Amelia! Tres, el poder del elegido.

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Hace siglos, el guerrero humano Claudio destruyó al clan Grenio, poderosos monstruos de un planeta lejano, para vengar a su hermana. Ahora, el último Grenio descubre la verdad junto con la joven Amelia y unos ángeles supervivientes del pasado, mientras una guerra entre razas amenaza su mundo.

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Índice:

4º Parte – La guerra final

La historia hasta ahora.

C p. 1 – Recuerdos del padreá .

C p. 2 – Entra Mateusá .

C p. 3 – Intriga y rebeli ná ó .

C p. 4 – Preparacionesá .

C p. 5 – Fishikuá .

C p. 6 – La revelaci ná ó .

C p. 7 – Reencuentroá .

C p. 8 – Primera batallaá .

C p. 9 – Invasoresá .

C p. 10 – Pelea en la playaá .

C p. 11 – Bulen atacaá .

C p. 12 – Choque inminenteá .

C p. 13 – Resistenciaá .

C p. 14 – Noche oscuraá .

C p. 15 – El nuevo Suleiá

C p. 16 – Un amigo en un lugar extra oá ñ .

C p. 17 – Desaparecidosá .

5º Parte: La lucha por el futuro.

Los 10 del Kishu.

C p. 1 – Futuro nuevoá .

C p. 2 – Renacimientoá .

C p. 3 – Futuro viejoá .

C p. 4 – Los peregrinos.á

C p. 5 – Persecuci ná ó .

C p. 6 – La grutaá .

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C p. 7 – Mensajeá .

C p. 8 – Viaje infinitoá .

C p. 9 – Enfrentamiento II: Salvadorá

C p. 10 – Decisi ná ó .

C p. 11 – Rendici ná ó .

C p. 12 – El elegidoá .

Conclusi nó .

Previamente publicado en: http://vampirasanta.blogspot.com Por Precioso Daimon

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4º Parte – La guerra final

La historia hasta ahora

En Duma, un mundo muy parecido a la Tierra, conviven tres razas inteligentes peroenemistadas entre sí: los trogas, bestias fuertes que poseen la habilidad de absorber losrasgos de otros seres a través de la digestión, los kishime, seres angelicales que a pesarde su fragilidad se creen superiores por sus grandes poderes para controlar la naturaleza,y los hombres, campesinos y cazadores que viven entre los restos de una grancivilización perdida.

Entre los kishime se ha pasado una profecía que pronostica el fin de su raza con lallegada del elegido. Todo hace suponer que este es un troga, el último sucesor del clanGrenio, que sólo busca vengarse del guerrero Claudio, un humano que llegó de la Tierrahace cuatrocientos años y asesinó a casi todos sus antepasados. Grenio logra cruzar,usando un misterioso poder, y secuestra a Amelia, una lejana descendiente de Claudio.Pero su honor no se recuperaría al matar a una débil muchacha, y en espera de unamejor oportunidad la sigue por todo el planeta, mientras ella, en compañía de Tobía, unmonje tuké, quiere encontrar las gemas que los kishime robaron y sirven para hacerfuncionar la Agasia, la puerta que cruza dimensiones y es su única esperanza de volver ala Tierra.

Sin embargo, el kishime Sulei tiene un plan secreto que involucra al elegido, y Bulenes su fiel seguidor que hace todo lo necesario para que su jefe triunfe. Al ir en busca deTobía, secuestrado por los kishime, por culpa de un malentendido Amelia intenta matar altroga con la espada de su antepasado. Glidria, un anciano troga solitario, y dos aliadosdel clan Fretsa, cuidan de Grenio hasta recuperarse para poder enfrentar a los kishime.Mientras, Amelia cae en manos de Sulei, quien la coloca en una máquina que la envía aun vacío oscuro donde conversa con un ser fantasmal. ¿Quién es este ser que apareceen la cabeza de Grenio y ayuda a Amelia, sobre todo cuando se encuentran enproblemas serios? ¿Para qué le servirá a Sulei el artefacto extraño que Grenio descubreen su sótano? ¿Por qué los deja vivir, cuando toda su raza teme su mera existencia?

Las respuestas están en el pasado, en lo que ocurrió entre Claudio y el clan Grenio, yen la real profecía kishime. Pero para llegar a la verdad, Amelia, Grenio y Tobía deberánsuperar los recelos y diferencias del pasado, el deseo de matar y el miedo, para caminarhacia el futuro y salvar al mundo.

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Cáp. 1 – Recuerdos del padre

Sesenta y seis años antes, Grenio había recorrido el mismo camino en compañía de supadre. En ese entonces, quien encabezaba el clan había pensado que era tiempo de quesu hijo saliera del cobijo de Frotsu-gra y recorriera el mundo, entrenándose para lo queiba a ser la tarea de su vida si él mismo no podía cumplir su cometido. Fueron momentosdifíciles para el niño troga, las penurias del viaje a pie y el enfrentarse a los humanos porprimera vez, pero la alegría de ser discípulo de su padre, a quien veía como un guerreroexcelente, superaba cualquier abatimiento. Los trogas que vivían en la costa, pasabangran parte del tiempo entrenando para pelear, pero el jefe del clan Grenio podíaderrotarlos a todo, lo que era una fuente de orgullo inagotable para su hijo.

La primera noche, luego de atravesar la llanura pedregosa que aislaba su ciudad de latierra fértil, su padre armó una fogata y descansaron, mientras lo preparaba para algunasde las maravillas que iban a encontrar:

–Y montañas, mil veces más altas que el barranco más alto que hayas visto, con lapunta nevada y ríos que corren a sus pies. Ríos cien veces más caudalosos que losarroyos que puedes encontrar en nuestra tierra. Llanuras verdes, amarillas, marrones. Ymuchos seres humanos, por todos lados –con expresión cautivante, trataba de respondera la pregunta de qué contenía el mundo.

–¿Cómo son los seres humanos? –preguntó el joven, una versión mucho más delgadade su padre, y que además no había heredado su par de cuernos torneados.

Después de pensarlo un minuto, Jre Grenio contestó con el ceño fruncido:–Son pequeños.

El joven se quedó admirado, considerando que si eran pequeños, y por la expresión desu padre no valían mucho, entonces sería fácil derrotar a su enemigo. No contaba conque primero tenían que encontrar a algún descendiente de Claudio, que habíadesaparecido cuatrocientos años antes. Pero eso lo iría descubriendo después, así comoque los humanos, aunque prácticamente indefensos, podían ser peligrosos cuandovenían en cantidades.

Los primeros que vio eran un grupo de niños pastores, del valle de Tise, y prontodescubrió lo divertido y fácil que era asustarlos, arrancarles gritos de pavor y que salieranhuyendo, tan sólo con mostrarse ante ellos.

Su padre lo reprendió por tomar el asunto a la ligera:–Si queremos que nos tengan respeto, no puedes andar por ahí luciéndote. Se tiene

miedo a lo que no se conoce, a lo extraño, lo inexplicable, así que ten cuidado.En el valle de Nahiesa, por primera vez fue perseguido por una turba furiosa, que lo

culpaba de un incendio que destruyó sus silos y espantó a sus animales. Cuando llegó ala cima de la meseta donde nacía el río, escapando a duras penas de unos tenacesperseguidores que no querían perder la oportunidad de sacrificar la cabeza del demonioen ofrenda a la tierra, sintió una voz que le hablaba desde la copa de un árbol:

–Tampoco es agradable ser el malo siempre ¿no? –comentó su padre, risueño,dedicado a su actividad favorita después de pelear y cazar, que era lustrarse los cuernos.

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Visitaron muchas regiones. Solían entrar a las villas humanas por la noche, espiando loque hacían sus habitantes para luego comentar y burlarse entre ellos, mientrasdisfrutaban el producto de la caza o el pillaje, a la orilla de un río o en las sombras de unbosque. Tampoco descuidaban el ejercicio, siendo el jefe Grenio un especialista en todotipo de cuchillas, espadas y lanzas, estaba ansioso por pasarle las técnicas a su hijo, aunsiendo pequeño para un adiestramiento completo. A veces el niño se preguntaba por quéapremiaba tanto a su padre transmitirle conocimientos, sobre la guerra, sobre la familia,sobre el mundo, como si esperara dejarlo pronto.

El joven troga creció hasta tener la fuerza y la habilidad que su padre esperaba de él, yaún para cumplir la tarea que su clan había intentado por cuatro generaciones, peronunca en sus largos viajes había vuelto a pisar Sidria, desde que dejó su querido cuerpoconvertido en cenizas.

Parado contra la luz del sol, contempló el paisaje ondulado, cubierto de un mar dehierba verde, salpicado de espigas y flores y rocas negras que, como islas esparcidas enlo verde, sobre las cuales uno podía sentarse y disfrutar de los días cálidos y las nochesestrelladas. El lago era un círculo casi perfecto que reflejaba los rayos del sol anaranjadodel atardecer. Tobía y Amelia también se habían detenido un momento; luegodescendieron del caballo y bajaron por la colina en dirección al espejo de agua.

La joven se arrodilló en la orilla para beber, recogiendo un poco de agua entre susmanos ahuecadas. Estaba llevándosela a la boca, cuando Grenio, que los había seguidocon más prisa de la que se daba siempre, le dio un manotazo que no sólo la dejó sinbeber, también la arrojó al suelo con la oreja caliente. Azorada, Amelia se volvió haciasus ojos encendidos mientras sentía el sabor de la sangre en su boca; le había partido ellabio.

¿Por qué la atacaba ahora?

–¡Ey! ¿Qué haces? –gritó Tobía, interponiéndose entre los dos, temeroso de algunaacción vengativa por parte del troga, que se venía esperando desde que habían salido deTise–. ¿Qué te pasa?

–¡Es un insulto! –exclamó Grenio, exaltado, dirigiéndose al lago y agregó, entre susdientes apretados–. Que ella beba del lago...

–¿Hum? –Tobía no se explicaba por qué era un insulto tomar agua.Amelia se levantó y se acercó al tuké.–¿Qué pasa? –musitó, pero no obtuvo respuesta. Miró las tranquilas aguas color

cobre–. ¿Qué hay allí?Como Grenio se quedó callado, perdido en sus recuerdos, con la vista fija en el suelo y

Tobía no tenía idea de qué le había picado, ella decidió aproximarse de nuevo a la orilla.Con movimientos deliberados puso su mano en el agua y esperó. Notando su gesto,Grenio dijo al tuké:

–El cuerpo de mi padre descansa en estas aguas.

A Tobía le tomó un segundo procesar la información y exclamar:–¡Amelia! –pero ella ya se había apartado de la orilla, más impresionada por el tono

lúgubre del troga que por su violencia anterior.Su padre creía poder encontrar en ese lugar alguna pista sobre cómo llegar a la tierra

de Claudio, porque el último en morir a manos del humano había tenido alguna conexión

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con Sidria, donde había vivido por muchos años aislado del resto del clan. Además, allíse podían encontrar los restos más antiguos de civilización, cuando los humanosconvivían y luchaban con las otras razas de igual a igual.

Una noche de luna llena dejó a su hijo a orillas del lago y se introdujo en la ciudadantigua. Antes de que pudiera revisar las inscripciones y dibujos de las paredes ycolumnas, se encontró con un troga de un clan rival, quien había tomado ese territoriocomo coto de caza. Habitaba en una torre, acechando por las noches las aldeas ycazando humanos y ganado en los alrededores.

El Grenio joven despertó mucho antes del alba, sobresaltado, y se halló solo,acompañado del canto ominoso de las criaturas nocturnas que chillaban entre el pastizal.Al poco rato, escuchó roces en la hierba, y su padre apareció rengueando. Un sangradoabundante le salía de un mordisco en el pecho.

Con la luz del alba, descubrió que el estado de su padre era peor de lo que temía enun principio. Aunque su herida podría cerrar en poco tiempo, le habían inyectado venenoen su torrente sanguíneo y al no sacarlo antes, se había esparcido por su cuerpo. Ahorasu piel tenía una tonalidad grisácea, la herida estaba hinchada y la piel alrededor de susojos y boca tenía una costra amarillenta. Recostado contra una roca, el herido miró a suhijo que, enojado consigo mismo por no haber hecho algo a tiempo, estaba clavándoselas uñas en sus propias palmas.

–Te glaso... –comentó lo hermoso que era ese lugar, y preparando a su hijo para lopeor dijo–. Tlo go tatso.

Su cuerpo se descompuso en los siguientes días, dejándolo incapacitado para moverni siquiera un brazo. El niño trató de buscar, con desesperación, las mejores piezas decaza, las raíces que había visto usar como medicina, el agua más pura. No durmió nicerró un ojo, contemplando la fortaleza que admiraba y se desvanecía.

–Pareces enojado conmigo –murmuró su padre, un día que no le había quitado los ojosde encima hasta parecer hipnotizado–. Sé que no quieres que me muera, pero hijo, nopodía eludir esa pelea. Ese troga es un renegado que creyó que invadía su terreno, yestaba tan loco por vivir ahí solo que no se podía razonar con él. Además, nos insultódiciendo que nuestro clan no había podido hacer nada contra un solo humano, y que nomerecíamos existir. Por eso tuve que terminar con él, para que no repitiera esas palabrasnunca más. Fue mi error no darme cuenta de que me había envenenado, con sólo unamordida.

–Padre... –ahora se sentía mal porque en realidad había estado pensando que habíasido derrotado inútilmente.

Después de haber hablado más de lo que debía, su padre parecía agotado. Pidióagua, pero cuando se la trajo, estaba desmayado.

–¡Padre! ¡Padre!

Jre Grenio entreabrió los ojos y no lo reconoció. Desesperado, el jovencito lo sacudiópara que despertara, deteniéndose luego en seco, con temor a empeorar su condición.La luz declinó, el sol rojo se deslizó sobre ellos y al anochecer, el troga susurró, aúntendido en el suelo y sin poder abrir los ojos: –Te nombro... Jre Grenio...

El joven tuvo que pegarse a sus labios para escuchar las últimas palabras.Toda la noche permaneció inmóvil junto al cadáver, incapaz de reaccionar, porque

entonces tendría que darse cuenta de que estaba completamente solo en el mundo y era

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el último de su clan, y pronto tendría que levantarse y proseguir con el deber de limpiar sunombre. El mundo giró y él seguía allí, viendo el rostro de su padre, que iluminado por elnuevo sol de la mañana, parecía haber recuperado su lozanía. Arrastró el cuerpo hasta elmedio de la playa, fue a recoger ramas secas, juntó y ordenó sus cosas. Trabajó hastaagotarse, sin pensar, preparando la pira funeraria. Lo vio encenderse en llamas yconsumirse, alimentando la pira cuando era necesario. Una tarea que habrían llevado acabo, en ocasiones normales, una media docena de trogas adultos. Tiró las armas alfondo del lago, para que nadie más pudiera usarlas. Guardó la espada de Claudio, quedebía cargar con celo hasta cumplir su promesa. El humo gris se elevó en el cielo. Juntólos huesos con sus propias manos, y los puso en las brasas para que se calcinaran.

–Vive... por nosotros –habían sido sus últimas palabras, y Grenio prometió mientras loponía en su último lugar de descanso, que llevaría su nombre en alto y terminaría subúsqueda.

Alzó los brazos y el viento llevó las cenizas en todas direcciones, esparciéndolas en lasuperficie de las aguas, para que se volviera uno con ese paisaje fértil. Sesenta y cincoaños después podía pararse allí, sin la opresión de la pena en el pecho, que de pequeñono sabía lo que era y le parecía que se habían llevado un pedazo de su carne, y decir consatisfacción que había conseguido lo que quería. Podía entregar la sangre de su enemigocomo ofrenda en memoria de su padre y todos sus antepasados, podía hacerlo.

Amelia conversaba con Tobía, que le estaba contando cómo hacían sus funerales lostrogas, según lo que había oído de Mateus. Estaban sentados sobre la colina mirandohacia la puesta de sol, mientras el troga seguía como una estatua, con los pies en elagua.

–¿Hace cuanto que murió?

–Cuando veníamos para acá me dijo que hacía sesenta y cinco años que no pisabaesta región, así que... debió ser entonces.

Ella lo miró, incrédula. A Tobía le gustaba tomarle el pelo, seguramente. –¿Qué? ¿Cómo? ¿Cuántos años tiene? –él la miró risueño, mientras ella calculaba,

impresionada–. Es un anciano, pero no se le nota para nada. –Tonta. Apenas es un adulto. Ellos viven más años que nosotros...

Ella asintió, pensativa. Mientras, Grenio se aproximaba a ellos, con un humor negro yaspecto amenazante. Alarmado, Tobía se incorporó y se interpuso en su camino.

–¿Qué pretendes? –le preguntó.

No le gustaba su expresión. Era el mismo rostro que la aterrorizó al verlo por primeravez. Un demonio oscuro, con ojos como brasas, enorme.

–Sa... avla... te oño –murmuró, mostrando sus dientes feroces.

Amelia estaba temblando, pero no había intentado moverse. Permaneció con lacabeza gacha y dijo, en voz calma: –Quiere acabar, por su familia... la venganza ¿no?

El troga se dirigió al caballo y sacó la espada. Tobía corrió hacia él, inútilmente, puescon una mano Grenio se lo sacó de encima, arrojándolo al suelo. El animal relinchó.

–¡Déjalo! –exclamó la joven, temiendo por el tuké, que había pasado tanto por ella–.Esto es entre nosotros, ¿no?

Grenio apuntó la espada hacia su cuello, y ella tuvo una sensación de deja vu.

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Todavía podía comprenderla, tenía la habilidad de entender sus palabras como sileyera su mente, desde que la voz se había comunicado con él. Era un martirio ¡Qué!¿por qué no pensaba defenderse? Ya que lo había herido con total impunidad, él no teníareservas en hacerle daño. No se trataba de una indefensa niña. Estaría muerto si nofuera por Glidria. Ella era su enemigo, ¿por qué tenía que hacer tanto esfuerzo porconvencerse a sí mismo?

La situación disparó en la cabeza de Amelia la imagen de la última pelea entre elGrenio del pasado y su ancestro Claudio. Recordó la expresión asesina del hombre, y supropia compasión por los trogas; tal vez mal ubicada puesto que querían matarla por algoque había sucedido hacía casi quinientos años. El ser luminoso que se hallaba allí letransmitió un sentimiento cálido, como una sonrisa tierna o un día especial, que la ayudóa mantener la cordura cuando estaba atrapada en el vacío.

–¡Espera! –gritó Tobía, arrastrándose de rodillas hasta alcanzarlos–. ¿Qué vas a hacercon los kishime? ¿Ya los olvidaste? ¿Y la profecía?

–Luego me ocuparé de ellos... –Grenio bajó la punta de la espada–. Pero tengo quecumplir la promesa que mi padre cargó toda su vida, que todos mantuvieron. Yo tengoenfrente a mi enemigo, ¿cómo voy a dejarla ir? ¿Cómo puedo traicionar todo por lo queellos vivieron?

Estaba temblando de rabia y frustración, porque también recordaba lo que la voz lehabía mostrado, los sueños. Mientras hablaba, Amelia se había acercado a una distanciatemeraria, y colocó sus manos sobre la empuñadura que aferraba con decisión. Él bajó lamirada hacia su cabello castaño, enrojecido por la luz del atardecer, y escuchó quemurmuraba:

–Esto me pertenece... Yo, lo siento mucho por ti... pero no voy a dejar que...Él soltó el arma, y sorprendida, Amelia la dejó caer a sus pies. Había decidido que no

quería morir, no quería terminar su vida en una estúpida venganza, porque quería vivir,quería hacer muchas cosas, y tenía que volver a su casa. Sin embargo, ahora estabaindefensa, su cuello preso entre sus garras.

–¡No, por favor! –exclamó el tuké, horrorizado, sin poder mover un músculo.

–Él se suicidó... –murmuró ella–. Yo lo vi, con sus propias manos...

El troga la soltó, sorprendido. ¡También podía comprenderlo, no podía ser de otraforma!

En ese momento un grito los interrumpió. Una silueta emergió en lo alto de la colina,dando la voz de alarma. Al segundo, un grupo de cinco jinetes subió el terraplén del otrolado, haciendo temblar el suelo con sus cascos y paralizando a los tres, que absortos ensu problema no se habían percatado de que una cabeza los espiaba hacía rato.

Pronto estuvieron rodeados por un grupo de humanos, armados con lanzas, yballestas, un arma que Grenio no conocía, montados en sendos animales de brillantepelaje. Amelia se preguntó, desazonada “¿y ahora qué?”, mientras que Tobía, másprevisor, se situaba detrás del troga.

Cáp. 2 – Entra Mateus

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Dos jinetes levantaron sus triples ballestas, y tiraron, arrojándoles una amplia redasegurada por sendas líneas de cuerda a las seis flechas. Grenio era su blanco, pero loshumanos quedaron también atrapados cuando las flechas se clavaron en el suelo a sualrededor.

La trampa estaba fabricada con un material resistente, hecho para la caza de animalessalvajes con dientes agudos. Cuando el troga tiró con su fuerza, las fibras se estiraronhasta hincársele en la carne, pero no se rompieron. Los jinetes festejaron con alaridos,elevando sus lanzas al cielo.

Amelia se agachó, aprovechando que la masa corporal del troga llenaba la red, tomó laespada del suelo con ambas manos, y cortó un par de líneas. Al ver que la bestiadesconocida se liberaba con la ayuda de la joven, el grupo dejó de vitorear y seprepararon para la pelea. Grenio avanzó hacia ellos, enfurecido. Mientras, su caballo seacercó al trote y Tobía montó, instándola a huir:

–¡Vamos, Amelia! –gritó, y le tendió una mano.Ella dudó.

–¿Por qué lo atacan? –exclamó.Un momento de tardanza bastó para que uno de los jinetes se interpusiera entre ellos,

arrinconando a la joven y gritándole hasta aturdirla. Ella tenía el arma pero era inútil,porque ni podía levantarla para defenderse. Tres atacaban en conjunto a Grenio, quepodía esquivarlos más o menos. La altura de los jinetes lo incomodaba, aunque si lograbatirarlos al suelo, los vencería fácilmente. El último siguió Tobía y este huyó al galopecolina abajo, confiando en que Grenio se ocuparía de los demás.

Su atacante parecía un oso, pensaba Amelia. El hombre era barbudo, llevaba el pelolargo e hirsuto, cubierto por un tocado de cuero con borlas de metal, la piel muy tostada ydespedía un olor apestoso. Como los demás, iba vestido de lana gruesa, con pantalónnegro y camisola blanca y un chaleco colorido; no cabía duda de que toda esa ropa enese clima era la fuente de su hedor. Lo peor era el brillo de sus ojos; la miraba con avidezy ella no quería ser su tesoro. Retrocedió arrastrando la espada, y tropezó. Cayó sentada.El hombre desmontó y se le acercó. Amelia gritó en cuanto se inclinó sobre ella.

Tobía, espoleando al animal para que corriera más veloz, divisó a lo lejos una figuraenvuelta en una capa que había detenido su caballo para observar la corrida. El tuké nodudó en desviarse para evitarlo, pero en cuanto notó este movimiento la figura se puso enacción, dirigiéndose hacia él. Desesperado, Tobía se inclinó sobre el cuello del animal, loabrazó, y le gritó que corriera por lo que más quisiera. La nueva figura iba a interceptarlo.Tobía logró pasar rozando, el otro se detuvo, tomó un objeto largo que llevaba enbandolera, y lo extendió al frente. El perseguidor de Tobía se encontró con este en sutrayectoria y no frenó a tiempo. Su cabeza colisionó con el objeto cilíndrico y saliódespedido de su corcel, que siguió de largo sin pensar en su jinete.

–¡Para! ¡Espera! –Tobía sintió que le gritaban de atrás.Miró por encima del hombro a su nuevo perseguidor, y le extrañó ese personaje,

minúsculo comparado con su montura, que le gritaba con una voz familiar. Lo esperó, yapenas el jinete se quitó la capucha, reconoció a su maestro.

–¡Mateus! Digo, Gran tuké... ¿Qué haces aquí? –tartamudeó, confundido.

–Esa es mi pregunta –replicó Mateus, atando el tubo de nuevo en su espalda–. ¿Porqué te persiguen? ¿Qué hiciste? ¿Y dónde está la elegida, eh?

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Avergonzado, Tobía miró en dirección a donde Grenio todavía estaba luchando concuatro humanos, oculto a sus ojos por la ondulación del terreno.

Además de gritar, Amelia le había pateado la espinilla. Fue un reflejo, en cuanto vioque el hombre se le venía encima, lo golpeó sin pensar. Él lanzó un alarido, y le apuntócon su lanza. Al ver que estaba en problemas, Grenio se acercó de un salto y le arrebatóla lanza al grandulón. La hizo girar entre sus dedos afilados y el hombre cayó, de ungolpe en la sien. Amelia sintió un silbido, y luego de un momento notó que un par deflechas se habían incrustado en el suelo, muy cerca.

Una le dio al troga en un muslo. Grenio se la arrancó y se volvió a enfrentarlos,gruñendo.

–Toma esto –le indicó Amelia, pero no pareció comprenderle. Repitió–. Tómala,Grenio.

Al fin adivinó. Le estaba ofreciendo la espada. Dudó porque no quería usar paradefenderse esa arma con la que Claudio había tomado la sangre de los suyos, pero lasituación apremiaba; un humano venía cargando hacia él a toda velocidad. En un abrir ycerrar de ojos, levantó y blandió la espada en el aire, y esta chocó contra la masiva lanzadel jinete, partiéndola en dos y tirando al hombre al suelo por la fuerza del impacto.Amelia rodó a un lado cuando el caballo saltó sobre ella. Cayó pecho a tierra y, allevantar la cabeza, en medio de la nube de tierra, vio que los otros dos atacaban al trogapor la espalda.

–¡No! –gritó, levantando un brazo como para detenerlos.Grenio giró, parando con un solo golpe las dos lanzas que lo tenían encerrado. Aferró

una con la mano derecha y le quebró la punta. Giró la espada en su mano y en unmovimiento hacia atrás, atravesó el cuerpo del caballo a su izquierda. En cuanto retiró lahoja el animal relinchó y corcoveó, sangrando de a litros por el cuello, y su jinete sedesplomó de espaldas. El otro había desechado su lanza y empuñó la ballesta. Tresflechas volaron hacia el troga, este se dio vuelta como un rayo, la espada se elevó y cortólo proyectiles en el aire, antes de que lo tocaran. Pasmado, el jinete comenzó a reponerlos proyectiles, pero Grenio no perdió tiempo y le lanzó una estocada. El jinete se salvóde milagro, porque su caballo retrocedió asustado, evitando que su amo fuera partido endos.

Amelia se paró de brazos cruzados y observó a los demás con gesto adusto. Habíanlogrado ponerse en pie y contemplaban el cuadro sin la misma seguridad que antes.Intercambiaron unas palabras y luego de una pausa vigilante se fueron corriendo. Tal vezcazar a un monstruo no era tan buena idea. El último vio que sus compañeros loabandonaban, así que decidió tirar las armas y tomar las riendas para escapar.

Al final, todo estaba bien. Aunque parecían unos facinerosos, no quería que terminaranmuertos. En la luz gris del crepúsculo, una neblina fría comenzaba a levantarse del lago.Ella se acercó con timidez al lugar donde Grenio se había detenido, clavando la espadaen el suelo, la mirada fija en el horizonte.

–¡Ey! –la sobresaltó un grito a sus espaldas. Se trataba de Tobía, que como no podía ser menos, aparecía sano y salvo, sonriente,

y acompañado.

Los sirvientes se habían encargado de limpiar el pabellón hasta dejarlo pulido y

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brillante. Sulei atravesó una larga galería blanca, donde la luz entraba a raudales por lapared oeste que consistía en una serie de ventanales, seguido de cerca por Bulen.Saludaron a los otros kishime que descansaban o conversaban tirados en cómodaspoltronas, y al final de la sala, cruzaron una puerta para descender a un sótano, excavadoen la tierra de la montaña.

–¿Por qué volvimos aquí? –preguntó Bulen en cuanto estuvieron a solas en elsubsuelo, a la vez que encendía con un poco de electricidad de su dedo el tubo de gasfluorescente que rodeaba todo el recinto.

Quedaron envueltos en un resplandor azulado.

–Tengo que ocuparme de algunos detalles –explicó Sulei, encaminándose al medio delrecinto, donde se detuvo y se agachó.

Bulen lo miró, inquisitivo. Sulei puso ambas manos sobre el suelo cubierto de piedras.Bulen tuvo que cubrirse el rostro cuando las hizo explotar. Quedó expuesto un hueco.Bulen se acercó y miró con curiosidad el interior, oscuro, de lo que parecía ser una grutanatural.

–¿Qué es eso?

–Supongo que ahora es un agujero en el piso –respondió Sulei, sonriendo–. Unacámara secreta.

Le dijo que lo siguiera, porque debía darle algunas indicaciones en caso de que algoretrasara sus planes otra vez. Ahora tuvieron que iluminarse con una antorcha. Entraronen una cueva oval de diez metros de largo, con un hueco en un extremo por donde secolaba un atisbo de luz exterior, y otra grieta oscura casi a nivel del suelo.

–Ahora te voy a mostrar algo que nuestros antepasados preservaron para que nadieolvidara la importancia y autenticidad de la profecía. Una prueba tangible.

Sulei se metió por la grieta. Tuvieron que agacharse y andar encorvados un largotrecho, por un camino oblicuo y resbaloso.

–Hace frío –comentó Bulen.

–Claro, porque estamos subiendo a la cima de la montaña.

Bulen se preguntó si esa fisura llegaba tan lejos como hasta las nieves eternas. Enrealidad, la grieta natural terminaba a cien metros del pabellón de Sulei, pero luegoentraron en una abertura horizontal excavada en la montaña para llegar a otra caverna,una chimenea de altura impresionante. Allí, unos escalones les permitieron subir hastaalcanzar un hueco taponado por la nieve. Sulei tuvo que hacer explotar la cubierta paracruzar al otro lado.

Bulen se encontró dentro de un glaciar, rodeado de paredes de hielo azul y escarchaque le entumecía los pies descalzos. Con seguridad, Sulei se dirigió a un murocongelado, y limpió su superficie. Bulen se acercó a estudiar un marco plateado encajadoen el hielo, que contenía un cuerpo momificado. Se trataba de un kishime, por sus rasgosdelicados y finas vestiduras. Parecía dormido, los párpados caídos y los brazos cruzadossobre el pecho.

–¿Quién es? –preguntó Bulen, asombrado. Nunca había oído que se conservara uncuerpo en hielo, ya que los kishime cuando llegaban al límite de su vida se consumían ensu propia energía, porque su cuerpo era incapaz de contener por muchos años el poderque cargaban.

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–Es muy antiguo... ¿Te preguntas cómo es posible que subsista en esta forma? No espor el hielo, como se podría suponer. Fue congelado en la plenitud de su vida, porquenadie quería perder su imagen, su recuerdo. Sin embargo, el tiempo destruye hasta lamemoria ¿cierto? –Sulei comentó con voz grave, se agachó y descubrió una placa demetal con apliques en piedra azul–. ¿No has olvidado tu alfabeto antiguo?

Bulen se inclinó para leer el exquisito trabajo que pretéritos artesanos habían realizado,tallando cada una de las letras en gemas azules que luego encastraron en el metal.

–“Kalüb shida... le sofu mo kishime” –descifró Bulen, con voz temblorosa, sintiendo lapresencia de ese ser que lo dominaba incluso muerto y con sus ojos cerrados.

–¿Quieres escuchar un cuento de las épocas antiguas? –bromeó Sulei.El Kishu se hallaba dividido, la cuestión eran los humanos. Un grupo que quería

conservar la paz del mundo, decían que esas criaturas eran inofensivas pues no podíanhacer nada contra los kishime, y a la vez eran primitivos pero se podían mejorar siinteractuaban con ellos. Los otros ponían como ejemplo la Tierra, donde los humanoshabían llegado a ocupar todo un planeta a pesar de su ignorancia y brutalidad. Parapoder tomar una decisión y definirlos como enemigos o aliados, se les ocurrió consultar aKalüb, quien tenía gran fama por su exactitud para viajar entre dimensiones. Esto sedebía a su manejo consciente de la corriente del tiempo, que le permitía trasladarse por eltejido del espacio a su antojo.

Kalüb aceptó la propuesta del Consejo y se preparó por largo tiempo, meditando amitad de un vasto desierto, único lugar libre de toda interferencia. Al cabo de sesentanoches regresó, y dijo haber realizado un viaje astral por el futuro, pudiendo ver así lo quele ocurriría a su raza.

–Entonces la profecía es realmente lo que ocurrirá, ya que pudo preverlo –exclamóBulen, tomando en serio por primera vez aquellas palabras, y admirando la figuracongelada.

–O lo que está ocurriendo –replicó Sulei.

–Pero si nosotros sabíamos lo que iba a pasar, es decir, como lo sabemos, podemoscambiar el futuro ¿verdad?

Sulei sonrió misterioso, emprendiendo el camino de vuelta:–De hecho ya sucedió, y ya lo cambiamos. Cada vez que intervenimos en el flujo del

tiempo, cambiamos un poco lo que él llegó a ver. Vamos, Bulen, debemos volver antes deque los demás se pregunten que hacemos tanto tiempo en el sótano.

Bulen lo siguió, todavía confuso. El Kishu había creído por siglos que podía impedir ladestrucción de su raza torciendo el futuro, lo que implicaba evitar que apareciera el trogacon el poder de geshidu, que sería su gran destructor. Sin embargo, el tiempo transcurrió,muchos se fueron olvidando de las antiguas tradiciones y habían cumplido un triste papel.Quinientos años antes, sofu había dado inicio, cuando el clan Grenio trajo a un humanode otro mundo y comenzó su leyenda. No habían sido destruidos, así que ¿estaba Kalübequivocado en lo que creyó ver? ¿O de alguna forma alguien había logrado cambiar elfuturo? ¿O lo que estaba destinado a pasar iba a suceder de todas formas, por más queellos retrasaran el momento?

Cáp. 3 – Intriga y rebelión

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Por las dudas evitaron el camino que pasaba por la aldea, y Amelia se llevó unaterrible desilusión ya que hacía tiempo ansiaba comer bien y descansar bajo techo.

Mateus venía de ese poblado cuando los encontró, y traía algunas provisiones, yaunque no estaba muy contento por tener que compartir lo que había pensado disfrutarsolo, no tuvo más remedio que invitarlos. El tuké se había hecho huésped de una casapor varios días, a fin de descansar luego de la marcha agotadora desde el lejanomonasterio. Los aldeanos eran pacíficos, los hombres cazaban y las mujeres sededicaban a cosechar granos silvestres y frutos secos del bosque. El episodio quedebieron enfrentar se debía a que en esa región no conocían trogas ni kishime, y loshumanos habían tomado a Grenio por un ser sobrenatural, que valía la pena ser cazado;explicó Mateus mientras caminaban rumbo a las ruinas de Sidria.

La ciudad había sido imponente, pudieron comprobar al cruzar el puente de entradasobre un foso de veinte metros de ancho y diez de profundidad. Cubría un área circulardonde habían existido cinco palacios y un centenar de viviendas, además de plazas,baños públicos y jardines que se extendían desde la muralla. Ahora los restos del muro,las calles y los canteros, estaban cubiertos de musgo y maleza, pero todavía quedabanalgunas de las flores que crecían con exuberancia cuando eran cultivadas por expertosjardineros. Amelia se quedó maravillada cuando escalaron la muralla y recorrieron laexplanada que circundaba la ciudad.

–Esto es más impresionante que las torres de aquella ciudad –le dijo a Tobía, queestaba contemplando por encima del hombro de Mateus el vetusto mapa que este habíadesplegado.

–Sí, es cierto –asintió Tobía, y preguntó al Gran tuké con tono socarrón–. ¿Eso es todolo que traías a cuestas? Y en serio, maestro, ¿qué haces tan lejos de tus deberes?

Haciendo caso omiso de su sarcasmo, Mateus contestó que él no se había quedadotranquilo y también buscaba resolver su problema y le recordó, para fastidio de Tobía,que no había podido recuperar las gemas del templo.

–¿Qué podemos hacer, si las tienen esos kishime? –lo defendió Amelia.

Al fin Mateus logró orientarse y exclamó: –¡Allá! –señalando un domo medio derruido,encerrado entre bloques de piedra y maleza.

–¿Qué? –preguntó Tobía, contagiado de su exaltación.

–Eso era la Biblioteca.

–¡Ah...! –exclamaron Tobía y Amelia al unísono, con tono alicaído. ¿De que les servíaahora ponerse a estudiar antigüedades?

Sadin escuchó en los corredores que Sulei había regresado y se apresuró a dirigirse alsalón del Consejo, que se reuniría ese mismo día, llevando de la mano a la niña. Dosguardias lo detuvieron en la entrada del anfiteatro.

–Vengo de parte del consejero Sulei –mintió, decidido a entrar.

–El Consejo lo espera para dar informe de su misión. ¿Por qué manda un mensajero?

–Se va a retrasar un poco y tiene algo urgente que comunicar, por eso vengo yo.

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Uno de los miembros antiguos del Kishu, escuchó la discusión en la puerta y le hizouna seña al guardia. Aliviado, Sadin caminó hacia él a toda prisa y le habló en el oído. Elconsejero Koshin frunció el ceño y Sadin supo que había hecho una impresión en él, yaque era famoso por nunca alterarse, para no deteriorar su belleza. En ese momento,Sulei apareció en los escalones, subió rodeado de curiosos que querían tener un atisbodel nuevo consejero, y entró con paso elegante y una sonrisa confiada en su rostro,mirando a Sadin por el rabillo del ojo con expresión burlona.

–Saludos, honorables miembros –dijo, deteniéndose frente al hemicírculo.Había ocho consejeros aparte de Koshin y este ya había pasado el arpa a los demás,

haciéndoles saber que tenía información crítica concerniente al recién llegado. Nuevepares de ojos se fijaron en él con sorpresa.

–¿Es cierto que has intentado engañarnos, Sulei? ¿Qué la amenaza persiste y tú ladejaste huir a propósito? –exclamó el de la punta, levantándose para señalarlo con undedo acusador.

El rostro de Sulei no se alteró y con una sonrisa afable, exclamó:

–Apenas llego y ya hay traición en mi Casa.Sadin retrocedió involuntariamente en cuanto Sulei le clavó los ojos. Puso la mano en

su látigo, para sentirse seguro, y exclamó: –¡Él nos ha traicionado! ¡Él nos engañatodavía!

–Eres tú el que me traiciona, Sadin... No le hagan caso –se dirigió a los demás–, sóloestá celoso porque cree que fue dejado de lado, ya que teniendo tal vez más experiencia,elegí a otro para ser mi segundo. Pero no te preocupes, Sadin, pues Bulen no sabía másque tú de mis planes secretos.

Sadin quedó helado, ofuscado por haber sido expuesto de manera tan brutal delantede todos. Koshin intervino, indiferente a la susceptibilidad de su informante:

–Sulei, con toda esa charla, no has negado las acusaciones que trae tu guardia.Además, podemos leer la mente de Kiren. Es claro –continuó, una mano sobre la cabezade la niña–, por lo que pude ver en este momento, que el troga y la humana estabanvivos y tú la enviaste a vigilarlos, en tanto le hacías creer a nuestro enviado que tenías sucadáver.

–Es verdad –asintió Sulei, y un murmullo se levantó de entre la multitud que se habíaapretujado a la entrada para escuchar lo que pasaba adentro–. Gracias a que la mantuvecon vida la pude usar como carnada. Pero también pueden ver en su cabeza, que el trogafue herido de muerte por la propia mujer.

Zefir, un miembro del Kishu conocido por su crueldad hacia sus protegidos, seadelantó y comprobó las palabras de Sulei.

–Pero no he venido a defenderme –prosiguió Sulei–. También puede decirles Sadinque el troga escapó con vida de mis manos, que con sus poderes que apenas controlacasi me derrotó –el murmullo entre los presentes se elevó–. ¡Si Uds. me acusan detraición, yo acusaré al Kishu de incompetencia! ¡No hicieron nada cuando la amenaza eralimitada y ahora se ponen a hablar de profecías y de destrucción para alarmar a todos!¡Este no es el Kishu que nuestra raza merece!

Todos los miembros se alzaron de sus lugares, unos sorprendidos, los otrosindignados.

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–Esto es inaudito, Sulei –siseó Zefir, arrojando a Kiren contra la escalera en su furia.Sadin respiró aliviado, su señor se había cavado su propia tumba. Sonrió.

–No pretendo ofenderlos, mi intención es conmoverlos –replicó Sulei, recobrando untono calmo que la multitud de afuera se esforzó en oír–. He declarado la guerra a lostrogas y los humanos, tengo un ejército en preparación. Insto al Consejo a seguir, aaprobar mi estrategia y a ayudarme. Si deciden oponerse, simplemente no reconoceré suautoridad.

Sabía que con sus palabras conseguiría mucha adhesión entre los jóvenes de lapuerta, enardecidos por las ansias de ser parte de algo grande que el Kishu no lesofrecía. Pero primero tenía que salir con vida de ese recinto. Koshin y otros movieron lacabeza con desdén.

–Eso es inaceptable... Sulei, quien desafía así al Kishu está pidiendo ser borrado de laexistencia –dictaminó Bofe, el miembro más viejo en ese momento; tenía cuarenta años.

Bofe avanzó con un brazo extendido. Sulei tomó la shala y se puso en guardia. ”Estáloco”, pensó Sadin, mientras su antiguo jefe exclamaba: –¡Me voy a defender! Así que lessuplico, compañeros del Consejo, quienes quieran recuperar la grandeza de nuestra raza,únanse a mí ahora, o caigan en el olvido.

Del brazo extendido surgió una bola de fuego, Sulei movió la cimitarra en diagonal y lasllamas fueron absorbidas sin dificultad. Manteniendo el arma en posición de defensa, sepreparó a disparar con su mano izquierda. Sintió el silbido que se le acercaba y dio unpaso atrás evitando el látigo, giró su cuerpo, y arrojó una descarga de energía queimpactó a Sadin en pleno rostro. Su cabeza voló en mil pedazos, y el cuerpo inerte cayósobre la escalinata.

Un silencio sepulcral cayó sobre todos los presentes. En más de mil años no se habíaderramado sangre en la sala del Kishu. Koshin, Bofe y otro más lo cercaron. Podía sentirel estupor de los espectadores, los guardias de la puerta no sabían si debían entrar yapresarlo, los otros miembros lo contemplaban a él y al cuerpo decapitado sin decirnada... “Tal vez exageré un poco”, pensó Sulei, y sabiendo que en ese momento sedefinía su futuro, deseó con fervor que si moría allí, otros terminaran su obra. Por dosminutos nadie dijo nada. Al cabo, Zefir se aproximó a Sulei por la espalda. Se pusorígido... “¿Contra cuatro a la vez, lucharé?”

–Yo creo que tiene razón –dijo Zefir, con el mismo tono que habría usado paracondenarlo a muerte–. Algunos de nosotros estábamos esperando por un líder fuerte ySulei ha demostrado que tiene el temple para enfrentarnos a todos. ¿Qué dicen Uds.?

Uno a uno los miembros del consejo presentes fueron eligiendo su bando,acompañados de vítores o abucheos por parte de algunos kishime que se ocultaban enlas galerías en torno al anfiteatro. Al final, Sulei se dio cuenta de que frente a élpermanecían Koshin, Bofe y Shadar. Junto a Zefir, se hallaban Dalin, Zidia, Budin, Lodary Fesha, respaldándolo.

El Kishu se había dividido en dos, y Sulei era el líder de la facción más poderosa.

Amelia se acomodó en el hueco de una ventana y dejó que su mente vagara. Hacíatanto tiempo que estaba en este mundo, que las cosas que le preocupaban cuandoestaba en su hogar, le parecían infinitamente lejanas. Pensar en las materias que teníabajas, en el chico lindo que no había resultado como esperaba, en la diatriba que le daría

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su madre o en lo que iba a hacer el resto de la vida, eran tonterías si las comparaba consus problemas actuales. ¿Podría volver alguna vez a su casa? ¿Cómo iba a explicarle asu madre dónde había estado? Pensando en eso, su madre y su tía debían estarpreocupadísimas por su desaparición. ¿Y si no podía volver jamás y se tenía que quedarallí? Eso no le había pasado por la cabeza al principio, pero ahora...

Tobía interrumpió sus reflexiones, al tropezar con una enredadera de las que crecíanpor todos lados, propietarias de los palacios y bibliotecas. Cayó aparatosamente con unmontón de trastos. Mateus los tenía de jardineros, haciéndolos desmalezar lashabitaciones que le interesaban, mientras él no hacía nada más que recorrer el lugarantorcha en mano y hacer anotaciones en su cuaderno.

–¿Por qué estás descansando ahí? –le recriminó Tobía al verla.

–Estaba pensando qué iba a hacer si no puedo volver nunca más a la Tierra. ¿En tumonasterio no aceptan mujeres, no? –intentó bromear.

–No... Aunque como estás flaca puedes pasar por un muchacho –replicó él, pero al versu expresión mortificada dejó de sonreír y le aseguró–. Descuida, nosotros te vamos aayudar. Mateus está buscando información sobre la puerta, y cómo puede ser reparada.

–¿Aquí? –se interesó ella, saliendo de su hueco para recorrer la sala.

–Sí, parece que originalmente provino en este lugar.

Los muros del edificio estaban cubiertos de pictogramas, dibujos y escritura, ocultospor vegetación y sarro. Mateus buscaba la clave a un misterio que había encontradoreleyendo los manuscritos que los primeros tukés habían acarreado, originarios de esamisma Biblioteca. El Gran tuké apareció por una de las puertas absorto en el libro queojeaba, murmurando en voz baja, y al verlos, prorrumpió en una serie de exclamacionesincoherentes, regocijado.

–¿Estuvo tomando? –preguntó Amelia a Tobía en voz baja.

–¡Oh, vengan! ¿Dónde está el troga? Vengan todos.

–¡Grenio! –se extrañó Tobía–. No lo he visto desde que subimos a la muralla.

–Recuerda que dijo que aquí murió su padre –intervino la joven–. Creo que no leagrada estar en esta ciudad.

–Pero, ¡tengo toda esta información nueva... –se quejó Mateus, sacudiendo elmanuscrito polvoriento delante de sus narices y haciéndolos estornudar.

Una sombra cruzó la ventana y el troga se apareció junto a ellos.–Estaba aquí –le dijo a Tobías, ignorando al otro–. Pero no sé si me interesa escuchar

los consejos de este enano... La última vez sólo me dio problemas.

Cáp. 4 – Preparaciones

Mateus no había encontrado una forma de hacer que la puerta dimensional funcionara,así que de todas formas debían recuperar las gemas robadas. Pero en el monasteriohabía descifrado un manuscrito que contaba la historia de cómo había sido fabricada, yentender eso le dio a Mateus toda una serie de ideas nuevas sobre los kishime y loshumanos. Les dijo que hacía mucho tiempo, algunos kishime pensaron distinto al resto de

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su raza, haciendo amistad con los humanos y enseñándoles los misterios del universoque ellos ya poseían. La escritura y la tecnología de las antiguas ciudades eran unaprueba de esa relación. Pero a otros kishime no les agradó la forma en que los humanosse volvieron tan poderosos y declararon traidores a todos los que ayudaran a loshumanos. Así, los kishime se vieron obligados a separarse de la gente de las ciudades,que siguieron viviendo un par de siglos con el fruto de lo que sus poderosos amigos leshabían enseñado, hasta que lentamente se dispersaron.

Tobía y su maestro habían partido al alba hacia el pueblo donde Mateus había dejadoa sus escoltas. Los tukés no querían arriesgarse a perder otro Gran Tuké, aunque fueraun egoísta y testarudo que sólo seguía sus propios intereses, por eso le habían dejadomarchar sólo si iba acompañado. Mateus se las había arreglado para dejar a sus escoltasatrás, como pago de la deuda que había contraído con el posadero del último pueblodonde se habían hospedado. Ahora que la situación con los kishime se estaba volviendopeligrosa para todos, tenían que ponerse en movimiento y, de alguna forma, alertar a lospoblados humanos.

A Grenio y Amelia les encomendó que se dirigieran al levante, donde encontraríanalgunos kishime descendientes de quienes ayudaron a los humanos en el pasado, que talvez los ayudan a luchar contra los otros. Ella no dudó en aceptar su pedido, porque sesentía mal de pensar que siempre tenía que ser salvada, de unos hombres sucios, de lostrogas, de Sulei, del Consejo, y quería hacer algo por sí misma. Además, ella era la causade que ese mundo se volviera loco por la profecía y comenzara una guerra. Grenio noestaba tan convencido, primero quería ir a Frotsu-gra, y tenía que detener pronto a Sulei,y además no le agradaba buscar aliados entre sus enemigos. Le parecía una estrategiademasiado rebuscada como para ser honorable. No le gustaba.

–Yo voy a ir –anunció Amelia, mientras se despedía de Tobía que ya estaba montadoen el caballo que ella le cedió, cargado con un montón de cuadernos amarillentos. Estabasegura de poder hacer el viaje con las indicaciones que le habían dado, aunque fuerasola–. Él puede ir adonde quiera.

Mateus la abrazó con devoción, murmuró en su oído palabras de ánimo y luego le dijoalgo más al troga.

Al final, Grenio se despidió de su padre, jurando de nuevo cumplir su promesa si bienno iba a ser tan sencillo como él le había contado, mojó su mano en el frío lago y partió,siguiendo la figura de la joven que se perdía en el horizonte recortada por el sol naciente.

Sulei miró por los ventanales del pabellón hacia el bosque. Una procesión kishimeavanzaba entre los árboles, distintas Casas que podía distinguir por el color de losvestidos, el entusiasmo pintado en sus rostros mientras se dirigían a la playa a escucharsus órdenes. Un sirviente se le acercó portando su cimitarra sobre un almohadón. Sedetuvo a su espalda con reverencia, esperando que se dignara a notar su presencia.

–Bis... ya estás aquí –dijo Sulei, al voltearse. Todos sus hombres ya habían dejado lacasa y estaban solos. Vio a Bulen bajando la escalinata, tranquilo, esperando el paso delos demás para poder mezclarse con la multitud que se dirigía a la playa.– Tu nombre esZelene ¿cierto? –el sirviente asintió. Sulei tomó el arma y anudó la correa de tela en tornoa su camisa negra–. Siempre me sirves bien, pero muy pronto cambiarás de rango –Zelene lo miró sin comprender–. Cuando dominemos el mundo tendremos montones desirvientes humanos, así que sería un desperdicio que los de nuestra propia raza sedediquen a míseras tareas. Ya sé que desde que naciste te enseñaron que esa era tu

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misión, pero pronto haré que las cosas cambien para todos. Como conoces mis secretos,tal vez seas jefe de la guardia. ¿Qué te parece?

El sirviente esbozó una pequeña sonrisa que no decía mucho. Estaba acostumbrado aque su parecer no fuera tenido en cuenta, así que las palabras de su amo se le antojabanun sueño utópico. Pero tenía confianza absoluta en lo que decía, así que lo siguió,asombrado, comenzando a imaginarse siendo servido por otros en lugar de hacer el aseoy cargar las cosas.

Sulei se paró junto a los otros miembros del Kishu sobre una roca que dominaba lamedia luna arenosa que bordeaba el lago de aguas plateadas. Los demás lo miraron conexpectativa. Sulei disfrutó de la tensión que se respiraba en el ambiente. Se trataba deuna circunstancia histórica. Suspiró, y grabó la imagen de tantos kishime juntos, suscaras blancas y tersas vueltas hacia él. Cerró los ojos un momento y anunció con vozpotente:

–¡El Kishu ha decidido, expresando la voluntad de todos nosotros, declarar la guerracontra todas las criaturas que contaminan nuestro mundo hasta que lo libremos de cadauna de ellas!

Todos los presentes exhalaron un mismo grito, marcial y obediente.

–¡Vamos a purificar nuestro planeta! ¡Vamos a recuperar nuestra libertad y dominiosobre toda la tierra! Ya no nos esconderemos de los débiles y sucios humanos. Hay queexterminar hasta el último troga. ¡Esas son sus órdenes! –clamó Sulei, y cientos debrazos alzaron sus espadas, lanzas, picas, como respuesta.

–La primera orden del Nuevo Kishu... –añadió, recorriendo con los ojos a los que sehallaban más cerca de él, su sirviente y Bulen, que lo miraba con admiración desdeabajo, Zefir y Budin a su lado portando enormes alabardas que intimidaban incluso almismo Sulei, unos niños que se habían encaramado a la copa de un árbol para poderverlo– es invadir y destruir por completo la morada de esas bestias salvajes, Frotsu-gra.

Las columnas de kishime fueron partiendo, siguiendo a sus jefes, que eran miembrosdel Consejo o designados en su lugar. Sulei estudió una columna azul que marchaba conorden riguroso, envueltos todavía en la bruma violeta de la mañana, mientras más lejos,un grupo de blanco desaparecía en el horizonte, las puntas de sus lanzas lanzandodestellos al chocar con el sol.

–No puedo esperar para poner los pies en ese antro de bestias y borrarlo de la faz delplaneta –dijo alegremente Zefir, con un brillo vicioso en los ojos.

–Muy bien –aprobó Sulei–, pero no se olviden que nuestros hombres todavía no estánacostumbrados a sostener una guerra y que los trogas son resistentes... por eso es partede la estrategia destruir los pueblos que encuentren en su camino.

