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EL PASTICHE ES EL MENSAJE Jim Jarmusch, Bajo el peso de la ley. Joel Coen, Arizona Baby. P arece que no puedan existir, en apariencia, dos películas más distintas que Bajo el peso de la l (Down by law, 1986), de Jim Jarmusch, y Arizona Baby (Raising Arizona, 1987), de Joel Coen. La primera es un calculado y a la vez desenvuelto ejercicio de contención narrativa, ascéticamen- te filmado en blanco y negro, y avalado por un americano que ad- mira a Ozu y además es discípulo de Wim Wenders. La segunda es la obra de dos hermanos (Joel dirige y escribe, Ethan escribe y produce) scinados por el cine clásico nor- teamericano y autores de una ópera prima, Sangre cil (Blood simple, 1985), que era algo así como un thriller exagerado, llevado hasta sus últimas consecuencias. Pero vayamos por partes, porque la primera direncia entre ambas películas radica en su lenguaje. Ba- jo el peso de la l se despliega en planos largos y estáticos que r- man secuencias separadas por elip- sis bruscas, cortantes. Arizona Ba- by, por el contrario, lo muestra to- do y a lo grande: la narración es rá- pida y entrecortada, sin duda para oecer al apabullado espectador el mayor número de hechos en el me- nor tiempo posible. Como conse- cuencia, la estrategia dramática de Jarmusch se centra en la observa- ción de los personajes y sus rela- ciones, olvidándose casi por com- pleto de los meandros de la peripe- cia policíaca (bajos ndos, deten- ciones, cárceles, gas, persecucio- nes...) que constituye el armazón del film. Y Coen, por su parte, des- poja la acción de todo aderezo jus- tificatorio, de modo que lo que im- porta, lo que da sentido y estilo al film, es la suma indiscriminada de situaciones y no su disección. Ari- zona Baby (como las películas de Sam Raimi: y, si no véase, cuando se estrene por estos pagos, la cínica Evil Dead ) encierra en sí misma su propia parodia; Bo el peso de la l, aunque divertidísima, sobre to- Los Cuadernos de la Actualidad do gracias a la presencia del exube- rante Roberto Benigni, es plena- mente consciente de su condición de objet d'art. Pero, lhasta qué punto el film de Coen se contenta con ser una gi- gantesca broma, un cómic deliran- te únicamente al servicio de la risa y la diversión? Frente al contrasta- do blanco y negro de Robby Müller (el tógra habitual de Wenders), en Bo el peso de la l, los Coen oecen colores vivos, casi chillo- nes, en la línea de ciertas películas de los años 60, de Russ Meyer a Frank Tashlin, pasando por el mismísimo Jerry Lewis. El expre- sionismo hiperrealista de Jermusch contra el pop reciclado de Coen. Y el plano fijo y contemplativo con- tra el encuadre inverosímil, la pro- ndidad de campo alucinada, el travelling vertiginoso, la planifica- ción dislocada. Arizona Baby tam- bién tiene, pues, vocación estética, aunque su ente de inspiración no sea Antonioni o el cine japonés, si- no los enloquecidos cartoons de la Warner y las historietas de Corre- caminos. Jim Jarmusch. Y es aquí donde terminan las di- rencias y empiezan, inesperada- mente, los parecidos, las identifica- ciones. Aunque los temas conteni- dos en Bo el peso de la l -muy cercanos a los del anterior trabajo de Jarmusch, la no menos esplén- dida traños en el paraíso (Stran- ger than paradise, 1984)- estén ertemente enraizados en la tradi- c10n cultural norteamericana (el mito del perdedor, el choque de · 175 culturas, la amistad entre hom- bres...) e incluso europea (un cierto existencialismo humanista, la inco- municación y, en definitiva, la so- ledad humana en un nivel casi me- tasico, pues no es otro el sentido del plano final de la película, en el que Tom Waits y John Lurie se alejan por caminos distintos des- pués de haber logrado escapar jun- tos), su estrategia no se basa en un registro totalmente autónomo, si- no que, aún erigiéndose al fin en un discurso personalísimo, recurre sin pudor durante todo su desarro- llo a la mezcla de códigos, a la al- ternancia de géneros. Los elemen- tos y personajes típicos del thriller clásico (el submundo urbano, el macarra, el loser sin remisión ...) e incluso de las películas carcelarias, conviviendo con los de la comedia más hilarante (el equívoco linguís- tico, el turista despistado...), todo ello bajo la apariencia de una pelí- cula de autor. Y no es muy distinto el método de Arizona Baby, donde la intriga policíaca más o menos dermada (el secuestro de un be- bé) incluye tópicos extraídos de mil y una entes, desde el atraco a un banco por parte de una pareja de delincuentes tan torpes como ri- sibles, hasta el enentamiento fi- nal entre el protagonista (Nicolas Cage, cada vez mejor) y un cazarre- compensas brutal y casi madmaxia- no, sin olvidar magnates zafios pe- ro de buen corazón y alocadas per- secuciones en coche. Y todo este amasijo de personajes y situaciones al servicio, no de la configuración de un todo unitario, como ocurre en la película de Jarmusch, sino de la estética de la acumulación paró- dica, del desorden iconográfico más desatado. La cosa, de todas rmas, queda clara. Tanto Jarmusch como Coen, aunque sea por caminos bien dis- tintos, recurren a la misma técnica inspiradora: su material de base siempre transfigurado por la inte- racción de diversos géneros o tópi- cos de la cultura de la imagen r- jados durante décadas de uso coti- diano, de manera que, tanto como su originalidad de creadores, pesa en sus películas su afición al pasti- che, al cóctel más o menos defini- do, ya sea optando por la parodia y el distanciamiento irónico, ya por la utilización más renovadora del género o géneros. Podría empezar a pensarse, pues, que, por los sen- deros de la estilización, cierta ten- dencia del cine norteamericano ac-

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EL PASTICHE

ES EL

MENSAJE

Jim Jarmusch, Bajo el peso de la ley. Joel Coen, Arizona Baby.

Parece que no puedan existir, en apariencia, dos películas más distintas que Bajo el peso de la ley (Down by law, 1986), de

Jim Jarmusch, y Arizona Baby (Raising Arizona, 1987), de Joel Coen. La primera es un calculado y a la vez desenvuelto ejercicio de contención narrativa, ascéticamen­te filmado en blanco y negro, y avalado por un americano que ad­mira a Ozu y además es discípulo de Wim W enders. La segunda es la obra de dos hermanos (Joel dirige y escribe, Ethan escribe y produce) fascinados por el cine clásico nor­teamericano y autores de una ópera prima, Sangre fácil (Blood simple, 1985), que era algo así como un thriller exagerado, llevado hasta sus últimas consecuencias.

Pero vayamos por partes, porque la primera diferencia entre ambas películas radica en su lenguaje. Ba­jo el peso de la ley se despliega en planos largos y estáticos que for­man secuencias separadas por elip­sis bruscas, cortantes. Arizona Ba­by, por el contrario, lo muestra to­do y a lo grande: la narración es rá­pida y entrecortada, sin duda para ofrecer al apabullado espectador el mayor número de hechos en el me­nor tiempo posible. Como conse­cuencia, la estrategia dramática de Jarmusch se centra en la observa­ción de los personajes y sus rela­ciones, olvidándose casi por com­pleto de los meandros de la peripe­cia policíaca (bajos fondos, deten­ciones, cárceles, fugas, persecucio­nes ... ) que constituye el armazón del film. Y Coen, por su parte, des­poja la acción de todo aderezo jus­tificatorio, de modo que lo que im­porta, lo que da sentido y estilo al film, es la suma indiscriminada de situaciones y no su disección. Ari­zona Baby (como las películas de Sam Raimi: y, si no véase, cuando se estrene por estos pagos, la cínica Evil Dead II) encierra en sí misma su propia parodia; Bajo el peso de la ley, aunque divertidísima, sobre to-

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do gracias a la presencia del exube­rante Roberto Benigni, es plena­mente consciente de su condición de objet d'art.

