: lobos, perros ypanteras. El cuarto podía permitir elpaso de un guerrero de gran estaturasiempre que se aplastara sobre elsuelo; pero impracticable a los

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grandes osos, a los leones y a lostigres.

A la señal de su compañero,acudieron Naoh y Gaw. Al principiotemieron que el jefe no pudieradeslizarse hasta el refugio. PeroNaoh, tumbándose sobre la hierba ygirando la cabeza, entró sin esfuerzo.Y pudo salir igualmente. Asíencontraron un abrigo más seguroque todos los que habían tenidoanteriormente, pues los bloques erantan pesados y estaban tan incrustadosque ni siquiera un rebaño de mamutspodían deshacerlos. Y el espacio no

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faltaba: diez hombres podían vivirallí cómodamente.

La perspectiva de una nocheperfecta llenó de placer a losnómadas. Por primera vez desde quehabían partido podían reírse de todoslos carnívoros. Comieron la carnecruda de un cervatillo, con unasnueces que habían recogido en elbosque, y después escrutaron elterritorio.

Algún élafo y algún corzo sedirigían hacia el agua; los cuervos seelevaban con un grito de guerra; unáguila planeaba a la altura de las

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nubes. Después, un lince saltó detrásde una cerceta y un leopardo subiófurtivamente entre los sauces.

La sombra seguíaextendiéndose. Pronto cubrió lasabana; el sol caía tras los árbolescomo un inmenso brasero circular, yse acercaba el tiempo en que la vidacarnívora dominaría las soledades.Nada lo anunciaba todavía. Seescuchaba el ruido inocente de lospájaros, solitarios o en bandadas,lanzaban hacia el sol su himnorápido, himno de lamento y de temor,himno a la gran noche siniestra.

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En ese momento surgió un urodel bosque. ¿De dónde venía? ¿Quéaventura le había aislado? ¿Se habíaretrasado o, por el contrario,marchando con demasiada rapidez,amenazado por los enemigos o losmeteoros, había huido al azar? Losnómadas no se lo preguntaron; lapasión por la presa les asaltó, puesaunque los cazadores de su tribu noatacaban apenas a los rebaños degrandes herbívoros, acechaban a losanimales solitarios, sobre todo a losdébiles y a los heridos. La bravura ytenacidad de los uros vuelve a

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encontrarse en nuestra raza de toros,pero el uro tenía una cabeza menososcura. La especie estaba en suapogeo.

Ligeros, con una respiraciónviva, un sentido claro del peligro yuna astucia compleja, estos fuertesorganismos circulaban de una maneramagnífica por el planeta.

Naoh se levantó con un gruñido,tras la victoria sobre una fiera, nadaera más glorioso que abatir a un granherbívoro. El Oulhamr sintió en sucorazón ese instinto por el que semantiene todo lo necesario para el

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crecimiento del hombre; su ardoraumentaba a medida que seaproximaba el pecho espacioso y loscuernos relucientes. Pero subsistíaotro instinto: no destruir en vano lacarne alimenticia. Tenía carne fresca;la presa abundaba. Finalmente,recordando su triunfo sobre el oso,Naoh juzgó menos meritorio abatir unuro. Bajó la azagaya, renunció a unacaza en la que sus armas podríanestropearse.

Y el uro, avanzando conlentitud, tomó el camino del río.

De pronto, los tres hombres

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levantaron la cabeza, con lossentidos dilatados por el peligro. Sududa fue breve: Nam y Gaw, a unaseñal del jefe, se deslizaron bajo losbosques. El mismo les siguió en elmomento en que un megaceros salíadel bosque. Con la cabeza de grandesmembranas echada hacia atrás, unaespuma con tintes escarlata brotandodel hocico, las patas rebotando en lasramas en un ciclón, el megaceroshabía dado una treintena de saltoscuando surgió a su vez el enemigo.Era un tigre de patas anchas,vértebras elásticas, y cuyo cuerpo

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franqueaba en cada salto veintecodos. Sus saltos flexibles daban laimpresión que se deslizaba en laatmósfera. Cada vez que el felinoalcanzaba el suelo se producía unapausa breve, una concentración deenergía.

Con sus movimientos menosamplios, el cérvido no pareciódetenerse. Cada salto era la sucesiónacelerada del salto anterior. En esemomento de la persecución, perdíaterreno. Para el tigre, la carreraacababa de comenzar, mientras queel megaceros llegaba de lejos.

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-¡El tigre cogerá al ciervo! -exclamó Nam con voz temblorosa.

Naoh, que contemplabaapasionadamente esa caza,respondió:

-¡El gran ciervo es infatigable!No lejos del río, el avance del

megaceros se encontró reducido a lamitad. En una tensión suprema,acrecentó su velocidad; los doscuerpos se proyectaban con igualrapidez, peno después los saltos deltigre se redujeron. Sin duda habríarenunciado a la persecución si el ríono hubiera estado próximo; esperaba

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recuperar terreno a nado: en eso, sucuerpo alargado era excelente. Alllegar a la orilla, el megacerosestaba a cincuenta codos. El tigre sedeslizó por la ola con una velocidadextraordinaria; pero el megacerosprogresaba a una velocidad casiigual. Ése fue el momento de la viday de la muerte. Como el río no eraancho, el ciervo llegaría a tierra conantelación: pero si vacilaba parasubir a la orilla, estaba cogido. Losabía; incluso se arriesgó a dar unrodeo para elegir el lugar por el quesubiría: era un promontorio pequeño

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y pedregoso, de pendiente suave.Aunque el megaceros había

calculado su salida con precisión,tuvo una vaga vacilación durante lacual el tigre se acercó. Finalmente, elherbívoro salió del agua. Estaba aveinte codos de ella cuando el tigrealcanzó a su vez el suelo y dio elprimer salto. Como el brinco habíasido apresurado, las patas del felinose enredaron, trastabilló y cayó: elmegaceros tenía ganada la partida.Nada estorbaba la huida; el tigre locomprendió y, recordando una siluetaalta entrevista durante la carrera, se

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precipitó a cruzar de nuevo el río. Eluro todavía se veía.

Con el paso de la caza, habíaretrocedido hacia el bosque. Despuésmostró una incertidumbre que seacrecentó a medida que el gran felinose alejaba y sobre todo cuandodesapareció entre las cañas. El urose decidió, sin embargo, a laretirada, aunque un olor temibleentraba por su hocico. Extendió elcuello y, convencido, buscó la huida.De esa manera llegó no lejos de losbosques de piedra en los queacechaban los Oulhamr: el efluvio

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humano le recordó un ataque en elque, siendo todavía joven y débil,había sido herido por un proyectil; sedesvió de nuevo.

Al trote, iba a desaparecer en eloquedal cuando se detuvo en seco: eltigre llegaba a paso veloz. No teníamiedo de que el uro se le escapara enla carrera, como el megaceros, perosu contrariedad anterior leimpacientaba. Al ver a la fiera, eltoro salió de la indecisión. Comosabía que no podía contar con lavelocidad plantó cara el peligro. Conla cabeza baja, horadando la tierra,

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daba la imagen, con su enorme pechorojizo y los ojos de fuego violeta, deun hermoso guerrero del bosque y lapradera; una rabia oscura acabó consus temores; la sangre que le latía enel corazón era la sangre de la lucha;el instinto de conservación setransformó en valor.

El tigre reconoció el valor deladversario y no le atacóbruscamente. Lo rodeó arrastrándosecomo un reptil, esperando el gestoprecipitado o poco hábil que lepermitiría subirse sobre el lomo dela presa, rompiéndole las vértebras o

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la yugular. Pero el uro, que semantenía atento a las evoluciones delagresor, le presentaba siempre sufrente compacta y sus cuernosafilados... De pronto, el carnicero seinmovilizó. Con las patas rígidas, susgrandes ojos amarillos fijos, casidespavoridos, vio avanzar a unanimal monstruoso. Se parecía altigre, aunque de más estatura y máscompacto, recordaba también al leónpor sus crines, su pecho profundo, supaso grave. En cualquier caso,avanzaba sin detenerse, sintiendo susupremacía, aunque revelando la

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vacilación del animal que no estáseguro fuera de su terreno de caza.¡El tigre estaba en el suyo! Dominabael territorio desde hacía diezestaciones, y las otras fieras, elleopardo, la pantera y la hiena,vivían a su sombra; toda presa quehubiera elegido era suya y nadie selevantaba ante él cuando, al azar delos encuentros, acababa con el élafo,el ciervo, el megaceros, el uro, elauroc o el antílope. En la estaciónfría, el oso gris había pasado por sudominio, otros tigres irían hacia elnorte, y leones en las zonas del río:

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pero ninguno de ellos había venido aenfrentarse a su poder. Sólo se habíapreocupado por el paso derinoceronte, que era invulnerable, opor el mamut de enormes patas,considerando demasiado dura latarea de combatirlos.

Pero desconocía a la formaextraña que acababa de aparecer, ysus sentidos se sorprendían. Era unanimal muy raro, un animal de laseras antiguas, cuya especie decrecíadesde hacía ya milenios. Por suinstinto, el tigre comprendió que elotro animal era más fuerte y más

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rápido que él, y que estaba mejorarmado, pero su hábito, y susprolongadas victorias, hacían que serebelara contra el temor. Esa dobletendencia se traducía en su gesto. Amedida que el enemigo se acercaba,se apartaba, pero sin retroceder suactitud seguía siendo amenazadora.Cuando la distancia se hacía losuficiente, el león-tigre hinchó suenorme pecho y gruñó, y después,agachándose, ejecutó su primer saltode ataque, un salto de veinte codos.El tigre retrocedió. Al segundo saltodel coloso, se dio la vuelta para

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batirse en retirada. Este movimientoapenas si fue esbozado. El furor leimpulsaba, sus ojos amarillosverdearon; aceptó el combate. Y esque no estaba solo. Acababa deaparecer una tigresa sobre la hierba;acudía brillante, impetuosa ymagnífica, en ayuda de su macho.

El león gigante vaciló entonces,dudando de su fuerza. Quizá sehabría retirado entonces, dejando alos tigres su territorio, si eladversario, sobreexcitado por losrugidos de la tigresa que seaproximaba, hubiera hecho gesto de

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tomar la ofensiva. El enorme felinopodía resignarse a ceder el lugar,pero su musculatura terrible, elrecuerdo de todas las carnes quehabía desgarrado y todos losmiembros que había destruido leobligaban a castigar la agresión. Deltigre sólo le separaba el largo de unsalto. Lo franqueó, sin alcanzar, sinembargo, la meta. El otro se habíadesviado e intentaba un ataque por elflanco. El oso de las cavernas sedetuvo para recibir el asalto. Garrasy bocas se mezclaron; se escuchó elchasquido de los dientes

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devoradores y roncos. Como era demenor estatura, el tigre trataba dealcanzar garganta del enemigo;estuvo a punto de conseguirlo. Perose lo impidieron los movimientosprecisos; se encontró aplastado bajouna pata y el león empezó a abrirle elvientre. Brotaron las entrañasazuladas, la sangre escarlata sederramó sobre la hierba, un clamorespantoso hizo que la sabanatemblara. Y el león-tigre comenzó aromperle las costillas, cuando llególa tigresa. Vacilante, olfateó la carnecaliente, la derrota de su macho;

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lanzó un rugido de llamada.Al oír ese grito, el tigre se

levantó, una suprema ola debelicosidad llenó su cráneo, pero aldar el primer paso, las entrañas quearrastraba lo detuvieron. Y se quedóinmóvil, con los miembrosdesfallecidos, aunque con los ojosllenos todavía de vida. Con elinstinto, la tigresa dio lo que lequedaba de energía a aquel quedurante tanto tiempo habíacompartido con ella las presaspalpitantes, había vigilado a losenemigos y defendido a la especie

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contra innumerables emboscadas.Una oscura ternura sacudió susnervios rudos; sintió de pronto locomún de sus luchas, sus alegrías ysufrimientos. Después, la ley de lanaturaleza la ablandó; supo queestaba ante ella una fuerza másterrible que la de los tigres, ytemblando por la necesidad de vivir,con un sordo gemido y una largamirada hacia atrás, huyó hacia eloquedal. El león gigante no la siguió;disfrutaba de la supremacía de susmúsculos, aspiraba la atmósfera dela noche, la atmósfera de la aventura,

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del amor y de la presa. El tigre ya nole inquietaba; le observaba; sinembargo, vacilaba en terminar conél, pues tenía el alma prudente y,vencedor, tenía miedo de heridasinútiles.

Había llegado la hora roja; sedeslizaba por las profundidades delos bosques, lenta, variable einsidiosa. Los animales diurnos secallaron. A intervalos, se escuchabael aullido de los lobos, el ladrido delos perros, la risa sarcástica de lahiena, el suspiro de una rapaz, lallamada chapoteante de las ranas o el

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chirrido de una langosta tardía.Mientras el sol moría tras un océanode cimas, la inmensa luna se alzabapor oriente.

No se veía otro animal que lasdos fieras; el uro había desaparecidodurante la lucha; en la penumbra, milhocicos sutiles conocían laspresencias temibles. El león gigantesintió una vez más la debilidad de sufuerza. Las presas innumerablespalpitaban al fondo de las espesurasy de los claros, y, sin embargo, cadadía, temía el hambre. Pues llevabacon él su atmósfera: ésta le

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traicionaba más que su paso, que elcrujido de la tierra, las hierbas, lashojas y las ramas. Atmósfera que seextendía acre y feroz; era palpable enlas tinieblas, y hasta en el rostro delas aguas, y era el terror y lasalvación de los débiles. Cuandollegaba, todo huía, se ocultaba,desaparecía. La tierra quedabadesierta; ya no había vida; ya nohabía caza; el felino pensaba estarsolo en el mundo.

Y ahora, en la noche que seaproximaba, el coloso tenía hambre.Expulsado de su territorio por un

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cataclismo, había pasado por losriachuelos y el río, rodado porhorizontes desconocidos. Ahora, enuna nueva tierra conquistada por laderrota del tigre, buscaba en la brisael olor de las carnes dispersas. Todapresa le parecía lejana; apenaspercibía el estremecimiento de losanimalillos ocultos en la hierba,algunos nidos de pájaros, dos garzassubidas sobre la horca de un álamonegro, y que, vigilantes, no sehabrían dejado sorprender nisiquiera aunque el felino hubierasido capaz de escalar el árbol; pero

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desde que había alcanzado su tamañocompleto, sólo era capaz de escalarlos troncos bajos y caminar por lasramas gruesas.

El hambre le hizo volversehacia la oleada tibia que sederramaba con las entrañas delvencido; se aproximó y la olfateó: lerepugnaba como si fuera un veneno.Impaciente, saltó sobre el tigre, leabrió las vértebras y se puso a darvueltas.

El perfil de los peñascos leatrajo. Como estaban en el ladoopuesto del viento, y su olfato no era

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tan bueno como el de los lobos,había ignorado la presencia de loshombres. Pero, al acercarse, supoque la presa estaba allí, y laesperanza aceleró su aliento.

Los Oulhamr vieron con terrorla alta silueta del carnívoro. Desdela huida del megaceros, toda laleyenda siniestra, todo lo que hacetemblar a los vivos, había pasadopor delante de sus pupilas. En elatardecer rojizo vieron al león-tigredar vueltas alrededor del refugio;metía el hocico entre los intersticios,sus ojos lanzaban chispas de

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estrellas verdes; todo su serrespiraba odio y hambre.

Al llegar ante el orificio por elque se habían deslizado los hombres,se agachó y trató de introducir por élla cabeza y los hombros; y losnómadas temieron por la estabilidadde los bloques. A cada ondulacióndel cuerpo majestuoso, Nam y Gawse encogían con un suspiro deangustia. El odio impulsaba a Naoh,el odio de la carne deseada, el odiode la inteligencia nueva contra elinstinto antiguo y su poder instintivo.Se acrecentó cuando el animal se

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puso a excavar la tierra. Aunque elleón gigante no fuera bueno comoanimal excavador, sabía agrandar unagujero o derribar un obstáculo. Esatentativa consternó a los hombres, detal modo que Naoh se agachó ygolpeó con el venablo: la fiera,alcanzada en la cabeza, lanzó unrugido furioso y dejó de excavar. Susojos fosforescentes penetraban en lapenumbra; nictálope, distinguíaclaramente las tres siluetas, másirritantes por estar tan próximas.

Empezó de nuevo a dar vueltas,tanteando las aberturas, y siempre

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llegaba a aquella por la que sehabían introducido los hombres.

Finalmente, volvió a excavar:un nuevo golpe con el venablointerrumpió su tarea y le hizoretroceder, con menos sorpresa queantes. En su cabeza opaca concibióque la entrada a la guarida eraimposible, pero no abandonó lapresa, guardando la esperanza deque, estando tan próxima, no se leescaparía. Tras una última aspiracióny una última mirada, pareció ignorarla existencia de los hombres y se

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dirigió hacia el bosque.Los tres nómadas se exaltaron;

la retirada parecía más segura;aspiraban, deliciosamente la noche:fue uno de esos instantes en los quelos nervios tienen mayor sutileza ylos músculos más energía;innumerables sentimientos,levantando sus almas indecisas,evocaban la belleza primordial,amaban la vida y lo que contenía,degustaban algo hecho de todas lascosas; una felicidad creada porencima de la acción inmediata. Ycomo no podían comunicarse esa

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impresión, ni siquiera soñar enhacerlo, se volvieron unos hacia losotros y rieron, con una alegríacontagiosa que sólo aparece en elrostro de los hombres. Esperaban,sin duda, que el león giganteregresaría, pero no tenían del tiempouna noción precisa, les habría sidofunesta, por lo que podrían disfrutarel presente en su plenitud: laduración que separaba el crepúsculode aurora parecía inagotable.

Según su costumbre, Naoh sehabía encargado de la primeraguardia. No tenía sueño. Excitado

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por la batalla del tigre y del leóngigante, cuando Gaw y Nam seacostaron sintió que se agitaban lasideas que la tradición y laexperiencia habían acumulado en sucráneo. Se trababan confusamente ydaban forma a la leyenda del mundo.Y el mundo era ya vasto en lainteligencia de los Oulhamr.Conocían la dirección del sol y de laluna, el ciclo de tinieblas que seguíaa la luz, la luz siguiendo a lastinieblas, la estación fríaalternándose con la caliente; elcamino de los riachuelos y de los

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ríos; el nacimiento, la vejez y lamuerte de los hombres; la forma, loshábitos y la fuerza de innumerablesanimales; el crecimiento de losárboles y las hierbas, el arte de darforma al venablo, el hacha, la maza,el raspador y el arpón, y de servirsede todo ello; el curso del viento y delas nubes; el capricho de la lluvia yla ferocidad del rayo. Finalmente,conocían el fuego -la más terrible yamable, mismo tiempo, de las cosasvivas-, tan fuerte que podía destruiruna sabana entera y un bosquecompleto con todos sus mamuts,

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rinocerontes, leones, tigres, osos,aurocs y uros.

La vida del fuego habíafascinado siempre a Naoh. Lo mismoque los animales, le hacía falta unapresa: se nutría de ramas, de hierbassecas; crecía; cada fuego nacía deotros fuegos; cada fuego podía morir.Pero su estatura es ilimitada y, porotra parte, se deja cortar sin fin; cadatrozo puede vivir. Se reduce cuandose le quita el alimento; se hacepequeño como una abeja, como unamosca, y, sin embargo, puede renacerde una brizna de hierba, y volverse

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grande como un pantano. Es unanimal y no lo es. No tiene patas nicuerpo que se arrastre, pero va másrápido que los antílopes; no tienealas y vuela en las nubes; no tieneboca y respira, gruñe, ruge; no tienemanos ni garras, pero se apodera detodo... Naoh lo amaba, lo detestaba ylo temía. De niño, había sufrido aveces su mordedura; sabía que notiene preferencias por nadie - quepuede devorar a aquellos que lomantienen-, que es más solapado quela hiena, más feroz que la pantera.Pero su presencia es deliciosa;

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disipa la crueldad de las nochesfrías, es el reposo de las fatigas yvuelve temibles a los débileshombres.

En la penumbra de las piedrasbasálticas, Naoh, con un suave ydulce deseo recordaba la hoguera delcampamento, y el resplandor quepermitía ver el rostro de Gammla. Laluna que subía le recordaba su llamalejana. ¿De qué lugar de la tierrasaldría la luna, y por qué, como elsol, no se apagaba jamás? Decrecía;había noches en las que no era másque un diminuto fuego como el que

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corre a lo largo de una brizna. Perodespués se reanima. Sin duda, loshombres-ocultos se ocupan de sumantenimiento y le alimentan más omenos según la época... Esa noche notenía su fuerza. Tan alta al principiocomo los árboles, disminuía luego,aunque luciendo cada vez másmientras subía por el cielo. Loshombres-ocultos han debido darleleña seca en abundancia.

Mientras el hijo del Leopardosueña en estas cosas, los animalesnocturnos salen a la aventura.Siluetas furtivas se deslizan sobre la

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hierba. Ve musarañas, gerbos,aguties, garduñas ligeras, comadrejasde cuernos de reptil; después vieneun élafo de diez cuernos que huye,contraria a la luna, como unaazagaya. Naoh se fija en sus piernassecas, en su cuerpo del color de latierra y del roble, en los enramadosque inclina sobre el cuello. Hadesaparecido; los lobos enseñan suscabezas redondeadas, sus bocasfinas, sus patas delineadas y vivas.El vientre es pálido, los costados yel dorso enrojecen, y una bandanegruzca se dibuja en sus vértebras;

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los músculos fuertes hinchan la nuca,y su forma de andar revela algosolapado, juicioso y complejo, quesubraya todavía más lo oblicuo de lamirada. Han olfateado al élafo, peroéste, en la húmeda penumbra, ha sidoavisado también de la proximidad delos lobos, y su adelanto esconsiderable. Los hocicosinteligentes disciernen cómodecrecen continuamente los efluvios:los lobos saben que el herbívoro sealeja de ellos. Sin embargo,franquean la sabana hasta llegar acubierto, donde penetran los más

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ligeros. La persecución parecíainútil. Todos regresaban con pasolento, decepcionados; algunos aúllany gimen. Después, los hocicosempiezan a explorar la atmósfera.Ésta no revela nada próximo, salvoel cadáver del tigre y los hombresocultos entre las piedras: una presademasiado temible y una carne que, apesar de su hambre, a los lobos lesresulta repugnante.

Al principio, los lobos danvueltas alrededor del cadáver, conprudencia excesiva que no deja nadaal azar. Finalmente, los impacientes

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se arriesgan. Acercan la boca a lacabeza del tigre, cerca de la granboca entreabierta, por donde hastahacía poco respiraba una vidapestilente y formidable; exploran elcuerpo y lamen las heridas rojas. Sinembargo ninguno se decide a meter eldiente en esa carne áspera, llena deveneno, para la que sólo losestómagos del buitre y de la hienatienen suficiente vehemencia.

Un clamor acrecentó suincertidumbre: gemidos, aullidos yrisotadas. Seis hienas surgieron en elclaro de luna. Avanzaban con un

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paso equívoco, con sus robustoscuartos delanteros, los torsos que seagachan y se ahúsan terminando enunas patas muy finas. Patizambas, dehocico corto, con el poder paratriturar los huesos de los leones, lapupila triangular, la oreja puntiaguday las crines toscas, giraban, dabanvueltas o saltaban como langostas.Los lobos sintieron que aumentaba elmal olor espantoso de sus glándulas.

Eran unos animales de granestatura que, por la fuerza enorme desus mandíbulas, hubieran podidoplantar cara a los tigres. Pero no le

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hacían frente más que cuando estabanacorraladas, lo que apenas sucedíapues ningún animal buscaba su carnefétida, y los otros carroñeros eranmás débiles que ellas. Aunqueconocían su superioridad sobre loslobos, vacilaban, giraban en elresplandor nocturno, se acercaban yretrocedían, lanzando a intervalosclamores desgarradores. Finalmente,se lanzaron todas juntas al asalto.

Los lobos no ofrecieronresistencia alguna, aunque,convencidos de ser más ágiles,permanecían a escasa distancia.

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Como la perdían, lamentaban lapresa desdeñada. Daban vueltasalrededor de las hienas con aullidosrepentinos, con señales de falsosataques, con gestos maliciosos,disfrutando al inquietar a losenemigos.

Las hienas, sombrías ygruñendo, atacaban el cadáver:hubieran preferido que estuvierapútrido, lleno de gusanos, pero susúltimas comidas habían sido escasas,y la presencia de los lobos excitabasu voracidad. Saborearon primerolas entrañas; rompiendo las costillas

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con sus dientes indestructibles,sacaron el corazón, los pulmones, elhígado y la lengua rasposa, que habíasalido con la agonía. Estaba allí lavoluptuosidad de rehacer la carneviva con la carne muerta, la suavidadde satisfacerse en lugar de errar conel vientre vacio y la cabeza inquieta.Los lobos lo entendían bien, pueshabían perseguido en vano, desde elcrepúsculo las emanaciones del airey el suelo.

En la decepción y el furor,algunos fueron a olfatear los bloquesde piedra. Uno de ellos deslizó la

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cabeza por una abertura; Naoh, condesdén, le golpeó con un venablo.Alcanzado en el hombro, el animaldio un salto sobre tres patas y lanzóun aullido lamentable. Entoncesclamaron todos, de forma tremenda yferoz, en un simulacro de amenaza.Sus cuerpos rojizos se movían bajoel claro de luna, los ojos relucían elardor y el temor de vivir, los dienteslanzaban vislumbres de espuma,mientras sus patas finas rasaban elsuelo, con un ruido ligero clamoroso,o se ponían rígidas en la espera: eldeseo de satisfacer el hambre se

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hacía insoportable. Pero como sabíanque detrás del basalto se ocultabanseres astutos y sólidos, que sólosucumbirían por sorpresa, dejaron demerodear. Reuniéndose en unconsejo de caza, intercambiaronrumores y gestos, varios de ellossentados sobre los cuartos traseros,la boca en actitud de espera, y otros,agitados, frotándose el lomo. Losmás viejos llamaban la atención,sobre todo un lobo grande de pelajedescolorido y dientes de ocre: loescuchaban, lo contemplaban y loolfateaban con deferencia.

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Naoh no dudaba de que teníanun lenguaje: de que se entendían parapreparar emboscadas, acorralar a lapresa, turnarse durante laspersecuciones y para repartir elbotín. Los miraba con curiosidad,como hubiera considerado a unoshombres, intentaba adivinar quéproyectos tenían. Un grupo de elloscruzó el río a nado; los otros seesparcieron bajo los árboles. Sólo seescuchaba ya a las hienas que seencarnizaban sobre el cadáver deltigre.

La luna, menos vasta ya, pero

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más luminosa, prestaba languidez alas estrellas; las más débiles sehabían vuelto invisibles, y las másbrillantes parecían mal iluminadas,como ahogadas bajo una ola; untorpor equívoco se extendía por elbosque y la sabana. A veces, unalechuza surcaba la atmósfera azulada,extraordinariamente silenciosa sobresus alas de guata; otras veces ranaschapoteaban en grupos, colocadassobre las hojas de las ninfeas, oizadas en ramitas; los mochuelos,lanzándose en carreras temblorosas,chocaban con algún murciélago a

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través de la penumbra.Finalmente, se escucharon unos

aullidos. Se contestaban a lo largodel río y por las profundas espesuras;Naoh supo que los lobos habíanrodeado a una presa. No pasó muchotiempo antes de que estuviera segurode ello. Un animal apareció en lallanura. Parecía un caballo de lomoestrecho; una raya marrón recorría suespinazo. Corría con la velocidad delos élafos, seguido por tres lobosque, siendo menos ligeros, sólopodían contar con su resistencia ocon un accidente para alcanzarlo.

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Además, no iban a toda su velocidad,pues seguían respondiendo a losaullidos de sus compañerosemboscados. Estos surgieronenseguida, y el hemione se viocercado. Se detuvo, temblando sobresus patas, y exploró el horizonteantes de tomar una dirección. Todaslas salidas estaban cortadas, salvopor el norte, por donde sólo se veía aun lobo viejo y gris. El animalacosado eligió ese camino. El viejolobo, impasible, dejó que seacercara. Cuando estuvo próximo yse disponía a tomar una dirección

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oblicua, lanzó un aullido grave.Entonces sobre una pequeña colina,aparecieron otros tres lobos.

El hemione se detuvo y lanzó unlargo gemido. Sintió a su alrededorla muerte y el dolor. El campo libreestaba cerrado, aquel en que en otrotiempo había sabido esquivar tantosdeseos: y al mismo tiempodesfallecieron su astucia, sus patasligeras y su fuerza. Volvió variasveces la cabeza hacia esos seres queno viven ni de hierbas ni de hojas,sino de carne viva; les imploróoscuramente. Pero éstos,

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intercambiando clamores, cerraron elcírculo; sus ojos lanzaban treintafuegos asesinos: enloquecían a lapresa, pues tenían miedo de sus duraspezuñas de cuerno; los que estabandelante fingían ataques, para quedejara de vigilar los flancos... Losmás próximos estaban a unos cuantoscodos. Entonces, con un sobresalto,recurriendo una vez más a sus patasliberadoras, el animal vencido selanzó violentamente para romper elcerco y superarlo. Pasó más allá delprimer lobo, hizo tambalearse alsegundo: el embriagador espacio

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estaba abierto delante. Pero unanueva fiera, apareciendo deimproviso, saltó a los flancos delfugitivo; otros hundieron en él susdientes cortantes. El animal coceódesesperadamente; un lobo rodósobre la hierba con la mandíbularota; pero la garganta del hemione seabrió, los flancos se volvieronpúrpuras, dos corvas crujieron alchocar con los caninos: cayó bajo unracimo de bocas que lo devorarontodavía vivo.

Naoh contempló durante algúntiempo aquel cuerpo del que

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brotaban todavía alientos, quejas, surebelión contra la muerte. Congruñidos de alegría, los lobosatrapaban a bocados la carne tibia ybebían la sangre caliente; la vidaentraba sin detenerse en los vientresinsaciables. A veces, con inquietud,algún lobo viejo se volvía hacia elgrupo de hienas: éstas hubieranpreferido esa presa, más tierna ymenos venenosa, pero sabían que losanimales tímidos se vuelvenvalientes para defender lo que debena su esfuerzo; no habían ignorado lapersecución del hemione y la victoria

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de los lobos. Se resignaron, pues, alduro cadáver del tigre.

La luna estaba a medio caminodel cenit. Naoh se había adormecidoy Gaw se había ocupado de laguardia; confusamente, se entreveíaal río fluyendo en el vasto silencio.Volvieron los problemas; seescucharon rugidos en los oquedales,crujidos en los arbustos, los lobos ylas hienas levantaron sus bocassanguinolentas, y Gaw, sacando lacabeza bajo la sombra de laspiedras, tendió hacia el exterior eloído, la vista y el olfato... Escuchó

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un grito de agonía, un breve gruñido,y unas ramas que se apartaban. Elleón gigante salía del bosque con ungamo en las mandíbulas. Junto a él,humilde todavía, pero ya familiar, latigresa avanzaba como un reptilgigantesco. Los dos se dirigieronhacia el refugio de los hombres.

Atemorizado, Gaw tocó a Naohen el hombro. Los nómadas espiarondurante mucho tiempo a las dosfieras: el león-tigre desgarraba lapresa con un gesto continuo y amplio.La tigresa sentía incertidumbre,súbitos temores, y lanzaba miradas

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oblicuas hacia aquel que habíaacabado con su macho. Naoh sintióuna gran aprensión en el pecho y quesu aliento se detenía

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V.- Bajo los bloques depiedra.

Cuando la mañana llegó a latierra, el león gigante y la tigresaseguían allí. Estaban adormecidoscerca de lo que quedaba del gamo,bajo una raya de sol claro. Y los treshombres, metidos en el refugio depiedra, no podían apartar los ojos desus formidables vecinos. Una alegríafeliz descendía sobre el bosque, lasabana y el río. Las garzas conducían

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a sus crías a la pesca; unrelampagueo nacarado precedía a lazambullida de los somormujos; portodas partes, en la hierba y en lasramas, había pequeños pájaros.

Un temblor casi brusco señalóla presencia del martín pescador; elarrendajo mostraba su ropaje azul,plateado y rojizo, y, a veces, laurraca burlona, posada sobre unahorca, balanceaba su cola, de la quealternativamente parecían brotar lasombra y la luz. Sin embargo, grajosy cornejas graznaban sobre losesqueletos del hemione y del tigre:

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decepcionados ante esas osamentasen las que no quedaba nada de carne,se fueron en vuelos oblicuos hacialos restos del gamo. Allí, doscuervos gruesos de color cenicientoimpedían el paso. Esos animales, decuello sin plumas y ojos de aguapalustre, no se atrevían a tocar lapresa de los felinos. Daban vueltas,se desviaban, lanzaban su pico alhocico pestilente y lo retiraban, conun movimiento estúpido o conbruscos impulsos. Después,inmovilizados, parecían sumergidosen un sueño que se rompía de pronto

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con un sobresalto de la cabeza.Aparte de la rojiza movilidad de unaardilla, que inmediatamente sesumergió tras las hojas, no se veíaningún mamífero: el olor de losgrandes felinos los mantenía en lapenumbra, ocultos en el fondo derefugios seguros.

Naoh pensó que el león habíaregresado por el recuerdo de losgolpes del venablo; lamentó ese actoinútil, pues el Oulhamr no dudaba deque las fieras sabrían llegar aentenderse, y que cada una de ellasvigilaría por turnos cerca del refugio.

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Por su cerebro rodaban relatos en losque se mostraban el rencor y latenacidad de los animales ofendidospor el hombre. A veces, el furorinflamaba su pecho; se levantabaentonces, blandiendo la maza o elhacha. Pero esa cólera desaparecíarápidamente: a pesar de su victoriasobre el oso gris, pensaba que elhombre era inferior a los grandescarniceros. La astucia que le habíapermitido triunfar en la penumbra dela gruta no serviría para el leóngigante ni la tigresa.

Sin embargo, no veía otro final

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que el combate: tendrían que morirde hambre bajo las piedras, oaprovecharse de un momento en elque la tigresa estuviera sola. ¿Podíacontar totalmente con Nam y Gaw?

Se estremeció, como si tuvierafrío, y vio que los ojos de suscompañeros estaban fijos en él. Sufuerza experimentó la necesidad detranquilizarlos:

-¡Nam y Gaw han escapado delos dientes del oso: escaparán de lasgarras del león gigante!

Los jóvenes Oulhamr volvieronel rostro hacia la temible pareja

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dormida. Naoh respondió a supensamiento:

-El león gigante y la tigresa noestarán siempre juntos. El hambre losseparará. Cuando el león esté en elbosque, combatiremos, pero Nam yGaw tendrán que obedecer misórdenes.

La palabra del jefe llenó deesperanza la carne de los jóvenes; eincluso la destrucción parecía menostemible si combatían al lado deNaoh. El hijo del Alamo, que teníamás facilidad para expresarse, gritó:

-¡Nam obedecerá hasta la

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muerte!El otro levantó los dos brazos:-Gaw no teme nada junto a

Naoh.El jefe los miró con dulzura; era

como si la energía del mundodescendiera hasta sus pechos, consensaciones innumerables, sin queninguno de ellos encontrara palabraspara expresarla, por lo que, lanzandoel grito de guerra, Nam y Gawblandieron sus hachas.

Los felinos se sobresaltaron conese ruido; los nómadas gritaron másfuerte en señal de desafío; las fieras

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lanzaron rugidos de cólera... Todovolvió a quedar en calma. La luzcayó sobre el bosque; el sueño de losfelinos tranquilizó a los ágilesanimales que, furtivamente, pasabana lo largo del río; los buitres, alargos intervalos, cogían algunostrozos de carne, la corola de lasflores se alzaba hacia el cielo; lavida pasaba tan tenaz e innumerableque parecía poder apoderarse delfirmamento.

Los tres hombres esperaban,con la misma paciencia que losanimales. Nam y Gaw dormían a

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intervalos. Naoh retomaba proyectosfugitivos y monótonos, como los delos mamuts, los lobos o los perros.

Tenían todavía carne para unacomida, pero la sed empezaba aatormentarles: sin embargo, pasaríanvarios días antes de que se hicieraintolerable.

El león gigante se levantó haciael crepúsculo. Lanzando una miradade fuego a los bloques de piedra, seaseguró de la presencia de losenemigos. Sin duda que no tenía unrecuerdo exacto de losacontecimientos, pero su instinto de

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venganza se volvió a encender anteel olor de los Oulhamr; lanzó unresoplido de cólera e hizo su rondapor delante de los intersticios delrefugio. Recordando finalmente queel fuerte era inabordable, y que de élbrotaban garras, dejó de dar vueltas,deteniéndose cerca del cadáver delgamo, del que los cuervos apenashabían comido nada. La tigresaestaba ya allí.

Apenas tardaron nada endevorar los restos, y después el granleón volvió hacia la tigresa su cráneorojizo.