–Bien, también a mis hombres les encantará divertirse con los humanos –siseó Zefir, yagregó riendo–. Pero tengo una apuesta con Budin, de quien llega más rápido. Así queno creas que me tardaré más de dos o tres días en rodear a los trogas, por más diversiónque encontremos en el camino.

Bulen contemplaba con un poco de desprecio a este kishime vehemente, así que Suleise apresuró a despedirse de Zefir, quien pronto se unió a un grupo de sus guerreros.

–Nunca había visto a un kishime tan ruidoso –comentó Bulen, mientras bajaban areunirse con los demás.

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–Sí, es único –rió Sulei–. Aunque reconozco que yo también estoy ansioso por llegarallá.

Bulen también lo estaba, para encontrarse con el único troga que merecía la penaenfrentar, y de ser posible, acabar con él antes de que Sulei lo tomara para sí mismo. Sinembargo, su jefe ya había pensado en esa posibilidad y le comunicó:

–Para ti tengo un encargo más importante que un inútil viaje por las tierras de loshumanos... Recuerda que el destino de nuestra raza depende de nuestra fortaleza. Hayuna carga especial que ya debe haber alcanzado puerto, navegando por el río Bleni, lacual debes cuidar que sea transportada a un refugio seguro. Puedes llevarte a loshombres que desees, y después te reúnes conmigo.

–Pero... –Bulen murmuró, inquieto porque a último momento le hacía saber que no loiba a acompañar y lo enviaba a hacer algo de lo que cualquier sirviente podía encargarse.¿Acaso Sulei desconfiaba de él?

Sonriente, su jefe se marchó a reunirse con los demás, dejándolo solo en la arenablanca. Bulen pensó un momento y luego se dio la vuelta, retornando al pabellón.

Los ancianos habían discutido por horas en la oscurecida habitación, argumentandoque ellos habían vivido tal o cual batalla y que había que hacer esto o lo otro, cansandoincluso a la paciente Sonie Vlogro, que comenzó a sentir una punzada en medio de lacabeza. El jefe Flosru caminó de arriba abajo, hasta que los jóvenes de su clan, que lomiraban expectantes, comenzaron a marearse:

–¡A fin de cuentas! –tronó parándose en medio del salón, y continuó, recuperando unpoco la calma–. Ninguno de nosotros tiene mucha idea de cómo enfrentar esto, porquehace más de cinco siglos que no hay guerra y ninguno de nosotros tiene más detrescientos años... –puntualizó, ojeando a los decrépitos ancianos que pretendían decirlesqué hacer con la ciudad–. Aclarado eso... ¿A qué nos enfrentamos? ¿Y cuáles son lasalternativas?

–No sabemos bien cuántos nos atacarán y tampoco tenemos idea de si se atreverán avenir a la ciudad o sólo se dedicarán a asediar los sitios humanos –recordó Sonie Vlogro.

Desde que los hombres de Fretsa habían vuelto con noticias sobre Grenio y losucedido en el valle de Vleni-gra, tras la ocupación de Tise por parte de un batallónkishime, la ciudad era un hervidero de habladurías y cuchicheos. Por un lado, Vlojo yTrevla habían logrado la reivindicación de Fretsa, que casi era una prisionera desde suconvalecencia; ya que habiendo ayudado a Grenio saldaban su pena por trabajar para loskishime. Sin embargo, por esa misma causa, muchos habitantes ya no creían una palabrade lo que decían.

–Bah... Son mentirosos y traicioneros –decía uno en la posada de Froño, un lugar muyfrecuentado esos días, porque todos querían estar al tanto de cada chisme para llevarnoticias frescas a sus respectivos clanes–. Y si los kishime se dedican a matar humanos,¿qué importa? Nunca en esta vida van a venir acá.

El mismo día de la reunión, Vlogro se vio asediada por una asamblea improvisada enla plaza, casi en el mismo lugar donde habían intentado quemar viva a Amelia. En losrostros de esos fieros guerreros, la anciana jefa pudo leer emociones que apenasrecordaba haber visto en su vida: temor, incertidumbre, agitación. Pero lo que a ella másle preocupaba era que continuaban las divisiones, rencillas y resquemores entre los

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clanes. Había oído que algunos querían expulsar al clan Fretsa, o a sujetos que sólohabían expresado opiniones favorables hacia Grenio. En la taberna abundaban las riñascada día, fruto de las controversias que se calentaban más de lo necesario. Ahora,mientras la mayoría la seguía ansiosa, algunos la increpaban: querían saber qué se habíadecidido.

Un par de mujeres Vlogro vinieron a soportarla, temiendo que el gentío planeaseaplastar a la jefa de su clan, que hoy parecía emitir una imagen de debilidad.

–Nosotros y el Consejo de los ancianos, no podemos decidir otra cosa que lo que haríacualquiera de Uds. Cualquier troga resolvería lo mismo si se viera amenazado y ofendidopor sus enemigos... ¡Luchar! ¡Luchar! ¡Mientras seamos nosotros, si nos atacan,lucharemos, y como defendemos nuestra tierra, nuestro nombre, nuestra gente,venceremos!

La multitud pareció contagiarse automáticamente de su entusiasmo y salieron de allígritando gozosos, llenos de una confianza que la troga estaba muy lejos de sentir.Albergaba un sentimiento de duda, porque ella había oído el relato de Trevla y Vlojo,sabiendo que no eran asustadizos, y sin embargo le habían transmitido cierto espanto,como si algo siniestro gravitara sobre ellos.

“Me estoy volviendo una vieja pusilánime”, se rezongó mientras volvía a su casa porlas calles de Frotsu-gra que aún mantenían su habitual tranquilidad. Miró los edificios, tanantiguos y bien plantados. Seguro que ningún kishime iba a destruirlos. ¿Por qué loharían si nunca se habían atrevido siquiera a acercarse a la costa?

Al pasar una ventana, Fretsa la siguió con los ojos y cerró la persiana de un golpe.

–¡Avisen a todos nuestros guerreros que por la mañana nos reuniremos en la playafrente al jardín de piedra! –ordenó a los tres que se hallaban en la habitación, sentadosen torno a la estufa bebiendo, y agregó con tono sombrío–. No sé qué piensan hacernuestros jefes electos, pero no pienso esperar sentada a que venga un blancucho voladory quiera volarme la cabeza con sus extraños poderes. Sabemos que pelear contra ellosno es tan fácil como imagina la gente que ha vivido toda su vida en este apartado rincón.Tenemos que entrenar, y exigir a todos los guerreros bien dispuestos que se nos unan.

Siguió el camino recorrido antes con Sulei y apareció en el glaciar, donde la figuradormida de largos cabellos y rica bata subyugaba el lugar. Se paró frente al cuerpo y loestudió. Tenía la sensación de que iba a cometer un sacrilegio, pero razonó que sentíaeso porque estaba tan bien conservado que daba la impresión de estar vivo, que sólonecesitaba ser extraído de su cofre helado para moverse y gesticular. Pero no podíadudar; después de todo ya estaba muerto, se justificó. ¿Qué mal le podía hacer?

Kalüb había sido capaz de predecir el futuro, porque lo había presenciado gracias a supoder, y con ello había desencadenado una serie de eventos, que siguiendo la lógica,habían cambiado el propio futuro que había augurado. Entonces, suponía Bulen,necesitaban conocer de nuevo lo que iba a pasar. Por eso colocó sus manos sobre lasuperficie del marco de metal que rodeaba al cuerpo de Kalüb y dejó correr su energía. Elmetal comenzó a calentarse y en unos minutos, el hielo se derritió en torno a la pieza.

Media hora después, exhausto, dejó caer sus manos y contempló todo el líquido quehabía corrido a sus pies. No podía detenerse a descansar o correría el riesgo dequedarse dormido y congelado en esa galería. Enganchó unas cadenas al borde de metaly tiró con todas sus fuerzas, logrando que poco a poco el bloque congelado se deslizara

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del lugar que había ocupado por siglos. Tuvo que ponerle más calor al hielo paradesprender por completo el marco y una hora después, logró ponerlo en el piso enposición horizontal.

La figura permanecía imperturbable. Por momentos, en la superstición alimentada porel sentimiento de estar haciendo algo incorrecto, había temido lastimar el cuerpo,perturbar su sueño eterno. Ahora, se dio cuenta de que no podría meterlo por el caminoexcavado en la montaña. Tendría que sacarlo por la cima; la cueva debía tener algunasalida al exterior y si no, la crearía con una explosión. Tampoco podía cargarlo solo,apenas podía arrastrarlo. Pero, recordó con ligera satisfacción, Sulei le había dado cartalibre para manejar a sus hombres, así que podía ordenarles lo que quisiera con todaautoridad.

Cáp. 5 – Fishiku

El paisaje seguía siendo tan fértil como en Sidria y el clima igualmente agradable.Algunos bosques, con sombra y frutas, crecían a intervalos, en medio de vastospastizales regados por arroyos elegantes, en un terreno ondulado por el que no costabamucho avanzar. Siguiendo a contramano el camino del sol, caminaron sin detenersehasta que vieron las señales que les había enseñado Mateus. En los días anterioreshabían pasado algunos lagos, a lo lejos como resplandecientes espejos escondidos entrela hierba; pero al fin divisaron un estanque alargado en forma de jarrón. Sobre lo quesería la boca, la parte más angosta, se erigía un montón de piedras grises y negrasformando una gruta llena de helechos. De allí partía una colina ancha. Cambiaron surumbo y ascendieron por la suave pendiente, entre árboles de tronco delgado cargadosde frutos amarillos, casi dorados, hinchados, madurando merced al suave verano.Divisaron una roca blanca que parecía transportada allí desde otro lugar, la última señalque les había mencionado el Gran Tuké.

Deteniéndose en lo alto a observar el panorama, Amelia se sacó la capucha, entornólos ojos, hizo visera con una mano para cubrirse del reflejo, y al fin exclamó condesesperación:

–¡No hay nada! ¿Acaso se habían equivocado de camino?Eso les pasaba por creerle al monje, pensó Grenio. Desde allí se veía en todas

direcciones, y no había nada. Tampoco había captado el aroma de otros kishime nihumanos, desde un pastor que se habían cruzado dos días antes. Amelia continuó hastadonde había visto unos arbustos creciendo entre piedras. El vasto horizonte se extendíasolitario, más allá de donde alcanzaban sus ojos, y el cielo azul llameaba bajo la crudezadel sol de mediodía.

Grenio la observó, creyendo cada vez más que había malgastado un tiempo precioso;ella pasó por detrás de los arbustos, con paso titubeante para no resbalar con losguijarros sueltos o clavarse las espinas que los rodeaban, luego se inclinó por encima deun grupo de rocas y vio una pequeña cañada producto de la erosión de un manantialfresco, y salió por el otro lado del zarzal. El troga desvió un segundo los ojos, molesto porla brillante luz, y al mirar de nuevo, se dio cuenta de que ya no estaba. Sorprendido, miróde nuevo, creyendo que había sido un truco de la luz. Tal vez el sol lo había cegado unmomento. No, ella estaba y al siguiente segundo había desaparecido.

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Corrió al lugar y lo inspeccionó. No había agujeros ni cuevas y ella no era tan rápidacomo para correr fuera de su campo de visión.

Estaba perfectamente solo, en un silencio absoluto, bajo la luz deslumbrante quecubría el sereno paisaje. Tras un minuto de completo asombro, lleno de una sensación demisterio, empezó a sospechar. Tenía que haber una causa. Revisó de nuevo, inclusoentre la maleza baja y la cañada, aunque era poco probable que la joven pudiera meterseen un hueco del tamaño de un conejo.

Amelia tropezó con una piedrita del camino y cayó al piso. Cuando miró alrededor, sedio cuenta de que el campo, los matorrales, el cielo y Grenio habían desaparecido. Frentea su nariz veía el brillo perlado de un piso liso y suave como el nácar, donde había caídode bruces. Se incorporó lentamente, tomando cada detalle que la rodeaba: estaba en elinterior de una estancia espaciosa, con columnas envueltas en enredaderas plateadasque sostenían un techo de espeso cristal. La luz se colaba atenuada, produciendosombras ligeras como las de un sueño. “¿Cómo vine a parar aquí?”

Caminó unos pasos en cualquier dirección, y entonces se detuvo, estremecida. Unapersona de enormes proporciones la miraba con fijeza, los brazos cruzados, y el rostrooculto por la sombra. Tardó unos segundos en darse cuenta de que no era real; setrataba de una estatua, toda blanca, plantada en medio de la estancia. En ese momentoescuchó que le preguntaba, con voz dulce pero resonante, como si hiciera eco en todaspartes:

–¿Quién eres tú?Espantada, la joven titubeó en responderle a la estatua, y sólo después de unos

segundos se percató de que la voz provenía de una persona real parada a sus espaldas.Se dio vuelta, asustada, y contempló a la figura más tierna que hubiera visto en su vida,como sacada de un cuento de hadas de Disney. Se trataba de un joven, que aparentabaonce años, con rasgos regulares y sensibles, con enormes ojos azules, serenos ycuriosos, una pequeña nariz afinada y labios pálidos. La tez era blanca y esfumada, comosi su cuerpo fuera parte del ambiente, y se cubría con una túnica vaporosa de color grisperla, cruzada sobre el pecho y bordada. El cabello era fino y platinado, como el deBulen, pero lo llevaba por el hombro, lo que le daba un aspecto infantil y menos femeninode lo que hubiera resultado si lo llevara largo.

Ella se dio cuenta de que lo estaba estudiando con la boca abierta y no le habíacontestado. No pudo menos que sonreír:

–¡Debes ser el que estaba buscando! –exclamó ella con alegría.Al muchacho no le cayó muy bien que esta joven extraña de ropas sucias y gastadas le

hablara con tanta familiaridad, llevada por la emoción, como si no supiera con quiénhablaba. Luego razonó que no podía tratarse de una campesina, porque los humanosnunca habían podido entrar. Entonces, ¿qué era? ¿Alguna criatura desconocida? Seacercó y la tocó con la punta de un dedo, casi con asco. Amelia no sintió miedo oaversión cuando él se acercó, porque su pequeña estatura y aire delicado lo hacíanparecer tan peligroso como una muñeca de porcelana. No notó el aire receloso ni laexpresión de disgusto del niño. Este retiró el dedo como si quemara y lanzó un aullido tanagudo que la dejó sorda.

Al segundo se hicieron presentes dos kishime, del mismo estilo Barbie pero más altos.

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–¡Me li... Sel! –exclamó uno con alarma, sin fijarse todavía en que tenían compañía.

–Le kokume desi gu –señaló el pequeño Sel.El tercero la observó con curiosidad, pero sin temor. Más bien la ojeó con sarcasmo y

audacia, de arriba abajo, y Amelia sintió que la cara se le ponía colorada. Pronto notó quela tenían rodeada y los tres la miraban serios, como quien estudia un insecto que quierematar pero no se anima a tocar por asco. Esto no iba bien, se dijo.

–Oigan... –empezó, con tono urgente, y al notar su sorpresa intentó hacer una voz másamable. Parecía que toda ella era de una rudeza impresionante comparada con estosseres bellos, delicados, de voz dulce–. Me llamo Amelia, y no sé cómo llegué aquí pero...En realidad, vine con... otra persona, a una colina llamada Fishi-algo, en busca de ayuda.Me dijeron que hace tiempo vivían allí unos kishime que ayudaban a la gente.

Sorprendida, notó que el atrevido, el de cabello tostado, tomaba la punta de su capa yluego, prácticamente la arrancó de su cuerpo. La olió y la estudió a trasluz.

–Esto fue fabricado por los tukés, no hay duda –dijo en su lengua.

–¿Todavía existen esos hombrecitos? –replicó el otro con una sonrisa.

–¿Qué son los tukés? –interrumpió Sel, sin quitar los ojos de la joven, como si temieraque le saltara encima–. ¿No es un monstruo?

Sabía que hablaban de ella, pero no entendía una palabra.–No, es una humana común y corriente, creo –le explicó su compañero–. ¿Qué dices,

Fishi? No sé como llegó hasta aquí, pero no parece tener poderes especiales que lepermitan hacerlo.

–No... Seguramente nuestra cubierta está debilitada por alguna causa y entró porcasualidad. Sólo es una enorme casualidad –declaró el que sostenía la capa, dejándolacaer al piso y ojeando a Amelia, que le devolvió la mirada con igual insolencia–. Hay quedeshacernos de ella y listo.

–¿Qué pasa, no te gusta mi vestuario? –le espetó Amelia, comenzando a sentirhostilidad hacia ella, aunque no podía creer que estos ángeles tuvieran malasintenciones.

Pero recordó que lo mismo había pensado de Bulen, y al final... Fishi la tomó del brazoy la arrastró por la sala hasta una escalera que se abría en el suelo. Mientras ibasiguiéndolo a las corridas, ella notó que algunas partes de la majestuosa estanciaparecían oscilar, como pasa con el paisaje en pleno verano cuando el calor levanta delsuelo.

Descendieron a un cuarto, con restos de gran lujo pero mal cuidado: las columnasestaban descascaradas en algunas partes, los rincones exhibían moho sobre el nacaradosuelo, y unos cortinajes azules colgaban a intervalos, pero parecían faltar algunos paracompletar el cuadro. Fishi la tiró contra un asiento, como un trono, situado sobre unestrado, y al momento vinieron los demás.

–Haz lo tuyo, Sel.

El pequeño unió las manos como para rezar, y unos momentos más tarde su rostro seiluminó y su cabello voló por la fuerza de la energía concentrada en sus manos. Ameliaintentó moverse, pero de la silla surgieron finas enredaderas que envolvieron sus brazosy cintura, inmovilizándola.

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–¡No! –exclamó ella y tomando aire, mientras la hiedra le apretaba el pecho, gritó–.¡No...!

Su grito quedó ahogado en un pequeño espacio al tiempo que Sel separaba susmanos y una caja brillante se formaba alrededor de la joven. Amelia sintió vértigo y todose ennegreció alrededor. Ya no estaba en el ilusorio palacio, y tampoco en el paisajesoleado, ya no había nada a su alrededor. Gritó y gritó, hasta que se dio cuenta de queya conocía ese lugar y enmudeció.

–Parece que su aura se tranquilizó –comentó Fishi, que junto a sus dos compañeroscontemplaba a la joven derrumbada en el trono, encerrada en una especie de jaulabrillante–. Es raro, en general los humanos se enloquecen de desesperación perdidos enla oscuridad. Están tan atados a sus cuerpos físicos que no soportan estar allí.

–A ti tampoco te gustaría estar solo una eternidad en lo oscuro –lo reprendió Deshin,cansado de la falta de compasión que siempre evidenciaba su compañero–. Cuida tuspalabras, ¿qué quieres enseñarle a Sel?

–Pero pronto estará toda entera en ese lugar y nunca más podrá salir, ¿verdad? –agregó el pequeño, viendo como la imagen de la joven fluctuaba entre este mundo y elotro.

Fishi apoyó una mano en la cabeza de Sel y asintió satisfecho.–¡Oh-oh! –los interrumpió Deshin–. Tenemos compañía.

Miraba hacia el techo; podía percibir que alguien deambulaba por encima de suscabezas, y aunque seguramente no podía verlos, las vibraciones eran tan fuertes que seasustó.

–¿Un troga? –preguntó Fishi extrañado, con voz apagada, consultando al otro.

–No puede ser...

Grenio se iba enojando bastante mientras revisaba el terreno. Primero, porque laextraña desaparición de su compañera se sumaba a la molestia que sentía por un viajeque lo había apartado de su meta. Además, esto se añadía a que Mateus lo habíaengañado al prometerle que allí iba a encontrar la shala que deseaba. Y sobre todo, nosoportaba no poder explicar lo que había pasado; eso significaba que alguien le habíahecho una buena broma.

–Bah... No sé por qué me tengo que preocupar de lo que le pase a esa mujer –rezongó–. ¡Me voy!

Pero algo en su interior le impedía irse sin más, aunque ella misma le había dadopermiso ¿no? Había dicho que se marchara adonde quisiera, que ella podía hacer el viajesola. No… era una inservible, pero la necesitaba para usar geshidu. Estaba parado,distraído, escarbando la tierra con su pie, cuando lo escuchó. Miró a todos lados, oteó elaire. Había sentido un grito apagado, como si le llegara de lejos, o desde abajo de latierra.

Grenio se agachó, sintiéndose un poco tonto al ponerse a escuchar el suelo, a ver sisentía de nuevo la voz o alguna vibración. ¿Había algo abajo, una cueva o madriguera? Yen ese caso, ¿podía llegar por alguna puerta o trampa? No. Estaba parado sobre unterreno sólido, lleno de arcilla y piedras, allí no había más túneles que los de un gusano oroedor.

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–¿Quién eres tú? –esta vez la voz provenía de muy cerca.De hecho, del kishime que estaba parado junto a él, observándolo con curiosidad.Grenio se levantó de un salto y se puso en guardia.

–De dónde salió... –se preguntó en voz alta, con un gruñido de desagrado alcomprobar que se trataba de un kishime, de cabello trigueño y larga bata amarilla conadornos dorados, tan brillantes como el propio sol.

Deshin extendió un brazo hacia él, y Grenio retrocedió aunque el otro no pretendíaatacar, sólo quería sentir su aura.

–No sé qué eres –dijo, y por un segundo el troga creyó ver la imagen de unascolumnas detrás de la esbelta figura, como un espejismo–. Pero si vienes por ella, losiento.

Grenio avanzó amenazante hacia él, y lo aferró por los hombros. El kishime no seinmutó con el contacto, y continuó:

–Ya ha sido enviada a la otra dimensión.

–¿Qué otra...? –preguntó el troga, a la vez que sentía una opresión en el pecho, comosi le hubieran golpeado con fuerza sacándole todo el aire.

El kishime se desprendió de sus manos y se desvaneció en el interior de la colina. Enrealidad, había descendido los escalones por los cuales había aparecido un minuto antes,cuando Grenio estaba agachado. El troga lo siguió, intrigado, porque no veía por dóndese iba metiendo la figura en la tierra, que parecía sólida. “Baja los escalones”, le ordenó lavoz en su cabeza. Aunque agradecía la ayuda ahora, no le gustaba que esa vozapareciera cuando se le daba la gana, y siempre tarde. Ante sus ojos sólo había pasto,pero puso el pie y descendió un escalón y luego otro, como si sus piernas se hundieranen un mar verde. “Lo que crees ver no está ahí”, le explicó la voz, “se trata de un palacioconstruido entre dos dimensiones del espacio”.

Muy claro. Grenio cerró los ojos y dio un salto. Aterrizó al final de la escalera, en unasuperficie tan lisa que resbaló y tuvo que hacer equilibrio. Sus garras hacían clic clic en elpiso al avanzar. Estaba en medio de una estancia con una espantosa decoración azul, ya unos metros Deshin se había detenido junto a un sillón, sorprendido de que el intruso lohubiera seguido. En el aire, se podía sentir aun el olor a la humana. Grenio corrió hacia elsillón y se frenó de golpe cuando Fishi le salió al paso con una espada de cristalextendida.

–¿Cómo es posible que un troga llegara a este lugar? –inquirió Fishi.

–Porque están entre dos dimensiones –replicó Grenio, con un ademán confiado–. Uds.son poco hospitalarios, pero qué se podía esperar de un kishime... La humana, ¿dóndeestá? Y esa espada, ¿de dónde la sacaste?

Demasiadas preguntas para el humor de Fishi. Deshin lo contuvo, mientras que Sel seocultaba tras una columna, viendo al monstruo con ojos como platos.

–Esa mujer ya se esfumó, la vaporizamos –contestó Fishi, causándole un shock.

“Amelia nos espera, nos está llamando”, sintió Grenio en su mente.

–No... está viva –murmuró, y el kishime sonrió con sorna, enfundando la shala.

–¿Es tuya? –preguntó Deshin, con repentino interés–. ¿Por qué andan juntos? –

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agregó, imaginando varias razones, y luego se dijo que los trogas no podían habercambiado tanto.

–Ella es... –murmuró Grenio con dificultad, porque estaba tratando de concentrarse enla voz– mi ancla.

Los kishime se miraron asombrados, mientras el aire alrededor del troga súbitamentese agitaba como un torbellino en miniatura. Después el espacio se abrió en una grieta deun metro de ancho. Una ráfaga de luz iluminó sus rostros y al siguiente segundo, el trogahabía sido tragado por el hueco, dejándolos allí boquiabiertos.

Cáp. 6 – La revelación

En un eterno cielo oscuro perlado de minúsculas estrellas, estaba suspendida, sin caerni flotar, porque allí el movimiento no existía. Sin duda no había aire, y se preguntó cómohacía para respirar, hasta que se dio cuenta de que no lo hacía. No necesitaba respirar.No sentía frío ni calor, ni roce en la piel, existía en un vacío. La asustó imaginarse perdidapor siempre en este espacio, y su mente se volvió un torbellino, como una jauría de lobosaullantes, como la cacofonía de un estadio lleno. Era el único ruido en aquel lugar.

¿Podía conectarse con el amigable ser luminoso que la había ayudado antes? Intentópensar en él, llamarlo, y con esperanza renovada extendió una mano, aliviada de poder almenos moverse.

Algo tomó su mano.Aterrada, ya que no veía nada ni nadie en lo negro, intentó desprenderla, pero estaba

bien sujeta por algo que le apretó la mano hasta hacerle crujir los huesos con dolor. Ellachilló, y el apretón cedió. La mano estaba caliente, notó en cuanto el pánico cedió unpoco. Otra mano grande y fuerte la estaba aferrando y tiraba de ella. Amelia se dejó ir, sinsaber qué hacer. Sintió como si un viento huracanado la sacudiese, un vendaval que sellevaba hasta las estrellas consigo, y al abrir los ojos, cuando la corriente amainó, aunqueseguía en la oscuridad ya no estaba sola.

–Ah... –suspiró, sintiendo con alivio que pronto la sacarían de ese lugar–. Eres tú...

–¿A quién esperabas? –replicó Grenio con brusquedad.

–Al otro que...

–¿Quién? –el troga se inclinó un poco más, para mirarla con suspicacia, o eso lepareció a ella.

–Bueno... la otra vez que estuve aquí, o en un lugar igual... –explicó ella, confusa–apareció un hombre brillante, con voz profunda, creo que el mismo que me salvó delfuego... –luego se calló la boca, preguntándose por qué hablaba con él.

Grenio bajó los ojos, pensativo. Ese hombre que había visto la humana debía ser lavoz que él escuchaba; pero aunque la conversación era interesante, le hubiera gustadoseguirla en un lugar más sólido.

“Como gustes”, contestó la voz, y al segundo un suelo brotó bajo sus pies y pudieronposarse en tierra firme. Miraron alrededor y se encontraron en la cueva de la montañadonde habían luchado Claudio y Grenio, según sus sueños, y junto a ellos estaba paradoeste hombre pálido, casi transparente, que sonreía ligeramente.

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–Es él –indicó Amelia, aunque sobraran las explicaciones; y a la vez especuló quedebían estar en un espacio creado por la mente de aquel ser, pues siempre se repetíaesa escena o parecidas.

Debía de haber visto mucha ciencia ficción.

–Primero déjenme presentarme, creo que nunca lo he hecho –Amelia y el troga lomiraron con interés y él continuó–. Mi nombre es Lug.

–¿Qué eres? –preguntó Grenio, a la vez que Amelia decía–. ¿Estamos en tu mente?Lug se movió a un lado y señaló detrás de él. En las sombras, apoyado contra una

pared, Claudio miraba horrorizado y cubierto de sangre al troga, mientras este sesostenía el cuello con una mano-tenaza y con la otra se colgaba del humano, congeladoa mitad de su desplome.

–No, esto es sólo un set de recuerdos. Escenas y pensamientos grabados que serepiten una y otra vez. No es algo creado en este momento.

–¿Cómo una película? –musitó ella.

Grenio los miró sin comprender.–Pero, ¿son tus recuerdos? –inquirió, dudando que aquella figura fantasmal

correspondiera a alguno de los dos personajes presentes–. ¿Por qué los vi en missueños? ¿Por qué los vio ella? –añadió con un gesto hosco.

–No son míos, son los recuerdos de Claudio, algunos de sus recuerdos por supuesto –y ante sus caras de estupefacción, añadió–. Véanlo por Uds. mismos.

La escena se puso en movimiento. Amelia recordó, al ver la espada ensangrentada enel suelo, que el antepasado de Grenio se había cortado el cuello cuando aún podíamatarlo y dar por terminada la sangrienta carrera de Claudio. Miró de reojo a Grenio, peroeste sólo observaba con calma todos los detalles.

El troga al fin perdió su sostén y cayó al piso mirando el techo. Claudio pareció salir desu embotamiento y se abalanzó sobre el cuerpo. Grenio, con un último esfuerzo, extendiósu mano en forma de tenaza y tocó la frente del humano, quien se detuvo electrizado, loscabellos erizados, los ojos se en blanco. Comenzó a respirar con fuerza. Aferró el brazo,como si quisiera sacárselo de encima y no pudiera desprenderse, todo su cuerpo tensadocon el esfuerzo, hasta que al cabo de un minuto, el troga dejó caer su mano.

–Ella también me agradaba. Trató de ayudarme tan amablemente –susurró, y dejó derespirar.

Su pecho simplemente se detuvo y sus ojos permanecieron abiertos, fijos en el techo,perdiendo la fosforescencia que parecía brotar de adentro segundos antes. Claudio sesentó, agotado, y respiró hondo.

Acto seguido, se levantó cargando con su espada. Se pasó una mano sudorosa por lacara, embadurnándose aún más la sangre roja. Miró adelante, directo hacia el grupo queatendía la escena, Amelia con asco, Lug con indiferencia y Grenio, entre indignado eincrédulo. En ese momento se oyó un grito que sobresaltó al joven, quien ya se habíaolvidado de la presencia de otros en la cueva. Por un momento se volvió hacia el cadáverde su enemigo, pero este yacía inmóvil. Claudio se persignó y besó la cadenita quellevaba en el cuello, contra la piel. Ya recuperado de su momento de superstición, caminóhacia el otro cuerpo, frío y a sus ojos repulsivo, y sacó de entre los pliegues de la mantaal bebé que gemía suavemente.

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Grenio dio un paso adelante, como si quisiera prevenir un daño; pero luego recordóque se trataba de una ilusión. Agarrándola con los dedos, el humano sostuvo a lapequeña criatura lo más lejos que pudo, la estudió como a un espécimen del más horriblereptil, y levantó el rostro al cielo con expresión de quien está por tomar una decisióndifícil. El pequeño había estado envuelto en una tela rústica; con eso Claudio improvisóun atado que rodeaba su cuerpito y lo llevó colgando como un paquete, incapaz dedejarlo solo pero sintiendo cierto temor de acercarlo a su cuerpo.

Lug levantó un brazo y las figuras se difuminaron. Los otros dos aun esperaban surespuesta y además Grenio lo estaba mirando con recelo. ¿Cómo sabía que no estabainventando todo? ¿Por qué iba a creer que un troga iba a acabar con su propia vida?

–No pongas esa cara de duda, joven Grenio. Esos dos sólo querían acabar con unapelea que se había vuelto tediosa, inútil, sin sentido. La herida ya era mortal, yo sólonecesitaba acelerar la partida, sabiendo lo que pasaría si agonizaba... Y conocer losmotivos del humano, por qué iba a morir. ¿Acaso tú nunca te preguntaste por qué vendríaun hombre de otra tierra, de otro mundo, para cazar a cada miembro del clan?

No era algo que le preocupara realmente, en su mente simple sólo interesaba un ladode la cuestión: que un hombre había matado a muchos de su clan.

–Así que esto que han visto en esta dimensión, y los sueños que han tenido, son losrecuerdos que tomé del humano antes de morir.

Amelia miró la figura envuelta en luz con asombro. Le estaba diciendo que era unfantasma y aunque su cuerpo, tal como estaba parado frente a ellos, no teníaconsistencia, le transmitía una sensación de algo vivo, cálido, no espeluznante como ellase habría imaginado.

–¡Espera! –exclamó de repente, sintiendo como en la maraña de su cabeza se ibanordenando algunas cosas y las piezas caían en su lugar–. Tú no estás muerto. Túdijiste...

Lug sonrió, era agradable ser comprendido. –... que habitabas un cuerpo, ¿no es así? Y como supongo que no es el mío, y estaban

Claudio y el troga... muerto, y también el pequeño... que sería el último del clan... dealguna forma, tú llegaste hasta el cuerpo de Grenio –concluyó Amelia, fascinada,volviéndose hacia el troga que escuchaba con recelo.

Grenio dudó. “¿Quieren hacerme creer que yo no soy yo, que hay alguien más en micuerpo?” Pensó, tocándose el torso como para asegurarse. La maldita voz que sólo élescuchaba, que le permitía usar poderes anormales para un troga, que lo curó, que lohizo viajar por el espacio, y rechazar las explosiones de Sulei.

–Sabe que eso lo explica todo –afirmó Lug, tomando la mano de Amelia, que estabatiritando–. Ni yo sabía que esto iba a suceder, no es lo que quería. Cuando morí, es decir,cuando el cuerpo de Grenio se agotó, con su último minuto de vida copié las imágenes dela mente de Claudio y luego caí en un estado de sopor, como si hubiera tenido unasobrecarga. Después floté en el espacio negro y oscuro y entonces supe que no habíamuerto, que iba a vagar por esta nada por siempre, y me espanté. En ese momento, sentíuna gran fuerza de atracción que me absorbía y volví a la cueva, al cuerpo del reciénnacido. Lo último que recuerdo, es que Claudio tomó al pequeño y salió. Después supropia conciencia ocupó mi lugar y quedé dormido, a veces sabía lo que hacía o dóndeestaba pero todo era muy borroso, y nunca pude usar mis habilidades ni hablar con eldueño del cuerpo. Creí que sólo restaba mi conciencia, como si mi pena fuera vagar de

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cuerpo en cuerpo por generaciones... Hasta que un día lograste ir a la Tierra, y alcontacto con la humana, renacieron todas mis habilidades. Entonces pude enviarte estospensamientos, en forma de sueños, y al final, hablarte.

–¿Por qué? –interrumpió Amelia, reflexionando que el día en que Lug despertó habíancomenzado sus problemas–. ¿Por qué él puede usar esas habilidades, si son tuyas?

–No sé. Creo haber estado en cuatro cuerpos distintos y ninguno fue capaz de usarlas.

–Fra... –murmuró Grenio, que todavía no se había recuperado del efecto de larevelación y no creía poder acostumbrarse–. Porque entonces, ¿qué eres?

–Pensé que mi apariencia era bastante obvia –exclamó Lug abriendo los brazos.

–No eres humano como yo –consideró Amelia.

Y Grenio agregó, cubriéndose el rostro: –No puedes ser uno de nosotros.–Es claro que soy kishime –replicó Lug.

Había hecho que dos sirvientes cargaran montaña abajo la pesada carga, que anteshabía envuelto en unas telas oscuras y gruesas. Les prohibió ver lo que contenía, aunquecon los sirvientes nunca era necesario preocuparse de que tuvieran curiosidad. Bulennotó, inquieto, que aunque sólo se hallaban a unos grados más de temperatura, las telasya se habían humedecido. Les mandó preparar una caja de madera y rellenarla con paja,para meter dentro el bulto. Después supervisó que fuera llevada con cuidado a una balsaque él mismo había robado a un humano.

Arrastraron la balsa por medio de cuerdas, hasta que el arroyo se volvió navegable, amedio día de su confluencia con el Bleni. Bulen se sentía como un criminal, y se dabacuenta de que su actitud no pasaba desapercibida a los sirvientes: la forma cómo cuidabala carga sin sacarle un ojo de encima, sin dormir ni apartarse. Al fin, cambiaron a un botemás amplio y bajaron por el Bleni, un río que se iba ensanchando y aumentando decaudal. La temperatura también iba en aumento, a medida que las montañas rocosaspasaban por su lado. Fue dejando tierras solitarias por otras habitadas por humanos,aunque a esta altura ya no tenía que preocuparse. Por todos lados se veían columnas dehumo negro o caravanas de gente y animales huyendo a la distancia, señales de quealgunos miembros del Nuevo Kishu se disputaban el título del mayor destructor.

Con alivio, al atardecer alcanzó el puerto del que le había hablado Sulei. Se trataba deun simple muelle vetusto. Sobre una llanura amarilla, que flameaba bajo el sol rojo, divisólas ruinas de un templo a la distancia, un punto blanco en las estribaciones de unacadena montañosa. Todavía estudiaba la comarca cuando un kishime se le acercó desdela orilla, para saludarlo y ayudarlo a descender del bote. Bulen hizo un gesto a los otros,para que se apuraran a descargar lo suyo, y tras salvar de un salto la distancia entre elbote y la tierra, pasó con indiferencia frente a quien los recibió. Tenía una idea fija yactuaba como un poseído. El sirviente lo miró extrañado, mientras le iba explicando queya tenían el artefacto de Sulei en una carreta tirada por cuatro caballos para llevarloadonde él dispusiera.

Grenio se abalanzó sobre Lug y le soltó un zarpazo.–¡Eso no puede ser! –gruñó.

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Amelia lo miró estremecida, pero su mano había atravesado la figura, que volvió aaparecer detrás de ella, intacta. El troga se frotó la mano, azorado; no había palpadonada.

–¡Es tu culpa! –continuó, más enojado, saltando sobre él. Amelia se apartó del camino,pero Lug lo esperó, calmo–. Era a ti a quien perseguía, y por eso mató a todos, y nisiquiera eras uno de los nuestros, sólo un vil parásito. ¡Frugo! ¿Por qué tenías que poseera un Grenio?

Lug bajó la vista, aceptando sus acusaciones y golpes, que sólo hicieron vibrar suimagen.

Temblando, la joven intentó contener uno de sus potentes brazos:

–Es inútil –dijo entre dientes–, no puedes hacerle nada porque no está ahí. Y puedesculparlo a él, pero Claudio también estaba loco, no tenía que hacer eso. Lo que él le hayahecho, no justificaba todas esas muertes.

El troga se detuvo al fin, por sus palabras, no por su fuerza porque podía arrastrarlafácilmente. “¿Aceptas la culpa de tu antepasado?” Amelia apartó sus manos, asustada delos ojos rojos y la expresión anhelante que parecía decir que le daba lo mismo acabar conella que con el fantasma. No debía haber intervenido en una pelea entre Grenio y élmismo.

Lug parecía estar entretenido, para irritación de los otros. Pero de pronto se acercó ypalpó las manos de Amelia.

–Hace rato que estás temblando.

–Hace frío.

Sobresaltado, Lug explicó: –No, es que tu cuerpo está perdiendo energía parasobrevivir aquí, y se está gastando, porque tienes menos que Grenio. En poco tiempo nopodrás moverte ¿entiendes? Aquí sólo cuenta la energía que tengas. En un rato tambiénnosotros nos debilitaremos hasta quedar inmóviles.

–Bueno, sigamos esta conversación en el otro lado –sugirió Grenio, recordando quetenían que salir de allí.

La cueva desapareció y siguieron suspendidos en la oscuridad tachonada de estrellas.Lug perdió forma física y sólo escucharon su voz, retumbando en sus mentes:

–¿Cómo piensas hacerlo?

Grenio titubeó, porque ese ser traicionero le había dicho que tenía que concentrarse enir hacia ella, que estaba junto a él. Eso iba a ser un problema.

–¡Estamos los dos de este lado! Aunque logre hacer el viaje, no tengo adonde dirigirme–exclamó el troga, estupefacto y tras un minuto, agregó con furia–. ¡Esto fue tu idea,estúpido y traidor usurpador de cuerpos!

La joven no entendía muy bien de qué hablaban, excepto que estaban atrapados enese vacío, los dos, es decir, los tres solos. Ya no tiritaba de frío, había dejado de sentirsus extremidades, aunque estaba abrazándose con fuerza.

–Y yo creía que me ibas a salvar –susurró, sintiendo como su mente se dejaba ir haciala oscuridad, que parecía tan tentadora ahora, porque estaba tan cansada.

Grenio la sujetó al ver que se iba inclinando, helada y dura como una estatua. Teníalos ojos cerrados, dormida. No quería quedarse solo. “Lug, debes hacer algo”, le

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amenazó. “Grenio, el que está con vida y el que usa estos poderes, no soy yo. Sólo túpuedes hacer algo”.

Cáp. 7 – Reencuentro

Después de haber actuado con precipitación, los tres kishime de Fishiku estabandiscutiendo si no debían haberlos escuchado antes de hacerlos desaparecer.

Mientras en la deteriorada habitación llena de colgajos azules, Sel mirabaalternativamente a Deshin y Fishi dar sus razones, Grenio repasaba los últimosacontecimientos, congelado en medio del espacio con la joven humana entre sus manos.Hacía unos días, ella había intentado matarlo, y ahora terminaba metido en esta situaciónpor ir a salvarla. Se daba cuenta de que Lug había interferido varias veces, impidiendoque la dejara por el camino. Lo que más le dolía, era no haber cumplido la promesa consu clan, aunque no esperaba pagar su honor con la vida de una muchacha débil.

Ya no podía moverse, no sentía sus manos ni piernas. No podía abrir la boca y menosaún emitir un sonido. Llamó al kishime. Esperó un momento. Seguía solo. Nada lecontestó. Sin embargo, unas imágenes comenzaron a llegar sin que se esforzara enimaginar nada. De día, pasto verde, árboles altos, un camino de piedras serpenteandoentre ellos. De pronto, se halló caminando con libertad, toda opresión y parálisis diluidade sus miembros, y pudo trotar por el camino. No sabía dónde estaba o porqué. Denuevo llamó a Lug.

Escuchó un eco. Su voz volvía hacia él como si hubiera alcanzado un callejón sonoro.El paisaje cambió de golpe, y se asustó al encontrarse en medio de la gente. Humanospor todos lados; pasaban a su lado, cotorreando entre ellos, ágiles, ocupados,ignorándolo. Olía a comida, y a humo, y al mirar hacia arriba observó que se hallaba enmedio de una ciudad, rodeado de altos edificios cuadrados, grises, con muchas ventanasbrillantes. Era la hora del crepúsculo y la ciudad se encendió con mil lámparas amarillas,rojas, verdes. Giró en su sitio, un poco aturdido por el ruido ronroneante que lo asediaba,las voces, el sudor humano. Al girar la vio, cruzando entre medio de las máquinas conesa expresión suya, la cual mostraba todos los dientes pero sin amenaza, saludando conun brazo hacia un grupo de jóvenes.

Amelia, vestida de jeans y campera, se metió entre la gente mezclándose con facilidad,y dobló la esquina. Se dirigió hacia un edificio con el palier iluminado y lleno de plantas,sin notar que la seguían. Grenio reconoció la ciudad, el lugar donde ella vivía, y se diocuenta de que Lug no había respondido, pero había logrado comunicarse con ella. Desdela vereda de enfrente, saltó por encima de la calle y un coche estacionado, y con doszancadas más se detuvo junto al edificio, a la salida de un callejón, donde lo asaltó el olora basura podrida.

Amelia creyó percibir una sombra, un movimiento en el aire, y se detuvo. Ese momentole bastó para alargar un brazo y tirar de ella hacia las sombras. Ella gritó, sorprendida, yde nuevo lanzó un alarido al ver la cara del troga.

No podía ser de verdad. Estaba frente a un demonio, un duende, un monstruo depelícula. Tomó aire, pensando que alguien le quería hacer una broma pesada.

–¿Qué pasa? ¿No me conoces? –inquirió él.

–N-no... –titubeó ella, alargando una mano temblorosa hacia su cara, tratando de

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convencerse de que era una máscara y que no podía pasar por tonta. Seguramente susamigos estaban del otro lado de la calle, sacándole fotos con la cara de espantada quedebía tener–, pero casi me matas del susto. Para broma, no es agradable.

–¿Qué dices, mujer? –replicó Grenio, enfadado. Quería encontrar una forma deregresar al mundo real, pronto, y ella actuaba como loca.

Amelia al fin tuvo el valor de poner las manos en su cara y tiró de la piel, que segúnsus expectativas debía ser de goma.

–¿Qué estupidez haces? –exclamó él, al tiempo que ella retiraba las manos,confundida.

El troga le tomó un brazo y la remolcó, caminando a cualquier parte.

–Esto debe ser un sueño –murmuró Amelia, incapaz de resistirse.Grenio se detuvo, y ella vio que se hallaban en medio de un cruce, las luces de

semáforos estáticas, nadie alrededor, ni siquiera un auto circulando por las calles, unsilencio total, la luna brillaba en lo alto.

–Recuerda, estamos en lo oscuro, te quedaste dormida o desmayada... Tú eres mienemiga, la descendiente de Claudio, quien mató a mi clan y yo iba a vengarme de Uds.pero aparecieron los kishime y su historia de la profecía –estaba obnubilada por suspalabras. Tonterías porque ni siquiera él podía ser real, pero la trastornaban, le hacíandoler la cabeza–. ¿Tobía, los tukés? Bulen, Sulei, las torres blancas. Me clavaste unaespada en el pecho.

Amelia se sostenía el cráneo y él creyó que estaba logrando algo. Luego, ella negó conla cabeza y Grenio no pudo contenerse más; la sacudió por los hombros con tal fuerzaque la joven creyó que la iba a matar y empezó a darse cuenta de que no se trataba deuna pesadilla. Una colección de imágenes inundaron su cabeza: ella cayendo en unacascada, un joven atractivo se inclinaba sobre ella, fría, mojada y tosiendo agua; unedificio desplomándose; una daga brillando en la oscuridad de la noche; el fuego que larodeaba y una voz que parecía consolarla; el troga herido mortalmente en el polvo de unachoza en penumbras.

–¡Es verdad! –exclamó ella, asombrada.

–Que me querías matar sí lo recuerdas... –murmuró él, fastidiado.

–¡No! –replicó Amelia, levantando la cabeza, despejada–. Quiero decir que ahorarecuerdo todo... –miró alrededor, admirada, y contenta por ver su ciudad aunque fuerauna ilusión de su cerebro–. ¿Cómo vamos a salir de aquí?

Creyó que era el momento de decir algo, puesto que estaban perdidos en unadimensión paralela, los únicos seres reales, a punto de morir o peor, vagar eternamentepor el universo:

–No te había dicho que podía entenderte, al principio a veces, desde que salimos delderrumbe... Es que quería pedir perdón, porque sé que a Tobía le dijiste que tenías tusrazones para atacar a la niña, que era una espía, y yo sólo quería defenderla... Pero talvez, nada sea suficiente para reparar el hecho... ¿qué le puedes decir a una persona queintentas matar? ¿Perdón, me equivoqué? –exclamó, con desesperación.

El troga la miraba con indiferencia: –A mí me importa muy poco que lo hayas intentado,estabas en tu derecho de hacerlo. ¿Qué es eso de perdón?

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Ella pensó un momento y murmuró: –Tu forma de pensar es muy rara. Yo hubieraestado molesta porque alguien intentara algo contra mí, y no por lo que le haya pasado ami tatarabuelo que vivió hace cuatrocientos años –Grenio la escuchó y estuvo de acuerdoen que la mentalidad de ella era extraña.

–Vamos a volver a Fishiku ¿no? ¡Seguro que puedes hacer uno de esos agujeros en elaire con luz y viento! –lo animó, mientras que por su parte el troga vacilaba un poco.

Entonces recordó, parado en la calle asfaltada en medio de un cuadrado de rayasblancas luminosas pintado en el suelo, que cuando al fin pudo encontrarla los dospartieron de vuelta a su mundo, y entendió que Lug lo había engañado. Aunque estuvieracon ella podía hacer el salto a casa. En su furia repentina, no se percató de que la ciudadse esfumaba y era reemplazada por un remolino grisáceo, formado por velos blancos quelos rodeaban girando a toda velocidad en medio del espacio negro. Por las dudas, Ameliase aferró a su torso, sin tenerle miedo o repugnancia, aunque sus ojos brillaban comofuego.

Sel dejó de oír la discusión de sus compañeros para contemplar embobado que elespacio se agrietaba en una rajadura de luz otra vez.

Sintieron una compresión en las orejas y nariz, el aire se agitó, Deshin se mareó conlas oleadas que sacudieron su cuerpo, y al final un estallido zarandeó las cortinas, susropas y cabellos. La luz que salía de la fisura perdió potencia, pareció espesarse,concentrándose en su centro de emisión, y se apagó. Grenio y la joven regresaron.

El troga cayó de rodillas. Amelia se soltó y empezó a comprobar brazos y piernas, quetodo estuviera en su lugar.

–¡Qué... –balbuceó Fishi, estrujando su espada por si tenía que usarla.

–Ya no tienen que preocuparse por ellos –comentó Sel, saliendo de atrás de unacolumna.

La joven se inclinó para comprobar el estado de su compañero, que parecía agotado.Grenio se acuclilló y se sostuvo la cabeza.

Deshin se acercó con timidez, reconociendo de nuevo la presencia que tanto lo habíaperturbado antes: –¿Eres tú, verdad? Hace quinientos años desapareciste, y teconvertiste en un íncubo. ¿Puedes escucharme, Lug?

Grenio se incorporó con dificultad y le contestó:–Se iku, file goshe. Es bueno volver a casa.

A pesar de que muchos creían que implantar un sistema de guardia en base a lasmentiras del grupo Fretsa era una pérdida de tiempo, se alegraron de haberlo hechocuando el centinela llegó corriendo a avisar que se divisaba en el horizonte una bandakishime. Caía la tarde, pero ese día estaba muy oscuro y Frotsu-gra cubierta por unespeso manto de nubes negras que presagiaba vientos y una noche tormentosa. Enminutos, la noticia corrió por toda la ciudad, todas las actividades cotidianas seinterrumpieron y los pequeños fueron acarreados por los guardianes fuera de las calles.Cuando Sonie Vlogro y Jre Flosru aparecieron en la arteria central, ya se habían reunidouna multitud de trogas, armados, expectantes, algunos asustados, y otros ansiosos por ira luchar.

–¡Un mensajero ha llegado desde el desierto de piedra! –anunció el jefe Flosru con voz

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de trueno, para ser escuchado por encima del murmullo y los gritos de la gente–. Pero,eso ya lo saben. Se acerca un grupo kishime a nuestra ciudad. Debemos detenerlos yaveriguar cuáles son sus pretensiones. De eso me encargaré yo, al frente de misguerreros. No, no pueden ir todos –gritó, en respuesta al clamor de la mayoría, que noquería quedarse afuera de la pelea–. No sabemos cuántos son, así que hasta saber quépasa, quédense tranquilos, alerta, y sigan la ley de la ciudad.

El jefe con el resto de su clan y algunos muchachos que actuaban como correos entrelos guardias destacados alrededor la ciudad y la jefa Vlogro, salieron a paso tranquilobajo la atenta mirada de su gente, que había caído en un extraño silencio que perdurótodo el día.

Apenas enterada de las novedades, Fretsa marchó a reunirse con sus guerreros en laplaya y alistar su ánimo para la lucha, pero antes pasó por la residencia Vlogro.

–Jefa, yo seguiré las órdenes que nos dicten en la ciudad –le dijo, luego de comentarlesobre los guerreros con que contaba y sus habilidades–. Pero también tengo unasugerencia: pongo la tierra de mi clan a disposición de los niños y ancianos que nopuedan defenderse.

Vlogro parecía distraída, pero en ese momento la miró fijamente. ¿Llegarían hasta esepunto? Ella también sintió un presentimiento escalofriante, mientras veía las nubesagolparse sobre la ciudad, y el viento aumentaba de velocidad, en tanto los minutospasaban y se iban sin tener noticias.

Después de conversar largo rato con Fishi, Deshin y Sel, los últimos habitantes vivosde Fishiku, Lug subió en compañía de Amelia al salón de las columnas, el que ocupaba elmismo espacio que la superficie de la colina.

–Así que eres Lug –comentó ella, vacilante.Estaban bañados en la cálida luz dorada del atardecer, que se colaba por el techo

vidriado, y al caminar pasaban por franjas oblicuas grises, donde las columnas les hacíansombra.

–Él estaba exhausto y desfalleció –explicó Lug–. Sólo en estos momentos puedomanejar su cuerpo, por unos minutos... volver a vivir. Pero no es mi propósito –agregó enseguida con voz grave–, mi aparición en este mundo sólo puede traer desgracia, sofu.

Amelia tenía muchas preguntas que hacerle, pero en ese momento el troga setambaleó hacia delante y colapsó. Puso una rodilla en el suelo para no desplomarse, a lavez que alargaba un brazo hacia ella. Por instinto, la joven tomó su mano oscura y reparóen sus garras, mientras Grenio inspiraba dos o tres veces y se pasaba la otra mano por lafrente. Amelia se percató de que la estaba contemplando con dureza y lo soltó almomento.

Deshin apareció junto a ellos, tan silencioso que no lo sintieron hasta que habló. Lesexplicó que habían discutido con sus compañeros, y aunque estaban de su lado,consideraban que no debían enfrentarse a su propia raza. De todas formas no les seríande ayuda como partidarios.

Sin embargo, habían decidido acceder al pedido de Lug, su antiguo camarada.Fishi se acercó cargando una caja alargada de madera, cubierta de grabados y pintada

de celeste. La depositó a los pies de Grenio y se agachó para abrir la cerradura. El troga

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advirtió que conocía los dibujos labrados sobre la tapa, por lo menos dos o tres, porqueeran idénticos a los símbolos que había visto en la herrería de la montaña, en subúsqueda inútil de una buena espada.