Pero, lhasta qué punto el film de Coen se contenta con ser una gi­gantesca broma, un cómic deliran­te únicamente al servicio de la risa y la diversión? Frente al contrasta­do blanco y negro de Robby Müller (el fotógrafo habitual de Wenders), en Bajo el peso de la ley, los Coen ofrecen colores vivos, casi chillo­nes, en la línea de ciertas películas de los años 60, de Russ Meyer a Frank Tashlin, pasando por el mismísimo Jerry Lewis. El expre­sionismo hiperrealista de Jermusch contra el pop reciclado de Coen. Y el plano fijo y contemplativo con­tra el encuadre inverosímil, la pro­fundidad de campo alucinada, el travelling vertiginoso, la planifica­ción dislocada. Arizona Baby tam­bién tiene, pues, vocación estética, aunque su fuente de inspiración no sea Antonioni o el cine japonés, si­no los enloquecidos cartoons de la Warner y las historietas de Corre­caminos.

Jim Jarmusch.

Y es aquí donde terminan las di­ferencias y empiezan, inesperada­mente, los parecidos, las identifica­ciones. Aunque los temas conteni­dos en Bajo el peso de la ley -muy cercanos a los del anterior trabajo de Jarmusch, la no menos esplén­dida Extraños en el paraíso (Stran­ger than paradise, 1984)- estén fuertemente enraizados en la tradi­c10n cultural norteamericana ( el mito del perdedor, el choque de

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culturas, la amistad entre hom­bres ... ) e incluso europea (un cierto existencialismo humanista, la inco­municación y, en definitiva, la so­ledad humana en un nivel casi me­tafísico, pues no es otro el sentido del plano final de la película, en el que Tom Waits y John Lurie se alejan por caminos distintos des­pués de haber logrado escapar jun­tos), su estrategia no se basa en un registro totalmente autónomo, si­no que, aún erigiéndose al fin en un discurso personalísimo, recurre sin pudor durante todo su desarro­llo a la mezcla de códigos, a la al­ternancia de géneros. Los elemen­tos y personajes típicos del thriller clásico (el submundo urbano, el macarra, el loser sin remisión ... ) e incluso de las películas carcelarias, conviviendo con los de la comedia más hilarante (el equívoco linguís­tico, el turista despistado ... ), todo ello bajo la apariencia de una pelí­cula de autor. Y no es muy distinto el método de Arizona Baby, donde la intriga policíaca más o menos deformada ( el secuestro de un be­bé) incluye tópicos extraídos de mil y una fuentes, desde el atraco a un banco por parte de una pareja de delincuentes tan torpes como ri­sibles, hasta el enfrentamiento fi­nal entre el protagonista (Nicolas Cage, cada vez mejor) y un cazarre­compensas brutal y casi madmaxia­no, sin olvidar magnates zafios pe­ro de buen corazón y alocadas per­secuciones en coche. Y todo este amasijo de personajes y situaciones al servicio, no de la configuración de un todo unitario, como ocurre en la película de Jarmusch, sino de la estética de la acumulación paró­dica, del desorden iconográfico más desatado.

La cosa, de todas formas, queda clara. Tanto Jarmusch como Coen, aunque sea por caminos bien dis­tintos, recurren a la misma técnica inspiradora: su material de base siempre transfigurado por la inte­racción de diversos géneros o tópi­cos de la cultura de la imagen for­jados durante décadas de uso coti­diano, de manera que, tanto como su originalidad de creadores, pesa en sus películas su afición al pasti­che, al cóctel más o menos defini­do, ya sea optando por la parodia y el distanciamiento irónico, ya por la utilización más renovadora del género o géneros. Podría empezar a pensarse, pues, que, por los sen­deros de la estilización, cierta ten­dencia del cine norteamericano ac-

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Arizona Baby.

tual -y no sólo la de apariencia más popular (el ya citado Raimi elinesperado descubrimiento 'deFred Dekker en Night of the creeps,el inspiradísimo Johnathan Dem­me de Something wild ... ), sino tam­bién otra más, digamos, «refinada» (el último Jarmusch, el Alan Ru­dolph de Elígeme e Jnquietudes ... )­se está empezando a plantear, por vía práctica, cuestiones relativas al funcionamiento de la diégesis y el relato cinematográficos, algo que antes permanecía reservado sólo para teóricos. Y si no, al tiempo.

Carlos Losilla

DE HISTORIA

ANTIGUA

Víctor Botas, Historia Antigua. Ed. Pamiela, Pamplona, 1987.

H ay poetas que sólo se les conoce -rara avis-, por­que de cuando en cuandopublican un cuadernillo de poemas ( que por otra

parte sería el método más normal). Hay otros que además de publicar poesía son buenos críticos litera­rios y profesores en universidades y con empeño y tesón van consi­guiendo cierta notoriedad. Los hay, finalmente, que además de co­menzar a escribir a una edad in­creíble son también pródigos críti­cos, profesores aspirantes a cáte­dras lampiños e inocentes, novelis­tas, ensayistas, excelentemente do­tados para la organización y la es­calada sin que apenas se note e in­cluso viven en la plena convicción de que son buenísimos poetas.

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A los primeros pertenecen por ejemplo Juan Luis Panero y Víctor Botas. A los segundos Eloy Sánchez Rosillo y García Martín. Los terceros son legión así que el buen lector ponga a quien mejor le cuadre.

Víctor Botas, que es de quien se va a hablar aquí, ha ido publicando en silencio sus ya cuatro libros de poemas. Nada se sabe de este per­sonaje, tan sólo que vive en Oviedo y que su obra ha ido creciendo en importancia y calidad con los años. En un principio la crítica pensó que se trataba de uno más de los heterónimos utilizados por García Martín en su revista -hermosa e irrepetible- Jugar con Fuego pero lo cierto es que Botas escritor exis­te como tal y doy fe de que se trata de un personaje original y curioso, tanto como su obra.

Historia Antigua es una obra densa en poemas, muy trabajada y en la misma línea irónico-coloquial de sus obras anteriores. Temática­mente nada cambia tampoco: abunda el poema histórico pero con sello propio que más tarde ex­plicaremos, la realidad cotidiana (realidad social, política, religiosa) a la que sabe sacar punta de magis­tral manera, el paso del tiempo lafamilia, etc. '

Voy a subrayar algunos de los rasgos más sobresalientes de estos poemas que a su vez podrían ser válidos para su obra anterior.

Uno de los recursos más socorri­dos de Botas es el papel que conce­de a las acotaciones: guiones, pa­réntesis e interrogaciones que inte­rrumpen el ritmo natural del poe­ma para introducir una explicación que por un momento desvía la atención del lector a la vez que proporciona un correlato irónico­humorístico que dota a esta poesía de sello propio.