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Algo tierno brotó de la bestiaferoz, y la tigresa respondió con unaespecie de maullido, con su largocuerpo extendido en la hierba. Elleón-tigre frotó el hocico contra ellomo de su compañera y la lamió conuna lengua rasposa y flexible. Ellaaceptó la caricia, con los ojosentrecerrados, llenos de resplandoresverdes; después dio un salto haciaatrás, y su actitud se volvió casiamenazadora. El macho gruñó - ungruñido ensordecedor y mimoso-mientras la tigresa retozaba en elcrepúsculo.

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Los resplandores anaranjados ledaban el aspecto de una llamadanzarina; se aplastaba sobre elsuelo como una culebra inmensa, searrastraba por la hierba y seocultaba, para reaparecer con saltosinmensos. Su compañero, alprincipio inmóvil, fijó sobre suspatas negruzcas los ojos enrojecidospor el sol, se precipitó hacia ella. Latigresa huyó y se deslizó entre unosfresnos, y él la siguió arrastrándose.

Nam, que había vistodesaparecer a las fieras, dijo:

-Se han ido... Hay que cruzar el

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río.-¿Es que Nam no tiene ya orejas

ni olfato? -contestó Naoh-. ¿O es quecree que puede saltar con másvelocidad que el león gigante?

Nam bajó la cabeza: un alientocavernoso se elevó entre los fresnos,dando a las palabras del jefe unasignificación imperiosa. El guerreroreconoció que el peligro estaba tanpróximo como cuando los carnívorosdormían delante de los peñascos.Una esperanza, sin embargo,permanecía en el corazón de losOulhamr: el león-tigre y la tigresa, al

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haberse unido, sentirían todavía máspoderosa la necesidad de unaguarida. Pues las fieras grandesraramente yacen sobre la tierradesnuda, sobre todo en estación delas lluvias.

66Cuando los tres hombres vieron

que el brasero del sol descendíahacia las tinieblas, concibieron lamisma angustia secreta que agita alos herbívoros en el vasto país de losárboles y las hierbas. Y se acrecentócuando reaparecieron sus enemigos.El paso del león gigante era grave,

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casi pesado, la tigresa daba vueltas asu alrededor con una alegríaformidable. Volvieron a olfatear lapresencia de los hombres en elmomento en que el astro rojo sedesplomaba, cuando un inmensoestremecimiento y voces hambrientasse elevaba en la llanura: las bocasmonstruosas pasaban una y otra vezdelante de los Oulhamr, y los ojos defuego verde danzaban comoresplandores sobre una laguna.Finalmente, el león-tigre se agachómientras su compañera se deslizabapor las hierbas e iba a rastrear a los

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animales entre los matorrales de laorilla.

Grandes estrellas seencendieron en las aguas delfirmamento. Después, el campoabierto palpitó por entero con esospequeños fuegos inmutables, y elarchipiélago de la Vía Láctea precisósus golfos, sus estrechos, sus islasclaras.

Gaw y Nam no contemplabanapenas los astros, pero Naoh no lesera insensible. Su alma confusaextraía de allí un sentido más agudode la noche, las tinieblas y el

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espacio. Creía que la mayor parte delas estrellas aparecían tan sólo comochispas de una brasa, variables cadanoche, pero que algunas regresabancon persistencia. La inactividad en laque vivía desde la víspera habíaencendido en él cierta energíaperdida, y soñaba ante la masa negrade los vegetales y los resplandoresdedicados del cielo. Y en su corazónse exaltaba algo que le unía másestrechamente a la tierra.

La luna se deslizaba entre lasenramadas. Iluminaba al león gigante,acurrucado entre las hierbas altas, y

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a la tigresa que, dando vueltas desdela sabana hasta el bosque, trataba decapturar algún animal. Esa maniobrainquietaba al jefe.

Sin embargo, la tigresa acabópor meterse tan profundamente en elbosque que habrían podido lucharsólo contra su compañero. Naoh sehabría arriesgado quizá a esaaventura si la fuerza de Nam y la deGaw hubieran sido comparables a lasuya. Sufría por la sed. Nam sufríatodavía más: aunque no era todavíasu turno de guardia, no podía dormir.El joven Oulhamr tenía abiertos en la

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penumbra unos ojos enfebrecidos;también Naoh estaba triste. Nunca lehabía parecido tan larga la distanciaque le separaba de la horda, de esapequeña isla de seres, fuera de lacual estaba perdido en la inmensidadcruel. La figura de las mujeresflotaba a su alrededor como unafuerza más suave, más segura yduradera que la de los machos... Ensu ensoñación, se durmió con esesueño de vigilia que disipa la másligera aproximación. El tiempo pasóbajo las estrellas. Naoh sólo sedespertó con el retorno de la tigresa.

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No traía ninguna presa y parecíafatigada. El león-tigre, levantándose,la olfateó mucho tiempo y partió a suvez a la caza. También él siguió laorilla del río, se ocultó en losmatorrales, prolongó su curso por elbosque.

Naoh no dejaba de espiarle, aveces estaba a punto de despertar alos otros (Nam había sucumbido alsueño), pero un instinto cierto leadvertía de que el animal no estabatodavía lo bastante lejos. Finalmente,se decidió, tocó a sus compañeros enel hombro y, cuando estuvieron en

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pie, murmuró:-¿Nam y Gaw están dispuestos a

combatir?Éstos respondieron:-¡El hijo de la Saiga seguirá a

Naoh!-Nam combatirá con el venablo

y el arpón.Los jóvenes guerreros miraron a

la tigresa. Aunque el animal estabaacostado, no dormía: a ciertadistancia, con el dorso vuelto hacialos bloques de piedra, acechaba.Pero Naoh, durante su vigilia, habíadespejado en silencio la salida. Si la

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atención de la tigresa se despertabade pronto, sólo un hombre, todo lomás dos, tendrían tiempo para salirdel refugio. Tras asegurarse de quelas armas estaban dispuestas, Naohempezó por sacar su arpón y su maza,y después se deslizó hacia el exteriorcon una prudencia infinita. El azar lefavoreció: los aullidos de los lobos ylos gritos de la lechuza cubrieron elligero ruido de su cuerpoarrastrándose por la tierra. Naohestaba sobre la pradera, y la cabezade Gaw surgía ya por la abertura. Eljoven guerrero salió con un

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movimiento brusco; la tigresa se diola vuelta y contempló fijamente a losnómadas. La sorpresa hizo que noatacara inmediatamente, por lo queNam también pudo salir. Sóloentonces, la tigresa dio un salto, conun rugido de llamada; después siguióacercándose a los hombres, sinprisas, convencida de que no podríanescapar. Pero éstos ya habíanlevantado sus azagayas. Nam teníaque ser el primero en lanzar la suya,y después Gaw, y los dos apuntaríana las patas. El hijo del Álamo seaprovechó de un momento favorable.

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El arma silbó; cayó demasiado alta,cerca del hombro. Bien porque ladistancia era excesiva, o porque lapunta se deslizara sesgadamente, latigresa no pareció sentir ningúndolor: gruñó y precipitó la carrera.Fue entonces Gaw el que lanzó eldardo. Falló el blanco porque elanimal se había apartado. Era elturno de Naoh.

Más fuerte que sus compañeros,podía hacer una herida profunda.Lanzó el dardo cuando la tigresa sóloestaba a veinte codos, y la alcanzó enla nuca. Esa herida no detuvo al

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animal, que precipitó su impulso.Cayó sobre los tres hombres como unbloque: Gaw cayó alcanzado por unagarra en un pecho. Pero la mazapesada de Naoh la había golpeado; latigresa aulló, con una pata rota,mientras el hijo del Álamo la atacabacon su venablo. Se dio la vuelta conuna velocidad prodigiosa, aplastó aNam contra el suelo y se levantósobre sus patas traseras para coger aNaoh. Lanzó hacia él la bocamonstruosa con un aliento ardiente yfétido; una zarpa le desgarró... Lamaza volvió a caer todavía. Aullando

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de dolor, la fiera sintió un vértigoque permitió al nómada separarse deella y dislocarle una segunda pata. Latigresa giró sobre sí misma,buscando una posición de equilibrio,mordiendo en el vacío, mientras quela maza caía sin descanso sobre susmiembros. La bestia cayó, y Naohhubiera podido terminar con ella,pero las heridas de sus compañerosle inquietaban. Encontró a Gaw depie, con el torso enrojecido por lasangre que brotaba de su pecho: treslargas heridas rayaban la carne. Encuanto a Nam, yacía aturdido, con

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unas heridas que parecían ligeras; undolor profundo se extendía por supecho y sus riñones; no podíalevantarse. Respondió a laspreguntas de Naoh como un hombremedio dormido. Entonces el jefepreguntó:

-¿Puede Gaw llegar hasta elrío?

-Gaw irá hasta el río -murmuróel joven Oulhamr.

Naoh se agachó y pegó la orejaal suelo, y después aspiró largotiempo el espacio. Nada revelaba lacercanía del león gigante y como,

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tras la fiebre del combate, la sed sevolvía intolerable, el jefe tomó aNam en sus brazos y lo llevó hasta laorilla del agua. Allí ayudó a Gaw asaciarse, bebió él mismo enabundancia y dio de beber a Namvertiéndole el agua entre los labioscon las dos manos. Después regresóhacia las piedras basálticas, llevandoa Nam contra su pecho y sosteniendoa Gaw que trastabillaba.

Los Oulhamr no sabían todavíala forma de curar las heridas: lascubrían con algunas hojas que uninstinto más animal que humano les

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hacía elegir entre las más aromáticas.Naoh salió para buscar hojas desauce y de menta, que machacó yaplicó después sobre el pecho deGaw. La sangre brotaba en menorcantidad, y nada anunciaba que lasheridas fueran mortales. Nam salióde su torpor, aunque sus miembros,sobre todo las piernas, permanecíaninertes. Y Naoh no se olvidó de lasútiles palabras.

-Nam y Gaw han combatidobien... Los hijos de los Oulhamrproclaman su valor.

Las mejillas de los jóvenes se

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animaron con la alegría de ver a sujefe, una vez más, victorioso.

-Naoh ha vencido a la tigresa -murmuró el hijo de la Saiga, con unavoz profunda-, lo mismo que habíavencido al oso gris.

-¡No hay ningún guerrero tanfuerte como Naoh! -gimió Nam.

Entonces el hijo del Leopardorepitió la palabra de esperanza contanta fuerza que los heridos sintieronla suavidad del futuro:

-¡Recuperaremos el fuego!Y añadió:-El león gigante está todavía

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lejos... Naoh va a cazar una presa.Naoh iba y venía por la llanura,

sobre todo cerca del río. A veces sedetenía ante la tigresa. Todavíavivía. Bajo la carne manchada desangre, los ojos brillaban intactos:espiaba al gran nómada, que semovía a su alrededor. Las heridasdel costado y del dorso eran ligeras,pero las patas tardarían muchotiempo en curar.

Naoh se detuvo junto a lavencida; como pensaba que teníaimpresiones semejantes a las de unhombre, gritó:

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-Naoh ha roto las patas a latigresa... La ha vuelto más débil queuna loba.

Al acercarse el guerrero, sesobresaltó con un rugido de cólera yde temor. Levantó la maza:

-¡Naoh puede matar a la tigresa,y la tigresa no puede levantar unasola de sus garras contra Naoh!

Se escuchó un ruido confuso.Naoh reptó entre la hierba alta.Aparecieron unos ciervos que huíande perros todavía invisibles, aunquese escuchaban sus ladridos. Saltaronal agua tras haber olfateado el olor

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de la tigresa y del hombre, pero silbóel dardo de Naoh; alcanzado en uncostado, uno de los ciervos fuearrastrado a la deriva. Naoh loalcanzó en unas brazadas. Trasacabar con él de un mazazo, lo cargósobre sus hombros y lo llevó alrefugio, a trote rápido, pues olfateabael peligro cercano... Cuando sedeslizaba entre las piedras, el leóngigante salió del bosque.

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VI.- La huida en lanoche.

Habían pasado seis días desdeel combate de los nómadas y latigresa. Las heridas de Gawcicatrizaban, pero el guerrero nohabía podido recuperar todavía lafuerza que se le había escapado conla sangre. En cuanto a Nam, aunqueya no sufría, seguía teniendodificultades en el movimiento de unade las piernas. La impaciencia y la

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inquietud roían a Naoh.Cada noche, el león gigante se

ausentaba más tiempo, pues losanimales conocían cada vez más supresencia: ésta impregnaba laspenumbras del bosque, creaba elespanto en las orillas del río. Comoera voraz y seguía alimentando a latigresa, su tarea era dura: a menudo,los dos sufrían hambre; su vida eramás desgraciada y más inquieta quela de los lobos.

La tigresa se iba curando; searrastraba por la sabana con tantalentitud y con unas patas tan poco

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hábiles que Naoh apenas se alejabade ella para gritarle su derrota. Perono la mataba, porque el cuidado dealimentarla fatigaba a su compañeroy prolongaba sus ausencias. Y así seestableció una costumbre entre elhombre y el animal herido. Alprincipio, las imágenes del combatese reavivaban en la tigresa, llenandosu pecho de cólera y temor.Escuchaba con odio la voz articuladadel hombre, esa voz irregular yvariable, tan diferente de las vocesque rugen, aúllan o gruñen, ylevantaba su gran cabeza mostrando

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las armas formidables que formabansus mandíbulas.

El hombre, haciendo girar lamaza o levantando el hacha, repetía:

-¿De qué valen ahora las garrasde tigresa? Naoh puede romperle losdientes con la maza, abrirle elvientre con el venablo. ¡La tigresa yano tiene contra Naoh más fuerza queel ciervo o la saiga!

Ella se acostumbraba a losdiscursos, al giro de las armas, yfijaba la luz verde de sus ojos, queya había vuelto a abrir, sobre lasingular silueta vertical. Y aunque se

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acordaba de los golpes terribles dela maza, no tenía ya miedo de otrosgolpes, pues la naturaleza de losseres les hace creer en la presenciade lo que ven renovarse. Y el animal,cada vez que Naoh levantaba la mazasin dejarla caer, esperaba que no lohiciera. Y como, por otra parte,había comprendido que el hombreera temible, ya no lo considerabacomo una presa, sino quesimplemente se familiarizaba con supresencia, y la familiaridad sinobjetivo es, para todos los animales,una especie de simpatía. Finalmente,

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a Naoh le resultó placentero dejarvivir a la felina: así su victoria eramás continua y segura. Y, de esamanera, él también sentía por ellauna unión confusa.

Llegó el tiempo en el que,durante la ausencia del león gigante,Naoh ya no iba solo hasta el río:Gaw se arrastraba tras él. Despuésde haber bebido, llevaba agua paraNam, en el hueco de una corteza. Ala quinta noche, la tigresa se habíaarrastrado hasta el borde del agua,más con la ayuda del cuerpo que conla de las patas, y bebió penosamente,

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pues la orilla estaba inclinada. Naohy Gaw se pusieron a reír.

El hijo del Leopardo decía:-¡Una hiena es ahora más fuerte

que la tigresa... Los lobos lamatarían!

Y después, habiendo llenado deagua la corteza hueca, quiso, comouna bravata, colocarla delante de latigresa. Esta dio un bufido suave ydespués bebió. Eso divirtió a losnómadas, tanto que Naoh volvió ahacerlo. Después, gritó con burla:

-La tigresa ya no sabe beber enel río.

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Y su poder le produjo placer.Al octavo día, Nam y Gaw se

creyeron lo bastante fuertes comopara franquear la extensión, y Naohpreparó la huida para la nochesiguiente.

Esa noche descendió húmeda ypesada: el crepúsculo de arcilla rojaestuvo mucho tiempo en la partedelantera del cielo; las hierbas y losárboles cedían bajo la lluvia; lashojas caían con un ruido de diminutasalas y un rumor de insectos. Grandeslamentaciones se elevaban desde laprofundidad de los oquedales y las

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malezas de seres ateridos de frío,pues la fieras estaban tristes y lasque tenían hambre se albergaban ensu guarida.

Al mediodía, el león-tigremostró su malestar; salió de su sueñocon un estremecimiento: la imagen deun abrigo sólido, como la caverna enla que había vivido antes delcataclismo, cruzó por su memoria.Había elegido un hueco en medio dela sabana, en parte lo habíapreparado para él y la tigresa, perono vivía cómodo. Naoh pensó que,sin duda, aquella noche, al partir de

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caza, buscaría alguna guarida. Suausencia sería larga. Los Oulhamrtendrían tiempo de franquear el río;la lluvia favorecería su retirada:movería la tierra, borraría el olor delos rastros y el león gigante no sabríaseguirlos con sutileza.

Poco después del crepúsculo, elfelino se puso en marcha. Primeroexploró las zonas vecinas, se aseguróque no hubiera ninguna presacercana, y después, como las otrasnoches, se metió en el bosque. Naohesperó inseguro, pues el olorexcesivamente húmedo de los

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vegetales no dejaba percibirfácilmente el de las fieras; el ruidode las hojas y de las gotas de aguadispersaba el oído. Pero, finalmente,dio la señal, poniéndose a la cabezade la expedición, mientras Nam yGaw le seguían a derecha eizquierda. Esa disposición permitíaprever mejor los acercamientos yvolvía a los nómadas máscircunspectos. Primero tenían quefranquear el río. En sus salidas, Naohhabía descubierto un lugar quepodían vadear hasta la mitad de lacorriente. Después, tenían que nadar

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hacia una roca, desde la querecomenzaba el vado. Antes deemprender la travesía, los guerrerosborraron sus rastros; dieron vueltasalgún tiempo junto al río, cortando yvolviendo a cortar las líneas,deteniéndose y tratando de reforzarla huella de su paso. Tenían queguardarse también de tomardirectamente el vado: llegaron a él anado.

En la otra orilla, volvieron aentrecruzar sus pasos, describiendolargos desvíos y curvas caprichosas,y después salieron de esos meandros

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sobre hierbas arrancadas de lasabana. Iban colocando los montonesde hierba de dos en dos, y luego losquitaban, era un estratagema con elque el hombre superaba al élafo mássutil y al lobo más sagaz. Trasfranquear trescientos o cuatrocientoscodos, creyeron haber hecho losuficiente para desanimar lapersecución, y prosiguieron el viajeen línea recta.

Avanzaron algún tiempo ensilencio, y después Nam y Gaw seinterpelaron, mientras Naoh prestabaatención. A lo lejos, había sonado un

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ruido: se repitió tres veces, seguidode un largo maullido.

Nam dijo:-Es el león gigante.-¡Vayamos más veloces! -

murmuró Naoh.Recorrieron un centenar de

pasos sin que nada turbara la paz delas tinieblas; después, la voz sonómás próxima:

-¡El león gigante está junto alrío!

Avivaron todavía más lamarcha: ahora los ruidos se sucedíanen sacudidas estridentes, llenas de

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cólera e impaciencia. Los nómadascomprendieron que el animal seguíasus rastros entremezclados: elcorazón les latió contra el pechocomo el pico de un pájaro contra lacorteza de los árboles; se sintierondesnudos y débiles ante la masapesada de la sombra. Por otra parte,esa sombra les tranquilizaba, lesponía incluso al abrigo de la miradade los seres nocturnos. El leóngigante sólo podía seguirles la pista,y si atravesaba el río se encontraríacon la astucia de los hombres,ignorando por dónde habían pasado.

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Un rugido formidable cruzó elcampo abierto; Nam y Gaw seacercaron a Naoh:

-¡El gran león ha pasado elagua! -murmuró Gaw.

-¡Marchemos! -respondióimperiosamente el jefe, aunque él sedetenía y se agachaba para escucharmejor las vibraciones de la tierra.

Golpe a golpe, estallaron otrosclamores.

Naoh, levantándose, gritó:-¡El gran león está todavía en la

otra orilla!La voz que gruñía se iba

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haciendo más baja; el animal habíaabandonado la persecución y seretiraba hacia el norte. Pero eraimprobable que otro felino de granestatura entrara en el territorio; encuanto al oso gris, raro ya en elterritorio en el que Naoh habíaluchado con él, sería muy difícil deencontrar tan lejos hacia el sur. Y lostres juntos no temían ni al leopardoni a la pantera grande.

Avanzaron mucho tiempo; lallovizna se disipó, las tinieblassiguieron siendo profundas. Unaespesa muralla de nubes cubría las

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estrellas. No se veía más que esasfosforescencias ligeras que brotan delas plantas o se posan sobre lasaguas; un animal jadeaba en silencioo dejaba oír el frotamiento de suspatas; un gruñido rodaba sobre lashierbas mojadas; las fieras que ibande caza aullaban, chillaban oladraban.

Los Oulhamr se detenían paracaptar los ruidos y los olores, queson como la red aérea de losanimales. Al fin, Nam y Gawempezaron a cansarse. Nam sentíadebilidad alrededor de sus huesos, y

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las cicatrices de Gaw estabantodavía calientes: tenían que buscarun abrigo. Avanzaron, no obstante,cuatro mil codos más: el aire sevolvió más húmedo, el aliento delespacio se hinchó. Adivinaron queuna gran masa de agua estabapróxima, y enseguida estuvieronseguros de ello.

Todo parecía apacible. Apenassi algunos ruidos furtivos anunciabanla huida de algún animalillo, o sialguna forma aparecía y desaparecíaen un salto rápido. Naoh terminó porelegir como abrigo un enorme álamo

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negro. El árbol no podía ofrecerdefensa alguna contra el ataque delas fieras; pero en las tinieblas,¿cómo encontrar un refugio seguro oque no estuviera ocupado? El musgoestaba mojado, y el tiempo erafresco. Pero eso les importaba pocoa los Oulhamr; tenían una piel tanresistente a la intemperie como la delos osos o los jabalíes: Nam y Gawse tendieron sobre el suelo y cayeroninmediatamente en el sueño; Naohvigiló. No estaba cansado, habíareposado mucho bajo las piedrasbasálticas y, como estaba bien

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preparado para las marchas, lostrabajos y los combates, resolvióprolongar la guardia para que Nam yGaw se fortalecieran todavía más.

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SEGUNDA PARTE

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I.- Las cenizas.

Durante mucho tiempo, seencontró en esa oscuridad sin astrosque había retrasado la huida.Después, una claridad se filtró pororiente. Extendiéndose con suavidadentre el musgo de las nubes,descendía como un manto de perlas.Naoh vio que un lago cerraba elcamino del sur: no podía ver su final.El lago vibraba lentamente: elnómada se preguntó si seríanecesario rodearlo hacia el este,

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donde se distinguía una cadena decolinas, o hacia el oeste, pálido yplano, entrecortado de árboles.

La luz seguía siendo débil; unabrisa corría delicadamente desde latierra a las olas; muy por encima, selevantó un viento fuerte queempujaba y horadaba las nubes. Laluna, que estaba en su último cuarto,acabó por dibujarse entre losvapores deshilachados.

Bien pronto, una gran cisternaazul recibió la imagen arqueada.Para la pupila de vista aguda deNaoh, el lugar se dibujaba hasta las

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fronteras mismas del horizonte: hacialevante, el jefe discernió cosas ylíneas arborescentes, difuminadascontra la luz de la luna, queindicaban el camino del viaje; por elsur, y hacia el oeste, el lago seextendía indefinidamente.

Reinaba un silencio que parecíadesplegarse desde las aguas hasta laluna creciente y plateada; la brisa sehizo tan débil que apenas si sacaba, aintervalos, un suspiro de losvegetales.

Cansado de estar inmóvil, eimpaciente por precisar su visión,

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Naoh salió de la sombra del álamo ycaminó a lo largo de la orilla. Segúnla disposición del terreno y de losvegetales, el lugar se abría mucho ose recogía, y las fronteras orientalesdel lago parecían más precisas;numerosos rastros revelaban el pasode ganados y fieras. El nómada sedetuvo de pronto con un granestremecimiento; sus ojos y su narizse dilataron, el corazón le latió porla ansiedad y por un arrobamientoextraño; los recuerdos aparecieroncon tanta energía que creyó volver aver el campamento de los Oulhamr,

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el lugar humeante y la figura flexiblede Gammla. Y es que, en el seno dela hierba verde, se abría un huecocon brasas y ramas consumidas amedias: el viento aún no habíadispersado el polvo blancuzco de lascenizas.

Naoh imaginó la tranquilidad deun descanso, el aroma de las carnesasadas, el calor tierno y los saltosrojizos de la llama; pero al mismotiempo veía al enemigo. Lleno detemor y de prudencia, se arrodillópara considerar mejor el rastroformidable de los que por allí habían

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pasado. Enseguida supo que habíapor lo menos tres veces más deguerreros que de dedos de sus dosmanos, y que no había entre ellos nimujeres ni ancianos ni niños. Era unade esas expediciones de caza y dedescubrimiento que las hordas envíana veces a grandes distancias. Elestado de los huesos y los restos decarne concordaba con lasindicaciones suministradas por lahierba.

Naoh necesitaba saber de dóndevenían los cazadores y por dóndehabían pasado. Temía que

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pertenecieran a la raza de losdevoradores de hombres, quienesdesde la juventud de Goun ocupabanlos territorios meridionales a los doslados del Gran Rio. En los miembrosde esa raza, la estatura era superior ala de los Oulhamr y a la de todas lasrazas que habían visto los jefes y losancianos. Eran los únicos que sealimentaban de la carne de sussemejantes, aunque no la prefirierana la de los élafos, los jabalíes, lasciervas, los corzos, los caballos olos hemiones. Su número no parecíaconsiderable: sólo se conocían de

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ellos tres hordas, mientras que Ouag,hijo del Lince, el mayor aventureronacido entre los Oulhamr, habíaconocido, sin embargo, hordas quesólo comían la carne del hombre.

Mientras que esos recuerdosinvadían a Naoh, éste no dejaba deperseguir los rastros dejados en elsuelo y entre los vegetales. La tareaera fácil, pues los errantes, confiandoen su número, no se ocupaban deocultar su avance. Habían rodeado ellago hacia oriente, y probablementetrataban de llegar a las orillas delGran Río.

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El nómada pensó en dosproyectos: llegar a la expediciónantes de que ésta hubiera regresado asus tierras de caza y quitarles elfuego mediante la astucia; o biensuperarla, llegar antes que ella cercade la horda, cuando ésta estabaprivada de sus mejores guerreros, yacechar el momento favorable.

Para no tomar un caminoequivocado, era necesario seguirprimero la pista. Y su imaginaciónsalvaje, a través de las aguas, lascolinas y las estepas, no dejaba dever a aquellos caminantes que

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llevaban con ellos la fuerza soberanade los hombres. El sueño de Naohtenía la precisión de la realidad;estaba lleno de actos, de energía, degestos eficaces. Se abandonó alsueño durante mucho tiempo,mientras la brisa se hacía más suave,se apaciguaba, desaparecía de hojaen hoja, de brizna de hierba enbrizna.

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II.- El acecho delantedel fuego.

Desde hacía tres días, losOulhamr seguían la pista de losdevoradores de hombres. Rodearonprimero el lago hasta el pie de lascolinas. Después entraron en un paísen el que los árboles alternaban conlas praderas. Su tarea resultó fácilporque los caminantes avanzaban sintomar precauciones; encendíangrandes fuegos para asar sus presas o

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abrigarse del frío de las nochesbrumosas.

En cambio, Naoh utilizabacontinuamente la astucia paradespistar a aquellos que pudieranseguirles. Elegía los suelos duros,las hierbas flexibles que se rehacíancon prontitud, aprovechaba el lechode los torrentes, pasaba, vadeándoloso a nado, algunos giros del lago, y aveces equivocaba las huellas. Y apesar de esa prudencia, ganabaterreno. Al final del tercer día,estaba tan cercano a los devoradoresde hombres que creyó poder

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alcanzarlos si avanzaba una solanoche.

-¡Que Nam y Gaw preparen susarmas y su valor -dijo-, pues estanoche volverán a ver el fuego!

Los jóvenes guerreros, segúnque soñaran en la alegría de versaltar las llamas, o en la fuerza desus enemigos, respiraban más fuerteo se quedaban sin aliento.

-¡Reposemos primero! -siguiódiciendo el hijo del Leopardo-. Nosacercaremos a los devoradores dehombres mientras duermen, ytrataremos de engañar a los que

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vigilan.Nam y Gaw concibieron la

proximidad de un peligro más grandeque todos los otros: la leyenda de losdevoradores de hombres era temible.Su fuerza, su audacia y su ferocidadsuperaban a las de las hordasconocidas. Algunas veces, losOulhamr habían sorprendido yexterminado a grupos poconumerosos; pero con mayorfrecuencia habían sido los Oulhamrquienes habían perecido bajo sushachas cortantes y sus mazas deroble.

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Según el viejo Goun,descendían del oso gris; sus brazoseran más largos que los de los otroshombres; sus cuerpos tan velludoscomo el cuerpo de Aghoo y de sushermanos. Y como se nutrían de loscadáveres de sus enemigos,espantaban a las hordas temerosas.

Cuando el hijo del Leopardohubo hablado, Nam y Gaw,temblorosos, inclinaron la cabeza, ydespués reposaron hasta mitad de lanoche.

Se levantaron antes de que laluna creciente hubiera blanqueado el

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fondo del cielo. Después de queNaoh reconociera de antemano elcamino, avanzaron primero entre lastinieblas. Al levantarse la luna, sedieron cuenta de que se habíandesviado, y después recuperaron elcamino. Sucesivamente, atravesaronun monte con matorrales, cruzarontierras pantanosas y franquearon unpequeño río.

Finalmente, desde la cumbre deuna colina, ocultos entre las hierbasespesas y sacudidos por una emociónterrible, vieron el fuego.

Nam y Gaw temblaban; Naoh

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permanecía inmóvil, con las corvascomo rotas y el aliento ronco.Después de haber pasado tantasnoches en el frío, la lluvia, lastinieblas, después de tantas luchas,con el hambre, la sed, el oso, latigresa y el león gigante, aparecía porfin el signo resplandeciente de loshombres.

Y era en una llanura cortada porterebintos y sicomoros, no lejos de lalaguna, unas brasas en semicírculo,cuyas llamas se alargaban alrededorde los tizones. Y arrojaba unresplandor de crepúsculo que

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embebía, bañaba y vivificaba laestructura de las cosas.

Saltamontes rojos, luciérnagasde rubí, de carbunclo o de topacioagonizaban en la brisa; unas alasescarlatas crujían al dilatarse; unahumareda brusca ascendía en espiraly se aplanaba en el claro de luna;había llamas levantadas comovíboras, palpitantes como olas,imprecisas como nubes.

Los hombres dormían cubiertoscon pieles de élafos, de lobos, demusmones, cuyo pelo aplicabansobre el cuerpo. Las hachas, las

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mazas y las jabalinas estabantendidas sobre la sabana; dosguerreros vigilaban. Uno de ellos,sentado sobre la provisión de leñaseca, con los hombros abrigados conuna piel de carnero, tenía la manosobre el venablo.

Un rayo cobrizo golpeaba surostro, cubierto hasta cerca de losojos de un pelo semejante al de loszorros. Su piel velluda recordaba lade los musmones, de la bocasobresalían unas trompas enormesbajo una nariz plana, de ventanascirculares; dejaba colgar sus brazos

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largos como los del hombre de losÁrboles, mientras que sus piernas seplegaban, cortas, gruesas yarqueadas.

El otro guardián caminabafurtivamente alrededor del fuego. Sedetenía a intervalos, tendía el oído,las ventanas de su nariz interrogabanel aire húmedo que caía sobre lallanura a medida que se elevaban losvapores sobrecalentados. Era de unaestatura igual a la de Naoh, de cráneoenorme, orejas de lobo, puntiagudasy retráctiles; los cabellos y la barbalos tenía en mechones, separados por

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islotes de piel de color azafranado;sus ojos fosforecían en la penumbra,o se ensangrentaban con los reflejosde la llama; tenía pectoraleslevantados en cono, el vientre plano,el muslo triangular, la tibia cortantecomo el hacha, y unos pies quehubieran sido pequeños de no ser porla longitud de los dedos. Todo elcuerpo, pesado y recogido como elde los búfalos, revelaba una fuerzainmensa, pero menor actitud para lacarrera que el cuerpo de losOulhamr.

El guardián había interrumpido

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su avance. Dirigió la cabeza hacia lacolina. Sin duda que alguna vagaemanación le inquietaba, pues noreconocía en ella ni el olor de losanimales, ni el de las gentes de suhorda, mientras que el otro guardián,dotado de un olfato menos sutil,seguía somnoliento.

-¡Estamos demasiado cerca delos devoradores de hombres! -comentó con voz baja Gaw-. Elviento les lleva nuestro rastro.

Naoh sacudió la cabeza, puestenía más miedo del olfato delenemigo que de su vista o su oído.

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-¡Hay que ponernos contra elviento! -añadió Nam.

-El viento sigue el camino delos devoradores de hombres -respondió Naoh-. Si damos la vuelta,serán ellos quienes marcharán detrásde nosotros.

No tenía necesidad de explicarsu pensamiento: Nam y Gawconocían, lo mismo que las fieras, lanecesidad de seguir a la presa, enlugar de precederla, a menos que sefuera a tender una emboscada.

Sin embargo, el guardián dirigióla palabra a su compañero, quien

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hizo un signo negativo. Pareció quetambién él se iba a sentar, peroavanzó en la dirección de la colina.

-Hay que retroceder - dijoNaoh.

Con la mirada buscó un abrigoque pudiera atenuar las emanaciones.Cerca de la cima crecía un matorralespeso: los Oulhamr se ocultaron enél y, como la brisa era ligera, si serompía llevarían un efluviodemasiado débil para el olfatohumano. El guardián detuvo pronto sumarcha; tras algunas aspiracionesvigorosas, regresó al campamento.

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Los Oulhamr permanecieronmucho tiempo inmóviles. El hijo delLeopardo pensaba en estratagemas,con la mirada puesta en el resplandorensombrecido de las brasas. Pero nodescubrió a ninguna. Pues si el menorobstáculo puede tapar a una visiónaguda, si es posible caminarsuavemente sobre la estepa paraengañar al antílope o al hemione, laemanación se extiende al pasar ypermanece sobre la pista: sólo elalejamiento y el viento contrario laocultan. El rugido de un chacal hizolevantar la cabeza al gran nómada.

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Al principio lo escuchó en silencio,pero después expresó una risa ligera:

-Estamos en el país de loschacales. Nam y Gaw tratarán deabatir uno.

Sus compañeros volvieronhacia él sus rostros asombrados, y élsiguió diciéndoles:

-Naoh vigilará en ese matorral...el chacal es tan astuto como el lobo:jamás el hombre podría acercársele.Pero siempre tiene hambre. Nam yGaw pondrán un trozo de carne yesperarán a escasa distancia. Elchacal vendrá; se acercará y se

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alejará. Después volverá a acercarsey alejarse. Luego dará vueltasalrededor vuestro y de la carne. Si noos movéis, si vuestra cabeza y manosson como piedras, al cabo de muchotiempo se arrojará sobre la carne.Vendrá y se irá. Vuestra azagayadebe ser más ágil que él.

Nam y Gaw partieron a labúsqueda de chacales. No es difícilseguirles; su voz les denuncia: sabenque ningún animal les busca paraconvertirlos en su presa. Los dosOulhamr los encontraron cerca de unmacizo de terebintos. Había cuatro,

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encarnizados sobre huesos de los quehabían roído toda la fibra. Nohuyeron delante de los hombres;lanzaron sobre ellos pupilasvigilantes; chillaron suavemente,dispuestos a escapar en cuantopensaban que los recién llegadosestaban demasiado próximos.

Nam y Gaw hicieron comohabía dicho Naoh. Pusieron en elsuelo un cuarto de cierva y,alejándose, permanecieron taninmóviles como el tronco de losterebintos. Los chacales avanzaroncon pequeños pasos sobre la hierba.

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Su temor se debilitaba con el olor dela carne. Aunque a menudo habíanencontrado al animal vertical,ninguno había experimentado susastucias: sin embargo, como loconsideraban más fuerte que ellos,sólo le seguían a distancia, y como suinteligencia era fina, y como sabíanque el peligro no cesa jamás ni bajola luz ni en las tinieblas, actuabancon desconfianza. Por eso, dieronvueltas mucho tiempo junto a losOulhamr, hicieron muchos círculos,se emboscaron en los macizos deterebintos y volvieron a aparecer,

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rodeando a menudo a los cuerposinmóviles. La luna crecienteenrojeció por oriente antes de quesus dudas y su paciencia terminaran.

Sus acercamientos se volvíancada vez más atrevidos; llegaban aestar a veinte codos de la comida; sedetenían mucho tiempo conmurmullos. Finalmente, su codicia seexasperó; se decidieron,precipitándose todos juntos, para nodar ninguna ventaja los unos a losotros. Fue tan rápido como lo habíaprevisto Naoh. Pero los arponesfueron más rápidos todavía;

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traspasaron el costado de doschacales mientras los otros sellevaban la presa; después, lashachas rompieron lo que quedaba devida en los animales heridos.