–Estos signos son los mismos... –murmuró, mientras esperaba con gran ansiedad queFishi levantara por fin la tapa.

En una tela acolchonada amarilla, descansaba una hermosa espada que emitíacentelleos azulados al desplazarse la luz sobre el borde filoso. La hoja ligeramente curva,terminaba en un peligroso gancho cortante, una vuelta de arabesco, detalle que la hacíaparecer una llama de fuego radiante. La empuñadura argentina estaba recubierta portrenzas de cuero negro.

El kishime se la presentó a Grenio, quien tomó la espada con una especie dereverencia tímida que asombró a Amelia. Se preguntó qué tipo de piedra usarían parafabricar un arma así, y si sería una sustancia tan dura como el diamante.

–¿Conoces el alfabeto antiguo? –preguntó Deshin, sorprendido por sus últimaspalabras.

–No –contestó Grenio con sencillez, mientras admiraba la hoja entre sus manos, sinatreverse a empuñarla todavía–, no sé leer, pero reconozco estos dibujos. Los vi cerca deTise y los memoricé para averiguar qué eran.

Deshin lo miró con nuevo interés, pensando que tal vez no todos los trogas fueran tantontos como su raza creía.

–Es la firma de un famoso herrero kishime, que vivió entre los humanos de Dilut hacemuchos siglos. Les enseñó este arte para que se pudieran defender de trogas y kishimepor igual. No sé si hubiera aprobado que una de sus mejores obras terminara en tusmanos pero... es lo único que podemos hacer para que tu lucha contra Sulei sea másjusta.

–Esto es una shala; está hecha de un material único, por lo que puede cortar incluso loque no tiene materia –agregó Fishi, que tenía una similar en su cintura–. Claro que noestoy muy seguro de que un troga pueda sacarle provecho.

Grenio empuñó su shala y se dispuso a demostrarle a este kishime soberbio si podíausarla o no. Pero Deshin hizo una seña para calmar los ánimos, sabiendo que Fishitampoco tenía el más mínimo control de su temperamento cuando se trataba de buscarpelea.

–Ahora no –los cortó, y se dirigió a Amelia–. A ti, kokume, queríamos pedirte disculpaspor enviarte al otro lado. Actuamos sin pensar... con precipitación y miedo por haber sidodescubiertos. Claro que ser cobardes no es disculpa por haberlos puesto en peligro.

–No importa –mintió Amelia, sonriendo–. Si tan sólo nos pudieran brindar algunaayuda, alguna idea para vencer a esos kishime que nos amenazan...

–Sólo les podemos decir que la profecía está de su parte. El Kishu, el Consejosupremo de nuestra raza, tiene terror del día en que llegue el elegido y, su solaexistencia, es prueba de que nadie puede cambiar el destino.

Un poco decepcionados por esas palabras, Amelia y Grenio salieron del palacio bajo laguía de Sel. Simplemente cruzaron una puerta de doble hoja y estaban de vuelta sobre lacolina, entre hierba, rocas y espinos. Era de noche, lo que indicaba que el tiempo habíafluido veloz mientras se encontraban atascados en la dimensión oscura.

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Cáp. 8 – Primera batalla

Sulei quería ese artefacto listo para cuando empezara la guerra definitiva, en caso deque los trogas pudieran resistir mucho tiempo y sus jóvenes comenzaran a desgastarse.Además, era parte integral de su proyecto secreto, con el cual pensaba superar en podera todo el Kishu. Bulen, entonces, tenía la excusa ideal para probarlo él primero. Teníaque asegurarse de que funcionara y fuera seguro para los demás. Lo hacía por fidelidadhacia su superior. Así que envió a los sirvientes a vigilar la entrada de la gruta y, cuandoestuvo solo, puso a descongelar lo que quedaba de hielo en torno al cuerpo de Kalüb,extendido sobre hierba limpia, mientras preparaba el artefacto.

La pirámide negra estaba asegurada al piso mediante unas varillas de metalenterradas cincuenta centímetros en la tierra, y lucía impresionante a la luz temblorosa delas lámparas de aceite, que hacía relumbrar sus múltiples grabados. Bulen los pulsó en lasecuencia correcta y se escuchó un zumbido breve, como si expeliera aire. Ahora, segúnlas indicaciones de Sulei, tenía que colocar la otra parte. Tuvo que llamar a un sirvientepara que lo ayudara a poner en pie el cilindro con asas de metal y colocar unas mesas yarcones que formaban parte en tiempos antiguos del mobiliario del templo abandonado,para alcanzar con comodidad la parte de arriba.

Con gran esfuerzo, entre los dos lograron colocar el tanque en la cúspide trunca de lapirámide. Con la ayuda de una lámpara, Bulen encontró los surcos que ajustaban las dospiezas. Una vez completo, el artefacto tenía una altura de más de tres metros. El cuerpodonador iba dentro del cilindro, sostenido por pinchos y tapado por una cubierta concables conectores. Uno servía de desagüe para el final del proceso, otro debíaconectarse a una fuente de agua, que en este caso sería un manantial próximo.

Lo más importante era que empezara a marchar y para ello necesitaba energía dearranque. Luego, si todo andaba bien, debería funcionar con la fuente interna de energíaeterna. Bulen se paró frente a la máquina y colocó sus manos en dos dibujos esculpidossobre la oscura superficie. Pensaba darle una dosis de poder y soltarla, pero en cuanto laenergía empezó a fluir de sus manos al artefacto, este la succionó con avidez,drenándolo totalmente.

Se desvaneció y terminó inconsciente en el suelo. Mientras, el artefacto zumbaba, unbrillo espectral envolvió cada uno de sus grabados, y arriba, el líquido burbujeó y algunasvarillas se pusieron anaranjadas, dándole a la carne muerta y pálida un falso matiz devida.

Cuando Bulen despertó, el artefacto murmuraba y latía con energía propia, invitándolo,como en un ensueño, a acercarse. Se arrastró y entró de rodillas por la portezuela que sedescubrió frente a él. El interior no era negro como esperaba en un rincón de su mente,sino blanco y mullido. Esperó, quieto, con la cabeza inclinada. La máquina se cerró, y porun momento dudó, sintió pavor, pero enseguida fue presa de un sonido arrullador ysuaves ondas atravesaron su cuerpo, adormeciéndolo, preparándolo para el golpe.

Por largo rato, el kishime tuvo que soportar una fuerte irradiación sobre su cuerpo,dolorosa como finas agujas penetrando por cada poro. Su carne hervía; la cabezaparecía explotarle.

El ruido murió, hubo un soplido ligero y la puerta se abrió. Bulen salió tambaleándosede ahí adentro, obnubilado, con los ojos ardiendo y una sensación de anestesia en todo

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el cuerpo. Sólo atinó a extenderse cuan largo era en el piso frío y se quedó dormido alinstante.

Relámpagos y truenos sacudían Frotsu-gra hasta los mismos cimientos. Sonie Vlogro salió de su residencia embozada en un paño violeta y, luchando contra

los embates del viento, llegó a la calle principal de la ciudad al mismo tiempo que la figuraque había visto venir corriendo de lejos, a la luz de los rayos, desde la azotea. Estabaoscuro, el troga venía inclinado hacia delante; por eso no había podido distinguir a quéclan pertenecía. Alguien trajo una luz y escuchó vagamente abrirse algunas ventanas,todos en tensa espera por las palabras que se demoraban en salir de la boca delmensajero. El joven Flosru –ahora lo reconoció– alzó los ojos, inexpresivos. Vlogro seimpacientó. Dio un paso hacia el joven y este se aferró de su manga, manchándola desangre.

–Rotla... –graznó, un sonido gorgoteante comprimía su garganta–. Todos... muertos...Jre Flosru también... Dos columnas... kishime... Vienen... más... hacia... aquí...

El troga susurró las últimas palabras en su oído; se había ido escurriendo hasta el pisopor obra de una gran herida que le cruzaba el vientre, y todavía no había expirado en suregazo cuando la anciana lanzó un alarido agudo que desgarró la noche. Era la voz dealarma y en unos pocos segundos todos habían cerrado sus ventanas, y se arrojaron a lacalle armas en mano, demostrando que ninguno dormía tranquilamente en su lecho.

Comprometido con sus palabras, la columna de Zefir alcanzó al grupo de Budincuando este se preparaba para asentar su campamento, a pocos kilómetros de la guaridatroga. Zefir se acercó al otro jefe, cargando su gran alabarda sobre el hombro, caminandocon indolencia como si diera un paseo en su propia casa. Budin lo esperó, alisando lospliegues de su túnica verde agua, mientras algunos kishime alzaban unas tiendas a susespaldas y otros partían a estudiar el terreno.

–Hoy habrá tormenta –comentó Zefir, con más seriedad de la necesaria.

–Sí, eso es bueno para mí –replicó Budin, con una parca sonrisa–. Tal vez me ganasteen la destrucción de esos pueblitos humanos, pero llegué primero, gané la apuesta.

–Apenas un empate. Pero igual pago. De todas formas, ahora empieza la diversión enserio.

Al rato apareció en el horizonte una línea oscura y polvorienta.Eran los guerreros de Flosru, que a toda marcha se aproximaban, casi corriendo. Jre

Flosru se detuvo de pronto, excitado, al comprobar con sus propios ojos lo que todavíaesperaba que fuera una ilusión de su mensajero. Ordenó a los trogas que actuaran condiscreción, que atacaran juntos y no se dispersaran. Calculó que había dos grupos,parados en línea a lo largo del lecho seco de un arroyo, unos de blanco y otros de verde,y entre todos sumarían cien. Dio la orden de atacar y los trogas emitieron un alarido alunísono. La sangre del clan Flosru circulaba por la mayoría de sus acompañantes,dándoles la seguridad de ser un gran organismo, tenían la fuerza de sus antepasados, elpoder de miles de hombres y mujeres unidos.

Los trogas arremetieron como una mancha oscura, a toda velocidad, acortando ladistancia en segundos. Los jefes kishime pronunciaron apenas dos palabras para

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asegurar a sus subordinados, aunque en sus rostros no se había movido un músculo anteel vertiginoso ataque. Veían acercarse una masa de cuerpos grandes, sólidos, y aquí yallá el brillo de un metal o de unos dientes afilados.

En el último momento, a través de una seña imperceptible, los kishime volaron haciadelante, un borrón blanco, surgiendo ante los trogas. Muchos de estos se detuvieron,sorprendidos, y contemplaron un momento a sus eternos enemigos, y algunos kishimetambién, porque se encontraban cara a cara con un troga por primera vez. Pero otros noesperaron para atacar. Pronto empezaron a caer algunos kishime heridos brutalmente,sus delicados cuerpos cercenados por garras y cuchillas. Flosru sintió un poco de alivio,que enseguida se convirtió en alarma. Comprendió la preocupación que Fretsa y Vlogrohabían tratado de transmitirle.

Más allá, Budin luchaba mecánicamente, y con una calma sobrenatural en el rostro ibaesquivando con facilidad todos los ataques de tres trogas armados con lanzas. Zefirtampoco tenía ni que esforzarse todavía, y con una sonrisa decapitó a un troga quepasaba por su lado desprevenido. Avanzaba como una máquina de muerte, asestandocortes, asesinando, con su gran alabarda blanca.

Flosru chocó con un joven troga que había caído al suelo, lo volteó con un pie yreconoció a uno de sus hijos. Tenía los ojos en blanco y un agujero en el lugar del pechoen donde debería estar su corazón. Con furia se volvió y atacó a todo kishime que se lepusiera en el camino, notando al final de su ciega embestida, que la mayoría habíaesquivado sus golpes.

Los trogas se mantenían en pie merced a su orgullo y resistencia física, aun con cortesy heridas serias. Los gritos del comienzo se habían apagado: todos luchaban en unlaberinto de miembros y cuerpos y cabezas, concentrados, respirando con esfuerzo y singastar energía en palabras. De pronto, un trueno sacudió la tierra. Un relámpago surcó elcielo.

Budin hizo una pausa, la cabeza vuelta al cielo, sonriente, disfrutando del aire de latormenta. Zefir lo vio emocionado e hizo una mueca irónica mientras se dirigía hacia eljefe troga, que se distinguía porque un grupo de seis guerreros fuertes lo rodeaban. Sedivertía bastante, pero quería probar algo más serio. Los kishime parecían revivir con latormenta, el aire ionizado los recargaba, en especial a Budin, que comenzó a atacar conmucho ánimo. Su piel resplandecía, su cabello se movía en el viento espectral quesoplaba del mar.

Un rayo surcó el cielo y se abatió directamente sobre el campo de batalla. Los trogasque peleaban con Budin se abrieron, asustados. Él levantó un brazo y el rayo lo alcanzó,llenándolo de luz y chispas azules. Cuando la energía se disipó, un troga volvió aembestirlo, pero apenas lo tocó, una terrible descarga recorrió su cuerpo y cayó al suelocarbonizado.

Flosru miró alrededor con la luz intermitente de la tormenta, y se encontró rodeado deuna maraña de cuerpos. Quedaban unos pocos trogas que seguían resistiendo a pesarde sus heridas. La sangre de su clan bañaba las piedras del desierto. Vio que un guerrerode otro clan, que conocía desde pequeño, luchaba con Zefir. Este giraba la alabarda agran velocidad, convirtiendo el espacio a su alrededor en un trampa mortal. El troga saltópor encima usando su propia lanza y asestó un golpe en la cabeza del kishime con supie. Zefir lo vio venir y lo esquivó por un centímetro. Se dio la vuelta y enfrentó al troga,quien había aterrizado sobre sus pies. Chocaron sus armas y la lanza troga se quebró.Zefir clavó la alabarda en el piso; Flosru se preguntó qué pretendía, si ya tenía al otro

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desarmado ¿quería luchar de igual a igual? El troga se lanzó contra él, listo a una luchacuerpo a cuerpo, y Zefir se le desvaneció de entre las manos, reapareciendo detrás de él.Flosru, mientras se defendía de unos cuantos kishime que pretendían terminar con él, vioque Zefir golpeó al troga por la espalda, y para su asombro, su mano sobresalió por supecho. El troga se inclinó un poco, sorprendido, y el kishime retiró de un tirón su mano,ensangrentada y sosteniendo el corazón del troga, aún latiendo.

El troga se deslizó al suelo como un muñeco de trapo enorme y Zefir dirigió su miradahacia Budin, como para mostrarle lo que había hecho. Pero Budin estaba ocupado dandoórdenes a sus hombres, y se contentó con avanzar hacia Flosru que, cubierto de heridas,resistía aunque cercado por una ronda de kishime.

–¿Por qué no lo dejan huir, a ver qué hace? –dijo Zefir, acercándose tranquilo.El cielo se iluminó un segundo y Flosru contempló los rostros impávidos de aquellos

seres, pálidos y etéreos en la oscuridad. Un par de ellos se apartó, dejándole caminolibre. Flosru los señaló con su espada, se enjugó la sangre que le salía por la nariz y dioun paso, tambaleante. Budin se había colocado junto a Zefir y ambos lo vieron avanzartembloroso entre los cuerpos, esquivándolos con cuidado. En su mente confundida,Flosru no entendía ni dónde estaba, sintiéndose de pronto muy viejo, muy cansado. Peroun trueno le sacudió el cuerpo y se acordó de la ciudad, invisible en el horizonte. Teníaque avisarles, debía enviar a alguien, pensó rebuscando en el suelo, entre los hombresde su clan. Así avanzó una decena de metros.

–Tal vez no es buena idea –comentó Zefir, disponiéndose a avanzar.Budin sonrió asintiendo, levantó un brazo y envió una descarga eléctrica que alcanzó al

jefe Flosru por la espalda. Ni siquiera supo que le causó ese repentino dolor y parálisis entodo el cuerpo. Su corazón se paró, sus músculos se torcieron y cayó de rodillas, singritar siquiera, antes de quedar inmóvil en el suelo.

Cuando los kishime se retiraron, a lavarse y descansar, dejando a sus compañerosheridos y muertos en el lugar de la batalla sin darles una última mirada, pues ya noexistían, un troga emergió de abajo de los cuerpos de sus amigos, apartando con manotemblorosa un cadáver kishime, y se arrastró sobre su pecho en la oscuridad, hasta llegartan lejos como para que ningún enemigo pudiera verlo. Entonces se incorporó conesfuerzo y trotó, sosteniéndose la herida, dejando caer un rastro de sangre que no leimportó, para poder llegar y contarle a Sonie Vlogro lo sucedido.

Frotsu-gra tenía unas puertas que no se habían cerrado en siglos y pudieron moverlasen sus bisagras con gran dificultad. De todas formas, las empalizadas que rodeaban laparte de la península conectada a la tierra firme, no estaban hechas para resistir unataque y Vlogro mandó apostar una línea de guerreros que reforzarían la guardia ydebían mantener alejados a los intrusos. Desde adentro, otro grupo estaba encargado demantener la provisión de armas lista y estar prontos para entrar en batalla. Salvo los delprimer turno encargados de mantener esta vigilancia, todos los clanes se reunieron ensus casas. Vistieron sus ropas más elegantes, tomaron sus mejores armas y salieron alpatio. En cada residencia se repitió la misma escena, de comunión y exaltación, mientraslos jefes animaban a sus familias con cuentos de las glorias pasadas y la felicidad depoder defender la tierra de su clan.

La tormenta eléctrica se desvaneció, el viento empujó las nubes tierra adentro. El marseguía oscuro y agitado. Sonie Vlogro caminaba por el malecón, revisando las

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preparaciones de ese lado, cuando una joven de su clan se le acercó corriendo:

–¡Sonie, Sonie! –la llamaba aún antes de tenerla a la vista, y luego de respirar un poco,explicó su apuro–. Por el lado del mar, viene alguien.

Temiendo un inoportuno ataque por ese lado, la anciana la siguió. En un rincón dondeel muelle de piedra descendía en cómodos escalones hasta el nivel del mar, un par detrogas de piel marrón con una línea de pelusa blanca en su espalda, los barqueros, seinclinaban sobre las olas. Ayudaron a subir a un troga viejo que se apoyaba en un báculo,mientras en el bote de madera tosca se balanceaba uno de los hombres de Fretsa,envuelto en una capa oscura.

–¿Vienes a buscar refugio, compañero? –inquirió Sonie Vlogro, mientras el troga subíalos escalones cuidándose de resbalar.

–¡Yo, refugio! –replicó el viejo con un bufido, y levantando la cabeza hacia la luz de lasantorchas de los guardias–. ¡Vlogro! ¿No me reconoces ya?

La anciana se alegró al descubrir a un amigo que creía muerto hacía años. Glidriahabía decidido al fin partir hacia Frotsu, luego de quedarse solo en una tierra hechacenizas. Ya no valía la pena pasar sus últimos días en ese lugar. Los kishime le habíandestrozado su hogar adoptivo, y por ello aún debía pasarles la cuenta.

–He venido a luchar contra esos niñitos, no a esconderme.

Su vieja amiga le iba a preguntar dónde había estado metido tanto tiempo, cuandooyeron voces de alarma del otro lado. El hombre de Fretsa movió la barca con unapértiga, haciéndose a la mar, ya cumplida su tarea de ayudar a Glidria a entrar a la ciudadsin pasar por el campamento kishime. El guardia lo vio perderse en el tenebroso mar,donde las islas aunque cercanas apenas se divisaban como masas aún más oscurascontra el cielo amarronado.

Vlogro y Glidria atravesaron las calles, mientras se les iban uniendo otros, hasta llegara la taberna. Allí una Vlogro les comunicó que se aproximaban los kishime. Subiendo a laterraza de una de las casas vecinas, alcanzaron a ver una línea no muy cerrada de serespálidos, que venían caminando con calma, desperdigados por el terreno llano, con ligerastúnicas claras flotando en el viento a pesar del frío imperante. Sus rostros, su serenidad,sus poderes ocultos, su presencia allí, eran factores que llenaban de miedo a los trogas apesar de su diferencia en tamaño y fuerza física.

–Cuando venía hacia acá –comentó Glidria, tomando un poco del líquido ardiente desu odre, y apoyado con tranquilidad en la balaustrada del edificio– vi tierras quemadas,bosques explotados de raíz, animales muertos y humanos huyendo despavoridos.

El grupo de trogas que lo rodeaban lo miraron con asombro y un poco de pavor.–¿Por qué? –susurró la jefa, observando la línea que rodeaba su ciudad como si los

quisiera encerrar.Tal cual ella lo adivinó, al clarear el día Frotsu-gra se hallaba sitiada, excepto por el

lado del mar, pero los kishime no se habían movido de su lugar durante la madrugada. Noeran tan audaces como para enfrentar a un enemigo desconocido y encerrado en supropio terreno; pero sólo faltaba la llegada de una tercera legión y el ansiado arribo deSulei para poner manos a la obra.

Cáp. 9 – Invasores

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Al separarse de Amelia, los tukés consiguieron caballos y partieron con rumboimpreciso, pero notaron muy pronto que su velocidad no era suficiente para llegar aalertar a la población antes de que fuera atacada por los kishime. Al principio, en ningunade las aldeas que cruzaron les hacían caso, hasta el día en que, viajando siempre alnorte, entraron en un poblado extrañamente silencioso y salieron de él con un par deniños y cubiertos de un sudor helado. Los niños estaban tan despavoridos que no semovieron al ser encontrados ni tampoco emitieron una palabra en días. Tobía los habíadescubierto ocultos bajo un camastro en el fondo de una casa, y para sacarlos a la luztuvo que tomarlos en brazos, y pasar por encima del cadáver de sus padres, tirados comocayeron en la puerta de la choza.

Mateus, Tobía y otros tres tukés, hicieron el viaje en sentido contrario y esta vez todosles creyeron, pues de todos lados venían viajeros con cuentos increíbles sobre demoniosy ángeles vengativos que habían destruido sus aldeas y cultivos. Muchos creían que seacercaba el fin del mundo y emprendían una peregrinación que sabían absurda, pues detodas formas los iban a alcanzar.

Pero Mateus pensaba distinto, y empezó a sumar vagabundos a su séquito. Cerca delrío Bleni, hizo dividir al grupo. Les encomendó a los otros tukés que viajaran endirecciones distintas sin detenerse, alertando a todos los que encontraran de laposibilidad de una invasión, que debían tomar precauciones, si tenían armas pelear, ohuir a las montañas con sus hijos. Mientras, el Gran Tuké tomó el camino de regreso almonasterio en compañía de un grupo de niños huérfanos y adultos trastornados trashaber perdido de golpe a sus familias y pertenencias. Anunció que si las cosasempeoraban mucho, el templo sería lugar de refugio para todo el que lo necesitara.

A Tobía le tocó en suerte ir hacia el este, y torciendo un poco al sur, regresó a la regiónde Sidria. Esta zona permanecía intacta, pero esto no era de extrañar porque supoblación era nómada y si los kishime pretendían espantar y controlar a los humanosmostrando cuan sanguinarios podían ser, allí no había muchos poblados para aterrorizar.Sin embargo, pensaba Tobía mientras surcaba entre hierba y espigas verdes, montadoen el caballo de Amelia, con la espada de Claudio visible entre sus bártulos, Sulei nopodía dejar de pasar por Sidria. No eran muchos, pero los cazadores de fieras y la genteque vivía en la zona de los lagos eran fuertes y hábiles en la equitación y el manejo dearmas, y podían convertirse en una gran resistencia si alguien los unía y los ponía acombatir.

Tal cual lo imaginaba desde que avizoró las ruinas bajo el ardiente sol, envueltas envapor ondulante por la humedad que levantaba el calor de la tarde, Tobía advirtió quealguien más había estado allí. Más adelante cruzó el puente del foso, cubierto de huellaspatentes en el polvo. Toda la maleza y hierbas que cubrían los edificios la vez queestuvieron allí, habían desaparecido como si una mano gigante las hubiera arrancado decuajo. Podía ver los restos de fachadas y los vitrales carcomidos por el paso del tiempo,los canteros rotos y las fuentes agrietadas, pero todo estaba libre de musgo, y purificado,por fuego, agua u otra fuerza no lo sabía. Recordó a Sulei caminando con paso altanero,y apuntó en voz alta:

–No sé qué se propone hacer, pero parece que lo va a lograr, sea conquistar el mundoo incluso el universo.

Reflexionó sobre Sulei, intrigado, porque para alguien que sólo había aspirado en suvida a complacer las expectativas de sus hermanos tukés y ser tenido en cuenta por ellos

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con algún grado de respeto o admiración, la suficiencia que emanaba de las acciones deSulei era casi inconcebible. ¿Qué quería alcanzar al final? ¿Qué sentía cuando destruía asu paso?

Tobía salió de la antigua ciudad cabizbajo y pensativo, y entonces se acordó de que aunos kilómetros había un poblado, donde no habían tomado muy en serio sus palabras alprincipio. Ahora, si habían sido visitados ya se habrían arrepentido de su escepticismo,pero en caso contrario debía avisarles para que se pusieran a salvo.

Llegó al anochecer y encontró un movimiento inusual, con varios cazadores montadosa caballo y armados yendo y viniendo por las calles con gran premura. Desmontó y seacercó a una mujer que estaba cargando una carreta con prisa y ella le explicó quedebían huir de allí. Tobía los dejó hacer, tan sólo parándose a prevenir a un grupo dehombres sobre el camino a tomar. Después, llevando al caballo de la brida, caminó entrela agitación general en busca de un poco de comida y agua.

A la entrada del pueblo se detuvo, sacó la espada de la alforja, y la clavó en el suelo.Luego partió con paso cansino hacia el sur, iluminado apenas por la luz de las estrellas.Al rato topó con un grupo de árboles y se echó a dormir contra un tronco caído, mientrasel caballo pastaba cerca.

Trevla estaba reclinado sobre a una roca con la cual su cuerpo se mimetizaba a laperfección. Aun en la luz grisácea y reveladora del amanecer, que echaba sombrassospechosas sobre toda la extensión de playa, nadie podría verlo. Sin embargo, contuvola respiración en cuanto vio aparecer a un par de kishime, avanzando con saltospequeños al bajar una duna de arenas sueltas. Eran muy jóvenes y parecían venircharlando.

La jefa Fretsa les había encomendado vigilar la franja costera que se extendía hacia elnorte entre playas, esteros y puntas rocosas. El troga buscó la respiración de suscompañeros, tratando de ubicar su posición.

Ahora percibió una sombra líquida que iba por la arena reptando hacia los kishime.Uno de ellos se detuvo, alerta. Como un rayo, Vlojo saltó sobre él y lo derribó, mientras elotro miraba pasmado por un momento. Luego lanzó un grito muy agudo. Vlojo tenía alkishime clavado al suelo por los brazos. No se retorció ni se resistió, lo que convenció altroga de que ya lo tenía, hasta que sintió un escalofrío que le subía de las manos a loshombros. Momentos más tarde, se dio cuenta de que el kishime trataba de congelarlo ocasi, porque el frío iba en aumento. Se soltó, salvando sus brazos, y se apartó de unsalto. Al levantar la cabeza, en lo alto de la duna, vio asomarse a un grupo de ochokishime con espadas, en guardia.

Trevla también los había visto y al momento comenzó a llamar a gritos al troga que seocultaba detrás de una gran roca, más atrás. Raño se dejó ver y Trevla le ordenó:

–¡Corre a avisar a Fretsa!Raño, que hacía un par de días se había alistado con ellos esperando la gloria de las

batallas por venir, salió disparado hacia la orilla, por donde podía correr a mayorvelocidad.

Mientras, Trevla fue a apoyar a su compañero. Los kishime, luciendo pantalonesanchos de color claro atados en los tobillos, y un peto de cuero castaño sobre unacamisola blanca, se fueron presentando en tranquilo orden, ocupando las zonas altas de

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las dunas, donde el pasto raso mantenía el piso firme. Trevla y Vlojo se sintieronrodeados y superados en número, y calcularon que lo único que podían hacer eraentretenerlos un poco y evitar que avanzaran, mientras llegaba el resto de la tropa.

Zefir se impacientaba. Tenía a la vista la madriguera de aquellos monstruos. Lebastaba con enviar a un grupo de sus hombres para arrasar el lugar, y luego terminar conaquellos que escaparan de la ciudad. Mientras caminaba de un lado a otro, de un malhumor tan llamativo que los demás le abrían paso asustados al verlo venir, Budincontemplaba con frialdad los movimientos troga, sentado en una poltrona de lona yatendido por sus sirvientes. En Frotsu parecían estar cambiando la guardia, seguramentepara enviar a descansar a los que pasaron la noche a la intemperie. Budin se levantó ycaminó hasta Zefir con movimientos felinos.

–¿Qué te parece si preparamos una pequeña diversión mientras esperamos? –preguntó.

Zefir no se hizo de rogar y asintió, sonriente. Su mal humor se dispersó en un segundo.Desde la azotea de una residencia cercana a la puerta, que había sido abandonada

por el clan para alojar a los que hacían guardia, Glidria no se perdía un movimientokishime. Observó que se comportaban distinto a como lo habían hecho en Tise y adivinóque el jefe no era el mismo, no tan disciplinado y metódico. Tal vez podían ganar contraestos ahora, en lugar de aguardar a que les llegaran refuerzos. Así se lo dijo a SonieVlogro, y ella estuvo de acuerdo en que podían intentar una salida de la ciudad para abrirel cerco. La quietud del enemigo, sólo podía significar que esperaban más tropas antesde atacar.

Pero en ese momento los guardias estaban dispersos por el recambio, y en el interiorde la ciudad la gente se estaba poniendo un poco desordenada, ya que la mayoría ibaperdiendo la paciencia, y se reunían a comentar y exponer sus opiniones a gritos. Esperarno era su estilo, preferían atacar o ser atacados de una vez.

De hecho, sus deseos se verían pronto satisfechos. Un momento antes estaban de sulado y en un abrir y cerrar de ojos, sin preparación alguna, unos kishime se despegaronde la línea y venían rápidamente hacia la ciudad, armas listas. Vlogro vio el movimiento ygritó unas órdenes a los trogas que estaban abajo, conversando en la puerta de entradadel edificio. Estos se pusieron rápidamente en acción y en el mismo momento en que loskishime se detenían a unos pocos metros de la empalizada, la puerta de la ciudad seabrió y salieron seis trogas.

Al frente de los kishime estaba Budin.

–¡Li mosi! –exclamó, sin alzar demasiado la voz, y con un gesto elegante de la manoseñaló–: Ataquen.

La mitad de sus hombres se lanzaron contra los trogas y ambos grupos chocaronarmas en un embate feroz. Los otros kishime eludieron el combate, y ante lossorprendidos trogas que miraban la batalla desde los techos, saltaron la empalizada confacilidad.

–Intentan traer la lucha adentro de la ciudad –murmuró Vlogro, contemplando a loskishime que aun siendo rodeados por trogas, no se inmutaron ni se atemorizaron.

Afuera, Budin luchaba con una troga del clan Vlogro, que joven y elástica, esgrimía laespada con gran habilidad, y parecía atacarlo por todos lados al mismo tiempo.

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Satisfecho, Budin se entretuvo un rato en la contienda hasta que recordó que sushombres lo esperaban adentro. Embistió con la hoja en posición vertical, buscando unaherida mortal; la troga giró el cuerpo y al pasar, le clavó un puñal en el hombro. Budin sedetuvo un poco más allá, sorprendido, se arrancó el cuchillo y la saludó con la espada,antes de saltar dentro de la ciudad, cortando entre tanto a un par de trogas que intentaronimpedirle el paso.

Ya reunido con los kishime, que se estaban defendiendo lo mejor que podían de lasucesión de trogas que parecía interminable, dio la señal. Los otros dejaron de luchar yretrocedieron un paso. Budin se adelantó de un salto, cayendo entre sus adversarios, yabriendo los brazos, dejó salir de sus manos y piernas una descarga eléctrica que seextendió por el suelo, electrocutando y chamuscando a todos los trogas que se hallabanen un radio de seis metros.

Varios cayeron en su sitio y otros escaparon apenas recuperados del shock. Budindejó caer los brazos, agotado, y sus hombres prosiguieron el ataque a su modo. Unkishime envió una bola de energía hacia una casa, y explotó un muro, que se desplomóhacia adentro. Los habitantes se salvaron por hallarse en el patio. Otro envió su poderhacia la residencia más cercana, incendiando los establos y provocando una granconfusión; los animales gemían y corrían despavoridos entre el humo y las llamas.

Al fin recuperados del susto del ataque repentino, los trogas se animaron aenfrentarlos, más que nada rabiosos por la destrucción causada en sus hogares. Loskishime siguieron atacando casas y personas por igual, usando sus habilidadesexplosivas e incendiarias, y recurriendo luego a las armas cuando ya estaban agotadas.En diez o quince minutos habían causado más daño del que había sostenido el lugar ensiglos.

Budin, en medio de sus hombres que ya sin fuerzas caían al suelo o eran heridos porla furiosa turba de la ciudad, miró un instante hacia arriba y vio a la anciana Vlogro,rodeada de otros jefes armados que contemplaban con nerviosismo la lucha. Saltó hastala azotea provocando la alarma de quienes rodeaban a la jefa. Glidria se interpuso entresu amiga y el kishime. Budin sonrió y empuñó su espada. En un parpadeo, desapareció yreapareció detrás de la jefa Vlogro, el filo en su cuello listo a cortarle la cabeza. Glidriagiró y aferró la espada del kishime, arrancándola con sus manos desnudas de ese puntopeligroso. Budin la movió de forma que le hirió las manos, y luego le clavó la hoja en uncostado. El anciano troga cayó encorvado, y al mismo tiempo, el kishime se desvaneció.

Vlogro contempló el amasijo de cadáveres que restaba de todos los kishime quehabían entrado en la ciudad, sus ropas verdes empapadas de sangre, algunas cabezasseparadas de sus cuerpos. También habían muerto varios trogas, pero lo que más laperturbó fue la impunidad con que podían entrar y salir de Frotsu-gra, desvaneciéndoseen el aire.

Cáp. 10 – Pelea en la playa

Las huellas de que alguien había estado allí recientemente eran inconfundibles; habíapensado en eso demasiado tarde. Con un toque de agradable intriga, Sulei trató deimaginar qué pasaría cuando fueran a buscar Fishiku. ¿Todavía habría descendientesfieles a la causa de los rebeldes kishime? ¿Darían alguna clase de ayuda a los tukés?¿Tendría que destruir a los tukés, visto que eran los únicos humanos que no aceptarían

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su dominio? Posiblemente, se contestó mientras caminaba junto a sus soldados por lascolinas verdes que rodeaban Sidria, buscando más pistas sobre la dirección que habíantomados los humanos. Si pudiera, de alguna forma, encontrar el palacio perdido entredos dimensiones... pero Mateus se había llevado los manuscritos y borrado todaindicación que permitiera encontrar las pistas.

–File Sulei, hay un pueblo adelante pero ha sido abandonado –se acercó a informarleZelene.

–Bien, supongo que los humanos empiezan a darse cuenta de lo que sucede y estánhuyendo. ¿En qué dirección?

–Al oeste y al norte, fuera de nuestro camino y donde pueden encontrar comida.Parece que algunos miembros del Kishu se nos han adelantado, señor, y de aquí enadelante veremos las huellas de su paso.

Los kishime pasaron por el poblado, vaciado a toda prisa la noche anterior, y Sulei notardó mucho en encontrar la espada clavada en medio de la calle; extraña señal. Seacercó y la contempló, dubitativo, como si temiera que de tocarla fuera a explotarle en lasmanos.

Luego, su rostro se iluminó.–¡Es la espada de Claudio! Tiene aún la esencia de la humana y la sangre en el filo –

se dijo, arrancándola del suelo–. ¿Qué quiere decir esto? Hay algo envuelto en laempuñadura...

Desenrolló un delgado lienzo con signos escritos por una mano temblorosa, usandocomo tinta barro o excremento. Contenía un mensaje en la lengua antigua. “¡Quéingenioso!”, lo felicitó Sulei.

Lodar contempló la vasta extensión de mar que se abría más allá de la arena y rocas,un océano acerado y frío, revuelto y hostil como nunca había visto. Parecía que el marestaba de parte de los trogas y se resistía ante su llegada. Pero inevitable sería, pensó,paseando la vista por los kishime que lo acompañaban, entrenados y serenos, prontospara abordar una batalla, y luego miró a los dos trogas que se habían quedado allí,detenidos, alertas, esperando que ellos atacaran.

Hizo una seña alzando dos dedos de su mano derecha, y como movidos por unresorte, tres kishime comenzaron a bajar hacia ellos. Apenas parpadearon, y los trogasse confundieron con el color y textura de la arena. Pero con la luz oblicua y a los ojos deguerreros entrenados, sus trucos no funcionaban tan bien. Lo kishime se abrieron y luegose pararon afirmando un pie en el suelo, mientras ponían sus espadas a nivel de lacintura.

Trevla salvó la distancia en unos saltos breves que apenas tocaban el suelo, dejandorastros minúsculos, y pasó entre dos kishime. Se dio vuelta, se tornó visible y sacó unadaga de entre sus ropas. La arrojó a un enemigo, pero este ya había reconocido el sonidodel filo cortando el aire, y la desvió con un golpe horizontal. Vlojo había atacado alkishime de la punta, enviando un puñetazo directo a su rostro. Este lo esquivó ycontraatacó con una estocada que Vlojo no vio venir. La sangre goteó por el suelo antesde que él mismo se diera cuenta de que lo habían herido en la espalda. Dejó sucamuflaje por inútil y se dispuso a pelear de frente.

Mientras, Trevla había sacado otra daga para enfrentarse a los dos kishime. Logró

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aferrar a uno por el brazo y lo lanzó al aire. Surcó un momento el cielo y aterrizó sobresus pies, resbaló, frenó y enseguida giró para volver a atacar. Jadeante, Trevla esquivóapenas un corte del otro kishime, corrió, se zambulló, burlando en el último segundo lapunta de la espada que lo embestía a gran velocidad, y lo venció con su masa. El kishimecayó al suelo, noqueado. Pero no podía descansar porque el otro ya lo estaba atacandopor la espalda.

Vlojo ya tenía tres heridas, y había logrado golpear al kishime en el rostro, lo que lepermitió zafarse de su continuo ataque por un instante, para retroceder, tomar impulso yempuñar su cuchillo. Trevla cortó el aire con su daga, el kishime saltó por encima y lopateó en la cara, no con fuerza para tirarlo al piso pero bastante para enfurecerlo. Elkishime dio una voltereta hacia atrás y cayó de pie. Trevla lanzó la daga directo a supecho y notó, asombrado, que su hoja quedaba pegada en la espada kishime, como sifuera un imán. El kishime sacudió la espada y la daga cayó al suelo, luego movió subrazo y la daga cobró vida y salió volando hacia su propio dueño. Se le enterró en elhombro a Trevla, tocando un nervio que le causó extremo dolor. Gritando, la arrancó,pues la necesitaba como arma. Esperó que el kishime se acercara confiado, y asestó ungolpe rápido, disparando el brazo directo a su flaco cuerpo.

El kishime se detuvo, como sorprendido, porque Trevla le había efectuado un cortediagonal que le cruzaba el pecho, aún a costa de sufrir una estocada que le atravesó lacadera. Por suerte Lodar les había hecho vestir adecuadamente para la guerra, y ahoranotó con alivio que la daga había despanzurrado su peto de cuero pero apenas rozado supiel. El troga había notado la resistencia al hacer el corte y sabía que no podía estarherido, pero aprovechó la cercanía para golpearlo con el puño. El kishime echó la cabezahacia atrás, con sangre brotando de su nariz y boca, y pareció a punto de derrumbarse,pero enseguida volvió a enderezarse y arrancó su espada de un tirón, destrozando lacarne del troga y abriéndole la herida para que sangrara. Trevla vio por el rabillo del ojoque Vlojo intentaba golpear a su adversario con puños y cola, con golpes alternados queal kishime le hacían perder terreno, pero ningún daño.

Desde lo alto, los demás observaban la lucha con interés deportivo. El tercer kishimese estaba recuperando del golpe, apoyándose sobre un codo para levantarse, y Lodarenvió a otro para traerlo. Los otros dos mantenían una pelea pareja con los trogas,sufriendo algunas heridas y golpes, pero todavía podían ganar. Vlojo tenía pocas heridas,pero su adversario era tan rápido como él dando y recibiendo golpes, además tenía unarma mientras que él había perdido la daga en algún punto. Por su parte, Trevla sehallaba un poco mareado por el dolor en la cadera y el hombro, pero bastante excitadocomo para atacar con energía. Su oponente lo mantenía a la distancia del largo de suespada en una danza metódica y desgastante. Trevla veía su oportunidad en el pechoabierto del kishime, si pudiera alcanzarlo con sus garras, pero para ello tenía quearriesgarse a ser atravesado por la espada.

Estaba tratando de decidir si lanzarse hacia delante o buscar otra chance, cuandoescuchó a lo lejos ruidos y gritos que se iban acercando. Fretsa venía con el resto de susguerreros a gran velocidad, aprovechando la arena húmeda y firme de la orilla. El solhabía dispersado la neblina matinal y los kishime se distinguían con claridad sobre lasdunas. Trevla embistió y la hoja de la espada kishime entró en su costado debajo delcorazón. Sintió la caricia fría del metal y el ardiente fuego que le siguió, y al mismo tiempoapretó el fino cuello del kishime, que lo miraba asombrado por su valor, desgarrándole lapiel con sus uñas. El kishime se apartó, sofocado en su propia sangre; abandonando laespada en el pecho de Trevla.

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Vlojo vio caer a su compañero de rodillas, manteniendo el equilibrio gracias a su cola, yno pudo evitar alargar un brazo hacia él cuando se desplomó de lado. A la vez, notó quesu adversario se había detenido, expectante, y escuchó la voz de mando de Fretsa,ordenando a sus guerreros atacar. Raño había vuelto pronto, ¿por qué tenía quesacrificarse sólo Trevla?

Sin aguardar a que los otros guerreros los alcanzaran, Vlojo se lanzó de cabeza entrela tropa kishime, usando puños, dientes, cola y cabeza para atacar a cuantos tenía en sucamino.

El curandero estaba cansado, y hubiera deseado tener un clan más numeroso parapoder atender a los heridos. Pero irónicamente, muchos de su familia habían muerto porenvenenamiento de comida hacía unos cincuenta años, y ahora sólo le restaba unhermano casi tan viejo como él y un sobrino que vivía lejos, exiliado. La jefa Vlogro pasóa visitar a los heridos, los únicos dos sobrevivientes del encuentro a las puertas de laciudad y unos cuantos quemados y electrocutados en el disturbio que siguió adentro.Observó la habitación de techo bajo, llena por completo de camastros sucios. Elcurandero comentó que nunca había tenido tantos para cuidar, mientras revolvía líquidosy aplastaba hierbas en un mortero grande.

–¿Necesitas hierbas? ¿Camas, lienzo, agua? –inquirió la jefa–. Puedo mandarte un parde ayudantes.

El curandero asintió, Sonie Vlogro no supo bien a qué. Tal vez necesitaba de todo.

–¿Cómo estás, amigo? –soltó la anciana al llegar junto al sillón donde reposabaGlidria, todavía con buen ánimo, los ojos brillantes y atentos, a pesar de la venda que leenvolvía el torso.

–Bien, Sonie... Creo que igual me quedaré un rato por aquí, porque puedo ayudar conlas heridas y preparar brebajes.

La anciana salió del ambiente sombrío y balsámico a la luz casi dolorosa del exterior.Dos mujeres del clan la esperaban en la puerta, armadas, y la acompañaron al cruzar laplaza hacia la puerta de la taberna de Froño. Al momento se halló en medio de una rondade curiosos: los guardias, que habían estado comentando lo sucedido durante la noche, ylos que habían vigilado el mar y no habían tenido ocasión de ver a los kishime perohabían observado los destrozos que dejaron. Les comunicó que iba a salir una barca paratodos los que no pudieran pelear, rumbo a las islas, y los demás debían prepararse paraun gran ataque.

En silencio, cada uno se alejó, los gritos de protesta guardados en sus gargantas.

Raño había tenido suerte al encontrarse de golpe con una partida de guerreros quevenían en su dirección, entre los cuales se encontraba Fretsa. Apenas escuchó lasnoticias, la troga dio órdenes para que corrieran en auxilio de sus compañeros. Luego,empleando un delgado canuto, silbó, y de las rocas y pastizales empezaron a surgir másguerreros, dejando a Raño admirado por su destreza para ocultarse.

El ataque de Lodar fue cauto y bien pensado, sin arriesgar todos sus hombres a la vezni perder la ventaja del terreno alto. Desde allí podía verificar que no se acercaran otrostrogas y los sorprendieran por la espalda. Tres enviados por Fretsa, que hicieron un rodeoantes de llegar a la playa y alcanzaron el punto según indicaciones de Raño, intentaron

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derribar a Lodar y sus ayudantes, pero el jefe kishime estaba preparado para eso. Uno delos trogas cayó con una lanza atravesada en el corazón, gracias a un kishime que habíaestado camuflado bajo la arena de la hondonada. Los otros dos también fueronsorprendidos por detrás y tuvieron que luchar a dos frentes, en lugar de llegarfurtivamente y asesinar.

En la playa, Fretsa sostenía una acometida incesante sobre los kishime. Había visto delejos la caída de Trevla y el ataque desesperado de Vlojo, y no podía desperdiciar susvidas. Tenía que marcar un alto a los kishime, impedir que cerraran Frotsu-gra. Mientrasque ella, en medio de la acción, dirigía y luchaba con sus tridentes de igual a igual contralas espadas kishime, dos guerreras habían logrado desplazar el combate hasta losesteros que comenzaban más allá. Engañados, tres kishime siguieron a las trogas delclan Fretsa que parecían huir. Se metieron entre los juncos salpicando rocío de agua yellos las siguieron, quedando al instante empantanados hasta la cintura. Las trogas,conocedoras del bajío desde chicas, sabían donde pisar y les llevaban ahora la ventaja.Los kishime saltaron hacia ellas, y aterrizaron de nuevo en un metro de agua salada,mientras que ellas sacaban sus dagas.

Después de media hora de combate intenso, cuando Fretsa ya casi alcanzaba el lugardonde se había estacionado Lodar, este comenzó a indicar a sus hombres que sereunieran. Los kishime dejaron la playa en retirada, y los trogas fueron contenidos por sujefa. Primero tenían que ver en qué estado se hallaban; no podían perseguirlos sin sabersi se dirigían a una trampa. Lodar la observó desde lo alto mientras sus hombres lopasaban a toda velocidad, perdiéndose en las dunas como espectros. Fretsa enfundó sustridentes en la cadera con un ademán violento, Lodar se volvió y desapareció.

Raño la estaba llamando, mientras estudiaba los restos de la escaramuza:

–Sonie, mire esto.Entre los surcos marcados en la arena, había encontrado un bulto oscuro

semienterrado. Fretsa caminó unos pasos y se agachó para ver: Raño había destapadoun cuerpo troga.

–¡Es Trevla! –exclamó, traicionando un poco de emoción cuando tiró de su cuerpo conmanos temblorosas–. Era uno de mis mejores hombres.

–Todavía puede ser –contestó Raño, viendo que débilmente abría los ojos.El que más se alegró fue Vlojo quien, lleno de cortes, costillas quebradas y un brazo

dislocado, venía siendo sostenido entre dos trogas que habían salido ilesas de la pelea.–Estos dos son muy fuertes o tienen demasiada suerte –comentó Raño, mientras

contemplaba los cuerpos grises de los kishime y los trogas caídos.Ningún bando había tenido muchas bajas, porque sus jefes no habían forzado un

resultado definitivo. Ahora cada uno conocía sus respectivas fuerzas. Fretsa sorteó lasdunas de un salto, usando sus alas para planear, y a la distancia pudo vislumbrar algrupo, rumbo al desierto de piedra. Los verían de nuevo muy pronto.

Sulei caminó por el trecho de pastos altos que bordeaban el río. Allí las aguasformaban un remanso y giraban sobre unas piedras chatas que no se atrevían a asomaren la superficie. Su sirviente Zelene había quedado atrás, oculto en un bosque que seveía a lo lejos, porque había insistido en acompañarlo. C mo ahora era jefe del Kishu nopodía andar sin protección, había dicho. Pero Sulei sabía que si no venía solo el humano

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no le diría lo que quería.

–Hola, qué oportuno lugar elegiste para nuestro encuentro –saludó. El tuké estabasentado en los restos de un antiguo dique de piedra–. Justamente tenía que pasar poraquí cerca para atender mis... asuntos –agregó, mirando la cadena montañosa que nacíaen el horizonte envuelta en una neblina grisácea.

–Así que vino –musitó Tobía, la cabeza inclinada como concentrado en el río.

–Claro, adolezco de una sana curiosidad –declaró Sulei, tirando la nota a sus pies–. Yalguien que puede escribir en el alfabeto antiguo, aunque sea sólo un lugar y día, merecemi atención. Ahora dime, ¿qué quieres?

Tobía alzó la cabeza, descubriendo su capucha para mirarlo directamente a los ojos, ydijo:

–Supongo que tu oferta sigue en pie. Así que quiero que me devuelvas las gemas del templo.

Cáp. 11 – Bulen ataca

Sel caminaba delante de ellos, con movimientos medidos como los de un joven felino.Deshin le había encomendado guiarlos fuera del palacio y luego transportarlos lo máslejos que pudiera hacia su destino. Sel nunca había ido más allá de las montañas quelimitaban la rica y cálida región de Sidria, pero al menos los dejó en la ladera sur de unmonte, evitándoles tener que atravesar las zonas altas. Allí divisaron una aldeaabandonada, donde pasaron la noche a cubierto.

Ya era de tarde cuando Grenio despertó, agotado por la experiencia del día anterior.Dejaron la aldea, luego de constatar los destrozos efectuados por los kishime; habíanmatado el ganado y quemado los silos, los humanos debieron huir antes de correr igualsuerte.

Los tres descendieron por una suave pendiente de tierra gris y negra, entre árbolesflacos de follaje susurrante que hacían muy agradable la caminata. Sin embargo, elkishime daba la impresión de no apreciar nada, los ojos fijos en el sendero.

–¿Hasta dónde nos pensará acompañar? –preguntó Grenio, molesto por su presencia.

A la joven tampoco le transmitía ninguna cordialidad, con sus maneras distantes y elmovimiento petulante de su cabeza al mirarla, pero no dijo nada. Los kishime de Fishikule habían cedido a Grenio la espada que quería, así que pensó que no debería quejarse;y a ella le regalaron un par de prendas, que sin tanto valor, le dieron un gran alivio alpoder cambiarse después de tantos días.

–Tengo que comer algo –dijo el troga, aunque más bien era un aviso para elmuchacho. Los kishime podrían vivir del aire, pero su cuerpo necesitaba algo másnutritivo–. Aunque ya es tarde –agregó enfadado.

Amelia, que marchaba unos pasos adelante, destapó el paquete que había envueltocon su ropa vieja y dejó a la vista un montón de frutas rojas, como ofreciéndolas. Greniola miró un segundo, y luego se volvió, casi indignado. Amelia no pudo contener la risaante su gesto dramático.

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–Las junté mientras dormías, todo el día –dijo después con sorna.Sel se había detenido y los miraba, intrigado. Luego señaló:

–Hemos llegado a la cascada –anunció en tono terminante; allí cancelaba suresponsabilidad.

Amelia quedó extasiada al contemplar la caída espumosa de agua clara en un hoyoentre las rocas amarronadas, los árboles inclinándose suavemente sobre la superficieverde del agua. Dijo que tomaría un baño, aprovechando la transparencia del estanque,mientras Grenio iba a buscar su comida, y miró significativamente al muchacho. Sel noentendió al principio que quería estar sola, pero el troga le hizo una seña y al final se fuecon él. Amelia esperó unos minutos, luego descendió por las rocas, donde el agua habíaexcavado sucesivos escalones con el paso del tiempo, y probó el agua con los dedos.Estaba fría pero podía soportarla, a cambio de un baño completo como no se había dadodesde Frotsu-gra.

Dejó la ropa estirada sobre la última roca y, echando un vistazo alrededor por últimavez, entró en el estanque. Primero se estremeció y tiritó, pero en cuanto dio unasbrazadas fue entrando en calor, y por último se sumergió. Emergió del otro lado,alisándose el pelo y frotándose los hombros, feliz, en un lugar que hacía pie y el agua lacubría hasta el pecho. Por un minuto disfrutó del baño fresco, del reflejo del sol en lasuperficie, de las ondas que hacía con los brazos, del rumor de la brisa entre los árboles.

El follaje, las frutas, el color del cielo y los ruidos, eran algo diferentes a la Tierra, perohermosos. De repente se dio cuenta, el sonido que sentía no era viento, sino una personarozando las ramas al acercarse. Estaba a punto de zambullirse para ir en busca de suropa, cuando alguien se paró en una roca encima de su cabeza, y se paralizó. Alzó lacabeza, esperando que fuera alguno de sus acompañantes, y para su sorpresa, el quehabía aparecido no era otro que Bulen.

En un momento cruzaron por su mente todas las facetas en que lo había conocido: susalvador, aún antes de saber quién era ella, el que parecía un héroe misterioso eindiferente que hacía latir su corazón, luego el captor que la encerró en una extrañamáquina y trabajaba para su peor enemigo, el kishime que había desatado una guerracontra los trogas y arrasaba a los humanos como si fueran muñecos. Sin embargo, nopodía sentir terror o antipatía en su presencia. El tiempo pasaba y seguían inmóviles,Amelia parada en el agua, Bulen mirando a la joven con rostro sombrío, como quien havenido a tomar una difícil decisión.