El especial uso que el autor hace de la historia -casi siempre de la historia romana- es otro de los más importantes rasgos de esta poesía. En este apartado puede en­trar también la especial utilización que hace de la mitología, caudillos, césares, escritores y demás celebri­dades de la antigüedad clásica lati­na. El poema histórico tuvo su au­ge hace diez años, ahora ha decaí­do su cultivo quizá porque se trata­ba de una nadería y podían hacerse como rosquillas; en serie. Sin em­bargo Botas sigue cultivándolo con sabiduría poco común. Por ejem­plo el titulado «Tiberio» o «Héctor y Aquiles», tan rico en lenguaje co-

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mo en imágenes; cuando Botas acomete un poema histórico no aburre pues sabe actualizar la anéc­dota recreada con habilísimos quiebros tanto intermedios como finales y con una jugosísima ironía. «Teseo» es otro poema histórico donde el tema está tratado de tal manera que consigue desmitificar un material ya de por sí serio y se­sudo como es el de la mitología. Se trata de un poema muy bien termi­nado que demuestra un pormeno­rizado conocimiento del olimpo romano. El poema «Padre Apolo» nos ilustra con creces esta maner� de hacer; Botas se toma la mitolo­gía a risa, encontramos los mitos -siempre tan bien tratados- porlos suelos. Nos topamos con la«desmitificación» de los santonesoficiales del Olimpo. En ésto con­siste la originalidad de estos poe­mas; los dioses son tratados comovulgares imbéciles.

Otra de las constantes de esta poesía son los giros, guiños anticli­máticos al final de los poemas. Es­ta técnica actúa a modo de elemen­to distanciador para romper el tono serio del poema conectando su te­mática con otra que nada tiene que ver con la que venía tratando. Se trata de un recurso inesperado que sorprende al lector por el cambio que introduce: Botas trae la histo­ria a su terreno (y ésto conecta con la característica anterior), la utiliza a su gusto y manera, ironiza sobre ella y al final «pasa de ella». «En el foro Romano» es un hermoso poe­ma que puede ilustrar lo que aca­bamos de apuntar. El eje del poe­ma reside en la riqueza verbal, en el ritmo con un magistal encabal­gamiento y en el final inesperado. El poeta somete la nobleza y rigi­dez del mundo clásico al tamiz de la ironía, haciéndola más amable;

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lo que antes tuviera un tono noble ahora es más humano· quizás esta faceta del autor, o �sta técnica muy repetida en su poesía, corres� ponda a una actitud ante la vida, a un talante más bien cachondo y de­senfadado. Otros poemas que ilus­tran este punto pueden ser «De los nombres de Eurídice» y «El padre de las noches», en heptasílabos y endecasílabos este último donde importa el encabalgamiento hábil­mente mantenido a lo largo del poema. La concepción del poema es borgiana en la enumeración caó­tica pero el final es completamente «botesco». Otro poema semejante a éste en su concepción y estructu­ra es el titulado «Ius Privatum» en el que el término latino «dolus bo­nus» -engaño-, repetido varias ve­ces es el eje del poema. El efecto es totalmente distinto al producido por el término castellano si lo hu­biera utilizado. El remate del últi­mo verso es concluyente y en él converge toda la fuerza del poema. El titulado «Gato» -adelantado en alguna revista, como otros del li­bro- es un claro ejemplo de este ti­po de finales «sorpresa» de que ve­nimos hablando.

Al principio apuntábamos la uti­lización como tema de los diversos elementos de la realidad cotidiana (realidad social, económica, reli­giosa, política, académica, etc.), de la que el autor sabe sacar jugosos matices. En este punto Víctor Bo­tas y Miguel D'Ors se dan la mano· leyendo algunos de los poemas qu� voy a comentar me vinieron a la memoria otros de D'Ors de te­mática y estilo semejantes. «Ezra Pound con música de fondo» es un poema en el que se hace crítica so­cial envuelta en fina ironía. Se po­ne en solfa la figura del especialista trepador (esos bolígrafos con pe­digrí que lo mismo te hablan de fi­losofía que de redes telemáticas),

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sin escrúpulos que ocupa las altas esferas de poder en nuestra socie­dad. También en «Por esos mun­dos de Dios» se hace crítica social· el grueso del poema, hasta el quie� bro final, parece un poema social de los años sesenta; el guiño iróni­co final lo cambia todo sobrepasan­do y reforzando el tema tratado. En «Piadosísimo culto» se critica a la figura del otrora censor hoy de­mócrata de toda la vida. La crítica es ácida, para ello se apoya en la re­dundancia y en las explicaciones entre paréntesis y guiones, creando un tono de burla y proporcionando una imagen grotesca e irónica. El último verso, típico en Botas con sólo tres sílabas nos propor�iona un final inesperado. «El heredero» es otro poema de esta cuerda en el que se utiliza un lenguaje científi­co procedente de la economía y de los círculos bursátiles. Esta forma de poetizar no es muy frecuente pues nos indica que para hacer poesía todo vale (desde otro lado Martín del Burgo hace algo seme­jante); la temática clásica y tradi­cional queda así sobrepasada.

Hay poemas como «Playa», «Ve­rano», «Una vez más el tema (El viejo tema) de la rosa» y «Night Club» que nos sorprenden por su cambio de registro; el poeta nos habla directamente de sí mismo sin intermediarios distanciadores co­mo la ironía, la historia o el hu­mor: se destapa y con sinceridad poco usual en él nos cuenta lo que le pasa. Mirando el libro en su con­junto podemos concluir que hay dos Botas o dos maneras de poeti­zar en Botas: un Botas irónico es­céptico y bastante ácido y un B�tas humano, sencillo, que como cual­quier hijo de vecino nos cuenta lo que le pasa. El más frecuente es el primero que nos sorprende y entre­tiene pero el segundo consigue emocionarnos.

«A un poeta amigo» es un breve poema homenaje a José Luis G. Martín, amigo y supervisor crítico de Botas, a quien llama Martiniano y «El poema» es una boutade del pro­pio Martín con base en Juan Ramón Jiménez aprovechada por Botas que por lo visto nada desperdicia.

En algún poema nos quedamos con la duda de si lo que nos dice el autor es lo que quiso decirnos cuando concibió el poema· es co­mo si hubiera un desfase �ntre la concepción original del poema (que podemos intuir por indicios, que por otra parte muy buen pue-

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CATEDRA 21

Letras Universales

LOS MAIAVOGLIA Giovanni Verga

Edición de M. ª Teresa Nav-dlTO

EL AMERICANO TRANQUILO Graham Greene

Edición de Femando Galv.ín Reula

ELEGIAS DE DUINO. SONETOS A ORFEO

Rainer María Rilke Edición de Eustaquio Barjau

HISTORIA DEL FUTIJRO Antonio Vieira

Edición de Luisa Trías y Enrique Nogueras

NALA YDAMAYANTI Edición de Francisco Rodríguez Adrados

Letras Hispánicas EDAD

Antonio Gamonecla Edición de Miguel Casado

LA HORA DE TODOS Quevedo

Edición de jean Bourg

AMADIS DE GAULA I y 11 Edición de José Manuel Cad10 Blecua

Arte EL MUEBLE CLASICO ESPAÑOL

M.ª Paz AguilóLA Ml[JER Y LA PINTURA EN EL

SIGLO XIX ESPAÑOL Estrella de Diego

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den ser equívocos), y el poema fi­nal, el entregado al lector: parece como si la idea original se le hubie­ra escurrido entre los dedos. Así en «Quince pasos» y en el poema final «Asturcón».

Historia Antigua es de los mejo­res libros de poesía publicados en este año. Botas es fiel a sí mismo, asume sus maestros (Borges, Auso­nio, Horacio, Safo, la historia ro­mana, etc,) -ver por ejemplo «El hombre del saco» donde, antici­pándose al lector y al crítico, con­fiesa su descarada imitación de Borges, pero lo curioso es que se las arregla para imitarlo, que el lec-

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·12tor lo sepa y que el poema sea bue- � no-. El riesgo de esta poesía es el ""�------------� de la repetición y que el lector ya sepa de antemano lo que se le va a entregar. Quizás debiera Botas pro­fundizar más en esa segunda ma­nera que más arriba apuntábamos para satisfacción de lectores y enri­quecimiento de su obra.