Cuando Nam y Gaw llevaronlos despojos, Naoh dijo:

-Ahora podemos engañar a losdevoradores de hombres. Pues elolor de los chacales es mucho máspotente que el nuestro.

El fuego se había reanimado,alimentado con ramas grandes ypequeñas. Lanzaba sobre la llanurasus llamas devoradoras y llenas de

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humo; podía verse con mayorclaridad a los que dormían, ytambién las armas y las provisiones;los nuevos guardianes habíansucedido a los otros, y ambosestaban sentados, con la cabezaagachada, sin sospechar peligroalguno.

-Estos son más fáciles desorprender -dijo Naoh, tras haberloscontemplado con atención- Nam yGaw han cazado chacales; también elhijo del Leopardo va a cazar.

Descendió del montículollevando la piel de uno de los

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chacales y desapareció en lasmalezas que se extendían haciaponiente. Primero se alejó de losdevoradores de hombres, para nodescubrirse. Atravesó la maleza,reptó entre las hierbas altas,contorneó una laguna a la que dabansombra las cañas y los mimbres, giróentre unos tilos y finalmente seencontró en un matorral acuatrocientos codos del fuego.

Los guardianes ni siquiera sehabían movido. Apenas si uno deellos percibió el olor del chacal, queno podía inspirarle inquietud alguna.

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Y Naoh se llenó los ojos con todoslos detalles del campamento.Primero midió el número y laestructura de los guerreros. Casitodos mostraban una musculaturaimponente: bustos profundosservidos por brazos largos y piernascortas; el Oulhamr se aseguró de queninguno le superaría en la carrera.Después examinó el suelo. Unespacio vacío, en el que la tierraestaba desnuda, le separaba por laderecha de un pequeño terraplén.Luego había algunos arbustos, yposteriormente un banco de hierbas

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altas que giraba hacia la izquierda.Esas hierbas se alargaban formandouna especie de promontorio hastacinco o seis codos del fuego.

Naoh no lo dudó mucho. Comolos guardianes casi le daban laespalda, se arrastró hacia elterraplén. No podía apresurarse. Acada movimiento de los guardianes,se detenía y se aplastaba sobre elsuelo como un reptil. Sentía sobre él,como unas manos sutiles, el dobleresplandor de la hoguera y de la luna.Finalmente, se encontró al abrigo y,arrastrándose tras los arbustos y

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atravesando la banda de hierbas,llegó cerca del fuego.

Los guerreros dormidos lerodeaban casi por completo: lamayor parte de ellos estaban alalcance de la azagaya. Si losvigilantes daban la alarma, al menormovimiento en falso le cogerían. Sinembargo, estaba de suerte: el vientosoplaba en su dirección, llevándose ala vez y ahogándose en el humo suolor y el de la piel del chacal.Además, los guardianes parecíancasi adormecidos; apenas silevantaban a intervalos la cabeza.

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Naoh apareció a plena luz, dioun salto de leopardo, tendió la manoy cogió un tizón. Ya regresaba haciala banda de hierbas cuando sonó unaullido, mientras uno de loscentinelas sacudía y el otro lanzabala azagaya. Casi simultáneamente selevantaron seis siluetas. Antes de quealgún devorador de hombres siguierasu camino, Naoh había sobrepasadola línea por la que podían cortarle laretirada. Lanzando su grito de guerra,se dirigió en línea recta hacia elterraplén en el que le esperaban Namy Gaw. Le seguían los Kzamms,

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esparcidos, con gruñidos de jabalíes.A pesar de sus piernas cortas, eranágiles, pero no lo bastante paraalcanzar al Oulhamr, quien,blandiendo la antorcha, saltabadelante de ellos como si fuera unmegaceros. Llegó al terraplén conquinientos codos de distancia yencontró en pie a Nam y Gaw:

-¡Huid hacia adelante! -lesgritó.

Sus siluetas esbeltas corrieronhacia abajo con un paso casi tanrápido como el del jefe. Naoh sealegró de haber preferido a esos

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hombres flexibles en lugar de unosguerreros más maduros y robustos.Pues, adelantando a los Kzamms, losjóvenes ganaban dos codos cada diezsaltos.

El hijo del Leopardo les seguíasin esfuerzo, deteniéndose a vecespara examinar el tizón. Su emociónse dividía entre la inquietud de lapersecución y el deseo de no perderla presa chispeante por la que habíasoportado tantos sufrimientos. Lallama se estaba apagando. Sóloquedaba un resplandor rojizo queapenas subsistía en la parte húmeda

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de la madera. Sin embargo, elresplandor era lo bastante vivo comopara que Naoh esperara reanimarlo ynutrirlo nada más detenerse.

Cuando la luna estaba en latercera parte de su curso, losOulhamr se encontraron ante una redde lagunas. Esa circunstancia no eradesfavorable; reconocían un caminoya recorrido, un camino que les habíadescubierto la presencia de losKzamms, estrecho, sinuoso, peroseguro y fundamentado sobrepórfido. Se metieron por él sinvacilación y se detuvieron.

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Apenas si dos hombres podíanavanzar juntos, sobre todo paracombatir: los Kzamms tendrían quecorrer grandes riesgos o rodear laposición; a los Oulhamr les seríafácil adelantarles. Naoh, calculandosus posibilidades con su dobleinstinto de animal y de hombre, supoque tenía tiempo para hacer crecer elfuego. La brasa rojiza habíadecrecido todavía más: se oscurecíay perdía brillo.

Los nómadas buscaron la hierbay leña seca. Abundaban las cañasmarchitas, las gramas amarillentas,

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las ramas de sauce sin savia: todaesa vegetación estaba húmeda.Secaron algunas ramitas de extremosafilados, hojas y brizna muy finas. Lapequeña brasa se animaba nada mássoplar el jefe. Muchas veces laspuntas de hierbas se animaban con unresplandor ligero que crecía uninstante, se detenía vacilante al bordede la brizna, decrecía y moríavencido por el vapor del agua.Entonces, Naoh pensó en el pelo delos chacales. Arrancó algunosmechones y trató de prender en ellosuna llama. Enrojecieron algunos

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penachos; la alegría y el temoroprimían a los Oulhamr; en cadaocasión; a pesar de las precaucionesinfinitas, la menuda palpitación sedetenía y se apagaba... ¡No había másesperanza! La ceniza sólo proyectabaun resplandor débil; una últimapartícula escarlata decrecía, primerogrande como una avispa, despuéscomo una mosca, luego como esosinsectos minúsculos que flotan en lasuperficie de las lagunas. Finalmente,todo se apagó, una tristeza inmensaheló el alma de los Oulhamr y laensombreció. El débil resplandor

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había sido la realidad magnífica delmundo; iba a crecer, iba a tomarpoder y duración; iba a nutrir lashogueras de los reposos, a espantaral león gigante, al tigre y al oso gris,combatir la tinieblas y crear en lascarnes un sabor delicioso. Ellos lallevarían resplandeciente a la horday la horda reconocería su fuerza...pero apenas conquistada habíamuerto, y los Oulhamr, tras lasemboscadas de la tierra, las aguas ylos animales, iban a conocer lasemboscadas de los hombres.

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III.- A orillas del GranRío-

Naoh huía delante de losKzamms. Hacía ya ocho días queduraba la persecución; era ardiente,continua, llena de tretas. Losdevoradores de hombres, bienporque les preocupaba el futuro -losOulhamr podían ser los exploradoresde una horda-, o bien por su instintodestructor y su odio a los extranjeros,desplegaban una energía curiosa.

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Pero la resistencia de los furtivos noiba detrás de su velocidad; cada díapodían ganar entre cinco y seis milcodos de ventaja. Pero Naoh nodejaba de pensar en la conquista delfuego. Cada noche, después de haberasegurado a Nam y Gaw la delanteranecesaria, regresaba a dar vueltas alcampamento enemigo. Dormía poco,pero lo hacía profundamente.

Como las peripecias de estaspersecuciones exigían numerososdesvíos, el hijo del Leopardo se vioobligado a dirigirse oblicuamentehacia oriente, aunque al octavo día

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vio el Gran Rio.Estaba en la cumbre de una

colina cónica, excavada en pórfido,donde las inundaciones, las lluvias ylos vegetales habían roído lasorillas, abierto agujeros, arrancadobloques, pero que durante centenaresde milenios resistía con pacienciatenaz a los golpes brutales de losmeteoritos.

El río corría con fuerza. Através de mil países de piedra, dehierbas y de árboles, había bebidolas fuentes, devorado los afluentes.Los glaciares se acumulaban para él

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en los pliegues de la montaña, lasfuentes se filtraban hasta lascavernas, los torrentes hostigaban alos granitos, el gres o las calcáreas,las nubes vomitaban sus esponjasinmensas y ligeras, las capas seapresuraban sobre sus lechos dearcilla. Fresco, espumoso y rápidocuando era forzado por las orillas, enlas tierras planas se agrandabaconvirtiéndose en lagos, o destilabapantanos; se bifurcaba alrededor delas islas; rugía en las cataratassollozaba en los rápidos. Lleno devida, fecundaba la vida inagotable.

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Desde las regiones tibias a lasfrescas, desde los aluviones nutridosde fuerzas innumerables a los suelospobres, surgían los pueblos pesadosde los árboles: las hordas dehigueras, olivos, pinos, terebintos, deencinas, las tribus de los sicomoros,los plátanos, los castaños, arces,hayas y robles, los rebaños denogales, abetos, fresnos, abedules,las filas de álamos blancos, álamosnegros, álamos grisáceos, álamosplateados, álamos temblones y losclanes de alisos, sauces blancos,sauces purpúreos, sauces glaucos y

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sauces llorones.En su profundidad se agitaba la

multitud muda de los moluscos,ocultos en sus moradas de cal y denácar, los crustáceos de armadurasarticuladas, los peces veloces a losque una flexión lanza a través delagua pesada, tan rápidos como lafragata o rabihorcado sobre lasnubes, los peces débiles quechapotean lentamente en el fango,reptiles flexibles como los juncos, uopacos, rugosos y densos. Según lasestaciones, los azares de latempestad, los cataclismos o la

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guerra, se abaten las masastriangulares de las grullas, lasgrandes bandadas de ocas, lascompañías de patos verdes, cercetas,negretas, chorlitos y garzas, laspoblaciones de golondrinas, gaviotasy chorlitos; las avutardas, cigüeñas,cisnes, flamencos, zarapitos,rascones, los martín pescadores y lainagotable multitud de pájaros.Buitres, cuervos y cornejas disfrutande las abundantes carroñas; laságuilas vigilan desde la esquina delas nubes; los halcones planean sobresus alas cortantes; los gavilanes o

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cernícalos huyen por encima de lasaltas cimas; los milanos, furtivos,imprevistos y cobardes, y el granduque, la lechuza y el mochuelotraspasan las tinieblas sobre sus alassilenciosas.

Sin embargo, también sedistinguía algún hipopótamooscilante como un tronco de arce, lasmartas se deslizaban solapadamenteentre los mimbres, las ratas de aguacon cráneo de conejo, mientrasacudían las manadas miedosas deélafos, ciervos, corzos y megaceros,y las ligeras tropas de las saigas,

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onagros, hemiones y caballos, losabultados ejércitos de los mamuts,los uros y los aurocs. Un rinocerontesumergía su opaca coraza en unaensenada; un jabalí maltrataba losviejos sauces; el oso de las cavernas,pacífico y formidable, avanzaba consu masa oscura; el lince, la pantera,el leopardo, el oso gris, el tigre, elleón amarillo y el león negro seemboscaban hambrientos o mordíanla presa cálida; su olor denunciaba alzorro, al chacal y a la hiena; lasmanadas de lobos y de perrosdesplegaban contra los animales

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débiles, heridos o agotados por lafatiga, su cautela y su paciencia. Portodas partes pululaba una menudapoblación de liebres, conejos,ratones de campo, campañoles,comadrejas y lirones.., de sapos,ranas, lagartos, víboras y culebras...de gusanos, larvas y orugas... desaltamontes, hormigas, cárabos... degorgojos, libélulas y nemoceros... demoscardones y avispas, abejas, dezánganos y de moscas... de vanesas,esfinges, piérides, luciérnagas,grillos, de abejorros, decucarachas...

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El río arrastraba juntos losárboles podridos las arenas y lasarcillas finas, los cadáveres, lashojas, las ramas y raíces.

Naoh amaba las olasformidables. Las veía descender ensu fiebre de otoño en un éxodoinagotable. Chocaban con las islas yrecluían en la orilla, en furiosascaídas de espuma, largas masasplanas y casi lacustres, torbellinos deesquisto o de malaquita, hojas denácar y remolinos de humo,despliegues espumosos, largosrumores de juventud, de energía y de

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exaltación.Lo mismo que el fuego, el agua

le parecía al Oulhamr un serinnumerable; lo mismo que el fuegodecrecía, aumentaba, surgía de loinvisible, se precipitaba a través delespacio, devoraba animales yhombres; caía del cielo y llenaba latierra, infatigable, utilizaba las rocas,arrastraba las piedras, la arena y laarcilla; ninguna planta ni animalpodía vivir sin ella; silbaba,clamaba, rugía; cantaba, reía ysollozaba; pasaba por donde nopasaría ni el insecto más diminuto; se

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la oía bajo la tierra; era muy pequeñaen su fuente; crecía en el arroyo; elpequeño río era más fuerte que losmamuts; y el río tan grande como elbosque. El agua dormía en elpantano, reposaba en el lago yavanzaba veloz en el río; seprecipitaba en el torrente; dabasaltos de tigre o de musmón en elrápido.

Todo eso sentía Naoh delantede las olas inagotables. Pero teníaque abrigarse. Había varias islas: unrefugio contra la actividad de lafiera, pero poco eficaz contra los

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hombres, estorbaban losmovimientos, hacían casi imposiblela conquista del fuego y exponía atodo tipo de emboscadas. Naohprefirió la ribera.

Se estableció en una roca deesquisto desde la que se dominabaparcialmente el lugar. Los flancoseran abruptos, la parte superiorformaba una meseta en la que podíanextenderse diez hombres. Lospreparativos del campamento seterminaron con el crepúsculo. Entrelos Oulhamr y sus perseguidoreshabía distancia suficiente como para

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no tener temor alguno durante lamitad de la noche.

El tiempo era fresco. Pocasnubes cruzaban el poniente escarlata.Tras devorar su comida de carnecruda, de nueces y setas, losguerreros observaban cómo la tierrase volvía negra. La claridad permitíadiscernir todavía las islas, pero no laotra orilla del río.

Pasaron unos onagros; unamanada de caballos descendió hastalas orillas; eran animales de cortaestatura, cuya cabeza parecíademasiado grande a causa de las

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crines enmarañadas. Susmovimientos tenían encanto; sus ojos,grandes y enloquecidos, lanzaban unresplandor azulado; la inquietudrompía y precipitaba su impulso;inclinados sobre el agua,permanecían temblorosos, olfateandoel espacio, llenos de desconfianza.Bebieron velozmente y huyeron.Entonces la noche desplegó su alacenicienta; ya cubría el oriente,mientras que por occidente persistíaun tenue color purpúreo; un rugidotronó en campo abierto:

-¡El león! -murmuró Gaw.

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-¡La orilla está llena de presas!-respondió Naoh-. El león es sabio.¡Antes atacará al antílope o al ciervoque a los hombres!

El rugido se alejó; los chacalesaullaron y vieron insinuarse sussiluetas ligeras; los Oulhamrdurmieron por turnos hasta el alba.Después emprendieron el descensopor la orilla del Gran Rio. Losmamuts les detuvieron. La anchuradel rebaño era de mil codos, y sulongitud era el triple; pastaban,arrancaban las mantas tiernas,desenterraban las raíces, y su

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existencia les pareció a los treshombres feliz, segura y magnífica. Aveces, disfrutando de su fuerza, seperseguían sobre la tierra blanda yentrechocaban suavemente sustrompas velludas. Bajo las inmensaspatas, el león gigante sería comoarcilla; sus defensas podríandesenraizar los robles, o romper consu cabeza de granito. Pensando en laflexibilidad de sus trompas, Naoh nopudo evitar decir:

-¡El mamut es el señor de todolo que vive sobre la tierra!

Pero no les tenía miedo: sabían

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que no atacaban a ningún animal sino se les importunaba. Luego Naohañadió:

-Aoum, el hijo del Cuervo, hizouna alianza con los mamuts.

-¿Por qué no hacemos nosotroscomo Aoum? -preguntó Gaw.

-Aoum entendía a los mamuts -replicó Naoh-. Nosotros no losentendemos.

Sin embargo, esa pregunta lehabía impresionado; seguía soñandoen ella mientras desde una distanciaprudencial rodeaban el rebañogigantesco. Y traduciendo en voz alta

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su pensamiento, volvió a decir:-Los mamuts no tienen la

palabra como el hombre. Seentienden entre ellos, conocen elgrito de los jefes; Goun dijo que anteuna orden ocupan el lugar que se lesindica, y que celebran consejo antesde partir para tierras nuevas... Siadivináramos sus signos, haríamosalianza con ellos.

Vio a un mamut enorme que lescontemplaba al pasar. Solitario,orilla abajo, entre jóvenes álamos,apacentaba los brotes tiernos. Naohno había encontrado a ninguno tan

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enorme. Su estatura era de docecodos. Unas crines espesas como lasde los leones cruzaban su nuca; sutrompa velluda parecía un serdistinto que tenía algo de árbol y deserpiente.

La visión de los tres hombrespareció interesarle, pues no podíasuponerse que le inquietara. Naohgritó:

-¡Los mamuts son fuertes! Elgran mamut es más fuerte que losdemás: aplastaría al tigre y al leóncomo si fueran gusanos, derribaríadiez aurocs con un choque de su

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peso... ¡Naoh, Nam y Gaw son losamigos del gran mamut!

El mamut levantó sus orejasmembranosas; escuchó los sonidosarticulados por el animal vertical,sacudió lentamente la trompa ybarritó.

-¡El mamut ha entendido! -gritóNaoh con alegría-. Sabe que losOulhamr reconocen su poder.

Y volvió a gritar:-¡Si los hijos del Leopardo, de

la Saiga y del Álamo recuperan elfuego, cogerán la castaña y la bellotapara dársela al gran mamut!

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Mientras hablaba, vio unalaguna en la que crecían nenúfaresorientales. Naoh no ignoraba que almamut le gustaban sus ramassubterráneas. Hizo una señal a suscompañeros; éstos se pusieron aarrancar las largas plantas rojizas.Cuando tuvieron un gran manojo, laslavaron con cuidado y se las llevaronal animal colosal. Cuando seencontraba a cincuenta codos dedistancia, Naoh volvió a hablar:

-¡Toma! Hemos arrancado estasplantas para que puedas comerlas.Así sabrás que los Oulhamr son los

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amigos del mamut. -Y se retiró.Curioso, el gigante se aproximó

a las raíces. Las conocía bien, legustaban. Mientras las comía, sinprisa, con largas pausas, observaba alos tres hombres. A veces, levantabala trompa para olfatearlos, y despuésla balanceaba con un aire pacífico.

Naoh se aproximó entonces conmovimientos imperceptibles: seencontró ante esas patas colosales,bajo aquella trompa quedesenraizaría los árboles, bajo esasdefensas tan largas como el cuerpode un uro; era como un ratón de

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campo delante de una pantera. Conun solo gesto, el animal podíareducirle a migajas. Pero, vibrandocon la fe que permite crear, temblabade esperanza y de inspiración... Latrompa le rozó, pasó sobre su cuerpoolfateándole; Naoh, sin aliento, tocóa su vez la trompa velluda. Despuésarrancó hierbas y brotes jóvenes queofreció en señal de alianza. Sabíaque estaba haciendo algo profundo yextraordinario, y su corazón seinflamó de entusiasmo.

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IV.- La alianza entre elhombre y el mamut.

Nam y Gaw vieron venir almamut junto a su jefe: así pudierondarse cuenta de la pequeñez delhombre; después, cuando la trompaenorme se posó sobre Naoh,murmuraron:

-¡Ay! Naoh va a ser aplastado,Nam y Gaw estarán solos ante losKzamms, los animales y las aguas.

Después vieron que la mano de

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Naoh tocaba al animal; y su alma sellenó de alegría y de orgullo:

-¡Naoh ha hecho alianza con elmamut! -murmuró Nam-. Naoh es elmás poderoso de los hombres.

Entonces, el hijo del Leopardogritó:

-Que Nam y Gaw se aproximencomo lo ha hecho Naoh... Arrancaránhierbas y brotes y se los ofrecerán almamut.

Le escucharon con el pechocálido, llenos de fe; avanzaron con lalentitud con la que habían vistohacerlo a su jefe, arrancando a su

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paso hierbas tiernas y raíces jóvenes.Cuando estuvieron cerca, tendieronsu cosecha. Como Naoh se la tendíaal mismo tiempo que ellos, el mamutfue a comerla. Así se fraguó laalianza de los Oulhamr con el mamut.

La luna nueva había crecido; seacercaba la noche en la que selevantaría tan grande como el sol. Yuna de esas noches, los Kzamms ylos Oulhamr acampaban a unadistancia de veinte mil codos. Lohacían a lo largo del río. LosKzamms ocupaban una franja secadel territorio; se calentaban ante el

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fuego que rugía, y comían grandestrozos de carne, pues la caza habíasido abundante, mientras que losOulhamr, en silencio, en la sombrahúmeda y fría, compartían algunasraíces y la carne de una palomatorcaz.

A diez mil codos de la orilla,los mamuts dormían entre lossicomoros. Durante el día soportabanla presencia de los nómadas; por lanoche, mostraban un humor másdesconfiado, bien porque conocíansus emboscadas o bien porque elreposo se lo estorbaba una presencia

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distinta a la de su raza. Cada noche,los Oulhamr se alejaban más allá dedonde su emanación podía serinoportuna. Pero, en esa ocasión,Naoh preguntó a sus compañeros:

-¿Nam y Gaw están dispuestos ala fatiga? ¿Sus miembros estánflexibles y su pecho lleno de aliento?

El hijo del Álamo respondió:-Nam ha dormido una parte del

día. ¿Por qué no iba a estar dispuestoal combate?

Y Gaw dijo a su vez:-El hijo de la Saiga puede

recorrer a toda velocidad la

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distancia que les separa de losKzamms.

-¡Muy bien! Naoh y sus hombresjóvenes irán hacia los Kzamms.Lucharán toda la noche paraconquistar el fuego.

Nam y Gaw se levantaron de unsalto y siguieron a su jefe. No sepodía contar con las tinieblas parasorprender al enemigo: una luna queapenas tenía cuernos se levantaba enla otra orilla del Gran Río. Lo mismoparecía rota al ras de las islas, comorota por alguna fila de altos álamos,a través de los cuales se deshacía en

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pequeñas lunas; además, se hundía enlas olas negras; donde su imagenvacilante recordaba a veces unabrillante nube de verano, y a veces searrastraba como una pitón cobriza, ose alargaba como un cisne; de suesfera brotaba una capa de escamas ymicas y se ensanchaba oblicuamentede una orilla a la otra.

Al principio, los Oulhamraceleraron su marcha, eligiendoterrenos en los que las hierbas fuerancortas. Pero volvieron más lento elpaso a medida que se aproximaban alcampamento de los Kzamms.

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Circulaban paralelamente los unoscon los otros, separados porintervalos considerables para vigilarla zona más amplia posible y noverse acorralados.

Bruscamente, al dar la vuelta aun mimbral, resplandecieron lasllamas, aunque todavía lejanas: elclaro de luna las empalidecía. LosKzamms dormían: tres guardianesmantenían las brasas y vigilaban enla noche. Los caminantes, ocultosentre los vegetales, espiaban elcampamento con una rabiosa codicia.¡Ay! ¡Si solamente pudieran robarles

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una chispa! Tenían preparadasbriznas secas, ramas finamentecortadas: el fuego no volvería amorir entre sus manos hasta que lohubieran aprisionado en la jaula decortezas, reforzada interiormente conpiedras planas. Pero, ¿cómoacercarse a la llama? ¿Cómo desviarla atención de los Kzamms,sobreexcitados desde la noche en queel hijo del Leopardo había aparecidoante su hoguera?. Naoh dijo:

-Ya está. Mientras que Naohsubirá a lo largo del Gran Río, Namy Gaw irán por la llanura, rodeando

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el campamento de los devoradoresde hombres. A veces se ocultarán yotras veces se mostrarán. Cuando losenemigos se lancen sobre su rastro,emprenderán la huida, pero no contoda su velocidad, pues es precisoque los Kzamms crean que van acogerles, y que les persigan muchotiempo. Nam y Gaw tendrán que servalientes para no huir demasiadorápido... Llevarán a los Kzammshasta detrás de la piedra roja. SiNaoh no está allí, pasarán entre losmamuts y el Gran Río. Naoh sabráencontrar su pista.

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Los jóvenes nómadas seestremecieron; les resultaba durosepararse de Naoh ante losformidables Kzamms. Dóciles, sedeslizaron a través de los vegetales,mientras el hijo del Leopardo sedirigía hacia la orilla. Pasó eltiempo. Nam se dejó ver bajo unacatalpa y desapareció; después lasilueta de Gaw se deslizófurtivamente sobre la hierba... Losvigilantes dieron la alarma; losKzamms surgieron en desorden, conprolongados gritos, y se reunieronalrededor de su jefe. Era un guerrero

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de altura mediocre pero tan fornidocomo el oso de las cavernas. Levantódos veces la maza, profirió unaspalabras roncas y dio la señal.

Los Kzamms formaron seisgrupos esparcidos en semicírculo.Naoh, asaltado por la duda y lainquietud, les vio desaparecer;después, sólo pensó en conquistar elfuego. Lo defendían cuatro hombreselegidos entre los más robustos. Unode ellos parecía sobre todoespeluznante. Tan fornido como eljefe, pero de mayor estatura, ladimensión de su maza anunciaba ya

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su fuerza. Se mostraba a plena luz.Naoh se fijó en la mandíbula enorme,los ojos ensombrecidos por arcadasvelludas, las piernas cortas,triangulares y enormes. Menosfuertes, los otros tres tenían, sinembargo, torsos gruesos y brazoslargos de músculos endurecidos.

La posición de Naoh erafavorable: la brisa, ligera peropersistente, soplaba hacia él,llevándose su emanación lejos de losguardianes. Los chacales recorrían lasabana emitiendo un olor punzante;además, había conservado una de las

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pieles de chacal. Esas circunstanciasle permitían acercarse a sesentacodos del fuego. Se detuvo muchotiempo. La luna sobrepasaba a losálamos cuando él se levantó y lanzóel grito de guerra.

Sorprendidos por su apariciónbrusca, los Kzamms le observaron.Pero su estupor no duró mucho:gritando todos juntos, levantaron elhacha de piedra, la maza o laazagaya.

Naoh clamó: -El hijo delLeopardo ha venido a través de lassabanas, los bosques, las montañas y

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los ríos porque su tribu no tienefuego... Si los Kzamms le dejantomar unos tizones de su hoguera, seretirará sin luchar.

No comprendían esas palabrasen lengua extranjera más de lo quehubieran comprendido el aullido delos lobos. Viendo que estaba solo,pensaron nada más que enaniquilarlo: Naoh retrocedió con laesperanza de que se dispersaran ypudiera alejarlos del fuego; selanzaron en grupo.

El mayor de ellos, en cuantoestuvo a una distancia conveniente,

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lanzó una azagaya de punta de sílex.Lo hizo con fuerza y habilidad. Elarma, rozando el hombro de Naoh,cayó sobre la tierra húmeda. ElOulhamr, que prefería ahorrar suspropias armas, cogió el dardo y lolanzó. Con un silbido, el armadescribió una curva y traspasó lagarganta de un Kzamm, que setambaleó y cayó al suelo. Lanzandoclamores de perros, sus compañerosrespondieron simultáneamente. Naohsólo tuvo tiempo de lanzarse a tierrapara evitar las puntas cortantes, y losdevoradores de hombres, creyendo

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que le habían alcanzado, seprecipitaron para acabar con él. Peroya había vuelto a saltar y respondió.Un Kzamm, golpeado en el vientre,abandonó la persecución, mientraslos otros dos daban un golpe tras otrocon sus azagayas: la sangre brotó dela cadera de Naoh, pero, sintiendoque la herida no era profunda, sepuso a correr alrededor de susadversarios, pues temía que leenvolvieran. Se alejaba y regresaba,hasta encontrarse entre el fuego y susenemigos.

-¡Naoh es más rápido que los

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Kzamms! -gritó-. Él cogerá el fuego,y los Kzamms habrán perdido dosguerreros.

De un salto llegó junto a lasllamas. Extendió las manos paracoger los tizones pero vio contemblor que todos estaban casiconsumidos.

Rodeó la hoguera con laesperanza de encontrar una rama quele sirviera, pero su búsqueda fuevana. ¡Y los Kzamms llegaban!Quiso huir, tropezó con un tronco ytrastabilló, mientras los enemigosconseguían cerrarle el camino

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acorralándolo contra el fuego.Aunque la hoguera ocupaba una zonaconsiderable, y se encontraba másalta, hubiera podido franquearla.Pero una enorme desesperanzallenaba su pecho; la idea de regresarvencido en la noche le resultóinsoportable. Levantando al mismotiempo el hacha y la maza, aceptó elcombate.

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V.- Para el fuego.

Los dos Kzamms seguíanaproximándose, aunque sus pasoseran ya más lentos. El más fuerteblandía una última azagaya quearrojó casi enseguida. Naoh ladesvió con un revés del hacha; elarma fina se perdió en las llamas. Enese mismo instante, las tres mazasgiraron. La de Naoh encontrósimultáneamente las otras dos y elgolpe rompió el impulso de losadversarios. El menos fuerte de los

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Kzamms se tambaleó. Dándosecuenta de eso, Naoh se precipitósobre él y con un enorme golpe lerompió la nuca. Pero él mismo fuealcanzado. Un nudo de la mazadesgarró rudamente su hombroizquierdo; apenas si pudo evitar quele golpeara en pleno cráneo.Resoplando, se lanzó hacia atráspara recuperar la posición, ydespués, con el arma en alto, esperó.

Sólo le quedaba un adversario,pero fue un momento espantoso. Subrazo izquierdo apenas podíaservirle, mientras que el Kzamm se

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levantaba, doblemente armado en laplenitud de su fuerza. Era el guerreroalto, de torso profundo, rodeado decostillas más parecidas a las de losaurocs que a las de los hombres, conbrazos cuya longitud sobrepasaba enun tercio a los de Naoh. Sus piernas,curvadas, demasiado cortas para lacarrera, le daban en cambio unequilibrio poderoso.

Antes del ataque decisivoexaminó solapadamente al granOulhamr. Pensando que susuperioridad sería mayor si golpeabacon las dos manos, sólo contemplaba

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su maza. Después, tomó la ofensiva.Las armas, casi iguales de peso,talladas en roble duro,entrechocaron. El golpe del Kzammfue más fuerte que el de Naoh, que nopodía utilizar la mano izquierda.Pero el hijo del Leopardo lo parócon un movimiento transversal.Cuando el Kzamm renovó el ataque,encontró el vacío; Naoh se habíaapartado. Fue él quien tomó laofensiva y a la tercera vez su mazacayó como una roca. Habría partidola cabeza del adversario si sus largosbrazos fibrosos no lo hubieran

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impedido; de nuevo los nudos deroble se encontraron y el Kzammretrocedió. Respondió con un golpefrenético que casi arrancó de cuajo lamaza de Naoh; y antes de que ésterecuperara la posición, las manos deldevorador de hombres se levantarony cayeron. El Oulhamr pudoamortiguar el golpe, pero nodetenerlo: alcanzado en plenocráneo, se dobló sobre las corvas,vio girar la tierra, los árboles y elfuego. En ese segundo mortal, elinstinto no le abandonó y una energíasuprema se elevó desde el fondo de

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su ser, lanzando su mazasesgadamente, antes de que eladversario se hubiera repuesto.Crujieron los huesos, y el Kzammcayó, perdiéndose su grito en lamuerte.

Entonces la alegría de Naohbramó como un torrente; con una risaronca, vio la hoguera, en la quesaltaban las llamas. Bajo los astrosprofundos, en el rumor del río, entreel murmullo ligero de la brisa,entrecortado con el aullido de loschacales y la voz de un león perdidoen la otra orilla, apenas podía

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concebir su triunfo.Y gritó con voz jadeante:-¡Naoh es el señor del fuego!Le parecía ser la vida soberana

del mundo. Giró lentamentealrededor del animal rojizo, tendió lamano hacia él, expuso el pecho a esacaricia perdida desde hacía tantotiempo. Y después, en el embeleso yel éxtasis todavía, murmuró otra vez:

-¡Naoh es el señor del fuego!La fiebre de su felicidad se

apaciguó. Comenzó a temer elregreso de los Kzamms; necesitaballevarse su conquista. Desatando las

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pequeñas piedras que llevaba con éldesde que había salido del granpantano, se dispuso a reunirlas conlas briznas, las cortezas y las cañas.Pero mirando por el campamentotuvo otra alegría: en un repliegue deterreno acababa de ver la jaula en laque los devoradores de hombresmantenían el fuego.

Era una especie de nido hechocon corteza, provisto de piedrasplanas dispuestas con un artegrosero, paciente y sólido; brillabaallí todavía una pequeña llama.Aunque Naoh sabía fabricar las

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jaulas del fuego también comocualquier hombre de su horda, lehabría sido difícil hacer una tanperfecta. Para eso se necesitabatiempo, elegir atentamente laspiedras y hacer muchos retoques. Lajaula de los Kzamms se componía deuna capa triple de hojas de esquisto,mantenidas exteriormente por unacorteza de roble verde; estaba atadacon ramitas flexibles. Una grietamantenía en funcionamiento un tiroligero.

Esas jaulas exigían unavigilancia incesante; había que

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defender la llama contra la lluvia ylos vientos; vigilar que no creciera niaumentara más allá de límites fijadospor una experiencia milenaria, yrenovar a menudo la corteza. Naohno ignoraba ninguno de los ritostransmitidos por los antepasados:reanimó ligeramente el fuego,embebió la superficie exterior con unpoco de agua de un charco, verificóla hendidura y los fragmentos deesquisto. Antes de huir se apoderó delas hachas y azagayas dispersas ylanzó una última mirada alcampamento y la llanura.

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Dos de los adversarios dirigíansu faz ruda hacia las estrellas; losotros dos, a pesar de sussufrimientos, se mantenían inmóvilespara hacerle creer que estabanmuertos. La prudencia y la ley de loshombres exigía que les matara. Naohse aproximó a aquel que estabaherido en el muslo y le apuntaba yacon la azagaya: pero un desagradoextraño le penetró el corazón, todo suodio se perdió en la alegría y nopodía resignarse a extinguir losnuevos alientos.

Era más urgente, además,

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apagar la hoguera: esparció lostizones con ayuda de una de lasmazas dejadas por los vencidos, loredujo a fragmentos demasiadopequeños para que duraran hasta elregreso de los guerreros; después,inmovilizando a los heridos concañas y ramas, gritó:

-Los Kzamms no han queridodar un tizón al hijo del Leopardo ylos Kzamms ya no tienen fuego.¡Errarán en la noche y en el frío hastaque vuelvan a unirse con su horda!...¡Así, los Oulhamr se han hecho másfuertes que los Kzamms!

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Naoh se encontró solo al pie dela colina en la que Nam y Gawdebían unirse con él. No se asombró:los jóvenes guerreros debieron hacergrandes rodeos delante de susperseguidores. Tras cubrirse laherida con hojas de sauce, se sentócerca de la llama ligera en dondebrillaba su destino. El tiempotranscurría lo mismo que las aguasdel Gran Río y los rayos de la lunaascendente. Cuando el astro alcanzóel cenit, Naoh levantó la cabeza.Entre los mil rumores dispersos,reconoció un ritmo particular, que

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era el de un hombre. Era un pasorápido, pero menos complicado queel de Los animales de cuatro patas.Casi imperceptible al principio, seprecisó, y después un impulso de labrisa trajo una emanación súbita quele hizo pensar al Oulhamr:

«Es el hijo del Álamo que hadespistado a sus enemigos.»

Pues ningún otro indicio depersecución se revelaba en lallanura. Poco después, una siluetaflexible se dibujó entre dossicomoros: Naoh reconoció que nose había equivocado: era Nam, que

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avanzaba en la capa plateada delclaro de luna. No tardó en apareceral pie de la colina. Y el jefepreguntó:

-¿Han perdido los Kzamms elrastro de Nam?

-Nam los ha llevado muy lejoshacia el norte, después les hasobrepasado y han marchado muchotiempo por el río. Luego se hadetenido; no ha visto, ni olido niolfateado a los devoradores dehombres.

-¡Muy bien! -respondió Naoh,pasándole la mano por la nuca-. Nam

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ha sido ágil y astuto. ¿Pero qué le hapasado a Gaw?

El hijo de la Saiga ha sidoperseguido por otro grupo deKzamms. Nam no ha encontrado surastro.

-Esperaremos a Gaw. Y ahora,que Nam vea.