Al final, él rompió la fascinación que los envolvía:

–He venido a matarte –dijo en su lengua musical, y ella lo sintió reverberar en sumente.

Amelia retrocedió un paso, hundiéndose en el estanque verde, removiendo las aguas.Sus círculos se cruzaron con las ondas que provenían de la cascada. Bulen dio un pasosin prisa y se detuvo sobre una roca, los tobillos hundidos en el agua clara.

–¿Por qué? –protestó asombrada. Su rostro perdió la mueca de terror, y con una calmaforzada preguntó–. ¿Por ese kishime, tu jefe? Debe tener mucho... carisma, para que leseas tan leal, y hagas cualquier cosa por él...

–¿Por qué me hablas de Sulei? –replicó Bulen, agitado.

Ahora expresaba más emoción de la que nunca había advertido en su rostro, y temióhaberlo excitado más de lo necesario. Pero de todas formas, pensó mientras el desánimo

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se apoderaba de ella, si alguien con su poder la atacaba no tenía escapatoria.

–Vi como lo mirabas –prosiguió ella, mecánicamente–. Hasta me puse un poco celosa,por él podías tener afecto y en cambio yo... Pero supongo que no sabes de lo que estoyhablando, Tobía ya me explicó muchas cosas sobre los kishime y los trogas. Ahora séque un kishime no puede interesarse por una mujer, en el sentido de... amistad. Pero nocreo que tengas que odiar a los humanos, porque somos distintos, o a mí en particularporque vengo de otro lado. Igual, veo que sí puedes sentir algo por otra persona. Losigues con todo tu corazón.

De repente se sintió extrañamente confiada, segura, y resignada. Bulen estaba muyconfundido, ya que esperaba que le tuviera miedo o que intentara huir o gritar auxilio.Además lo confrontó con sentimientos que no creía tener, que no conocía.

Sacudió la cabeza y aclaró sus ideas:

–Será rápido –dijo, tomando su espada–. No te preocupes.Con un movimiento vertiginoso, la arrancó del agua y la sostuvo del brazo frente a él,

chorreando. Amelia sintió ganas de gritar al sentir el filo contra su cuello, pero estabaparalizada. Apretó los dientes, temblando, y lo miró sin querer, y vio algo distinto en susojos grises, un dejo de locura, de desesperación. Eran los ojos de alguien que había vistopoco menos que el infierno. En su mente asomó el niño que se lamentaba porque el soliba a explotar.

–No estás siguiendo sus órdenes, ¿verdad? –susurró.

¿Acaso esta humana podía leer su mente, ver en el fondo de su alma? El secreto másterrible que había guardado, la acción más atrevida que había llevado a cabo, y ella losabía.

–¡No, no! ¡Sulei los quiere vivos! ¡Cree que puede usar el futuro a su antojo pero... ¡Nosabe, no sabe! –Amelia lo miró atemorizada porque hablaba como un loco–. Es peligroso,mortal... ¡Tengo que impedirlo, por su propio bien! –gritó, a la vez que la soltaba.

Amelia perdió equilibrio y resbaló en el fondo limoso, cayendo de espaldas con un granchapoteo. Lanzó un grito cortado, y su estrépito espantó a los animales del bosque. Bulensaltó tras ella, aferrándola del cuello antes de que pudiera emerger. Amelia luchó portomar un poco de aire, pero en la refriega tragó tanto oxígeno como agua.

Bulen tenía el rostro rosáceo, por el esfuerzo de luchar consigo mismo. Tenía queterminar con la humana ahora que estaba sola, y después ir a aceptar la furia de su jefe,porque sabía que lo estaba salvando; pero no antes de matar al otro. Vio los ojosredondos fijos en él, sentía los movimientos convulsivos de su garganta y los arañazos enla piel de sus antebrazos. Ella se debatía entre sus manos, pugnando por respirar yexpirando todo el oxígeno en su desesperación.

Aunque no quería hacerlo, ella tragó agua y por un momento se quedó quieta,creyendo que sus pulmones explotaban. Bulen estaba tan absorto que no sintió elchapoteo del otro lado del estanque, y una sombra abriéndose paso hacia él. La formamasiva del troga emergió junto a ellos, y se alzó sobre Bulen. Este pareció sonreír unsegundo, copiando una expresión de Sulei, cuando Grenio lo aferró del vestido y lo lanzócontra las rocas al tiempo que sacaba a Amelia del agua con su otro brazo. Bulen se dijo:“ya es tarde”. De espaldas, chocó contra una roca y se deslizó hasta el suelo, el cabellocubriéndole el rostro.

Desplazando gran cantidad de agua, Grenio saltó a la orilla y depositó a la humana en

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el piso, de costado. Ella tosió, echando agua por nariz y boca. Al escucharla, el kishimereaccionó y aun medio inconsciente, se sostuvo de rodillas, tomó su espada y apoyó lapunta en el suelo. A pesar del golpe se sentía bien porque el agua lo reanimaba,potenciaba su energía. Comenzó a brillar y Grenio, que ya había empuñado la shala, sedio cuenta de que iba a aprovechar la humedad para que no pudiera evitar la descarga.De arriba a abajo, una corriente eléctrica fluyó por el cuerpo de Bulen y se expandió enzigzag, del lugar donde estaba arrodillado en dirección al troga.

Grenio jugó su carta, no tenía idea si iba a funcionar pero levantó y abatió la espadacon resolución, cortando el suelo frente a sus pies justo en el momento en que la energíalo alcanzaba. La roca se hendió bajo su filo sin ofrecer resistencia, disolviéndose enpolvo; la energía se vio interrumpida y se desvaneció en el aire con un chisporroteoinofensivo. Bulen observó espantado, recién se daba cuenta de que cargaba una shala.Empezó a temblar, presa de un sentimiento fatídico, pero no se movió del lugar dondeestaba parado. Lo esperó con la espada en guardia, puesto que el troga venía hacia élblandiendo la shala, encantado por el fulgor azul que emitía al hendir el aire, reflejando laluz del sol.

En el último momento, Grenio dibujó un arco hacia arriba y Bulen lo atajó sobre sucabeza. Las hojas tintinearon y el kishime se vio empujado hacia atrás. Sus pieshúmedos resbalaron en la piedra, y dio un salto hacia la roca superior, donde crecían losprimeros árboles. Grenio lo siguió, cortando el espacio donde un segundo antes estabaparado Bulen. El kishime se frenó, ya fuera de su alcance, respingó y se dio la vuelta,creyendo que había sido herido por la espalda. Unas cuantas hojas verdes flotaron en labrisa hechas pedazos, y varias hebras de pelo blanco cayeron al suelo.

El troga lo embistió de nuevo, confiado, y Bulen, mientras levantaba su espada, usó suhabilidad para crear una pequeña distracción, un fogonazo para cubrir su retirada. Paracuando Grenio batió la shala, el kishime desaparecía en medio de un estallido deluciérnagas. Oyó un estampido seco como una botella descorchada.

Increíblemente, del aire se materializó y cayó al piso un pedazo de manga, de lamisma tela que llevaba el kishime, cercenada de su brazo mientras se dispersaba.

Grenio enfundó la magnífica arma en su cintura y al volverse, vio a la joven, encogida,sentada con sus brazos rodeando las piernas. No se había movido del lugar mientrasduró la pelea, su mente ocupada con el extraño comportamiento de Bulen, y lo que habíadejado escapar. A pesar de estar bañada por el sol, sentía un frío que la helaba desde loshuesos y le erizaba la piel.

–Ven aquí –ordenó el troga, dirigiéndose a la espesura. Amelia levantó la cabeza,como si recién notara su presencia, y siguió su mirada.

Una cabeza asomó sobre la roca de la cual saltaba la brillante corriente de agua, y Seldescendió hacia ellos:

–Nunca había visto a un kishime tan alterado –dijo, extrañado–. Había algo en éldesequilibrado...

Amelia, que se había vestido a toda velocidad y estaba terminando de alisarse el pelohúmedo, exclamó con asombro: –¿Estuviste viendo todo el tiempo?

Sel asintió.

–¿Por qué no me ayudaste entonces?

–Nunca gritaste ni pediste ayuda –respondió él, despreocupado.

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Amelia bufó, irritada.

–Además él ya venía hacia acá –continuó Sel, quien había percibido una presenciakishime, fue a indagar, y sólo rato después Grenio se percató de que estaba solo yvolvió–. No creía que pudieras utilizar todas las capacidades de la espada, pero supongoque es Lug el que la domina.

El troga no podía estar halagado con su comentario que partía del desprecio y encimalo situaba bajo la protección de un kishime parásito. Ignorante del enfado que ocasionabaen ellos dos, el flemático Sel caminó unos pasos y se dispuso a volver a Fishiku,diciendo:

–Aquí los dejo, debo volver a contarle todo esto a Deshin –y se esfumó en un barridode luz blanca.

Cáp. 12 – Choque inminente

Sel demostró tener mucha suerte al informar a sus compañeros en Fishiku. Con sushabilidades no había tardado en darse cuenta de la transformación sufrida por Bulen. Losotros dos decidieron hacer algo antes de que esos kishime lunáticos pusieran en peligro atoda su raza. Lo primero era brindar apoyo a los miembros descontentos del Kishu, de locual se encargaría Deshin. Como no querían dejar desprotegido a Sel ni quedarseinactivos, decidieron que el más joven lo acompañaría en su visita.

Al partir los ocupantes, el palacio perdió su defensa, y como resultado una parte quedóen esta dimensión mientras que otros pedazos permanecieron del otro lado, nomaterializados.

Cuando Sulei llegó, siguiendo las direcciones que había arrancado de Tobía comoprueba de buena fe, se encontró sobre la colina verde con unos segmentos del palacioque se sostenían en pie milagrosamente. La fachada principal, con su puerta labrada dedoble hoja dorada, terminaba abruptamente en una línea diagonal, lo que permitía veralgunas columnas del interior. Subsistía la mayor parte del techo, excepto en una esquinadonde faltaba el edificio como si le hubieran dado un mordisco. Medio arbusto crecíacontra una pared lateral, y el resto del follaje había quedado inextricablemente combinadocon el muro. El piso interior, blanco y brillante, presentaba manchas pardas donde pasto ytierra se había fusionado con la superficie nacarada, y la escalinata por la que habíadescendido Grenio, acababa directamente en la tierra sólida.

Con este panorama, Sulei no se extrañó de no percibir ninguna presencia. Sinembargo, poco después su sirviente le llamó la atención sobre un detalle. Justo dondecomenzaba la pared exterior, se podía distinguir la mitad superior del cuerpo sin vida deun animalito gris, peludo y de cuatro patas.

–Ya veo, Zelene –asintió Sulei–. Para quedar en ese estado, este aplastamientorepentino debe haber sucedido hace muy poco tiempo, sino la tierra ya hubiera absorbidosu cadáver.

Había llegado tarde para demandar que se le unieran o para terminar con ellos en casode que se negaran. Ahora tendría que esperar que los acontecimientos le dictaran québando habían elegido los últimos habitantes de Fishiku.

–Bien, ya terminamos con nuestros preparativos –le indicó a Zelene, que en silencio

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aguardaba órdenes–. Vamos a encontrarnos con Bulen, y seguir el camino de nuestrasfuerzas hacia territorio troga.

Zelene siguió a su amo Sulei y se transportaron a la cueva donde Bulen debía estaresperándolo con todo listo.

Grande fue la sorpresa de Sulei cuando al preguntar por él, el sirviente que estabavigilando el artefacto negro le contestó: –¿Bulen, señor? Hace poco dejó este lugar.

El sirviente continuó explicándole que el día anterior había salido sin mencionaradonde, y que al retornar traía muy mal aspecto, como si hubiera sido abatido en unapelea.

–No debe ser esa la causa, sino que ha estado usando sus habilidades y gastandomucha energía para probar el estado de este aparato. Bulen siempre se esfuerza y sepreocupa mucho por mi seguridad.

El otro no quiso contradecir a Sulei con dudas. El comportamiento de Bulen parecíaperturbado en los últimos días, aunque su energía y salud eran muy buenas desde queprobó la máquina. Por temor a hablar demás del favorito de su jefe, no le contó el detallede que lo había visto cortarse el cabello. Bulen había pasado toda la noche en vela,sentado sin moverse, ni tomar su baño, pero a la mañana lo encontró fresco y energético,aunque con el mismo rostro abstraído y sombrío. Segundos antes de la llegada de Suleise fue.

Su jefe se había acercado a admirar el aparato completo y funcionando, para escucharel zumbido interno y las luces que recalcaban los símbolos sobre la superficie.

Zelene se acercó para ayudarlo a quitarse la ropa, ya que su amo estaba impacientepor probar el poder del artefacto él mismo. Mientras el sirviente le alcanzaba una batablanca, le ordenó: –Dame tu cuchillo.

De entre sus ropas, Zelene extrajo su daga de empuñadura dorada, mientras Sulei sesentaba y descubría su muslo derecho. En medio de su perfecta piel blanca, resaltabauna herida de unos diez centímetros de feo aspecto, por la hinchazón y los labios malcosidos. Sulei apretó los dientes y cortó el borde de la herida; sangre negra brotó yescurrió hasta el piso. Luego metió dos dedos en la abertura y extrajo un trozo de carneoscura y caliente que produjo un sonido de succión al arrancarla. No estaba pegadatotalmente a su pierna, apenas había logrado mantener el tejido vivo gracias a su calor ysangre.

Parecía un pedazo de tejido enfermo. Se lo entregó a Zelene, quien siguiendo susindicaciones, subió por una escalera de madera y lo colocó en la parte de arriba delartefacto. Después, accionó los distintos signos según le iba ordenando Sulei.

–Bien, Zelene –terminó de explicarle–. En caso de que me halle débil luego de esteexperimento, te diré que haz de hacer en las próximas horas. Como a la mañana estápautado que acabemos con los trogas definitivamente, es necesario que nos pongamosen marcha hoy mismo. Si no puedo caminar tú deberás preparar mi transporte. La mitadde los hombres ya está en camino, encárgate de que el resto parta a la noche luego depasar por aquí... y deja una guardia importante en esta gruta. Por último, cuida de queTobía llegue a Frotsu sin problemas... Tal vez obtengamos buen uso de él.

A paso entrecortado por el estado calamitoso de su pierna, Sulei entró en el lustrosohueco de luz que se abrió frente a él. Zelene permaneció de pie junto al aparato,escuchando con atención los ruidos de variadas frecuencias provenientes de la máquina,

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observando sin manifestar emoción el escueto pedazo de carne oscura que flotabaperdido y el gorgoteo del líquido en la parte de arriba.

Unos minutos más tarde, la puerta se deslizó con un soplido y algo de vapor salió porlas junturas de los tubos. Sulei se tambaleó, Zelene corrió a sostenerlo. Pero en unsegundo su jefe ya se había recuperado y pudo caminar dos pasos hasta dejarse caer enuna otomana. Miró a su sirviente para tranquilizarlo y sonriendo le dijo:

–Después de todo es cierto, Zelene. Muy pronto tendrás el ascenso.Ahora que tenía la esencia del troga en su cuerpo gracias al pedazo de piel y carne,

que arrancó durante su batalla en la montaña y que había guardado con precaución todoeste tiempo, se sentía y sabía mucho más poderoso. Las debilidades de su raza, sutiempo de vida exiguo y su poca resistencia física, fruto tal vez del vasto avance espiritualque les permitía controlar los elementos, podían ser subsanadas con este artefacto queservía para absorber las propiedades de otros seres. Iba camino de vencer a los trogas yacabar con su infortunada existencia, establecer el dominio y superioridad de los kishimeen todo el mundo, quizás en todo el universo.

No le preocupaba la ausencia de Bulen. Supuso que malinterpretando sus órdenes, sele había adelantado en el frente de batalla. Que lo hubiera evitado en su llegada, seríaproducto de una distracción.

Mientras tanto, los trogas que permanecían en Frotsu-gra, todos los combatientesfuertes y los heridos que no habían podido ser trasladados o que preferían morir de pieen la batalla, contemplaban la reunión de tres fuerzas a las puertas de su ciudad.

Lodar, ordenado y flemático, el ansioso Zefir, y Budin, brillante luego del éxito de suincursión en la ciudad, mantenían un cerco estrecho en torno a la península. Los trogashabían intentado varios ataques, saliendo en grupos por el descampado por la tarde ycubriéndose en el manto de la noche para tomarlos kishime por sorpresa. Pero ningúnlado podía obtener la victoria todavía. Una partida de cinco trogas había logrado alcanzarel lugar donde se había estacionado el grupo de Lodar, pero sus centinelas percibieron elmovimiento y el susurro de sus pasos aún en la neblina tenebrosa de la madrugada, yalertaron a los demás. Lodar perdió tres hombres y otros diez quedaron heridos, pero lostrogas debieron retirarse a riesgo de enfrentarse a toda la línea kishime. Zefir, para no sermenos, había intentado penetrar la ciudad, pero aparte de echar por tierra unos cuantosmuros y dejar un rastro de heridos, no pudo hacer más antes de que los habitantes loecharan a fuerza de aceite ardiendo y lanzas certeras.

En el interior, los guerreros de varios clanes, Fretsa y su tropa, incluidos Glidria yRaño, peleaban por mantener la ciudad libre de invasores y cubrir la retirada de losheridos. Del lado del mar la jefa Vlogro dirigía el embarque de una docena de heridosgraves, algunos niños demasiado pequeños para luchar, y un par de hembras a punto dedar a luz. Ocultos por la niebla, expertos remeros guiaron las endebles balsas cargadascon el vivo tesoro hacia las oscuras moles rocosas, apenas visibles mar adentro.

Al amanecer, Zefir hacía el recuento de sus hombres comprobando que, para sudesdicha, había perdido unos veinte hombres desde su llegada a esta comarca. No quele importara mucho su suerte, pero se vería en inferioridad de condiciones a la hora deatacar Frotsu-gra, mientras que sus colegas del Kishu se llevarían la gloria. Tenía quehacerlos trabajar más duro, y les exigió, con una expresión que no admitía quejas, quemataran tantos trogas como las demás casas kishime o él mismo se encargaría de

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cortarles los pies. Esta amenaza, acompañada del vaivén de su enorme alabarda, lospuso en un estado de inmediata excitación. Para su alivio, ya se distinguían en elhorizonte el cuarto y quinto grupo kishime, con lo cual el ataque masivo comenzaría muypronto.

Vlogro y su séquito contemplaban con desmayo el arribo de tantos kishime. Parecíaque todo su género pensaba venir a atacarlos. Sin embargo, ni una mueca de temor sehizo evidente en sus gestos ni palabras de desaliento salieron de sus bocas; enfrentaríanlo que fuese necesario para sobrevivir. Su orgullo no les permitía rendirse, tampocomanifestar miedo o inquietud ante la presencia de sus enemigos ancestrales.

Grenio había realizado un infructuoso intento de usar su habilidad para transportarsehasta su tierra. Ahora estaba enojado con Lug porque no parecía dispuesto a darleninguna indicación. No lo percibía, ni podía escuchar su voz como otras veces. Esto lomolestaba aún más porque cuando seguía a Sel a través del bosque en la montaña,había sentido con claridad como lo guiaba, permitiéndole seguir su esencia y alcanzar lacascada donde Bulen atacaba a la joven. Claro, comprendía ahora que Lug lo manejaba,lo impulsaba a hacer cosas cuando la humana corría peligro o estaba involucrada. Lug letenía aprecio, sentía simpatía por ella y quería ayudarla, arrastrando a Grenio en unacorriente de actos que él no podía considerar apropiados.

Resignada a seguir a pie, Amelia andaba de buen ánimo por haber salido con vida; apesar de que el troga no le dirigía la palabra desde que dejaron la cascada y no teníaidea de qué le pasaba. Había tenido la intención de agradecer su intervención a tiempopara salvarla, pero había algo repelente en su actitud que la mantuvo callada mientrasseguían por tierras verdes y bosques de árboles esqueléticos. Pronto se distrajo al entraren un campo cubierto de cadáveres, esparcidos a lo largo de kilómetros entre la hierba,animales y hombres muertos, con los que iba tropezando de cuando en cuando. Elcorazón se le contrajo y el ánimo exaltado se le enfrió de golpe.

El troga se detuvo, ya que ella se había entretenido observando algún cuerpo que lahabía impresionado especialmente. Estaba pálida, mareada por el hedor de la muerte. Elcabello le azotaba el rostro movido por la brisa de la tarde; su sombra alargada por el soldeclinante se mecía sobre la hierba amarilla. Grenio oyó el susurro entre el pasto y de unsalto se encontró junto a ella, sacó la espada y la hundió en el suelo. Sorprendida, Ameliase apartó de un salto y ahogó un grito. El troga había cortado en dos una enormeserpiente color esmeralda que estaba a punto de morderle los tobillos.

–Me salvaste dos veces hoy –murmuró con cierta admiración, levantando hacia él susojos brillantes.

Grenio no respondió pero endureció el rostro, como si hiciera un gran esfuerzomuscular. Bajo la luz anaranjada, la mujer se parecía mucho a la que había visto ensueños, es decir, en los recuerdos de Lug. El kishime le tenía una consideración especialporque esta humana le recordaba a la otra, la que había muerto en el fuego quinientosaños atrás. Grenio no sabía exactamente qué conexión tenían, pero algo impulsaba a Luga salvarla porque no había podido evitar esa muerte. Lug y Claudio; frente a él tenía laforma de vengarse de una vez del kishime que había traído la desgracia a su clan y delhombre que los había exterminado con su propia mano. Contuvo con una hondainspiración las ganas de retorcerle el cuello.

–Tengo que llegar a Frotsu-gra antes que los kishime –dijo en cambio.

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Amelia comprendió al fin el motivo de su aspereza, de su agria actitud. Estabapreocupado por lo que sucediera a su tierra, a su gente. Aunque evitó mirar los cuerposen putrefacción, en sus ojos incautos ya había quedado impresa la imagen del torsoabierto de una niña, y un muchacho con los brazos cercenados del cuerpo, brutalmenteasesinados unos días antes. La frialdad que atenazaba su pecho se convirtió en congoja.No podía menos que sentir lástima por él, a pesar de su apariencia aterradora, de suconducta hacia ella que fluctuaba de la amenaza a la indiferencia, y de no ser humano.Se trataba de una criatura preocupada por su pueblo, que ansiaba saber como seencontraban, para ayudarlos, y aún estaba muy lejos de su hogar.

–Vamos –replicó Amelia, poniéndose en marcha aunque el sol tocaba el horizonte ypronto tendría que caminar en la tenebrosa oscuridad entre cuerpos y alimañaspeligrosas.

Cáp. 13 – Resistencia

El clima en Frotsu-gra seguía tan nefasto como las perspectivas de sus habitantes. Asícomo las nubes negras y cargadas rodaban desde el mar movidas por un viento violento,partidas de trogas salían de sus moradas, armados y adornados, para ocupar todo elterreno posible, avasallantes y resueltos. Los kishime no se dejaron aplastar por estedesfile de seres impresionantes: altos, fornidos, ágiles, y provocadores. Sus filas noresultaban menos vistosas; las túnicas de colores claros y telas satinadas, relucían en lapenumbra y ondeaban en las alas del viento, sus espadas y lanzas relumbraban por loalto. Formados en columnas cerradas, permanecían inmóviles como estatuas todo a loancho de la tierra pedregosa.

Sonie Vlogro, embozada en un manto color ocre bordado con arabescos y trocitos decuarzo, subía lentamente la escalera de un edificio cerca de la puerta de la ciudad, unode los últimos que permanecía intacto. Los escalones giraban en torno a la estructuracircular y terminaban en una terraza amplia que miraba hacia el roquedal. Allí se detuvo laanciana, se quitó la capucha y se volvió hacia sus acompañantes, luego de observar porun minuto el ambiente ominoso que se cernía sobre su tierra. La tensión se sentía espesaentre los grupos dispersos de trogas y la línea kishime que simulaba un bosque pálidorecién nacido a los pies de Frotsu-gra.

–Uds. son los cabezas de nuestros principales clanes –declaró–. No voy a hacerles undiscurso sobre la guerra. Sólo recordarles que si hemos sobrevivido, en un planeta queun día fue nuestro coto de caza pero del que ahora sólo nos pertenecen los rinconesoscuros, ha sido gracias a este refugio, este santuario. Sin embargo, si no nosmantenemos unidos, no servirá de nada sobrevivir a esta lucha. Si tenemos quesobrevivir separados, solitarios, viviendo en los montes y en las cuevas como animales,será una victoria para ellos, que creen que no merecemos el título de seres inteligentes.Quiero que ganemos esta lucha, no porque temamos morir, sino porque tenemos algoimportante por lo que seguir adelante.

Sonie Vlogro calló y el silencio se prolongó un rato. Fretsa escuchaba con un brilloansioso en sus ojos inquietos, prestando más atención a los preparativos en el futurocampo de batalla que a sus oídos. Jre Tavlo y Jre Froño asintieron con gravedad, entanto otros dos que nunca habían sido partidarios de la jefa, en especial por sucompasión en el caso de Grenio al dejarlo escapar con impunidad, miraron hacia otrolado, y soltaron algunas palabras de aprobación. Por supuesto que en esos días, los

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extraños sucesos vinculados con la última visita de Grenio y el relato que habían traídoTrevla y Vlojo, estaban muy presentes, y todo tipo de comentarios supersticiosos sobre lamaldición que la profecía hacía pesar sobre sus cabezas, constituía materia totalmenteaceptada entre los pobladores de Frotsu-gra.

Zefir y Budin habían hecho pesar el haber sido los primeros en llegar para quedarsecon el ataque frontal, ante la indiferencia de Lodar, quien prefería de todas formasexplotar las habilidades de sus hombres sin enviarlos a una muerte segura. Él cubría elflanco izquierdo junto con Zidia, quien se había retrasado al trabarse en lucha con loshumanos de la región de los lagos. Ellos intentarían rodear la península y cortar la salidapor los barrancos y playas del norte. Del otro lado, Dalin conducía un grupo que portabaarpones, arma que no había sido utilizada por su pueblo en siglos y se remontaba a laépoca en que cazar humanos, enganchando y arrastrando sus tiernos cuerpos, era undeporte favorito entre los aristócratas kishime. Mientras tanto, la columna celeste deFesha se acercaba a gran velocidad y se hallaba a unos cuantos kilómetros del punto dereunión, cuando envió mensajeros avisando de su pronta aparición, acompañado de lamitad de los hombres de Sulei, que se les habían unido en el camino.

Las puertas de Frotsu-gra se abrieron de par en par, en franco desafío. No pensabanesconderse y ahora iban a jugarse por el todo. Los jefes de los clanes salieron y fueronsaludados con gritos entusiastas por parte de los grupos más cercanos. Unestremecimiento recorrió el cuerpo de todos los trogas apostados por el campo, y quienesse hallaban sobre las terrazas y techos se inclinaron hacia delante, como si oyeran unaseñal que los alistara para salir corriendo.

De pronto, el pálido bosque cobró vida, se puso en movimiento, y cientos deextremidades y cabelleras claras se lanzaron hacia delante al unísono, tragándose elterreno con gran aceleración.

Los trogas respondieron con un alarido que se alzó hacia el cielo mezclándose con elrugido del viento, y el chasquido de sus armas al colocarse en posición de ataque. Elgrupo más avanzado se desplegó, tratando de contener la ola kishime, cruzando enfrentesus espadas cortas. Los guerreros de Zefir y Budin chocaron con ellos, se mezclaron enuna arremetida confusa y sangrienta: muchos kishime cayeron decapitados oatravesados por las dagas, pero la fila troga cedió ante el impulso arrollador de veinte auno. Pronto el caos era tal que un troga aislado en un mar de enemigos no podíadistinguir a otro de su bando, ni fijar la vista en Frotsu-gra.

Entre los primeros que alcanzaron la puerta, estaba Zefir cargando con una velocidadincreíble y el peso de su enorme arma, contra los que se hallaban allí apostados.

Lodar había guiado a sus hombres, evadiendo el campo de batalla. Mientras unossaltaban los muros y edificios para llegar al centro de la ciudad, otros rodearon el sitiopara evitar huidas. Zidia se había extendido hasta el Jardín de piedra, donde luchaba conel grupo de trogas bajo el mando de Fretsa, que había pretendido encerrarlos entre dosfuegos; mientras que Lodar se ocupó de los guardias del otro lado sorprendiéndolos porla espalda.

Fretsa se enfrentó a Zidia con la idea de proteger la tierra sagrada de la destrucciónque pretendían llevar a cabo estos kishime con sus látigos de hueso y sus poderes paramanejar la piedra y el metal. Mientras que los guerreros de Fretsa tenían habilidades paracamuflarse, piernas fuertes y colas para saltar, y otros alas que les permitían planear enlas corrientes de aire, los kishime los neutralizaban con su facultad para hacer cambiar deforma sus armas para pelear de cerca o de lejos, o el poder de hacer temblar y explotar

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las piedras, creando un terreno inestable y volviendo la protección escasa.

–¡Cuidado, jefa! –le avisó Raño, quien peleaba cerca de ella, al notar que Zidia laatacaba con una daga puntiaguda por la espalda.

La reacción fue tardía y la guerrera sintió hundirse el metal entre sus alas, en la zonacartilaginosa de su espalda. Raño se lanzó sobre él y lo mordió en el antebrazo izquierdo,inyectándole veneno antes de que supiera lo que le había pasado. Zidia se quedómirando el mordisco, sorprendido, pero al ver los colmillos chorreantes y la expresiónvengativa del troga, comprendió. Extendió su brazo, y ante los ojos atónitos de Raño yFretsa, el kishime se amputó el miembro por arriba del codo con su propia espada. Otroskishime lo rodearon, defendiéndolo de posibles ataques, mientras Zidia se ataba en elbrazo cortado el cinto de su vestido para contener la hemorragia, y luego seguíaluchando. En todo el episodio no había emitido un quejido o hecho una mueca. Pasmado,Raño levantó mecánicamente la daga para defenderse de los demás adversarios.

Fretsa se percató de que no valía la pena proteger ese lugar, y gritó:

–¡A la puerta! ¡Cúbranme!A la cabeza de un desesperado grupo de trogas, Fretsa se abrió paso cortando y

rompiendo huesos con sus tridentes, dejando un rastro de heridos fuera de combate,hasta alcanzar la valla. Para ese entonces Lodar había tomado posesión del portal yapostado a sus hombres en el perímetro, por lo cual los trogas se vieron expulsados desu propio territorio.

Con la espada al hombro y encaramado sobre un poste de la entrada, Lodar observóel avance frenético de unos guerreros bien coordinados, y supo que tendría lasatisfacción de una pelea interesante.

Jre Tavlo, el más grande de todos los habitantes de la ciudad, magnificado por elespeso abrigo de piel y el tamaño de su maza de piedra, luchaba con Zefir. Incansable,una sonrisa húmeda en los labios, el kishime paraba sus golpes con la enorme alabardablanca y suspiraba de ansias por cortar al ogro que pretendía detenerlo a las puertas dela ciudad. No podía dejar que Budin, que en ese momento estaba dando cuenta de losmuros al igual que de los adversarios, lo aventajara en entrar primero.

Por todos lados se veía puro movimiento; trogas que surgían de las terrazas a medidaque sus compañeros iban siendo derrotados o caían agotados, seres que corrían entodas las direcciones, golpes y estocadas que cortaban y arrancaban partes, bombas deenergía que explotaban muros sólidos, piedras y material incendiario arrojados desde lostechos. Muchos trogas que quedaron solos o heridos en el terreno luego que la pelea seconcentró frente a la ciudad, se vieron predados por bandadas kishime, muyconcentrados en torturarlos por medio de arpones que se enganchaban en su carne y learrancaban la piel a tirones. A pesar de su fuerza superior los trogas no podían librarsede ellos. Superados en número, eran derribados y destrozados hasta quedarirreconocibles.

Sonie Vlogro caminó sobre una alfombra de jóvenes kishime descuartizados, con susojos abiertos y velados, la mirada fija en el cielo oscuro, y el cabello rubio empastado enbarro y sangre. Se detuvo en la plaza y llamó a gritos a unos trogas que corrían de unlado al otro, desorientados, buscando algo, enceguecidos por la ira y la sed de matar. Lomejor que pudo, les dio a entender que fueran a impedir la entrada de más enemigos. Eneso, alguien gritó, alarmado, y todos se volvieron a observar las volutas de humo negroque se alzaban de un lado de la ciudad. Las llamas lamían lentamente los establos y el

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interior de varias residencias, dejando escapar cenizas y bocanadas ardientes por lasventanas. No había tiempo de detener el incendio. Sonie Vlogro rogó por que las nubesdejaran caer su carga sobre ellos y que no siguieran de largo, que el viento no se lasllevara, y no avivara el fuego.

–¡Se incendió la sala del consejo de ancianos y vuestra residencia! –gritó una joven,casi una niña, que se había quedado para atender a los heridos.

Sonie Vlogro le puso una mano en la cabeza, sobre la piel tersa y marrón que dejabaentrever huesos delicados, y en sus ojos alargados leyó una incredulidad y sorpresa queella ya no podía sentir. La anciana se dio vuelta sin contestar y se dirigió a la zona dondeZefir luchaba aún con el jefe de los Tavlo, mientras otros dos del clan se enfrentaban aBudin. Glidria le salió al paso, caminando con tal ánimo y seguridad que si lo hubiera vistoGrenio no hubiera reconocido a su achacoso aliado:

–Amiga, la ciudad está siendo acechada por más lados que este. Los kishimedominaron el jardín de piedra –advirtió en un tono terminante.

–Es temprano para hacer el recuento, viejo amigo –replicó Vlogro sin inmutarse–.Además, Fretsa cubre ese lado y ella puede hacer más de lo que nosotros podemos.

Si los largos años compartidos habían puesto a la comarca de su lado, en esemomento lo demostró al abatirse una lluvia torrencial sobre el campo de batalla,apaciguando un poco el fuego y dando fuerzas a los combatientes.

En el centro de un mar de cuerpos danzantes bajo una cortina de agua, Tavlo hizoapenas una pausa y cambió de posición el mango de la maza, preparándose paradescargar toda su fuerza en la cabeza del kishime. Zefir vio el gesto por el rabillo del ojo ygiró su arma, en posición horizontal, para darle impulso hacia su oponente al mismotiempo que este alzaba y dejaba caer un mazacote de sesenta kilos. El kishime aceleróun segundo, esquivando el golpe de la piedra que se fue a enterrar en el suelo, y terminódel otro lado del troga, que encorvado hacia delante aún no se había percatado de queZefir le había seccionado medio cuerpo. A la vez que la mole que había sido Jre Tavlo sedesplomaba de cabeza sobre el charco de sangre mezclada con lluvia que cubría lasrocas, una multitud de rostros se paralizó en medio de gestos de ira, dolor, asco,sorpresa, y apatía.

Zefir levantó la alabarda ensangrentada y aulló de alegría. Muchos trogas seasustaron, pero enseguida volvieron a lanzarse al ataque. Allí se encontraban variosmiembros de su clan, ansiosos de venganza, adoloridos y consternados por la muerte delque consideraban un pilar inamovible de la vida. Mientras Zefir y Budin avanzaban haciaFrotsu-gra como envueltos en un aura especial que les evitaba heridas y golpes, sushombres se sacrificaban a la rabia troga.

La jefa había vuelto al puesto de observación junto con Glidria y un par de guardias.Había contemplado la muerte de Tavlo y el estado lamentable de varios guerrerosestimados; ahora veía venir a esos kishime que despedían seguridad y sintió asco. Sinembargo, caía la noche y, con la cubierta de las nubes, tendrían una oscuridad perfecta.Los ojos troga no necesitaban luz, eso les daría cierta ventaja, además del conocimientodel terreno.

–Taj, Sonie –señaló un guardia, y sus esperanzas se vinieron abajo.

Una mancha clara en el horizonte negro. Llegaban nuevos contingentes: la columna deFesha y muchos guerreros de Sulei, entre ellos Bulen, frescos y listos para entrar en lalucha, venían a reforzar un número de enemigos que ya resultaba demasiado.

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Budin se detuvo frente al edificio donde la jefa Vlogro contemplaba la batalla y extendiólos brazos. Del cielo tumultuoso surgieron rayos violetas, entre luces relampagueantesque iluminaron la escena, y se unieron en sus palmas extendidas. Zefir se había puestosu alabarda en la espalda y observaba de brazos cruzados cómo algunas figurasreptantes y deformes que se iban acercando para rodearlos, se alejaron despavoridas alver la energía descender a descansar en manos de su compinche. El suelo mojado secubrió de chispas y destellos, el olor de ozono llenó el aire, y un potente rayo blanco cayósobre la cabeza de Budin. La electricidad se extendió enseguida en todas direcciones,haciendo saltar chispas en los tejados y fuego en el interior de los edificios a sualrededor.

Glidria y los guardias cubrieron a la jefa y ellos mismos se arrojaron al suelo cuando elrayo cayó de improviso sobre Budin, tratando de evitar la onda expansiva. Cuandoalzaron la cabeza y para su sorpresa, se encontraban vivos, comenzaron a preguntarsecómo era posible.

Frente a ellos se alzaba un troga que los había cubierto con un escudo protectormientras la energía se disipaba en la atmósfera y el aire volvía a la normalidad. Vieroncon curiosidad que parecían hallarse en el interior de un huevo translúcido y brillante,contra el que las descargas eléctricas chisporroteaban y luego se evaporaban. Glidria lohabía reconocido en el acto, como a su acompañante humana:

–¡Grenio! Por fin llegaste...

–Eso parece –asintió el troga soltando a la joven que tenía aferrada por un brazo, ymidiendo la situación, la ciudad destrozada, el kishime que había tratado de aniquilarlos,sintió alivio al llegar a tiempo y al lugar correcto, aun sin saber cómo–. ¿Qué sucedeexactamente?

Los guardias se habían apretado en torno a Sonie Vlogro, aterrorizados de esa magiaextraña que los envolvía. Más curioso, Glidria intentó tocarla pero Grenio le advirtió queno lo hiciera.

Zefir había notado el escudo brillante y esperó a que Budin se recompusiera, paraacercarse y señalárselo. Budin respingó; sabía que eso era una habilidad de espejo quetenían algunos kishime poderosos.

–Ese lanzó el rayo y el otro de la lanza extraña es el que mató a Jre Tavlo y a variosotros guerreros –explicó Glidria–. Ellos también derrotaron al clan Flosru.

Demasiado impresionado para decir algo, pero sintiendo que sabía lo que tenía quehacer, Grenio extendió una mano, tocó la cubierta de energía que permanecía a sualrededor y midió la distancia entre ellos. Luego, con un golpe seco, devolvió toda ladescarga que los hubiera electrocutado hacia Budin; a ver si podía absorberla de nuevo.El kishime recibió el impacto en pleno pecho sin llegar a pararlo con sus manos, se viosaturado con más energía de la que podía contener, y como resultado sus ropas sehicieron añicos, el pelo se le incendió y la piel comenzó a desintegrarse sobre su carne,incinerada a una temperatura excesiva.

Zefir retrocedió, estupefacto; en un momento se veían victoriosos y ahora esto. Noentendía qué sucedía, quién los atacaba. Budin cayó echando humo, mientras la carneconsumida hasta el hueso seguía disipándose. Amelia contempló el cuerpo comoiluminado por dentro, la carne que parecía hervir y desaparecer en el acto. Era unespectáculo asqueante pero fascinante, y no podía despegar los ojos. A su lado, Greniotambién lo estudiaba con el ceño fruncido, comenzando a entender que esos poderes

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que ostentaban los kishime les cobraban un precio muy alto de subsistencia, y que suvida podía ser efímera como una llama que se consume muy rápido.

Cáp. 14 – Noche oscura

Agotada la lluvia, el viento arremetió contra los combatientes. En la puerta que Fretsatrataba de liberar del grupo de Lodar, guerreros trogas cruzaban sus puñales, lanzas ytridentes contra las hábiles y rápidas espadas kishime. Habían visto el reflejo del fuego ylas descargas, y con cada ráfaga de luz que interrumpía de golpe la profunda oscuridad,el corazón de los trogas se aceleraba.

Viendo una angosta abertura entre los cuerpos entrelazados, Fretsa se lanzó hacia lapuerta, donde se halló frente a frente con el jefe de los kishime. Lodar la detuvo a puntade espada, y ella respondió con un par de golpes con la derecha y la izquierda, que elkishime esquivó de un salto. Fretsa extendió sus alas negras y se alzó sobre el piso,enganchada a una corriente de viento salado. Lodar corrió y tomó impulso para saltar,encogiendo las piernas y girando, todavía en el aire, para lanzar su estocada desdearriba. La troga vio venir el filo centelleante y viró en diagonal, haciendo que Lodarperdiera su blanco y fuera a dar contra el piso. El kishime aterrizó sobre sus pies, se diovuelta y arremetió contra Fretsa en un solo movimiento. Ella se había posado sobre elmarco de madera de la puerta de la ciudad.

Lodar saltó y asestó un tremendo golpe vertical que lo derribó en mil astillas, mientrasFretsa se movía hacia el interior de la ciudad, arrasando con los kishime en el camino ygritando a sus guerreros que atacaran. Lodar se vio rodeado de trogas pero no desesperóaún. No había logrado un buen golpe todavía. Se escabulló en la ciudad siguiendo aFretsa, que estaba tratando de hacer que los guardias echaran a los kishime. Susguerreros tomaron unas bolsas de tela que Fretsa había guardado en una de las casasvecinas. Ella se detuvo en medio de la calle, presintiendo que la seguían. Al darse vuelta,se encontró con el jefe kishime de nuevo, y detuvo su ataque a tiempo. Mientras estabanentretenidos en la lucha, chocando sus armas, saltando sobre muros, escombros ycuerpos, un par de trogas derramaban el contenido de los sacos, un tipo de pasto seco yoloroso, alrededor de la puerta. Uno de ellos golpeó su espada contra una roca paracausar chispas, y las llamas no tardaron en propagarse por el material produciendo unhumo denso.

Aunque cansado, Lodar había logrado herir una de sus alas, mediante un corte queseparó el tejido membranoso con un ruido seco. Sorprendida, Fretsa dio un paso atrás,tropezó, cayó y se levantó de un salto para evitar el próximo asalto. El kishime respirabaexhausto, y en ese momento se dio cuenta del perfume penetrante que invadía el aire apesar del viento limpio y salobre del mar. Los guerreros de Fretsa se habían retirado, ysus hombres se encontraron de pronto sofocados y mareados por la pestilencia. Unguardia, la cabeza envuelta en una bufanda, arrojaba más pasto seco sobre las llamasque ardían rápidamente.

Ahora perseguido por Fretsa, Lodar retornó a la zona donde había dejado al grueso desus hombres; algunos estaban tosiendo e intentaban ubicarse en medio del humo. Lesgritó que fueran a favor del viento, pero no parecían entenderle en la distancia. Saltó porencima de un par de terrazas, para alejarse de la troga, y se detuvo un momento paracubrirse el rostro con su manga. Algo silbó en el aire y sintió un ardor en el hombro.Fretsa le había arrojado un tridente que se clavó en su espalda y le atravesó el pecho,

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errando por poco su corazón. Lodar lo arrancó con dificultad y se tambaleó hacia delante,cayendo en medio del humo.

Cuando Fretsa se acercó, con cautela, no pudo ver nada en la oscuridad. Su tridenteestaba clavado en el suelo y el kishime había desaparecido.

Pronto varios de sus guerreros se le unieron, habiendo dado un rodeo para evitar elhumo nauseabundo; estaban contentos con el resultado de su plan.

–Bien hecho, y buena pelea –los elogió su jefa–. Pero este truco no durará muchotiempo. Vamos a reunirnos a preparar una defensa más fuerte, antes de que vuelvan.

Sonie Vlogro, sus acompañantes y Grenio habían descendido para enfrentar a Zefir,pero este se retiró con prudencia evitando enfrentar al poderoso troga. Sus hombres seasombraron al ver el rostro de su jefe, rígido, cuando se les unió en la entrada principal yles ordenó quedarse ahí. Los trogas aprovecharon para unir fuerzas, hacer un recuento ycrear una nueva táctica. La batalla continuaba; pero ya sabían que no podíanmantenerlos afuera de la ciudad, que no estaba preparada para soportar un asaltocontinuo, sin muralla, sin foso, sin medios de defensa resistentes contra los poderesdestructivos kishime. Contaban con que los enemigos se cansaran y se debilitaran, simantenían ese ritmo hasta la mañana. Sin embargo, sabían que luego deberíanenfrentarse a los nuevos batallones recién llegados y frescos.

En una barraca vieja, apenas iluminada bajo un par de lámparas amarillas, Ameliaestaba sentada contra una pared revestida de cuero, mareada por el aire pesado y tibio.Grenio la había sacado del medio, según le dijo para evitar que los kishime lasecuestraran de nuevo o que algún troga la quisiera asesinar, y la abandonó en el refugioque habían preparado de apuro para los heridos en la batalla. Se trataba de un antiguocobertizo cerca del muelle, con piso de tierra, húmedo y bajo.

Adormilada, se dedicó a mirar sin atención el ir y venir del curandero, un anciano trogaencorvado que susurraba palabras roncas y calmaba a los heridos con una fuerte infusiónde hierbas. A pesar de estar rodeada por incontables monstruos, no sentía miedo, tal vezporque la mayoría estaban inconscientes, o porque ninguno le prestaba atención, o por elperfume calmante de los remedios. De repente, al pasar junto a ella, el troga se la quedómirando. Al rato, Amelia reaccionó y se incorporó.

El curandero estaba junto al lecho de un troga de piel amarilla manchada y cráneoalargado, que había llegado hacía poco tiempo con una fea herida abierta en el abdomen.Amelia comprendió que el curandero le estaba pidiendo que se arrimara para sostener untrapo mientras se dedicaba a cerrar el hueco ennegrecido. Había una astilla clavada en lacarne. Luego de vacilar unos instantes, la joven se acercó, tomó de sus manos el trapoempapado e hizo como le indicó el curandero, limpiando y presionando los labios de laherida. Tuvo que respirar por la boca para no sentir el tufo nauseabundo de sangrecaliente, hierbas y carne quemada. También tuvo que suministrarle en una ocasión máscalmante, de una botellita azul.

Satisfecho con su actuación, sin notar la mirada desmayada y descompuesta de lajoven ni la palidez de su rostro, el curandero le pidió que ayudara con los otros. Al menos,estar ocupada la distraía de pensar en sus circunstancias, el asombro que le producíaestar metida en una guerra en un mundo extraño, ella que se consideraba la joven máscomún con la vida más aburrida de la Tierra. Pero aún en ese ambiente atenuado, sentíarumor de tropas marchando, alaridos y explosiones, amén del eterno rugido del viento y el

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mar; y no podía evitar sobresaltarse al notar los cuerpos destrozados que debía atender ydarse cuenta del producto de tal guerra. De repente, mientras aplicaba un emplasto sobrelas quemaduras de una joven troga, algo la tomó de un brazo y tiró de ella.

En el camastro contiguo, un ejemplar largo y escamoso había alargado una extremidadhacia ella para atraerla hacia la luz y le clavó los ojos amarillos, furiosos.

–¡Kishime! –gruñó Trevla, quien se hallaba en un estado lastimoso y no había podidoser transportado a las islas. Deliraba.

Amelia tironeó, tratando de zafarse, y gimió de miedo al reconocerlo. El curandero seacercó de malhumor por ser interrumpido en su tarea, para separarlos y hablar un pococon su paciente. Al momento, los ojos amarillos se aclararon y zafó su mano de Amelia,pareció darse cuenta de donde estaba y preguntó al curandero cuanto tiempo habíapasado y cuál era la situación.

–Estuviste dormido desde ayer cuando te trajeron, y ya es de noche. No te preocupespor la batalla, con tus heridas no puedes ni dar un paso, ya es increíble que sigas vivo –explicó el curandero, implacable.

Trevla se recostó, un temblor de frustración recorriendo su cuerpo. ¿Dónde estaría sugrupo? ¿Cómo les iría? ¿Quiénes habrían muerto y a quiénes volvería a ver?

Fretsa estudiaba la gruesa barricada que sus guerreros estaban fabricando paradetener el avance del enemigo, apilando cajas, muebles y escombros, sembrada de picasclavadas en el suelo, y trampas. Aprovechaban su buena visión en la oscuridad, ventajaque no tendrían los kishime si decidían atacar antes del amanecer. Habían restaurado lavigilancia, y en ese momento, Fretsa estaba contemplando el terreno irregular, lleno deposibles escondites y sombras, desde lo alto de una residencia que ya había sidodevorada por las llamas. Notó una figura blanca que se desplazaba, vacilante, entre lasrocas y espinos; pero no podía dar crédito a sus ojos, apenas había sido un fantasma. Sehundió en su capa negra y se acercó despacio al borde del tejado, se inclinó haciadelante y miró fijamente.

Un sonido leve como el posarse de un pajarito en las ramas de un árbol acompañó lallegada de un kishime, que apareció a sus espaldas y descendió sin resbalar por eldeclive de piedra hasta el pretil. Se detuvo a su lado y Fretsa se volvió, sorprendida.

–¡Jo, gru kishim... –exclamó al verlo, y se contuvo cuando Bulen le puso la punta de suespada en el cuello.

–Silencio, fagame –murmuró él, cuidando que no hubiera más trogas alrededor–.¿Acaso no teníamos un acuerdo? Supongo que me traicionaste con el troga, después detodo.

Fretsa notó el desagrado con que se refería a Grenio, con un brillo peculiar en los ojos.También notó la diferencia en su vestimenta y peinado, y le pareció que este kishimetenía un aire muy raro. Sin que él lo notara, puso su mano izquierda sobre un tridente.Grenio tenía asuntos pendientes con Bulen, así que si lo vencía y se lo entregaba enbandeja, obtendría algunos puntos con él.

–No tengo mucho tiempo –dijo Bulen, y se detuvo para soltar una risa aguda–. Deboproponerte que mates al elegido, y tú puedes poner el precio si quieres. Aunque evitaresta guerra sería pago suficiente, el futuro es adverso para tu raza.

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–¿Evitar la guerra? –repitió ella, mientras se debatía entre el alivio que esas palabras letraían aun con la amenaza de ceder a la tentación, y la rabia porque un kishime lepropusiera rendirse antes de pelear.

–Sí, tú no entiendes nada, pero nosotros actuamos bajo las órdenes de Sulei, y uno desus objetivos es obtener al troga de la profecía –ahora Bulen hablaba con un tono de vozy expresión fríos, vuelto a la normalidad–. Muerto, no le sirve de nada.

Fretsa mostró sus armas: –¡Nunca! –exclamó–. La otra vez cometí un error, pero yanunca haré tratos con los enemigos de mi raza, es una falta de respeto lo que mepropones. ¡Matar a un troga! Aunque todos terminemos muertos aquí, en esta mismatierra que nos ha acogido por siglos, ninguno va a traicionar a un troga.

Con estas palabras se abalanzó sobre el kishime, lanzándole dos cuchilladas seguidasque Bulen detuvo con facilidad. Esta guerrera ya no podía enfrentarse con él, que eramás que un kishime; era una aspiración y un alma kishime, dispuesto a todo para frenarel futuro.

–Ya veo que te han reprendido y no te animas a actuar libremente –discurrió en vozbaja, conteniendo los sucesivos golpes con una sola mano–. Te digo de nuevo, que siasesinas al troga y a la humana, salvarás esta tierra miserable y a tu gente.

–¿A la humana también? –murmuró ella, haciendo una pausa expectante.

Bulen presintió la llegada de un nuevo grupo kishime y supo que pronto habría unabatalla en ese sitio. Sin responderle, se desvaneció en el aire, dejando sólo polvo brillanteante sus ojos, obnubilados, por las emociones en conflicto.

En el campamento de Fesha, una fila de kishime que esperaban para asaltar Frotsu-gra, vieron pasar a Bulen, conocido partidario de Sulei, con respeto y admiración. Élsiguió de largo, absorto, sin importarle que lo vieran usando sus poderes para moverse deun lado a otro, y fue a sentarse en una roca solitaria, alejado del resto. En medio de laoscuridad y el viento helado, miró los puntos brillantes diseminados, carbones ardientesdonde antes había casas y almacenes, y percibió los grupos que pululaban por eldesierto, afilando sus armas para exterminar a los monstruos y limpiar el mundo, comodecían. Estaba recordando la duda súbita en la actitud de la guerrera troga, y de repenteentendió que ella bien podía cumplir con lo que le había pedido, a cambio de nada.Parecía sentir una satisfacción personal al pensar en matar a la humana.

No tenía ninguna razón para ello, pero lamentaba que la troga se decidiera a hacerlo.Si fuera él, lo haría rápido y sin dolor, porque no tenía nada contra ella; sólo que deberíahaberse quedado en su mundo y no venir a poner en marcha la profecía.

Los kishime se ponían de nuevo en movimiento, lanzando un ataque masivo hacia laciudad, a pesar de la creencia de sus habitantes de que no se animarían a venir en lanoche.

Grenio salió por la calle principal, para enfrentarse con Sulei, Bulen y todo el quetuviera poderes, determinado a evitar una masacre aunque usara hasta su última gota deenergía. Tomó la shala, depositando en su filo la fe con que contaba. No percibió lasmiradas de reojo, llenas de desconfianza y velado temor, que sus compatriotas leechaban.