José Luna Borge

DOBLE SALTO

SIN RED

Mal Waldron/Marion Brow, Songs of /ove and regret. Free Lance Records (32, rue Alphonse Bertillon. 75015 Paris). 9 y 10 de noviembre de 1985.

A unque la tradición de la gran música negra consa­gra al trío como contuber­nio instrumental mínimo y al cuarteto o al quinteto

como las fórmulas arquetípicas por antonomasia de los combos de jazz, sin olvidar los célebres septe­tos u octetos o las caudalosas big bands, en las que un par de doce­nas de músicos crean rotundas at­mósferas sonoras bajo la tiránica tutela del líder de turno, sin em­bargo la historia del jazz ha ido edificándose también a base de co­habitaciones un tanto heterodoxas o adulterinas en las que la federa­ción de los instrumentos huía de loconvencional, normalmente por ladesaparición de alguno de los ele­mentos de la sección rítmica. Si elgran Coleman Hawkins demostróen Picasso que un tenor se bastay sobra para imprimir en el viniloel acento personal e intransferi­ble que posee toda obra maestra

merced a la sonoridad redonda y autosuficiente del saxo de Hawk (y en esa línea abundan los saxofonis­tas capaces de grabar temas com­pletos con líneas solísticas autóno­mas, como el soprano Steve Lacy o los multiinstrumentistas Eric Dolphy, André Jaume, Sam Rivers, Anthony Braxton, Jhon Tchicai, Archie Shepp, Henry Threadgill, Roscoe Mitchell o el tenorista Ro­llings), hoy sin embargo son legión los músicos que eligen el dúo co­mo asociación ideal y de ahí que el maridaje sonoro de dos cualifica­dos intérpretes sea la disidencia grupal más celebrada y editada en las dos últimas décadas (no en va­no el free jazz, con su airada revi­sión del pasado del jazz propició estas hasta entonces casi ilícitas re­laciones en aras de una mayor li­bertad interpretativa y de una de­fensa radical del ego del músico).

En efecto, en dúo los músicos pueden hacer de todo menos ser mediocres: no hay red, se trata de un doble salto mortal hacia la glo­ria o hacia la chapuza. Expresivi­dad sonora, virtuosismo técnico, estilo personal inconfundible y cla­ridad de ideas son la conditio sine qua non para que el libérrimo y fluido diálogo entre la pareja de músicos devenga en entente cor­dial y en aporte de novedad estilís­tica o conceptual y no en aburrido o rutinario encuentro. No es el dúoel contexto ideal para los ritmosdesenfrenados, los compases velo­ces o matemáticamente marcadosy la concesión a veces un tanto gra­tuita a un cierto swing que, carentede feeling, encanta a los postulantes-conversos- de «marcha». El duetoes el lugar de encuentro de dos sóli­das personalidades en torno al ma­tiz, al concepto, a la sugerencia, a la

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sabiduría de los silencios, a la bús­queda emotiva de esa conversación en voz baja ajena a la tertulia esten­tórea y grandilocuente. En torno a la balada y al espíritu del blues.

A bote pronto me vienen a la memoria algunos dúos irrepetibles que guardo en la memoria, en el oído y en los estantes con celo de guardián insobornable. En álbu­mes absolutamente aconsejables se almacenan los sabrosos dúos de Duke Ellington con Jimmy Blan­ton o Ray Brow, los de este último con Osear Peterson, los numerosos acetatos del gran danés Niels-Hen­ning 0rsted Pedersen con Paul Bley, Sam Jones, Joe Pass, Archie Shepp, Kenny Drew o Catherine, las apabullantes concersaciones entre Brexton y Max Roach o entre los contrabajistas Dave Holland y Barre Philips, la finura y delicadeza de la cita entre Bill Evans y Jim Hall, o entre éste y Ron Carter, lo etéreo del diálogo entre Chick Co­rea y Gary Burton, lo definitivo del encuentro entre Dolphy y Waldron o entre Burrel y Coltrane, la frescu­ra de ideas y el clasicismo de la pa­reja Zoot Sims/Joe Pass, el reen­cuentro con las esencias del dúo deguitarras pulsadas por John Sco­field y Abercrombie y un largo et­cétera. Otros diálogos más célebres( como los de Osear Peterson conlos trompetistas Dizzy Gillespie,Clark Terry, Harry Edison o JohnFaddis o los desiguales conciertospianísticos a cuatro manos entreCorea y Hancock) gozaron del fer­vor y el favor de un público mito­maníaco mas obedecieron más aimperativos de orden comercial (yen consecuencia abusaron de lareiteración de clichés de probadaeficacia pero manoseados en arasde fácil aplauso) que a otra cosa,semejándose en algún caso a un au­téntico diálogo de sordos en el ámbi­to de una confusa babel sonora.

Uno de los dúos más socorridos es el diálogo entre piano y saxo (normalmente tenor o soprano). Ahí están Tete Montoliu/George Coleman, McCoy Tyner/Sonny Rollings y Horace Parlan/ Archie Shepp para avalar lo inútil en algu­nos casos de la convención rítmica establecida por contrabajo y bate­ría. Algo similar a lo grabado por Parlan y Shepp es este hermoso vi­nilo ahora reseñado en el que dos intérpretes inquietos, capaces de beber al unísono en la tradición y en la vanguardia, moderan su len­guaje otrora más radical y nos de-

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jan en las manos y en los oídos un prodigio sonoro que hace de este acetato uno de los mejores de los grabados en la presente década. Mientras Parlan y Shepp recurren en su grabación (Archie Shepp-Ho­race Parlan: Goin' Home. Steeple Chase Records) a la remota tradi­ción de los espirituales negros, W aldron y Brow acuden a fuentes más recientes aunque ancladas ya en la sagrada historia del jazz como Monk, McCoy Tyner o Billy Strayhron, aportando además dos temas propios. Y mientras a Shepp y Brow les une su pasado radical en las filas del free como militantes de élite y su conversión futura a una relativa moderación ( de la mano de W ebster y Ellington en el caso de Shepp y de la mano de Johnny Hodges y Sonny Rollings en el de Brow, coincidiendo ambos en su eterna fidelidad a Coltrane), Parlan y Waldron fueron piedras angula­res de los combos del mejor Min­gus, si bien Mal Waldron ha sido siempre un músico estilísticamente más inquieto que Horace Parlan (como lo prueban sus colaboracio­nes con Lacy o Dolphy).