Naoh condujo a su compañero.Al dar la vuelta a la colina, en unagrieta, Nam vio brillar una pequeñallama palpitante y cálida:

-¡Aquí está! -dijo simplementeel jefe-. Naoh ha conquistado elfuego.

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El joven lanzó un grito; sus ojoscrecieron por su embeleso; searrodilló ante el hijo del Leopardo ymurmuró:

-¡Naoh es tan astuto como unahorda de hombres!... Será el gran jefede los Oulhamr y ningún enemigo sele resistirá.

Se sentaron ante ese débil fuegoy fue como si la hoguera de lasnoches les protegiera de suvehemencia, al borde de las cavernasnatales, bajo las estrellas frías, antelos fuegos fatuos del gran pantano. Laidea del prolongado regreso ya no

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les era penosa: cuando hubieranabandonado las tierras del Gran Río,los Kzamms ya no les perseguirían:atravesarían zonas en las que sólolos animales recorrían las soledades.

Soñaron así mucho tiempo; elporvenir era para ellos un espaciolleno de promesas. Pero cuando laluna comenzó a crecer en el cielooccidental, la inquietud se alojó ensus pechos.

-¿Dónde está Gaw? -murmuró eljefe-... ¿No ha sabido despistar a losKzamms? ¿Ha sido detenido por unpantano o ha caído en una trampa?

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La llanura estaba muda, losanimales callaban, la misma brisaacababa de languidecer sobre el río yde desaparecer en los álamos; sólose escuchaba el rumor ensordecedorde las aguas. ¿Tendrían que esperarhasta el alba o ponerse a buscar alausente? A Naoh le repugnabaextrañamente dejar que Namguardara el fuego. Por otra parte, laimagen del joven guerreroperseguido por los devoradores dehombres le excitaba. Por causa delfuego, tenía que abandonarlo a susuerte, debía hacerlo, pero sentía por

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sus compañeros una ternura salvaje,participaban verdaderamente de supersona: los peligros de éstos lealarmaban tanto como los suyos,incluso más, pues sabía que ellos seexponían más que él a lasemboscadas, y estaban másamenazados por los elementos y losseres.

-¡Naoh va a buscar el rastro deGaw! -dijo finalmente-. Dejará queel hijo del Álamo vigile el fuego.Nam no tendrá reposo; mojará lacorteza cuando esté demasiadocaliente: no se alejará nunca más de

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lo que hace falta para ir hasta el río yregresar.

-¡Nam vigilará el fuego como sifuera su propia vida! -respondió confuerza el joven nómada. Y conorgullo, añadió:

-¡Nam sabe mantener la llama!Su madre se lo ha enseñado cuandoera tan pequeño como un lobato.

-¡Muy bien!. Si Naoh no haregresado cuando el sol esté a laaltura de los álamos, Nam serefugiará junto a los mamuts... Y siNaoh no ha regresado antes del finaldel día, Nam huirá solo hacia el país

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de caza de los Oulhamr.Se alejó, y toda su persona

vibraba de tristeza, y muchas vecesse volvió hacia la silueta cada vezmás pequeña de Nam, hacia lapequeña jaula del fuego, donde seimaginaba ver todavía la débil luz,que se confundía ya con el claro deluna.

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VI.- La búsqueda deGaw.

Para volver a encontrar la pistade Gaw, tuvo que regresar primerohacia el campamento de losdevoradores de hombres. Marchabaahora más lentamente. El hombro leardía bajo las hojas de sauce quehabía puesto sobre la herida; lacabeza le zumbaba: sentía dolor ahídonde le había alcanzado la maza yexperimentaba una melancolía al ver,

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tras la conquista del fuego, que sutarea seguía siendo tan dura eincierta.

Llegó así junto al mismofresnedal desde el que, con sushombres jóvenes, había visto elcampamento de los Kzamms. La otravez una hoguera rojiza apagaba allíel resplandor de la luna ascendente;pero ahora el campamento estabatriste, las brasas dispersadas porNaoh se habían apagado todas, y elastro nocturno y plateado se posabasobre la inmovilidad de los hombresy de las cosas; sólo se oía el quejido

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intermitente de un herido.Naoh, tras consultar con cada

uno de sus sentidos, tuvo laseguridad de que los perseguidoresno habían regresado. Marchó hacia elcampamento, y los quejidos delherido cesaron; allí sólo parecíahaber cadáveres. Pero no se retrasó;marchó en la dirección por la queGaw había huido al principio, yencontró la pista. Fácil de seguir alprincipio, pues iba acompañada porlos rastros de numerosos Kzamms, ycasi en línea recta, luego se doblaba,daba vueltas entre los montículos,

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volvía sobre sí misma, atravesabalas malezas. Una laguna la cortababruscamente: Naoh la volvió aencontrar dando la vuelta por laorilla, húmeda ahora, como si Gaw ylos otros se hubieran metido en elagua.

Delante de un bosque desicomoros, los Kzamms debierondividirse en muchos grupos. Naohconsiguió adivinar, sin embargo, ladirección favorable y avanzó tres ocuatro mil codos todavía. Peroentonces tuvo que detenerse. Grandesnubes se tragaron a la luna y el alba

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todavía no venía. El hijo delLeopardo se sentó al pie de unsicomoro que crecía desde hacía diezgeneraciones de hombres. Las fierashabían abandonado su caza, losanimales diurnos todavía no semovían, ocultos en la tierra, lasespesuras, los agujeros de losárboles, o entre las ramas.

Naoh descansó; algunas gotasdel tiempo eterno se derramaron através de la vida fugitiva del bosque.Después, una blancura pálida empezóa extenderse de cima en cima. Elalba del otoño, pesada y muerta,

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acariciaba las hojas débiles y losnidos ruinosos, empujando ante ellauna pequeña brisa que parecía sercomo el suspiro de los sicomoros.Naoh, de pie ante la luz, pálidotodavía como la ceniza blanca de unahoguera, comió un trozo de carneseca, se inclinó sobre el suelo yvolvió a seguir la pista. Esta le guiódurante varios miles de codos.Saliendo del bosque, atravesaba unallanura de arena en la que la hierbaera rara y los pequeños árbolescanijos, giraba entre las tierras en lasque los cañaverales rojos se pudrían

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a la orilla de los pantanos; subía auna colina y entraba entre laspequeñas colinas; se deteníafinalmente a la orilla de un río queGaw había franqueado.

También lo franqueó Naoh, y,tras prolongados recorridos,descubrió que convergían dos pistasde los Kzamms: ¡Gaw podía estarcercado! Entonces, el jefe pensó queestaría bien abandonar a su suerte alfugitivo para no arriesgar su vidacontra una sola existencia, la de Namy la del fuego. Pero la persecución leexasperaba, una fiebre latía entre sus

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sienes; a pesar de todo, unaesperanza se obstinaba; sufríatambién el arrastre de la inercia delas cosas comenzadas.

Además de los dos grupos deKzamms, cuya astucia acababa dereconocer Naoh, había que temertambién a aquel que había perseguidoa Nam, y que después de tantasvueltas y revueltas había tenidotiempo para tomar una posición deventaja, si no se había dividido engrupos envolventes. Confiando en sugran velocidad y en su astucia, elhijo del Leopardo siguió sin vacilar

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la pista de Gaw, deteniéndose apenaspara sondear la extensión.

El suelo se volvió duro: elgranito surgía bajo un humus pobre yde color azulado; después aparecióuna colina escarpada que Naohdecidió subir, pues los rastros eranahora tan recientes que podía esperarsorprender desde la cima la siluetade Gaw o a un grupo deperseguidores.

El nómada se deslizó entre lamaleza y llegó a la parte alta de lacolina. Lanzó una débil exclamación:Gaw acababa de aparecer en una

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banda de tierra rojiza, una tierrarojiza que parecía regada por lasangre de innumerables rebaños.Detrás de él, a mil codos, loshombres de grandes torsos y piernascortas avanzaban en orden disperso;hacia el norte aparecía un segundogrupo. Sin embargo, a pesar de ladureza de la persecución, el hijo dela Saiga no parecía agotado; losKzamms traicionaban una fatiga almenos igual a la suya. Durante lalarga noche de otoño, Gaw sólohabía corrido para rehuir a lasemboscadas o para inquietar a los

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enemigos. Por desgracia, lasmaniobras de los Kzamms le habíanextraviado; avanzaba a la aventura,sin saber ya si estaba al poniente o almediodía de la roca junto a la quedebía unirse a su jefe.

Naoh pudo seguir las peripeciasde la caza. Gaw se dirigía hacia unbosque de pinos que estaba alnoreste. El primer grupo le seguíaformando una línea discontinua quecortaba la retirada en un frente de milcodos. El segundo grupo, situado porel norte, comenzaba a desviarse parallegar al bosque al mismo tiempo que

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el fugitivo: pero mientras que éste loabordaría por el sudoeste, ellostendrían que acceder a él por ellevante. La situación no eradesesperada, ni siquiera demasiadodesfavorable, siempre que el fugitivoemprendiera un camino oblicuo haciael oeste, donde se encontraría acubierto. Como era veloz, le seríafácil tomar una delanteraconveniente, y si Naoh se unía a él,entonces podrían tomar la direccióndel Gran Río.

De un vistazo, el jefe reconocióel camino favorable: era una extensa

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espesura en donde estaría oculto y leconduciría hasta la altura del bosque,por poniente. Se disponía ya adescender la colina cuando unanueva peripecia, mucho más temible,le hizo temblar: apareció un tercergrupo, esta vez por el noroeste. Gawsólo podía evitar el acoso de losKzamms huyendo a gran velocidadpor occidente. Pero, como no parecíatener conciencia del peligro, seguíauna línea recta.

Una vez más, Naoh vaciló entrela necesidad de salvaguardar elfuego, a Nam y a sí mismo, y la

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tentación de socorrer a Gaw; y otravez más, cedió a la fuerza misteriosaque impulsa a los hombres y a losanimales a proseguir la obracomenzada. El hijo del Leopardo,tras contemplar prolongadamente ellugar, fijando en su retina todas lasparticularidades, bajó la colina.

Entró a lo largo de la maleza,siguiendo el límite occidental.Después dio un giro a través de lasaltas hierbas azules y rojas; y comosu velocidad superaba mucho a la delos Kzamms y a la de Gaw, queahorraba su aliento, llegó a ver el

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bosque antes de que el fugitivohubiera entrado en él. Ahora erapreciso darle a conocer su presencia.Imitó el bramido del élafo y lorepitió tres veces: era una señalfamiliar entre los Oulhamr.

Pero la distancia era demasiadogrande; en un momento normal, Gawpodría haberlo escuchado; perofatigado, y con la atención puesta enlos perseguidores, se le escapó lallamada. Naoh decidió entoncesaparecer: salió de las altas hierbas,surgió entre los enemigos y lanzó sugrito de guerra. Un largo aullido,

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repetido por los grupos de Kzammsque venían por el oeste y el este delbosque, repercutió en el espacio.Gaw se detuvo temblando sobre suscorvas por la alegría y el asombro;después, con toda su velocidad,corrió hacia el hijo del Leopardo.Este, convencido ya de que leseguían, huía por el caminopracticable. Pero el tercer grupo deKzamms, que también habíaadvertido aquello, cambió dedirección y se precipitó a cortarle laretirada, mientras que los primerosperseguidores avanzaban con gran

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velocidad en una dirección casiparalela a los fugitivos. Tuvieronéxito en sus maniobras: el camino deloeste se encontraba bloqueado a lavez por los Kzamms y por una masarocosa casi inaccesible, y eraimposible desviarse hacia elsudoeste, donde los guerrerosformaban un semicírculo.

Como Naoh llevaba a Gawdirectamente hacia la roca, losKzamms cerraron el acoso, lanzandoun grito de triunfo; muchos llegaron aestar a cincuenta codos de losOulhamr y lanzaron azagayas. Pero

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Naoh, atravesando una cortina demaleza, arrastró a su compañero através de un desfiladero entrevistodesde la cima de la colina. LosKzamms aullaron; algunos selanzaron también hacia eldesfiladero; los otros rodearon elobstáculo.

Entretanto, Naoh y Gaw huían atoda velocidad; habrían tomado unadelantera considerable si el terrenono hubiera sido tan difícil, desigual ymovedizo. Cuando llegaron al otroextremo de la masa rocosa, tresKzamms llegaban desde el norte

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cortándoles la retirada. Naoh hubierapodido desviarse hacia el mediodía;pero escuchaba el ruido creciente dela persecución: supo que por eselado también iban a cortarles laretirada. Toda vacilación era mortal.

Se lanzó directamente sobre losque llegaban, con la maza en unamano y el hacha en la otra, mientrasGaw cogía el arpón. Temerosos dedejar escapar a los Oulhamr, los tresKzamms se habían esparcido. Naohsaltó sobre aquel que estaba a suizquierda. Era un guerrero demasiadojoven, ágil y flexible, que levantó el

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hacha para detener el ataque. Ungolpe de la maza le arrancó el arma yun segundo golpe acabó con él.

Los otros dos devoradores dehombres se habían precipitado sobreGaw, pensando en acabar con élrápidamente para unir las fuerzascontra Naoh. El joven Oulhamr habíalanzado una azagaya hiriendo, aunquedébilmente, a uno de los agresores.Antes de que pudiera golpear con elvenablo, le habían alcanzado en elpecho. Un retroceso rápido y un saltotransversal le permitieron ponerse ala defensiva. Mientras que uno de los

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Kzamms le atacaba por delante, convelocidad, el otro trataba degolpearle por detrás. Gaw iba asucumbir cuando llegó Naoh. Lamaza enorme se abatió como el ruidode un árbol al caer; uno de losKzamms crujió y se desplomó; elotro se batió en retirada hacia ungrupo de guerreros que,desembocando por el norte, avanzabaa paso rápido.

Era demasiado tarde. LosOulhamr escapaban al acoso; huíanhacia el oeste, a lo largo de una líneaen la que ningún enemigo les impedía

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el paso; con cada salto, aumentabansu avance. Corrieron mucho tiempo,por momentos sobre tierras sonoras,unas veces sobre fango o entre lashierbas silbantes, otras veces entre lamaleza o en las turberas, enocasiones trepando las pendientes,otras bajando como locos. Muchoantes de que el sol estuviera en mitaddel firmamento, llevaban seis milcodos de delantera. A menudo,esperaron que el enemigo cesara lapersecución, pero cuando llegaban auna cima acababan por descubrir a lajauría encarnizada de los

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devoradores de hombres.Gaw se debilitaba. La herida no

había dejado de sangrar. A veces,sólo era un hilillo inapreciable: apesar de la furiosa carrera, la heridaparecía cerrada; pero después, trasalgunos esfuerzos más bruscos, oalgún paso en falso en una hendidura,el líquido rojo volvía a brotar.Habían pasado junto a unos álamosjóvenes, y Naoh le había hecho unemplaste de hojas; pero la heridaseguía sangrando bajo el vendaje;poco a poco, la velocidad de Gaw sehizo igual a la de los Kzamms, y

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después inferior. Ahora, cada vezque los fugitivos se daban la vueltapara mirar, la vanguardia de losKzamms había ganado terreno.

El hijo del Leopardo, con unarabia profunda, pensó que si Gaw norecuperaba fuerzas, les daríanalcance antes de poder llegar junto alrebaño de mamuts. Y Gaw norecuperaba las fuerzas; llegaron juntoa una colina por la que subió con undolor excesivo; en la cumbre, con laspiernas temblorosas y el rostro decolor ceniciento, con el corazónextenuado, se tambaleó. Naoh,

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volviéndose hacia el grupoenfurecido que comenzaba aascender la pendiente, vio lo muchoque había decrecido la distancia.

-Si Gaw ya no puede correr -dijo con una voz profunda-, losdevoradores de hombres nos habránalcanzado antes de que lleguemos aver el río.

-¡Los ojos de Gaw estánoscuros, sus orejas silban comogrillos! - balbuceó el joven guerrero-. Que el hijo del Leopardo prosigasolo la carrera, Gaw morirá por elfuego y por el jefe.

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-¡Gaw no morirá todavía!Volviéndose hacia los Kzamms,

Naoh lanzó un grito furioso deguerra, y después, cargándose a Gawsobre el hombro, reemprendió lacarrera. Al principio, su gran valor ysu musculatura formidable lepermitieron mantener las distancias.

Sobre el suelo en declive,saltaba, empujado por la carga quellevaba. Flexibles como ramas defresno, sus corvas sostenían esacaída incesante. Al llegar abajo de lacolina, su aliento se aceleró y suspies se hicieron más pesados. Sin su

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herida, que le ardía sordamente, sinel golpe de maza en la cabeza, quetodavía le zumbaba en los oídos,incluso con Gaw sobre el hombro,hubiera podido ir más rápido que losdevoradores de hombres, de piernascortas y fatigadas por la largacarrera. Pero había superado suspropias fuerzas: ningún animal sobrela estepa ni en los montes altoshabría podido soportar una carga tandura durante tanto tiempo. Ahora, sincesar, la distancia que les separabade los Kzamms se reducía. Sintió suspasos raspando la tierra y saltando

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en ella; sabía a cada momento cuántose aproximaban: estuvieron aquinientos codos, después acuatrocientos, luego a doscientos.Entonces, el hijo del Leopardo dejó aGaw en la tierra y, con la miradaperdida, tuvo una vacilación suprema

-Gaw, hijo de la Saiga -dijofinalmente-, ¡Naoh no puede llevarteya por delante de los devoradores dehombres!

Gaw se había levantado y dijo:-Naoh debe abandonar a Gaw y

salvar el fuego.Entumecido, pues a pesar de las

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sacudidas había dormido sobre elhombro del jefe, se sacudió, extendiólos brazos, y los Kzamms, que habíanllegado a sesenta codos de distancia,levantaron las azagayas paracomenzar la lucha. Naoh, decidido ano huir más que en el últimomomento, les hizo frente. Zumbaronlos primeros proyectiles; lanzadosdesde muy lejos, la mayor parte deellos cayeron fuera de donde estabanlos Oulhamr; sólo uno de ellos,rozando a Gaw en la pierna, le hizouna herida tan ligera como la de unaespina de escaramujo.

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Como respuesta, Naoh alcanzóal más cercano de los devoradoresde hombres; después, traspasó elvientre de un guerrero que avanzabaa grandes saltos. Esa doble hazañacausó problemas a la vanguardia deagresores. Lanzaron un rugidoespantoso, pero se detuvieron paraesperar refuerzos.

Esa pausa favoreció a losOulhamr. La ligera herida parecíahaber despertado a Gaw. Con unamano débil todavía, había cogido unarpón y lo blandía, esperando que losenemigos estuviesen a su alcance.

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Naoh, viendo ese gesto, preguntó:-¿Ha recuperado Gaw la fuerza?

¡Que huya!... Naoh retrasará lapersecución. El joven guerrerovaciló, pero el jefe repuso con vozcortante: ¡Vete!

Gaw empezó a huir con un pasovacilante y pesado al principio, peroque después iba afirmándose. Naohretrocedió, lento y formidable,llevando en cada mano una azagaya,y los Kzamms vacilaron.

Finalmente, el jefe ordenó elataque. Silbaron los dardos, saltaronlos hombres. Naoh detuvo a otros

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dos guerreros en su carrera y cedióterreno.

La persecución volvió aempezar en la tierra innumerable. Aveces, Gaw recuperaba la fuerza delas corvas, pero otras veceslanguidecía con los músculosblandos y el aliento difícil. Naoh learrastraba por la mano. Los Kzammsseguían teniendo la ventaja.Mantenían un trote sostenido, sinprecipitarse siquiera, confiados en suresistencia. Y Naoh ya no podíacargar a su compañero. La gran fatigay la fiebre hacían insufrible la

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herida; el cráneo lo tenía lleno derumores; y, además, se habíagolpeado el pie contra una roca.

-¡Es preciso que Gaw muera! -repetía incesantemente el jovenguerrero-. Naoh dirá que hacombatido bien.

Sombrío, el jefe no lerespondía. Escuchaba el trote de losenemigos. De nuevo estuvieron adoscientos codos, después a cien,mientras los fugitivos subían unapendiente. Entonces, el hijo delLeopardo, reuniendo sus profundasenergías, mantuvo la distancia hasta

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la altura de la colina. Y allí,arrojando una mirada prolongadahacia occidente, con el pechopalpitándole a la vez por la fatiga yla esperanza, gritó:

-¡El Gran Rio... los mamuts!Ahí estaba el agua inmensa,

reflejándose entre los álamos, losolmos y los fresnos; también estabaallí el rebaño, a cuatro mil codos dedistancia, apacentando las raíces ylos árboles jóvenes. Naoh seprecipitó, arrastrando a Gaw en unimpulso que le hizo ganar más decien codos.

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¡Era el último sobresalto! Luegoperdieron ese débil avance, codo acodo. Los Kzamms lanzaron su gritode guerra. Cuando dos mil codosseparaban a Naoh y Gaw de la cimade la colina, los Kzamms los teníancasi a su alcance. Contemplaban supaso igual y breve, tan seguros dealcanzar a los Oulhamr cuando máslos acosaran contra el rebaño demamuts. Sabían que éstos, a pesar desu indiferencia pacífica, no sufríanninguna presencia; por eso,rechazarían a los fugitivos.

Sin embargo, los perseguidores

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no dejaban de acercarse a ellos;escuchaban ahora su aliento; ytodavía tenían que recorrer milcodos. Entonces, Naoh lanzó unquejido largo, y vio salir a unhombre de un bosque de plátanos;después, uno de los animalesenormes levantó la trompa con unbarritado estridente. Acudió seguidode otros tres, directamente hacia elhijo del Leopardo. Espantados perofelices, los Kzamms se detuvieron: loúnico que tenían que hacer eraesperar el retorno de los Oulhamrpara acosarlos y aniquilarlos. Sin

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embargo, Naoh siguió corriendodurante un centenar de codos, ydespués, volviendo hacia losKzamms su rostro marcado por lafatiga y sus ojos brillantes por eltriunfo, gritó:

-Los Oulhamr han hecho unaalianza con los mamuts. Naoh se ríede los devoradores de hombres.

Mientras él hablaba, llegaronlos mamuts; ante el infinito estuporde los Kzamms, el más grande pusosu trompa sobre el hombro delOulhamr. Y Naoh siguió diciendo:

-Naoh ha tomado el fuego. Ha

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aniquilado cuatro guerreros en elcampamento; ha abatido otros cuatrodurante la persecución...

Los Kzamms respondieron congritos de furor, pero como losmamuts seguían avanzando,retrocedieron precipitadamente,pues, como los Oulhamr, no habíanconcebido aún que el hombre pudieraluchar contra esas hordas colosales.

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VII.- La vida con losmamuts.

Nam había mantenido bien elfuego. Ardía claro y puro en su jaulacuando Naoh lo encontró. Y aunquesu fatiga era extrema, y la heridamordía su carne como si fuera unlobo, y su cabeza le zumbaba por lafiebre, el hijo del Leopardo sintiópor un momento una gran felicidad.En su enorme pecho latía toda laesperanza humana, más bella todavía

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porque ya no pensaba en la muerte,aunque no la ignoraba. La juventudpalpitaba en él, y en su escasacapacidad de previsión, aquello erala eternidad.

Vio el pantano en la primavera,cuando las cañas lanzan todas juntassus flechas tiernas, cuando losálamos, los olmos y los sauces serevisten de verde y blanco, cuandolas cercetas, las garzas, las palomastorcaces y los patos se llaman,cuando cae la lluvia tan alegre comosi la vida misma se derramara sobrela tierra.

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Y delante de las aguas, y sobrelas hierbas y entre los árboles, elrostro de la posteridad era el rostrode Gammla; toda la alegría de loshombres era el cuerpo flexible, losbrazos finos y el vientre redondo dela hija de Faouhm.

Después de que Naoh soñaradelante del fuego, recogió raíces yplantas tiernas para hacer unhomenaje al jefe de los mamuts, puespensaba que la alianza, para serduradera, debía renovarse cada día.Sólo entonces, haciéndose cargoNam de la guardia, eligió un lugar

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para retirarse en el centro del granrebaño y se tendió allí.

-Si los mamuts abandonan elpasto -dijo Nam-, despertaré al hijodel Leopardo.

-El pasto es aquí abundante -respondió Naoh-. Los mamutscomerán hasta la noche.

Cayó en un sueño profundocomo la muerte. Al despertar, el solse inclinaba sobre la sabana. Seamontonaban unas nubes del colordel esquisto, y suavemente setragaron el disco amarillo, parecidoa una enorme flor de nenúfar. Naoh

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sentía que tenía los miembros rotospor las articulaciones; la fiebrecorría por su cráneo y su columna;pero el zumbido se fue debilitando ensus oídos y retrocedió el dolor delhombro.

Se levantó, contempló primeroel fuego y preguntó después alvigilante:

-¿Han regresado los Kzamms?-Todavía no se han alejado...

esperan a la orilla del río, delante dela isla de los álamos altos.

-¡Muy bien! -contestó el hijo delLeopardo-. No tendrán fuego durante

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las noches húmedas; perderán elvalor y regresarán hacia su horda.Que duerma ahora Nam.

Mientras Nam se acostaba sobrelas hojas y los líquenes, Naohexaminó a Gaw, que se agitaba en unsueño. El joven estaba débil, con lapiel ardiente; el aliento le salía confatiga, pero ya no le brotaba sangredel pecho. El jefe, comprendiendoque todavía no entraría en las raícesde la tierra profunda, se inclinósobre el fuego, con un deseo de verlocrecer en una hoguera de ramassecas.

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Pero dejó ese deseo para lassiguientes jornadas. Pues todavíatenía que obtener que el jefe de losmamuts permitiera a los Oulhamrpasar la noche en su campamento.Naoh lo buscó con la mirada y lo viosolitario, según acostumbraba, paravigilar mejor el rebaño y escrutarmejor el campo abierto. Apacentabaunos arbolillos cuya cabeza apenassobresalía del suelo. El hijo delLeopardo recogió raícescomestibles; encontró también habasde pantano, se dirigió entonces haciael gran mamut.

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Al acercarse a él, el animaldejó de comer los tiernos arbolillos;agitó suavemente la trompa velluda;incluso dio algunos pasos haciaNaoh. Viéndole con las manoscargadas de comida mostró sualegría y comenzó a experimentartambién una ternura hacia el hombre.El nómada tendió la comida quesostenía contra su pecho y murmuró:

-Jefe de los mamuts, losKzamms todavía no han abandonadoel río. Los Oulhamr son más fuertesque los Kzamms, pero sólo son tres,mientras que ellos son más de tres

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veces las dos manos. ¡Nos matarán sinos alejamos de los mamuts!

El mamut, saciado por unajornada entera dedicada a pastar,comía lentamente las raíces y lashabas. Cuando terminó, contempló elsol poniente, y después se acostósobre el suelo, rodeando a mediascon su trompa el torso del hombre.Naoh comprendió que la alianza sehabía completado, que podríaaguardar su curación y la de Gaw enel campamento de los mamuts, alabrigo de los Kzamms, del león, deltigre y del oso gris. Quizá incluso le

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concederían encender el fuegodevorador y degustar la suavidad delas raíces, de las castañas y de lascarnes asadas.

El sol se ensangrentabaentonces hacia el vasto occidente, yencendió después las nubesmagnificas. Fue una anochecida rojacomo la flor del cañacoro, amarillacomo una pradera de ranúnculos,lilas como las mariposas en unaorilla otoñal, y sus fuegos penetrabanen la profundidad del río: fue una deesas anochecidas hermosas de latierra mortal.

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No penetraba en zonasinconmensurables como en loscrepúsculos del verano; pero habíalagos, islas y cavernas petrificadasen el resplandor de las magnolias,los gladiolos y los escaramujos, yese fulgor conmovió el alma salvajede Naoh. Se preguntó por aquel queencendería esas extensionesinnumerables, y por qué hombres yanimales vivirían detrás de lamontaña del cielo.

Naoh, Gaw y Nam vivían yadesde hacía tres días en elcampamento de los mamuts. Los

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vengativos Kzamms seguíanrecorriendo la orilla del gran río, enla esperanza de capturar y devorar alos hombres que habían burlado suastucia, desafiado su fuerza y robadosu fuego.

Naoh ya no les temía, pues sualianza con los mamuts se habíahecho perfecta. Cada mañana, susfuerzas eran más seguras. No lezumbaba el cráneo; la herida delhombro, poco profunda, se curabacon rapidez, ya no tenía fiebre.También Gaw se curaba. A menudo,los tres Oulhamr, subiéndose a un

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montículo, desafiaban a losadversarios.

Naoh les gritaba:-¿Por qué dais vueltas alrededor

de los mamuts y de los Oulhamr?Delante de los mamuts sois comochacales delante de un gran oso. ¡Nila maza, ni el hacha de ningúnKzamm puede resistirse a la maza yel hacha de Naoh! Si no os vais haciavuestras tierras de caza, ostenderemos trampas y os mataremos.

Nam y Gaw lanzaban su grito deguerra blandiendo las azagayas; perolos Kzamms caminaban entre la

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espesura, entre los cañaverales,sobre la sabana o sobre los arces, lossicomoros, los fresnos y los álamos.Bruscamente, percibían un torsovelludo, una cabeza de cabelloslargos; o unas siluetas confusas sedeslizaban en la penumbra. Y aunqueya no tenían temor, los Oulhamrdetestaban su presencia maligna. Lesimpedía alejarse para reconocer elpaís; amenazaba su futuro, puestendrían que abandonar pronto a losmamuts para regresar hacia el norte.

El hijo del Leopardo buscabamedios de alejar al enemigo de su

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pista. Seguía rindiendo homenaje aljefe de los mamuts. Tres veces aldía, reunía para él alimentos tiernos,y pasaba muchos momentos sentadojunto a él, tratando de entender sulenguaje y hacerle entender elpropio. El mamut escuchaba de buengrado la palabra humana, sacudía lacabeza y parecía pensativo; a veces,un resplandor singular brillaba en suojo oscuro o plegaba el párpadocomo si riera. En esos momentos,Naoh pensaba:

«El gran mamut comprende aNaoh, pero Naoh no le entendía a él

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todavía.»Sin embargo, intercambiaban

gestos cuyo sentido no les eradudoso, y que se relacionaban con elalimento. Cuando el nómada gritaba:

- ¡Toma!El mamut se acercaba

enseguida, aunque Naoh se hubieraocultado, pues sabía que encontraríaraíces, ramas frescas o frutos. Poco apoco, aprendieron a llamarse,incluso sin motivo. El mamut lanzabaun barritado suave; Naoh articulabauna o dos sílabas. Se sentíancontentos de estar uno al lado del

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otro. El hombre se sentaba sobre latierra: el mamut daba vueltas a sualrededor, y a veces como un juego,lo levantaba enrollándolo en latrompa, delicadamente.

Para conseguir su objetivo,Naoh había ordenado a sus guerrerosque rindieran homenaje a otros dosmamuts que eran jefes después delcoloso. Como ahora se habíanfamiliarizado con los nómadas, leshabían entregado el afecto que se lespedía. Después, Naoh habíaenseñado a los jóvenes la manera dehabituar a los gigantes a su voz, de

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modo que, al quinto día, los mamutsacudían al grito de Nam y Gaw.

Los Oulhamr sentían una granfelicidad. Una noche, antes de queterminara el crepúsculo, Naoh,habiendo acumulado ramas y hierbassecas, se atrevió a echarlas en elfuego. El aire era fresco, bastanteseco, y la brisa muy lenta. Y la llamacreció, al principio negra por elhumo, pero después pura, gruñendo,con el color de la aurora. Losmamuts acudieron de todas partes,podían ver avanzar sus grandescabezas, y la inquietud se reflejaba

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en sus ojos. Los más nerviososbarritaron. ¡Pues conocían el fuego!Lo habían encontrado en la sabana yen el bosque, después de que seabatiera el rayo; los habíaperseguido, con crujidos espantosos;su aliento les quemaba la carne, susdientes traspasaban su pielinvulnerable; los viejos se acordabande compañeros que habían sidoatrapados por esa cosa terrible, y queno habían regresado. Asíconsideraban, con temor y amenaza,esa llama alrededor de la cualestaban los pequeños animales

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verticales.Naoh, comprendiendo su

desagrado, acudió junto al granmamut y le dijo:

-El fuego de los Oulhamr nopuede huir; no puede crecer a travésde las plantas; no puede arrojarsesobre los mamuts. Naoh lo haaprisionado en un suelo en el que noencontraría ningún alimento.

El coloso, llegando a diez pasosde la llama, la contempló, y, máscurioso que sus semejantes, y con unaconfianza oscura al ver tan tranquilosa sus débiles amigos, se calmó. Y

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como su agitación y su calmareglamentaban desde hacía muchosaños la agitación y la calma delrebaño, todos, poco a poco, dejaronde temer al fuego inmóvil de losOulhamr tal como temían al fuegoformidable que galopaba sobre laestepa.

Así, Naoh pudo alimentar lallama y alejar las tinieblas. Aquellanoche disfrutó de la carne, la raíces ylas setas asadas, y se deleitó conello.

Al sexto día, la presencia de losKzamms se hizo más insoportable.

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Naoh había recuperado ya toda sufuerza; la inacción le pesaba; elcampo libre le llamaba hacia elnorte. Habiendo visto aparecermuchos torsos velludos entre losplátanos, le arrebató la cólera yexclamó:

-¡Los Kzamms no se nutrirán dela carne de Naoh, de Gaw y de Nam!Después hizo venir a sus compañerosy les dijo:

-Llamaréis a los mamuts con losque habéis hecho alianza, y yo haréque me siga el gran jefe. Asípodremos combatir a los

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devoradores de hombres.Habiendo ocultado el fuego en

lugar seguro, los Oulhamr sepusieron en camino. A medida que sealejaban del campamento, ibanofreciendo alimentos a los mamuts, y,a intervalos, Naoh hablaba con vozsuave. Pero, al encontrarse a unacorta distancia, los colososvacilaron. A cada paso queadelantaban crecía su sentimiento deresponsabilidad hacia el rebaño. Sedetenían y volvían la cabeza haciaoccidente. Después, dejaron deavanzar. Cuando Naoh lanzó el grito

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de llamada, el jefe de los mamuts lerespondió con su propia llamada. Elhijo del Leopardo volvió sobre suspasos, deslizó la mano sobre latrompa de su aliado y le dijo:

-¡Los Kzamms están ocultosentre los arbustos! ¡Si los mamutsnos ayudan a combatirlos, no seatreverán a seguir dando vueltasalrededor del campamento!

El jefe de los mamutspermanecía impasible. No dejaba demirar hacia atrás, al rebaño cuyodestino dirigía. Naoh, sabiendo quelos Kzamms estaban ocultos a

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escasos tiros de flecha, no queríaresignarse a abandonar el ataque.Seguido por Nam y Gaw, se deslizóa través de los vegetales. Silbaronlas jabalinas; muchos Kzamms selevantaron de la espesura para vermejor al enemigo; y Naoh lanzó ungrito de llamada largo y estridente.

Entonces, el jefe de los mamutspareció comprender. Lanzó alespacio el barritado formidable quereunía al rebaño, y se lanzó, seguidode los otros dos machos, sobre losdevoradores de hombres. Naoh,blandiendo la maza, y Nam y Gaw

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llevando el hacha en la izquierda yun dardo en la mano derecha, selanzaron clamando belicosamente.Espantados, los Kzamms sedispersaron a través de la maleza,pero los mamuts ya se habíanenfurecido: cargaron contra losfugitivos como lo habrían hechocontra los rinocerontes, mientras queen la orilla del Gran Río se veía queel rebaño acudía en masasenfurecidas. Todo crujía bajo el pasode las formidables bestias; losanimales ocultos, lobos, chacales,corzos, ciervos, élafos, caballos,

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saigas y jabalíes, se levantaban en elhorizonte como ante una crecida delrío.

El gran mamut fue el primero enalcanzar un fugitivo. El Kzamm selanzó al suelo gritando de terror,pero la trompa musculosa se recreópara cogerlo; lanzó al hombreverticalmente, a diez codos de latierra, y cuando cayó lo aplastó conuna de sus enormes patas como sifuera un insecto. Después, otrodevorador de hombres expiró bajolas defensas del segundo macho, yluego se vio a un guerrero, muy joven

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todavía, retorcerse aullando ysollozando en un abrazo mortal.

Llegaba el rebaño. Sobre lamaleza ascendía su flujo; un macareode músculos se tragó la llanura; latierra palpitó como un pecho; todoslos Kzamms que se encontraban a supaso, desde el Gran Rio hasta lascolinas y el bosque de fresnos,fueron reducidos a lodosanguinolento. Sólo entonces seapaciguó el furor de los mamuts. Eljefe, detenido al pie de la pequeñacolina, dio la señal de la paz: todosse detuvieron, con los ojos todavía

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chispeantes, los costados sacudidospor estremecimientos.

Los Kzamms que habíanescapado del desastre huían comolocos hacia el sur. Ya no tenían quetemer sus emboscadas: renunciabanpara siempre a perseguir y devorar alos Oulhamr; llevaban a su horda lanoticia sorprendente de la alianza delos hombres del norte y los mamuts,formando una leyenda que seperpetuaría a través de innumerablesgeneraciones.