Era un mal augurio caminando, un dios de la destrucción para los escépticos.

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Se encontró con Zefir, y los presentes se apartaron instintivamente, presintiendo que elchoque entre tales fuerzas podía llevarse a los que se pusieran en su camino.

Grenio levantó su espada, invisible en la oscuridad, excepto para los adiestrados ojostrogas. Zefir sintió un escalofrío que lo traspasaba como si un espíritu hubiera caminado através de él, pero no reconoció las señales hasta que comenzó la lucha. Giró la alabardasobre su cabeza con gran ímpetu y trató de cortarle las piernas de un tajo, lo cual Grenioevitó saltando con precisión. Luego intentó cortarle la cabeza, y el troga detuvo la puntade su arma con el dorso de su espada. Sorprendido, Zefir se vio rechazado y empujado, ala vez que el resto de los combatientes les daban paso para continuar luchando,encerrándolos en medio de la batalla. El siguiente golpe, Grenio lo recibió con el filo, queseccionó la alabarda como si fuera manteca tibia. La punta cayó al suelo y Zefircontempló estupefacto el pedazo de asta en su mano. Aprovechando esa pequeñapausa, el troga arremetió y lo decapitó de una vez.

Por un momento, los kishime se quedaron paralizados en sus lugares, incapaces decreer en la muerte de Zefir, el segundo jefe del Consejo en caer esa noche y, algunos sepercataron, a manos del mismo troga, que no podía ser otro que el elegido de la profecía.Si bien su poder les generaba terror, al cual no estaban acostumbrados y difícilmentepodrían haber descrito, saber de quién se trataba les dio una especie de desesperación:contra él luchaban. Dominados por un temor innato, fruto de siglos de vislumbrar esaamenaza, se lanzaron todos contra Grenio, una bandada veloz y mortal de espadas ylanzas voladoras.

Los trogas que hasta ese momento habían desconfiado de él, ahora fueron presa de lalealtad a su raza que tenían echa carne en ellos, y corrieron a defenderlo. Allí seencontraba el vórtice de la batalla. La muerte de los kishime a cargo del ataque frontal,atrajo a los demás jefes del Kishu, acumulando una fuerza irresistible a medida que todosse sumaban a la lucha. El dique de unos cuantos guerreros trogas, entre ellos Raño,Glidria y Vlojo, ayudando a Grenio, no pudo contener la invasión, que se colaba por todoslados. En cuanto cruzaban el umbral de Frotsu-gra, los kishime eran presa de un ansiadestructiva. Querían acabar con sus propios miedos supersticiosos, destruyendo cadaroca sino cada habitante.

La fuerza de su conjunto podía parecer impresionante, pero pronto los trogas vieronrecompensada su resistencia. Empezaron a notar que sus oponentes podían serderrotados con mayor facilidad que antes. El brío kishime bajo continuas horas de batalla,con poca recuperación, y el uso de sus habilidades especiales, volvía torpes sus reflejos ydesgastaba su organismo. En cambio, los trogas conservaban sus fuerzas, teníangrandes reservas de energía en sus cuerpos fornidos.

Bulen se percató y comenzó a vadear la corriente de cuerpos, desde su posición en laparte de atrás, directo hacia el troga, que percibía claro como si la luz del sol manara deél.

¿Hacía cuanto que estaban luchando? Se preguntó Raño, cansado, a pesar de que sehabía jactado con sus compañeros de que podía seguir por días. Le dolían los dientes detantos kishime que había mordido, tenía los brazos empapados de sangre hasta el codo,así como el resto de los que seguían en pie. De vez en cuando pisaba carne todavía viva,sin poder pararse a distinguir si era un amigo o enemigo. Había perdido la noción deltiempo. En eso vio venir a Bulen, que se destacaba entre los adversarios por actituddecidida, y la facilidad con que se venía abriendo paso, golpeando a diestra y siniestra sinmirar.

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–¡Grenio, jra! –rugió, presintiendo que él era su objetivo.Al mismo tiempo, Bulen dio un salto y zanjó los últimos veinte metros flotando en el

aire por un momento y cayendo a toda velocidad junto al troga, que se hallaba ocupadoreflejando el ataque ígneo de dos kishime de azul. Su espada surcó el espacio como unrayo y se hundió en la carne.

Grenio se volteó, mientras los kishime salían despedidos a sus espaldas con el revésde su propio ataque, y se dio cuenta de la presencia de Bulen, lo relacionó con el silbido yla advertencia que había oído, y al mirar abajo, quedó consternado al notar que Glidriahabía caído a sus pies. El kishime falló porque el viejo se atravesó en el último instante, yrecibió el pleno impacto de su hoja, que le abrió el cuerpo de lado a lado. Se tapaba conlos brazos pero la sangre brotaba por todos lados. La vida se le escurría segundo asegundo.

Saliendo de su estupor, Grenio empuñó la shala para arremeter contra el kishime,gritando. Bulen lo vio y tardó en reaccionar, sobrecogido por sus ojos rojos y el poder queparecía emanar de su aura. Entonces, se desvaneció en el aire y Grenio se enfrentó auna muralla de cuerpos. Frustrado, intentó seguirlo, pero las figuras se confundían,destellos borrosos.

–Ñosu, Glidria –le dijo al volver y arrodillarse junto al viejo, apenado al notar loirremediable de su estado–. No fuiste sabio al no seguir tu propio consejo y venir aquí.

–Sólo a ti se te ocurre reprochar a un hombre que está agonizando –susurró Glidria,tratando de fijar la vista en algo, parecía estar rodeado de un torbellino rojo y negro–.No... Me alegro de morir luchando... y no de indigestión en una montaña... solo.

Grenio tardó un rato en darse cuenta de que había callado porque ya no podría emitirotro sonido, jamás.

Cáp. 15 – El nuevo Sulei

La barraca no había sido suficiente para albergar a todos los heridos y había hileras deellos tendidos en medio de la calle, a medida que la luz grisácea señalaba el alba y labatalla se volvía espasmódica. Algunos grupos aislados seguían peleando, en el extensocampo cubierto de cuerpos, los kishime se iban retirando rendidos, y los trogas podíanvolver a lo que quedaba de Frotsu-gra en busca de agua y medicina.

El curandero recorría esos despojos de guerreros, haciendo lo posible por suslesiones. Los que estaban mejor tenían que arreglarse solos. A Amelia la mandó allevarle agua a los más graves; los otros eran demasiado orgullosos como para recibirayuda, así que quienes podían se arrastraban hasta una fuente, y los que estaban muyagotados permanecían sedientos.

–¡Fro! –exclamó uno de los guerreros en peor estado, con un brazo amputado y unapierna aplastada, salido de una explosión que le había quemado medio cuerpo.

Amelia se detuvo, sosteniendo el balde y el jarro, fastidiada porque en talescondiciones se negaba a aceptar su poca ayuda. Pero entonces notó que, levantando subrazo sano con dificultad, el troga le señalaba a una guerrera que había caído dormidacontra una pared cercana. Temblaba como una hoja y tenía un brazo todo vendado. Lajoven se arrodilló junto a ella y le puso el jarro en la boca. Sin abrir los ojos, la troga bebió

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y pareció mejorar al momento. Amelia se conmovió con la actitud del pobre herido quehabía rechazado el líquido a favor de otro que estaba en mejores condiciones y deseópoder hacer algo por él, aunque fuera para evitarle dolor. No sabía si sufrían, esos seresparecían de hierro, parecían aguantar todo. Se volvió a mirarlo pero el troga habíacerrado los ojos y permanecía inmóvil. Siguió con su ronda, pensativa.

La luz del día descubrió a los ojos de los habitantes de Frotsu-gra que el día anteriortenían una ciudad y ahora sólo les quedaban ruinas humeantes.

La humedad y los restos de lluvia se concentraban en charcos oscuros. Los edificiosque restaban en pie parecían tristes de hallarse rodeados de muros estallados, cúpulastiznadas y residencias que eran cáscaras vacías. También había cadáveres, y los queseguían con fuerzas estaban sacándolos de debajo de los escombros.

Grenio seguía afuera, revolviendo entre los cuerpos en busca de heridos. Allí seencontró con Fretsa y le extrañó, primero que nada, la mirada perpleja en lugar de suhabitual gesto resuelto, y que siendo la primera vez que se veían en mucho tiempo,apenas lo registrara como a un simple conocido. Había esperado mayor efusividad dealguien que le había ofrecido una unión.

Sonie Vlogro contemplaba la destrucción mientras palpaba el báculo de Glidria, que lohabía dejado abandonado en un rincón al salir al frente de batalla. “Nunca creí ver estacatástrofe”, pensaba, dirigiéndose a la calle principal. Entonces, su mirada se cruzó con lafigura de Grenio, lleno de energía. Raño lo seguía parloteando sobre lo increíble que eransus habilidades, sin ser escuchado en lo más mínimo por el otro.

Amelia levantó la vista de su ocupación y lo vio venir, caminando enojado. Nuncahabía dudado de que él iba a estar a salvo, a pesar de haber presenciado como caíantodos esos seres de fuerza monstruosa. Grenio se detuvo junto a ella y en ese momentotuvo conciencia del lugar en que se hallaba, rodeado de ruinas, muertos y moribundos,donde debería haber una ciudad floreciente y tranquila. Si no fuera porque ellos dos, ellostres en realidad, constituían una fuerza destructiva, profetizada como el fin del mundo oalgo así. Sintió todas las miradas de los trogas, su pueblo, clavadas en él con ojosacusadores.

La joven le tendió el jarro con agua fresca, rompiendo el encanto. Grenio bebiómientras observaba las cúpulas negras y el cielo con aire ausente, y percibía como a lolejos, las palabras de Vlogro. Estaban planeando enviar algunos trogas a colarse entrelas filas kishime y averiguar cuál era su estado, la cantidad de sus hombres y sus planes.Por supuesto que se ofreció, porque podía usar su habilidad para desplazarse yaprovechar el tiempo para buscar a Bulen y Sulei. Además él sabía cómo lucían susjefes, argumentó.

–Fla –la negativa de Vlogro fue tajante–. Jre Grenio, no podemos perderte ahora,debes proteger Frotsu-gra, quiero decir a la gente, y sólo tú tienes el poder.

–Yo enviaré a uno de mis hombres –interfirió Fretsa que hacía rato deambulaba porallí–. Tengo a unas excelentes guerreras que pueden introducirse y volver sin ser vistas.Lástima que mis dos mejores hombres no puedan...

–Yo iré, jefa –exclamó Vlojo, animado con la idea.Presintiendo que se planeaba algo interesante, Vlojo se había ido acercando al grupo

que discutía en medio de la calle, auxiliando a su amigo Trevla, que todavía cojeabaaunque tenía mejor aspecto que la noche anterior.

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–No, también sería un desperdicio en caso de que... –replicó Trevla, soltándose de sucolega y mostrando que podía avanzar solo aunque despacio y usando la cola comosoporte–. Jefa, déjame ir a mi.

Fretsa lo miró a los ojos por largo rato, y asintió. Contuvo la protesta de Vlojoprometiéndole que tendría la siguiente oportunidad para lucirse.

Sonie Vlogro, que temía más que nada la desmoralización de su gente por la derrota,ya que aunque no le agradaba la idea su situación debía ser tomada de esa forma,aprobó la elección de Fretsa y se alegró de que sus guerreros mostraran todavía tantoánimo combativo.

Mientras Sonie Vlogro reparaba en la guerrera con satisfacción, pensando en ellacomo guía de los destinos de su gente en un futuro cercano, los pensamientos de Fretsaestaban ocupados en una veta más bien personal. Después de que Trevla se marchara acumplir su misión, se quedó mirando a la humana, recordando sin querer las palabras deBulen y dejando que una ola de repugnancia y odio la invadiera. Le disgustaba su forma,su pequeñez y su piel; se dijo que se parecía demasiado a un kishime con esa tez clara, yhasta la vestimenta que llevaba parecía provenir de uno de sus enemigos. Si no estuvierapresente la anciana Vlogro y si no fuera por incurrir en el rencor de Grenio, la hubieraarrojado en ese mismo momento al mar.

Respiraba afanosamente, y varias veces temió haber sido visto por los kishime querondaban por el desierto de piedra. Pero logró llegar, sin perder su camuflaje, hasta elgrueso de las filas kishime, que al contrario del día anterior andaban mezclados ydesorientados.

Lo sorprendió la aparente ecuanimidad de esos seres. Algunos estaban sentados engrupo, pero no charlaban ni hacían ruido alguno. Otros descansaban, incluso algunodormía de pie. No se habían preocupado por los cuerpos de sus compañeros, calcinadosal sol. No parecían temer la presencia de la muerte, ni tener respeto por ellos; como siaceptaran todo con absoluta resignación. Los heridos estaban siendo atendidos por unoskishime que tenían la facultad de sanar con solo poner sus manos sobre el daño. Otrosse quitaban las ropas manchadas y recomponían su apariencia.

Con cuidado de no tropezar con ninguno, se coló entre un grupo que discutía frente auna tienda cuadrada de tela blanca. Notó que muchos de estos no habían estado enbatalla, no había rastros de sangre o mugre en sus ropas ni en sus armas, y tenían unaactitud brillante que contrastaba con la apatía del resto. Luego percibió un movimiento enel grupo y reconoció a uno. Bulen se había desprendido del grupo y avanzaba hacia él.Pasó casi por su lado, y Trevla contuvo la respiración. Bulen no se detuvo y siguió para ira sentarse en una roca y contemplar el horizonte.

Lodar y Fesha también partieron, a contar a sus grupos lo que recién habían oído.Zidia, todavía lleno de sangre seca y el ruedo de su túnica negra de barro, permaneció enel lugar con Dalin y varios de sus hombres, discutiendo acaloradamente. Pero Trevla noentendía su lenguaje.

Sin embargo, captó que su atención parecía dirigirse constantemente al interior de lagran tienda y esto excitó su curiosidad por saber qué había dentro. La rodeó, dejandoatrás el animado grupo, y pegó el rostro a la tela, tratando de adivinar que sucedía allí.

Sulei había llegado poco antes del amanecer, irritado al notar desde lejos que nohabían hecho caso del acuerdo y habían comenzado la pelea. Venía pensando en

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reprender a unos cuantos, incluso poner un ejemplo, pero el relato de las batallas, con laconfirmación de Bulen, y el obvio estado de inferioridad en que habían dejado a los trogasle quitaron las ganas. Además, los que habían iniciado todo no estaban allí, pues Zefir yBudin habían perecido a manos de Grenio. Tener la certeza de que se hallaba al alcancede su mano, también lo puso de buen humor.

Estaba reclinado en una poltrona formada por un montón de telas apiladas; junto a élhabía una mesa improvisada sobre una piedra ancha, con algunas lámparas y cuencosde agua fresca; y del otro lado estaba sentado Tobía.

–¿Lo habrán tratado bien en el camino? –inquirió del tuké, que lo miraba con infinitacuriosidad. Había algo distinto en Sulei, algo que no podía definir pero veía claramente.

–Sí, sus sirvientes me cuidaron muy bien –contestó con ironía.Trevla escuchó las voces y supo que había un humano. Quedó estupefacto. ¿Para qué

traerían a un humano? Porque en esa región no habitaban; pero era insólito que loskishime viajaran en compañía de un humano. ¿Estaría equivocado? Trevla se arrodilló ytrató de encontrar una rendija por la cual espiar.

–¿Ellos están aquí? –preguntó Tobía con voz entrecortada.

–Sí –Sulei sonrió–. Llegaron antes que nosotros. Eso quiere decir que no vinieroncaminando, ¿no le parece, tuké? ¿Será necesario, después de todo, su presencia en estelugar? –añadió con sorna.

Tobía palideció. A razón de varias frases de Sulei del mismo tono, tenía la impresiónde que el kishime no lo consideraba necesario para sus planes, y que lo conservabacomo diversión, para torturarlo con su traición.

–Pero yo... –se interrumpió Sulei, y levantándose, preguntó burlón–. ¿Qué tenemosaquí?

La cualidad que Tobía no podía fijar, se hizo evidente al verlo caminar a la luz del día.Sulei había adquirido cierta materialidad, sustancia y gravedad, en contraste con laapariencia alabastrina e ingrávidos movimientos de los demás kishime. Las ropas lesentaban mejor, el conjunto negro se pegaba a su piel como si le hubieran crecidomúsculos, y la calvicie blanca dejaba traslucir venas verdosas que sobresalían al caminary hablar. Esto se sumaba a su habitual energía y carisma, generando en los kishime,medio agotados de tanto batallar, desconcierto y arrastre a la vez.

Sulei se dirigió con paso majestuoso hacia la ciudad devastada, y todos lo siguieron, lohubieran seguido adonde fuera.

Los guardias trogas notaron el lento acercamiento con gran nerviosismo, cuando nocreían tener que afrontar todavía otra lucha.

Al mediodía no habían tenido noticias de Trevla, y los jefes de clanes ya estabansacudiendo la cabeza sin esperanza, cuando les llegó la noticia del nuevo avance.

–¿Qué pasó con Trevla? –preguntó Vlojo, no podía creer que lo hubiesen capturado.

Pero ni Fretsa ni las otras guerreras le respondieron. Se estaban preparando para estenuevo desafío y no podían pensar en amigos que debían quedar en el pasado.

Sulei iba al frente, flanqueado por Bulen y los guerreros nuevos que había traídoconsigo. El resto los escoltaba; más ansiosos por ver los resultados que Sulei había

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obtenido que de pelear con los trogas. Los más tradicionales eran escépticos, puesconsideraban imposible que alguien mejorara su esencia con una máquina. Los demásesperaban un gran show, porque el kishime que había ascendido a jefe del Consejo, quecasi lo había desbaratado, prometía grandes hazañas. Con este halo de esplendor y laconciencia de tenerlo, se plantó frente a las puertas de Frotsu-gra, exigiendo que ledieran paso.

Vlogro, Grenio y otros jefes de clan aparecieron en lo alto del camino.

–Me parece que esto es suyo –exclamó Sulei remarcando cada palabra, y les arrojó unbulto.

Fretsa perdió color y los demás se sobresaltaron al contemplar la cabeza de Trevla, sinsu cuerpo. Un rumor sordo cundió entre los trogas. Vlojo, que casi podía decir que habíaprevisto esto en su ansiedad por su amigo, salió corriendo de la ciudad. Grenio lo atajó,tirándolo con violencia al suelo. Vlojo tenía razón en sentir rabia, dolor, odio; y podíadescargarse contra todos los que quisiera, pero no todavía. Además, Sulei era suyo.

Vlojo se levantó hasta quedar arrodillado, ocultando el rostro entre las garras; aturdidocomo para enojarse con quien lo había arrojado, pero sin deseos de humillarse frente aesos fríos monstruos.

Grenio y los jefes tenían la atención fija en Sulei. De repente vieron cómo su imagenparpadeaba y con el sonido de un corcho destapado, desapareció. Por un segundo loesperaron, inquietos, y cuando al fin percibieron su presencia, Sulei ya tenía entre susmanos a la anciana Vlogro. Antes de que pudiera mover una mano hacia él, aunqueestaba a un paso de Grenio, los dos se habían esfumado. Sulei reapareció junto a sugente y Sonie Vlogro miró confundida alrededor.

El kishime la sostenía por el cuello. Los trogas quedaron estáticos, temerosos de quele hiciera daño, pero la anciana no tardó en recuperar su valor. Intentó desprenderse,arañando con las garras en rápido zigzag su rostro y brazos. Extraño, el kishime noperdió su sonrisa aunque tenía la cara surcada de estrías rojas rezumantes. Tan sólo lasoltó y empuñó su cimitarra y, sin aviso, la partió al medio. La troga cayó al suelo, torso ycabeza separados de la parte inferior del cuerpo, todo embolsado torpemente en su capagruesa de piel. Un grito de asombro se elevó desde las filas trogas y Grenio dio un pasoadelante.

Sulei también avanzó, a la vez que los cortes en su piel blanca se iban cerrando a unritmo acelerado hasta no dejar rastros de haber sido herido. Se detuvo, confiado, a unosmetros del troga, que hervía de indignación. Sus músculos temblaban por el esfuerzo quehacía por no salir corriendo hacia la multitud kishime con furia asesina.

El kishime alzó el brazo izquierdo y de su palma brotó una bola de energía; para la cualGrenio preparó su shala. Sulei notó por primera vez que estaba mejor armado que antes,y decidió aumentar la fuerza de su ataque; ya no temía el quedarse sin potencia.

La energía, que el troga percibía como una nube vaporosa, voló por el aire y cruzó elsurco que hizo con su shala. El filo interceptó la energía, difuminando gran cantidad, perono toda. Grenio sintió el impacto caliente y la fuerza cinética que lo tiró al suelo, de dondese levantó enseguida, demasiado emocionado para sentir dolor. Los trogas lo seguían ensuspenso, si bien Fretsa, que se hallaba delante de todos, sintió el olor a quemado y violas prendas hechas jirones. Sulei, mientras tanto, preparaba otro lanzamiento de energíaque lo golpeó apenas Grenio pudo ponerse de pie. Esta vez, en lugar de calor comofuego, Grenio sintió una onda que lo traspasó, haciendo tintinear cada célula como si

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trataran de arrancarle el alma.Inspiró, para sacarse el aturdimiento, y se abalanzó sobre Sulei. Bajo la mirada

expectante de sus hombres, este mantuvo la calma y lo esperó, alzando su shala paracontener el golpe. Las hojas chocaron con un repique brusco, tratando de cortarse una ala otra pero en igualdad de condiciones. Sulei apreció la hoja azulada de Grenio:

–¿Debería preguntar donde conseguiste esa maravilla antigua? –susurró, paradisgusto del troga, que quería más acción y menos de su charla necia–. Supongo que esla respuesta que esperaba de Fishiku.

Preparó otra bola de energía. Esta vez tenía que detenerla, se dijo Grenio, y levantóun brazo como lo había hecho tantas veces. Magia, cuando el poder lo alcanzó la barrerase formó a su alrededor, y contraatacó en el acto con un golpe que le devolvió al kishimesu energía, reforzada. Sulei sonrió y levantó una mano. Era la oportunidad que estababuscando. El troga creyó que no podría desaparecer toda esa energía con su shala, peropara su sorpresa, una pared invisible cubrió a Sulei.

Los kishime lanzaron una exclamación ahogada de admiración.

–¿Qué más tienes? –lo toreó Sulei, y zarandeó su cimitarra, emitiendo destellos de luz.Bulen se dio cuenta de que se estaba rompiendo los dedos de tan fuerte que apretaba

sus manos mientras, con rostro forzado, observaba los movimientos de Sulei, buscandouna falla, un síntoma, cualquier cosa.

A esta altura ya debería haber aprendido de sus batallas, pero no. Grenio se lanzóhacia el adversario, sabiendo que lo estaba tentando para cometer una tontería, perodispuesto a una lucha cuerpo a cuerpo si era necesario. Sulei consideró que supersonalidad no evolucionaba para nada a pesar del poder que ostentaba. “Es un tonto,¿por qué le dieron el poder a él?”

El mundo no marchaba bien y él lo iba a arreglar, se decía mientras el troga lohostigaba con su espada. Los adversarios estaban cara a cara, sus hojas pegadas.Grenio usó su mano derecha para golpearle el rostro.

Aunque le dio un golpe que hubiera derribado un árbol, el kishime apenas ladeó lacabeza y lo miró impasible ¡como si no lo hubiera tocado! Grenio se separó un poco y girópara dar impulso a su próximo sablazo; Sulei lo esquivó dando un pequeño salto haciaatrás y, levantando su cimitarra por encima de su cabeza, la precipitó sobre el troga.

Grenio inclinó el cuerpo a la derecha y la hoja apenas rozó su brazo izquierdo. Derevés, despachó su espada contra el kishime, pero Sulei se evaporó en el aire.

Presintiendo que iba a aparecerle atrás, Grenio permaneció inmóvil y, apenas creyópercibir su presencia, viró el cuerpo y le dio un codazo con su brazo hábil. Sulei se viosorprendido por la maniobra y recibió el impacto en su pecho. Por un momento se asustó,trestabilló, sintió la preocupación de sus hombres como un imperceptible movimientohacia delante, y fue a dar con una rodilla al suelo. Apoyó una mano en el nacimiento desu garganta, notando dolor pero ninguna lesión fatal. Su confianza volvió. Rebosante deenergía, paró la shala de Grenio con su cimitarra, se irguió al tiempo que empujaba altroga, y saltó.

Desde el aire, como pendiendo de hilos, arregló la posición de su arma, pensando enhundirla y partirlo de arriba abajo.

Grenio alzó los ojos y la luz del sol lo cegó, impidiéndole ver el ataque dirigido hacia él.

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Un troga gritó. Grenio cerró los ojos, y súbitamente, se movió escapando por milagro.Sulei se posó y levantó una nube de tierra y polvo al estrellar su shala contra el piso. Enel lugar quedó un pequeño cráter.

–Li deshi gosü –ordenó Bulen, con voz nítida en medio del silencio del día.Los guerreros de Sulei se adelantaron con paso marcial. Del otro bando no

permanecieron indiferentes. Preocupada por el futuro, al ver a los trogas que la seguían yla inseguridad que nacía en sus miradas, Fretsa aferró sus tridentes y clavó un pie entierra. En esta batalla, Grenio estaría ocupado con este poderoso kishime, los jefes de laciudad estaban muertos, no había dirección ni buen ánimo, y el valor decaía con la luchaconstante y el número creciente de heridos. Más que a una guerra contra sus viejosenemigos, se enfrentaban con la desaparición de su raza y su estilo de vida; y ella teníaque tomar las riendas para impedirlo.

Cáp. 16 – Un amigo en un lugar extraño

Los enfermos estaban siendo embarcados, Amelia no sabía con qué destino. Elcurandero se ocupó de seleccionar a los que podían mejorar, y un par de jóvenes deaspecto repelente como grandes arañas, los llevaron a rastras hasta las balsas. Estuvocontemplando un rato el procedimiento y luego comenzó a deambular por las callesvacías. Todos los guerreros que seguían de pie estaban en la batalla; ahora sólo podíaesperar.

Pero no podía quedarse quieta, y empezó a vagar sin darse cuenta.Se topó con una escalera y subió por ella, rodeando una construcción de bloques

grises y barro que se mantenía erecta entre el desastre general. El viento sopló en sucabello y por un segundo miró hacia el mar, buscando con los ojos el puerto adonde sedirigían los trogas que veía partir del muelle, en precarias barcas chatas que sebamboleaban temerariamente. Después se dio vuelta y observó el campo de batalla porprimera vez. El efecto de esas imágenes, a plena luz del día, la dejó sin aliento. Habíaestado todo el tiempo a un paso de esa masacre, esa violencia, y no podía creer lo queveía; mucho más impresionante que piedras rotas y heridos que al menos respiraban. Ala distancia, no podía ubicar a quienes conocía, pero sabía que allí estaba peleandoGrenio. ¿Esperaba que saliera con vida o no? No, no podía desearle la muerte aunquefuera su enemigo, como decía él; además, reparó en su soledad y lo impensable quesería quedarse desamparada en ese lugar.

Pensaba en su propia situación, temiendo lo peor, cuando vio por el rabillo del ojo unmovimiento, alguien o algo que se acercaba por un camino oculto entre las dunas. Unafigura tapada aparecía y desaparecía en las vueltas del sendero. Pensó en dar la alarma.Miró alrededor, no había ningún troga. Si volvía al puerto y le hacía señas al curandero,iba a perder tiempo. Corrió escaleras abajo.

En la calle, se sintió enterrada entre los altos muros. Se apresuró hacia la puerta pordonde iba a entrar la figura y una vez allí, se ocultó tras un muro medio derribado.

La figura, totalmente tapada, aminoró el paso al acercarse a la ciudad y al llegar asomóla cabeza con precaución. Amelia contuvo la respiración y probó a echar un vistazo por elcostado de su escondite. Así lo hizo, y obtuvo una fugaz visión de alguien pequeño quecruzaba la calle y desaparecía de su vista tras una pared. Con el corazón galopante, se

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volvió a esconder. Tenía que ser un kishime, por su delgadez y estatura.Amelia se deslizó hasta el final del muro, que descendía, agachándose. Al final, se

estiró y miró de nuevo por encima de la roca. Esta vez vio al extraño de espaldas.Caminaba vacilante, con temor a ser descubierto pero arrastrando los pies, comocansado. De pronto, la figura se volteó, sintiendo que lo estaban observando, y Ameliatuvo un atisbo de su cara.

Intentó hablar, pero encontró que tenía la garganta atenazada, seca, por los nerviosque había pasado. Murmuró algo, pero eso fue suficiente para que el otro se detuviera ycorriera a ocultarse tras un pedazo de escombro.

Animada por esa actitud que lo delataba, la joven caminó lentamente hacia él y lollamó:

–¡Oye! ¿Eres tú?Tobía levantó la cabeza un poco, sin dar crédito a sus oídos, y su expresión de pavor

se derritió gradualmente en una gran sonrisa. Corrió a abrazarla.

–¡Amelia! ¡Qué alegría encontrarte, y a salvo!

–Sí, Tobía –asintió ella, todavía en un apretado abrazo, y conteniendo un sollozocontra su cuello. Preguntó en un murmullo–. Pero ¿estás bien? ¿Qué ocurrió? ¿Cómollegaste aquí?

Tobía se separó para respirar y, sonriendo, explicó rápidamente:–Hay un grupo de tukés y humanos... vine con un grupo de mis compañeros, que nos

están esperando a cierta distancia de este lugar. Claro, que no podíamos acercarnospara que nos vieran porque es peligroso, pero... hemos venido por ti.

A la joven se le iluminó el rostro.–¡Gracias a Dios! –exclamó, apretándole una mano entre las suyas–. Ya estaba

pensando como salir de aquí... Hay tanto que contarte, además... Descubrimos algunascosas, estuvimos en Fishiku, vimos a los kishime pero... ¿Cuántos son Uds.? ¿Mateusestá bien, está contigo? Creo que le va a interesar saber lo que encontramos... un palacioinvisible, ¿puedes creerlo?

Tobía detuvo su entrecortada charla y, vigilando que estuvieran solos, respondió:–Sí, ven conmigo, por favor. No podemos tardarnos mucho ¿entiendes?

Amelia lo siguió, ofuscada. En realidad no se había recuperado de la sorpresa, yquería preguntarle varias cosas, pero caminó en silencio tras de sus pasos sin decirpalabra. Solo le susurró, una vez cruzaron el jardín de piedra:

–Nunca creí que fueras tan valiente como para venir solo a Frotsu-gra para buscarme...–pero como sonaba demasiado a sarcasmo, agregó–. Gracias, Tobía.

El tuké no respondió, ni siquiera con una sonrisa, pues sus palabras de amistad yconfianza le quemaban el pecho. Rogó estar haciendo lo correcto y tener la fuerza parallevarlo a cabo.

El camino que Tobía había tomado salía de la península, rodeaba un acantilado sobreuna estrecha playa de arenas blancas y se internaba en las dunas. Un pasto duro y colorceniza crecía en las ondulaciones, sosteniéndolas contra el duro viento del mar.Desembocaron en una planicie rocosa, que Amelia recordó haber pisado antes, y prontoestuvieron a la vista de un barranco poco profundo en el fondo del cual corría un arroyo.

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Amelia miró hacia atrás; se habían alejado bastante, ya no podía ver Frotsu-gra, y sintiólástima por sus guerreros.

Tan absorta iba en sus pensamientos que no percibió que habían sido rodeados porcinco kishime vestidos de gris y armados con gruesas espadas, hasta que uno de ellos latomó del brazo.

–¡Ah! –gritó, alarmada, y luego vio a Tobía, quieto, mientras dos kishime la sujetaban–.¿Qué hacen?

La lucha seguía trabada, ninguno de los dos tenía heridas de importancia, Grenio sóloquemaduras y cortes leves, y Sulei parecía indestructible. Tenían la misma capacidad ensus armas. Los golpes no parecían afectar al kishime más que a otro troga, podía estarluchando con su reflejo. Ambos podían cubrirse de los ataques de energía. Pero Greniocomprendía que Sulei tenía ventaja en la forma que podía trasladarse de un lado a otro yen el uso de energía. Era cuestión de tiempo, de quien se desgastaba primero o quientenía más suerte. Él no podía confiar en la suerte, sino sólo en lo que podía hacer consus manos.

Hizo una pausa para respirar, luego de una seguidilla de estocadas que cortaron la telanegra de Sulei, pero no más. Observó que Fretsa estaba peleando con un kishime altovestido de gris con cabello lacio blanco. Parecía tener problemas para vencerlo: en esemomento ambos corrían en paralelo y los dos saltaron. La troga abrió sus alas, el kishimeflotó en el aire y desplegó su látigo. La punta se enroscó en un tridente de Fretsa y ellatiró, aun antes de posarse en el suelo. No pudo con su adversario, y el kishime logróarrancarle el arma de la mano. Acto seguido, el látigo ondeó de nuevo en dirección a latroga, que había plegado sus alas negras, y cortó la trayectoria con su otro tridente, giró yse lanzó hacia el kishime. El látigo se enroscó en el cuello de Fretsa, quien tiró haciaatrás, interrumpiendo su embestida. Fretsa sintió un ahogo repentino y se congeló en ellugar, tratando de arrancarse la correa con sus uñas. El kishime se adelantó con calma.

Grenio apretó sus manos para contener la furia que subía desde su estómago yespalda, y se enfrentó a Sulei.

–¿Qué se han hecho? –preguntó con voz oscura.

–Al fin preguntas... –exclamó su adversario, apartándose del camino de otrocombatiente, con una sonrisa feliz–. Por fin notas que no somos los mismos, somossuperiores.

–¿Cómo? –replicó el troga, parando su estocada y asestando un puñetazo en supecho.

Sulei se detuvo un instante para sacudirse su mano de un empujón, y explicó:–En mi carne está la tuya, todo tu poder. En la de mis hombres... la de simples

humanos. No es mucho, en comparación con el elegido... Sin embargo, también loshumanos cuentan con esta deliciosa sensación de gravidez y vitalidad; alimentan nuestracarne voraz, nuestra energía sin límite que pugna por expandirse en el universo ysobrepasar los límites del cuerpo.

Grenio no entendía la mitad esotérica de su explicación, pero sí lo suficiente para sentirasco.

–La mía... no es posible –susurró, a la vez que lo asaltaba el recuerdo del cadáver de

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Tavla en el sótano, flotando en líquido en una maquinaria antigua.

–Sí, ¿no te acuerdas del estado en que quedaste cuando peleamos... o la última heridaen que perdiste un pedazo de muslo? –susurró la voz del kishime, invadiendo su menteaunque no quisiera enterarse de eso.

Miró con atención; habían alcanzado lo que ningún troga podía creer, acostumbrados adespreciar a los paliduchos kishime por su fragilidad. Una docena más o menos dekishime, vestidos de gris como Bulen o negro como Sulei, estaban haciendo el trabajoque el día anterior habían emprendido casi quinientos, enfrentados a los guerreros másfuertes y habilidosos de la raza troga. Grenio desechó el pesimismo que lo invadía yarremetió contra Sulei. Todavía tenía cosas que hacer, tenía que vencer a este loco, aBulen, vengarse de Lug y restablecer el nombre de su clan. Y no quería que este nombrefuera el de destructor de su raza.

Amelia se dejó guiar, inquieta, pero no asustada. Se decía que, por lo que habíadejado escapar Bulen, su jefe la quería viva y además, los kishime no habían dadoseñales en contra de ella o el tuké. Sólo los tomaban prisioneros y los estaban llevandolejos de Frotsu-gra. La distancia no tenía importancia porque en el fondo esperaba que lafueran a rescatar.

Observó que Tobía estaba transpirando, pálido, y que no le devolvía la mirada, y leextrañó su miedo, cuando siempre se había mostrado aventurado y descuidado en todotipo de situaciones raras. Pero no le dio importancia, en ese momento llegaban a sudestino.

El kishime que la escoltaba, que no había más que deslizado sus ojos por ella en todoel camino, como si no existiera, la empujó hacia el interior de una tienda de seda negra.La joven se preguntó por qué habrían instalado una tienda en ese lugar desolado, a grandistancia de donde se combatía, y al parecer vacía. Pero no, al acostumbrarse sus ojos ala oscuridad, distinguió una figura delgada e inmóvil, un kishime, parado junto a un arcónde madera profusamente decorado. Zelene tenía las manos ocultas entre sus vestiduras.

Amelia notó que Tobía se hallaba junto a ella, y dos guardias cerraban la entrada. Elotro sacó las manos de su ropa, extrayendo un objeto. Amelia retrocedió. Tropezó conotro kishime. Inspiró fuerte, tratando de recuperar el valor. Vio que lo que llevaba Zeleneen la mano era una cuerda bien enrollada, delgada y oscura, y suspiró.

Zelene enrolló un trozo en las muñecas de Tobía, le ató las manos en la espalda yluego lo hizo arrodillar, para unir la cuerda a sus pies. Luego le indicó al otro que hiciera lomismo con Amelia. La joven se quejó cuando el nudo comenzó a tirar y a hincársele enlas muñecas:

–Pensé que Uds. usaban métodos más sofisticados –dijo en tono irónico, aunque elkishime no dio señales de entender ni de importarle lo que dijera.

Acto continuo perdió el equilibrio, y cayó pesadamente al piso, arañándose la caracontra las piedras. Amelia intentó rodar sobre sí misma, pero si salía de esa posición, lascuerdas se tensaban y la cortaban. Observó que un par de guardias kishime permanecíanen la puerta, los podía ver al moverse la tela de la entrada con la brisa; el que estabadentro al llegar, salió y habló unas palabras con ellos. Amelia los maldijo por haberlosdejado solos, mientras con la punta de los dedos de una mano escudriñaba el suelo enbusca de un guijarro filoso. Había caído, por desgracia, donde sólo había pedregullopequeño. Igual probó raspar la cuerda con un pedacito de roca.

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Tobía había logrado darse vuelta para quedar de cara a la muchacha, cuando entróZelene. De inmediato ella cesó con su trabajo, en su sobresalto soltando la piedra filosaque había encontrado. El kishime pasó entre ellos con indiferencia, seguido de cerca porlos ojos ansiosos de la joven. Abrió la tapa del arcón y sacó una daga aguda, que se pusoal cinto, un bol de metal verdoso que tenía los bordes repujados en forma de hojas yfrutas y un asa en forma de cola de animal; y por último un farol. Amelia notó quedepositaba la lámpara encendida sobre el arcón, y le dijo a Tobía:

–Oye, dile que necesito agua, ahora.Tobía lo tradujo y el kishime se dio vuelta, sorprendido. En seguida se acercó para

observarla mejor, como si su petición fuera extraña. Al ver su rostro macilento y labiosresecos, debió de haber pensado que sí era necesario, pues dejó la tienda acontinuación.

Amelia comenzó entonces a arrastrarse y revolverse, tratando de arrodillarse a todaprisa antes de que volviera.

–Ven acá, siéntate –le susurró a Tobía.Mientras, ella se había aproximado al arcón y luchaba por arrodillarse. De espaldas a

la lámpara, trató de alcanzarla con sus manos. Pero el mueble era más alto de lo que ellallegaba en esa posición. Sintiendo como el sudor corría desde la raíz del cabello y por surostro, hizo un esfuerzo doloroso por estirarse, clavando las rodillas en tierra y tirando desus brazos hacia atrás y hacia arriba. Toda su fuerza se desvaneció en medio del dolor, ytuvo que encorvarse en el piso para recuperar el aliento y evitar que se le nublara laconciencia. ¿Cuánto tardaría el kishime? Tobía la miró con lástima, y ante su expresiónde piedad, ella recuperó fuerzas y se volvió a incorporar de un salto. Con la cabeza,empujando con la barbilla de costado, llevó la lámpara al borde y la dejó caer,atrapándola en el aire entre sus dedos.

La depositó en el suelo y quitó el velo de cristal, sintiendo el calor cerca de sus palmas.Acercó la cuerda que unía pies y manos y esperó a sentir el olor a quemado, para tirar yromperla. El material era pastoso y al calentarse se estiró en lugar de romperse, peroaplicando un poco más de fuego, podía rasgarlo. Con un gemido de satisfacción, Ameliavio sus miembros separados y pudo volver a una posición más confortable. Entonces,percibió un movimiento en la cortina y quedó helada.

Era sólo el viento; los dos guardias seguían vigilando sin mirarlos. Pero, ¿cuántotiempo le quedaba, y lograría desatar el resto de las cuerdas? Los nudos eran muy finospara sus dedos. Desesperada, levantó la tapa del arcón y miró en el interior. Al principio,creyó ver una cabeza y unos frascos y eso la llenó de un helado horror; hasta que se diocuenta de que se trataba de un espejo oval que reflejaba su rostro espantado, y unoscuantos recipientes de vidrio, instrumentos de metal y unos cuantos cuchillos de metal ycuarzo. Tanteó estos últimos, probando con la yema de sus dedos cual tenía más filo yescogió el que la hirió primero. Con esto cortó la soga de los pies de Tobía y con cuidado,desgastó la cuerda en torno a sus muñecas. El tuké tiró de las últimas fibras, y se hallólibre, sonriendo con un poco de malicia al imaginar la cara de Zelene al regresar.Entonces, oyeron unas voces suaves. Amelia se tiró al piso y atisbó unos pies que seacercaban.

–Vete –le susurró con urgencia al tuké, señalando la parte de atrás de la tienda.Tobía negó con la cabeza y se acercó a desatarla. Amelia negó con la cabeza, ella se

sentía segura entre los kishime, pero él correría peligro si lo atrapaban ahora. Escondió la

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daga que había usado en el cinto de la pollera, debajo de la camisola. El tuké cerró latapa del arcón y se deslizó por debajo de la tienda, mientras Amelia pateaba la lámpara,justo en el momento en que Zelene descorría la cortina.

Tobía se asombró de la diferencia que habían hecho unos minutos de ser prisionero:dudó en volver por la joven, pero decidió correr. Sólo había avanzado unos metroscuando oyó el grito de alarma de Zelene y se alegró de que, poco más adelante, elterreno cedía paso a una quebrada o cañón. Miró hacia abajo: la tierra formaba un declivecasi vertical, de cinco metros o más, en tierra irregular, reseca y cubierta de guijarros.¿Qué otra salida tenía? Se tiró hacia abajo, aterrizando en sus pies a un metro y mediodel borde y resbalando sobre su cola el resto del trayecto, mordido por piedras filosas ylevantando una nube de polvo que rogó los kishime no notaran.

Después, giró a la izquierda, probando de forma inconsciente el camino de vuelta aFrotsu-gra, y escondiéndose a la sombra de la quebrada, se fue corriendo, hasta quedarsin aliento cuando el terreno no era resbaloso por los cantos.

Cáp. 17 – Desaparecidos

El kishime se sorprendió al encontrarse en penumbras, pero unos segundos despuésnotó lo ocurrido al levantar la lámpara, su grasa desparramada en el suelo y el cristalquebrado. Amelia se hallaba calmosamente sentada sobre sus piernas, mirándolo sintemor. Zelene gritó y los guardias abrieron la tienda, inundando el interior con la luz delsol. Ella parpadeó y ladeó el rostro.

Zelene era presa de una furia contenida, exasperado al haber sido engañado por unahumana. En su agitación, le arrojó a la cara el agua que había traído, lo que disolvió su iray dejó pasmada a la muchacha, aunque con más sed que antes.

Ahora, con la lámpara de nuevo encendida, y los guardias vigilándola de cerca, Zelenerecogió del piso el bol del agua y le sacudió el polvo con la manga. Luego hizo una señaly uno tomó a Amelia del hombro, y sacó su arma. La joven vio alzarse en la pared lasombra de la espada, y cerró los ojos. El filo descendió y cortó limpiamente sus ataduras,dejando sus manos enteras de milagro.

Zelene tiró de su brazo derecho, atrayéndola hacia él, y con la daga le hizo un tajo enla piel del antebrazo. Antes de que ella misma sintiera el dolor, que fue tan sólo un ardorpunzante por lo delgado de la hoja, la sangre empezó a brotar y a caer de la herida enespesas gotas. El kishime las recogió en el recipiente, ante los ojos asustados yfascinados de Amelia, que luchaba por desprenderse de su apretón.

Miró en torno, pensando en su terror que volvía a hallarse en el cuarto donde unamáquina se le clavaba en el cuerpo y penetraba en su mente; que nunca había salido deallí. Pero no, sólo vio cuatro rostros pálidos que la contemplaban imperturbables, tal vezun poco intrigados, y se dio cuenta de que estaba gritando. En el mismo instante calló, ellugar giró y su visión se oscureció.

La humana cayó inconsciente en el piso, pero sólo un par de segundos. Alrecuperarse, Zelene ya había terminado con su tarea vampiresca y estaba guardando ellíquido rojo en un frasco con tapa, dejándolo correr gota a gota desde el bol recamado.Los otros habían salido, excepto uno que seguía arrodillado a su lado.

Amelia dejó escapar un quejido y se incorporó. Seguía mareada. El brazo continuaba

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sangrando y lo apretó contra un costado del cuerpo, a ver si la tela contenía lahemorragia. No tenía miedo, como si se le hubiera escapado con su sangre, pero sentíaasco, enojo, indignación, porque no entendía para qué hacían aquello.

En su cintura palpó la dureza de la daga; no se habían percatado de su ausencia.Terminada la tarea y seguro de que el contenido del frasco se conservaría bien, Zelene

sólo tenía que cumplir la siguiente parte del plan: deshacerse de la humana para siempre.

No había tenido suerte en sus ataques, no había sido certero, y Sulei le estaballevando la delantera. Al embestirlo a fuerza de pura rabia, Sulei le encajó un corte en elpecho, en tanto él apenas pudo rasparle el brazo, que enseguida sanó. El kishime loempujó con una descarga en pleno tórax, que lo envió hacia atrás con la gargantaquemada.

Grenio tropezó con un cuerpo. En la caída, percibió que se trataba de un troga. Alapoyar una mano para incorporarse, la tela que cubría el cuerpo cedió, algo rodó, y seencontró cara a cara con la cabeza de Sonie Vlogro. La anciana lo contemplaba con ojosvelados y siniestros, como si no pudiera creer, al morir, que el destino estaba echado ensu contra.

Sintió un soplo amenazador, y vio venir de reojo el ataque de Sulei. El kishime habíanotado su distracción y le tendió una estocada directo al corazón antes de que pudieralevantarse. Lo hirió en medio de un movimiento, errando el golpe fatal, aunque Greniosintió la cimitarra hundirse entre sus huesos, desgarrando músculos y arterias vitales delcuerpo. Sulei se apartó y tiró de su shala, que terminó el trabajo al salir, astillando huesosy piel.

El troga había quedado estático, entre la sorpresa y la dificultad para moverse. Elkishime sonrió triunfante:

–Y así termina la profecía.

Bulen había visto de lejos la proeza, felicitó a su jefe mentalmente y luego se unió a losvítores que el resto de los que estaban contemplando el combate empezaron a aullar.

Pensaba acercarse, y de pronto, quedó helado al comprobar que el troga no habíamuerto, ni aún se consideraba derrotado. Grenio se arrodilló y alzó su brillante espada,pero Sulei no alteró su sonrisa confiada, sabiendo que la herida sería mortal más tarde omás temprano, aunque el troga no se rendiría hasta el último segundo de vida. Esotambién lo enorgullecía, porque también llevaba un poco de esa tenacidad en su cuerpo.

Pero no sólo bastaba su esencia para obtenerla, también hacía falta la desesperaciónde ser el último y tener una tarea que cumplir, legada en la sangre y la memoria porgeneraciones, y un peso, un deber, un juramento firmado con todo su corazón a un padreque admiraba y amaba como sólo una bestia puede amar. Su venganza, se dio cuentaGrenio, al erguirse en medio del dolor que atenazaba sus manos y volvía la espada deplomo, no se trataba de liquidar una cuenta, o de satisfacer un sentimiento herido, sino deuna enorme obligación que le habían legado, a portar por encima de su ser, de su vida yde sus deseos. Pero él no se sentía disminuido o engañado por eso, al contrario, notemía por su vida, porque era un instrumento. Se sentía liviano, fuerte y ágil para llevar acabo lo necesario.

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Se adelantó y movió la shala, barriendo hasta las moléculas de aire y creando un vacíoque succionó al kishime y lo arrastró en su danza mortal; luego la hoja volvió en reversa yatravesó al kishime.

El fragor del combate había cesado, el rugido murió como viento que se pierde en lasmontañas. La espada de Grenio cruzó el espacio ocupado por el kishime al mismo tiempoque Bulen se materializaba junto a ellos, y detenía la hoja mortal de la única formaposible, transportándola junto a su dueño a otro lugar. Pero en un mismo punto, en uninstante, se habían cruzado demasiadas fuerzas, lo que creó una deslumbranteexplosión.

Sulei parpadeó bajo los efectos de una nube de energía blanca y rayos más brillantesque el propio sol. Luego de concentrarse en una esfera diáfana, toda señal de energía seesfumó de pronto. El kishime comprobó que tenía una herida abierta pero no fatal, quecruzaba su cuerpo.

Bulen y Grenio habían desaparecido en el estallido de luz.

–¡Cuatro hombres, cuatro poderosos kishime para matar a una pobre mujer como yo! –exclamó Amelia, irguiéndose para parecer más alta, acorralada entre Zelene, el kishimede atrás y otros dos en la entrada.

Sólo le contestó el viento de la tarde, que comenzaba a sacudir la tienda con violencia.“Son cuatro, no es justo... cuando ni siquiera Grenio lo haría, y eso que él tenía unajustificación... esto no es justo”, se dijo, la respiración entrecortada y el miedo subiéndolea la cabeza como una oleada de aceite rojo. Dio un paso, sin pensar en qué iba a lograr;sólo reaccionó, se movió y tomó la lámpara de encima del arcón para lanzarla al rostro deZelene. El kishime se cubrió por instinto, porque sus pieles eran muy delicadas, y el seboardiente le cayó en las manos y el cuello. La lámpara cayó al piso y encendió el aceiteque había caído antes. Amelia retrocedió un paso, chocando contra el otro kishime, yreaccionó por puro miedo, pisoteando y moviendo los brazos frenética, y dándole uncodazo al joven por casualidad. Sintiendo un poco de valor renovado, volvió a golpearloen serio con todas sus fuerzas, y el kishime se dobló en dos. Pero al segundo un guardiala tomó de los brazos, impidiendo que le diera una paliza.

Zelene se hallaba junto al arcón abierto, limpiándose las manos con un pañuelo negro,entre ellos las llamas de grasa se consumían. El kishime miró la situación frente a él conalgo indefinible, como hastío o aburrimiento. Ella seguía debatiéndose para escapar delas manos de su captor, que terminó por sujetarla de la cintura y cargarla al hombro comoa una niña pequeña. En ese momento, Amelia percibió ante sus ojos la espada que elkishime portaba en la cintura, y tendió su mano para tomarla.

Una ráfaga de viento rugió y arrancó la tienda de cuajo, llevándose la lona en andas acientos de kilómetros o más.

–La... bidi –señaló Zelene hacia el horizonte, y el guardia que Amelia había golpeadose puso en camino, remolcándola detrás de él.

Los otros dos cargaron con el pesado arcón y los siguieron, en una dirección que losalejaba cada vez más de la tierra de los trogas.

Por unos minutos, trogas y kishime permanecieron en asombrado silencio, detenidosen medio del campo de batalla. Pero poco a poco recomenzó la lucha, entre los gritos

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furiosos de Fretsa y Vlojo, que pugnaban por cerrar el camino que los separaba del jefeadversario, y las voces melodiosas de los kishime, que elogiaban el estilo de los hombresde Sulei. Incluso Lodar y Fesha aprobaron a gritos a su campeón.

Sin embargo, ninguno notaba la extraña contracción de los músculos del rostro que seiba apoderando de Sulei. Intentó comandar a su cuerpo para que la herida se cerrara,pero aún a costa de gran esfuerzo, se resistía a sanar por completo. Al realizar unmovimiento con el brazo, en lucha contra un troga alto con la espalda cubierta deespinas, el tajo empezó a sangrar. Además, sentía un mareo que no podía deberse a laherida ni al dolor: el escenario le daba vueltas. Utilizó un ataque de energía para repeler asu enemigo y se tambaleó. Sus hombres observaron el temblor que sacudió su cuerpodesde los pies, y cómo caía de rodillas, encorvado, presa de un dolor indescriptible. Sucarne le ardía y parecía querer salírsele por la piel. Los demás vieron con aprensión cómosu cuerpo bullía bajo la pálida epidermis, las venas verdes saltaban a la vista, y seconvulsionaba en rítmicos sacudones.

Un guerrero se le acercó, temeroso, y al mirar su rostro, vio los ojos rojos y acuosos,inyectados en sangre.

–Delüshi li di su –logró murmurar entre sus dientes apretados, y el otro kishime lolevantó de un brazo y, sosteniéndolo apenas erguido, repitió sus palabras en voz alta.

Los trogas detuvieron sus combates, al notar que siete de sus oponentes se habíancolocado en línea, junto a Sulei. Este inspiró varias veces, luchando por dominar supropio cuerpo, levantó la cabeza, y extendió el brazo izquierdo, manteniéndose de pie conayuda de la cimitarra. Fretsa sintió un escalofrío y se dio vuelta, aun descuidando a sucontrario.