Y a el primer corte del álbum, el clásico B/ue Monk, nos muestra a un inspirado Waldron capaz de au­nar la obvia influencia que la som­bra de Thelonius proyectó hace tanto tiempo sobre él con la crea­ción de líneas de intenso acento rítmico capaces de sugerir atmósfe­ras sumamente emotivas y entron­cadas con la música europea con­temporánea. Marion Brow se des­cuelga con una magistral lección de cómo interpretar el blues en la más pura ortodoxia del género im­pregnándolo de un lirismo alta­mente sugestivo que revela la defi­nitiva importancia que lo melódico ha ido adquiriendo en los últimos

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años en el estilo de este saxofonis-ta alto, así como su casi total aban­dono de los clichés parkerianos o colemanianios y su deuda con la vena lírica de música como Hod­ges, Davis o sobre todo Sonny Ro­llings, a quien parafrasea Brow en el corte que toca en solitario (Hurry sundow, de Clarence Williams), de nuevo un blues soplado con arre­glo a los cánones clásicos. Waldron por su parte homenajea al maestro en un tema propio, tanto en el títu-lo (A cause de Monk), como en el concepto de su improvisac10n solística, alternándola con pasajes que revelan su otra hipoteca musi­cal (Bud Powell), todo ello en un contexto que por momentos evoca '[ la música repetitiva actual y el gus- o':! .__ ____________ __J

to por lo minimalista. En el tema de Marlon Brow To the go/den lady in her Graham cracker window, el li­rismo del saxofonista vuelve a po­nerse de manifiesto, esta vez de la mano del nunca olvidado ni mejo­rado John Coltrane, de quien rei­vindica su faceta como baladista de apabullante finura, mientras Wal­dron sabe estar detrás de la vena poética del saxofonista tanto en es-te tema como en el siguiente ( Con­templation, de McCoy Tyner, de si­milar factura sonora). En ambas baladas, que aparecen inundadas por el diluvio del blues que todo lo empapa y lo sumerge, hay bastante de la sugestiva sonoridad del so­prano del Coltrane que grabó con Ellington un álbum de oro, así co­mo de los surcos de Ascension, el memorable vinilo del último Col­trane en el que colaboró Brow. Co­mo en el resto del disco, hay en ambos temas bastante de los restos del naufragio de Shepp, de la dul­zura de la sección de saxos del Du­que, de la embargada emotividad de Billy Holliday (de quien fue pia­nista Waldron) o de la estética hard bop llevada hasta su último extremo por Dolphy. Es en el corte que cierra el disco, el que firma ese artesano de la composición criado a los pechos de Ellington llamado Billy Strayhorn (A flower is a lovesome thing), don­de la influencia del Johnny Hodges en Brow aparece más nítida mien­tras W aldron se nos descuelga con una cita más que obvia de la primera de las seis Gnosiennes de Erik Satie, que revela el influjo de los composi­tores finiseculares europeos (Pou­lenc, Ravel y otros) en la música de este pianista, no en vano afincado en Europa hace ya dos décadas.

Un acetato, en fin, digno de no ser

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olvidado aunque aún no haya sido editado en nuestro país. Valga la re­ferencia inicial del sello para aficio­nados ávidos de paladear este alega­to en favor del dúo como contexto expresivo y del diálogo estrictamen­te lírico entre dos músicos honestos ajenos a las concesiones o a los suce­dáneos (y por ende, al favor y el fer­vor del público).

Carlos Lomas

«THRILLER»

EUSKALDUN

Juan Antonio de Bias, ¿Hay árboles en Guernica? Colección Etiqueta Negra Ediciones Júcar, Barcelona, 1987.

Ignoro de todo punto si ese invento canalla que ha dado en llamarse «pensamiento débil» está dando lugar a la defaite

de la pensée, como sostiene enfáti­camente Alain Finkielkraut. Lo cierto es que si incomodan las des­galichadas prosas de Luciano de Crescenzo et a/ii (e incluyo en el lote a italianos e hispanos, a esa ex­tensa panda de cretinos que con­funden la filosofía con la bisutería y tienen por «espacio filosófico» la terraza del Teide o el magazine más a tiro de la primera cadena), también joroban bastante los cul­tos cultísimos que se pasan la vida mostrándonos el camino cierto y frunciendo el ceño ante quienes perseveramos en el error, en el ho­rror de la mid-cult. Susan Sontag,

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por ejemplo, escritora muy estima­ble cuando no decide impartir doc­trina y afirmar, como acaba de ha­cer recientemente, que lo de Das­hiell Hammett no es novela.

(Susanita no tiene un ratón, sino un detector de metales que indica sin posibilidad de yerro, no de hie­rro, quién noveliza y quién no. Gran invento.)

Cierto es que asistimos a una tri­vialización del pensamiento, y que Chandler no es Joyce pero, caram­ba, negar su condición de novela a ¡g El halcón maltés o El sueño eterno ·i; me parece excesivo. No me impor- �

i: ta reconocer que el género negro ¿:i

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me aburre cuando no dosifico su u .__ ____________ __, consumo, pero estoy dispuesto a mantener ante cualquier tribunal que eso es novela, y de estimable calidad en buena parte de las oca­siones.

Es el caso, por ejemplo -deján­dose ya de preámbulos, merodeos y otras añagazas para demorar el vero asunto de estas líneas-, de ¿Hay árboles en Guernica?, obra de un recién llegado al género que responde por Juan Antonio de Blas, y al que la leyenda supone cuarentón, lector de cómic, con unas gafas de imposible grosor y un enorme talento para granjearse enemigos por el sencillo procedi­miento de decir siempre lo que le apetece. A veces, Juan Antonio de Blas se oculta bajo seudónimo -en ciertos bares de Gijón, a altas horas de la madrugada, responde por Epi-, ocasionalmente pergeña eru­ditísimos artículos sobre armas, y parece que también ejerció, duran-te una corta temporada, como co­rresponsal de guerra, aunque hay que añadir de inmediato, en honor a la verdad, que no fue él quien provocó el conflicto bélico.

Ahora, Juan Antonio de Blas ha dado rienda suelta a una vieja, que no oculta, pasión por el género ne-gro, y ha perpetrado un thriller im­pecable e implacable en el que apa­recen etarras, guardias civiles, trafi­cantes de droga, abertzales y un lar­go etcétera de personajes que no hace falta enumerar para que el avispado lector de estas líneas su­ponga, y con razón, que la novela está ambientada en Euskadi. Un paisaje pintiparado para ambientar un relato de este tipo. El de Juan Antonio de Blas no es el primer ca­so (recuérdese Gálvez en Euskadi), pero en las páginas de su libro que­da bien claro que conoce el terreno -por expresarlo con mayor propie-

dad, el lugar del crimen- mejor que Reverte.

Un cutrísimo detective gijonés llega a Lekeitio para escribir un li­bro sobre ballenas. A partir de ese momento, no dejan de oírse dispa­ros, ni cesan los puñetazos, en una historia embarullada que nadie sa­be cómo va a concluir. Sin embar­go, termina bien, quiero decir con lógica, un puñado de cadáveres y un fulano escéptico y cansado que se larga. La verdad es que, a la altu­ra de la página ciento sesenta y pi­co, uno acaba sintiéndolo. El tipo da juego. Dan ganas de decirle algo así como:

-Muchacho, espero que pronto nos volvamos a ver las caras.

Francisco Orejas

LA CIUDAD O

EL ARTE DE

LA FUGA

Ana María Navales, Paseo por la ínti­ma ciudad y otros encuentros. Librería General, 1987. Zaragoza. Colección Aragón, n.º 75.

Paseo por la íntima ciudad y otros encuentros, 1987, es una colección de die­ciocho relatos de la escri­tora Ana María Navales,

fechados entre 1978 y 1986. Se tra­ta de relatos con atmósfera urbana y cuya protagonista es una mujer. La ciudad literaria, desde los leja­nos modelos de Joyce y Eliot, no ha cambiado mucho a lo largo del

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siglo. La lúcida y concienzuda des­cripción del nuevo tedio urbano, ese espacio de infierno de bolsillo detectado en su hora germinal por Baudelaire, no ha hecho sino refor­zar sus raíces y robustecerse como un vino, con los años.