Durante diez días, los mamutsdescendieron hacia las tierras bajas,

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siguiendo la orilla del río. Su vidaera hermosa. Perfectamenteadaptados a sus pastos, la fuerzallenaba sus flancos pesados; unaalimentación abundante se ofrecía entodas las vueltas del río, en los limospalustres, en el humus de lasllanuras, entre los viejos yvenerables oquedales.

Ningún animal estorbaba sucamino. Soberanos en todas partes,señores de sus éxodos y sus reposos,los antepasados habían asegurado suvictoria, perfeccionado su instinto,suavizado sus costumbres sociales,

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reglamentado su marcha, su táctica,su campamento y jerarquía, provistoa la defensa de los débiles y alentendimiento de los poderosos.

La estructura de su celebro eradelicada, sus sentidos sutiles: teníanuna vista preciosa, no la pupila vagade los caballos o los uros, un olfatofino, tacto seguro y oído agudo.Enormes pero flexibles, pesadospero ágiles, exploraban las aguas y latierra, tocaban los obstáculos,olfateaban, recogían, desenraizaban,amasaban con esa trompa de nerviosfinos que se enrollaba como una

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serpiente, sofocaba como un oso,trabajaba como la mano de unhombre. Sus defensas se clavaban enel suelo; con un solo golpe de suspatas circulares aplastaban al león.

Nada ponía límites a la victoriade su raza. El tiempo les pertenecíalo mismo que la extensión libre.¿Quién habría podido turbar sureposo, quién les impediríaperpetuarse durante generaciones tannumerosas como aquellas de las queeran descendientes?

Así soñaba Naoh mientrasacompañaba al pueblo de colosos.

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Escuchaba con felicidad cómo crujíala tierra bajo su marcha, pensabaorgullosamente en sus largas ypacíficas filas, escalonadas en el ríoo bajo las enramadas del otoño;todos los animales se apartabancuando ellos llegaban, y los pájaros,para verlos, descendían del cielo ose elevaban entre los cañaverales.Fueron unos días tan amables por laseguridad y la abundancia que, de noser por el recuerdo de Gammla,Naoh no hubiera deseado queterminaran. Pues ahora que conocía alos mamuts sabía que eran menos

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duros, menos inseguros y másequitativos que los hombres. Su jefeno era, como Faouhm, temible parasus amigos: conducía el rebaño sinamenazas y sin perfidia. Ni un solomamut tenía el humor feroz de Aghooy sus hermanos.

Desde el amanecer, cuando elrío se volvía gris ante el oriente, losmamuts se levantaban sobre la tierrahúmeda. El fuego crujía, alimentadocon pino o sicomoro, con álamo otilo, y en la profundidad silvestre,sobre la orilla brumosa, los animalessabían que la vida del mundo había

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reaparecido. Se crecía en las nubes,escribiendo en ella el símbolo detodo lo que hacía brotar de la nadade las tinieblas, donde, sin ellos, lospórfidos, el cuarzo, el gneis, la mica,los minerales, las gemas y losmármoles dormirían incoloros yglaciales; de todas partes creabaformas y colores abrazando el martumultuoso y volatilizándolo en elespacio, uniéndose al agua para tejerlas plantas y amasar la carne de losanimales.

Cuando llenaba el cielo pesadodel otoño, los mamuts barritaban

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levantando las trompas y disfrutabande esa juventud que está en lamañana y que hace olvidar la noche.Se perseguían hasta las sinuosidadesde las ensenadas y la punta de lospromontorios; se reunían en grupos,conmovidos por el placer simple yprofundo de sentir que seguíansiendo las mismas estructuras,teniendo los mismos instintos y losmismos gestos. Después, sin prisa niesfuerzo, desenterraban raíces,arrancaban ramas frescas,apacentaban la hierba, comían lascastañas y bellotas, degustaban

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diversas setas y hasta la trufa. Lesgustaba bajar todos juntos a abrevar.Entonces, su pueblo parecía másnumeroso, y su masa másimpresionante.

Para verlos rodar en la orilla,Naoh ascendía cualquier pequeñacolina o escalaba una roca. Suslomos se sucedían como las olas deuna crecida, sus gruesas patashoradaban la arcilla, sus orejas seasemejaban a murciélagos gigantes,dispuestos siempre a echarse a volar;agitaban sus trompas y troncos decodeso cubiertos de una espuma

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cenagosa, y las defensas, acentenares, alargaban sus venabloslisos, brillantes y curvos.

Llegaba la noche. De nuevo, lasnubes recuperaban el esplendor delas cosas, la noche carnívora seabatía como una niebla violácea y elfuego comenzaba a crecer. LosOulhamr lo alimentabancopiosamente. Él devorabagolosamente la madera del pino y lashierbas secas, resollaba al roer elsauce, su aliento se hacía acre alatravesar las ramas y las hojashúmedas. A medida que crecía, su

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cuerpo se hacía más claro, su vozmás ronca, secaba la tierra fría yrechazaba las tinieblas hasta milcodos de distancia. Mientras el fuegoañadía a las carnes, las castañas yraíces un sabor penetrante, el granmamut venía a contemplarlo. Sehabía acostumbrado y se complacíaen su caricia y su brillo; fijaba en élojos pensativos y consideraba losgestos de Naoh, de Nam o de Gawechando ramas o hierbas en susbocas escarlatas. Quizá, vagamente,veía que la raza de mamuts seríatodavía más fuerte si aprendiera a

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servirse del fuego.Una noche se acercó más que de

costumbre, adelantando la trompa yolfateando los alientos que salían deese animal de formas cambiantes. Sedetuvo, tan inmóvil que parecía unaroca de esquisto; cogiendo unagruesa rama, la sostuvo un momentoen el aire y la arrojó en medio de lasllamas. Brotó así un reguero dechispas, y el fuego crujió, silbó,humeó y se inflamó. Entonces,sacudiendo la cabeza con aire dealegría, fue a colocar la trompa en elhombro de Naoh, que no había hecho

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un solo gesto. Arrebatado por elestupor y la admiración, creyó quelos mamuts sabían mantener el fuego,como los hombres, y se preguntó porla razón de que pasaran sus nochesen el frío y la humedad.

Desde esa noche, el gran mamutse acercó todavía más a los nómadas.Les ayudaba a reunir la provisión demadera, alimentaba el fuego consagacidad y prudencia, soñaba en esaclaridad cobriza, púrpura o carmesí,según las fases de la llama. Nuevasideas crecían en su enorme cráneo,estableciendo un lazo mental entre él

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y los Oulhamr. Comprendía muchaspalabras y gestos, incluso sabíahacerse entender: en aquel tiempo,las palabras que intercambiaban loshombres no sobrepasaban a lasacciones inmediatas y muy próximas;la previsión de los mamuts y suconocimiento de las cosas habíanllegado a su apogeo. Así, su jefereglamentaba con algún tiempo deadelanto la puesta en marcha de lapoblación, cuando entraban enterritorios sospechosos oenigmáticos; se hacía preceder deexploradores; su experiencia, guiada

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con una memoria tenaz, nutrida por lareflexión, tenía variedad yenvergadura. Con menos precisiónque Naoh, pero tenía ideas no menosseguras sobre las aguas, las plantas ylos animales; entreveía la sucesiónde períodos tristes y períodos fértilesdel año; discernía toscamente elcurso del sol y no lo confundía con elde la luna. Si hubiera hablado lalengua de los hombres, no habríaparecido más tosco que Aghoo y sushermanos, e incluso habría expresadoalgunas cosas que ni el propio viejoGoun concebía.

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Pues si los hombres, desdehacía millares de siglos,acrecentaban y afinaban suentendimiento con todo lo que habíantocado y transformado sus manos, losmamuts, con la ayuda de su ingeniosatrompa, desarrollaban muchas ideasque eran extrañas a los hombres.Pero al verse reducidos a escasasentonaciones y signos, el lenguaje delos colosos no podía traducir todo loque sabían; los más sutiles estabanaislados en su soledad cerebral,ninguna reflexión múltiple podíacombinarse con otras, o extenderse

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por ese río de la tradición oral queen los hombres llevaba, reunía yvariaba infatigablemente laexperiencia, la invención y lasimágenes... Sin embargo, la distanciano era todavía infranqueable. Si latradición de los mamuts se limitaba ala reproducción de los actos y gestosmilenarios, a la transmisión deastucias y tácticas, a una educaciónsimple sobre el uso de los objetos ode los deberes hacia la comunidad ylos individuos, poseían la ventaja deun instinto social más antiguo que elde los hombres, y de una longevidad

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que favorecía la experienciaindividual. Pues el hombre no estabahecho para vivir tantas estacionescomo un mamut, y estaba mucho mássujeto a perecer accidentalmente: nopodía contar con una protección muyeficaz; el odio de sus semejantes leamenazaba, no sólo en el exterior,sino dentro de la propia horda. Poreso era menor el número de hombresque habían recibido de la vida unalección al mismo tiempo duradera ynumerosa. Y Naoh percibía en sucolosal compañero, en el que unaexistencia larga había dejado intactos

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el vigor, la flexibilidad y lamemoria, cuyo ojo, oído y olfatoguardaban su juventud, unainteligencia que consideraba superiora la del viejo Goun, cuyos recuerdoseran vastos, pero cuyasarticulaciones se habían vueltorígidas, sus movimientos lentos eindecisos, el oído duro y la vistaturbada.

Entretanto los mamuts seguíandescendiendo por el curso del GranRío y su camino se alejaba ya deaquel que debería llevar a losOulhamr hacia la horda. Pues el río,

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que primero seguía el camino delnorte, giraba hacia oriente y pocodespués remontaba hacia el sur.Naoh se inquietaba. A menos que elrebaño consintiera abandonar lacercanía de las orillas, tendrían queabandonarlo. Y se habían habituado avivir cómodamente entre esoscompañeros enormes y benévolos.Después de tanta seguridad, lassoledades parecían más feroces. A lolejos, bajo el otoño lluvioso, en elbosque de las fieras, sobre lapodredumbre de la inmensa pradera,día y noche se enfrentarían a la

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emboscada y el acecho, la brutalidadde los elementos y la perfidia delfelino. Una mañana, Naoh se detuvoante el jefe de los mamuts y le dijo:

-El hijo del Leopardo ha hechoalianza con la horda de mamuts. Sucorazón está contento con ellos. Leseguiría durante estaciones sinnúmero. Pero debe volver a ver aGammla a orillas del Gran Pantano.Su ruta va hacia el norte y occidente.¿Por qué los mamuts no abandonanlas orillas del río?

Estaba apoyado en una de lasdefensas del mamut; el animal,

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presintiendo sus problemas y lagravedad de sus designios, leescuchaba inmóvil. Después,balanceó lentamente su pesadacabeza y se volvió a poner en caminopara guiar el rebaño que seguía laorilla. Naoh pensó que ésa era larespuesta del coloso, y se dijo a símismo:

«Los mamuts tienen necesidadde las aguas... También los Oulhamrpreferirían ir por el río...»

La necesidad estaba ante él.Lanzó un largo suspiro y llamó a suscompañeros. Después, tras ver

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desaparecer el final del rebaño, sesubió a un terraplén. Contempló a lolejos al jefe que lo había acogido ysalvado de los Kzamms. Sentíaoprimido el pecho; lo habitaban eldolor y el temor; y dirigiendo losojos hacia el noroeste, a la estepa yel matorral de otoño, sintió sudebilidad de hombre, y su corazón seelevó lleno de ternura hacia losmamuts y su fuerza.

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TERCERA PARTE

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I.- Los enanos rojos.

Hubo grandes lluvias. Naoh,Nam y Gaw se encenagaron entierras inundadas, vagabundearonbajo enramadas podridas,franquearon cimas y reposaron alabrigo de las ramas, en los agujerosde las rocas, en las fisuras del suelo.Era la época de las setas. Los tres,sabiendo que son pérfidas y puedenmatar un hombre con la mismaseguridad que el veneno de lasserpientes, no comían más que

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aquellas cuya forma y color leshabían enseñado los ancianos. Lasdistinguían también por el olfato.Cuando les faltaba la carne, iban,según fuera el lugar y la altitud, aencontrar distintas setas, comomízcalos, morillas, mucerones ycolumbetas. Las buscaban a lasombra de los oquedales húmedos,entre los robles resplandecientes, losolmos devorados por el musgo, lossicomoros enrojecidos, sobre lasplantas viscosas, en el letargo de lashondonadas, bajo las plataformas deesquisto de gneis o de pórfido.

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Ahora que habían conquistadoel fuego, podían cocerlasensartándolas en ramitas, oponiéndolas sobre piedras e inclusosobre arcilla. También asaban asíbellotas y raíces, a veces castañas,comían ayucos y nueces, y extraíansavias dulces de los arces.

El fuego era su alegría y sutrabajo. Ante los huracanes y laslluvias torrenciales, lo defendían conastucia y encarnizamiento. Algunasveces, cuando el agua se derramabademasiado espesa y tenaz, se hacíanecesario buscar un abrigo; si no lo

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ofrecían ni las rocas, los árboles o elsuelo, había que excavarlo oconstruirlo. De esa manera perdíanmuchos días. Y también los perdíanrodeando los obstáculos. Por haberquerido acortar, siguiendo el caminomás recto, posiblemente habíanalargado su viaje. Pero como loignoraban, se dirigían hacia el paísde los Oulhamr, guiándose por elinstinto y por el sol, que les dabaindicaciones toscas pero incesantes.

Quedaron al borde de una tierrade arena, entrecortada por granito ybasalto. Parecía cerrar todo el

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noroeste, sin vegetación, miserable yamenazadora. A veces brotaban deella unas hierbas duras; algunospinos sacaban de las dunas una vidapenosa; los líquenes mordían lapiedra y colgaba en cabelleraspálidas; una liebre enfebrecida, unantílope raquítico, recorrían por elflanco de las colinas o los estrechosque había entre ellas. La lluvia sehacía cada vez más rara; las nubes,delgadas, avanzaban con las grullas,los gansos y las becadas.

Naoh dudaba de entrar en esepaís lamentable. El día iba

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declinando, un resplandor terroso sedeslizaba sobre la extensión,escuchándose un viento sordo ylúgubre. Los tres, con el rostro vueltohacia las arenas y las rocas, sintieronpasar por su nuca el estremecimientodel desierto. Pero como tenían carneen abundancia, y la llama lucía claraen las jaulas, marcharon hacia sudestino.

Cinco días transcurrieron sinque vieran el final de las llanuras ylas dunas desnudas. Tenían hambre;los animales, finos y veloces,escapaban de sus trampas; tenían sed,

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pues la lluvia se había hecho todavíamás escasa y la arena se bebía elagua; en más de una ocasión temieronla muerte del fuego. Al sexto día, lahierba se hizo menos escasa y dura,los pinos dejaron lugar a lossicomoros, a los plátanos y a losálamos.

Las lagunas se multiplicaron,después la tierra se ennegreció, elcielo se hundió y se llenó de nubesopacas que se abríaninterminablemente. Los Oulhamrpasaron la noche temblando, trashaber encendido un montón de leña

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esponjosa y de hojas que gemíanbajo el aguacero y lanzaban unaliento sofocante.

Primero vigiló Naoh, despuésfue el turno de Nam. El jovenOulhamr caminaba cerca del fuego,atento a reanimarlo con ayuda de unarama puntiaguda y de secar las ramasantes de dárselas como alimento. Unresplandor pesado cruzaba losvapores y el humo; se alargaba sobrela arcilla, se deslizaba entre losarbustos y enrojecía penosamente lasfrondas. A su alrededor reptaban lastinieblas. Éstas lo llenaban todo; en

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el gotear de las aguas, eran como unfluido bituminoso y formidable.

Nam se inclinó para secarse lasmanos y los brazos y después tendióel oído. El peligro estaba en el fondodel agujero negro: podía desgarrarcon la garra o la mandíbula, aplastarbajo las patas de un rebaño,transmitir la muerte fría de laserpiente, romper los huesos con elhacha o traspasar el pecho con elarpón.

El guerrero sintió un bruscoescalofrío: sus sentidos y su instintose pusieron en tensión; sabía que la

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vida daba vueltas alrededor delfuego y llamó suavemente al jefe.Naoh se levantó al instante; exploró asu vez la noche. Supo que Nam no sehabía equivocado; pasaban unosseres cuyo efluvio turbaban lasplantas húmedas y el humo; y sinembargo, el hijo del Leopardo llegóa conjeturar la presencia de hombres.Dio tres golpes fuertes con elvenablo en lo más caliente de lahoguera: saltaron las llamas,mezcladas con escarlata y azufre; y, alo lejos, se ocultaron unas siluetas.Naoh despertó al tercer compañero:

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-¡Han llegado los hombres! -murmuro.

De un lado a otro, durantemucho tiempo, trataron de sorprenderlas sombras. Pero nada volvió aaparecer. Ningún ruido extrañoturbaba el chapoteo de la lluvia;ningún olor evocador se revelaba delas sacudidas del viento. ¿Dóndeestaba el peligro? ¿Los que acosabansu soledad eran una horda completa oalgunos hombres? ¿Qué caminoseguir para la huida o el combate?

-¡Guardad el fuego! -dijofinalmente el jefe.

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Sus compañeros vieron que sucuerpo decrecía, se hacía semejantea un vapor, y que después lodesconocido lo absorbía. T ras darun rodeo, se orientó hacia losmatorrales en los que había vistoocultarse a los hombres. El fuego leguiaba. Aunque él mismo se habíahecho invisible, podía distinguir unresplandor crepuscular. Se deteníacontinuamente, con la maza y elhacha preparadas; a veces, pegaba lacabeza a la tierra; y tenía el cuidadode avanzar dando vueltas, y no enlínea recta. Gracias a que la tierra

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era blanda, y a su prudencia, ni lafinísima oreja del lobo habría podidoescuchar su paso. Se detuvo antes dehaber llegado a los matorrales. Pasóel tiempo; no escuchaba ni percibíamás que la caída de las gotas, losmovimientos de los vegetales, algúnanimal que huía.

Tomó entonces una ruta oblicua,fue más allá de los matorrales yrehízo sus pasos: no vio ningúnrastro. No se asombró, pues así se lohabía anunciado su instinto, y sealejó en dirección a un terraplén quehabía observado en el crepúsculo.

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Llegó tras algunos titubeos y losubió: abajo, en un repliegue, unresplandor subía a través del vaho,Naoh reconoció un fuego dehombres. La distancia era tan grande,y la atmósfera tan opaca, que apenassi distinguió algunas siluetasdeformadas. Pero no tenía dudaalguna acerca de su naturaleza:volvió a tener el estremecimiento quehabía sentido a orillas del lago. Yesta vez el peligro era peor, pues losextranjeros habían conocido lapresencia de los Oulhamr antes queéstos hubieran sido descubiertos.

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Naoh regresó junto a suscompañeros, muy lentamente alprincipio, con mayor velocidadcuando el fuego fue visible:

-¡Los hombres están allí! -murmuro.

Tendió la mano hacia el este,seguro de su orientación:

-Hay que reanimar el fuego enlas jaulas -añadió tras una pausa.

Confió esta operación a Nam yGaw, mientras que él mismo echabaramas alrededor de la hoguera, parahacer una especie de barrera; los quese aproximaron podían ver bien el

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resplandor de la llama, pero no sihabía guardianes. Cuando las jaulasestuvieron preparadas y lasprovisiones repartidas, Naoh ordenóla partida.

La lluvia se fue haciendo másfina; no se sentía ya ningún soplo. Silos enemigos no cerraban el camino,o no descubrían inmediatamente lafuga, acecharían el fuego que ardíaen la soledad y, creyéndolodefendido, no atacarían hasta nohaber multiplicado las artimañas. Deesa manera, Naoh podría ganar unaventaja considerable. La lluvia cesó

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al amanecer. Un resplandor tristesubió de los abismos, la aurora searrastró miserablemente detrás de lasnubes. Desde hacía algún tiempo, losOulhamr subían por una pendientesuave: cuando estuvieron en la partemás alta, no vieron al principio másque la sabana, el matorral y losbosques, de color ocre, o pizarra conislas azules y escotaduras rojizas.

-Los hombres han perdidonuestro rastro -murmuró Nam.

Pero Naoh respondió:-¡Los hombres nos persiguen!En efecto, en la bifurcación de

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un río surgieron dos siluetas,seguidas rápidamente por otrostreinta. A pesar de la distancia, Naohse dio cuenta de que su estatura eraextrañamente corta; todavía no sepodía distinguir claramente lanaturaleza de sus armas. No veían alos Oulhamr, disimulados entre losárboles, y se detenían a intervalospara verificar el rastro. El númerocreció: el hijo del Leopardo contómás de cincuenta.

Pero, por otra parte, no parecíaque tuvieran la misma agilidad quelos fugitivos. Si no retrocedían, los

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Oulhamr tendrían que atravesar zonascasi desnudas, o sembradas dehierbas cortas. Lo mejor era avanzarsin rodeos y contar con la fatiga delenemigo. Como la pendiente volvió adescender, pudieron hacer un buentrecho sin fatiga. Y cuando, al darsela vuelta, vieron a los perseguidoresque gesticulaban en la cresta, ladelantera había aumentado.

Poco a poco, el terreno seerizaba. Primero había una llanura decreta, convulsiva e hinchada, ydespués unas landas en las queabundaban plantas duras, llenas de

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trampas, de charcas, que no se veíanal principio y que luego había querodear. Cuando se había evitado una,aparecían otras, por lo que losnómadas apenas avanzaban. Llegaronal final. Se presentaba entonces anteellos una tierra rojiza que producíaalgunos pinos de escasa fuerza, muyaltos pero débiles, estaba rodeadapor turberas. Finalmente, volvieron aver la sabana, y Naoh se alegró, perohacia la izquierda apareció un grupode hombres cuya estructurareconoció.

¿Eran los mismos que los de la

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mañana, y acostumbrados alterritorio habían seguido un caminomás corto que los fugitivos? ¿O eranotro grupo de la misma raza? Estabantan próximos que podía distinguirsecon precisión su corta estatura: elmás alto apenas habría tocado con sufrente el pecho de Naoh. Tenían lacabeza como un bloque, el rostrotriangular, el color de la piel eracomo ocre rojizo, y aunque menudos,en sus movimientos y en el brillo delos ojos demostraban ser una razallena de vida. Al ver a los Oulhamr,lanzaron un clamor que se asemejó al

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graznido de los cuervos, y blandieronvenablos y azagayas.

El hijo del Leopardo loscontempló con asombro. De no habersido por el pelo de las mejillas, queles salía en pequeños mechones, opor el aspecto de vejez de algunos, yde no haber sido también por susarmas y por la amplitud del pecho,los habría tomado por niños.

Al principio no se imaginó quese arriesgarían a combatir.Vacilaban. Y cuando los Oulhamrlevantaron las mazas y arpones, ycuando la voz de Naoh, que

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dominaba a la de ellos lo mismo queel trueno del león domina sobre lavoz de las cornejas, retumbó sobre lallanura, desaparecieron. Pero debíantener un humor belicoso; sus gritosregresaron todos juntos, llenos deamenaza. Después, se dispersaron ensemicírculo. Naoh comprendió quequerían cercarlos. Teniendo másmiedo de su astucia que de su fuerza,dio la señal de retirada. Los grandesnómadas, al primer impulso, sedistanciaron sin esfuerzo de losperseguidores, menos rápidostodavía que los devoradores de

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hombres: si no se presentabanobstáculos, los fugitivos no seríanalcanzados a pesar de la carga de lasjaulas.

Pero Naoh desconfiaba de lastrampas del hombre y de la tierra.Ordenó a sus guerreros queprosiguieran el camino, y despuésdejando en tierra el fuego, observó alos enemigos. En su ardor, se habíandispersado. Tres o cuatro de los máságiles avanzaban lejos de los demás.El hijo del Leopardo no perdiótiempo. Cogió unas piedras que unióa sus armas y corrió con toda

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velocidad hacia los enanos rojos. Elmovimiento de Naoh los dejópetrificados; temieron unaestratagema; uno de ellos, queparecía ser el jefe, lanzó un gritoagudo; se detuvieron. Pero Naohestaba ya a tiro de aquel al quequería alcanzar y gritó:

-Naoh, hijo del Leopardo, noquiere hacer daño a los hombres. ¡Nogolpeará si abandonan lapersecución!

Todos escucharon con el rostroinmóvil. Al ver que el Oulhamr noavanzaba, reemprendieron su marcha

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envolvente. Entonces, Naoh gritó,haciendo girar una piedra:

-¡El hijo del Leopardo golpearáa los enanos rojos!

Ante la amenaza del gestopartieron tres o cuatro azagayas: sualcance era muy inferior al delnómada. Lanzó la piedra; golpeó alhombre al que había apuntado y lehizo caer. Inmediatamente despuéslanzó una segunda piedra, que fallóel tiro, y después una tercera, quegolpeó sobre el pecho de unguerrero. Entonces hizo un gesto deburla mostrándoles una cuarta piedra,

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y luego, con aspecto terrible, blandióuna azagaya.

Los enanos rojos comprendíanmejor que los Oulhamr y losdevoradores de hombres los signos,pues utilizaban menos el lenguajearticulado. Comprendieron que laazagaya sería más peligrosa que laspiedras, y los más adelantados sereplegaron junto a la masa. El hijodel Leopardo se retiró a pasoslentos. Le siguieron a distancia: cadavez que uno u otro superaba a suscompañeros, Naoh lanzaba ungruñido y blandía su arma. Supieron

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así que había más peligrodispersándose que permaneciendojuntos, y Naoh, habiendo logrado suobjetivo, reemprendió su camino.

Los Oulhamr huyeron durante lamayor parte del día. Cuando sedetuvieron, hacía ya mucho tiempoque no veían a los enanos rojos. Lasnubes se habían dispersado, el sol sefiltraba por una grieta azulada, alfondo de las landas. La tierra, plenay dura al principio, se había vueltopeligrosa: ocultaba fangos queapresaban los pies y los atraían haciael abismo. Grandes reptiles reptaban

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en los promontorios; serpientes deagua de cuerpo glauco y rojizorelucían entre los ríos; las ranassaltaban con un grito fangoso; lospájaros desaparecían furtivos, sobrepatas, o cortaban el aire con un vueloestremecido como las hojas delálamo temblón.

Los guerreros comieronpresurosamente. Tenían miedo de lasemboscadas en aquella zona, y seesforzaron por descubrir una salida.A veces, creyeron haber llegado aella. El suelo se hacía más firme yencontraban hayas, sicomoros, pero

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luego los helechos sucedían de nuevoa los sauces, los álamos y las hierbaspalustres. Enseguida comenzaba elagua de la fiebre, y las trampas seabrían solapadamente, y eranecesario rehacer el paso y repetir elesfuerzo. La noche estaba próxima.El sol tomó el color de la sangrefresca; descendió sobre el ponientecubierto de fangos y se metió en laslagunas. Los Oulhamr sabían quesólo podían contar con su valor y suvigilancia; avanzaron mientrassiguieron teniendo un resplandor enel fondo del firmamento, y después

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se detuvieron, pues tenían pordelante una landa, y por detrás unsuelo caótico, en el que percibíanalternativamente vagas claridades yagujeros tenebrosos. Arrancaronramas, hicieron rodar algunaspiedras gruesas y, trabándolo todo,con la ayuda de lianas y mimbres, seencontraron al abrigo de unasorpresa. Pero no encendieron unahoguera: solamente alimentaban losfuegos pequeños, semiocultos en latierra; y esperaban las cosas oscurasque lo mismo amenazaban quesalvaban la vida de los hombres.

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II.- La arista granítica.

Pasó la noche. En el resplandorparpadeante de las estrellas, ni Nam,ni Gaw, ni el jefe vieron siluetashumanas, no escucharon ni olfatearonsino los vientos húmedos, losanimales del pantano, las rapaces dealas blancas.

Cuando se extendió la mañanacomo un vapor de plata, la landamostró su cara triste, seguida de unagua sin límites, entrecortada porislas cenagosas. Si se alejaban de las

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orillas, volverían a encontrarse sinduda con los enanos rojos. Eranecesario seguir los confines de lalanda y el pantano, buscando unasalida, y como nada les indicaba cuálera la dirección preferible, tomaronla que parecía prestarse menos a lasemboscadas.

Al principio, el camino parecióbueno. El suelo, bastante resistente,cortado apenas por algunas charcas,producía plantas cortas, salvo en lapropia orilla. Hacia la mitad del día,se multiplicaron los matorrales yarbustos; necesitaban acechar

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continuamente el horizonte, que sehabía estrechado. Sin embargo, Naohno creía que los enanos rojosestuvieran próximos. Si no habíanabandonado la persecución, seguíanel rastro de los Oulhamr: su rastrodebía ser considerable.

La provisión de carne se habíaagotado. Los nómadas seaproximaron a la orilla, dondeabundaba la presa. No consiguieroncazar una avutarda, que se refugió enla isla. Después, Gaw capturó unapequeña brema en la desembocadurade un riachuelo; Naoh traspasó con el

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arpón una polla de agua, y Nampescó varias anguilas. Encendieronun fuego con hierba seca y ramas,gozosos de olfatear el olor de lascarnes asadas. La vida se hizo buena,su juventud se llenaba de fuerza;creyeron haber dejado atrás a losenanos rojos y se dedicaron a roerlos huesos de la polla de agua, perounos animales salieron corriendo delos matorrales. Naoh se dio cuenta deque huían de un enemigoconsiderable. Se levantó a tiempo dever una forma furtiva en un intersticiode los vegetales.

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-¡Los enanos rojos hanregresado! -dijo.

El peligro era más temible quenunca. Pues los enanos rojos podíanseguir a los Oulhamr estando acubierto y cortarles el camino conemboscadas. Se estiraba una franjade terreno casi desnudo y favorablepara la huida entre el pantano y elmatorral. Los Oulhamr seapresuraron a cargar las jaulas, lasarmas y lo que les quedaba de carne.Nada les impedía marcharse. Si elenemigo les seguía por losmatorrales, perdería terreno, porque

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los enanos eran menos rápidos y lesestorbaban los matorrales. Alprincipio, la landa árida se ensanchó,y después empezó a estrecharse entrelos árboles, arbustos o hierbas altas.Pero el suelo seguía siendo sólido, yNaoh se sintió seguro de habersedistanciado de los enanos rojos:mientras no se presentara ningúnobstáculo, mantendría la ventaja.

Pero llegaron los obstáculos. Elpantano lanzaba tentáculos sobre lallanura, profundas ensenadas,lagunas, canales rodeados de plantasviscosas. Los fugitivos veían que se

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les obstruía el caminoconstantemente: debían girar,desviarse, incluso rehacer sus pasos.Finalmente, se encontraronencerrados en una banda graníticalimitada a la derecha por el aguainmensa, a izquierda por terrenosinundados en las crecidas otoñales.La osamenta granítica empezó adescender de nivel y desapareció,los Oulhamr se encontraban rodeadospor todas partes: tenían que rehacerel camino o esperar los golpes delazar.

Fue un momento formidable. Si

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los enanos rojos estaban en laentrada de la franja, toda la retiradase hacía imposible. Y Naoh, con lafrente baja ante el mundo hostil,lamentó amargamente haberseseparado de los mamuts. Su energíase doblegó, y conoció el desánimo yla tristeza. Pero después regresó laacción con su urgencia y su rudeza; ellamento pasó como un latido delcorazón; sólo existía la horapresente. Y exigía la atención detodo ser y el despertar continuo delos sentidos. Los nómadas probaronrápidamente las salidas. A lo lejos,

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se elevaba una masa rojiza que podíaser una isla, y que podía ser tambiénla continuación de la arista. Gaw yNaoh buscaron un vado; pero sóloencontraron el agua profunda o latraición de los fangos y los charcos.

La última oportunidad estaba enel regreso. Lo decidieronbruscamente y lo ejecutaron conpresteza. Recorrieron dos mil codosy se encontraron fuera del pantano,ante una vegetación tupida,entrecortada apenas por islotes yhierba rasa; Nam, que iba adelante,se detuvo en seco y dijo:

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-Los enanos rojos están allí.Naoh no lo dudó. Para

asegurarse mejor, cogió unas piedrasy las lanzó rápidamente al matorralque había señalado Nam: una huida,ligera pero cierta, reveló lapresencia de los enemigos. Laretirada era imposible: había queprepararse para el combate. Pero ellugar en el que se encontraban losOulhamr no les ofrecía ningunaventaja, y permitía a los enanos rojosenvolverlos. Era mejor establecerseen una parte de la arista. Con elresplandor del fuego, estarían allí al

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abrigo de las sorpresas.Naoh, Nam y Gaw lanzaron su

grito de guerra. Y mientras blandíansus armas, Naoh clamó:

-Los enanos rojos hacen mal alperseguir a los Oulhamr, que sonfuertes como el oso y ágiles como lasaiga. ¡Si los enanos rojos les atacan,morirán muchos de ellos! Sólo Naohabatirá a diez... Y Nam y Gawtambién matarán. ¿Los enanos rojosquieren que mueran quince de susguerreros para destruir a tresOulhamr?

Por todas partes se elevaron

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voces en los matorrales y entre lasaltas hierbas. El hijo del Leopardocomprendió que los enanos rojosquerían la guerra y la muerte. No seasombró: durante toda la vida,¿acaso los Oulhamr no habíanmatado a los extranjeros a los quesorprendían cerca de la horda? Elviejo Goun decía: «Es mejor dejar lavida al lobo y al leopardo que alhombre; pues el hombre que no hasmatado hoy, vendrá más tarde conotros hombres para matarte». Naohno regresaría para matar a los enanosrojos si le dejaban el camino libre,

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pero comprendía bien que ellospodían temerlo. Por otra parte, sabíatambién que los hombres de doshordas se odian unos a otros más queel rinoceronte odia al mamut. Con suenorme pecho henchido por lacólera, provocó a los enemigosavanzando hacia los matorrales ygruñendo. Silbaron pequeñasazagayas y ninguna de ellas llegó aél. Lanzó una risa feroz.

-¡Los brazos de los enanos rojosson débiles!... ¡Son brazos de niño!...Con cada golpe, Naoh matará a unocon la maza o el hacha.

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Entre la viñas salvajes aparecióuna cabeza. Se confundía con el tonode las hojas enrojecidas por elotoño. Pero Naoh había visto elbrillo de sus ojos. Una vez más,quiso mostrar su fuerza sin emplearla azagaya: la piedra que lanzóestremeció el follaje y se escuchó ungrito agudo.

-¡Mirad! Ésa es la fuerza deNaoh... Con la azagaya afilada habríamatado al enano rojo.

Sólo entonces emprendió laretirada, en medio de los gritos delenemigo. Prefirió ir hasta el extremo

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de la arista: allí había sitio paravarios hombres, y los enanos rojosdeberían atacar en fila. Por la partedel agua, por causa de las pérfidasplantas, ninguna balsa podría abrirsecamino, ningún hombre se atrevería allegar allí nadando. Tampoco sepodría llegar a un islote escarpadoque se levantaba a sesenta codos dela elevación granítica.

Como habían acumulado cañasmarchitas para el fuego de la noche,los Oulhamr sólo tenían que esperar.Y de todas sus esperas, ésa fue lamás terrible. Cuando acechaban al

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oso gris, esperaban aniquilarlo conunos golpes bien dados. Cuandoestaban aprisionados entre laspiedras basálticas, no ignoraban queel león-tigre debía alejarse parabuscar presas. Nunca habían estadoacosados por los devoradores dehombres. Pero ahora la horda que losasediaba con la astucia y el númerono podía ser aniquilada. Los díasseguirían a los días sin que dejarande vigilar el pantano, y si se atrevíana hacer un ataque, ¿cómo podríanresistírseles tres hombres?

Así, Naoh se encontró apresado

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por la fuerza de sus semejantes; yaunque esos semejantes seencontraran entre los más débiles,pues ninguno de ellos podríaestrangular a un lobo, y jamás susligeras azagayas penetrarían hasta elcorazón de un león, como lo hacíanlas flechas de los Oulhamr, aunquesus venablos fueran impotentesdelante de los aurocs, podríanalcanzar el corazón de un hombre.

El hijo del Leopardo olió elpoder de su raza. Lo sintió másimplacable, más venenoso ydestructivo que el poder de los

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felinos, las serpientes y los lobos.Recordando la bondad de losmamuts, se le enardeció el pecho, unsuspiro cavernoso lo desgarró,volvió los ojos hacia esa adoraciónque germinaba en el fondo de su almay que, tan fuerte como la adoracióndel fuego, era más tierna y más dulce.

Pero el sol y el agua mezclabansus vidas brillantes. El agua erainmensa, no se veía su fin, y el solsólo era un fuego grande como lahoja de una ninfea. Pero la luz del solera más grande que la propia agua:se extendía sobre el pantano, llenaba

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todo el cielo, el cual dominaba laextensión de la tierra. En su fiebre,Naoh, sin dejar de pensar en losenanos rojos, en el combate, en lasemboscadas y en la muerte, seasombró de que de un fuego tanpequeño viniera una luz tan grande.