Algunos trogas retrocedieron, por instinto, hacia el terreno de la ciudad, confiandotodavía en la mágica protección de la tierra materna. Los hombres de Sulei fueronponiéndose de cara al enemigo, coordinados en silencio y con semblante tranquilo, lasespadas bajas y los ojos clavados en ninguna parte. Un respetuoso silencio y unasensación ominosa dominaron la escena. Fretsa miró a un lado y otros: se hallaba enprimera línea, y Vlojo, que no se había separado de ella por temor a que le arrebatara sucodiciada revancha, estaba medio inclinado a unos metros. Su piel fluctuó en la luz de latarde, como al utilizar su mimetismo. Fretsa se preguntó si la actitud rara de los kishimese debía al suceso con Grenio, o a la herida del jefe. De pronto, se dio cuenta de que lapiel de Vlojo brillaba, así como la suya y la de todos, bajo los efectos de un campolumínico que provenía de los kishime.

Cada uno de ellos estaba envuelto en una esfera de energía, unos brillante y difusa,otros coloreada y definida; en el centro, Sulei tenía la cabeza gacha y la mano extendida,en un puño, hacia ella. Fretsa enfundó y contó los segundos, sin querer, esperando.

Sulei abrió la mano y la energía condensada en su cuerpo corrió por su brazo y brotócomo de un manantial, pura corriente rosada. La troga se tiró al piso, y el disparo apenasrozó sus alas; de otra forma, la hubiera vaporizado. Al mismo tiempo, todas las esferasluminosas se abrieron como crisálidas y se fusionaron en una gran nube brillante ycaliente, que se expandió a gran velocidad rumbo al mar, arrasando todo a su paso.

De la ciudad de Frotsu-gra sólo quedaron pedazos de edificios humeantes, sólo rocasque habían resistido la pulverización. El campo de batalla era un sembradío de cuerposamontonados, carne humeante, achicharrada, sangre pegada, y armas medio derretidasincrustadas en el suelo.

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Los espectadores kishime se maravillaron con esta muestra de poder del ejército deSulei: resultaba increíble que tal cantidad de energía pudiera ser desplegada luego depelear por horas, y que tuvieran aún fuerzas para andar. Sólo el jefe parecía dañado,pero en la euforia del momento, los vanidosos kishime le perdonaron que no fuera el másfuerte de todos.

Sin embargo, Sulei no se dejaba engañar con una victoria fácil. Su plan, maquinado yllevado a cabo contra todo riesgo, terminaba en que el proceso de asimilar al elegido nofuncionaba bien. El pedazo de carne de Grenio no era suficiente, o había perdidocualidades al tardar tanto en utilizarlo. Sulei ya no tenía los poderes robados al troga, y sesentía muy enfermo.

Poco a poco los kishime se fueron retirando del lugar. Su tarea allí estaba terminada.

Donde el desierto de piedras daba paso a una tierra ondulada, seca y salpicada deespinos, Zelene mandó hacer un alto. Vio un raquítico árbol, de tronco retorcido y espinasen lugar de flores, y decidió que era un buen lugar donde abandonar el cadáver de lahumana.

Amelia, quien venía caminando a duras penas detrás de sus captores, tratando de nopensar en la sed y el calor, y la debilidad que le impedía sentir sus piernas, cayó al suelocuando se detuvieron. Por un momento cerró los ojos, le pareció que se iba a desmayar,y eso la asustó, porque imaginó despertarse sola en el desierto. Luego, al abrir los ojos,levantar la cabeza y notar la actitud de los kishime, hubiera preferido no estar conciente.Era obvio que no formaba parte de su plan llevarla con ellos. No sabía si mantener laesperanza de que la fueran a rescatar.

Un kishime la levantó del cuello y, por primera vez, fijó su atención en lo que llevabaZelene entre sus manos, lo que había sacado del arcón. El tamaño y forma eran los deuna espada, y al descubrir la tela que cubría su empuñadura, no pudo creerlo. ¿Quéhacían con la espada de Claudio? ¿No la cuidaba Tobía? ¿La habían robado? Pero ¿porqué no le había contado Tobía? ¿Por qué se la mostraba con tanta insistencia? ¿Quéquería de ella?

Zelene la clavó en la tierra a la miserable sombra del árbol. Luego sacó un frasco delarcón, lleno de un líquido anaranjado que brillaba al sol, y empapó el suelo junto a laespada y el tronco. Cerró la tapa del arcón, donde viajaba la sangre que le había sacado,hizo una seña, y los otros dos lo levantaron y partieron. Mientras ella los veía alejarse conojos turbios, el pensamiento insistente de que no quería estar allí repercutiendo en elfondo de su mente, Zelene había tomado su daga y se acercó.

El guardia la soltó y creó una chispa con su espada, para encender el fuego. El líquidooloroso prendió con voracidad. Amelia bajó los brazos, viendo venir la muerte en formade afilado cuchillo. ¿No la ayudaría Tobía? ¿Había huido para salvarse? No, no laencontraría a tiempo, porque habían partido en dirección opuesta. ¿Grenio? Estabaocupado, luchando por los trogas.

–No esperes que vuelva por ti... –le dijo el kishime, y ella se sorprendió porque creíaque no la entendía. El tronco reseco comenzaba a ser devorado y el quejido de la maderaera un ruido de fondo espeluznante–. Aunque lo dejaste escapar. Él hizo un trato, tu vidapor algo que necesitaba más.

Amelia comprendió, pero no podía creerlo. Zelene se le acercó un paso más, y ellasaltó como una furia hacia él, clavándole el cuchillo en el vientre y sacándolo con rapidez.

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Al tiempo que el kishime respingaba, se alejaba un paso y abría los brazos de lasorpresa, ella salió corriendo a todo lo que daban sus piernas, sin mirar atrás. Estabasegura de que el otro la seguía, casi sentía el roce de sus manos tratando de detenerla.

Corrió hasta quedar sin aliento. De pronto una sombra pasó sobre su cabeza y sedetuvo en medio del camino. El guardia, girando en el aire interceptó su carrera, y ella sedio de cabeza contra su pecho. “No puede ser... que termine aquí,” fue su últimopensamiento, mientras su mano con el cuchillo buscaba inútilmente la garganta delkishime. Él la evadió, aferró su brazo y lo retorció, haciendo que soltara el arma. Ameliaperdió la consciencia todavía de pie, y cayó apenas el guardia atravesara su pecho con laespada.

Su cuerpo exánime cayó de costado. El kishime la contempló un momento, y al final sedecidió a darle vuelta. Tenía los ojos cerrados, la piel pálida y sucia de tierra, la partesuperior de su vestido empapada de sangre pardusca, desde el cuello a la cintura, y norespiraba.

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5º Parte: La lucha por el futuro

Los 10 del KishuJefes del Consejo kishime

- Bofe: el de mayor edad y antiguo jefe del Kishu hasta ser derrocado por Sulei.Se encuentra oculto en Sulabi (refugio donde nacen los kishime)

- Koshin y Shadar: son los únicos que permanecen fieles a Bofe, Deshin losconsidera aliados.

- †Zefir: el más violento y cruel, murió a manos de Grenio en Frotsu-gra. Su divisaes el color blanco, su arma la alabarda.

- †Budin: su poder elemental es la electricidad alimentándose de los relámpagosde tormenta. Fue muerto por Grenio en Frotsu. El color que distingue a su gente esel verde agua.

- Dalin: jefe de los arponeros, actúa interesado en la sangre y la gloria más quepor lealtad hacia su raza o a un aliado. Usa el color blanco.

- Zidia: se cortó su propio brazo luego de ser mordido por Raño. Maneja el poderde la tierra.

- Lodar: es el mejor estratega. Su elemento, la arena o rocas. Su gente usa unpeto castaño y pantalón color crema o blanco.

- Fesha: su divisa es celeste. Muy enérgico y preocupado por el bienestar de sugente.

- Sulei: viste de negro como una antigua clase guerrera que admira, y sushombres de gris.

Cáp. 1 – Futuro nuevo

Sel se había detenido encima de una saliente en el borde del precipicio. Desde allíadmiraba las grandiosas montañas que nunca había visto, habiendo nacido en Fishiku,pero que el resto de su raza había pisado al menos una vez. Cadenas montañosas quecorrían enfrentadas por cientos de kilómetros, con sus picos nevados, laderasescarpadas y áridas, y valles profundos cubiertos de árboles que subsistían en lassombras. Las montañas se perdían en el océano, sepultadas bajo enormes cargas dehielo eterno que se deslizaban lentamente, hasta que no podía señalarse dóndeterminaba la tierra y dónde comenzaba el mar.

–Vamos, Sel –lo llamó Deshin.

No habían encontrado en los palacios del Kishu a ninguno de sus antiguos miembros;unos se habían marchado a la guerra, los otros habían huido asustados de sus antiguoscolegas. Muchos de los miembros de la Casa de Koshin y Shadar habían sido atraídospor la promesa de aventura y fama, y ahora se contaban entre las filas de Sulei, Zefir oBudin. Tal vez, en ese momento ya estaban muertos del otro lado del continente.

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–¿Por qué vinimos a este sitio tan apartado? –preguntó Sel, mientras seguía a Deshin,que comenzó a descender por una escalera labrada en la roca, invisible desde arriba,hacia las entrañas del precipicio.

La luz del sol quedaba oculta tras la montaña Sulabi, los rayos anaranjados encendíanla nieve del otro lado del valle; se dirigían a un bosque espeso donde la luz escaseaba.

–Presiento que en este lugar encontraremos a los kishime desaparecidos.

–¿Los puedes sentir? –inquirió el joven, emocionado, pero pisando con cuidado losdelgados escalones de piedra.

–No, es lógica –replicó Deshin–. Si los kishime desean convertir el mundo en unescenario de guerra, al menos hay un lugar que deben dejar en paz. Además, Bofe,según me dijeron sus sirvientes, está aquí.

Sel pensó que le hubiera gustado una explicación más fantástica. Se preguntó quéestaría haciendo Fishi en ese momento, pero en seguida se entretuvo admirando el lugaral que estaban ingresando. La parte rocosa de la montaña terminaba en una rampa derocas sueltas, despeñadas. Saltaron esa zona y aterrizaron en una tierra roja, un polvillometálico que se colaba en todas partes, coloreando los arroyos que serpenteaban por elvalle e iban a morir en una laguna, oculta entre los árboles.

El interior del bosque estaba oscuro y Sel percibió con temor que las sombras seabatían súbitamente sobre ellos. Pero Deshin avanzaba sin dudar, metiéndose entre losdensos árboles de tronco ancho, corto y carnoso. Las ramas rozaron su rostro y Sel gritóllamando a su compañero, hasta que se dio cuenta de lo que se trataba y se sintióestúpido. El piso era húmedo, blando y descendía suavemente hacia el centro del valle.Allí se convertía en un pantano fangoso que rodeaba el lago, quieto como un espejo.

Al menos ahora el ambiente poseía una luminiscencia verdosa por las emanaciones deciertas plantas suspendidas en el agua. Mientras caminaban hacia ese pantano, sehabían cruzado con varios animales que Sel nunca había visto, a no ser en sueños y enlibros: bestias peludas que colgaban de los árboles, caballos pequeños con cuernos,lagartos y serpientes colgando de las ramas, entre los líquenes.

Deshin estaba contento con el paisaje, como si retornara al fin un lugar largamenteañorado, y al mismo tiempo sentía que no podía distraerse cuando tenía una misiónimportante.

Por fin vio el refugio en un claro, entre las ramas, sus lámparas lanzando destellosamarillos desde las ventanas hacia el bosque circundante. Se hallaba alejado del piso,construido sobre unos troncos que, como columnas, sostenían el Criadero.

Sentado en una silla de madera, Sulei apoyaba un brazo sobre un cajón que servía demesa, cubierto por un desorden de faroles, frascos, ropas, vasijas y cucharas.

Se encontraba en la gruta, acompañado tan sólo por el eterno zumbido del artefactonegro.

Zelene entró apresurado, apenas oír lo sucedido a Bulen, y se detuvo sorprendidocuando su jefe alzó el rostro. Tenía los ojos rojos, la piel brotada, sudorosa, y un hilo desangre escurría por la comisura de su boca.

–¡Trajiste lo que te ordené! –rugió Sulei, quien levantándose y arrojándose sobre elsirviente, lo aferró por la ropa como para sacudirlo, pero tuvo un espasmo en el abdomen

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y tuvo que sostenerse de la tela para no caer al piso.Zelene lo ayudó a llegar a la silla, sin quejarse ni asombrarse por su rabia, que ni Sulei

podría haber explicado. El proceso había fallado; le había dado el poder del troga peropor un tiempo limitado. Ahora, su cuerpo resentía el esfuerzo realizado, las heridas noestaban sanando; parecía que la esencia troga se hubiera vuelto en su contra, y como unvirus le comía las fuerzas que le correspondían. Sobre la mesa, frente a sus ojos, Zelenedepositó el frasco lleno hasta la mitad de reluciente sangre roja y espesa.

–Espera... –dijo con voz cavernosa, deteniendo al sirviente que ya estaba en la puerta,pensando en pedir ayuda–, voy a usar esta. Sí, mientras no encuentro al troga... La dehumanos le ha servido a nuestros hombres, y esta es especial, porque también es laelegida.

En un haz de luz, vio desaparecer el campo de batalla y los cientos de rostros ensuspenso. Grenio notó, contrariado, que su espada se enterraba en el pecho de Bulen, yllegó a preguntarse cómo era posible que siguiera vivo si la shala podía cortar hasta laenergía de su cuerpo. Luego, en un instante la luz implosionó en los ojos del kishime, quese volvieron blancos y radiantes con el shock de la explosión. Grenio movió el codo haciaatrás y liberó la hoja azulada. Al tiempo que salía, la sangre se iba concentrando en esepunto, reparando y sellando la carne blanca, aunque al final le quedó una marca.

Grenio giró para ver el lugar adonde lo había transportado Bulen en su intento desalvar a su jefe. Molesto, se dio cuenta de que continuaba rodeado de una nube queempañaba el paisaje como un vidrio sucio, como si no estuvieran ahí del todo. Tal vezporque el kishime parecía inconsciente. Inspiró aire y trató de volver al combate, fijando laimagen de Frotsu-gra en su mente. Después de un rato abrió los ojos y comprobó que nose había movido del aura borrosa. Probó llamar a la humana, no sucedía nada.Comenzaba a desesperarse.

Mientras, Bulen se había arrodillado, empezando a recuperar el sentido. Confuso, miróa su alrededor, y se sobresaltó. Vio que había logrado su cometido al sacar a Grenio dela batalla, suspiró, pero no podía sentirse tranquilo. Cuando se le ocurrió transportarlo, nohabía pensado que iban a terminar en otro tiempo. Se hallaban en el futuro; no muy lejosde Frotsu-gra, pero a cientos de años en el futuro.

–¿El futuro? –repitió Grenio, tras escuchar en su cabeza su voz angustiada.

–Estamos en el futuro, troga. Muy lejos en el porvenir –contestó Bulen, irguiéndose.

A poca distancia del campo de cultivo en el que estaban parados, se levantaba unaciudad humana, sin muros ni fosos, pero mucho más grande que las aldeas que habíavisto Grenio en su vida. La gente iba y venía sin cesar por el camino que conducía a ella,caminando o en carretas. Un cuchicheo constante provenía de sus casas y edificios.Grenio miró hacia otro lado y distinguió una fuente, donde varias jóvenes sacaban baldetras balde de agua. Más allá, reconoció la forma de la costa y las dunas que cercaban sutierra. ¡Tan cerca de Frotsu-gra se levantaba una ciudad humana! No podía creer que lostrogas convivieran con ellos, entonces quería decir que... No podía pensarlo. No podíacreer que hubieran abandonado su tierra. ¿Dónde estaban los descendientes de losclanes Fretsa, Vlogro, los Froño... ¿En las islas?

Como prueba patente del dominio de los humanos en aquella región, el desierto sehabía convertido en campo de cultivo gracias a los canales de riego y a los aljibes.

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–No tengo idea de por qué o cómo puedes hacer esto, pero sácame de aquí ahora.Bulen lo miró con indiferencia, declarando que no lo iba a intimidar con amenazas.Grenio le puso la espada en el cuello. Bulen miró la hoja con desprecio:

–Te saqué de allí con un propósito y lo he logrado... –replicó, pero se interrumpió al veren la piel descubierta de su pecho, por el frente de su túnica destrozado por la explosión,una marca roja irregular en forma de rayo.

–Tu herida no desapareció, te quedó una cicatriz.

–¿Por qué? –exclamó Bulen, aturdido, sintiendo de nuevo un escozor dentro delpecho.

Estaba usando mucha energía para mantener a dos seres en el futuro; aún con lafuerza de Kalüb no era suficiente. Tomó su espada y comprobó que le resultaba pesada.Grenio lo miró con curiosidad. Bulen volvió a guardar la espada, se pasó una mano porlos ojos, aturdido, cansado, y después se desplomó en el piso, donde quedó sentado,estático, en silencio.

–¿Se te acabó la energía? –se burló Grenio, y luego agregó con tono serio, parasorpresa de Bulen–. ¿No puedes pedir ayuda a esta gente?

En su dirección venían unos humanos con su cargamento de agua. Pasaron junto aellos, borrosos.

–No pueden vernos... –murmuró el kishime–. No entiendo, ¿por qué no me matasteahora que puedes, si cada vez que nos encontramos intentas hacerlo?

Grenio bufó:–Típica estupidez de los kishime. Si quería vencerte, era cuando parecías un enemigo

poderoso, digno de combatir. ¿De qué me vale aprovechar cuando estás herido, débil yderrotado?

Bulen comprendió por fin un poco del modo de pensar troga, o al menos de Grenio, yse sintió agradecido por haber sido su adversario. Pero la palabra derrotado destrozabasu alma. No creía haber sido derrotado; al contrario, le pareció la solución perfecta. Poreso el mundo que veía ahora no se asemejaba al futuro que había conocido antes. Comoel elegido estaba a cientos de años de distancia, su raza no corría ningún riesgo.

–Lo siento, no va a ser la muerte de un guerrero –le dijo a Grenio, quien intentabacruzar el aura de energía, que funcionaba como un escudo impidiéndole el paso.

Al volverse, el troga vio a Bulen desmayado. Atemorizado, miró alrededor, temiendodesaparecer en lo negro. Pero no, el paisaje seguía sólido. Sólo que estaban atrapadosen ese hueco de la realidad y cada vez era menos probable que pudieran volver, amedida que Bulen consumía su fuerza y su vida se agotaba.

Cáp. 2 – Renacimiento

Entre los kishime no había hombres y mujeres. Su raza no necesitaba dos sexos paraprocrearse, porque cada uno de ellos nacía pronto para dar a luz a otro ser al madurar. Elnuevo ser recibía la señal de que era tiempo de existir, y comenzaba el crecimiento en elinterior del cuerpo de su progenitor. En esa época, cuando la gestación empezaba a

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notarse, los kishime se retiraban al refugio en Sulabi a descansar. El consumo de energíapara engendrar resultaba demasiado extenuante para su sistema, y caían en un letargode treinta y tres días.

Después del nacimiento, el pequeño era alimentado y cuidado en el refugio por losespecialistas, hasta cumplir año y medio. Entonces, cuando ya podían caminar y hablar,eran enviados a una escuela fuera de Sulabi. Sus primeros años permanecían anónimos,hasta que gracias a sus logros o su carácter, eran seleccionados por los jefes de lasCasas y desde ese momento pasaban a convivir con otros kishime y a tener unaocupación.

En un dormitorio del refugio, hundido entre suaves almohadones blancos y protegidopor un tul que pendía del techo, Bofe dormía. Dos kishime guardaban su profundo sopor,sentados en poltronas a ambos lados de la habitación, que por demás, estaba vacía.

Se levantaron de un salto al ver entrar a Deshin, altivo, Sel siguiendo sus pasos yestudiándolos con curiosidad.

–¿Qué intentan? ¿Qué buscan? –preguntaron a un tiempo, recurriendo a las armas.Deshin hizo un gesto conciliador con la mano derecha y, con calma, saludó:

–Se iku, file Kishu ilin –los dos kishime se miraron extrañados, notando el acentoanticuado del recién llegado; pero los dejó atónitos la letanía que siguió–. Soy Deshin, deFishiku, la traición. Me acompaña Sel, el más joven de Fishiku. Venimos a consultarlos,miembros del Consejo, a rogar su ayuda, miembros del Consejo.

Al fin había encontrado la famosa tierra de los trogas. Fishi había seguido el rastro kishime, su ruta de muerte y devastación. A él le

resultaban bastante indiferentes los humanos, pero por ese mismo motivo no entendía lasaña con que actuaban sus semejantes. Debían estar locos. Sin saberlo, seguía lospasos de Grenio y Amelia, pero luego se desvió al seguir las huellas de Fesha, la últimatropa que alcanzó Frotsu-gra.

Mientras él deambulaba por el desierto, percibiendo en los cambios del viento algunaalteración en las fuerzas de combate, a las puertas de la ciudad los sobrevivientes de lacatástrofe final levantaban la cabeza de entre los escombros. Lentamente, iban surgiendocomo sombras del Hades, entre el humo y la nube de hollín que cubría la tierra,recuperando el sentido poco a poco.

Fretsa, que había quedado sepultada bajo una capa espesa de tierra y rocas, extendióde golpe las alas y emergió de las ruinas con una exclamación de rabia en los labios, quemurió al tiempo que sus ojos tropezaban con la llanura irregular que había quedado enlugar de la ciudad.

Fishi se agachó, y puso una mano sobre la superficie de la tierra, confirmando lo quehabía sentido en el aire: la vibración de un ejército moviéndose. La primera luna aparecíaen el horizonte marino. Se dirigió hacia ese satélite, alcanzando pronto la orilla del mar yde allí se transportó hacia la punta lejana de donde se levantaba una espesa humareda.

Recorrió el campo cubierto de cadáveres desmembrados tan lejos como podíaapreciarse, la mayoría quemados por la explosión, que calculó de formidable dimensiónya que había aplanado la ciudad como una mano gigante. Las piedras que esa mismamañana sostenían edificios, ahora eran rocas demasiado calientes para el tacto, y el aire

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estaba tupido de cenizas y de humo pestilente.Consternado por haber llegado tarde a tal combate, deambuló por el campo

lentamente. Donde los kishime habían acampado, muchos utensilios habían quedadoabandonados.

Alejado de los otros restos, saliendo por detrás de una roca, divisó un pie.Se acercó y reconoció la figura de un tuké, con su cabeza calva y brazos delgados,

poco dados al cultivo o la caza. Fishi lo pateó en las costillas, pero el tuké no reaccionó.¿Estaba muerto? Era el único ser entero, al que podía consultar, y le pasaba esto. Seagachó y tomó la cabeza entre sus manos. De sus dedos brotó energía, y el cuerpo seTobía se arqueó abruptamente, sostenido de la punta de los pies y la coronilla. Fishi losoltó y el cuerpo se ablandó, cayendo a tierra. Tobía parpadeó y al abrir los ojos, seencontró cara a cara con un kishime. Por supuesto que rodó, se levantó de un salto ysalió corriendo.

Fishi lo siguió, sin apuro, por la dantesca escena de cadáveres y despojos revueltos.

–Recién estabas medio muerto y ahora tienes demasiada energía –le dijo.Tobía tropezó con una pierna y cayó junto a una cabeza troga cuyos ojos amarillos lo

miraban fijo. Se volvió hacia el kishime, apretando una mano contra su pecho,aterrorizado:

–¿Qué quieres? –balbuceó.

–Yo soy quien te salvó, monje idiota –respondió Fishi en un tono gélido, y luegocontinuó, revolviendo entre sus manos la shala–. Dime, quiero noticias. Dime, ¿qué hapasado con la guerra?

Tobía lo miró, desconcertado. –¿Cómo…? ¿Quién eres?

–Ah. Me olvidaba, mi nombre es Fishi y vengo de Fishiku, la ciudad libre.

La pequeña caravana había abandonado su aldea con todo lo que podía sertransportado: cinco jurros, bestias de carga de patas peludas y cuerpo macizo, que ibancubiertas de pieles curtidas, herramientas, sacos de comida. Mientras que los doscaballos propiedad del jefe cargaban unos cuantos niños, muy pequeños para la arduacaminata, los hombres abrían la marcha, sus rostros cuarteados por el sol y la sequía,guiaban a los animales, y detrás venían algunas mujeres y niños. En total, viajaban unastreinta personas, sobrevivientes del paso arrasador de las fuerzas de Fesha. Tratando dedar un rodeo por zonas poco transitadas habían perdido su camino en este desierto queno conocían.

El viento se había detenido, permitiendo a los peregrinos quitarse las capuchas o velosque cubrían sus rostros. El primero en divisar el cuerpo fue un muchacho queacompañaba a su padre, a la cabeza de la caravana. Destacaba como una sombraalargada en la luz anaranjada del atardecer, a unos metros de su camino, y excitado, eljoven comenzó a gritar:

–¡Un muerto... un muerto!

Los adultos se pusieron a murmurar. ¿No sería peligroso seguir esta ruta? ¿Había unaaldea cerca? ¿De donde había venido ese cuerpo? El muchacho, sin tanta precaución,

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corrió hacia el cadáver, seguido de otros jóvenes curiosos. Lo rodearon y se pusieron acontemplar el vestido manchado de sangre seca, en una tela fina de color azul comojamás habían visto.

–¡Es uno de esos... ¡Un ángel de la muerte! –exclamó uno.

–No, tonto. Mi padre dice que son espíritus, por eso vuelan por el aire y echan rayos...Además, esta es una mujer –replicó el que la había encontrado.

–¿Está muerta? –preguntó una niña, ocultándose tras su hermano.

–Seguro –respondió el primero, mirando con admiración el rostro medio oculto por elcabello, que el viento había revuelto y llenado de polvo.

Para entonces, el padre del muchacho se había acercado, armado con un rústicoazadón, pidiéndoles a gritos que regresaran. Se estaba por poner el sol, debían armar unfuego y permanecer juntos. Él también miró a la joven postrada, pero además se agachójunto a ella y tocó su mano.

El hombre respingó y llamó a gritos a su esposa; había sentido la piel tibia y no fríacomo era de esperarse.

La mujer, que tendría cuarenta años pero aparentaba diez más, se acercó a la joven yaplicó la cabeza a su pecho.

–Tienes razón, esposo. Está viva, pero no le queda mucho tiempo. Mira esta herida –dijo, descubriendo la tela y dejando ver un corte inflamado desde el hombro izquierdo alesternón.

A pesar del dictamen de su esposa, el hombre decidió recoger a la joven y llevarla conellos, intrigado porque llevaba un vestido similar al de los espíritus, y ansioso por sabercómo y por qué había llegado a ese lugar.

Tobía había corrido como loco por la quebrada, siguiendo al azar sus ramificacioneshasta llegar a un pasaje estrecho y poco profundo. Trepó por la tierra como un gato ysalió al desierto. El viento le traía el fragor de la lucha. Pensó que Amelia estabacorriendo peligro y tenía que conseguirle ayuda. Lo único que podía hacer era recurrir aGrenio, aunque tuviera que meterse en medio de la batalla.

Eso pensó, pero cuando se aproximó a Frotsu-gra, se quedó impresionado ante lacantidad de combatientes. Llegó justo en el momento de la interferencia de Bulen, yaunque no pudo ver la desaparición de Grenio, percibió que algo malo pasaba por elabrupto silencio. Tobía se escondió detrás de las tiendas y allí reconoció el color de Sulei.Ya tan cerca, no resistió la tentación de echar un vistazo. Había visto donde guardaba lasgemas del templo, pues Sulei las había colocado frente a sus ojos en el cofre dondeguardaba sus armas, tal vez imaginando que ese conocimiento no le serviría de nadadespués de muerto.

No había nadie cerca y se pudo meter en la tienda y extraer las gemas. Luego escuchóla explosión, un estruendo que lo dejó helado en su sitio. Al instante, la onda expansiva lotiró al suelo. En cuanto recobró la conciencia y se dio cuenta de que los kishime sepreparaban a partir, se arrastró tan lejos de su vista como pudo.

Por supuesto que no le contó a Fishi nada de sus designios ni de la situación en quehabía dejado a Amelia, limitándose a describir los planes del Gran Tuké y lo que habíavisto al llegar a Frotsu.

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–Así que la profecía se cumplió, pero al revés –comentó Fishi con voz sombría.

–No puede ser, no creo que no haya sobrevivientes. Los trogas son fuertes.

–¿Y el elegido?

–¿Grenio? –Tobía frunció el ceño–. No sé, pero si él hubiera estado aquí, habríadetenido a Sulei y a sus hombres antes de que sucediera esta desgracia.

–¿Y la humana? –exclamó Fishi, alzando los ojos al cielo.

Tobía miró hacia otro lado y suspiró, preparándose para contarle una buena mentira.Lo que fuera para lograr que lo ayudara a encontrarla.

–Me siento bien –aclaró Sulei, recién salido de la máquina, a Zelene que se acercabasolícito.

Su sirviente asintió, y anunció: –Lo están esperando, shoko.Sulei salió del templo. Dalin y Fesha aguardaban, escoltados por sirvientes y

mensajeros. Al verlo salir radiante, saludable y con rostro sereno, se inclinaron levementey lo saludaron.

–¿Qué desean?

–Sulei, es decir, shoko Sulei –comenzó Fesha–. Teníamos curiosidad... ahora que elmundo es nuestro, ¿dónde le gustaría establecer nuestro nuevo Consejo?

–¡Ah, era eso! –exclamó Sulei, sonriendo y caminando por el puro placer de sentir sucuerpo elástico, rejuvenecido–. Consideremos... Dilut sería el valle más hermoso, pero lodestruimos, y Sidria es grandiosa, pero abandonada, y si no hay súbditos humanos novale la pena. Tal vez debamos construir nuestra propia capital, en algún lugar agradable,como a las orillas del Bleni, o en los lagos.

–He escuchado que Rilay es una región hermosa y fértil –apuntó Fesha.

Sulei asintió.–Está bien, entiendo sus indirectas. Den las órdenes necesarias para ocupar esa

región. Dalin asintió y salió alegre, ansiando demostrar que también ellos podían hacer un

buen trabajo y no quedarse observando mientras otros se llevaban la gloria. Feshaparecía titubear.

–Sí, Fesha –murmuró Sulei entre dientes, adivinando sus intenciones.

–¿Es posible que... la fuerza que han demostrado tus hombres... también la tengan losnuestros? Debo confesar que varios de mis jóvenes desfallecieron de agotamiento en labatalla.

A Sulei le cayó bien su preocupación, más que el ánimo belicoso y cruel que habíanevidenciado Zefir, Budin y Dalin. Por ello accedió a que trajera enseguida a los que sehallaran en peligro de muerte. Sonrió, aparentando convicción, pero en el fondo no podíadejar de cavilar acerca de qué le habría sucedido a Bulen.

Cáp. 3 – Futuro viejo

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Luego de pasar tres días encerrados en la burbuja viendo pasar humanos yescuchando su charla, podían entender más o menos el futuro.

Al parecer, esa ciudad pertenecía o pagaba tributo a otra más grande y lejana, quellamaban capital. Los hombres se quejaban de la pesada carga de fabricar joyas y piezasmetálicas para máquinas que sólo los superiores podían utilizar. Una vez, Grenio viopasar una comitiva fastuosa, y un carro que se movía sin caballos, que trasladaba alseñor supremo de la ciudad hacia un balneario de famosas aguas curativas. Desde lejoslo presintió, y al verlo entre la aglomeración de sirvientes, no dudó de que se trataba deun kishime. Un kishime era el gobernador y severo guardián de la ciudad. Entoncesentendió los comentarios de los campesinos. Los superiores que tenían el control detodos los habitantes hasta el otro mar, eran kishime.

Pero, ¿acaso no había ni un troga en esta tierra, dominada por sus enemigos? Sivivían, ¿dónde se escondían, y cómo sobrevivían?

Bulen, que seguía en estado catatónico pero percibía todo a su alrededor, entendíaque la causa de este futuro extraño era haber sacado al elegido del medio, cambiando laprofecía de forma radical.

El troga comenzaba a sentir también los efectos del drenaje de su energía. Miró alkishime, que seguía sentado, la mirada fija en el suelo, en la misma posición que hacíatres puestas de sol.

–Llévanos de vuelta –le dijo.

–No puedo –contestó automáticamente Bulen, sin mover los labios.

–Entonces voy a comerte.

El kishime sabía que los trogas podían absorber las facultades de otros seres mediantela digestión, pero aún así no se movió. Grenio se acercó a él, puso las manos a amboslados de su cabeza y Bulen lo miró horrorizado, con pupilas dilatadas. Los ojos del trogarefulgían con luz purpúrea. Grenio le apretó la cabeza y Bulen trató de defenderse; noquería ser comido. Trató de tomar su espada pero tenía el cuerpo paralizado. Entonces,parte de la energía del troga comenzó a fluir hacia él, y asombrado, sintió renacer susfuerzas a la vez que la herida sanaba totalmente.

El aura borrosa que los rodeaba se volvió turbia y oscureció, como si el ocaso cayeramás rápido de lo habitual. El aire se arremolinó en torno al cuerpo de Grenio y este sintióel cosquilleo y la presión del viaje. De pronto, el remolino quedó estacionado y el piso sehundió bajo sus pies. Bulen trató de impedir el regreso y lo atacó con su espada. Greniosoltó la mano izquierda de su frente, y la usó para detener la espada, atajándola por elfilo. La energía a su alrededor se dispersó en una onda y ambos quedaron flotando en elespacio negro. El troga lo soltó y al mismo tiempo se desvaneció en un vórtice, mientrasBulen se desintegraba y aparecía de nuevo en la luz del día.

Del cielo azul emergió su figura pálida, y antes de posarse en el suelo, Bulen se habíadado cuenta de que estaban de vuelta. Por voluntad del troga habían retornado, y eso lohizo pensar, con asombro, que cuando se decidía a utilizarla, Grenio poseía la capacidadsuperior para transportarse que había tenido Kalüb en su tiempo.

La isla que había constituido el hogar principal del clan Fretsa por siglos, era un peñón

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rocoso casi en mar abierto, lejos de la protección de la costa y sujeto a los vientos y eloleaje bravío. Se podía navegar hacia sus costas solamente por un canal que iba de lapenínsula, sorteando varias islas y escollos. Si se equivocaba el paso, las corrientesarrastraban las balsas al océano a gran velocidad. A sotavento, había una ensenadacircular, con una finísima playa custodiada por farallones verticales. El mar habíasocavado los bordes bajos. De cerca, se podían divisar las entradas de las grutas quellevaban arriba y al interior de la isla.

Las cuevas estaban repletas con gente de todos los clanes, y allí habían tratado deacopiar víveres, combustible, madera. Unos fogones aislados iluminaban los rinconesdonde algunos conversaban en susurros, y otros se miraban en silencio, resignados,desalentados, con un talante oscuro, amargados y resentidos con el destino.

En la residencia, construida de roca gris y madera petrificada, se hallaban los enfermosy jóvenes que habían llegado primero. Ocupaban los salones y el establo. Los pocosanimales que tenía el clan habían sido mudados al patio, y Fretsa tuvo que pasar entreellos y un montón de objetos desechados, para dirigirse al salón de entrenamiento, unaestancia grande en el primer piso, donde se reunían sus guerreros. Al traspasar elumbral, notó con pesar lo reducido que había quedado su número, no porque fueranvencidos en batalla, de eso podía enorgullecerse, sino por el fuego y los escombros quehabían asesinado a una docena sin previo aviso.

–Hija –la llamó la anciana jefa del clan, que estaba sentada junto al gran hogarsemicircular que adornaba la pared exterior–, ¿han llegado noticias de los otros clanes?

–No, abuela –anunció ella con gravedad–. No lo han intentado siquiera. Y tampococreo que lo hagan; al menos sé de unos cuantos que prefieren luchar por su cuenta.

–Querrás decir esconderse en sus islas y esperar que pase todo –acotó su tío,contratado como entrenador de sus guerreros.

Toda la tropa se había reunido a su alrededor.–Aunque no sea al estilo tradicional –dijo entonces su abuela, levantándose con

dificultad del sillón y arrastrando tras de sí una capa negra bordada, que a sus años lequedaba larga de tan encorvada y consumida que estaba–, nosotros te apoyaremos sidecides ser jefa de los trogas, y estoy segura de que todos los clanes te darán suconfianza.

Los guerreros respondieron al unísono: –¡So, Sonie Fretsa!Les respondió con gesto de conformidad, aunque en su interior dudara de la lealtad de

los otros, que se habían ido a ocultar en sus cuevas o en cualquier islote rocoso einhóspito.

Tenían otros problemas, además. Al pasar por las grutas, un troga le había comentadoque con la cantidad que habían llegado, no tendrían provisiones para más de unasemana, y la isla no podía sustentar a un cuarto de los hombres que tenían ahora. Losguerreros en buen estado eran la minoría absoluta. La mayoría estaban heridos y elcurandero no daba abasto con sus pocas medicinas.

Necesitaba un milagro.Fretsa dejó la residencia para vagar por el pequeño bosque que cubría las faldas del

peñón, helándose con el viento nocturno, escuchando el estruendo del mar, que al menoscoincidía con su ánimo. Cuando estaba alcanzando un promontorio que servía para vigilarla llegada de los barcos, vio venir corriendo a Raño, lo que le pareció ridículo por los

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pequeños saltos que iba dando un troga de su tamaño. Se preguntó de qué se habríaestado alimentando últimamente. Luego vio su rostro iluminado, y escuchó que le gritaba,lo cual no había notado antes por el rugido de las olas.

–Mira, mira –señaló Raño, agitado, al detenerse frente a ella–. Yo sabía, yo sabía...Fretsa miró y sus ojos también se iluminaron, sintiendo un alivio tremendo al ver venir a

Grenio caminando lento y seguro por el mismo camino que Raño.

–Jra –saludó él con calma, contemplando el paisaje con una vaga inquietud.Ver trogas, escuchar sus voces, había sido el paraíso por un momento, luego de volver

de un futuro desolado sin su raza. Pero ahora volvía la preocupación por la guerra, y elestado en que habían quedado, por la forma en que lo recibirían.

Por Fretsa no tenía que temer; tanta emoción sentía que, lejos de poder expresarla enpalabras, y sin tener la confianza para tocarlo, cayó de rodillas a los pies de Grenio, y sellevó ambas manos a la boca unidas con devoción.

Mientras, Raño le ponía una mano en el hombro.

–Ya lo sabía –repitió, y agregó con naturalidad–. Uds. serán nuestros jefes. Jre Grenioy Sonie Fretsa, y esta vez vamos a darle con todo a esos enanos blancos.

Amelia se despertó en la oscuridad, sofocada de calor y perturbada por una pesadilla,y lo primero que enfocaron sus ojos fue la niña de su sueño. Kiren la miraba con ojosnegros y brillantes, con un rostro serio y amenazante a la vez, mientras se acercaba a elladespacio. Gritó su nombre y se incorporó de un salto, chocando con el toldo bajo decuero que cubría su lecho: –¡Kiren! –pero antes de que su voz se desvaneciera, ya sehabía dado cuenta de su error.

La niña, asustada, había salido corriendo en busca de su madre. Hacía días que lajoven deliraba y se retorcía inquieta y sudorosa, hablando en lenguas extrañas y abriendolos ojos pero sin reconocer dónde estaba. Mientras su madre estaba ocupada en otrascosas, ella la vigilaba.

Con sus sentidos despejados y alerta, Amelia recorrió con la mirada el lugar dondehabía despertado. ¿Frotsu-gra? En seguida sintió un dolor lacerante al moverse y notó elgrueso vendaje que le habían colocado por encima de un hombro y alrededor del pecho,y al secarse el sudor del rostro también apreció la venda en su antebrazo derecho.Recordó que había caído en el desierto, luego de ser herida por el kishime. ¡No habíamuerto! ¡Nunca se había sentido tan viva como al despertar sana y salva después deesos momentos en que vio su fin tan cerca!

La matrona apareció junto al lecho y la miró en un escrutinio severo. Le tocó la frente ylas manos con más rudeza que cuidado maternal, pero Amelia no podía resentir el tratode alguien que la había salvado. La mujer se apartó y comenzó a hablarle en su lenguajegutural, haciéndole preguntas.

–No entiendo –contestó ella con voz lastimera y ronca, sacudiendo la cabeza condesazón.

La mujer, al menos, entendió que tenía sed y le trajo un cuenco de madera con unlíquido turbio. No era agua pura y no sabía que otras cosas contenía, aparte de unosfrutos y hojas flotando arriba, pero para Amelia fue maná de los dioses. Bebió variossorbos con avidez y la mujer le arrancó el cuenco de las manos. Decepcionada, Amelia la

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contempló con despecho.Pronto aparecieron los demás miembros de la familia y pronto toda la tribu se agolpaba

en torno al fogón para echar un vistazo a la joven salvada del desierto. Le dieron unpotaje para comer, y se dio cuenta de que no podía recordar cuándo había probadobocado por última vez. Al rato le trajeron sopa y más jugos, de a poco, por indicacionesde la mujer que parecía mandar sobre su tratamiento.

A pesar de todo se sentía bastante bien, y no le causaba ningún temor hallarse entreesta gente. Le generaban una intensa añoranza por su hogar, por el mundo de loshumanos, aunque a la vez no podía sacar de su mente la preocupación por saber quéhabía pasado con Tobía y los trogas.

Eran dos viajeros que se habían encontrado por casualidad y se unían por necesidad,pero, por otra parte, Tobía no se quejaba. Ya había tenido compañeros de viaje raros.Este tenía el malhumor de Grenio, y así se lo dijo cuando alcanzaron al fin las nacientesdel río Bleni y el otro protestó por la tardanza.

–Es porque duermes demasiado, monje, y paras para comer, beber y no sé cuántascosas más –se quejó Fishi, haciendo caso omiso del esplendoroso amanecer que lossaludaba, en un campo verde y amarillo jamás hollado por el fuego de la guerra.

–Tú duermes más que yo, y nada más caminar te agota –replicó Tobía, sin inmutarsedel gesto, habitual del kishime, de poner la mano en la espada cada vez que queríahacerse notar.

A sus espaldas quedaban las montañas que aislaban Sidria. Tobía le había dicho quesabía en qué lugar más o menos estaban los cuarteles de Sulei, pero resultó que Fishi nopodía transportarlos porque no conocía el río Bleni. Sólo podía ir a sitios conocidos, y lomás cercano eran esas montañas. A partir de allí debieron usar el método tradicional, ydescender a pie.

–Espero que sepas adonde vas –agregó Fishi, sentado con calma en la orilla, mientrasTobía miraba en todas direcciones, buscando una señal de vida.

–Fíjate si hay un barquero, o al menos alguna barca abandonada. Corriente abajollegaremos rápidamente.

–¿Adónde?

–No sé exactamente; vi a Sulei cerca del río y mencionó que le quedaba de paso. Sinembargo, por su vanidad de conquistador del mundo, no creo que pase desapercibidodonde sea que esté.

Muy irritada como para soportar las quejas y preguntas de sus subordinados, Fretsahabía conseguido que todos los guerreros se quedaran murmurando del otro lado delsalón, cerca de la anciana que dormitaba junto al fuego. Sus cuchicheos también leresultaban molestos, así que salió a dar una vuelta por el patio. Allí encontró a Vlojo, querecién después de tres días se levantaba de su lecho, adonde llegó con quemaduras entodo el cuerpo. Ahora sólo tenía unas en el torso y una pierna y se acercó conentusiasmo:

–Jefa, escuché que Grenio regresó del otro lado. Son buenas noticias –afirmó.

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–So... –respondió ella entre dientes, conteniendo su rabia porque Vlojo le inspirabacompasión, le hacía recordar a los guerreros que había perdido en la batalla.

–¿Dónde estuvo tanto tiempo? ¿Está herido? Presumo que agotado. ¿Dónde está?

–Dice que estuvo en el futuro –murmuró ella, y luego bramó–. Ahora está abajo, en lacueva, hablando con el curandero. Porque quería ver a los sobrevivientes.

Vlojo asintió, inocente. No tenía idea de la forma cómo ella construía su curiosidad porver a los heridos: quería saber qué había pasado con la humana.

De hecho, Fretsa tenía razón en su suposición, porque en ese mismo momento Grenioestaba escuchando de boca del curandero que Amelia había desaparecido durante labatalla. Un momento estaba ayudando con los heridos, pero después que losembarcaron, ya no la vio. Estaría enterrada en las ruinas, sugirió el curandero, restándoleimportancia.

Pero Grenio no creía que hubiera muerto. Había sobrevivido a él mismo, a Bulen y aviajar por el desierto con un monje inútil. ¿Por qué iba a perecer ahora?

Salió al exterior, a la madrugada gélida y tormentosa, se detuvo en medio del camino,y trató de viajar hasta su posición. Cerró los ojos y la percibió, un punto en la inmensidad,titilante y efímero como si estuviera muy lejos. Se disponía a usar el poder para saltarhacia ese lugar, cuando sintió otra presencia idéntica, más fuerte, que ejercía sobre él lamisma atracción magnética que conocía bien, que lo había guiado tan lejos como a laTierra. Sintió miedo, dudó. Tal vez porque resultaba extraño que hubiera dos, su instintole prevenía con un escalofrío desagradable.

Cáp. 4 – Los peregrinos.

Amelia se despertó en su lecho de pieles de olor rancio, debido a una luz que le dabajusto en los ojos. Se levantó y caminó siguiendo el farol, que parecía flotar en el aire, y leextrañó no tropezar con el resto del campamento. Estaba sola en mitad de la noche. Doslunas brillaban en el cielo, dos cuernos. Sintió un aullido y su eco. No tenía miedo de susoledad.

Se dio cuenta de que estaba soñando y de que el círculo luminoso se había paradofrente a ella. Extendió una mano para tocar el cálido resplandor amarillo:

–Me alegra que estés bien –resonó una voz, al tiempo que la esfera se desvanecía.

Amelia miró alrededor, y en lo que parecía una superficie lunar, blanquecina y llena decráteres, no había absolutamente nada.

–Lug, ¿dónde estás? –gritó, corriendo de frente, luego se detuvo y corrió en otradirección–. ¿Dónde estás?

–En tu sueño –respondió él con naturalidad; lo cual no le pareció de mucha ayuda–. Loimportante es que tú me digas dónde estás. No podemos localizarte.

Amelia intentó darle algunas referencias, pero en suma, no lo sabía. En algún lugar avarios días de viaje de Frotsu-gra, pero había estado inconsciente y no podía hablar unapalabra con la gente que la había recogido. A veces creía entender la palabra tuké, poreso suponía que la caravana se dirigía hacia el monasterio.

–Frotsu-gra ya no existe –acotó Lug.

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–¿Cómo? –se sorprendió ella, era la primera noticia de que algo había salidorealmente mal.

Si los trogas no podían detener a Sulei, pensó abatida, los humanos estaban perdidos.

–Sulei escapó con vida luego de una gran explosión que arrasó todo. Eso le contaron aGrenio, porque él estuvo atrapado tres días en el futuro con Bulen.

–¿Bulen?

–Sí, y también regresó a salvo, gracias a que nuestro troga actuó con mesura esta vezy no lo mató allí, a riesgo de quedarse anclado en un pseudo espacio. Aunque no lo matóporque dice que no sería honorable derrotar a un enemigo herido. Ten cuidado.

–Lo sé... pero no te preocupes, ellos creen que estoy muerta –Amelia dudó unsegundo y luego le contó lo sucedido con Zelene, y su extraña prueba de sangre.

–El mensaje de Grenio es que no te dejes atrapar por los kishime de nuevo.

–¿Por qué no lo dice él mismo?

–Porque es tímido.

Amelia replicó, mientras su mente dejaba de soñar y perdía la conexión:–Me alegra que conserves el sentido del humor –y agregó con sarcasmo–, aunque no

tu cuerpo.Por segunda vez creyó despertarse, esta vez en serio, y la luz que la rodeaba era la

del sol en alto. La caravana había visto disminuido su ritmo de avance comoconsecuencia de su herida, lo que no ayudaba a tranquilizar los ánimos de la gente.Ahora que podía incorporarse, aunque le doliera el hombro, y como no podía caminar porla debilidad en sus piernas, la pusieron en un caballo y siguieron la marcha. Los niñosvolvieron a alborotar alrededor de los adultos, que iban serios y precavidos, escudriñandoen todas direcciones. La mujer que la había cuidado le puso una tela atada en la cabezapara protegerla del sol. La blusa que traía había quedado inservible, así que le prestaronuna camisa blanca, una de las mejores prendas del muchacho que la había encontrado ypor eso creía tener cierto derecho de propiedad sobre ella.

Luego de varios días, había perdido la cuenta del tiempo que llevaban viajando, y elpaisaje no ayudaba, siempre plano, amarillo y gris, pasto alto, pasto bajo, soledad. Deesa forma se dio cuenta de que no seguían el mismo camino que ella había utilizado parallegar a Frotsu-gra con Grenio y Tobía; pero también se alejaban del mar, y no secruzaron con los kishime, su mayor temor. Contagiada de la aprensión de esos hombres,miraba todo el tiempo el horizonte en busca de alguna nube de polvo o mancha oscura,sabiendo que si los hallaban no tendrían oportunidad alguna. Sin embargo, un amanecercuando ya se sentía más fuerte, saludó con alegría los picos que aparecieron a suizquierda, una lejanísima franja azul tocando el cielo, en la cual creyó reconocer lasmontañas que había atravesado antes con tanto esfuerzo. Por algún motivo, tal vezporque le eran conocidas, le dieron un poco de esperanza. El muchacho, que llevaba labrida de su caballo, se volvió hacia ella como buscando una respuesta y los dosintercambiaron una sonrisa alegre; estaban emocionados de ver cambiar el panorama. Elmuchacho tal vez creería que su hogar se encontraba allí.

Más tarde, descifró que su nombre era Jarut, y trató de hacerle repetir el suyo, aunqueen su lengua sonaba como “Amara”. Los demás le tenían desconfianza porque nohablaba un idioma conocido, y de no ser por la mujer que la curó y juraba que era

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humana, la habrían tirado al costado del camino.Ya no volvió a ver las montañas. En cambio, la caravana cruzó una zona pantanosa,

donde uno de los hombres cayó en el cieno y no volvió a salir más. Acamparon en unlugar que a Amelia le recordó películas de terror: los rodeaba una niebla espesa que lashogueras no podían dispersar, y toda la noche sintió criaturas que ululaban o lanzabanchillidos, y algo que producía un chapoteo constante al moverse por el pantano no muylejos de sus camas. Además, luego de tantos días de sobrevivir a base de un potaje decolor indefinido, extrañaba las comidas suculentas que, en comparación, preparaba suanterior compañero de viaje. Al menos con el troga siempre tenía carne y fruta. En sussueños, comía en establecimientos de comida rápida y bebía refrescos dulces yburbujeantes, y al despertar se reprendía por acordarse de la Tierra por la comida y nopor su familia y amigos.

Luego de sobrevivir la noche de horror en el pantano, se levantó por primera vez sinesfuerzo y sin fiebre, aunque todavía no podía levantar el brazo, que le había quedadoentumecido y le asustaba bastante.

Al poco rato de abandonar esas tierras húmedas, divisaron a lo lejos algo que semovía rápido y errático. Con creciente temor, continuaron su camino y entonces loshombres del grupo comenzaron a cuchichear ruidosamente y a recoger sus pocas armas:palas y azadones. Al acercarse, Amelia pudo distinguir de qué se trataba: una manada deanimales salvajes, del tamaño de perros grandes, de color pardo. Notó la inquietud a sualrededor; la gente temía por sus animales y no estaban seguros si esas bestiasatacarían a los humanos.

Primero, creyeron que la manada no los había olfateado y perseguían otra cosa, peroluego las fieras dieron la vuelta y se dirigieron directo a la caravana. El olor a miedo debíade ser un gran estimulante para aquellas bestias, que ahora Amelia podía ver claramente,con lomos arqueados como hienas, hocicos cuadrados como Rotweilers llenos de ferocesdientes, y patas ágiles casi felinas. Era increíble la velocidad con que cambiaban derumbo y surcaban el pastizal. Apuraron el paso, pero el choque era inevitable.

Amelia se bajó de su montura y señaló a varios niños que ahora iban a pie, ynecesitarían el caballo más que ella. No quería imaginarse que una de esas bestiashambrientas atrapara a un niño. Las madres, agradecidas, subieron a sus hijos yespolearon a los caballos para que se alejaran; lo que no era necesario, una vez sueltosde sus correas los animales huyeron despavoridos.

Pero parte de la manada pareció reaccionar a esta fuga, y los más rápidos fueron trasellos. Amelia se adelantó unos metros y cayendo de rodillas, empezó a recoger piedrascon su mano sana, y las arrojó tratando de atraer la atención de los animales o mejor,espantarlos. Jarut se unió a sus esfuerzos y tiró cascotes aún más lejos, inclusoacertando alguno en el flanco de las bestias, lo que las hizo ladearse y girarenloquecidas, lanzando tarascones al aire. Amelia tragó en seco, deseando estar a milkilómetros de esas fauces.