En los relatos de este libro de Ana María Navales, asistimos a la contumaz ceremonia de rebeldía entre los personajes y su ciudad. Pero se trata de una rebeldía ínti­ma, alejada de los aspavientos y las escenas. La ciudad muestra enton­ces una misteriosa afinidad entre la idea de viaje -la ciudad o el arte de la fuga- y una forma especial de la intimidad vivida como algo dramá­tico. La ciudad se identifica con el personaje varado, y el viaje se con­vierte en metáfora de la libertad, de la fuga, en el personaje libre. Dicho en estos términos, el asunto puede parecer muy fácil de resol­ver. Sin embargo, hasta el lector más despistado esbozará una sonri­sa cómplice y fugaz, si considera que uno no suele cambiar de vida de un plumazo.

En Paseo por la íntima ciudad, el relato que da título al libro, se nos dice «Entonces la ciudad era una alegría necesaria ... », y poco des­pués, «qué puede hacerse en una ciudad casi muerta.» No, estos re­latos tienen poco que ver con tal o cual coyuntura histórica, la verda­dera tormenta histórica va por den­tro. La ciudad tiene rostro de viaje frustrado. Los intentos de ruptura son como un fatídico río cuyas ori­llas son la cobardía o la resigna­ción. Sólo queda la busqueda del origen o el delta agonizante hacia la bruma del mar.

Los personajes se presentan ante nosotros en sus momentos críticos, envueltos en un halo de normali­dad, un viaje en tren, una excur­sión hacia las afueras de la ciudad, unas vacaciones de verano en otro país, y poco a poco, vamos descu­briendo una tempestad íntima. Romper con todo y cambiar de ai­res, de ciudad, de vida, o seguir con lo mismo. Como si aquel pálido príncipe danés siguiese vivo en to­dos nosotros. Rodeados de norma­lidad, hay una sesión de teatro en el castillo, esta noche veremos un film de John Huston en la televi­sión, la comida nos espera en la mesa, casi como en un escena de veraneantes de Chejov, y de mane­ra muy sutil, se nos permite la en­trada al dramático oleaje de tal o cual personaje rompiéndose la cris-

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ma contra las rocas que obstaculi­zan su camino. Pero nada de aspa­vientos y escenas, todo narrado en un tono de una rara serenidad, co­mo de sibila irónica habituada a ver al trasluz las tramas del desti­no, y al mismo tiempo, como si no se viese nada, o todo diese igual. La ciudad y sus personajes, y en el centro del mapa la estatuilla enmo­hecida de Eros, marcando rumbos de brújula averiada. Los relatos nos devuelven de nuevo a la ciudad si­tiada por sus propios límites, a sus personajes varados en el ambiguo páramo entre la juventud y la ve­jez, en esa lucha ciega con el tiem­po y sus disfraces. La famosa tor­menta de la edad adulta, del estan­camiento sentimental, biográfico, íntimo. Ese momento crítico en que la personalidad se descubre quebradiza como si fuésemos páli­das copias del Licenciado Vidriera.

La casa de las dos fachadas abrirá un mágico orificio en los robustos muros de la ciudad, Los pájaros del miedo alertarán acerca de las fugas ilusorias, El faro de Tabarka jugará en la cuerda floja ante las argucias del amor, El inmortal nos conduci­rá al sueño barroco de los libros, los espejos y el carácter espectral de la vida. Este libro de relatos de Ana María Navales nos obliga a ad­vertir una sutil crítica en todo via­je, un doble fondo en todo paisaje, como si las páginas de un libro fue­sen caminos nuevos de nosotros mismos que un mago siniestro nos impidiese transitar.

César Pérez Gracia

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EL MUSEO ES

EL TIEMPO

Walmir Ayala, Museo de cámara.

Versión de Rosa Chace!. Edición bilin­güe, Xanela, Madrid. 1986.

M useo de Cámara es el primer libro de Walmir Ayala (Río Grande do Sul, Brasil, 1933) que se vierte al castellano, aun­

que su autor ha publicado más de diez en su país, además de su acti­vidad como crítico de arte y traduc­tor al portugués de Alberti y Larca, Cervantes y Fernando de Rojas. La versión que hace Rosa Chacel de esta breve serie de poemas es, an­tes que nada, un gesto de amistad, anticipado ya en el reciente artícu­lo «La casa del turco» (1); después, es un ejercicio de rigor en el que se mantiene con firmeza el pulso de la literalidad más allá de donde pa­rece posible, para de pronto des­viarse de ella fugamente, con un término que ilumina el texto ente­ro en su precisión.

Museo de Cámara cuenta el reco­rrido por un pequeño museo, varia­do, arbitrario, personal. El especta­dor conoce bien los cuadros, como si los hubiera contemplado con fre­cuencia, tiene ideas formadas de antemano y, lejos de la posible sor­presa inicial, entabla con ellos una especie de diálogo.

Seguramente podría decirse que en toda descripción la cosa es vista como objeto pintado, como si el escritor llevara consigo un marco y lo antepusiera a la realidad, sacan­do de ella a la cosa; así la descrip­ción no remitiría a un referente, si­no a otro código. Pero ¿qué ocurre cuando lo descrito es lo encerrado en un marco previamente? Como en esa operación matemática en que menos por menos da más, W. Ayala, al superponer el encuadre de su mirada sobre el del recuadro, diluye casi el carácter de represen­tación y convierte al objeto pintado en la cosa misma. Función cosifi­cadora de la pintura: incluso el nú­mero 5, pintado, deja de ser mero signo de una cantidad, para conver­tirse en un cuerpo, en un conjunto de curvas y volúmenes, generador de respuestas sensoriales .

Los poemas están hechos de di­versas perspectivas, de sucesivos pa­sos conceptuales, como escalones

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en que va apoyándose la mirada; los peldaños no siguen siempre el mismo orden e incluso llegan a mezclarse, como cuando se habla de una locomotora y con el rápido collage visual se relata su frenesí; pero podían reducirse a dos bá­sicos: la descripción y la interpre­tación.

En la descripción todo predicado directo está negado y se recurre siempre a la comparación y la me­táfora, apoyadas generalmente en elementos naturales muy sencillos. Este sistema se desarrolla por me­dio de una serie de asociaciones sensoriales, con frecuencia sinesté­sicas, que no son atribuidas a nin­gún sujeto, sino que aparecen ema­nadas del cuadro a modo de ré­plicas transparentes que lo mul­tipliquen mientras se van alejan­do de él.

Así, a través de ese proceso, las sensaciones adquieren una cre­ciente autonomía; siguen sin duda sin adjudicarse a nadie, pero se si­túan ya del lado del espectador; es el paso a la interpretación. Se ha­blará ahora del temblor del cuadro, de su levedad, de su tristeza, y la mirada se siente como una comu­nicación de deseos: el cuadro es la insinuación de un gesto que no es relato, sino voluntad o estremeci­miento. Será preciso insistir en que este proceso no va avanzando con el recorrido por el museo; al con­trario, se reitera ante cada cuadro, el diálogo con él se compone de es­te tránsito.

En la interpretación predomina la referencia al paso del tiempo: los poemas no arrojan más que un cui­dado, un estado atento, sin definir

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una postura clara; como si la at­mósfera del cuadro hiciera pesar un aspecto u otro en la mente del espectador, obsesionada, pero vo­luble ante la variación de los estí­mulos. Así, se lamenta la fragilidad de la belleza ligada sólo a lo efíme­ro de un movimiento (la bailarina gris, de Degas); pero la palabra más repetida es «permanecer»: las co­sas permanecen, sugiriendo que no han sido creadas; también las ideas y las teorías permanecen. El hom­bre, en cambio, se esfuma en la pa­sión de un instante y sólo por me­dio de la memoria aspira a superar el tiempo.