Un terrible peso envolvía sushombros; su corazón saltaba comouna pantera. Lo oía batir entre sushuesos. A veces, el nómada se erguíay levantaba la maza; la guerra lellenaba por entero; sus brazos seimpacientaban por no golpear aaquellos que insultaban a su fuerza.

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Pero la prudencia y la astuciavolvían a él, pues sin ellas ningúnhombre lograría sobrevivir unaestación: su muerte sería demasiadobella para el enemigo si él mismo ibaa buscarla; era necesario que fatigaraa los enanos rojos, que los espantara,que matara a muchos de ellos.Además, no quería morir, quería verde nuevo a Gammla. Y aunque nosabía cómo engañar a la horda, sufuerte vida mantenía la esperanza, nocomprendiendo que pudieradesaparecer, se extendía tan lejoscomo las aguas y la luz.

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Los enanos rojos no se dejaronver al principio, pues temían unaemboscada o esperaban unaimprudencia de los Oulhamr. Pero semostraron al declinar el día. Losvieron salir de sus refugios y avanzarhasta la entrada de la arista granítica,con una singular combinación dedeslizamientos y saltos, y después,deteniéndose, contemplaron elpantano. Uno u otro lanzaban ungrito, pero los jefes guardabansilencio, atentos.

Con el crepúsculo, los cuerposrojos bullían; hubiérase dicho, bajo

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el resplandor ceniciento, que eranextraños chacales levantados sobrelas patas traseras. Llegó la noche. Elfuego de los Oulhamr extendió sobrelas aguas una claridad sangrante.Detrás de los matorrales, los fuegosde los asaltantes cubrían lastinieblas. Las siluetas de losvigilantes se perfilaban ydesaparecían. A pesar de lossimulacros de ataque, los agresoresse mantuvieron fuera de su alcance.

El siguiente día tuvo unaduración insoportable. Ahora losenanos rojos circulaban sin cesar, en

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pequeños grupos o en masa. Susmandíbulas crecidas expresaban unatenacidad invencible. Era evidenteque perseguían sin descanso lamuerte de los extranjeros; era uninstinto que se había desarrollado enellos desde hacía centenares degeneraciones, y sin el cual habríansucumbido ante razas de hombresmás fuertes pero menos solitarios.

Durante la segunda noche, nointentaron ningún ataque: guardaronun silencio profundo y no se dejaronver. Incluso sus fuegos eraninvisibles, bien porque no los habían

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encendido o porque se los habíanllevado muy lejos. Hacia el alba, seescuchó un rumor brusco, y hubiérasedicho que los matorrales avanzabanlo mismo que los seres. Cuandoapuntó el día, Naoh vio que unmontón de ramas obstruía la entradade la calzada granítica: los enanosrojos lanzaban clamores guerreros.

Y el nómada comprendió queiban a avanzar tras ese abrigo. Asípodrían lanzarles las azagayas sindescubrirse, o saltar bruscamente, engran número, para un ataquedecisivo. La situación de los

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Oulhamr se agravaba. Con suprovisión agotada, habían tenido querecurrir a los peces del pantano. Ellugar no era favorable. Les era difícilcapturar alguna anguila o brema; yaunque le añadieran algún batracio,por su gran cuerpo y su juventud,sufrían la penuria. Nam y Gaw,apenas adultos, y hechos para crecertodavía, se agotaban.

La tercera noche, cuandoestaban sentados delante del fuego,una inmensa inquietud asaltó a Naoh.Había fortificado el abrigo, perosabría que en pocos días, si la caza

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seguía siendo tan escasa, suscompañeros serían más débiles quelos enanos rojos, y ni siquiera éllanzaría bien la azagaya. ¿Su mazapodría abatirse tan mortal comosiempre? El instinto le aconsejaba lahuida a favor de las tinieblas. Perosería necesario sorprender a losenanos rojos y forzar el paso:probablemente, eso era imposible.

Lanzó una mirada hacia el oeste.La Luna creciente había aumentadosu brillo y sus cuernos sedebilitaban; descendía junto a unagran estrella azul que temblaba en el

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aire húmedo. Los batracios sellamaban con sus voces viejas ytristes, un murciélago vacilaba entrelas luciérnagas, un búho pasó sobresus alas pálidas, y se vio relucirbruscamente las escamas de un reptil.Era una de esas noches con las que lahorda estaba familiarizada cuandoacampaba cerca de las aguas, bajo uncielo claro.

Imágenes antiguas llenaron lacabeza de Naoh, produciéndole unzumbido. Una escena, que le ablandócomo si fuera un niño, se separó delas otras. La horda acampaba junto a

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sus fuegos. El viejo Goun dejabacorrer sus recuerdos que enseñaban alos hombres; un olor a carne asadaflotaba con la brisa, y se veía, trasuna jungla de cañaverales, el largoresplandor del pantano bajo el clarode luna. De entre las mujeres, selevantaron tres jóvenes. Dabanvueltas alrededor de los fuegos,gastaban el ardor de su vida, que nohabía podido adormecerse con un díade fatiga, pasaban delante de Naoh,con su risa extraña y la locura de sujuventud. El viento se levantababruscamente y unos cabellos

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golpeaban al Oulhamr en el rostro,los cabellos de Gammla, y en suinstinto sordo fue como un choque.Tan lejos de la tribu, entre lasemboscadas de los hombres y larudeza del mundo, esa imagen era larepresentación profunda de la vida.Impulsaba a Naoh hacia la orilla,hacía brotar de su pecho un alientoronco... Pero se borró. Naoh sacudióentonces la cabeza y volvió a pensaren su salvación. Le acosó una fiebre,se volvió y rodeó el fuego; marchóen la dirección en la que estaban losenanos rojos.

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Sus dientes rechinaron: elabrigo de ramas se había acercadomás; quizá en la noche siguiente elenemigo podría comenzar el ataque.De pronto, un grito agudo traspasó elaire, y una forma emergió del agua,confusa al principio; Naoh reconocióa un hombre. Se arrastraba; de uno desus muslos brotaba la sangre. Era deuna estatura extraña, casi sinhombros, con la cabeza muy estrecha.Al principio parecía que los enanosrojos no lo habían visto, perodespués se elevó un clamor ysilbaron las azagayas y los venablos.

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Entonces, unas impresionestemblaron en Naoh y lo sublevaron.Se olvidó de que ese hombre podíaser un enemigo; no sintió más que eldesencadenamiento de su furor contralos enanos rojos, y corrió hacia elherido como lo habría hecho haciaNam y Gaw. Una azagaya le golpeóen el hombro sin detenerlo.

Lanzó su grito de guerra, seprecipitó sobre el herido, lo levantócon un solo gesto y se batió enretirada. Una piedra le golpeó elcráneo, otra azagaya le hizo unaherida superficial en el omoplato...

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pero estaba ya fuera de su alcance, yaquella noche los enanos rojos no seatreverían todavía al grancombate.III.- La noche en el pantano.

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III.- La noche en elpantano.

Cuando el hijo del Leopardovolvió junto al fuego, dejó al hombresobre la hierba seca y lo miró consorpresa y desconfianza. Era un sertotalmente distinto de los Oulhamr,los Kzamms y los enanos rojos. Elcráneo, excesivamente largo y muydelgado, estaba cubierto de un peloescaso y muy espaciado; los ojos,más altos que largos, oscuros, tiernos

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y tristes, parecían no ver, las mejillasse hundían sobre unas mandíbulasdébiles, y la inferior se ocultabacomo la de las ratas; pero lo quesorprendió sobre todo al jefe era sucuerpo cilíndrico, en el que apenasse veían hombros, por lo que losbrazos parecían brotar como laspatas de los cocodrilos. La piel eraseca y ruda, como cubierta deescamas, y con grandes repliegues.El hijo del Leopardo pensó a la vezen la serpiente y el lagarto.

Desde que Naoh lo habíadejado sobre la hierba seca, el

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hombre no se movió. A veces, suspárpados se levantaban lentamente ydirigía su mirada oscura a losnómadas. Respiraba haciendo ruido,de una forma ronca, lo que quizá eraun quejido. A Nam y a Gaw lesinspiraba una gran repugnancia; debuen grado lo habrían arrojado alagua. Pero Naoh se interesó por élporque lo había salvado de losenemigos, y, mucho más curioso quesus compañeros, quería saber dedónde venía, cómo se encontraba enel pantano, cómo lo habían herido, siera un hombre o una mezcla de

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hombre y animales que reptan.Intentó hablarle con gestos,persuadirle de que no lo iba a matar.Después, le enseñó el abrigo de losenanos rojos, indicándole por señasque la muerte vendría de ellos.

El hombre, volviendo el rostrohacia el jefe, emitió un grito sordo ygutural. Naoh creyó que le habíaentendido.

La luna creciente tocaba elextremo del firmamento y la granestrella azul había desaparecido. Elhombre, levantado a medias, se poníahierbas en la herida; a veces se veía

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un débil chispear en su miradaopaca.

Cuando la luna desapareció, lasestrellas alargaron susestremecimientos sobre las aguas yse escuchó trabajar a los enanosrojos. Lo hicieron toda la noche,unos cargándose con ramas, otroshaciendo avanzar el abrigo. Muchasveces, Naoh se levantó paracombatir. Pero veía el número de susenemigos, su vigilancia yemboscadas, se daba cuenta de quecada movimiento de los Oulhamrsería denunciado; y se resignó,

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entregándose al azar de la lucha.Pasó una nueva noche. Por la

mañana, los enanos rojos lanzaronalgunas azagayas que cayeron cercadel abrigo. Gritaron su alegría y sutriunfo. Era el último día. Alatardecer, los enanos terminarían deavanzar con su refugio; el ataque seproduciría antes de quedesapareciera la luna... Y losOulhamr escrutaban el agua verdosacon cólera y tristeza, mientras elhambre roía sus vientres.

Con la luz de la mañana, elherido parecía todavía más extraño.

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Sus ojos eran semejantes al jade, sucuerpo largo y cilíndrico se movíacomo un gusano, su mano seca yblanca se curvaba extrañamentehacia atrás. De pronto, cogió unarpón y lo lanzó sobre una hoja denenúfar; el agua burbujeó y se viouna forma cobriza, y el hombre,retirando con presteza el arma, sacóuna carpa colosal. Nam y Gawlanzaron un grito de alegría: elanimal serviría para la comida demuchos hombres. Ya no lamentaronque el jefe hubiera salvado la vidade ese ser inquietante.

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Y lo lamentaron menos todavíacuando capturó otros peces, puestenía un instinto extraordinario parala pesca. La energía renació en lospechos: viendo que, una vez más, laacción del jefe había sidobenefactora, Nam y Gaw seexaltaron. Como el calor corría porsu carne, ya no creyeron que iban amorir: Naoh sabría tender una trampaa los enanos rojos y hacerles pereceren gran número y espantarlos.

El hijo del Leopardo nocompartía esa esperanza. Noencontraba ningún medio de escapar

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a la ferocidad de los enanos rojos.Cuanto más reflexionaba, mejor semostraba la inutilidad de las tretas. Afuerza de repasarlas en suimaginación, en cierta manera seagotaban. Terminó por no contar másque con la rudeza de su brazo y conese azar en el que ponen su confianzalos hombres y los animales que nohan sido alcanzados nunca por losgrandes peligros.

El sol estaba casi en la partebaja del firmamento cuando el oestese llenó de una nube temblorosa quese desgajaba continuamente y en la

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que los Oulhamr reconocieron unaextraña migración de aves. Con unruido de viento y de olas, las bandasroncas de cuervos precedían a lasgrullas de patas flotantes, a los patoslanzaban sus cabezas de varioscolores, a los gansos y a las otrasaves más pesadas, los estorninos selanzaban como guijarros negros. Ymezclados, afluían las grivas,urracas, patos, estorninos, avutardas,garzas, chotacabras, chorlitos realesy becadas.

Sin duda, más lejos, detrás delhorizonte, alguna gran catástrofe los

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había espantado y expulsado haciatierras nuevas. Con el crepúsculo,aparecieron los animales velludos.Los élafos galopaban locamente, conlos caballos vertiginosos, losmegaceros ruidosos, las saigas depatas finas; hordas de lobos y deperros pasaron como un ciclón; ungran león amarillo y su hembra dabansaltos de quince codos delante de unclan de chacales. Muchos sedetuvieron junto al pantano yabrevaron.

Entonces, la guerra eterna,suspendida por el pánico, se

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encendió de nuevo: un leopardo saltósobre la grupa de un caballo y sepuso a roerle la garganta; los loboscayeron sobre una horda de saigas;un águila se llevó una garza a lasnubes; el león, con un largo rugido,espiaba las presas fugitivas. Se viosurgir un animal bajo sobre patas,casi tan grande como el mamut y cuyapiel formaba una corteza profunda yarrugada como la de los viejosrobles. Quizá el león no lo conocía,pues lanzó un segundo rugido, con laamenaza de su cabeza formidable,sus colmillos de granito y su crin

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erizada. El rinoceronte, nervioso porese ruido de trueno, levantó unhocico cornudo y se lanzófuriosamente sobre el felino. Nisiquiera fue una lucha. El alto cuerporojizo cayó hacia atrás, rodó sobre símismo, mientras la masa rugosaproseguía su ciega carrera, habiendovencido sin casi haberse dado cuentade ello. Un quejido cavernoso dedolor y de rabia brotó de loscostados del león. El estupor dehaber sentido que su fuerza era tanvana como la de un chacalapesadumbraba su cráneo oscuro.

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Naoh esperó enfebrecido a quela invasión de animales expulsara alos enanos rojos, pero su esperanzase vio defraudada. El éxodo no hizomás que rozar la zona en la queacampaban los asediantes, y cuandola noche envió la cenizas delcrepúsculo, se encendieron fuegos enla llanura y se escucharon risasferoces. Después, el lugar volvió aestar silencioso. Apenas si algúninquieto chorlito real batía sus alas,o algunos estorninos penetraban entrelos mimbrales, o si la aleta de unsaurio agitaba las ninfeas. Sin

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embargo, unas criaturas singularesaparecieron a ras del agua y sedirigieron hacia el islote vecino a laarista granítica.

Podían distinguirse por losmovimientos y por la aparición deunas cabezas redondas cubiertas dealgas. Eran cinco o seis; Naoh y elhombre sin hombros los observabancon desconfianza. Finalmente,llegaron al islote, se subieron a unsaliente rocoso y elevaron sus vocessarcásticas y feroces: con asombro,Naoh reconoció a los hombres; sihabía dudado, los clamores que

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respondieron a lo largo de la orillahabrían disipado su incertidumbre...Se daba cuenta con rabia de que losenanos rojos, aprovechándose de lainmigración de los animales,acababan de vencer su vigilancia...¿Pero cómo se habían abierto paso?

Pensaba en ello, feroz, cuandovio al hombre sin hombros señalarcon la mano, persistentemente, unadirección que partía de la orilla ydesembocaba en la isla. Después lemostraba la arista granítica. El hijodel Leopardo adivinó que debíahaber una segunda arista que llegaba

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casi a la superficie del pantano.Ahora el enemigo estaba allí, a sucostado, lleno de trampas... ¡Y habríaque ocultarse tras los salientes paraevitar sus piedras y azagayas!

El silencio volvió a adueñarsedel pantano; Naoh seguía vigilandobajo las constelaciones temblorosas.El matorral de los enanos rojosavanzaba lentamente: antes de lamitad de la noche, tocaría casi elfuego de los nómadas, y seproduciría el ataque. Sería difícil.Los enanos rojos tendrían quefranquear las llamas que ocupaban

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toda la anchura de la arista y seprolongaban durante muchos codos.

Mientras Naoh, con su instintotenso, pensaba en esas cosas, salióuna piedra del islote y cayó sobre lahoguera. El fuego silbó, se elevó unapequeña nube de vapor y al instantecayó un segundo proyectil. Con elcorazón petrificado, Naohcomprendió la táctica del enemigo.Ayudándose de guijarros envueltosen hierba húmeda, iba a intentarapagar el fuego, o amortiguarlo losuficiente, con el fin de facilitar elpaso a los asaltantes... ¿Qué podía

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hacer? Para que pudiera alcanzar alos que ocupaban el islote no sólo senecesitaría que éstos sedescubrieran, sino que los propiosOulhamr deberían exponerse a susgolpes.

Mientras el hijo del Leopardo ysus compañeros se agitabanfuriosamente, se sucedían laspiedras, un vapor continuo salía delas llamas, y el matorral de losenanos rojos avanzaba sin descanso:los nómadas y el hombre sin hombrostemblaban con la fiebre de losanimales acorralados. Enseguida, una

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parte entera del fuego comenzó aapagarse:

-¿Están preparados Nam yGaw? -preguntó el jefe.

Y sin esperar respuesta, lanzósu grito de guerra. Era un clamor derabia y de angustia, en el que losjóvenes no encontraron la confianzaruda del jefe. Resignados, esperabanla señal suprema. Pero Naoh parecióvacilar. Palpitaron sus ojos, ydespués una risa estridente salió desu pecho y la esperanza dilató surostro; bramó:

-¡Hace ya cuatro días que la

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madera de los enanos rojos se estásecando al sol!

Echándose al suelo, reptó hastala hoguera, cogió un tizón y lo lanzócon todas sus fuerzas contra elmatorral. El hombre sin hombros,Nam y Gaw se habían unido ya a él ylos cuatro lanzaban tizones comolocos.

Sorprendido ante esa maniobrasingular, el enemigo había lanzado alazar algunas azagayas. Cuandofinalmente entendió la maniobra, lashojas y las ramas secas ardían acentenares, una llama enorme gruñía

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alrededor de la espesura ycomenzaba a penetrarla; por segundavez, Naoh lanzó un grito de guerra,un grito de carnicería y de esperanzaque inflamaba el corazón de suscompañeros:

-¡Los Oulhamr han vencido alos devoradores de hombres! ¿Cómono iban a acabar con los pequeñoschacales rojos?

El fuego seguía devorando elmatorral, un largo resplandorescarlata se extendía por el pantano,atrayendo a los peces, los saurios ylos insectos; los pájaros se elevaban

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sobre los cañaverales provocando ungran aleteo, y los lobos mezclabansus aullidos con las risas de lashienas.

De pronto, el hombre sinhombros se levantó con un bramido.Sus ojos planos fosforecían y subrazo tendido señalaba haciaoccidente. Y Naoh, dándose lavuelta, vio en las colinas lejanas unfuego semejante al de la lunanaciente.

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IV.- El combate entrelos sauces.

Por la mañana, los enanos rojosse mostraban con frecuencia. El odiohacia chasquear sus gruesas mejillasy brillar sus ojos triangulares.Enseñaban desde lejos las azagayas yvenablos, hacían gestos de traspasarenemigos, de abatirlos, de romperlesel cráneo y abrirles el vientre. Yhabiendo reunido un nuevo matorral,que rociaban con agua a intervalos,

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lo empujaban ya hacia la aristagranítica.

El sol estaba ya casi en lo altodel firmamento cuando el hombre sinhombros lanzó un clamor agudo. Selevantó y agitó los dos brazos. Ungrito semejante cruzó el espacio ypareció saltar sobre el pantano.Entonces, en la orilla, a grandistancia, los nómadas vieron a unhombre exactamente igual a aquelque habían recogido. Se levantaba enel extremo de un cañaveral y blandíaun arma desconocida. También losenanos rojos lo habían visto e

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inmediatamente un destacamento sepuso a perseguirlo. Pero el hombrehabía desaparecido ya detrás de lascañas. Naoh, sacudido porimpresiones resonantes, confusas eimpetuosas, seguía escrutando laextensión. Durante algún tiempo, sevio correr sobre la llanura a losenanos rojos; después retornaron elsilencio y la inmovilidad.

Al cabo de mucho tiempo,reaparecieron dos de losperseguidores e inmediatamente sepuso en camino otro grupo de enanosrojos: Naoh presintió una aventura

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considerable. También la presentíael herido, y menos oscuramente. Apesar de la herida en el muslo, estabaen pie; sus ojos opacos se iluminabancon resplandores danzantes y lanzabaa intervalos una exclamación roncade animal lacustre.

Los acontecimientos semultiplicaron misteriosos. Cuatroveces más, los enanos rojos rodearonel pantano y desaparecieron. Yfinalmente, de entre los sauces y losmangles, vieron surgir a una treintenade hombres y de mujeres, de cabezaslargas, de torsos redondeados

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singularmente estrechos, mientrasque por los tres lados se mostrabanlos enanos rojos. Había comenzadoun combate.

Viéndose acorralados, loshombres sin hombros lanzabanazagayas, no directamente, sino conayuda de un objeto que los Oulhamrno habían visto nunca, y del que notenían ninguna idea. Era como unabarra gruesa, de madera o de cuerno,terminada en un gancho; y esepropulsor daba a las azagayas unalcance mucho mayor que cuando selanzaban con la mano.

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En el primer momento, losenanos rojos iban perdiendo: muchosyacían en el suelo. Pero llegabanrefuerzos sin cesar. Los rostrostriangulares surgían de todas partes,incluso del abrigo opuesto a Naoh ysus compañeros. Les agitaba un furorfrenético. Corrían directamente alenfrentamiento, con prolongadosaullidos; toda la prudencia quehabían mostrado ante los Oulhamrhabía desaparecido, quizá porque loshombres sin hombros les eranconocidos y no temían el cuerpo acuerpo, quizá también porque un

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antiguo odio los excitaba.Naoh dejó que se fueran

desguarneciendo las trincheras delenemigo. Había tomado la resolucióndesde el principio del combate. Nisiquiera había pensado en ello. Eltrasfondo de su ser le empujaba, y elrencor, el desagrado ante la largainactividad, la impresión ante todode que el triunfo de los enanos rojossería su propia pérdida. Sólo tuvouna vacilación: ¿habría queabandonar el fuego? Las jaulasestorbarían en el combate; sin dudase romperían. Por otra parte, tras la

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victoria, no faltarían fuegos, mientrasque la muerte seguiría a la derrota.

Cuando creyó llegado elmomento favorable, Naoh dio unasórdenes bruscas y a toda velocidad,lanzando el grito de guerra, losOulhamr salieron de su refugio. Lesrozaron algunas azagayas perofranqueaban ya el abrigo de losenemigos. Todo fue rápido y feroz.Había allí una docena decombatientes, apretados unos contraotros, lanzando los venablos. Naohlanzó la azagaya y el arpón, ydespués dio un salto haciendo girar

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la maza. Tres enanos rojossucumbieron en el instante en el queNam y Gaw entraron en la pelea.Pero los venablos se lanzaban convelocidad: cada uno de los Oulhamrrecibió una herida, aunque ligera,pues los golpes estaban asestadosdébilmente, y desde muy lejos.

Las tres mazas respondieronsimultáneamente, y viendo caernuevos guerreros, y viendo surgirtambién al hombre salvado por Naoh,los enanos que no habían sidoheridos huyeron. Naoh consiguióabatir a otros dos, mientras que los

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demás lograron deslizarse entre lascañas. No perdió tiempo enbuscarlos; pues estaba impacientepor unirse a los hombres sinhombros.

El cuerpo a cuerpo habíacomenzado entre los sauces. Sóloalgunos guerreros, armados delpropulsor, habían podido refugiarseen una laguna desde la queinquietaban a los enanos rojos. Peroéstos tenían la ventaja del número ydel encarnizamiento. Su victoriaparecía cierta: sólo una intervenciónfulminante podría quitársela. Nam y

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Gaw se habían dado cuenta de esoigual que su jefe, y saltaban a todavelocidad. Cuando estuvieronpróximos, doce enanos rojos y diezhombres y mujeres sin hombrosyacían en el suelo.

La voz de Naoh se elevó comola de un león; cayó como un bloqueen medio de sus adversarios. En sucarne no había más que furor. Laenorme maza cayó sobre los cráneos,sobre las vértebras y en el hueco delos pechos. Aunque habían temido lafuerza del coloso, los enanos rojosno lo habían imaginado tan

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formidable. Antes de que se hubieranrecuperado, Nam y Gaw seprecipitaban al combate, mientrasque los hombres sin hombros,liberados, lanzaban azagayas.

Reinó el desorden. El pánicohizo huir a algunos enanos rojos delcampo de batalla, pero con los gritosdel jefe todos se unieron en un solobloque erizado de venablos. Y seprodujo una especie de tregua. Uninstinto contrario al de los enanosesparcía a los hombres sin hombros.Como manejaban sobre todo lasarmas de tiro, les era más ventajoso

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separarse. Se alejaron con paso lentoy triste. Volvieron a silbar lasazagayas; los que no tenían yamunición, reunían pequeñas piedras ylas adaptaban a sus propulsores.Naoh, aprobando su táctica, lanzótambién sus azagayas y su arpón, quehabía recuperado del primer ataque,y se sirvió a su vez de piedras. Losenanos rojos comprendieron que suderrota era cierta si no llegaban alcuerpo a cuerpo. Precipitaron lacarga que se enfrentó al vacío. Loshombres sin hombros habían fluidopor los flancos, mientras Naoh, Nam

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y Gaw, más ágiles, alcanzaban laretaguardia o a los heridos y losaniquilaban.

Si los aliados hubieran sido tanveloces como los Oulhamr, elcontacto habría sido imposible, perosus piernas largas eran inseguras ylentas. Desde el momento en que losenanos rojos decidieron perseguirlosindividualmente, la ventaja cambióde bando. Pasó el aliento deldesastre: por todas partes, losvenablos se hundían en las entrañasde los hombres sin hombros.Entonces Naoh miró detenidamente

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la confusión. Vio a aquel cuya vozguiaba a los enanos rojos, un hombrefornido, de pelo sembrado de nieve,dientes enormes. Tenía quealcanzarlo; pero quince pechos lorodeaban... Un valor más fuerte quela muerte irguió al nómada en toda suestatura. Con un gruñido de auroc,emprendió la carrera. Todo rodababajo la maza. Pero, al llegar cercadel viejo jefe, los venablos seerizaron; cerraban el camino ygolpeaban los costados del coloso.Consiguió abatirlos. Acudieron otrosenanos. Entonces, llamando a sus

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compañeros, en un esfuerzo supremo,tiró abajo la barrera de torsos y dearmas y aplastó como si fuera unanuez la cabeza gruesa del jefe.

En ese mismo instante, Nam yGaw llegaban en su ayuda. Seprodujo el pánico. Los enanossupieron que había caído sobre ellosuna energía nefasta, y aunque habríancombatido hasta el final a la voz desu jefe, se sintieron abandonadoscuando esa voz se calló. Huyeron enconfusión, sin mirar hacia atrás,hacia las tierras natales, hacia suslagos y sus ríos, hacia las hordas de

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donde sacaban su valor, y a dondeiban a recuperarlo.

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V.- Los hombres quemueren.

Sobre la tierra yacían treintahombres y diez mujeres. La mayorparte no estaban muertos. La sangrese derramaba en grandes oleadas;había miembros rotos y cráneoshundidos; vientres que enseñaban lasentrañas. Algunos heridos seapagarían antes de la noche; otrospodrían vivir muchas jornadas,muchos podían curarse. Pero los

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enanos rojos tenían que sufrir la leyde los hombres. El propio Naoh, quea menudo había infringido esta ley, lareconoció necesaria con esosenemigos implacables. Dejó que suscompañeros y los hombres sinhombros traspasaran sus corazones ycortaran sus cabezas. La matanza fuerápida: Nam y Gaw se precipitaban,y los otros actuaban según métodosmilenarios, pero casi sin ferocidad.

Después hubo una pausa detorpor y de silencio. Los hombres sinhombros curaban a sus heridos. Lohacían de una manera más minuciosa

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y segura que los Oulhamr. Naoh tuvola impresión de que conocían máscosas de los miembros de su tribu,pero que su vida era débil. Susgestos eran flexibles y tardíos; paralevantar un herido, lo hacían dos deellos, incluso tres; a veces, cautivosde un torpor extraño, permanecíancon los ojos fijos y los brazossuspendidos como ramas muertas.

Las mujeres eran, posiblemente,menos lentas. Parecían también máshábiles, y desplegaban más recursos.Al cabo de un tiempo, Naoh se diocuenta de que una de ellas mandaba

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en la tribu. Pero tenían los mismosojos oscuros y el rostro triste de susmachos, y sus cabellos eran pobres,escasos y a mechones, con islotes depiel escamosa. El hijo del Leopardorecordó las cabelleras abundantes delas mujeres de su raza, la hierbamagnífica que refulgía en la cabezade Gammla. Se acercaron unas,acompañadas de dos hombres, a verlas heridas de los Oulhamr. De susmovimientos brotaba una suavidadtranquila.

Limpiaban la sangre con hojasaromáticas y cubrían las heridas con

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hierbas aplastadas que asegurabancon juncos.

Esa curación fue el signodefinitivo de la alianza. Naoh pensóque los hombres sin hombros eranmucho menos rudos que sushermanos, que los devoradores dehombres y que los enanos rojos. Y suinstinto no le engañaba en esto, comotampoco le engañaba al considerar sudebilidad.

Sus antepasados habían talladola piedra y la madera mucho antesque los demás hombres. Durantemilenios, los Wah ocuparon llanuras

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y bosques numerosos. Fueron los másfuertes. Sus armas provocabanheridas profundas, conocían lossecretos del fuego, y en choque conlas débiles hordas errantes o lasfamilias solitarias, tomabanfácilmente la ventaja. Entonces suestructura era poderosa, susmúsculos rudos e infatigables, seservían de un lenguaje menosimperfecto que el de sus semejantes.Y sus generaciones crecieronincomparablemente sobre la faz delmundo. Después, sin que hubiesensufrido cataclismos distintos a los

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que afectaron a los demás hombres,su crecimiento se detuvo. No sehabían apercibido de ello, comotampoco debían haberse apercibidode su decadencia.

Los medios que habíanfavorecido su desarrollo lescontrariaban. Sus cuerpos se hicieronmás estrechos y lentos; su lenguajedejó de enriquecerse y después seempobreció; sus astucias se hicieronmás groseras y menos numerosas; nomanejaban sus armas, peorconstruidas, con el mismo vigor yhabilidad. Pero el signo más seguro

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de su decadencia fue la paralizacióncontinua de su pensamiento y susgestos. Se cansaban pronto, comíanpoco y dormían mucho: en invierno,llegaban a entumecerse como lososos.

De generación en generación, sereducía su capacidad dereproducirse. Las mujeres concebíanpenosamente uno o dos hijos, cuyocrecimiento era difícil. Un grannúmero de ellas eran estériles. Sinembargo, manifestaban una vitalidadsuperior a la de los machos, ytambién más resistencia, y sus

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músculos se habían visto menosafectados. Poco a poco, los actos deellas se hicieron casi idénticos a losde los guerreros: ellas cazaban,pescaban, tallaban las armas y losútiles, combatían por la familia o lahorda. En suma, la diferencia desexos casi se había abolido.

Y la raza se encontró rechazadalentamente hacia el suroeste porenemigos más rudos, más activos yprolíficos.

Los enanos rojos habíananiquilado numerosas hordas. Losdevoradores de hombres los habían

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masacrado sin descanso. Errabancomo en un sueño, con los vestigiosde una industria más delicada que lade los rivales, con los restos de unainteligencia menos sumaria. Sehabían adaptado a las tierras quedesbordaban los ríos, donde seacumulan las turberas y los pantanos,entre los grandes lagos y también enalgunos países subterráneos. En lasgrandes cavernas excavadas por lasaguas, unidas por estrechamientossinuosos, recuperabanadmirablemente su camino y sabíanperforar salidas. Aunque no tuviesen

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una idea precisa de su decadencia, sesabían lentos, débiles, atacadosrápidamente por la fatiga, yprocuraban ser astutos para evitar lalucha. Se enterraban con unahabilidad que desconcertaba el olfatode perros y lobos, y con mayor razónel olfato más grosero de los hombres.Ningún animal sabía borrar mejor surastro. Pero esos seres tímidosmostraban en un solo punto suimprudencia y temeridad: loarriesgaban todo para liberar a unmiembro de su raza que estuvierapreso, cercado o que hubiera caído

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en una trampa.Esa solidaridad, comparable a

la de los pecaríes, que antaño habíaacrecentado inmensamente su poder,les conducía a veces a siniestrasaventuras. Era la que les habíaarrastrado a socorrer al hombrerecogido por Naoh. Como los enanosvigilaban y habían tenido querecorrer tierras áridas, los Wah sehabían dejado descubrir, inclusosorprender. Sin intervención deNaoh, hubieran sucumbido en lalucha: pero también es cierto que supresencia había salvado a los tres

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Oulhamr. Sin embargo, el hijo delLeopardo, tras la cura, volvió a laarista granítica para retomar lasjaulas. Las encontró intactas con ypequeños fuegos llameaban todavía.Y al verlo, la victoria le pareció máscompleta y dulce.

Y no es que temiera la ausenciadel fuego; seguramente, los hombressin hombros se lo darían. Pero leguiaba una superstición oscura. Leatraían esas pequeñas llamas de laconquista; el porvenir le habríaparecido amenazador si las treshubieran muerto. Las llevó

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gloriosamente junto a los Wah.Éstos le observaban con

curiosidad, y la mujer que guiaba a lahorda, sacudió la cabeza. Con gestos,el gran nómada mostró que los suyoshabían visto morir el fuego, y que élhabía sabido reconquistarlo. Comonadie parecía entenderlo, Naoh sepreguntó si no serían de esas razasmiserables que no saben calentarseen los días fríos, alejar la noche oasar los alimentos. El viejo Goundecía que existían esas hordas,inferiores a los lobos, que superan alhombre por la finura del oído y la

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perfección del olfato. Lleno depiedra, Naoh iba a enseñarles cómohacer crecer las llamas, cuando vioentre los sauces a una mujer quegolpeaba una contra otra dos piedras.Brotaron chispas casi continuas ydespués un pequeño punto rojo danzóa lo largo de una hierba muy fina yseca; otras briznas llamearon, y lamujer las mantenía suavemente consu aliento: el fuego se puso a devorarhojas y pequeñas ramas. El hijo delLeopardo se quedó inmóvil y, muysobrecogido, pensó:

«¡Los hombres sin hombros

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guardan el fuego en piedras!»Acercándose a la mujer,

intentaba examinarla. Ella tuvo ungesto instintivo de desconfianza.Después, recordando que ese hombrelos había salvado, le entregó laspiedras. Él las examinó ávidamentey, al no poder descubrir ningunafisura, se sintió todavía mássorprendido. Luego, las tocó portodas partes: estaban frías. Sepreguntó con inquietud: «¿Cómo haentrado el fuego en estas piedras... Ycómo no las ha calentado?»

Devolvió las piedras con ese

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temor y desconfianza que inspiran enlos hombres las cosas misteriosas.

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VI.- En el país de lasaguas.

Los Wah y los Oulhamratravesaban el país de las aguas. Seextendían en capas estancadas llenasde algas, ninfeas, nenúfares,sagitarias, lisimaquias, lentejas,juncos y cañas, formaban turberasterribles y turbulentas, después sesucedían en lagos, en riachuelos, enredes entrecortadas por la piedra, laarena o la arcilla; brotaban del suelo,

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o se extendían sobre la pendiente delas colinas, y algunas veces,embebidas por las fisuras, se perdíanen el fondo de zonas subterráneas.Los Wah sabían ahora que Naohquería seguir una ruta entre el norte yoccidente.

Le abreviaban el viaje, queríanguiarlo hasta que estuviera al final delas tierras húmedas. Sus recursosparecían innumerables. A vecesdescubrían pasos que ningunaespecie de hombre habríasospechado que existieran; otrasveces construían balsas, echaban un

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tronco de árbol a través del abismo,cruzaban dos ríos con ayuda delianas. Nadaban con habilidad,aunque lentamente, siempre que nohubiera allí determinadas hierbas queles producían un temor supersticioso.

Sus actos parecían llenos deincertidumbre; actuaban en ocasionescomo criaturas que luchan contra elsueño, o que acaban de salir de unode ellos; y sin embargo, no seequivocaban casi nunca.

Los víveres abundaban. LosWah conocían muchas raícescomestibles; sobre todo eran

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excelentes para pescar peces. Sabíanalcanzarlos con el arpón, cogerloscon la mano, trabarlos con hierbasflexibles, atraerlos por la noche conantorchas, orientar sus bancos hacialas caletas. Por las noches, cuando elfuego resplandecía sobre unpromontorio, en una isla u orilla,degustaban una felicidad dulce ytaciturna. Les gustaba sentarse engrupo, apretarse unos contra otros,como si sus individualidadesdebilitadas se fortalecieran en elsentimiento de la raza, mientras quelos Oulhamr preferían espaciarse,

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sobre todo Naoh, que durante largosintervalos se complacía en lasoledad. A veces, los Wah entonabanuna melopea muy monótona, querepetían hasta el infinito y quecelebraba actos antiguos, de los queninguno de ellos tenía recuerdoalguno: debía relacionarse congeneraciones muertas desde hacíamucho tiempo. Nada de todo esointeresaba al hijo del Leopardo.Sentía malestar, y casi repugnancia,pero observaba con una curiosidadvehemente sus gestos de caza, depesca, de orientación, de trabajo, y

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particularmente la manera en que seservían del propulsor y cómosacaban el fuego de las piedras.