Mientras, el resto de la manada se iba acercando más precavidamente al grupoprincipal, oliendo el temor de los jurros y de los hombres, con sus inútiles armas. Laprimer bestia se lanzó, saltando encima de un hombre grande, que logró darle un golpecon su azadón y tirarla al piso. El resto de la manada no se animó a atacar de a uno, yuna jauría se lanzó, chillando, sobre los animales y los humanos que se habían quedadoparalizados en lugar de huir. Amelia vio pasar corriendo junto a ella al resto de la tribu,pero notó que dos hombres se habían quedado atrás dispuestos a cerrarles el camino. La

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mayoría de los animales se ensañaba con una torpe bestia de carga rezagada.Lanzándole mordidas al cuello, vientre y lomo, derribaron al animal en pocos segundos.

Jarut estaba parado junto a ella con una pala que había conseguido mágicamente,porque un momento antes no la tenía. No se quedaron a contemplar el espectáculo ysiguieron a los demás, a tiempo para darse de frente con una mujer que estaba siendoatacada por un animal feroz, exponiendo los dientes y echando espuma al saltar sobreella. Derribó a la mujer de bruces y le lanzó una dentellada al cuello, errando porcentímetros la yugular y quedando atragantado con su cabello largo.

Sin darse cuenta siquiera de haber tomado la herramienta, Amelia se acercó y le dioun palazo a la bestia, que se despegó de la mujer y rodó sobre su lomo. Sin dudar, le diootro palazo en el hocico al tiempo que el animal se lanzaba sobre ella misma. La bestiacayó al suelo, ensangrentada, furiosa, chillando como demonio y debatiéndose en latierra. Una azada se le clavó con fuerza en la nuca y terminó con su miseria. Amelialevantó la vista siguiendo el mango de la azada y reconoció al padre de Jarut. Elmuchacho estaba ayudando a levantarse a la mujer, que estaba más asustada quelastimada.

Lejos de contentarse con los jurros, la mitad de la manada había seguido a loshumanos, además de los que iban detrás de los caballos y ya se habían perdido de vista.El terreno ascendía suavemente, pero ya resultaba mucho esfuerzo para Amelia, que secansó en seguida de correr y lamentaba haber usado los dos brazos con la bestia,azuzada por la adrenalina, porque se le había abierto la herida. La sangre traspasaba lavenda y algunos puntos rojos se translucían en la camisa. Resoplando, notó que la tribula adelantaba, dispersa, tratando de alejarse de aquellos que alguna bestia elegía comopresa. No quiso mirar atrás, segura de que vería a un animal pisándole los talones o a unhombre siendo desgarrado por colmillos y garras. Entonces, presintió que un par deanimales la seguía, olisqueando la sangre fresca en su ropa. Podía escuchar el jadeo delas fieras. Se oprimió el brazo izquierdo con el otro, apretó los dientes, y corrió, trazandouna tangente respecto al resto. No quería que se lanzaran contra los otros por su culpa.

Iba acercándose adonde terminaba el terreno y se abría el cielo, en una carrera eterna,pensando que tal vez se salvaría si llegaba a la cima de la colina, y temiendo lo que iba aencontrar del otro lado. Llegó a ver la copa de unos árboles más adelante, a distinguir elgalope de los caballos que se habían alejado bastante de los demás. Jarut la llamaba agritos y se esforzaba por alcanzarla, seguido por su padre.

El pasto volaba bajo las finas suelas que llevaban sus pies, hasta que al fin resbaló,por un momento le pareció flotar, y cayó de espaldas con un golpe seco. Sintió unasombra que se acercaba a gran velocidad y sus dedos tantearon un cascote. Cerró losojos, evitando ver el momento final, cuando el primer animal se arrojó sobre su cuerpo,caliente y resoplando un aliento fétido a carne cruda. Apenas sintió la pata sobre suestómago revoleó el brazo derecho y la piedra en su mano se destrozó en mil pedazoscontra el costado de un hocico húmedo de sangre y saliva. Ahora no tenía con quédefenderse. Abrió los ojos; tras un segundo de sorpresa y dolor, la bestia se alzó sobresus patas traseras para lanzarse hacia su garganta.

Al instante, el peso del animal desapareció y lo vio desplomarse sobre un costado. Noentendía por qué, pero no esperó y se arrastró con ayuda de sus piernas. Algo la levantópor el cuello y entonces, se dio cuenta de que había sido un hombre alto el que la habíasalvado, con una flecha que ahora distinguía sobresaliendo del pecho de la bestia. Lomiró agradecida, y le extrañó, ya que no debía pertenecer a la tribu, con su pelo trenzadoy calva arriba, su atuendo de cuero brilloso y las armas contundentes que cargaba.

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Aliviada, miró mientras él se deshacía de la otra bestia con un tiro de ballesta, y volvióa levantar la vista hacia el recién llegado, notando que apenas le llegaba al pecho y queparecía una heladera de grande.

–¿Oro caló? –preguntó el hombre con voz ronca, clavándole unos ojos huraños.Por suerte Jarut y su padre se acercaban y este último se encargó de hablarle al

extraño.Amelia pudo comprobar que además de este, habían hecho acto de aparición otros

cuatro jinetes bien armados, que tenían a salvo al resto de la tribu y ya lograban espantara las fieras.

Pero todavía le esperaba una sorpresa mayor ese día, cuando la tribu se reunió con unnumeroso grupo de guerreros y cazadores. Por el atavío, Amelia reconoció a loscazadores de los lagos cercanos a Sidria. Estaba allí parada entre animales y niños,distraída entre la gente que pasaba a su alrededor saludando a los recién llegados, enmedio de un campamento bien surtido, cuando oyó gritar de lejos:

–¡Amelia! ¡Señora Amelia!La joven movió la cabeza, atónita, porque nunca había esperado oír su propio nombre

en ese lugar, y su mente estaba tratando de buscar una explicación, cuando vio venircorriendo a un tuké, la túnica flotando a su alrededor y saludándola con la manoalegremente. Un gesto de la Tierra. Ella sonrió, aun antes de reconocer a Mateus por lapancita que resaltaba en medio de su pequeño cuerpo.

Los demás se apartaron con reverencia mientras ellos se saludaban con un apretadoabrazo. Amelia apenas podía contener las lágrimas, y secándose los ojos con la mano,iba contestando a las preguntas de Mateus:

–¿Estás bien? ¿Por qué estás herida? ¿Llegaste sola? ¿El troga? ¿Qué pasó con loskishime? ¿No has visto a Tobía por casualidad?

Más o menos le fue contando lo que había sucedido desde que se separaron, y elmonje trató de contener las preguntas que se iban agolpando en su mente al escucharsobre los sucesos asombrosos en Fishiku, la historia de Lug, y la destrucción de Frotsu-gra.

Amelia notó que el tuké era tratado con gran consideración en el campamento, losguerreros más adornados y fuertes le cedían paso, y la gente común no se animaba amirarlo directamente, ni a rozarlo siquiera.

–De alguna forma he adquirido fama de hombre piadoso y sabio –explicó, al notar sumirada curiosa–. Pero antes que nada, hagamos que revisen esa herida que traes. Estáspálida.

Amelia agradeció el reposo a la sombra de un toldo, y el agua fresca, transparente. Entodo el rato que había pasado todavía no había decidido si contarle sobre Tobía. El tukéno tenía por qué imaginar que se habían cruzado, y si le decía cómo lo dejó, se iba apreocupar por su suerte. Además, la conducta de Tobía no era muy clara, y si no volvíana verlo, quedaría como un traidor. No, se dijo la joven, mejor espero a ver qué pasa: sivuelve vivo, que dé sus explicaciones y aclare la situación, si no, mejor recordarlo portodo lo que ayudó en vida. Se acordó de la cara de orgullo que tenía cuando la llevó anteel difunto Gran Tuké.

Mateus le contó que, camino al monasterio con una muchedumbre de gente que huía

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de sus aldeas destrozadas, sintiéndose todo un santo seguido de huérfanos y heridos, lopicó la inquietud al cruzarse con este ejército que pretendía poner un alto a esos seresextraños, pero no tenían ni idea de a qué se enfrentaban. Allí se le ocurrió que podíasatisfacer su impulso de presenciar una batalla histórica, y a la vez ser de utilidad, así quedejó a los otros monjes seguir camino y se unió a esta tropa improvisada.

–¿Adónde vamos? –inquirió ella, al día siguiente, ya que apenas amanecer losguerreros estaban preparando sus caballos y levantando el sitio.

–Nosotros vamos a seguir el rastro kishime hacia el oeste, ya que no tenemosesperanza de interceptarlos a la salida de Frotsu-gra por lo que contaste –aclaró Mateus,dándole a entender que ella seguía camino con el resto de campesinos que se dirigían almonasterio.

–No –replicó ella, poniéndose a juntar las cosas del monje, libros y papeles–. Tengoque ir con Uds. Pienso que no llegué a este mundo por casualidad, ni para quedarme debrazos cruzados esperando que pase algo.

–¿Desde cuándo crees en tu destino? –preguntó Mateus, con escepticismo.

–Desde que puedo decir que mis sueños no son simples sueños.

Cáp. 5 – Persecución

Bulen caminó en círculos por el estrecho espacio que tenía como prisión, unaconstrucción con forma de cilindro cerca del centro de reunión del Kishu y de su propiohogar, el pabellón de Sulei. Aún a través de gruesas paredes de piedra, podía sentir ellago y la presencia de unos kishime; muy pocos porque la mayoría estaba en guerra,desplazándose con impunidad y a la luz del día por territorios que hasta poco tiempoatrás no se animaban a pisar, tierras de humanos. Al parecer, su jefe había logrado quesu raza recuperara el coraje. Tenía mucho tiempo libre para meditar sobre eso, desdeque Sulei lo había mandado encerrar.

El recinto estaba preparado para un kishime de alto nivel. Un anillo de color ámbarceñía las paredes de la prisión, absorbiendo su energía y manteniendo su fuerza en unnivel bajo. De hecho, otro ya habría caído desmayado, pero Bulen seguía caminando connerviosismo dando vueltas, aunque esa actividad consumiera su preciosa energía. Nodejaba de pensar en la entrevista con su jefe.

–Se iku, su shoko –había saludado con calma, cuando entró en la cueva al volver delfuturo, como si nada hubiera pasado, aunque todos podían ver su túnica destrozada.

Comprobó que la herida de Sulei había sanado, a pesar de la ansiosa advertencia deZelene, el primero que lo había encontrado en el campo al amanecer.

–Bulen... –replicó Sulei, volviéndose con gesto adusto y un tono de voz áspero.

Ambos se midieron con la mirada. Sulei había notado el cambio en Bulen al segundode verlo en Frotsu-gra. En la gruta encontró rastros de sus actividades.

–¿Me vas a regañar por entrometerme en tu pelea? –lo atajó Bulen, con un tono másatrevido del que se había animado a usar jamás.

–Ya me di cuenta de que probaste la máquina en ti mismo, profanando un cuerpo de tupropia raza.

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–Otras veces hemos usado a nuestros semejantes –se excusó Bulen, dándole laespalda–. Los artefactos que veneras, esa misma máquina, se basan en la esencia, en lafuerza, de seres que alguna vez fueron como nosotros.

Sulei sonrió, pero había algo decepcionado, amargo, en su voz: –Cuando te di libertady poder fue para que te independizaras, te convirtieras en un líder y no una sombra, perotú... Tú, Bulen, superaste mis expectativas.

–Deli, Sulei –balbuceó Bulen, bajando la cabeza, sinceramente arrepentido ante lamirada acusadora de su superior.

Dos guardias aparecieron en la puerta. No se sorprendió, pero esperaba la pregunta:

–¿Qué viste?El frío Bulen lo miró con una expresión que lo intrigó, llena de lástima, desesperación,

o tal vez, desolación. Por un momento el corazón de Sulei se detuvo, dudando porprimera vez de sus planes. Enseguida se recuperó, atribuyendo su desazón a la sangrehumana.

–Vi que no hay profecía –fue la oscura respuesta de Bulen.

Por un momento pareció que iba a explicarse. En realidad, dudaba si contarle lo quevio primero, la destrucción, y su indigna muerte, porque el futuro cambiaba radicalmenteal sacar al troga de la historia. Al final, se mantuvo callado, y a una señal de Sulei, losguardias lo escoltaron. En la puerta se volvió, con una mueca torcida como si quisierasonreír:

–Si tanto creías en la profecía de Kalüb, ¿por qué no me haces caso? Yo soy Kalübahora –exclamó, tirando de un mechón del cabello que le rozaba el hombro–. Nonecesitas su poder, es peligroso para ti. La solución es terminar con el elegido.

Detuvo su caminata en torno a la cámara sellada y se sentó en el centro. La fuerza deKalüb brillaba en su interior, podía visualizarla como una galaxia girando, cristalina, móvil,tranquila y fría, pero no desapegada del resto del universo. El espíritu de ese kishimetenía mucha atracción, porque en vida había visto un futuro más allá de los peligros;había tenido atisbos de lo que podía ser cuando las cosas fueran bien para su raza.Bulen tenía esa idea impresa en su imaginación, pero no había logrado ver algomagnífico que justificara la esperanza. Ahora que no podía ir a ningún lado, se concentróen sus recuerdos, y dejó vagar la mente, esperando que alguna respuesta se abrierapaso, que un rayo de luz le mostrara cómo alcanzar esa paz.

La partida de jinetes se acercó al río Bleni al atardecer, levantando una intensapolvareda gris. Sin saberlo pasaron a un par de kilómetros de donde se hallaba Sulei,entre los montes que dejaban a su derecha, rocas ásperas que los vigilaban coninsolencia.

Los caballos cruzaron el vado, sus patas levantando una nube de rocío espumoso, yAmelia sonrió ante tal espectáculo aunque se empapó hasta los huesos. En el transcursode su marcha, no se habían topado con ningún rastro de los enemigos.

Volvían a surcar una pradera ondulada y fértil, un paisaje adornado de pequeñosbosques, y perfumado por una templada brisa de flores y hierbas exóticas. Mateus, quecabalgaba a su lado, le explicó que estaban cortando camino para llegar al Parilis, uncaudaloso tributario del Bleni que regaba la comarca llamada Rilay. Allí vivían pueblos

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prósperos y numerosos, los que sin duda atraerían la atención de los kishime. En su otroflanco tenía a Krandon, el cazador que la había salvado de las bestias, quien señaló enese momento una columna de humo negro que se elevaba detrás de unos árboles. Ladelgada cinta oscura destacaba en el azul profundo del cielo vespertino, pero ni él ni losotros jinetes podían afirmar si se trataba de un incendio indeseable o del fogón de unaaldea.

El grupo se detuvo a cubierto del bosque y dos hombres se animaron a ir a investigar.En tanto, Amelia desmontó y se sentó a esperar novedades junto con los demás; todosestaban cuchicheando con gran animación pero sin dejar su precaución habitual.

Los dos valientes volvieron al rato, cuando las primeras luces de la noche tapizaban elcielo aterciopelado y la brisa refrescaba bajo la humedad de la llanura. Apenas vieron susrostros pálidos y movimientos suspicaces, se dieron cuenta de que el fuego no eranatural. Los comandantes del grupo escucharon con atención su relato y luego dieronórdenes de seguir la marcha con mucho cuidado.

–Los kishime ya han pasado por aquí –le tradujo el Gran Tuké–. Debemos proseguircon mucha cautela, en silencio. Lo que han visto es espantoso...

Aunque se trataba de hombres endurecidos por años de vivir de la naturaleza,luchando con fieras y otros pueblos aún más bravos, no estaban preparados para lo quevieron. Un pequeño campamento humano había sido atacado, y sus modestoshabitantes, seres primitivos que no contaban con armas, ni herramientas, ni siquiera concasas donde esconderse, habían sido desollados vivos con algún tipo de gancho filoso.Por alguna razón, sus atacantes habían hecho una hoguera e incinerado algunos de losrestos, dejando otros cuerpos a la intemperie, masas sanguinolentas a disposición de losinsectos y fieras. Ya de lejos se podía sentir el olor nauseabundo de huesos quemados yel hedor de las vísceras. Los cazadores, sobrecogidos, no se quedaron a contemplar laescena y apenas se aseguraron de que los agresores habían partido, poco antes, asuponer por el fuego que ardía con violencia, salieron corriendo a relatar lo encontrado.

Amelia recordó a los kishime que entrenaban en las afueras de Tise, asesinando yquemando aldeas enteras, por diversión. Al menos, no parecían obtener ningún beneficiode lo que hacían, y suponía que esto se debía a que no tenían un gramo de compasión ointerés por los seres humanos. Trató de contener los temblores que le recorrían el cuerpoy le dificultaban hasta sostenerse erguida en su caballo y tomar las riendas. Se preguntócómo iban a enfrentar a tales enemigos y qué podía hacer ella.

–Jefa, tenemos kishime a la vista –anunció Vlojo en voz baja, pegándose a su hombroen la oscuridad.

Llevaban días siguiendo el rastro dejado por sus confiados enemigos al salir de lasruinas de Frotsu-gra. Sabían que algunos grupos se habían desviado de los demás, luegode detenerse por cierto tiempo. Pero, aunque decidieran seguir distintos caminos, Fretsaestaba segura de que se dirigían al oeste, donde los humanos habitaban sin sermolestados todavía, disfrutando de la fertilidad de la tierra y el clima templado, lejos delas inclemencias del océano y la aridez de las montañas. Si acaso creían que los habíanderrotado, y ya se podían dedicar a dominar humanos, estaban muy equivocados. Losseguirían hasta el fin del mundo para vengar su ruina, aunque les llevara hasta el últimoaliento de vida.

Fretsa sacó un brazo de la capa negra con un gesto veloz en el cual desenfundó su

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tridente corto. El movimiento puso en alerta a otra docena de sombras, que seadelantaron al unísono, irguiéndose entre los pastos altos donde permanecían casiinvisibles en las sombras, aunque podían ver con claridad gracias a sus ojos nictálopes.

Acompañados por el susurro del viento que zarandeaba la vegetación, las sombrasavanzaron por el pastizal, sus ojos temibles brillando en las tinieblas. Pero no todos loskishime tenían la certeza de haber terminado con toda amenaza, y cuando Fretsa seabalanzó con sus guerreros, pensando tomarlos desprevenidos, se encontró con ungrupo que la esperaba bien preparado. No estaban solos, unas figuras fantasmalescomenzaron a brotar como hongos frente a ellos.

Vlojo se detuvo, agazapado, delante de una forma pálida que escrutaba la oscuridadcon ojos atentos, batiendo la espada lentamente delante de su cuerpo. En el rumor delviento se confundían los roces producidos por los trogas al avanzar, y el kishime estabatratando de forzar su vista pero todo era muy confuso. Vlojo se arrojó sobre él y derribócomo un aluvión al sorprendido kishime, que no atinó a defenderse y cayó, con el cuellodislocado, apenas exhalando un suspiro. El troga se levantó y miró alrededor: variosenemigos habían sido abatidos antes de darse cuenta de lo cerca que estaban.

Sin embargo, no todos se hallaban en tan obvia inferioridad. El jefe del destacamento ysus hombres cercanos resistieron el embate con destreza, esquivando los golpes ymanteniéndolos a raya con el largo de sus espadas. Vlojo sorteó un par de cadávereskishime y cruzó el campo en dirección al grueso de su gente, donde Fretsa avanzaba conligereza hacia el jefe, empujando fuera de su camino a todos los que intentaban frenarla.

Lodar la vio venir mientras combatía con una de sus guerreras que había logradocolarse entre los enemigos sin ser vista, hasta que él mismo la detuvo. Lanzó unaestocada que partió el brazo de la troga y cuando ella se tiró a un lado, chillando de dolor,él giró y tomando impulso, saltó la distancia que los separaba. Fretsa frenó en su carrera,empuñó sus tridentes y se preparó a recibirlo. El kishime aterrizó frente a su cara a la vezque trataba de derribarla con un golpe de espada. Fretsa inmovilizó el filo entre sustridentes y giró su mano. Lodar rotó junto con su espada, dando una voltereta en el aire yliberando su arma. Fretsa lo perseguía para apuñalarlo. Lodar dio un sablazo hacia atrás,sin mirar, y ella saltó para salvar sus piernas, desplegando sus alas, al tiempo que suadversario se daba la vuelta.

Vlojo fue atacado con una lanza por la espalda. Percibió cómo salía la punta por suhombro, y el sordo dolor punzante de la carne destrozada. Una guerrera del clan voló porencima del kishime, arrancando sus manos de la lanza antes de que pudiera dar otrogolpe. Vlojo se retorció para quitarse el trozo que había quedado inserto en su espalda yarrojó la lanza al suelo. Comprobó que la herida no era muy grave, y continuó avanzando,golpeando de paso a un kishime en el rostro, lo mandó a varios metros de distancia conlas facciones desfiguradas, y de un colazo barrió a otro que intentaba meterse en la luchade su jefa. Lodar reprendió a sus hombres por interferir, y siguió tirando estocadas yesquivando los golpes de Fretsa con gran agilidad.

De pronto, Lodar se dio cuenta de que sus hombres llevaban la peor parte, porque nopodían prever por dónde los iban a atacar: los trogas se arrastraban y se confundían en elpastizal, saltándoles encima de todas partes.

–¡Le po fu li! –gritó, con voz calma y clara a pesar del esfuerzo que debía mantener enla contienda con Fretsa.

Mientras él trataba de vencerla, arma contra arma pero sin poder ganar terrenotodavía, unos kishime extrajeron bolsitas de entre sus ropas y desataron las cintas que

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las cerraban. Luego esparcieron su contenido, un polvo muy fino que se mantuvo unmomento suspendido en el aire y fue arrastrado por el viento. El resto de los kishimecomenzó a moverse en retirada.

Lodar zafó la hoja de su espada y la apuntó al suelo, midiendo con ojos calmos a sucontendiente; luego de un momento, sonrió complacido. Fretsa gruñó y apretó losdientes, estiró los brazos y cruzó sus tridentes frente a su pecho, los despegó con unchirrido y dio un paso a toda velocidad. Lodar vio su semblante airado y su forma borrosaal abalanzarse sobre él, y los tridentes que lo aprisionaban. Tenía el brazo derecho, elque sostenía la espada, capturado entre las crestas que lo atravesaban a la altura delcodo. La única forma de arrancarlo era muy dolorosa y lo dejaría inhabilitado para seguirusando la espada. Por otra parte, Fretsa tenía las dos manos ocupadas y para acabarcon él primero debía soltar una.

Los trogas se detuvieron, tosiendo por efectos del polvo corrosivo en sus sensitivosórganos de olfación. Los kishime ya se alejaban, aunque cinco se quedaron esperando aljefe. Vlojo se paró, impaciente, y le rogó a Fretsa que lo matara de una vez.

Antes de que ella se decidiera, Lodar abrió sus dedos por los que escurría la sangre,dejó caer su espada y la tomó al instante con su mano izquierda. Fretsa reaccionó,soltándolo y golpeando con ambos tridentes la hoja que venía hacia ella; la espada cayó,mal dirigida, y Lodar saltó, flotando en el aire un momento. Un tridente voló hacia sucuerpo y lo atravesó en un muslo. Lodar tembló. Acto seguido, Fretsa saltó y lo derribó enel momento en que se posaba de pie. Lodar se arrastró por el suelo, escapando del pesode su enemiga, y salió huyendo, con la ayuda de un kishime que lo vino a recoger. Fretsase enderezó e iba a ordenar que los siguieran, cuando de pronto notó la nube de polvoponzoñoso que ya estaba atacando a sus guerreros.

–¿Qué haces ahí parado? –le gritó a Vlojo–. ¿No hueles? Es veneno.

–Los cobardes cubrieron su huida –refunfuñó este, cubriendo su cara con una mano.Aunque no respiraran lo suficiente para hacerles daño, los efectos de ardor y visión

borrosa eran inmediatos, volviéndolos inútiles para luchar por lo menos esa noche. Fretsafue la última en dejar el lugar para marchar hacia el ancho río que divisaban a lo lejos;antes de seguir a sus guerreros, que corrían ansiosos a lavarse ojos y manos, echó unaúltima mirada al grupo que se perdía en la distancia, un poco disminuido pero en buenestado, tratando de fijar su rumbo.

Además de cubrir su retirada, habían logrado borrar el rastro de su esencia en elpastizal, tapándolo con el penetrante olor del veneno. Este adversario era un buenestratega, y ella no podía quedarse atrás.

Fahgorn, el jefe de la banda de cazadores, los hizo avanzar con cautela al amparo delas ramas que se alargaban desde el tenebroso bosque como si quisieran abalanzarsesobre la pradera. Él marchaba a la cabeza y lo seguían en apretado grupo. Apenas sesentía el susurro de los cascos sobre la hierba y la respiración fuerte de las bestias, todoslos ojos alertas a las sombras que los cercaban. Amelia respiraba por la boca, y llevaba lacabeza agachada instintivamente.

De pronto, comenzaron a oír un rumor sordo, acompañado de golpes repentinos,amortiguados, como un peso enorme cayendo en tierra. Los primeros jinetes debieronsosegar a sus animales, que se resistían a avanzar, aunque en toda la extensión de tierravisible no se distinguía ninguna presencia.

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–El olor de la sangre –susurró Krandon, quien se había deslizado hasta la cabeza delgrupo, mientras palmeaba el cuello de su cabalgadura, porque resoplaba con la bocaespumosa y giraba, los ojos inyectados en sangre.

En la cima de una colina a su derecha, apareció un resplandor verdoso. Los recorrió unestremecimiento, pero Fahgorn mantuvo la compostura, e hizo señas para que nadiesaliera corriendo. Algunos se quedaron mirando fijamente la extraña luz que parecía flotaren la oscuridad, donde se mezclaba el horizonte y el cielo. Amelia exigió a su cabeza quemirara para adelante, aunque su corazón se le desbocaba. Su esfuerzo no le sirvió demucho, porque a los pocos segundos percibió a lo lejos una luz similar, de fuentedesconocida, de ese lado, y mientras tanto, el sonido de fondo no cesaba. ¿Adonde sedirigían?, se preguntó con pavor. Pero como todos los hombres se mantuvieron en sucamino sin pronunciar palabra, decidió confiar en ellos, en su valor.

Adelante había un bosque, una mancha que cubría el horizonte, y atrás quedaban lasluces esparcidas por el campo, que ya sumaban una media docena. Ahora a la izquierda,en lugar de un tono verdoso reconoció el brillo de una fogata, y cuando ya pensaba que elfenómeno no significaba nada, un grito taladró la noche despertando ecos entre losárboles y un revuelo de animales salvajes. Los caballos no aguantaron más y se lanzaronal galope.

El grupo atravesó el bosque con las ramas golpeándoles el rostro. Amelia se cubriócon un brazo al pasar por debajo de un gran árbol pinchudo. Del suelo brotaron raícescomo pitones. El rumor grave ahora se sentía más cerca, y ella percibió, entre los latidosde su corazón, un aleteo violento que cruzaba el bosque no muy lejos de su posición,arrastrando hojas y quebrando ramas ruidosamente. Lo que fuera los pasó, y reciénentonces notó que Fahgorn, Krandon y Mateus se habían detenido en un claro. Sehallaban observando un trapo que colgaba de las ramas de un árbol, vestigio de lavertiginosa acometida.

En realidad, se trataba de los restos de un cuerpo, que parecía humano con excepcióndel cuero que tenía en lugar de piel, y las manos muy grandes con dedos alargados queterminaban en garras. El vientre destrozado y vaciado, la cabeza colgante y el cuerocabelludo desaparecido, resultaba demasiado aterrador y asqueante para ponerse amirar en detalle.

Saliendo del bosque, Amelia vio que estaban en una colina aplanada. En el horizonte,avistó un campamento, cruzando un riachuelo que resplandecía como un cordón plateadobajo las luces de faroles y fogatas, y reconoció la fuente de los sonidos que losprecedían. A su izquierda, se alzaba una columna de humo desde una hoguera como laque habían visto los dos cazadores. Tuvieron que pasar entre la pestilencia de loscuerpos humanos destripados, arrastrados y dejados allí, con la piel de la espaldaarrancada a tirones.

Fahgorn bramó una orden y el grupo se lanzó a la carrera por la dantesca escena endirección a la orilla, que parecía alejarse de ellos, sin mirar a los costados, sin prestaratención a los que se reunían en torno a fogatas alimentadas de materiales misteriosos,ni a las figuras nebulosas que recorrían la pendiente cerniéndose sobre ellos.

Cáp. 6 – La gruta

Fretsa encontró a la otra mitad de sus guerreros, que viajaban con Grenio para

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prevenir un desastre y ahorrar fuerzas, a la orilla del río, donde un par de guerrerosestudiaban el agua, percibiendo cambios que indicaban que sucedía algo más arriba.

Raño vio que se acercaba su jefa y corrió a avisar a los demás.

–Nos esperaban –informó ella lacónicamente, mientras sus hombres se lavaban conesmero ojos y narices para sacarse los rastros de polvo venenoso.

Grenio observó que traía algunos rasguños pero no le dijo nada.

–Esta vez huyeron –agregó Vlojo, que no quería quedar como un perdedor de nuevo.

–Bah... –gruñó Fretsa, todavía encolerizada por la batalla como para preocuparse porsu orgullo–, utilizaron un truco pero funcionó para cubrir su partida. Si queremos ganarles,debemos adelantarnos a sus planes. Grenio, yo no conozco las tierras humanas muybien, pero tú que has recorrido tanto, debes saber mejor que nosotros adonde se dirigen.

Vlojo, que intentaba refrescarse, al beber unos sorbos comenzó a escupir:–¡El agua sabe a sangre! –exclamó con disgusto.

–No es muy difícil de suponer –Grenio miró el río, y dirigiéndose a Fretsa contestó–,llevados por su temor, los humanos se van a concentrar en un punto. Allí se dirigen loskishime, cercándolos poco a poco. Creo que este territorio se llama Rilay, no hayciudades fortificadas, y viven muchos humanos.

–Debemos ir corriente arriba –concluyó Fretsa, mirando a sus guerreros como paramedir el alcance de sus fuerzas.

–¿Con los humanos? –replicó una de sus guerreras, horripilada.

Fretsa la rezongó con dureza:

–Sí, no se preocupen por ellos. Además, nos servirán como carnada para atrapar a loskishime cuando estén ocupados con ellos.

–Este lugar se llama Semel –le informó Mateus, mientras guiaban sus monturas porentre el gentío que pululaba en el campamento humano.

Salvados por los pelos de ser atrapados por los hombres de Dalin, el grupo decazadores cruzó el menguado río y se halló en una llanura repleta de guerreros de todaslas regiones. La mayoría eran hombres y mujeres de Rilay, que habían acudido desdesus pueblos y aldeas al llamado de Faney, un querido jefe. También había refugiados detodas partes donde habían atacado los ángeles de la muerte, llegados con noticiasespeluznantes sobre destrucción y amenaza. El grupo con el que viajó Amelia, pronto sereunió con otro oriundo de Sidria, y se pusieron a comentar todo lo ocurrido, a puro grito.

Enterados de la llegada de un sabio, el Gran Tuké, los asumidos jefes del campamentoexigieron su presencia y allá se dirigió Mateus, pidiendo la compañía de Amelia, a quienpresentaba como una importante maga.

En medio del mar de rostros, cansados y ateridos por la vigilia de la noche oenrojecidos y ansiosos por la lucha que les esperaba, descubrieron una ronda dehombres y mujeres, en torno a una fogata donde se recalentaba una olla de té dehierbas.

Un hombre maduro, de barba gris y pecho amplio, se presentó como Faney. Aunquevestía como el resto de su gente un pantalón oscuro de lana, camisa blanca y chaleco

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trenzado de colores, lo distinguía un aire de autoridad. Del resto, destacaba un joven alto,de cabello moreno y piel bronceada, que tenía la camisa arremangada y se apoyaba ensu lanza mientras escuchaba el coloquio de Faney y Mateus sobre los kishime, con aireinteresado. Su nombre era Eduleim y se disponía a servir de capitán de las tropas deRilay en el frente de batalla, aunque toda su vida había sido un granjero. No se perdiósílaba de la completa explicación de Mateus, entendiendo que contra los kishime de altorango no tenían oportunidad, y la única debilidad del resto era su capacidad física que noles permitía sostener una lucha prolongada.

Amelia se fue a dormir un rato. A su pesar, se sintió oprimida en el tolderío; percibía asu alrededor cientos de respiraciones. Cerró sus párpados a la visión de los ojostemerosos, desorbitados, de los muchachos de su edad, y a la ilusoria seguridad de loshombres mayores que se afanaban en sus tareas. Su sueño fue inquieto, perturbado porel sonido de fondo de la transformación de herramientas de labranza en armas, comolanzas, flechas, y boleadoras, y el afilado de cuchillos. Más allá, estaba la amenazalatente del enemigo.

El sol espantó las sombras y la niebla de la madrugada, y despertó sobresaltada deuna pesadilla, con el hombro dolorido y la sensación de que en su sueño había ojos quela vigilaban.

El sol plantaba sus primeros rayos sobre el conjunto de piedra, desvelando la neblinablanca de la montaña sobre la cual se recostaba el antiguo templo. Tres kishime contúnica celeste de amplio ruedo y largas cabelleras rubias guardaban la entrada, unosentado sobre una columna con displicencia, dos caminando por la escalinata queatravesaba las ruinas.

Fesha salió de la cueva oscura, contempló el amanecer con placidez, pasó entre ellostres y se trasladó al pie del monte, donde el resto de sus hombres permanecían, sentadoso parados, observando el paisaje, vigilantes. Habían presentido el paso de algunoshumanos y trogas a lo lejos, pero no tenían intenciones de dirigirse hacia allí. Ibansiguiendo a Lodar, lo cual no preocupó a Fesha, quien conocía las habilidades de sucolega del Kishu. Se sentía contento por el buen estado de sus hombres, en especial ladocena que ya había pasado por el proceso revitalizador de Sulei. Necesitabanmateriales nuevos, así que encomendó a dos que fueran al río.

A la sombra del antiguo muelle, que sólo conservaba algunos tablones gruesos conremaches en cruz sobre los ocho pilares de piedra que cortaban la corriente, había unapequeña barca, tirada sobre la orilla. Los remos habían sido dejados con prisa junto albote, cuando Tobía vio bajar a los kishime que, conversando, se detuvieron en el muellejusto sobre su cabeza. Desde su precario escondite, hundido en diez centímetros deagua, tembló al escuchar los crujidos de sus pasos encima de él y se preguntó conimpaciencia qué estaría haciendo Fishi. Se había marchado poco antes del amanecer,declarando que percibía un gran número de su gente y que iba a investigar, lo dejó soloen el bote y desapareció.

Tobía se dio cuenta de que los kishime estaban discutiendo acaloradamente, y sepreguntó qué les pasaría, cuando el muelle crujió con estrépito gracias al golpe de uno deellos, y se disolvió sobre su cabeza, dejándolo a descubierto a plena luz. El tuké los miróy sonrió, comenzando a decir algo, pero no se interesaron en su explicación. Lo subierony uno sacó la espada.

–Kel si o –objetó su compañero, poniendo una mano sobre la hoja de metal verdoso.

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Tobía estaba transpirando la gota gorda, cuando vio aparecer a Fishi detrás de ellos ysuspiró de alivio.

–¿Qué hacen? –exclamó el recién llegado, a lo que los hombres de Fesha se volvieronsorprendidos.

Fishi ya había puesto una mano sobre la shala, pero al notar que portaba un arma detal calibre, los otros dos ejecutaron una leve inclinación de cabeza, creyendo que setrataba de algún enviado importante.

–Se iku su goshe –saludó el que había detenido el impulso de su compañero, mientraseste envainaba la espada en su cinturón.

–Se iku –respondió Fishi con sarcasmo, y les preguntó–. ¿Uds. son los que andanmatando humanos indiscriminadamente?

Tobía se tapó la cara, asombrado por su falta de tacto.Los kishime se miraron intrigados pero sin sospechar. Claro que no tenían ni idea de

qué era Fishiku, pero un rato después comenzaron a imaginar que se trataba de unenemigo de Sulei y se adelantaron un paso.

–¿Quién eres? ¿Qué miembro del Kishu te envía?

–Mi nombre es Fishi, de la... –se interrumpió cuando Tobía comenzó a toserdesesperadamente.

Uno de los kishime lo aferró por un hombro y lo sacudió, preguntándole a sucompañero:

–¿Qué tiene? ¿Está muriendo?

–No sé, pero tal vez no sirva.

Tobía había acabado con su ficticio acceso de tos, y olvidando lo que iba a decir entono belicoso, Fishi se acordó de lo que tenía que averiguar:

–¿Dónde está Sulei? Tengo que verlo.

–Ahora no recibe a nadie excepto a Zelene y a nuestro jefe Fesha –replicó uno,mientras el otro tomaba a Tobía del brazo y lo arrastraba consigo.

El tuké exclamó, tratando de zafarse: –¡Eh, yo estoy con él, no pueden llevarme! ¡Fishi!Como los otros lo miraran con curiosidad, Fishi alzó los ojos al cielo, y suspirando les

dijo:–No pueden tomarlo. Es mi prisionero.

Luego de un minuto de tensa espera en que Tobía se sintió perdido, el otro replicó:–Entiendo, vienes por la máquina. Síguenos, te acompañaremos hasta la gruta.

Fishi sonrió, al fin llegaba adonde quería y pronto enfrentaría al tal Sulei, que tantoalboroto había armado.

Apenas los dejaron solos para avisarle a Fesha de su llegada, Tobía aprovechó parapreguntarle:

–¿Qué quieren decir con una máquina? ¿Para qué me querían a mí, Fishi?

–No lo sé –murmuró entre dientes, observando el ir y venir de sus congéneres.

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¿Qué cuidaban tanto todos esos guerreros, mientras la guerra con la raza humana ytroga se libraba en otro lado?

–Grenio habló sobre un armatoste que Sulei tenía en los sótanos de Dilut –musitó eltuké, reflexionando–. Desde entonces Sulei parece más poderoso y ya no está taninteresado en el elegido, como si no lo necesitara...

–¿Un artefacto? ¿Kishime? –replicó Fishi, recordando el relato de Sel acerca de lasupuesta mutación de Bulen.

Notaron que Fesha salía de un agujero excavado en la pared rocosa, y callaroncuando se les acercó. Tobía retrocedió un paso y bajó la cabeza, como correspondía a unasustado prisionero. Pero el kishime siguió de largo, luego de echar un vistazo alpequeño humano con desdén. Después los acompañaron a un salón del templo, vacío,donde habían improvisado en una esquina una celda, colocando pilares de piedra amanera de barrotes. Tobía fue arrojado en ese espacio, sucio y oloroso por la recientehabitación de otras víctimas. Al kishime lo invitaron a descansar un rato, diciendo que sitenía un mensaje para Sulei debía esperar, porque el shoko estaba ocupado.

Fishi esperó un minuto y salió, escurriéndose hacia la entrada de la gruta.Zelene cuidaba el sueño de su señor, de pie junto a la entrada de su cámara, un

pequeño hueco subsidiario de la cueva del artefacto. Con expresión impasible,escuchaba la respiración agitada que marcaba la alteración de su esencia kishime, y depronto, Sulei despertó y se incorporó con tal violencia que se dio de frente contra el techode su lecho excavado en la roca.

–¡Zelene! –llamó, pasándose la mano por la piel, donde la magulladura se tornabavisible, mas cuando el sirviente entró lo fijó con la mirada fría de un superior–. Dime,Zelene... ¿Está muerta la humana cuya esencia se encuentra ahora en mi sangre?

El sirviente quedó atónito, revolviendo en su cabeza los recuerdos de esa escena;hasta que con cierto nerviosismo confirmó:

–Sí, shoko, porque eso fue lo que comandaste. También te confesé que ella me hirióen el abdomen y no fui yo el que la asesinó sino un hombre de confianza.

–Hazlo venir, y a algún lector de mentes –ordenó Sulei, sentándose con calma en sulecho.

No desconfiaba de la lealtad de sus hombres pero tenía la certeza de haber percibidouna presencia al dormir: voces familiares que no conocía y la imagen difusa de Amelia.

Pegado al muro que los separaba de la cámara principal, Fishi había escuchado suconversación. Al sentir los pasos de Zelene de un lado y la entrada de los guardias delotro, corrió al fondo, hacia el artefacto negro. Se cuidó de no tocarlo ni con la punta de suropa, lleno de una sensación desapacible, perturbadora.

No tenía salida, lo iban a ver en cualquier momento, así que abruptamente decidiótransportarse, sin pensar adónde iba a terminar.

Cáp. 7 – Mensaje

En ese paisaje, a mediodía, eran tan obvios como moscas en la leche. Fretsa se subióla capucha para taparse del sol y mandó hacer un alto. Más adelantado, Grenio continuó

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la marcha hasta que un guerrero lo detuvo poniéndole una mano en el hombro. Iba tanconcentrado que casi se había olvidado de los otros y no le importaba el peligro quecorrían ahora.

Su destino seguía dividido. Por un lado una presencia fuerte y cercana, lo atraía comouna llama guiándolo en un túnel oscuro, hacia el hatajo de humanos que se hallabareunido más adelante, y por otro, una luz que se había ido apagando, le insistía a ladistancia, pero le hacía sentir desazón. En cuclillas, con la mano izquierda sobre suespada, Grenio permanecía estático, los ojos fijos en los brillantes remolinos del río.

–Arg... –gruñó Fretsa, sentándose en el talud que bajaba hasta la orilla–. Los aromasse confunden, sangre, muertos, humanos y kishime por igual. Voy a enviar unos espíasantes de que nos capturen desprevenidos.

Señaló a dos mujeres jóvenes de su clan y a Vlojo. Salieron reptando con movimientossigilosos y pronto se perdieron de vista; una guerrera entró a un grupo de árboles quepodía usar como trampolín, saltando de una copa a la otra, y su compañera se metió enun arroyo que se abría a unos metros en el profundo declive que marcaba esa margendel río. Vlojo se esfumó entre las hierbas y flores de la campiña.

Grenio había prometido a los trogas, quienes no le tenían excesiva confianza, ponertoda su fuerza en el combate, y acompañarlos hasta el fin. Eso lo mantenía quieto en sulugar, porque temía lo que iba a hacer si actuaba.

En el refugio hundido en medio del bosque tenebroso, Sel velaba incansable el sueñode Bofe. Lo estudiaba a la luz velada que se filtraba por las ventanas, el rostro inmutabletras el tul blanco. Estaba tan ensimismado que al principio no percibió las palabras. Luegode un minuto, se dio cuenta de que le hablaban y se levantó sobresaltado.

Estaba solo en el cuarto, comprobó, y la voz se había convertido en un murmullo graveapenas le prestó atención. A su pesar, se estremeció, deseando que Deshin no hubierapartido con una gente del Kishu, dejándolo solo entre extraños. Los especialistas ledaban un poco de temor, todos iguales, inexpresivos y parsimoniosos, cubiertos de pies acabeza por sus uniformes blancos. En ese momento uno entró y se dirigió hacia el lecho,ignorándolo.

Sel le abrió paso, contemplando con curiosidad cuando descorrió el tul, pero poco apoco se fue acercando para ver qué sucedía.

–Es un prematuro –anunció el especialista, y su voz sonó dulce en comparación conlos ecos de la voz anterior.

En el pecho desnudo del durmiente se agitaba algo, pugnando debajo de la piel y deltejido superficial, empujando hacia fuera. El kishime alargó su brazo, envuelto de blancohasta la palma de la mano, y palpó la frente de Bofe.

–Dame tu arma –le dijo a Sel.

El joven dudó, con manos temblorosas tomó la espada que Deshin le habíaencomendado para que defendiera la vida del antiguo jefe del Consejo, pero al final se latendió, ganando la serenidad del otro. ¿Qué iba a hacer? Seguramente no pensabahacerle daño con él vigilando. Aún antes de que pudiera objetar, el especialista tomó laespada, la pasó sobre el kishime tendido y abrió una incisión en el centro del abdomen.Sel dio un paso atrás.

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El especialista le devolvió el arma sin mirarlo. Sel se sintió repugnado cuando metió lasmanos en el corte y maniobró entre la carne pegajosa. Con un sonido de succión, y unsuave tirón, sacó una especie de huevo membranoso. Lo sostuvo entre ambas manos,ante los helados ojos del joven, que se fijaron en el interior de la sustancia gelatinosa,ensangrentada, y pudo distinguir allí otra bola más pequeña que emitía un resplandor.Luego reparó en el herido, pero el especialista le comunicó:

–Está bien. En efecto, ya está sanando.Asombrado, Sel se dio cuenta de que Bofe no sangraba y aunque tenía un feo tajo

hinchado en su piel blanca, no parecía que recién le hubieran revuelto las tripas. Despuésnotó que el rostro del especialista asumía una sonrisa mientras miraba el huevo conadmiración, como si nunca hubiera visto uno igual. Sel se preguntó si para trabajar allíhabría que adorar esas cosas, porque era la primera expresión de sentimiento que leveía. En el huevo se agitaba algo, y con cada convulsión el brillo aumentaba. Sel semaravilló al percibir que de esa pequeña cosa provenía la misma sensación que de unkishime adulto; y se dio cuenta de que estaba contemplando el comienzo de una vida,toda una vida contenida en ese inconsistente recipiente.

Ya se había olvidado de la voz que lo había perturbado y no recordó preguntarle alespecialista si sabía quien podía haber sido.

Eduleim había llevado a unos cuantos hombres al otro lado del arroyo, apostándolosen la llanura que de madrugada se había encendido con misteriosos fuegos verdes,mientras el resto se preparaba para formar un segundo cerco en torno al campamento,apilando armas, bultos, piedras.

Amelia pasó entre el bullicio y la actividad de los fogones donde forjaban puntas yafilaban herramientas. Los cazadores de Sidria habían tomado el otro frente, ocupandoun triángulo de tierra formado por la desembocadura del río estrecho en el Parilis. Todosesperaban, pero no creían correr peligro inmediato; sino que estaban comiendo ybebiendo, haciendo bromas y alardeando, a pesar de sus rostros serios y alicaídos,hombres y mujeres por igual. Porondeles y Fahgorn la invitaron por medio de señas areunirse con su grupo, que daban un festejo previo para animarse en la batalla, pero ellarehusó. Había desayunado con Mateus y Faney, y como resultado tenía un nudo en elestómago y un malestar que le hacía parecer prodigiosa la actitud de esos hombres.

–Que no sea su última cena, o mejor dicho almuerzo –murmuró al detenerse a orillasdel Parilis, a cierta distancia, y luego se agachó para refrescarse un poco.

Había una conmoción entre los apostados en el margen opuesto. Amelia se irguió y vioque varios cruzaban el vado al galope. Su corazón dio un vuelco, creyendo quecomenzaba el ataque. Después vio que entre ellos traían a alguien colgando. Sin darsecuenta, sus pies ya corrían hacia ese lugar mientras se preguntaba si se trataba de unherido.

Se tuvieron que frenar, rodeados de curiosos que llegaban corriendo de todas partes, ydepositaron su carga en el suelo. Amelia se abrió paso entre dos hombres enormes yobservó, extrañada, que traían un prisionero. Lo habían encapuchado y lo llevabancolgado de unas cuerdas atadas a sus monturas. El hombre a su lado gritó y Ameliareconoció en él a Krandon, su salvador. Los presentes estaban furiosos y sedientos desangre. “¿Pudieron atrapar realmente un kishime, o será una trampa?” Quería alertarles,decirles que no se confiaran. Notó que por debajo del manto que habían usado para

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atraparlo sobresalía un par de piernas oscuras y exclamó:

–¡Cuida... –su voz quedó ahogada en el mismo momento por la exclamación deestupor del resto, cuando el prisionero se sacudió sus ataduras y se irguió, alto como elmás fornido de los hombres, arrastrando en su intento de fuga al jinete que trató de asirlo.

La cuerda se zafó de sus manos, ya que los demás no habían atinado a pararla, y lacriatura aprovechó para correr, tratando de sacarse la tela que le tapaba la visión. Todosse habían echado para atrás, excepto Amelia y Krandon, quien le gritó a un jinete que seacercaba desde el campamento. Al instante, Porondeles sacó su ballesta, en plenacarrera, y disparó una red a la vez que el troga lograba librarse del manto.

De nuevo atrapada, la furiosa criatura se sacudió en el piso, arrancando un dardo delsuelo pero enredándose más. Amelia creyó reconocerla, pero al acercarse a la carreranotó que no era la Fretsa que recordaba, aunque se parecía mucho: piel rojiza, cuerpomusculoso y pequeñas alas negras. Krandon y Porondeles apuntaron sus lanzas a lacabeza de la bestia, quien les devolvió la mirada con ojos amarillos y rabiosos.

Amelia iba pensando a toda velocidad. ¿Estaban tan cerca los trogas? ¿Habían venidodesde Frotsu-gra? ¿Dónde estaba Grenio, y por qué no le había avisado Lug?

–¡No, no es su enemigo! –gritó, interponiéndose ante la lanza de los dos cazadoresque querían asesinarla.

Mientras, la troga cortó algunas hebras de la red con sus largas garras y se alzó libre.Amelia advirtió que se erguía detrás de ella, alta y poderosa, y en un parpadeo, la tomódel cuello. No trató de escapar; sentía su respiración entrecortada y se imaginó que latroga estaba asustada, y la atacaba en defensa propia.

–Fla... –murmuró, recordando las palabras trogas y rogando no equivocarse, intentócon más seguridad– Fla. Fla.

La troga se sorprendió y aflojó el apretón, dejando en su cuello unas marcas rojas peroninguna herida. Los cazadores apuntaron sus lanzas, y esta vez no se hubiera salvado,de no ser por la llegada providencial de Faney, a quien todos respetaban.

–Alto, mis hombres. Están confundidos, esta criatura no es un ángel de muerte –ordenó, frenando su caballo a escasa distancia.

Mientras, Mateus trataba de convencer a la troga de que no intentara nada y laliberarían:

–No somos enemigos, ahora no.

Cáp. 8 – Viaje infinito

El sirviente dejó la prisión atemorizado. Día y noche, cuando iba a llevarle el aguamínima necesaria para sobrevivir, veía a Bulen sentado en el suelo en la misma posición,con los ojos abiertos y ninguna reacción. No se animaba a entrar, y los demás tampocosabían darle una respuesta. Tendría que consultar con Sulei, pero para eso necesitabamandar un mensajero.

Se dirigió al salón del Kishu. Atravesó las solitarias galerías, subió la escalera y caminóbajo una columnata, donde encontró al kishime que buscaba, el guardia que había traídoal prisionero. Lo vio hablando con alguien de espaldas a quien no pudo reconocer, y

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esperó. El kishime desconocido dijo algo al guardia y se dio vuelta, mostrándose ante el

sirviente. Este aprovechó para acercarse y comunicar sus dudas.

–¡Bulen! –exclamó Deshin, que había estado tratando de mantener al guardia ocupadomientras esperaba a los otros dos afuera del salón del Kishu–. Repite lo que has dicho...¿Bulen, el segundo de Sulei, en la prisión?

–Yo mismo lo traje por orden de shoko Sulei, por traición –interpuso el guardia, y seacercó más–. ¿Por qué preguntas?

Si fuera Fishi ya hubiera recurrido a la shala, pero Deshin sonrió pacíficamente yrespondió que sólo tenía curiosidad. El guardia se fue con el sirviente, para examinar elestado que le daba tanta preocupación, sabiendo que del bienestar de su prisionerodependía su propia vida. Deshin suspiró, y un minuto más tarde aparecieron en lo alto dela escalinata Koshin y Shadar. Notó con placer que Shadar cargaba con unas plaquetasde metal atadas con cintas de cuero. Deshin tendió las manos y el otro le entregó elpaquete.

–Gekimi –agradeció en tono solemne, tocando la placa superior con reverencia.

–Vayámonos de aquí –replicó Koshin con impaciencia, comenzando a descender losescalones muy apurado con Shadar y Deshin pisando sus talones–. ¿Te ha visto algúnguardia de los rebeldes?

Mientras tanto, el guardia y el sirviente de Sulei llegaban a unos pasos del edificiocilíndrico al tiempo que un temblor sacudía el piso y las paredes se estremecían.

–¿Qué es eso? –preguntó el sirviente, haciendo equilibrio al igual que su compañero,mientras el terremoto seguía sacudiendo el terreno–. ¡Hay que sacarlo!

El epicentro del temblor se hallaba en la misma celda de Bulen, y el guardia comenzósospechar que no estaban ante un fenómeno natural cuando la luz se coló a través de lasgrietas que se iban formando en los muros. Pero tampoco podía ser un intento deescape: a esta altura el prisionero estaría debilitado y el anillo protector seguía en su sitio.En ese momento, como para corregirlo, el cordón ámbar empezó a agrietarse a medidaque las rajaduras de luz lo alcanzaban, y un segundo después estalló en mil fragmentoscristalinos.

Los dos kishime se lanzaron al suelo, a la vez que una onda de trocitos ambarinos yescombros de piedra barrieron el lugar.

Entre una cortina de polvo, Bulen emergió de la destrucción, caminando con suspropios pies, sano y salvo; pasó como un espectro por delante de los dos, que apenasalzaron sus ojos del suelo, aterrados, y se perdió de nuevo entre los restos de la inmensaexplosión.

Helado, Koshin se detuvo en la explanada lindante al salón del Kishu, al sentir elestruendo y la energía desplegada por Bulen para romper el anillo que lo contenía.Deshin movió la cabeza en la dirección de la que provenía tanta energía, como intrigado.