Hay, sin embargo, un poema («Arqueología») que lleva la refle­xión a otro sitio. En él los objetos de la antigüedad emergen en una suerte de resurrección espectral: conservan su entidad física, pero desgarrados por un deterioro repul­sivo. Si la vida es carne, su perma­nencia por fuerza se identifica con el deterioro. La naturaleza del tiempo es sucederse siempre, no conoce límite ante el estacionarse; el curso del tiempo anula la perfec­ción, la posibilidad de la perfec­ción, que sólo cabría en un instante aislado, sin leyes, arrancado a la ca­dena del tiempo.

Así, la materia no será ya motivo de envidia, sino fuente del miedo. El deseo del espectador se dirigía a las cosas y a la belleza como dos ámbitos equivalentes, asimilando la una a las otras. Pero en este pun­to surge la alarma; lo perfecto sólo parece alcanzable a través de débi­les analogías ( como en Platón) o bien en el espacio de lo invisible, de lo ilusorio; en el último poema, la mirada abandona el cuadro, apoyando en las acciones de los personajes su ensoñación de otras escenas: el objeto es casi solamen­te una sugerencia, sobre cuya base habrían de construirse otros itine­rarios de viaje, pues el museo se ha convertido en territorio estrecho.

Al contemplar los cuadros como cosas, se les ha arrojado entre los límites del tiempo, y pueden levan­tarse, al final, ellos también, como límites para el deseo. Esa barrera se rompe cuando el poema los re­duce a espacios de una lectura per­sonal que se dibuja a sí misma. W. Ayala hace la suya con una senci­llez precisa, capaz de multiplicarse sin embargo en tantas direcciones como los mismos cuadros, expre­sándose apelativamente hacia ellos, en el esfuerzo continuo de la

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descripción, siempre arrastrado por su impulso interior, vuelto emo­ción ahí delante.

Miguel Casado

(1) Rosa Chacel. «La casa del turco»,en Los Cuadernos del Norte, n.º 38, oc­tubre 1986.

DE LA

AUSENCIA

A LA

PRESENCIA:

UNA

AVENTURA

DEL

PENSAMIENTO

Y LA

IMAGINACION

Amparo Amorós, La honda travesía del águila, Llibres del Mali, Barcelona, 1986.

A1 describir la línea poética en que se inscribía el pri­mer libro de Amparo Amorós -Ludia (1983)­señalaba Jaime Siles (In­

sula, n.º 445-446, 1984), entre otros rasgos, dos que parecería necesario

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comenzar recordando al enfrentar­nos con esta nueva entrega de la autora, La honda travesía del águi­la. Son ellos: «la reducción del len­guaje a sus más mínimos elemen­tos» y la práctica de «una poética del conocimiento». Porque, y en relación respectiva a ambos rasgos, se actúa ahora por ampliación y ahondamiento. Ampliación: el len­guaje tiende, en La honda trave­sía ... , a imperativamente desbordar sus antes más contenidos cauces. Ahondamiento: al abarcar junta­mente una temática vivencia! -el amor- y una inquietud metafísica y epistemológica -la presencia, el saber, el destino-, el conocimiento poético a que se arriba se hace de más amplias, profundas e inmedia­tas dimensiones: más húmedo y emocionado, menos abstracto y conceptual y de mayor carga de cá­lida comunicatividad.

La preciosa página en prosa que abre este poemario («palabra de

� ' presencia») nos desvela ya los me­canismos básicos del conjunto: pensamiento, imaginación, sueño o visión «que estallan de cristalesluminosos la sombra» (en una re­petida y acertadísima, por singula­rizadoramente poética, transitivi­zación de un verbo -estallar- quenormalmente no comporta tal di­námica posibilidad). Desde esa pá­gina se nos anuncia una posibleprimera lectura del libro: se trata­ría, así, de un himno a la presenciadesde la ausencia; pues esta sólohace confirmar, con más hervor deverdad, lo que fue, es y sigue sien­do. En suma, el presente perpetuoy fecundante, razón de vivir y can-

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tar, de saber y ser. Pero tal lectura no impide que otro paralelo y com­plementario acercamiento nos des­cubra los cuatro niveles semánti­cos-estructurales que dan nervio interior a los poemas, los cuales in­tentaré sintéticamente enumerar.

Primero, una no narrada historia de amor, sólo sugerida desde las vi­viencias que éste despierta, no ya en el alma sino en el espíritu. Dán­dole sostén a ello, una indagación ontológica y gnoseológica que cuestiona incesante, minando toda certeza pero no borrándola, las en­tidades del ser, la realidad, el cono­cimiento (mejor, en este caso, del saber como estado de gracia previo y posterior al puro conocer). Un úl­timo norte al que apuntan los mu­chos interrogantes: el sentido del destino humano ( del poeta, de quien ama, de todo el que vive). Y de paso, pero de no menor impor­tancia, una reflexión (nunca re­suelta en secas tiradas metapoéti­cas) sobre la urgencia y posibilidad -el valor- de la voz, el lenguaje, lapoesía; al cabo, de la palabra por laque el mundo se es, y el poeta lofunda con su abierta disponibili­dad.

De un mundo que es, pero a quien el amor, la imaginación vi­vaz y el pensamiento emocionado devuelven empañado (palabra cla­ve en estos poemas), suavizado así de sus aristas más secas y duras. Y al llegar a las piezas de la última sección (las de mayor intensidad), otra lectura más integradora acaba por imponérsenos: hemos asistido a una ascensión vertical y casi mímetica en un proceso que ha ido desde los posos de la negación, la angustia, el dolor y la desolación hasta cimas presentidas -vividas y dudosas simultáneamente- de luz y armonía, aromas y música, acor­de y plenitud lDudosas? Sí, porque el aguijón del tiempo parece soca­varlo todo; y un verso -que nos hiere desde el poema más exultan­te («Criaturas del gozo»)- así lo declara: iqué triste es el acorde fugaz de lo perfecto!

Al servicio de esa aventura, la poeta -instalada ya en la plenitud de su oficio- ha desplegado un lenguaje que es a la vez inteligente y sensorial; imaginativo y simbóli­co; a ratos reflexivo (hay incisos sentenciosos y resumidores, de gran oportunidad) pero también de una alta y constante sugerencia plástica y fragante, casi táctil, virtu­des por las cuales todos nuestros

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sentidos pueden ver y aún palpar las más espirituales incidencias de aquella misma aventura.

Dueña de su palabra es hoy quien ha escrito este libro, pero también esclava de su destino: la marca de la gran poesía, la señal de una inquietante voz. Transgresora voluntaria de los esquemas históri­cos que operan por estratos crono­lógicos -ya que Amparo Amorós vela tercamente su fecha de naci­miento como aspiradora a que se la considere intemporalmente «trans­generacional»-, ante La honda tra­vesía del águila sólo se puede afir­mar que su autora queda situa­da entre las voces más promisoras -más plenas- de toda la poesíaactual.

José Olivio Jiménez

ROSA MARIA RODRIGUEZ: GENALOGIA, SEDUCCION Y DIFERENCIA

Rodríguez, M. R. La seducción de la diferencia. Col. Ensayo, n. 0 l. Víctor Orenga, Ed. Valencia, 1987.

esde Valencia, concreta-º mente en la colección de Ensayo de la editorial-Víctor Orenga, nos llega,recién salido de la im­

prenta, este La seducción de la dife­rencia de Rosa María Rodríguez. Ser mujer, escritora y filosófa, es­cribir, por ello, un ensayo sobre el amor, el sexo, el final del siglo, la conclusión del milenio, hacerlo, en este caso, desde fuera de Madrid o Barcelona y entroncar con la refle­xión filosófica última en los países europeos ( el texto se presentó en París, concretamente en la Maison de L'Amérique Latine el pasado mes de marzo) es el logro que hay que anotarle a la brillante, sugesti­va y magnífica prosa de La seduc­ción de la diferencia.