Se inició rápidamente en eljuego del propulsor. Como inspirabaa sus aliados una simpatía creciente,no le ocultaron ningún secreto. Pudomanejar sus armas y sus útiles,aprender a repararlas, y, habiéndoseperdido propulsores, vio cómoconstruían otros. Además, la mujer-guía le dio uno, del que se sirvió contanta habilidad y mucha más fuerzaque los hombres sin hombros.

Tardó más en concebir el

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misterio del fuego. Y es que seguíaproduciéndole temor. Veía desdelejos cómo brotaban las chispas; laspreguntas que se hacía seguíansiendo oscuras y llenas decontradicciones. Pero en cadaocasión se tranquilizaba más.Después, el lenguaje articulado y elde los gestos vino en su ayuda. Puesempezaba a entender mejor a losWah: había aprendido el sentido dediez o doce palabras y el de unatreintena de signos particulares de laraza. Sospechó al principio que losWah no encerraban el fuego en las

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piedras, sino que estaba encerrado enellas de una manera natural. Brotabacon el choque y se arrojaba sobre labriznas de hierba seca: comoentonces era muy débil, no capturabainmediatamente su presa. Naoh setranquilizó todavía más cuando viosacar las chispas de guijarros queyacían en el suelo. Cuando estuvoseguro de que el secreto serelacionaba con las cosas más quecon el poder de los Wah, se disipó suúltima desconfianza. Aprendiótambién que se necesitaban dospiedras de tipo distinto: la de sílex y

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la marcasita. Y consiguiendo élmismo hacer saltar las pequeñasllamas, trató de encender unahoguera. La fuerza y la velocidad desus manos ayudaron a suinexperiencia: produjo mucho fuego.Pero durante otros muchos reposos,no volvió a conseguir hacer arder lamás débil hoja de hierba.

Un día, la horda se detuvo antesdel crepúsculo. Estaban en la puntadel lago de aguas verdes, sobre unatierra arenosa, en un tiempoextraordinariamente seco. Vieron enel firmamento el vuelo de unas

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grullas. Las cercetas huían entre loscañaverales; a lo lejos, rugía un león.Los Wah encendieron dos grandesfuegos. Naoh, que se había procuradobriznas muy pequeñas y casicarbonizadas, golpeaba las piedrasuna contra otra. Trabajaba con unapasión violenta. Después tuvo dudas;pensó que los Wah ocultaban todavíaun secreto. Dio unos golpes tanfuertes que una de las piedras serompió. Su pecho se hinchó y susbrazos se pusieron rígidos: había unresplandor en una de las briznas.Entonces, soplando con prudencia,

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hizo que creciera la llama: devoró sudébil presa y apresó a las otrashierbas.

Y Naoh, inmóvil, jadeante, conlos ojos terribles, conoció unaalegría más fuerte todavía que la quesintió al vencer a la tigresa, robar elfuego a los Kzamms, hacer alianzacon el gran mamut y abatir al jefe delos enanos rojos. Pues sintió queacababa de conquistar sobre lascosas un poder que no había poseídoninguno de sus antepasados, y que yanadie podría matar el fuego entre loshombres de su raza.

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VII.- Los hombres depelo azul.

Los valles seguían bajando;atravesaron países en los que elotoño era casi tan tibio como elverano. Después surgió un bosquetemible y profundo. Una muralla delianas, de espinas y de arbustos locerraba, pero los Wah abrieron unpasadizo con ayuda de sus cuchillosde sílex y de ágata. La mujer-guíahizo saber a Naoh que los Wah no

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acompañarían más a los Oulhamrcuando volvieran al aire libre, puesmás allá desconocían esa tierra. Sólosabían que había allí una llanura, ydespués una montaña cortada en dospor un gran desfiladero. La mujer-jefe creía que ni en la llanura ni en lamontaña había hombres: pero elbosque servía de alimento a algunashordas. Las describió poderosas porsus pechos y sus brazos, le hizoentender que no encendían fuego, queno se servían de una lenguaarticulada, ni practicaban la guerra nila caza. Eran terribles cuando se les

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atacaba, cuando se les impedía elpaso o cuando consideraban algocomo un acto hostil.

Tras una mañana llena deesfuerzos, el bosque se hizo menosferoz. Las garras y los dientes de lasplantas decrecieron; entre los árbolesmilenarios se abrieron caminostrazados por los animales; lapenumbra verde se iluminó; pero lamultitud de pájaros seguía llenandoel país de los árboles, se percibía lapresencia de fieras, de reptiles, deinsectos, y una palpitacióninfatigable, una lucha inmensa,

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paciente, tenaz, en la que la carne delas plantas y de los animales nocesaba de sucumbir y de crecer...

Un día, la mujer-jefe le mostróel matorral con aire enigmático.Entre las hojas de una higueraacababa de aparecer un cuerpoazulado que Naoh reconoció como elde un hombre. Recordando a losenanos rojos, tembló de odio yansiedad. El cuerpo desapareció. Sehizo un gran silencio. Los Wah,advertidos, detuvieron la marcha y seacercaron más unos a otros.

Entonces habló el hombre más

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viejo de la horda.Habló de la fuerza de los

hombres de pelo azul y de su cóleraespantosa; aseguró que, por encimade todas las cosas, era preciso notomar el mismo camino que ellos, nipasar a través de su campamento;añadió que detestaban los clamores ylos gestos:

-Los padres de nuestros padreshan vivido sin guerra en su vecindad.Les cedían el camino en el bosque.Y, a su vez, los hombres de pelo azulse apartaban de los Wah en la llanuray sobre las aguas.

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La mujer-jefe hizo un signo deaquiescencia a ese discurso y levantóel bastón de mando. La horda,tomando una dirección nueva, semetió por un montecillo desicomoros y acabó desembocando enun gran claro: era obra del rayo ytodavía se percibían las cenizas delas ramas y los troncos de árboles.Los Wah y los Oulhamr penetraronen él, y en seguida Naoh vio denuevo, hacia la derecha, un cuerpoazulado parecido a aquel que habíavisto entre las hojas de la higuera.Sucesivamente, otras formas se

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perfilaron en la penumbra glauca.Crujieron ramas; salió un ser ágil ypoderoso. Nadie habría podido decirsi había llegado a cuatro patas, comolos animales velludos y los reptiles,o sobre dos patas, como los pájarosy los hombres. Parecía agachado, conlos miembros posteriores alargados amedias sobre el suelo, los anterioresplegados, sobre una gruesa raíz. Surostro era enorme, con mandíbulas dehiena, ojos redondos, rápidos yllenos de fuego, el cráneo largo ybajo, el torso profundo como el de unleón pero más grande: cada uno de

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los cuatro miembros terminaba enuna mano. Un pelo oscuro de reflejosleonados y azules le cubría todo elcuerpo. Por el pecho y los hombros,Naoh reconoció a un hombre, pueslas cuatro manos hacían de él unacriatura singular, y la cabezarecordaba al búfalo, al oso y alperro. Tras haber mirado hacia todaspartes con desconfianza y cólera, elhombre de pelo azul se levantó sobresus piernas. Emitió un gruñidocavernoso.

Luego, de todas partes, salieron

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de cubierto seres semejantes. Erantres machos, una docena de hembrasy algunos niños que se ocultaban amedias entre las raíces y las hierbas.Uno de los machos era colosal: consus brazos rugosos como plátanos, elpecho dos veces más grande que elde Naoh, podría derribar un uro yahogar a un tigre. No llevaba armaalguna, pero, entre sus compañeros,dos o tres de ellos sostenían unasramas todavía cubiertas de hojas conlas que raspaban la tierra.

El gigante avanzó hacia los Wahy los Oulhamr mientras los otros

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gruñían todos juntos. Se golpeó elpecho y vieron relucir la masa blancade sus dientes entre sus labiosgruesos y temblorosos.

Los Wah, a una señal de lamujer-jefe, se batieron en retirada.Lo hacían sin prisa. Obedeciendo unaantigua tradición, se abstenían detodo gesto o palabra. Naoh los imitóconfiando en su experiencia, peroNam y Gaw, que precedían a lahorda, permanecieron un instanteindecisos. Cuando quisieron imitar asu jefe, les habían cortado laretirada: los hombres de pelo azul se

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habían esparcido por el claro.Entonces, Gaw se metió en elmatorral, mientras Nam trató defranquear una zona libre. Se deslizóde manera tan ligera y furtiva queestuvo a punto de conseguirlo. Perouna mujer se levantó ante él de unsolo salto; Nam tomó una direcciónoblicua. Llegaron dos hombres.Cuando iba a evitarlos, tropezó.Brazos enormes cogieron a Nam y seencontró en las manos del gigante.

No había tenido tiempo delevantar sus armas; una presiónirresistible paralizó sus hombros y se

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sintió tan débil como una saiga bajoel peso del tigre. Entonces,conociendo la distancia que loseparaba de Naoh, se quedóparalizado, con los músculosinmóviles, las pupilas violetas: sujuventud desfallecía ante laseguridad de que iba a morir. Naohno pudo soportar ver cómo mataban asu compañero; avanzó llevando laazagaya y la maza, pero la mujer-jefele detuvo:

-¡No golpees! -dijo ella.Le hizo comprender que al

primer golpe Nam perecería.

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Estremeciéndose entre el impulsoque le llevaba a combatir y el miedoa que por ese motivo ahogaran al hijodel Álamo, lanzó un suspiro ronco yse quedó mirando. El hombre de peloazul había levantado al nómada:rechinaba los dientes, lo balanceaba,dispuesto a aplastarlo contra eltronco de un árbol... De pronto, sugesto se detuvo. Contempló el cuerpoinerte y después el rostro. Nopercibiendo resistencia alguna, susmandíbulas feroces se distendieron yuna vaga dulzura pasó por sus ojosfieros; dejó a Nam en el suelo.

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Si el joven hubiera hecho unmovimiento de defensa, o incluso demiedo, la mano terrible le hubieracogido de nuevo. Pero lo supo asípor instinto y permaneció inmóvil...

Había llegado la horda entera,hombres, mujeres y niños. Todosreconocieron confusamente en Namuna estructura análoga a la suya. Paralos enanos rojos o los Oulhamr, ésehabría sido un motivo más paramatarlo. Pero su alma era muyoscura; no conocían la guerra; nocomían carne y vivían sintradiciones. El instinto les irritaba

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contra las fieras que se llevan a losjóvenes o devoran a los heridos, aveces una rivalidad exasperaba a losmachos, pero no mataban a losanimales que comían hierba.

Delante del nómada,permanecían llenos de incertidumbre.Les apaciguaba su inmovilidad, y ladulzura brusca del gran macho. Puesa éste los otros machos no se leresistían desde hacía muchasestaciones, y era él quien losconducía a través del bosque,eligiendo los caminos o las paradas,haciendo retroceder a los leones.

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Como no había mordido nigolpeado, ellos eran menos capacesde hacerlo. Y pronto, al borrarse laimagen del combate en sus cerebros,la vida de Nam estuvo a salvo. Ya nose vería amenazada si él mismo nohacia gesto de atacar o defenderse.Ahora habría podido seguirlos sinque ellos se inquietaran, y quizá vivircon ellos. Como había sentido elaliento de la destrucción, así sintióahora que el peligro habíadesaparecido. Se levantó de dondeestaba, con lentitud, y esperó.Durante un momento, no dejaron de

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observarle, con una desconfianzalejana. Después, una mujer, a la quele tentó un brote tierno, no pensó másque en devorarlo. Un hombre se pusoa desenterrar raíces; poco a poco,todos obedecieron a la necesidadprofunda de alimentarse: comosacaban toda su fuerza de las plantasy su capacidad de elección era másrestringida que la de los élafos o losaurocs, la tarea era larga, minuciosa,continúa...

El joven nómada quedó libre.Se reunió con Naoh, que habíaavanzado en el claro, y los dos

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vieron cómo los hombres de peloazul desaparecían y volvían aaparecer. Nam, palpitando todavíapor la aventura, hubiera queridoverlos morir. Pero Naoh no odiaba aesos hombres extraños; admiraba sufuerza, comparable a la de los osos,y comprendía que, si hubieranquerido, habrían aniquilado a losWah, a los enanos rojos, a losdevoradores de hombres y a losOulhamr.

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VIII.- El oso giganteen el desfiladero.

Hacía ya mucho tiempo queNaoh había abandonado a los Wah yatravesado el bosque de los hombresde pelo azul. Por las aberturas de lasmontañas, había llegado a lasmesetas. El otoño era allí más fresco,las nubes pasaban interminables, elviento aullaba jornadas enteras, lahierba y las hojas fermentaban sobrela tierra miserable, y el frío

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devoraba los innumerables insectos,bajo las cortezas, entre las ramasoscilantes, las raíces marchitas, losfrutos podridos, en las hendiduras dela piedra y las fisuras de la arcilla.Cuando las nubes se desgarraban, lasestrellas parecían helar las tinieblas.Por la noche, los lobos aullaban casisin descanso, los perros lanzabanclamores insoportables; se escuchabael grito de agonía de un élafo, de unasaiga o un caballo, el rugido de untigre o de un león, y los Oulhamrveían perfiles sensibles u ojosfosforescentes que aparecían

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bruscamente en el círculo de sombraque rodeaba al fuego.

La vida se hacía cada vez másterrible. Con el invierno cercano, lacarne de las plantas se hacía rara.Los herbívoros la buscabandesesperadamente a ras del suelo,escarbándola hasta la raíz,arrancando los brotes y cortezas; loscomedores de fruta rodaban entre lasramas; los roedores consolidaban susmadrigueras; los carnívorosacechaban infatigablemente en lospastos, se emboscaban en losabrevaderos, exploraban la

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penumbra de las espesuras y seocultaban en las grietas de las rocas.Aparte de los animales que hibernano de aquellos que acumulanprovisiones en su guarida, los serestrabajaban duramente, al aumentar lanecesidad y disminuir los recursos.

Naoh, Nam y Gaw apenassufrían hambre. El viaje y la aventurahabían perfeccionado su instinto,habilidad y sagacidad. Adivinabandesde más lejos la presa o elenemigo; presentían el viento, lalluvia y la inundación. Cada uno desus gestos se adaptaba hábilmente al

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objetivo, y economizaban energía.De un solo vistazo discernían cuálera la línea favorable para laretirada, la guarida segura, el terrenobueno para el combate. Se orientabancon una certidumbre casi igual a lade los pájaros migratorios. A pesarde las montañas, los lagos, las aguasestancadas, los bosques, las crecidasque cambian el perfil de los lugares,se iban acercando cada día al país delos Oulhamr. Ahora esperabanreunirse con la horda antes de quepasara media luna.

Un día llegaron a un país de

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altas colinas. Bajo un cielo calmosoy amarillo, las nubes llenaban elespacio y se desplomaban unas sobreotras, del color del ocre, la arcilla olas hojas marchitas. Con abismosblancos que revelaban suinmensidad. Parecían cobijar latierra.

Entre los numerosos caminos,Naoh había elegido un desfiladerolargo que reconocía por haberlorecorrido, cuando tenía la edad deGaw, acompañando a un grupo decazadores. Horadado a veces entrecalcáreas, y otras veces abriéndose

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en un barranco, terminaba en uncorredor de pendientes rápidas en elque a menudo era necesario escalarlas piedras desgajadas.

Los nómadas lo recorrieron sinaventura alguna hasta dos terceraspartes de su longitud. Hacia la mitaddel día, se sentaron para comer.Estaban en un semicírculo que eracruce de grietas y cavernas. Podíanoír el gruñido de un torrentesubterráneo, y su caída en un abismo;dos agujeros sombríos se abrían enla roca y se percibía el rastro decataclismos más antiguos que todas

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las generaciones de animales.Cuando Naoh hubo tomado su

alimento, se dirigió hacia una de lascavernas y la contemplóprolongadamente. Recordó queFaouhm había enseñado a susguerreros una salida por la que seencontraba un camino más rápidohacia la llanura. La pendiente,cubierta de piedras resbaladizas, erapoco conveniente para un gruponumeroso, pero sería más prácticapara tres hombres ligeros; Naoh tuvodeseos de tomarlo.

Fue hasta el fondo de la

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caverna, reconoció la fisura y semetió por ella hasta que unresplandor débil le anunció unasalida cercana. Al regresar, seencontró con Nam, y éste le dijo:

-¡El oso gigante está en eldesfiladero!

Una llamada gutural leinterrumpió. Naoh, arrojándose a laentrada de la caverna, vio a Gawoculto entre los bloques, en la actitudde un guerrero al acecho. Y el jefesintió un gran escalofrío. En lassalidas del circo rocoso habíanaparecido dos animales monstruosos.

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Un pelo extraordinariamente espeso,del color del roble, los protegía delinvierno próximo, de la dureza de lasrocas y los aguijones de las plantas.Uno de ellos era tan grande como elauroc, de patas más cortas, másmusculosas y flexibles, la frenteabultada, como si fuera una piedracomida por el liquen: su enormeboca podría tragarse la cabeza de unhombre y aplastarla con un crujidode las mandíbulas. Era el macho. Lahembra tenía la frente plana, la bocamás corta, el andar oblicuo. En susgestos y pechos mostraban cierta

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analogía con los hombres de peloazul.

-Sí -murmuró Naoh-. Son lososos gigantes.

No temían a ningún animal. Perosólo eran temibles en su furor, ocuando les impulsaba un hambreexcesiva, pues no les gustaba muchola carne. Estos gruñeron. El machomovía las mandíbulas y equilibrabala cabeza de una manera violenta.

-Está herido -comentó Nam.Entre sus pelos se derramaba la

sangre. Los nómadas temían que laherida hubiera sido hecha por un

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arma humana. En este caso, el osotrataría de vengarse. Y una vez quecomenzara el ataque, ya no loabandonaría: ningún ser vivo era tantenaz como él. Con su pelaje grueso ysu piel dura, desafiaba a la azagaya,el hacha y la maza. Podía abrir elvientre de un hombre de un sologolpe de la pata, ahogarlo con suabrazo, triturarlo con las mandíbulas.

-¿De dónde han venido?-De entre esos árboles -

respondió Gaw, mostrando unosabetos que crecían entre la rocadura-. El macho ha descendido por la

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derecha, y la hembra por laizquierda.

Bien por el azar o por unatáctica vaga, habían logrado bloquearla salida del desfiladero. Y el ataqueparecía inminente. Se percibía en lavoz más ruda del macho, en la actitudrecogida y furtiva de la hembra. Sitodavía vacilaban era porque sucabeza era lenta y su instinto queríala certidumbre: olfateaban con largosalientos cavernosos, para medirmejor la distancia de los enemigosocultos entre los bloques.

Naoh dio las órdenes

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bruscamente. Cuando los ososcobraron impulso, los Oulhamrestaban ya en el fondo de la caverna.El hijo del Leopardo ordenó que losjóvenes le precedieran; los tres seapresuraron mientras lo permitió elsuelo erizado y los desvíos delpasadizo.

Al encontrar la caverna vacía,los osos gigantes perdieron tiempoen recobrar la pista entre los rastrosanteriores de los Oulhamr. Llenos dedesconfianza, se detenían aintervalos. Pues aunque no temían lafuerza de ningún otro ser, tenían una

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gran prudencia natural y el temorconfuso a lo desconocido. Conocíanla incertidumbre de las rocas, de lacaverna y de los abismos; sumemoria, tenaz, guardaba la imagende los bloques que se abren y caen,del suelo que se agrieta, del abismoen el fondo de las tinieblas, de laavalancha, de las aguas que traspasanla pared dura. En su vida, ya larga,no les había amenazado ni el mamut,ni el león, ni el tigre. Pero a menudosurgían ante ellos energías oscuras:llevaban las marcas afiladas de lapiedra, casi habían desaparecido

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bajo la nieve, habían sido llevadospor los deshielos de la primavera, yhabían quedado cautivos bajo latierra removida.

Esa misma mañana, por primeravez, les habían atacado seres vivos.Lo habían hecho desde lo alto de unaroca recta que sólo los lagartos y losinsectos podían escalar. Tres seresverticales estaban en la cresta, y, alver a los osos gigantes, emitieron unclamor y lanzaron azagayas. Una deellas había herido al macho. Yentonces, trastornado por el dolor ydesorientado por la rabia, perdió la

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claridad del instinto y trató de llegardirectamente a la cima. Renunciópronto, y, seguido por su compañera,buscó un rodeo accesible.

En la marcha, arrancó laazagaya y la olfateó: los recuerdosvinieron a él: no había encontradomuchas veces al hombre; su aspectono le asombraba más que el de loslobos o el de la hienas. Como seapartaban de su camino y no habíapodido conocer sus astucias otrampas, no se inquietó. La aventuraera por eso más imprevista yproblemática. Trastocaba el orden

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oscuro de las cosas y hacia surgiruna amenaza insólita. El oso de lascavernas caminaba a través de loscorredores, tanteaba las pendientes,aspiraba atentamente los oloresdispersos. A la larga, se fatigó. Deno ser por la herida, no habríaconservado más que ese recuerdovago que duerme en el fondo de lacarne y sólo despierta cuando esatizado por circunstancias similares.Pero los sobresaltos del dolor hacíanque regresara a intervalos la imagende los tres hombres de pie en lacresta, y de la azagaya afilada.

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Entonces se lamía y gruñía...Después, incluso el sufrimiento dejóde ser un motivo de recuerdo. El osogigante sólo pensaba en la penosabúsqueda de su alimento cuandoolfateó de nuevo al hombre. Lacólera llenó su pecho. Advirtió a suhembra, que había seguido otrocamino, pues sobre todo en lostiempos fríos, no podían subsistir ensuperficies demasiado cercanas. Y,tras haberse asegurado de la posiciónde los enemigos y la distancia,habían precipitado el ataque.

En la fisura tenebrosa, Naoh no

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tuvo al principio la impresión de quehubiera otra presencia fuera de la desus compañeros. Después, comenzó adejarse oír el paso pesado de losanimales, y el jadeo de alientospoderosos: los osos ganaban terrenoa los hombres. Tenían la ventaja delequilibrio, de las cuatro patas que seaferraban al suelo oscuro, de la narizque seguía la pista... A cada instante,uno de los nómadas chocaba con unapiedra, tropezaba en un agujero, segolpeaba con un saliente de lamuralla, pues tenían que llevar lasarmas, las provisiones y las jaulas

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del fuego, que Naoh no podíaabandonar. Como las llamas estabanreducidas al fondo de las cavidades,no iluminaban el camino: su débilresplandor rojizo se perdía en lo altoy apenas si indicaba las inflexionesde la muralla. Pero, en cambio,señalaban confusamente las siluetasfugitivas...

-¡Rápido! ¡Rápido! -gritó eljefe.

Nam y Gaw no podían correrlibremente, y los animales gigantesse aproximaban. A cada pasopercibían mejor su aliento. Como su

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furor se acrecentaba a medida quesentían más próximo al enemigo, orauno, ora el otro, lanzaban un gruñido.Sus voces potentes repercutían en laspiedras. Naoh pudo ver mejor laenormidad de las estructuras y pensóen el abrazo formidable, el trituradoirresistible de las mandíbulas...

Al poco tiempo los osos sóloestaban a unos pasos de distancia. Elsuelo vibraba debajo de Naoh, y unpeso inmenso iba a batirse sobre susvértebras...

Plantó cara a la muerte;inclinando bruscamente la jaula,

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dirigió el débil resplandor a unamasa oscilante. El oso se detuvo enseco. Toda sorpresa despertaba suprudencia. Contempló la pequeñallama, vibró sobre sus patas y llamósordamente a su hembra. Después,impulsado por su furor, se arrojósobre el hombre... Naoh habíaretrocedido y lanzó la caja con todasu fuerza. El oso fue alcanzado en elhocico, se le quemó un párpado ylanzó un rugido doloroso; se detuvo atocarse y, mientras lo hacía, elnómada ganó terreno.

Una claridad gris se filtraba en

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las galerías. Ahora los Oulhamrveían el suelo: ya no tropezaban yavanzaban a paso rápido... Pero lapersecución volvió a iniciarse, ytambién las fieras redoblaban suvelocidad y mientras la luz crecía, elhijo del Leopardo comprendió que elpeligro empeoraría al encontrarse alaire libre.

El oso gigante volvía a estarpróximo. La picazón del párpadoavivaba su rabia y había perdidotoda prudencia; con la cabezaatolondrada por la sangre, nadapodía detener su impulso. Naoh lo

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adivinaba por su aliento máscavernoso, por sus gruñidos breves yroncos.

Iba ya a darse la vuelta paracombatir, cuando Nam lanzó un gritode llamada. El jefe vio un salientealto tras el que el corredor se hacíamás pequeño. Nam ya lo habíapasado, Gaw lo rodeaba. La boca deloso rugía a tres pasos cuandotambién Naoh se deslizó por laabertura estrechando los hombros.Llevado por su impulso, el animal segolpeó, y sólo su hocico inmensopasó por ella. Rugía, mostraba las

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muelas y la sierra de sus dientes,lanzaba un clamor grande y siniestro.Pero Naoh ya no temía nada, depronto estaba a una distanciainfranqueable: la piedra, máspoderosa que cien mamuts, másduradera que la vida de milgeneraciones, detenía al oso con lamisma seguridad que la muerte.

El nómada se burló:-Naoh es ahora más fuerte que

el gran oso. Pues tiene una maza, unhacha y azagayas. Puede golpear aloso, y el oso no puede devolverleningún golpe.

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Ya había levantado la maza. Eloso reconocía las trampas de la roca,contra las que luchaba desde suinfancia. Retiró la cabeza antes deque el hombre golpeara y se ocultótras el saliente. Pero permanecía sucólera, movía sus costillas y latíacon grandes golpes en sus sienes,impulsándole a actos imperiosos. Sinembargo, no cedía. Pues estabaguiado por un instinto sagaz que noolvidaba las circunstancias. Desde lamañana, en dos ocasiones, habíareconocido que el hombre sabíahacer sufrir con golpes extraños.

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Comenzaba a aceptar el destino, serealizaba en él un trabajo penosoque, más tarde, le haría encuadrar alser vertical entre las cosaspeligrosas: lo odiaría con tenacidad,se encarnizaría en destruirlo, pero nodesplegaría contra él sólo la fuerza yla prudencia, lo acecharía, sepondría a vigilarlo y recurriría a lassorpresas.

La osa gruñó, pues losacontecimientos no la habríaninstruido tanto, ya que ninguna heridahabía aumentado su sabiduría.Cuando el grito del macho le invitó a

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la prudencia, dejó de avanzar,suponiendo alguna trampa en latierra; pues no imaginaba que pudieranacer un peligro de aquellos seresocultos al otro lado de la pared.

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IX.- La roca.

Naoh deseó durante algúntiempo golpear a las fieras. El rencorpermanecía en su corazón. Y,observando la penumbra, manteníadispuesta una azagaya afilada. Perodespués, como el oso gigantepermanecía invisible y la hembra sehabía alejado, se apaciguó y recordóque el día avanzaba y tenían quellegar a la llanura. Entonces,molesto, avanzó hacia la luz. Éstaaumentaba a cada paso. El pasillo se

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agrandaba y los nómadas lanzaron ungrito ante las grandes nubes de otoñoque se movían en el fondo delfirmamento, ante la pendiente rígida,erizada, llena de obstáculos y latierra sin límites.

Pues toda la zona les erafamiliar. Desde su infancia habíanrecorrido aquellos bosques, sabanas,colinas, habían franqueado lospantanos, acampado al borde deaquella orilla, o bajo un saliente delas rocas. En dos días de marcha,llegarían al gran pantano junto al quelos Oulhamr se reunían tras sus

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correrías de guerra y de caza, ydonde tenía sus orígenes la oscuraleyenda.

Nam se echó a reír como unniño, Gaw tendió los brazos con unestremecimiento de alegría, y Naoh,inmóvil, sintió revivir la abundanciade las cosas:

-¡Vamos a ver de nuevo a laHorda!

Los tres percibían ya supresencia. Estaba mezclada con lasramas de otoño, se reflejaba en lasaguas y transformaba las nubes. Cadaaspecto del lugar era extrañamente

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distinto de los lugares que seencontraban abajo, atrás, en elinmenso oriente meridional. Sólo seacordaban de los días felices. Nam yGaw, que habían sufrido tan amenudo la rudeza de sus mayores, lospuños de Faouhm, el gesto feroz,sentían una seguridad sin límites.Contemplaban con orgullo laspequeñas llamas que ellos, con tantasluchas, fatigas y sufrimientos, habíanmantenido vivas. Naoh lamentabahaber tenido que sacrificar la jaula:una superstición vaga se arrastrabaen el fondo de su cerebro. ¿Pero

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acaso no llevaba las piedras quecontienen el fuego y el secreto parahacerlo brotar? ¡No importaba! Lomismo que sus compañeros, lehubiera gustado mantener un poco deesa vida chispeante que habíaconquistado a los Kzamms...

El descenso fue rudo. El otoñohabía multiplicado losdesprendimientos y las fisuras. Seayudaron del hacha y del arpón. Alllegar a la llanura, habían franqueadoel último obstáculo; sólo tenían queseguir caminos simples y bienconocidos. Llenos de esperanza,

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ponían menos atención de sussentidos en los acontecimientosinnumerables que envuelven yacechan a los seres vivos.

Avanzaron hasta el crepúsculo:Naoh buscaba una curva del río en laque quería establecer el campamento.El día moría pesadamente al fondode las nubes. Se arrastraba unresplandor rojo, siniestro y lento,acompañado por el aullido de loslobos y el quejido prolongado de losperros: éstos avanzaban en bandasfurtivas acechando en el límite de losmatorrales y los bosques. Su número

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asombró a los nómadas. Sin duda,algún éxodo de herbívoros los habíaexpulsado de las tierras próximas yse habían reunido en esa zona rica encaza. Pero habían debido agotarla.Sus clamores anunciaban la penuria.Su forma de andar, una actividadenfebrecida. Naoh, que sabía quehabía que temerlos cuando erannumerosos, apresuró el paso. Con eltiempo, se habían formado doshordas. Hacia la derecha estaban losperros y hacia la izquierda los lobos.Como seguían la misma pista, sedetenían a veces para amenazarse.

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Los lobos eran más grandes, con lasnucas abultadas y musculosas, perolos perros tenían la ventaja delnúmero. A medida que las tinieblasse comían el crepúsculo, los ojosarrojaban mayor claridad: Nam, Gawo Naoh percibían una multitud depequeños fuegos verdes que sedesplazaban como luciérnagas. Confrecuencia, los nómadas respondían alos aullidos con un largo grito deguerra y veían moverse todas esasfosforescencias.

Al principio, los animales semantuvieron fuera del alcance del

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arpón; pero con el crecimiento de lastinieblas se fueron acercando; se oíacon mayor claridad el ruidoimpreciso de las patas. Los perrosparecían más osados. Algunos habíansuperado a los hombres. Se deteníanbruscamente, saltaban con un gritoagudo o bien se arrastraban de unamanera solapada. Pero los lobos,inquietos al verse superados,llegaron todos juntos con sus vocesdesgarradoras. Había que presentarbatalla. Los perros, apretujados losunos contra los otros, conscientes delpoder que les daba el número,

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exaltados por el sentimiento de suavance, de pronto les hicieron frente.Una impaciencia furiosa revolvía lasentrañas de los lobos. Y en la últimaluz crepuscular y cenicienta, las doshordas se colocaron frente a frente,balanceándose, en oleadas de carnespalpitantes y con un largo desplieguede clamores.

No se produjo enfrentamiento.Algunos animales, menos gregarios,prosiguieron la caza, y su ejemplopredominó. Paralelamente, la fila deperros y la de lobos se amenazabanen la noche del hambre. Esa

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persecución tenaz inquietaba a loshombres. Delante del occidente casinegro, entre tantos cuerpossolapados, presintieron la muerte.

Un grupo de perros superó aGaw, que caminaba hacia laizquierda, y uno de ellos, del tamañode un lobo, se detuvo, enseñó susdientes chispeantes y saltó. El jovenlanzó nervioso su arpón. Se hundióen el costado del animal, que se pusoa dar vueltas con un largo aullido;Gaw acabó con él de un mazazo.

Al escuchar el grito de agonía,afluyeron los perros: les unía una

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solidaridad más fuerte que la de loslobos, y cuando uno de ellos estabaen peligro, llegaban a hacer frente alos grandes carnívoros. Naoh temióel ataque de toda la manada y llamó aNam y a Gaw para intimidar a losanimales. Apretados unos contraotros, los nómadas constituían uncuerpo superior; los perros,asombrados, daban vueltas a sualrededor. Si uno de ellos se atrevíaa precipitarse, todos les seguirían, ylos huesos de los hombresfranquearían la llanura...

Bruscamente, Naoh lanzó una

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azagaya: un perro cayó con el pechoagujereado. El jefe, cogiéndolo porlas patas traseras, lo arrojó a ungrupo de lobos que había a laderecha. El herido desapareció entreellos, y el olor de la sangre y lapresa fácil exasperaron su hambre,por lo que las fieras se pusieron adevorar esa carne viva. En esemomento los perros se olvidaron delos hombres y se lanzaron sobre loslobos.

Durante el combate, losnómadas habían huido al galope. Unaneblina anunciaba la proximidad del

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río y Naoh veía a intervalos unareverberación. En dos o tresocasiones se detuvo para orientarse.Al final, mostrando una masagrisácea que dominaba la orilla,dijo:

-Naoh, Nam y Gaw se reirán delos perros y los lobos.

Era una enorme roca queformaba casi un cubo y se elevabacinco veces la altura de un hombre.Sólo era accesible por un lado. Naohla escaló rápidamente, pues laconocía desde numerosas estaciones.Cuando Nam y Gaw le siguieron, se

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encontraron en una superficie plana,llena de maleza e incluso con unárbol, en donde treinta hombrespodían acampar cómodamente.

Abajo, hacia la llanuracenicienta, los lobos y los perroscombatían enloquecidamente.Feroces rumores y quejidosprolongados cruzaban el airehúmedo; los nómadas disfrutaban desu seguridad.

La madera crujió, el fuego lanzósus lenguas rojizas, y sus humos y unamplio resplandor se extendió sobrelas aguas. De la roca solitaria se

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separaban dos segmentos de orilladesértica; las cañas, los sauces y losálamos crecían en un lugar distante;de manera que se distinguían todaslas cosas que había a veinte tiros dearpón...

En ese momento, los animaleshuyeron de la claridad y se ocultarono acudieron hasta allí fascinados.Con un grito fúnebre, dos lechuzas selevantaron sobre un álamo, una nubede murciélagos orejudos giró, unabandada perdida de estorninos se fuea la otra orilla; los patos, molestos,abandonaron el lugar donde se

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ocultaban y se precipitaron hacia lasombra; peces alargados surgían delabismo, con vapores plateados,flechas de nácar, hélices cobrizas. Elresplandor rojizo dejó ver un jabalífornido que se detuvo y gruñó, a ungran élafo, con el lomo tembloroso,sus enramadas echadas hacia atrás, ytambién la cabeza solapada de unlince de orejas triangulares, ojoscobrizos y feroces, que aparecióentre dos ramas de fresno.

Los hombres conocían su fuerza.Comían en silencio la carne asada,gozosos de vivir al calor del fuego.

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¡La horda estaba cercana! Antes de lasegunda noche, reconocerían lasaguas del gran pantano. Nam y Gawserían acogidos como guerreros: losOulhamr conocerían su valor, suastucia, su larga paciencia, y lestemerían. Naoh tendría a Gammla ysería el jefe después de Faouhm... Susangre hervía esperanzada, y aunquesu pensamiento fuera corto, elinstinto era prodigioso y estaba llenode imágenes profundas y precisas.Tenían la juventud de un mundo queno regresaría. Todo era enorme, todoera nuevo... Ellos mismos jamás

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sentían el final de su ser, pues lamuerte era más una fábula espantosaque una realidad. La temíanbruscamente, en los momentosterribles; después se alejaba, seborraba, se perdía en el fondo de susenergías. Si las fatalidades sonformidables, si se abaten sin cesarcon el animal, el hambre, el frío, losmales desconocidos, los cataclismos,apenas han pasado ya no sontemibles. Siempre que tuvieranabrigo y alimento, la vida seríafresca como el río...

Un rugido cruzó las tinieblas. El

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jabalí escapó, el élafo saltó,convulsivo, con los cuernos másinclinados sobre la nuca, y cienestructuras palpitaron. Primerovieron una forma temblorosa cercade los álamos; después, una siluetaoscilante cuyo poder se revelaba encada gesto; una vez más, Naoh veíaal león gigante. Toda vida huyó.