Dividido en siete capítulos, La seducción de la diferencia trata, fou­caultianamente, de convertirse en una genealogía de la mujer como objeto de deseo. El planteamiento

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no puede ser más interesante. Al igual que el Hombre, Foucault di­xit, también la Mujer es una inven­ción reciente. Los objetos, las co­sas, antes que entidades más o me­nos explícitas en el discurso de lo real, son advenimientos espistémi­cos que conviene descifrar, descri­bir. El fin de siglo se nos viene en­cima con un renovado N ominalis­mo del que, desde luego, se hace eco Rosa María Rodríguez y en él se inscribe. Así que la Mujer, en cuanto objeto discurso, es decir, en cuanto sujeto epistemológico, ha tenido una reciente creación. No siempre, por tanto, ha habido Mu­jer. Como ella también el Sexo co­mo referente universal ha desapa­recido de la reflexión filosófica. «Asumamos la desintegración de los nombres. Las cosas se han re­belado frente a nuestro discurso, arrojaron su bonete y su tarjeta de identidad, bailaron solas el carna­val de los referentes. Y, henos aquí, onomaturgos de pacotilla, su­midos en un parloteo estéril». Jus­to. Los nombres vuelven, ay Oc­kam, a ser sólo nombres, ninguna esencia universal extraña y solita­ria espera de ellos un nombramien­to universal. El lenguaje deja de otorgar aristrocráticamente títulos a vacíos sacros.

Por ello la reflexión feminista tiene que plantearse, asegura Rosa María Rodríguez, desde ópticas ra­dicalmente otras a las representa­das tanto por el feminismo de la igualdad como por el feminismo de la diferencia. La razón, según lo anteriormente dicho, es clara: no hay sujeto al que igualar, no hay di­ferencia que sustantivar. Desde aquí, y en ese sentido la argumen-

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tación del libro es excelente, sólo quedará una seria reivindicación de la vigencia de toda diferencia que, por serlo, devendrá seductora. La seducción no es sino el exarcer­bado juego dual, múltiple e iguali­tario a un tiempo, de todas las apa­riencias liberadas del ser del que son, supuestamente, apariencias. Ahora bien: lcómo pensar, hoy, al fin del siglo, desde la inequívoca posición de mujer? (Sujeto no exis­tente en el filosofía, objeto equívo­co donde los haya dentro del con­junto de tópicos que constituyen por su lado la nada excelente ima­gen de ese discurso póstumo). La mujer es una creación epistémica. Rosa María Rodríguez, y es la má­xima aportación filosófica de su li­bro, trata de bucear en la génesis del objeto mujer dentro del discur­so categorial de deseo. Sus páginas nos pasan revista desde los textos platónicos hasta las tesis respecto al surgimiento del concepto de Da­ma en la literatura «courtois». Es ahí donde surge el objeto deseable MUJER, ella, entonces, como el referente objetual, pero también, sujeto del deseo. La mujer es obje­to, claro, desde el punto de vista del discurso del otro, del Hombre, pero también, y por ello, sujeto de sí misma alineada en el discurso Otro. La negación de su positividad la llena, falsamente, de un vacío colmado por las palabras de lo otro, del Otro. Por ello Rosa María Rodríguez dedica un bello capítulo de La seducción de la diferencia al tema de la mujer y las palabras. Porque es en ellas, en las palabras, donde la palabra mujer ha encon­trado y defendido la suya propia cosificada en la alteridad del otro siendo, entonces justamente por ello, también y, sobre todo, lo Otro.

Si el fin de siglo feminiza lo masculino y masculiniza lo feme­nino. Si los papeles se entrecruzan y desaparecen, si no hay esencias que reivindicar, descubrir o inven­tar, sólo nos quedan los nombres deshabitados del vacío. Resta la se­ducción, el proceso de juego, amor y odio, atracción, narración e in­vención al que podemos llamar metafóricamente «la seducción». Rosa María Rodríguez apostilla: sí, pero la seducción de la diferencia, de la totalidad de ellas.

Un buen ejemplo de la seduc­ción que la autora nos propone es, sin duda, la lectura de su libro.

Joaquín Calomarde

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UN DESCENSO

AL INFIERNO

La mirada del observador. Marc Behn. Ediciones Júcar. Gijón. 1987.

E1 mal llamado género ne­gro, ya que en su defini­ción no hay una exposi­ción de normas obligato­rias, tiene, muy de vez en

cuando, la costumbre de sorpren­der. Y lo hace rompiendo los cau­ces tradicionales para incursionar en otros territorios que, si no le

son extraños, al menos frecuenta poco. La reciente exhibición de Elcorazón del angel, en la que Alan Parker se ha cargado el manifiesto interés de un thriller teológico, es un ejemplo de cómo el género ne­gro tiene capacidad para tocar cual­quier tema. Alguien afirmó lo «de nada humano me es ajeno» y la li­teratura policial puede hacerlo su axioma porque nada de lo refe­rente al hombre, y sobre todo lo más raro, queda fuera de sus ren­glones. La mirada del observador, de Marc Behn, se inscribe en ese margen de lo negro abierto a otros territorios.

Marc Behn es poco menos que un enigma. Desconocido en los ambientes literarios, aunque no en el mundo de Hollywood donde ha escrito guiones para la pantalla grande, publica, en 1980, su prime­ra novela La mirada del observador, a la que rápidamente siguen otras dos. Este escritor norteamericano,

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de 62 años, parece agotar su interés por el género negro, al ver el esca­so éxito de su triología, y tira la toalla. El resto es silencio.

Ratificado el aforismo de que nadie es profeta en su tierra, la pasión por la obra de Marc Behn se desata en Inglaterra, donde un edi­tor con conocimiento publica sus tres novelas. De allí pasa a Francia, que le consagra como uno de los maestros realmente importantes de la actual novela policial. La colec­ción asturiana Etiqueta Negra lo traduce al español y, además de la ya publicada, tiene en prensa La reina de la noche y La doncella hela­da, con lo que el lector tendrá la ocasión de comprobar si el ruido se corresponde con las nueces. Refe­rente a la primera son mayores las nueces.

La mirada del observador es la historia de una obsesión. Es un via­je al averno que comienza en un pasado, excesivamente triste y soli­tario, de un detective de agencia y termina en una soleada, y compar­tida, tumba californiana. En medio Orfeo, bajando hacia un pasado amargo para encajar en su realidad a una mantis religiosa, a la que pre­tende adoptar para reconstruir un tiempo pérdido y muchas veces so­ñado.

Esa mirada del protagonista se convierte en el protagonista de la historia. A través de ella observa­mos fascinados la lucha, en la jun­gla urbana extendida por todos los USA, de una mujer que arregla cuentas con la sociedad masculina en la que le ha tocado vivir. El ho­rror que cuenta la mirada tiene de­masiado de atracción morbosa. La posible repulsa moral queda esteri­lizada por la comprensión de que las muertes, las múltiples muertes, de la novela no son más que des­carnadas ejemplarizaciones de la lucha por la vida.

Pero dentro de la frialdad de la mirada hay ternura. Una ternura que no renuncia a expresarse a pesar de la brutalidad. Al final, un final otoñal, en el que las res­puestas siguen sin concretarse, queda la esperanza de que el juego haya de verdad terminado y el vie­jo observador sea el ganador de la partida. Una partida que empezó con una ausencia, una fotografía y una soledad que ningún sueño, con los ojos abiertos, llega a ocupar del todo .....

Juan Antonio de Bias