La soledad era ilimitada. Elanimal colosal avanzaba coninquietud. Conocía la velocidad, lavigilancia, el olfato agudo, laprudencia y los recursosinnumerables de aquellos a quienes

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perseguía. Aquella tierra, en la quesu raza casi había desaparecido, eramenos cálida y más pobre. Vivíanallí gracias a un esfuerzo agotador.El hambre roía siempre su vientre.Apenas si formaba ya pareja: losterritorios en los que habíasuficientes presas para una pareja sehabían hecho más escasos, inclusoallí abajo, hacia el sol, o en losvalles cálidos. Y el supervivienteque todavía recorría el país del granpantano no dejaría descendencia.

A pesar de la altura y de loescarpada que era la roca, Naoh

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sintió un retorcimiento en susentrañas. Se aseguró de que el fuegodefendiera el estrecho acceso, ycogió la maza y el arpón; tambiénNam y Gaw estaban listos paracombatir; los tres, acurrucadoscontra la roca, eran invisibles.

El león-tigre se detuvo;elevándose sobre sus patasmusculosas, consideró esa altaclaridad que turbaba las tinieblascomo el crepúsculo. No la confundiócon el resplandor del día, y menostodavía con esa luz fría que leimpedía las emboscadas.

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Confusamente, volvió a ver lasllamas devorando la sabana, un árbolquemado por el rayo, o incluso losfuegos del hombre, que a veces habíarozado, de eso hacía ya muchotiempo, en los territorios de los quesucesivamente le habían expulsado elhambre, la crecida de las aguas o suretirada, que hacía imposible laexistencia. Vaciló y gruñó. Azotófuriosamente la cola, y despuésavanzó para olfatear los efluvios.Eran débiles, pues se elevaban ydespués se esparcían antes dedescender; la pequeña brisa los

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llevaba hacia el río. Apenas sentía elhumo, menos todavía la carne asada,y en absoluto el olor de los hombres,sólo veía esos resplandoressaltarines, de los que salían unasluces rojas y amarillas que crecían,decrecían, se desplegaban en formade cono, se derramaban en capas, semezclaban con la sombra repentinade los humos. No se asociaba conellos el recuerdo de ninguna presa, nigesto alguno de combate; y el animal,sintiendo un penoso temor, abrió laboca inmensa, caverna de la muertede la que brota el rugido... Naoh vio

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alejarse al león gigante, hacia lastinieblas en las que podría prepararsu trampa...

-¡Ningún animal puedecombatirnos! -exclamó el jefe conuna risa de desafío.

Desde hacía un momento, Namsentía estremecimientos. Con laespalda vuelta hacia el fuego, seguíacon la mirada, en la otra orilla, unreflejo que saltaba sobre las aguas,se infiltraba entre los sauces y lossicomoros y, tendiendo la mano,murmuró:

-¡Hijo del Leopardo, han venido

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hombres!Un peso descendió sobre el

pecho del jefe, y los tres unierontodos sus sentidos. Pero las orillasestaban desiertas y sólo escuchabanel chapoteo de las aguas; sólo sedistinguían animales, hierbas yárboles.

-¿Se ha equivocado Nam? -interrogó Naoh.

Convencido de lo que habíavisto, el joven respondió:

-Nam no se ha equivocado.., havisto cuerpos de hombres, entre lasramas de los sauces... Eran dos.

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El jefe no lo dudaba; su corazónse convulsionaba entre la angustia yla esperanza. En voz muy baja,afirmó:

-Este es el país de los Oulhamr.Lo que tú has visto son cazadores oexploradores enviados por Faouhm.

Se levantó, desarrollando sugran estatura. Pues no serviría denada ocultarse: amigos o enemigosconocerían bien la significación delfuego. Su voz clamó: -Soy Naoh, hijodel Leopardo, que ha conquistado elfuego para los Oulhamr. ¡Que losenviados de Faouhm se muestren!

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La soledad permanecióimpenetrable. La misma brisa seadormeció junto con el rumor de lasfieras; sólo el crepitar de las llamasy la voz fresca del río parecieroncrecer.

-¡Que los enviados de Faouhmse muestren! -repitió el jefe-. Simiran, reconocerán a Naoh, Nam yGaw. Saben que serán bienvenidos.

Los tres, de pie ante el fuegorojo, mostraron sus siluetas tanvisibles como en pleno día ylanzaron el grito de llamada de losOulhamr. La espera mordía el

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corazón de los compañeros; crecíacon todas las cosas terribles. Y Naohgruñó:

-¡Son enemigos!Nam y Gaw lo sabían, y toda la

alegría les abandonó. El peligro eramás duro al golpear en esa noche enla que el retorno parecía tanpróximo. Y era más equivoco porquevenía de los hombres. En ese suelotan próximo al gran pantano, sólopresentían la vecindad de su horda.¿Es que los vencedores de Faouhmhabían atacado otra vez? ¿LosOulhamr habían desaparecido del

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mundo?Naoh vio a Gammla conquistada

o muerta. Rechinaron sus mandíbulasy amenazó con la maza a la otraorilla. Después, anonadado, seagachó ante la hoguera, pensó yacechó...

El cielo se había abierto pororiente, la luna, en su último cuarto,aparecía en el fondo de la sabana,era rojiza y como de humo, enorme,su resplandor todavía era débil, perollegaba a las profundidades de aquellugar: la huida que pensaba el jefe sevolvería casi imposible si los

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hombres ocultos eran numerosos yhabían tendido emboscadas.

Mientras cavilaba, le sacudió ungran estremecimiento. Río abajo,acababa de ver la silueta fornida.Aunque desapareció rápidamente enlos cañaverales, la certidumbre lopenetró como la punta de un arpón.Los que se ocultaban eran Oulhamr:pero Naoh hubiera preferido a losdevoradores de hombres o a losenanos rojos. Pues acababa dereconocer a Aghoo el velludo.

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X.- Aghoo el velludo.

En escasos latidos de sucorazón, volvió a vivir la escena enla que Aghoo y sus hermanos sehabían levantado ante Faouhm yhabían prometido conquistar elfuego. La amenaza brillaba en susojos circulares, la fuerza y laferocidad acompañaban a sus gestos.La horda les escuchaba con temblor.Cada uno de los tres hubiera podidoplantar cara al gran Faouhm. Con sustorsos tan velludos como el del oso

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gris, sus manos enormes, sus brazosduros como ramas de roble, con suastucia, su habilidad, su valor, suunión indestructible, su costumbre deluchar juntos, valían como diezguerreros. Y pensando en todosaquellos a los que habían matado ocuyos miembros habían roto, un odioilimitado contrajo a Naoh.

¿Cómo abatirlo? Él, el hijo delLeopardo, se consideraba igual aAghoo: tras tantas victorias, suconfianza en sí mismo era perfecta;¡pero Nam y Gaw serían comoleopardos delante de leones! La

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sorpresa y todas esas impresionessaltaban en su cabeza, y no retrasaronla resolución de Naoh. Fue tan rápidacomo el salto de un ciervosorprendido al acecho.

-Nam saldrá el primero -ordenó-, y después Gaw. Llevaránlas azagayas y los arpones, lesarrojaré las mazas cuando estén bajola roca. Sólo yo llevaré el fuego.

Pues no podía resignarse, apesar de las piedras misteriosas delos Wah, a abandonar la llamaconquistada. Nam y Gawcomprendieron que había que

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adelantar con velocidad a Aghoo ysus hermanos, y no sólo esa noche,sino hasta que se reunieran con lahorda. Presurosamente, cogieron lasarmas de tiro, y Nam descendía yapor la escarpadura, siguiéndole Gawa dos alturas de hombre. La tarea fuemás difícil que en la escalada, porcausa de los resplandores falsos, delas sombras bruscas, y porque habíaque tantear el vacío, descubriranfractuosidades invisibles, pegarseestrechamente a la pared.

Cuando Nam estaba a punto dellegar, un grito de espanto brotó del

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río, un bramido le sucedió, y despuésel mugido de la garza alcaraván.Naoh, inclinado al borde de laplataforma, vio salir a Aghoo deentre los juncos. Llegaba como elrayo. Un instante después surgían sushermanos, uno por el sur y el otro porlevante. Nam acababa de saltar a lallanura. Entonces, Naoh sintió sucorazón lleno de problemas. Nosabría si tendría que arrojar la mazaa Nam o llamarlo. El joven era máságil que los hijos del Auroc, perocomo éstos convergían hacia la roca,enseguida estarían al alcance de la

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azagaya o del arpón... La vacilacióndel jefe fue breve, gritó:

-¡No arrojaré la maza a Nam...haría más lenta su carrera! Quehuya... que vaya a advertir a losOulhamr que les esperamos aquí, conel fuego.

Nam obedeció tembloroso, puesse sabía débil ante los hermanosformidables, quienes habían ganadoterreno con su breve pausa. Trasalgunos saltos, tropezó y tuvo queretomar el impulso. Y Naoh, viendoacrecentarse el peligro, llamó a sucompañero. Los velludos estaban ya

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próximos. El más ágil lanzó laazagaya. Traspasó el brazo del jovenen el momento en que comenzaba laescalada; el otro, lanzando un gritomortal, se abalanzó sobre Nam paraacabar con él. Naoh vigilaba. Conbrazo terrible, lanzó una piedra:trazó un arco en la penumbra yaplastó el fémur del asaltante, quecayó al suelo.

Antes de que el hijo delLeopardo hubiera elegido un segundoproyectil, el herido, con un rugido derabia, desapareció tras un matorral.Después se produjo un gran silencio.

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Aghoo se había dirigido hacia suhermano, y examinaba la herida.Gaw ayudó a Nam a volver a laplataforma; Naoh, de pie ante ladoble claridad de la hoguera y de laluna, levantando con las dos manosuna piedra de pórfido, estabadispuesto a lapidar a los agresores.Su voz fue la primera en escucharse:

-¿Los hijos del Auroc no son dela misma horda que Naoh, Nam yGaw? ¿Por qué nos atacan como sifueran enemigos?

Aghoo el velludo se levantóentonces. Tras lanzar su grito de

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guerra, respondió:-Aghoo os tratará como amigos

si queréis darle su parte del fuego, ycomo díafos si se la negáis.

Una risa formidable abrió susmandíbulas, su pecho era tan grandeque habría podido acostarse en éluna pantera. El hijo del Leopardogritó:

-Naoh ha conquistado el fuego alos devoradores de hombres.Compartirá el fuego cuando se hayaunido con la horda.

-Queremos el fuego ahora...Aghoo tendrá a Gammla y Naoh

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recibirá una parte doble de caza y debotín.

El furor hizo temblar al hijo delLeopardo:

-¿Por qué iba a tener Aghoo aGammla? ¡No ha sabido conquistarel fuego! Las hordas se han burladode él...

-Aghoo es más fuerte que Naoh.Abrirá vuestros dientes con el arpóny romperá los huesos con la maza.

-Naoh ha matado al oso gris y ala tigresa. Ha abatido a diezdevoradores de hombres y veinteenanos rojos. ¡Es Naoh el que matará

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a Aghoo!-¡Que Naoh baje a la llanura!-Si Aghoo ha venido solo, Naoh

irá a combatirlo.La risa de Aghoo estalló, vasta

como un rugido:-¡Ninguno de vosotros volverá a

ver el gran pantano!Los dos se callaron. Con un

estremecimiento, Naoh comparabalos torsos delgados de Nam y deGaw con las estructuras espantosasde los hijos del Auroc. Sin embargo,¿no había obtenido la primeraventaja? Pues si Nam estaba herido,

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uno de los tres hermanos era incapazde perseguir a un enemigo. La sangrese derramaba en el brazo de Nam. Eljefe aplicó en la herida las cenizasde la hoguera y la recubrió conhierbas. Después, mientras sus ojosvigilaban, se preguntó cómocombatiría. No podía contar consorprender la vigilancia de Aghoo ysus hermanos. Los sentidos de éstoseran perfectos, y sus cuerposinfatigables. Tenían fuerza, astucia,habilidad y agilidad; algo menosrápidos que Nam y Gaw, lessuperaban en resistencia. Sólo el hijo

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del Leopardo, más rápido en elprimer impulso, les igualaba enresistencia. La situación se pintabafragmentariamente en la cabeza deljefe, y uniendo esos fragmentosconsiguió darles coherencia con suinstinto.

Naoh veía así las peripecias dela huida y del combate; era ya todoacción, aunque seguía agachado juntoal resplandor cobrizo. Finalmente, selevantó con una sonrisa de astuciaque pasó por sus párpados; su pierozó la tierra como la pezuña de untoro. Primero había que apagar un

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fuego, para que, aunque vencieran,los hijos del Auroc no tuvieran ni aGammla ni el premio. Naoh arrojó alrío los tizones más gruesos; ayudadopor sus compañeros, mató el fuegocon tierra y piedras. Sólo guardó ladébil llama de una de las jaulas.Después organizó de nuevo eldescenso. Esta vez, Gaw abriría lamarcha. A la altura de dos hombresse detendría sobre una saliente lobastante grande como paramantenerse en él en equilibrio ylanzar azagayas.

El joven Oulhamr obedeció

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rápidamente. Cuando llegó al puntoasignado, lanzó un grito ligero paraadvertir al jefe. Los hijos del Aurocse habían dispuesto a la batalla.Aghoo plantaba cara a la roca, con elarpón empuñado; el herido, de piecontra un arbusto, tenía dispuestaslas armas, y el tercer hermano, Roukhel de los brazos rojos, menos alejadoque los otros, iba y veníacircularmente. De pie sobre unsaliente de la plataforma, Naoh seinclinaba hacia la llanura y otrasveces blandía una azagaya. Eligió elmomento en que Roukh estaba más

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cercano para lanzar el arma.Franqueó un espacio que sorprendióal hijo del Auroc, pero le faltaroncinco longitudes de hombre paraalcanzarlo. Una piedra que Naohlanzó a continuación cayó a menosdistancia. Roukh lanzó un grito desarcasmo:

-El hijo del Leopardo es ciego yestúpido.

Lleno de desprecio, levantó elbrazo derecho armado con la maza.Con gesto furtivo, Naoh cogió unarma preparada de antemano: era unode los propulsores que había

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aprendido a utilizar en la horda delos Wah. Le imprimió una rotaciónrápida. Roukh, convencido de queera un gesto de amenaza, volvió aponerse en marcha con una risaburlona. Como ya no miraba de caraa la roca, la luz era incierta y no viovenir el dardo. Cuando se dio cuenta,era demasiado tarde: su mano habíasido traspasada en el lugar en el queel pulgar se une a los otros dedos.Con un grito de rabia, soltó la maza...

Entonces, un gran estuporsobrecogió a Aghoo y a sushermanos. El alcance que había

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logrado Naoh superaba con muchosus previsiones.

Y sintiendo que sus fuerzasdecrecían ante una astuciamisteriosa, los tres retrocedieron:Roukh sólo podía coger la maza conla mano izquierda. Entretanto, Naohse aprovechó de la sorpresa de loshermanos para ayudar a Nam a bajar;los seis hombres se encontraron en lallanura, atentos y llenos de odio.Después, el hijo del Leopardo tomóun camino oblicuo hacia la derecha,por donde el paso era más amplio yseguro.

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Allí, Aghoo cerraba el camino.Sus ojos circulares espiaban cadagesto de Naoh. Se movía muy bienpara evitar la azagaya y el arpón. Yavanzaba con la esperanza que losadversarios agotaran sobre él,vanamente, sus proyectiles, mientrasRoukh llegaba al galope. Peroretrocedió, hizo un quiebro brusco yamenazó al tercer hermano queesperaba apoyado en un arpón. Esemovimiento obligó a Roukh adirigirse hacia el oeste; el campoabierto era más amplio, Nam, Gaw yNaoh se precipitaron; a hora podían

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huir sin temor de que los cercaran.-¡El hijo del Auroc no tendrá el

fuego! -gritó el jefe con vozestentórea. Y Naoh tendrá a Gammla.

Los tres huían por la llanuralibre, y quizá pudieran llegar a latribu sin combatir. Pero Naohcomprendía que esa noche había quearriesgar muerte contra muerte. Dosde los velludos estaban heridos. Noluchar era darles la posibilidad decuración, y el peligro renacería másterrible. En esa primera fase de lapersecución, incluso Nam, a pesar desu herida, cobraba ventaja. Los tres

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compañeros les ganaron más de milpasos. Después, Naoh detuvo lacarrera, entregó el fuego a Gaw ydijo:

-Corred sin deteneros hacia elponiente... hasta que yo me una avosotros.

Obedecieron, manteniendo lavelocidad, mientras el jefe seguíamás lentamente. Pronto se dio lavuelta y plantó cara a los velludosamenazándoles con el propulsor.Cuando consideró que estabanbastante próximos, avanzóoblicuamente hacia el norte, los

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superó por la derecha y empezó acorrer hacia el río... Aghoocomprendió. Lanzó un clamor de leóny se lanzó con Roukh en socorro delherido. En su desesperación,alcanzaba una velocidad igual a la deNaoh. Pero esa velocidad eraexcesiva para su estructura. El hijodel Leopardo, mejor constituido parala carrera, le tomó ventaja. Llegócerca de la roca con trescientospasos de adelanto, encontrándosecara a cara con el tercer hermano.

Éste le esperaba, formidable.Lanzó una azagaya. Mal equilibrado,

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falló el blanco, y Naoh se lanzabasobre él. La fuerza y la habilidad delvelludo eran tales que, a pesar de supierna herida, hubiera acabado conNam o Gaw. Para combatir al granNaoh, exageró su impulso: el golpede la maza fue tan terrible quehubiera necesitado los dos pies parasoportarla, y, al dar un traspiés, elarma de su adversario cayó sobre sunuca y lo derribó. Con un segundogolpe le rompió las vértebras.

Aghoo sólo estaba a cien pasos.Roukh, debilitado por la sangre quederramaba su mano, y menos ágil, iba

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cien pasos retrasado. Los dosllegaban a su objetivo comorinocerontes, arrastrados por uninstinto de raza tan profundo que leshacia olvidar la astucia.

Con un pie sobre el vencido, elhijo del Leopardo esperaba, la mazadispuesta. Aghoo estaba a tres pasos;saltó para el ataque... Naoh se hurtó aél. Corrió hacia Roukh con unavelocidad de élafo. Con un gestosupremo, con la maza cogida con losdos puños, apartó el arma que Roukh,con escasa habilidad, levantaba conla mano izquierda, y de un golpe en

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el cráneo acabó con el segundoenemigo...

Después, esquivando otra vez aAghoo, gritó:

-¿Dónde están tus hermanos,hijo del Auroc? ¿No los he abatidocomo hice con el oso gris, la tigresay los devoradores de hombres? ¡Yaquí estoy, tan libre como el viento!¡Mis pies son más ligeros que lostuyos, mi aliento es tan resistentecomo el de los megaceros!

T ras retomar ventaja, se detuvoy vio venir a Aghoo. Le increpó:

-Naoh no quiere ya huir. Esta

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misma noche tomará tu vida o dará lasuya...

Veía al hijo del Auroc. Pero elotro había ya recuperado su astucia:hizo más lento su avance, atento atodo. La azagaya traspasó el aire.Aghoo se agachó y el arma silbó porencima de su cráneo.

-¡Es Naoh el que va a morir! -aulló.

No se precipitaba, sabía que eladversario podía aceptar la lucha orehusarla. Su avance era furtivo ytemible. Cada uno de susmovimientos mostraba al animal de

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combate; llevaba la muerte con elarpón o la maza. A pesar de que lossuyos habían sido aplastados, notenía miedo del gran guerreroflexible, de brazos ágiles, dehombros rudos. Pues era más fuerteque sus hermanos e ignoraba laderrota. Ningún hombre o animal sehabía resistido a su maza.

Cuando estuvo a su alcance,lanzó el arpón. Lo hizo porque teníaque hacerlo: pero no se asombró dever que Naoh evitaba la punta decuerno. Y él mismo evitó el arpóndel adversario.

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Ya sólo tenían las mazas. Selevantaron al mismo tiempo; los doseran de madera de roble. La deAghoo tenía tres nudos, se habíapulido y lucía con el claro de la luna.La de Naoh era más redondeada,menos antigua y más clara. Aghoolanzó el primer golpe. No lo hizo contodo su vigor; no esperabasorprender así al hijo del Leopardo.También Naoh se zafó de él sinesfuerzo y golpeó de costado. Lamaza del otro vino a su encuentro; lasmaderas se entrechocaron con unlargo crujido. Entonces, Aghoo saltó

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hacia la derecha y volvió sobre elcostado del gran guerrero: atacó conel golpe inmenso que había rotocráneos de hombres y fieras. Peroencontró el vacío, mientras que lamaza de Naoh daba en la suya. Elgolpe fue tan fuerte que hasta Faouhmse hubiera tambaleado: pero los piesde Aghoo se mantenían sobre latierra como si fueran raíces. Pudoecharse hacia atrás.

Así volvieron a estar cara acara, sin heridas, como si nohubieran combatido. ¡Pero en ellostodo había luchado! Cada uno

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conocía bien la criatura formidableque era el otro, cada uno sabía que,si eran débiles en un solo gesto,conocerían la muerte, una muerte másvergonzosa que la otorgada por eltigre, el oso o el león: puescombatían oscuramente para hacertriunfar, a través de tiemposinnumerables, una raza que naceríade Gammla.

Aghoo reemprendió el combatecon un rugido ronco; toda su fuerzaestaba en el brazo: dejó caer la mazadirectamente, dispuesto a terminarcon toda resistencia. Retrocediendo,

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Naoh le puso la suya. Aunque desvióel golpe, no pudo impedir que unnudo hiciera una gran erosión en suhombro. Brotó la sangre, queenrojeció el brazo del guerrero;Aghoo, convencido de destruir estavez una vida que ya habíacondenado, levantó la maza y cayóde manera espantosa.

El rival no lo había esperado, yel impulso hizo que el hijo del Aurocse inclinara; lanzando un gritosiniestro, Naoh respondió: el cráneode Aghoo resonó como un bloque deroble, y el cuerpo velludo se

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tambaleó; otro golpe le abatió entierra.

-¡No tendrás a Gammla! -gruñóel vencedor-. ¡No volverás a ver ni ala horda, ni al pantano, y nuncavolverás a calentar tu cuerpo junto alfuego!

Aghoo se levantó. Su cráneoduro estaba enrojecido, su brazoderecho colgaba como una rama rota,sus piernas ya no tenían fuerza. Peroel instinto tenaz fosforecía en susojos y había cogido la maza con lamano izquierda. La blandió unaúltima vez. Antes de que le golpeara,

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Naoh la hacía caer a diez pasos. YAghoo esperó la muerte. Ya estabaen él; no comprendía de otra manerala derrota; se acordó con orgullo detodos los seres a los que habíamatado antes de sucumbir él mismo.

-¡Aghoo ha aplastado la cabezay el corazón de sus enemigos! -murmuró-. Nunca ha dejado vivir aaquellos que le disputaron el botín ola presa. Todos los Oulhamrtemblaban ante él.

Era el grito de su concienciaoscura. Y si hubiera podido gozarsede su derrota, lo habría hecho. Al

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menos, sentía la virtud de no haberconcedido jamás el perdón, de haberaniquilado siempre esa trampa que esel rencor del vencido. Por eso leparecía que no tenía nada quereprocharse de toda su vida...Cuando el primer golpe de muerteresonó en su cráneo, no se quejó;tampoco se quejó cuando elpensamiento desapareció, cuandoquedó sólo una carne caliente cuyosúltimos estremecimientos apagabanla maza de Naoh.

Después, el vencedor fue aterminar con los otros dos hermanos.

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Y parecía que el poder de los hijosdel Auroc había entrado en él. Sevolvió hacia el río y escuchó elgruñido de su corazón; ¡el tiempo erapara él! Ya no veía su fin

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XI.- En la noche de laseras.

Al apagarse cada día, losOulhamr esperaban con angustia lapartida del sol. Cuando sólo lasestrellas habitaban el firmamento, ola luna se enterraba en las nubes, sesentían extrañamente débiles ymiserables.

Ocultos en la sombra de unacaverna, o bajo el saliente de unaroca, ante el frío y las tinieblas,

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soñaban en el fuego que les nutríacon su calor y alejaba a los animalestemibles. Los guardianes tenían sincesar sus armas prestas; la atención yel temor abrumaban su cabeza y susmiembros: sabían que los podíanapresar de improviso antes de habergolpeado. El oso había devorado unguerrero y dos mujeres; los lobos ylos leopardos se habían llevadoniños; muchos hombres llevaban lascicatrices de los combates nocturnos.Llegaba el invierno.

El viento del norte lanzaba susazagayas, bajo los cielos puros, el

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hielo mordía con dientes agudos. Yuna noche, Faouhm, el jefe, luchandocontra un león, perdió el uso delbrazo derecho. De esta manera sehizo demasiado débil para imponersu autoridad. El desorden crecía enla horda. Houm ya no queríaobedecer, Mouh pretendía ser elprimero entre los Oulhamr. Los dostenían partidarios, aunque unpequeño número seguía siendo fiel aFaouhm. Sin embargo, no se llegó ala lucha armada. Pues todos estabandébiles: el viejo Goun les hablaba desu debilidad y del peligro que

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correrían si se mataban unos a otros.Y lo entendían: al llegar la hora

de las tinieblas, lamentabanamargamente a los guerrerosdesaparecidos. Después de tantaslunas, desesperaban de volver a vera Naoh, Gaw y a Nam, y a los hijosdel Auroc.

Muchas veces enviaronexploradores: regresaban sin haberdescubierto ninguna pista. Más tarde,la desconfianza cayó sobre lascabezas; los seis guerreros habíansido derribados bajo la garra de lasfieras, las hachas de los hombres, o

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habían perecido por el hambre. ¡LosOulhamr no volverían a vivir junto alfuego caritativo!

A pesar de que sus sufrimientoseran mayores que los de los hombres,sólo las mujeres mantenían unaconfianza oscura. Subsistía en ellasesa resistencia paciente que salva alas razas. Gammla estaba entre lasmás enérgicas. Ni el frío ni elhambre habrían podido apagar sujuventud. Con el invierno crecían suscabellos; caían alrededor de loshombros como las crines de losleones. La nieta de Faouhm tenía un

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sentido profundo de los vegetales. Enla pradera o en el matorral, bajo elbosquecillo o entre las cañas, sabíadistinguir cuáles eran las raíces,frutos y setas comestibles. Sin ella,el gran Faouhm hubiera perecidodurante la semana en que su herida lomantuvo acostado en el fondo de unacaverna, agotado por la pérdida desangre. El fuego no le parecía tanindispensable como a los otros. Lodeseaba, sin embargo, con pasión, y,al principio de las noches, sepreguntaba si lo traería a Aghoo oNaoh.

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Estaba dispuesta a someterse,porque en la profundidad de su carnevivía el respeto al más fuerte; nisiquiera concebía que pudieranegarse a ser la mujer del vencedor,aunque sabía que con Aghoo la vidasería más dura. Se acercaba unanoche que se anunciaba temible. Elviento había expulsado las nubes.Pasaba sobre las hierbas marchitas ysobre los árboles negrosproduciendo un largo aullido. Un solrojo, tan grande como la colina quese levantaba al poniente, iluminabatodavía el lugar. Y en el crepúsculo

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que iba a perderse en el fondo de lostiempos innumerables, la horda sereunió con un gran estremecimiento.Era débil y estaba triste. ¡Cuándovolverían los días en los que la llamarugía comiéndose los arbustos! Enaquel tiempo, en el crepúsculo,ascendía un olor a carne asada.Dentro de los torsos crecía unaalegría cálida, los lobos se alejabancon aspecto lamentable, el oso, elleón y el leopardo huían de esa vidachispeante. El sol se ocultó; en eloccidente desnudo, la luz moría sinresplandores. Y los animales que

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vivían de las sombras comenzaron avagar por la tierra.

El viejo Goun, cuya desgraciahabía acrecentado la edad de muchosaños, lanzó un gemido siniestro.

-Goun ha visto a sus hijos y alos hijos de sus hijos. Jamás a losOulhamr les había faltado el fuego.Pero ya no hay fuego... y Gounmorirá sin haberlo vuelto a ver.

El agujero de la roca en el quese abrigaba la tribu era casi unacaverna. Con buen tiempo, habríasido un buen abrigo; pero la brisaflagelaba los pechos. Goun siguió

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hablando:-Los lobos y los perros se harán

cada noche más osados.Señalaba las siluetas furtivas

que se multiplicaban con la caída delas tinieblas. Los aullidos se hacíanmás largos y amenazadores; la nochedesperdigaba continuamente susbestias famélicas. Sólo los últimosresplandores las mantenían todavíaalejadas. Los vigilantes, inquietos,caminaban con aire duro bajo lasestrellas frías.

Bruscamente, uno de ellos sedetuvo y tendió la cabeza. Otros dos

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le imitaron. Después, el primerodeclaró:

-¡Hay hombres en la llanura!Un temblor pasó sobre la horda.

En algunos dominaba el temor; laesperanza anidaba en otros. Faouhm,recordando que todavía era el jefe,se levantó de la fisura en la quereposaba:

-¡Que todos los guerrerospreparen sus armas! -ordenó.

En aquella hora equívoca, losOulhamr obedecieron en silencio. Eljefe añadió:

-Que Houm tome a tres jóvenes

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y que vaya a espiar a los que vienen.Houm vaciló, pues no le gustaba

recibir órdenes de un hombre quehabía perdido la fuerza de su brazo.Pero el viejo Goun intervino:

-Houm tiene los ojos delleopardo, la oreja del lobo y elolfato del perro. Sabrá si los que seaproximan son enemigos u Oulhamr.

Entonces, Houm y tres jóvenesse pusieron en camino. A medida queavanzaban, las fieras se agrupabantras sus pasos. Se volvieroninvisibles. Durante mucho tiempo, lahorda esperó. Finalmente, un largo

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clamor traspasó las tinieblas.Faouhm, saltando sobre la llanura,clamó:

-¡Los que vienen son Oulhamr!Una emoción terrible traspasó

los corazones, hasta los niñospequeños se levantaban; Gounexpresó su pensamiento y el de losdemás:

-¿Es Aghoo y sus hermanos... oNaoh, Nam y Gaw?

Se oyeron nuevos gritos bajo lasestrellas.

-¡Es el hijo del Leopardo! -murmuró Faouhm, con una alegría

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sorda. Pues tenía miedo de laferocidad de Aghoo.

Pero casi todos pensaban sóloen el fuego. Si Naoh lo traía, estabandispuestos a inclinarse ante él; si nolo traía, el odio y el desprecio seelevarían contra su debilidad.Entretanto, una manada de lobosavanzaba hacia la horda. Elcrepúsculo había muerto. El últimorastro escarlata acababa de apagarse,las estrellas chispeaban en elfirmamento de hielo: ¡Ay! ¡Vercrecer al cálido animal rojizo,sentirlo palpitar sobre los pechos y

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los miembros!Finalmente, vieron a Naoh.

Llegaba con su silueta negra sobre lallanura grisácea, y Faouhm gritó:

-¡El fuego!... ¡Naoh trae elfuego!

Todos se sintieronsobrecogidos. Muchos se detuvieroncomo golpeados por un hacha. Otrossaltaron con un rugido frenético: y elfuego estaba allí. El hijo delLeopardo lo traía en su jaula depiedra. Era un pequeño resplandorrojo, una vida humilde que hasta unniño habría aplastado con un golpe

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de sílex. Pero todos conocían lafuerza inmensa que iba a brotar deesa debilidad. Jadeantes, mudos, conmiedo a verlo desvanecerse,llenaban las pupilas con su imagen...

Después se produjo un rumortan alto que los lobos y los perros seespantaron. Toda la horda seapretujaba alrededor de Naoh, congestos de humildad, de adoración, dealegría convulsiva.

-¡No matéis el fuego! -gritó elviejo Goun, cuando el clamor seapaciguó.

Todos se apartaron. Naoh,

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Faouhm, Gammla, Nam, Gaw y elviejo Goun formaron un núcleo entrela multitud y avanzaron hacia la roca.La horda acumulaba las hierbassecas, las ramas pequeñas y grandes.Cuando estuvo dispuesto, el hijo delLeopardo aproximó su débilresplandor. Primero se apoderó dealgunas briznas; con un silbido, sepuso a morder las pequeñas ramas, ydespués, rugiendo, comenzó adevorar las grandes, mientras que, allado de las tinieblas que retrocedían,los lobos y los perros se echabanpara atrás, presos de un temor

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misterioso.Entonces, Naoh, hablando al

gran Faouhm, preguntó:-¿No ha cumplido su promesa el

hijo del Leopardo? Cumplirá la suyael jefe de los Oulhamr.

Señaló a Gammla, que estaba depie en la claridad escarlata. Estasacudió su larga cabellera. Palpitantede orgullo, ya no sentía temor.Participaba de esa admiración con laque la horda envolvía a Naoh.

-Gammla será tu mujer tal comoha sido prometido- respondióFaouhm, casi con humildad.

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-¡Y Naoh mandará la horda! -declaró con atrevimiento el viejoGoun.

Lo decía así no para despreciaral gran Faouhm, sino para destruirlas rivalidades que juzgabapeligrosas. En ese momento en el queel fuego acababa de renacer, nadie seatrevía a contradecirlo. Unaaprobación exaltada hizo ondear lasmanos y los rostros. Pero Naoh sóloveía a Gammla: sus grandescabellos, la vida de los ojos frescosque hablaban el lenguaje de su raza;una indulgencia profunda se elevaba

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en su corazón para el hombre que ibaa entregarla. Sin embargo,comprendía que un jefe de brazodébil no podía mandar sólo sobre losOulhamr. Por eso gritó:

-¡Naoh y Faouhm dirigirán a lahorda!

Sorprendidos, todos se callaron,mientras que por primera vez,Faouhm, el del corazón feroz, sesintió invadido por una confusaternura hacia un hombre que no habíasalido de sus hermanas.

Entretanto, el viejo Goun, conmucho el más curioso de los

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Oulhamr, deseaba conocer lasaventuras de los tres guerreros. Estasse agitaban en el celebro de Naoh,tan nuevas como si las hubieravivido la víspera. En aquellostiempos, las palabras eran escasas,sus lazos débiles, su fuerza deevocación corta, brusca e intensa.

El gran nómada habló del osogris, del león gigante y de la tigresa,de los devoradores de hombres, delos mamuts, los enanos rojos, loshombres sin hombros, hombres depelo azul y del oso de las cavernas.Pero omitió, por desconfianza y por

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astucia, desvelar el secreto de laspiedras de fuego que le habíanenseñado los Wah.

El rugido de las llamasaprobaba el relato; Nam y Gaw, congestos rudos, subrayaban cadaepisodio. Como era el discurso delvencedor, penetraba en lo másprofundo y hacia jadear los pechos.Y Goun clamó:

-No hubo entre nuestros padresningún guerrero comparable aNaoh... ¡y no lo habrá entre nuestroshijos y entre los hijos de nuestroshijos!

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Finalmente, Naoh pronunció elnombre de Aghoo; los torsos seestremecieron como árboles en latempestad. Pues todos temían al hijodel Auroc.

-¿Cuándo ha vuelto a ver aAghoo el hijo del Leopardo? -preguntó Faouhm con una mirada dedesconfianza hacia las tinieblas.

-Una noche y otra noche hanpasado -respondió el guerrero-. Loshijos del Auroc atravesaron el río.Aparecieron ante la roca en la queestaban Naoh, Nam y Ga..., ¡Naoh losha combatido!

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Entonces se hizo un silencio enel que se apagaron incluso losalientos. Sólo se escuchaba el fuego,la brisa y el grito lejano de una fiera.

- ¡Y Naoh ha acabado con ellos!-declaró orgullosamente el nómada.

Hombres y mujeres se miraronunos a otros. El entusiasmo y la dudaalternaban en el fondo de loscorazones. Mouh expresó el oscurosentimiento de todos al preguntar:

-¿Naoh los ha matado a los tres?El hijo del Leopardo no

respondió. Metió la mano en unpliegue de la piel de oso que le

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envolvía y arrojó al suelo tres manossangrantes.

-¡Éstas son las manos de Aghooy sus hermanos!

Goun, Mouh y Faouhm lasexaminaron. No podíandesconocerlas. Enormes y fornidas,con dedos cubiertos por un pelofiero, evocaban inequívocamente lasestructuras formidables de losvelludos. Todos recordaban habertemblado ante ellas. La rivalidad seapagó en el corazón de los fuertes;los débiles confundieron su vida conla de Naoh; las mujeres sintieron la

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prolongación de la raza. Y Goun, elde los huesos secos, proclamó:

-¡Los Oulhamr ya no temerán aningún enemigo!

Faouhm, cogiendo a Gammlapor el cabello, la arrodillóbrutalmente ante el vencedor. Y dijo:

-Aquí está. Será tu mujer... Yano la protejo yo. Se inclinará ante suseñor; irá a buscar la presa que túhayas abatido y la llevará sobre sushombros. Si te desobedece podrásmatarla.

Naoh, apoyando su mano sobreGammla, la levantó sin rudeza, y un

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tiempo innumerable se extendía anteellos.