Bulen se detuvo junto al lago, los ojos perdidos en la distancia igual que cuandopermanecía sentado en su celda, y se metió lentamente al agua, despidiendo vapor allídonde su ropa y piel, calientes todavía, se iban enfriando lentamente. Las moléculas dellago lo atravesaron en reconocimiento a un viejo amigo. Bulen se hundió hasta la cabeza.Después de diez minutos, las aguas se removieron y emergió, alzándose ligero sobre la

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superficie. Sus ojos, ahora claros y precisos, se volvieron al sol, y con un barrido deluciérnagas, desapareció.

La troga ya había notado la vibración de sus pies en el suelo y el aroma familiar. Auncorriendo, Vlojo observó que el grupo reunido en la playa no presentaba una actitudsospechosa: la joven Fretsa se hallaba libre y un poco separada de los humanos, quetenían sus armas bajas. Sólo después reconoció a la humana descendiente de Claudio.

Un cazador, Porondeles, sintió que algo andaba mal. No obstante, lo sorprendió elgrupo que se aproximaba, por su apariencia monstruosa y gran tamaño.

–¡Ea! –gritó, cuando pudo reponerse de la impresión.Antes de que pudieran recomponerse del susto, estaban rodeados por los trogas. Era

la primera vez que se veían cara a cara con estas bestias de gran poderío; y a diferenciade los animales, o los cadáveres que habían encontrado en el camino, sus ojostransmitían astucia y comprensión. Mateus trató de comunicarse con ellos:

–Deben comunicarle a sus jefes, y al elegido, a Grenio, que nosotros los necesitamospara luchar contra nuestros perseguidores, que son los de Uds. –aunque no recibió unarespuesta positiva por parte de Vlojo, quien miraba desde arriba a este hombrecito y leparecía insólito que le exigiera algo.

De pronto, dos jinetes llegaron gritando la alarma. Los kishime se acercaban.Luego de la algarabía, la actividad y la conmoción, en el campamento humano se

había abatido un silencio sepulcral. Eduleim había visto brotar ante sus ojos un conjuntode figuras salpicando la planicie. Los hombres no sabían qué pensar, estabanconfundidos y preocupados: el enemigo se mantenía a poca distancia, inmóvil, disperso,y tranquilo, mientras entre ellos crecía el nerviosismo y la agitación. A Eduleim le costabareprimir a algunos que tenían deseos de tomar sus caballos y lanzarse contra los kishime.

En cambio, los cazadores, con Fahgorn a la cabeza, parecían mantener un buenánimo, se mostraban dispuestos a enfrentarse a todo, y saludaron con entusiasmo lallegada de la columna kishime bajo el mando de Zidia, que se ubicó en el recodo delParilis.

Faney daba órdenes a medida que los mensajeros iban llegando con noticias de unfrente y otro. A su lado, montados en sus caballos, a la espera, Mateus y Ameliacontemplaban cómo se iba formando un círculo de enemigos, hasta que no tenían másescape que retroceder por tierra, y seguramente por allí también encontrarían kishimeocultos.

–No entiendo a estos seres –comentó Faney al Gran Tuké–. Cualquiera diría que sehan equivocado. ¿Por qué están apostados del otro lado del río, cuando es más fácilatacar por tierra?

–Así sería con nosotros –replicó Mateus, poniéndose serio–. Pero ellos puedenatravesar el Parilis, tan caudaloso, de un salto.

Mientras, el primer grupo kishime se había aproximado velozmente a los hombres deRilay, lanzas en mano. Eduleim gritó que no se movieran, observando a lo lejos a losotros que permanecían ajenos a la batalla, pero con sus arpones listos. A pesar de todasu prevención, los hombres se vieron avasallados por los kishime, que aceleraron degolpe y cual enjambre blanco se abatieron sobre ellos. Se escucharon alaridos

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escalofriantes mientras los veinte hombres de la avanzada eran asesinados, sin quealcanzaran a herir a un solo kishime con sus armas. Eduleim bramó con furia y todos losjinetes cargaron, espada en mano, mezclados con los hombres de a pie. Sus toscasarmas chocaron por un instante con diez kishime, que les devolvieron los golpes, saltarony esquivaron su embestida.

Eduleim le dio un golpe de revés a uno que le cortó el cuello, y su adversario cayóechando chorros de sangre. Suspiró, aliviado porque también morían. Pero de pronto,advirtió que su gente se había reducido a la mitad entre heridos y descuartizados, enunos minutos, y allá atrás el resto de la tropa kishime avanzaba lentamente, guiados porun hombre joven de cabellera larguísima y ropaje resplandeciente.

Helados como si presenciaran el advenimiento de un dios, los humanos se frenaron.Luchando con la tenaza en su garganta, Eduleim logró dar la voz de retirada. Por másque le doliera haber resistido menos de quince minutos de batalla, se daba cuenta de lopoco que podían hacer. Dieron vuelta y corrieron como locos hacia el río, alcanzando elvado que ellos conocían bien, y cruzaron rápidamente.

Del otro lado, Dalin sonrió con desprecio, pasando con cuidado por encima de loscadáveres que sembraban la hierba. Uno de sus hombres levantó a un herido del cuello,exclamando que algunos estaban vivos aún.

–Mátenlos –ordenó Dalin.Eduleim sabía que muchos de esos hombres eran hermanos o hijos de los guerreros a

su lado. Sus rostros se contorsionaron de asco y desesperación, observando al enemigoterminar con los heridos abriéndolos con sus arpones, que se enganchaban en la piel ylos destrozaban. Sudor frío corría por los rostros de los hombres que del otro lado seculpaban por haberlos abandonado, apretando con fuerza sus armas hasta que losnudillos les quedaban blancos y le saltaron lágrimas de los ojos.

–Vamos a resistir muy poco –murmuró Amelia al oído de Mateus, para que el resto nosintiera su tono desesperanzado–. Si al menos tuviéramos apoyo de los trogas…

El Gran Tuké miraba la escena con rostro sombrío, recriminándose su ingenuidad yprecipitación. Debería haber aconsejado a todos que huyeran al monasterio, a lasmontañas. El único que mantenía un rostro enérgico y voz serena era Faney, aunque unalínea en su frente traicionaba su preocupación.

Los cazadores mantenían una lluvia de flechas sobre la línea kishime, pero la mayoríase encontraba fuera de su alcance. Zidia avanzó con la espada en su único brazo,caminó entre la mortal precipitación como si llevara paraguas, y se paró a tan pocadistancia que le podían ver el color de los ojos. Allí alzó la espada: el sol pegó en el metalrojizo y descendió hasta su mano. La tierra donde se hallaba parado se descorrió encírculos como si fuera agua. La onda se expandió y hasta la orilla donde estaban losjinetes se sacudió, la superficie de la tierra se abrió, las piedras se removieron en suslugares, y los animales retrocedieron espantados. Los guijarros de la playa y las piedrasarrancadas a la entraña de la tierra, se elevaron en el aire bajo el comando de Zidia, ytras un instante de elevarse las arrojó con violencia contra los humanos, que se echarona huir despavoridos. Porondeles y su caballo recibieron una buena carga, y el cazadortuvo que abandonar a la bestia que cayó al suelo llena de golpes y agujeros en losflancos y cabeza. Él se arrastró, cubierto de magulladuras y con un tajo abierto en lacabeza.

El aire en torno a Amelia se volvió denso y brillante, y los que se hallaban cerca

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quedaron espantados y aturdidos por la presión en sus oídos que atenuaba el sonido dela matanza y los gritos de dolor, y la luz que bailoteaba frente a sus pupilas sin provenirde ningún farol.

–¿Quién viene? –ella vaciló, y su voz transformada por el efecto sonaba lejana aunqueMateus la tenía junto a su codo.

Faney y sus hombres miraron el cielo; no se veía tempestuoso. La presión disminuyó y,con un brusco estampido, el ambiente volvió a la normalidad.

–Disculpa la demora –Amelia escuchó la voz cristalina, resonante, y por un momento lecostó recordar de dónde le conocía, esperando a otro y no a Deshin.

–¿Tú... –replicó, sorprendida– has venido...?

–Así es. Mi nombre es Deshin, de Fishiku la libre –el kishime se presentó ante losasombrados jefes de Rilay, que no sabían si considerarlo un nuevo enemigo o un aliado,pero igualmente les daban temor sus poderes fabulosos–. He venido con dos importantesSeñores, Shadar y Koshin, para reprimir a los traidores.

Ni Faney ni sus acompañantes atinaron a coordinar una respuesta, demasiadoextrañados por el hecho de que este ser les hablaba en lengua extraña y ellos lo podíancomprender.

–Todavía no se acostumbran a eso de aparecer de la nada y hablarle a sus mentes –dijo Amelia, sintiéndose superada.

Mateus, en cambio, si no había hablado era porque todavía tenía la boca abierta,maravillado y casi en éxtasis por conocer frente a frente a estos personajes míticos.

–He traído datos valiosos para vencer a tus enemigos –agregó Deshin, sonriente yenseñando las tabletas color plata–, como tú lo solicitaste, gosu Amelia. Tú debes ser eltuké que la envió a Fishiku, toma estas.

Mateus tomó las planchas de metal con expresión anonadada y las palpó conreverencia.

Mientras tanto, Koshin y Shadar prestaban atención al campo de batalla: los humanosque retrocedían palmo a palmo incapaces de detener a los kishime, que avanzaban en unjuego de gato y ratón, alargando la agonía por deporte. Los dos sacudieron la cabeza condesdén.

–Ya presienten nuestra llegada –indicó Shadar, empuñando su espada y señalando algrupo de Dalin, que ya había pasado el río.

–¡Zidia! –exclamó Koshin, por un momento abandonando su impasibilidad al divisar alkishime en otro punto–. ¿Cuál prefieres, Shadar?

–Me da lo mismo, tú ve por Zidia y yo me encargo de Dalin.

Resueltos, se dirigieron cada uno en una dirección, mientras Faney todavía no sehabía recuperado de su sorpresa. ¿Qué significaba esto? ¿Tenían nuevos aliados?

Absorto en los símbolos labrados sobre la superficie, Mateus recorría las tabletas confascinación, aunque a su alrededor había corridas, gritos de mujeres y hombres apuradosque llevaban lanzas y cargas de flechas para los guerreros, mientras los kishime seacercaban inexorables.

–¿Podrías dejar eso para después? –rezongó Amelia, que miraba con preocupación a

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los recién llegados dudando si debían confiar en ellos, por como peleaban, sin cuidarsede a quien lastimaban, humano o kishime.

–¡Esto es la explicación de todo! –exclamó él, haciendo caso omiso de sus quejas.La figura en la cual se había detenido consistía de dos líneas horizontales, la de abajo

doble, entre las cuales habían dibujado tres símbolos, y una línea diagonal losatravesaba.

–Driago –asintió Deshin.Amelia miró el dibujo y los signos: –¿Es lo que dice ahí?

–No... –replicó Mateus, deleitado porque preguntara, así podía explicar–, esto es lafórmula para conseguir driago. Driago literalmente quiere decir, tres, dri, poderes, ago.Poder en el sentido de voluntad o albedrío. Mira, esta línea simple es el cielo y la deabajo doble, es como los antiguos representaban la tierra. Entre el cielo y la tierra, se hande juntar estos tres poderes, eso es lo que indica la línea cruzada.

–¿Y esos poderes que están ahí tachados, qué son?

–El poder o voluntad, también puede entenderse como ser. Y en nuestro caso, tres sonlos seres que viven entre el cielo y la tierra. ¡Es tan obvio! Driago es la conjunción dekishime, troga y humano.

–Pero –interrumpió ella de nuevo, exasperada–. ¿Qué es un driago? ¿Cómo nos va aayudar a salvar a esta pobre gente?

–¿No lo sabes? –replicó Mateus, pasmado–. Oh, pensé que te lo había dicho antes.Me refiero al poder para viajar adonde se quiere ir, para atravesar a voluntad el tejido delespacio, el poder del elegido, el viaje infinito.

Mientras Amelia intentaba tragar esta información, los otros dos se felicitabanmutuamente.

–Muy bien –decía Deshin, recuperando sus tabletas–. Lo mismo interpreté yo.

–Si se sigue la historia y la escritura antigua, es fácil –dijo Mateus con modestia.

–Excepto que a las líneas yo les doy además el significado de luz y sombra, arriba yabajo, la bipolaridad.

Antes de que Mateus pudiera dar su aprobación y Amelia curarse del mareo que leprovocaban, de nuevo se escuchó un trueno y en un rayo de luz azul, otra figura sepresentó.

–Gekimi ti seiku –exclamó Fishi, feliz al ver que había aparecido justo donde quería–.Por no tener mucha energía, acabo de aterrizar en medio de un grupo de trogas y casime muero de la impresión.

Luego miró alrededor y se sobresaltó, se hallaban rodeados de humanos. Estaba apunto de increparle a Deshin ¿qué trataba de hacer? pero este lo calló con una seña.

–Bueno, al menos están todos aquí. Deshin, tal como quedamos fui a Frotsu peroencontré el territorio devastado, y del elegido ni rastro. De todos modos, encontré unhumano, un tuké...

–¡Tobía! –exclamó Amelia, tomándolo del brazo con regocijo aunque no fuera delagrado de Fishi, y sin notar que Mateus se iba a dar cuenta de la mentira que le habíacontado.

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–Sí, y juntos seguimos el rastro de Sulei. Sus mismos hombres nos guiaron hasta él.Ya sé cuál es su plan con el elegido y conozco todos sus secretos.

Cáp. 9 – Enfrentamiento II: Salvador

Los trogas se habían añadido a la batalla, luchando con empeño, ocupando el lugardejado por los kishime sobre el Parilis al perseguir a los humanos hacia su campamento.No es que Fretsa decidiera ayudar al pueblo, que encima estaba con Amelia, sólo teníandeseos de pelear con los destructores de su tierra. Viendo que no estaban solos, loshombres de Fahgorn se encastraron sus cascos más sólidos, tomaron unas piezas decuero o madera como escudos, y se lanzaron a la batalla con ánimo renovado.

Vlojo se despegó en medio de la confusión y atravesó el sector humano, encargadopor Fretsa de buscar a Grenio. Ella creía que se había aproximado a la joven humana.

Pero no, Vlojo divisó a Amelia, bien guardada entre un grupo de hombres a caballo, ynotó que también estaba acompañada de dos kishime. Raros, porque uno tenía cabellocastaño, y vestían distinto, pero seguían siendo kishime. Usando su habilidad paramimetizarse se deslizó hasta su cercanía. Pero si bien podía ocultarse a los ojos de losotros, no podía engañar a los sentidos de Deshin, quien se volvió y lo miró fijamente, loque lo puso a vacilar.

–¿Por qué has venido, troga?

Amelia notó, al seguir la mirada de Deshin, la fluctuación en el paisaje que producía elcuerpo del troga.

–Es uno de esos hombres camaleón que están con Fretsa.

Vlojo se dio por vencido y decidió presentarse abiertamente. Encaró a Deshin y leanunció que había venido a recuperar a su jefe, cho Grenio.

–¿Cómo? ¿No está con Uds.? ¿Qué ha hecho? –exclamó la joven, adelantándosehacia el troga, lo que le ganó el respeto de todos los hombres de Faney, espantados de laapariencia reptilesca del intruso–. Sulei tiene un poco de mi sangre... ¿acaso con esopuede viajar hasta él? –añadió con voz trémula, volviéndose a Mateus y Deshin.

El kishime asintió. En su sangre estaba la clave que el troga necesitaba. Y si sabía queSulei era el poseedor, no dudaría en ir a enfrentarse con él, prosiguió Mateus. Ameliasacudió la cabeza.

–Lo sabe... porque yo le conté todo a Lug.

–Tardaste más de lo que pensé –dijo Sulei.

No se había sorprendido por la llegada del troga, pero Grenio sí estaba sorprendido alcontemplar el lugar donde lo halló: la gruta natural, húmeda y fresca, el enorme artefactoque pulsaba con vida aunque estuviera hecho de un mineral. Traía la shala en la mano, yla apuntó hacia Sulei. El kishime sonrió y caminó hasta la mesa, donde Zelene habíadejado su arma adentro de un cofre de cristal almohadillado. El troga esperó mientras élla sacaba y se volvía hacia él.

Sin más previa, Sulei se lanzó contra el troga de un salto, la punta de su cimitarrabuscando su pecho, su corazón. Grenio contuvo el ataque con el lomo de su espada y lo

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empujó hacia atrás, entre las chispas azuladas que saltaron del golpe. Enseguida avanzóy cortó el aire. Sulei se detuvo, sorprendido, y se miró el brazo derecho: le habíadestrozado la tela del vestido y tenía un rasguño en su piel. Mientras este se curaba, usóla mano izquierda para tirarle una descarga de energía. Un escudo se formó frente aGrenio y la repelió.

–Estamos iguales –comentó Sulei, cuando chocaron de nuevo sus shalas, sin haberseprovocado ningún daño serio aún.

Grenio bufó y le dio un empujón que lo envió contra la pared. Sulei sintió cómo crujíansus huesos y cayó con una rodilla en tierra, y desde allí vio que el troga era atacado por laespalda. Era Zelene, quien había escuchado los ruidos y alertado a la guardia, peroademás no dudó en ir a ayudar a su señor.

–Gracias, Zelene, pero estoy bien –protestó Sulei, levantándose, mientras Grenio sedeshacía fácilmente del sirviente, partiendo su espada en dos y tomándolo del cuello paraacto seguido lanzarlo a la puerta.

El troga vio que en el umbral aparecían Fesha y varios de sus hombres, y se apresuróa liquidar a Sulei. Calculaba que con el líder, gran parte de la amenaza kishimeterminaría. Sus ojos ardieron, con la mano derecha sacó la daga de su cintura y la lanzóhacia él. Se clavó en su hombro. El kishime se entretuvo sacando la hoja y Grenioaprovechó ese momento para embestirlo, trazando un gran arco con la shala. Suleireaccionó en el momento en que el fuego azul lo tocaba y se desmaterializó.

Grenio se dio la vuelta y allí estaba, surgiendo entre vapor brillante. Sulei dio un paso,vacilante, se tropezó, cayó de rodillas. Al mismo tiempo manó de su cuerpo un collar degotas de sangre, allí donde la shala lo había atravesado en el momento mismo de sucambio de estado. Fesha había entrado en la cueva y, atónito, se dirigió a ayudarlo.Grenio sabía que estaba rodeado, debía matarlo de una vez y salir, porque no podríaganarle a todos los kishime reunidos. Alzó la shala, y de pronto el tiempo se detuvo.

A su alrededor flotaban luciérnagas de luz tenue y veía a Sulei, arrodillado mientrassanaban sus heridas, Fesha con la mirada perdida, y el resto cercándolos, todo a travésde un vidrio sucio. Intentó moverse pero no pudo. Algo le sujetaba los brazos, con tantafuerza que la piel le ardía y los huesos le crujían. Ante sus ojos se formó una nube deenergía que luego le explotó en la cara.

El aire volvió a la normalidad y desde el piso, atontado por la explosión, Grenio vio queBulen se alzaba sobre él, y también se dio cuenta de que había dejado caer la shala y unkishime ya tenía el pie puesto encima.

Antes de marcharse Fishi le había corrido un barrote dejándole espacio suficiente parasalir. Tobía apretó la oreja contra la pared a fin de oír la más mínima vibración que leindicara que alguien venía, y luego de asegurarse un rato largo, se escurrió afuera.

Al llegar al pórtico del templo, escuchó pasos y roces producidos por un gruponumeroso que se acercaba. Se agazapó contra una columna, y echó un vistazo rápido.Con un suspiro de alivio, notó que seguían de largo y entraban en la gruta, atrás de lasruinas. Saltó por un hueco donde la pared de piedra se había derrumbado y aprovechóunos escombros para ocultarse mientras caminaba inclinado hacia esa entrada.

Los kishime que había visto eran Fesha y los otros guardias, que se apresuraban aresponder al llamado del silbato de Zelene, alarmados. Tobía pudo acercarse con

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impunidad luego de que ellos se introdujeron en la gruta. Ya de lejos se escuchabanruidos de cosas al caerse y los estampidos de la energía kishime al explotar contraGrenio. El tuké se coló al amparo de la oscuridad que reinaba en el interior,manteniéndose cerca de los muros, y llegó a ver cómo Bulen hacía acto de aparición ysometía al troga.

Tobía buscó con desesperación la figura de Amelia, que él creía todavía era prisionerade los kishime.

Sulei se levantó. La camisola negra cortada en dos dejaba apreciar la piel rosadanueva donde antes lucía una profunda herida.

Tobía se cubrió la boca lleno de estupor cuando el kishime corrió Grenio, que estabadesarmado en el piso, y saltando encima de su pecho, colocó ambas manos en sucabeza y comenzó a emitir energía. No quería verlo morir, a pesar de todas las cosas quehabía vivido por él, y aunque no podía nombrar una vez que lo hubiera ayudado, creíaque el troga no lo merecía. Sorprendido por su vicioso ataque, Grenio trató de sacudírselode encima, pero la energía que envolvía su cabeza era enloquecedora. Lo dejó aturdido,cegado y paralizado.

Una luz roja empezó a irradiar de su pecho, hasta formar una burbuja que expulsó aSulei; pero se trataba sólo de una reacción defensiva cuando el troga ya había perdido laconsciencia.

Sulei se volvió hacia su antiguo subordinado, quien después de aparecer einterponerse entre la shala y su jefe, se había mantenido aparte, contemplando laescena:

–¿Cómo puede ser? ¿Te dejaron escapar o... acaso te has vuelto tan poderoso?Bulen no contestó, pero tampoco parecía preocupado de que lo volvieran a capturar.

–Indudablemente te iba a matar en ese momento, y me pareció bueno intervenir.Sulei se quedó helado:

–Dices que en mi futuro estaba la muerte... y que tú lo has cambiado.

–No; mi futuro era salvarte la vida, por eso obtuve esta habilidad y la fuerza paraescapar hasta de tu prisión.

A continuación, Tobía fue testigo de como tomaban el cuerpo inerte del troga y locolocaban sobre la mesa, desparramando los objetos para darle espacio. Se preguntó sidebía marcharse antes de que alguno lo descubriera, pero no pudo despegarse de sulugar al ver que entre varios lo alzaban y lo metían en el cilindro transparente. “Así que deesto estaban hablando... Con esa máquina Sulei se mejoró”. Al fin iba entendiendo laidea de Sulei; por qué se había ocupado de enviar a Bulen, primero a salvarle la vida aAmelia, y más tarde a luchar contra Grenio. Gracias a sus oficios, porque Amelia no sepudo marchar, el troga había alcanzado el nivel que poseía ahora, y de alguna forma, elkishime había conseguido una máquina para hurtar ese poder.

“La profecía... un poder que puede destruir al mundo... Claro, con la unión de lashabilidades de un kishime y la fuerza de este troga, es probable que se destruya a símismo y a todos nosotros con él. Era verdad. Pero el elegido, tal vez se refería a...”

Sulei contempló con deleite la culminación de su obra y sonrió a Bulen, quien veía conojos serios cómo el líquido cubría totalmente el cuerpo, sostenido entre varillas que seincrustaban en su carne hasta los nervios y huesos. En la superficie negra comenzaron a

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resplandecer unos símbolos y Zelene preparó la secuencia. El resto de los kishime semantenían expectantes, era la primera vez que veían en funcionamiento al artefacto.

Y Tobía se sentía un pusilánime cobarde, que inútilmente trataba de actuar pero notenía el valor para moverse. Tanteó las gemas en su bolsillo y se sintió culpable porAmelia, porque había tratado de hacer una buena jugada y que al final todos tuvieran quefelicitarlo, y en cambio, no había podido salvar a nadie y ni siquiera era capaz desacrificarse para detenerlos.

En el interior del cilindro aparecieron burbujitas, el líquido destelló con tonosanaranjados al calentarse las varillas, y el artefacto se estremeció al aumentar lapotencia. Sulei se quitó la camisa rasgada y estremeciéndose de anticipación, se dispusoa penetrar en la cámara blanca que se abría con suavidad frente a él.

Un estruendo lo interrumpió en el último instante, y al volverse a investigar vio que susguardias eran arrojados por una fuerza que se iba abriendo paso hasta el centro de lacaverna. Fesha sacó su espada y los demás se pusieron en guardia, sin saber todavíacon qué se enfrentaban, mientras Bulen miraba la escena con la tranquilidad de quien yasabe que va a suceder, y no se sorprendió cuando Vlojo se hizo visible en el lugar,seguido prontamente de Fishi, Deshin y Amelia.

Sulei titubeó. Por un momento creyó mejor entrar al artefacto para cumplir lo que tantotiempo le había llevado, y luego decidió acabar antes con los entrometidos.

–Tú, que te has erigido en líder de nuestra raza –lo increpó Deshin adelantándose aVlojo–, vas a respondernos a nosotros para que quieres este poder y en qué pretendesque nos convirtamos.

Koshin corrió con la ligereza de un haz de luz y se interpuso en el camino de Zidia ysus kishime, apenas cruzaron el Parilis. Zidia pareció sorprendido y se frenó, levantandola espada antes de que mediara ninguna palabra entre ellos. La mitad de sus hombrespasaron de largo y rodearon a los cazadores, mientras los demás permanecían paraenfrentar a los guerreros de Fretsa.

Shadar se transportó hacia la zona desocupada entre la gente de Eduleim, que veníaen retirada a toda marcha, y Dalin, quien avanzaba solemne con su vestido manchado desangre.

–¡Detente, Dalin! ¡Esta raza ya está vencida! ¿Acaso quieres exterminarlos?El otro dibujó una mueca de satisfacción, lo que repugnó a Shadar. Tanta matanza sin

sentido, aprovechándose de seres débiles, le parecía ofensivo a su sentido del equilibriode las cosas.

–Mis hombres merecen divertirse. Pero si desean rendirse, son bienvenidos, ya quenecesitaremos bastantes esclavos para arreglar el desastre que... ah, nosotros mismoshemos dejado –replicó Dalin, zarandeando su lanza con punta de arpón–. Aunquesupongo que si has venido a detenerme, tenemos que pelear.

Ambos se abalanzaron en una ráfaga de metal, y se apartaron, agotados por sus cienestocadas. Los kishime esperaron respetuosamente, rodeando el campamento mientrassu jefe se ocupaba del adversario, Shadar.

Mientras tanto los humanos se iban congregando entre los restos del campamento, yviéndose rodeado, Faney decidió marchar tierra adentro, donde esperaba encontrar

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refugio en los bosques. Pero no pudieron moverse un centímetro, pues su única salidaestaba siendo tapada por kishime vestidos de gris: los hombres de Sulei que tanpoderosa actuación habían mostrado en Frotsu-gra.

–¡Reúnanse! ¡Mantengan las defensas! –gritaba Faney a toda voz alzándose en sumontura por encima de las cientos de cabezas, armas y caballos que lo rodeaban.

Fahgorn observaba la lucha entre Zidia y Koshin maravillado: la velocidad con que semovía este último, saltando, eludiendo los golpes y los temblores de tierra que Zidiacreaba para hacerle perder el equilibrio. Al final, Zidia optó por dragar y enviar contra suadversario una granizada de polvo y piedras. Koshin cortó el aluvión con su espada y searrojó contra Zidia antes de que lo pudiera engañar y atacarlo cuando no tuvieravisibilidad.

Cara a cara, Koshin le encajó la espada.Zidia rió suavemente, despegándose:

–No creas que porque me falte un brazo ahora tú tienes más habilidad –y el otro notócon pasmo que había fallado el golpe y en cambio Zidia lo había atravesado de costado–.Me gusta esa cara que pones.

Koshin sintió cómo la punta de la espada le pinchaba el corazón y luego salía por suflanco, ensangrentada. Trestabilló, se apoyó en Zidia mientras su arma caía de susmanos, y por último, le fallaron sus piernas. Murió con los ojos abiertos, atónitos, y unaexpresión helada en el rostro, sostenido por su adversario, quien lo depositó en el suelocon delicadeza. Al mismo tiempo iban apareciendo otros kishime, respondiendo alllamado de su líder Koshin, venidos de todos los rincones del mundo, justo parapresenciar su final.

Cáp. 10 – Decisión

Frenético, Fishi no sabía a quién atacar primero y mantenía a Fesha y los guardias araya. Si bien ellos eran más y se sentían fortalecidos, no se hacían ilusiones deenfrentarse con el filo de su espada que podía cortar incluso el aire. Por su parte, Vlojo sedirigió directamente hacia Sulei e interrumpió la charla de Deshin:

–Yo he venido a vengar a mi compañero y todos los trogas. Con su muerte me basta –exclamó, caminando hacia él con una daga desenvainada.

Sulei paró el cuchillazo con su mano desnuda y aplicó la otra contra el pecho del troga;una bola de energía explotó y arrojó a Vlojo a varios metros, todo chamuscado.

Deshin se interpuso, considerando la diferencia de poderío y el temperamento deltroga, que había insistido en venir en contra de su opinión, y al final lo logró a la fuerza,saltando sobre Fishi y enganchándose en el momento en que se abría el espacio entredimensiones.

–Bien –asintió Sulei, con rostro severo, tomando la cimitarra de la mesa–. Traidor, si note gustan mis explicaciones al menos nos entenderemos en la lucha.

Aunque su habilidad con la espada no era inferior a la de Fishi, a Deshin no leagradaba que la situación hubiera llegado a esto, una pelea entre kishime. Mientrascruzaban espadas y Vlojo se sacaba de encima a Zelene, que lo había dado por muerto

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prematuramente, Bulen se alejó hacia el otro extremo y se sentó sobre lo que restaba deun muro del templo, a contemplar los acontecimientos plácidamente.

Lo que primero había notado Amelia al llegar fue que sus enemigos más terribles, losque la habían intentado asesinar, se hallaban allí: Sulei, junto al extravagante artefactoque le daba escalofríos, y sus secuaces, Bulen y Zelene. Como no sabía de lo ocurridoentre ellos, no podía imaginar por qué el glacial Bulen se comportaba ahora de forma tanextraña. Recién al acostumbrarse sus ojos a la penumbra había notado la figura deGrenio, encerrado en el líquido.

–¿Está muerto? –preguntó, pero no había nadie para responderle ya que todosestaban luchando, y entonces vio salir de entre las sombras a Tobía.

–¡Estás bien! –exclamó él, encantado y olvidándose del peligro que corrían, le tomó lasmanos y la estudió con admiración.

–¡Tobía! –replicó ella, azorada, y también feliz de encontrarlo de nuevo.Aunque ocupado con el metódico Deshin, cuyos ataques no eran fuertes pero sí

diestros y constantes, Sulei notó la escena y al pasar cerca sorteando una estocada,comentó con ironía:

–Qué dulzura, los dos humanos... Si quieres puedo mostrarte algo que prueba que élestaba trabajando para mí.

Deshin se movió hacia delante, ensartando su espada con un impulso que, aunqueSulei retrocedió y evitó el golpe, despatarró la mesa y unas cajas quedarondesintegradas.

–¿Lo dices por la espada de Claudio? –replicó Amelia, enojada–. ¿Por qué iba ahacerte caso después de todas tus mentiras y tus maldades?

Sulei rió, encantado con su ingenuidad. –¿Y tú, Bulen? –se interrumpió de pronto–. ¿Piensas quedarte ahí mirando?

Impasible, este replicó: –Yo he sido descastado. No puedo intervenir –y a la joven ledio la impresión de que la miraba fijamente. No entendía a esa mezcla de Brad Pitt conYoda, le parecía que pretendía manipularla.

Fishi y Vlojo no eran cuidadosos en su lucha. La shala de Fishi cortó más cosas queropa y hierro, y con excepción de Fesha, ninguno quería enfrentarse con el encendidokishime. Por su lado, Amelia y el tuké tuvieron que saltar sobre los despojos de la mesa yapretarse contra un muro para evitar los misiles vivientes que el troga mandaba paratodos lados, arrojando kishime con sus puños y alguno que otro de un colazo.

–No puede ser que esté muerto –murmuró Amelia, todavía afectada por el estado deltroga.

Muchas veces había soñado con librarse de él, pero nunca, se decía, nunca hubieraquerido que le pasara algo malo realmente. Además, tenía la sensación culposa de quetenía que hacer algo y no lo había hecho. Se escurrió cerca del muro de piedra húmeda ymusgosa hasta ubicarse en un rincón detrás del artefacto y miró hacia arriba, tratando deadivinar cómo sacarlo. Estaba muy alto, las paredes lisas y selladas. No tenía siquieraidea de cómo lo habían metido. Apoyó las manos en la piedra negra, frustrada. Sintió unavibración en la superficie tibia y suave, mientras el líquido burbujeaba arriba.

–Una vez comienza el proceso no hay salida –dijo Sulei con voz grave, deteniéndose

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junto al artefacto a un paso de Amelia.Deshin se detuvo para respirar. Fesha estaba atacando a Vlojo con una lanza. El troga

esquivó la punta, tomó un extremo y tiró de ella lanzando al kishime al techo. Fesha sedejó impulsar y rodó en el aire, aterrizando a sus espaldas, al tiempo que el troga sevolvía invisible y cambiaba de posición. Fesha miró alrededor y le pareció percibir unmovimiento. Sorprendido, vio que un baúl entero venía volando hacia él. Sulei corrió velozcomo un rayo y se interpuso con la cimitarra levantada en el camino del mueble,partiéndolo en mil pedazos. El contenido cayó con estrépito, lámparas, jarros de cristal,espejos, todo se estrelló en el suelo.

Como si el ruido hubiera aplacado sus ánimos, los combatientes se detuvieron,exhaustos. Sulei aprovechó ese momento para decir solemne a todos los que lorodeaban:

–Es muy tarde para cambiar el destino. He seguido los pasos de este troga –señaló alGrenio inmóvil– desde que se reveló como el elegido, y he actuado para obtener su poderpara nuestra raza. No desperdiciarlo, como proponía el Kishu, matándolo antes de quecreciera su fuerza. No es para mí solo, porque cuando esté en mi cuerpo será patrimoniode toda nuestra raza. Uds. humanos, no deben temer, porque no es mi deseoexterminarlos y tan pronto tenga el poder absoluto haré que detengan la matanza.Tampoco deseo tener enemigos de mi propia raza, gente de Fishiku –Sulei habló concierta humildad y sinceridad.

Ahora estaba cerca de Tobía; movió la shala a tal velocidad que no pudieron verla, ycortó la parte delantera de su túnica, dejando caer al piso el contenido de sus bolsillosinternos. Las dos gemas tintinearon en el suelo de roca, lanzando débiles reflejos. El tukése sonrojó y miró turbado a la joven, que observó con curiosidad su pasaje a casa.

–¿Qué les parece si decide ella? –prosiguió Sulei–. Ahora que conoces toda la historia,cómo te han utilizado los monjes, el troga, yo mismo. Sabes, tengo un poco de tu sangreen las venas, así que me siento compenetrado. Puedes acabar con tu martirio ahoramismo, yo tengo lo que necesito y tú te marchas a casa. ¿Qué decides?

Amelia miró al suelo. Como si el orden de los acontecimientos ya no dependiera deellos, todos los demás que se habían quedado paralizados, esperando, y les pareció queella quería acercarse a Sulei. Pero solo caminó dos pasos y se agachó. En el suelo habíavisto la espada fabricada para Claudio, que había aparecido al estrellarse un arcón en labatalla, con su empuñadura labrada y la hoja teñida con el óxido infame de la sangretroga.

–¡No puedes... –exclamó de pronto Fishi, molesto, pero una mirada de Deshin lo calló.

–Esta espada –comenzó Amelia en voz baja y temblorosa, posando sobre el arma susdedos que iban adquiriendo firmeza– es de mi antepasado, él vino para acá siguiendo aun monstruo, para vengar a su hermana... –la joven se enderezó con rostro sombrío,movió la cabeza en un gesto afirmativo, y susurró–: Bien, ¿cómo sigue esta cosa?

Una sonrisa ensanchó el rostro de Sulei, pues nunca había creído que fuera tan fácil, yse adelantó con un gesto triunfante.

Los seguidores de Koshin se hallaban perdidos, sin saber si debían luchar en contra ounirse a los kishime vencedores. Los humanos, no se hacían más ilusiones y sóloesperaban que al menos no cometieran con ellos las torturas que habían presenciado

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antes. Jóvenes, e incluso hombres mayores y cuarteados por la vida, lloriqueaban entorno a su jefe, los rostros alzados al cielo o clavados en tierra, sin escuchar ya lasórdenes que les daban. Eduleim tuvo que abofetear a unos cuantos para que semovilizaran y al menos no quedaran en el camino de los kishime que seguían luchando,Shadar y una docena de sus hombres contra los cientos que comandaba Dalin.

Tampoco se daban por vencidos los trogas al mando de Fretsa, que habían mantenidoel terreno, sin dejarse aventajar por la habilidad de Zidia para mover la tierra o mandarlesexplosiones y fuego, y aun heridos y apedreados lograron vencer a cincuenta kishime queeste había enviado. Pero al tiempo que la tarde se nublaba, vieron aparecer otros tantosen la lejanía.

–Son los que vimos ayer, ¿cómo están detrás de nosotros? –preguntó una guerrera delclan, enjugándose la frente.

–No te preocupes –bufó Sonie Fretsa–, y sigue peleando.Tenían que mantener el ánimo. Esta vez se había preparado y mantuvo una parte de

sus guerreros ocultos entre los bosques, en caso de que intentaran una trampa entre dosfuegos.

Fahgorn y Krandon estaban discutiendo si deberían disponerse a luchar aunquesignificara la muerte, ahora que hasta les habían dejado sin caballos y debían correr apie. Estaban por echarlo a la suerte y dar la vuelta para enfrentarse a los kishime, cuandolos cegó una luz blanca, y alertados por los fabulosos ataques que habían sufrido, setiraron al piso. Entre los dedos con que se cubrían la cabeza, lograron divisar la apariciónde dos personajes más.

–¿Enemigos?

–Tal vez.

Los dos kishime recién arribados trataron de ubicarse, estudiando los restos, loscuerpos, la gente que corría, el olor a cadáveres chamuscados, a sangre y miedo, losllantos.

Zidia, que iba persiguiendo a los humanos, reconoció a uno de ellos y suspiró.Bofe percibió el cuerpo de Koshin, reseco como una hoja marchita, y lamentó la

pérdida de uno de los kishime más poderosos, jóvenes y hábiles en el Kishu. Susseguidores lo rodearon, buscando consejo.

Necesitaba sostenerse en Sel para caminar. Apenas había despertado, y a pesar de suestado débil, pidió trasladarse con los demás; el joven lo acompañó sintiéndose en laobligación de cuidarlo. No le habían dicho que impidiera su salida sino que vigilara que nole pasara nada. Bofe sabía que su extenuación, a sus cuarenta años, no le daba muchofuturo. Pero creía que si el Kishu al que pertenecía se hallaba dividido y enfrentado, nopodía permanecer aparte, aunque le costara los últimos segundos de vida. No tenía otracosa mejor en que utilizarlos.

Sulei pasó por su lado y lo vio entrar desnudo en la cabina interior del artefacto, dondese arrodilló sobre la superficie blanca. Los símbolos refulgían, la puerta comenzó acerrarse con suavidad. Amelia se tiró al piso, y antes de que Zelene o alguien máspudiera darse cuenta de lo que intentaba, empujó la espada de Claudio hacia la abertura.La espada patinó por el suelo y se coló justo cuando la entrada se cerraba.

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En seguida escucharon un golpe sordo, que provenía de adentro. Alguien intentabasalir, pero la puerta no lo dejaba. Zelene corrió al artefacto y al punto se dio cuenta deque no tenía ni idea de qué hacer. Sulei había dicho que no había forma de detenerlo, yse escuchaban golpes desesperados cuando debería estar narcotizado. Fesha tambiénse acercó y le ordenó que pulsara algo, asustado al ver que la energía comenzaba acorrer por los conductos y se seguían escuchando gritos ahogados.

Amelia se había quedado mirando embobada el cilindro, preguntándose qué habíahecho, cuando la potencia aumentó drásticamente y de pronto el torso del troga empezóa brillar, allí adentro de la sustancia, junto con los hilos de corriente roja-anaranjada quecirculaban por afuera del artefacto. La joven se echó para atrás, espantada, lo mismo quelos kishime.

–Toma su shala y sácalo –ordenó Deshin, que conservaba la cabeza clara, a diferenciade los otros que estaban aterrados de perjudicar a su jefe por inútiles.

Fesha le tomó la palabra y se lanzó, arriesgando chocar con un gran cúmulo deenergía, contra el trozo de piedra negra y lustrosa que debía ser manteca para lacimitarra de Sulei. Hizo dos cortes rápidos cruzados, y se alejó para contemplar su labor.

Todos los ojos se centraron en la pared de la pirámide, intacta.

–Está construida del mismo material que la shala, una gema invulnerable –alegó Fishi.

–¿Qué es eso? –lo interrumpió Amelia, alarmada.Donde el pecho había formado una burbuja de luz, la piel oscura se había abierto,

explotada. El líquido comenzó a enturbiarse con la sangre troga. El resplandor no cedió,se tornó amarillo brillante, y al mismo tiempo un sonido agudo perforó sus oídos,haciendo huir a todos los kishime excepto a los de Fishiku, Zelene, y Bulen, que sequedaron hasta el final. Tobía y Amelia se cubrían las orejas pero el ruido igual lestaladraba el cerebro. Fue aumentando de frecuencia hasta convertirse en un alarido a lavez que la luz se expandía e inundaba hasta el último rincón de la cámara.

El fenómeno se agotó, los ecos del sonido vibraron en la pared de la cueva,sacudiendo la montaña, el artefacto se apagó, y el ruido se diluyó en un estertor agónico.La pirámide trunca silbó y una mano apareció en la rendija de la entrada, empujando,porque ya no se abría de forma automática. Algo se había roto en el mecanismo,sobrecargado de energía. El líquido, rojo grana, se desagotó, dejando el cuerpo del trogasin vida, fláccido.

Después de la mano apareció un brazo, y el resto de un cuerpo blanco. Sulei searrastró, las manos machucadas y las puntas de los dedos ensangrentadas por losarañazos que dio para escapar, los ojos inyectados en sangre, dilatados, y toda laespalda cubierta de franjas moradas.

Cáp. 11 – Rendición

En Semel, sólo los trogas y algunos kishime seguían luchando. Fretsa ya no gastabaenergías en gritar y dar órdenes, confiando en que cada troga iba a continuar peleandocon cada gramo de energía que le quedara, como lo hacía ella. Tenía enfrente a loshombres de Sulei, y detrás a Lodar. Vio cómo una de sus primas caía con la cabezadestrozada a manos de un hombre de gris, luego un troga saltaba hacia él con una daga

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que clavó en su pecho y el kishime caía pero ya aparecían más por ese lado y loreducían. Ella se dio vuelta, paró una estocada de Lodar deteniendo su brazo en alto, yenseguida le ensartó el tridente que le quedaba. Lodar giró la espada y le hizo soltar elarma, que se clavó en la tierra.

El suelo temblaba con los golpes de Zidia, y notó que Raño y otros dos trogas seacercaban a ayudarla saltando el río. Lodar le hizo retroceder unos pasos y ella decidiópararse ahí y contraatacar, desplegando sus alas. Los kishime de Lodar la mandaronvolando. Cayó en medio de los combatientes, a pasos de un hombre de Zidia queintentaba ensartar a un guerrero humano por la espalda. Fretsa se lanzó hacia sus pies ylo volteó, salvándole la vida a Krandon, quien no había notado el peligro que corría. Unostrogas se vieron aprisionados en un montículo de tierra, y las piedras volaron directo asus cabezas. Porondeles se zambullía al mismo tiempo para salvarse de la embestida dedoscientos kilos de troga dirigida contra un kishime gris, que opuso resistencia, yresbalaron juntos hasta hundirse en el Parilis.

Bofe se metió en medio de la batalla. Algunos kishime reconocieron al opositor deSulei y se lanzaron hacia él. Pero en el último momento, Lodar se interpuso y gritó la vozde alto.

–Lodar –le habló Bofe, cuyo rostro se estaba poniendo gris y reseco–. Detenlos tú,que no eres la clase de ser que llevaría a cabo una guerra contra tu propia raza.

–¡Bofe! ¿Qué haces aquí, en este estado? ¿Cómo? –replicó Lodar, al volverse y notarpor primera vez la apariencia de su antiguo compañero–. Deberías estar recluido en elrefugio ¿no es cierto?

–Ya es tarde para mí. He vivido todo lo que podía y mis últimas energías las he usadoen venir hasta aquí... Detenlos... Shadar y Dalin, Zidia y los hombres de Koshin, y aSulei...

–Yo... –Lodar se rehusó, observando sin esperanza a su alrededor, los trogas heridosque seguían adelante peleando a muerte con su propia gente, kishime matándose entreellos, los humanos aterrados, el río vuelto sangre y la tierra revuelta–. No sé... Pero tú,puedes salvarte. ¿Sabes que Sulei ha encontrado una máquina que nos puede alargar lavida, darnos más fuerzas?

Pero como lo había dicho, había gastado sus últimas energías en transportarse hastaallí, y ya no iba a pronunciar más palabras. Lodar le tomó una mano y, en medio del caosde la guerra que sólo era un remolino de ruido y color, observó cuartearse la piel gris, quese hundía sobre sus delgados cartílagos blancos. El cuerpo cayó blando como unapluma, se desinfló. El agua se evaporó como expiró su último aliento y Lodar creyósentirlo pasar a través, y se preguntó adónde había ido la persona, la energía con la quehabía conversado. ¿Sólo así desaparecían? Miró alrededor; había unos cuantos kishimemuertos, todavía carnosos, llenos de líquido vital que se derramaba por sus heridas, ysabía que pronto se volverían como Bofe, una mota de polvo en la llanura.

Zelene lo había cubierto con una túnica gris y estaba ayudándolo a levantarse. Suleiparecía desorientado, los ojos en blanco y las manos temblorosas como las de unanciano. El sirviente también lo ayudó a anudarse el cinturón y envainar la cimitarra.

De pronto, Sulei levantó la cabeza, los ojos brillantes y bien enfocados, fijos en lajoven. Alargó un brazo y la levantó del cuello, antes de que pudiera moverse.

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–¿Qué intentas, fagame? –le gritó, y la arrojó al piso.

–Cuando era chica mi madre también se enojó mucho cuando puse un tenedor en lalicuadora a ver que pasaba –replicó ella con calma.

–¿Funcionó? –preguntó Deshin, atrayendo la atención del kishime.Como respuesta, Sulei abrió los brazos, cerró los ojos, y al mismo tiempo la gruta

comenzó a vibrar. Sulei inspiró hondo y las puntas de sus dedos sanados, brillaron.–Aunque parte del poder se perdió por la... perturbación. Sí, soy la existencia más

poderosa de este mundo –declaró sintiendo el temblor de la montaña que resonaba consu cuerpo.

–No lo creo, no es posible –replicó rápidamente Deshin, incrédulo.

–Veamos –repuso Sulei, haciendo apartar a Zelene y preparándose para la lucha.

Deshin desenvainó, pero antes de que comenzaran, Vlojo y Fishi se acercaron,deseosos también de ser los primeros en probar si era invencible o no. No obstanteDeshin no pensaba sacrificarlos; les daría tiempo para escapar si lo necesitaban. Giró sucuerpo y la espada en un solo movimiento. Sulei recibió el impacto de la shala con sucimitarra, la cual había desenvainado luego de que Deshin comenzara su rotación.Asombrado por su velocidad, Deshin le envió una carga de energía por la hoja cristalina;quería vapulearlo y azotarlo contra el muro. Sin embargo, toda su potencia se desvanecióal tocar la shala de Sulei que funcionaba como escudo y filo a la vez.

El shoko sonrió al ver el asombro en sus caras, y le dio un empujón a Deshin que loarrastró por el piso con la fuerza de un huracán. Revoleó la cimitarra, y la misma energíaque le había enviado, se la devolvió amplificada. Deshin se vio envuelto en un remolinoque lo hizo dar vueltas por el aire y lo estampó contra el muro opuesto, arrastrandoconsigo los muebles y piezas rotas que encontraba en su trayectoria. Vlojo se zambulló aun lado para evitar la corriente y Fishi se cubrió con la shala, cortando la tromba. Tobíaaprovechó para tirarse al piso, y lo primero que hizo fue recoger las gemas que Sulei lehabía extraído. Amelia se hallaba detrás del poderoso kishime, a cubierto junto alartefacto, que ya no brillaba pero conservaba un poco de calor.

Deshin intentó mover un brazo, defenderse. Había caído sentado luego de chocarcontra el muro y quebrarse los huesos. Era inútil, y ni siquiera había podido salvar a sucompañero. Movió los labios y un murmullo salió de su garganta, pero Fishi no se iba adetener por nada que dijera. Exaltado, rabioso, saltó contra Sulei y este lo repelió con unamano. Una bola de energía lo envolvió en un manto llameante y lo derrumbó de una vez,todo quemado. Fishi tembló, se arrodilló con dificultad y sacudió su ropa hecha jirones.Tenía media cabellera consumida por el fuego de la explosión, la piel tostada, ymagulladuras, pero sus ojos brillaban con una furia asesina. No tenía poderes como Sel,no percibía cosas como Deshin y no tendría la fuerza de su enemigo, pero no se iba a darpor vencido así nomás. Podía pelear aún; usó su fuerza para desvanecerse en el aire.

Sulei advirtió que una ráfaga de aire se acercaba a su cara, dio media vuelta yextendió un brazo, a tiempo para detener el puñetazo que Vlojo, acercándose sin servisto, tiraba con la izquierda mientras preparaba la puñalada con la derecha. La dagaentró en el vientre de Sulei, debajo del brazo izquierdo, sin encontrar resistencia en lacarne blanda. El kishime reaccionó y abrió un tajo en el cuerpo de Vlojo, de la caderaizquierda al hombro derecho. El troga se encorvó, sintiendo cómo se le escapaba lasangre caliente, y se abrazó para contener un poco del dolor que lo abrasaba, aúnsosteniendo la daga. Cayó de rodillas con una maldición entre dientes y un juramento a

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su jefa, mientras sus órganos vitales pugnaban por seguir viviendo a pesar del dañomasivo. Apretó su arma, mientras trataba de enfocar el corazón kishime, y se esforzó porlevantar su mano. Sulei contempló con asco su túnica bañada en sangre y lanzó unpuñetazo a la arrugada frente troga, hundiéndole el cráneo y parando en seco elmovimiento del brazo que ya iba hacia su pecho.

Vlojo se desparramó en el suelo, de espaldas, los brazos abiertos. La daga rebotó enel suelo entre fragmentos de vidrio y madera.

–Ya no queda ninguno –comentó Sulei, desencantado.Fishi se materializó detrás de él con un retumbe apagado, la shala en una mano y una

espada en la otra, traspasándolo en el acto de lado a lado:

–Sólo fui a pedir esto prestado –replicó.Aún con el gesto irónico en los labios, Sulei dio un paso, tropezó y se congeló; de su

garganta salió un murmullo agónico como si intentara gritar. Abrió los brazos, gimió,movió la manos y con un nuevo esfuerzo que sacudió paredes, artefacto y cadáveres,aferró las dos armas y las arrancó de su cuerpo. Bulen había saltado de su puesto deobservación y se acercó lentamente. Todos lo miraron atónitos; Sulei se precipitó al suelocomo una roca.

Lodar se plantó frente a Faney, Eduleim y Mateus, y les prometió sus vidas si dejabande resistir. Su rostro calmo y palabras sensatas los convencieron, aunque aceptaron condesgracia y abatimiento, abandonando en ese acto su libertad y forma de vida para seresclavos de unas criaturas que no conocían, no entendían y temían.

Los humanos se inclinaron, la mayoría con desconsuelo y angustia, otros conresentimiento como Krandon y el resto de los cazadores, algunos terriblemente heridoscomo Porondeles, pero ansiosos por acabar. Se rindieron por respeto a la vida de losdemás y amor a sus familias en tierras lejanas.

Los que persistían, abrumados por un sentimiento de fatalismo que los impulsaba aseguir adelante, eran los trogas, y Lodar tuvo problemas para convencer a Fretsa de quedejara una lucha inútil. La troga y sus guerreros no se hacían ilusiones sobre sus vidas,porque sabían que los kishime eran enemigos naturales de su raza y no pretendían dejara uno con vida.

–Yo les prometo, con honor de guerrero como somos todos, dejarlos partir –argumentóel kishime, parado junto con Sel en medio de los trogas enfurecidos, que queríandescuartizarlos allí mismo.

Fretsa consideró la situación. Los kishime no tenían honor, pero este se había portadocomo un guerrero en todos sus encuentros, y de todas formas si seguían luchando, ibana morir más tarde o más temprano.

–No nos rendimos –gruñó, bajando su lanza–, pero vamos a esperar. Una tregua,hasta que tengamos noticias.

–¿Esperan a Grenio? –preguntó Sel con frialdad, como si dudara.

Los trogas se le aproximaron peligrosamente.–Sí –afirmó Fretsa, que todavía esperaba un milagro–. Por la profecía. Tregua hasta

saber si ha vencido Grenio o ese kishime que tienen por líder.

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Lodar asintió y le hizo una seña a Sel.

–Ven, jovencito. Ahora sólo me falta convencer al loco de Dalin para que no atormentea los humanos, y tú ayudarás a contener a Shadar.

La gruta seguía vibrando como si la montaña estuviera bajo los efectos de unterremoto y lo único que permanecía intacto era el misterioso artefacto oscuro. Tobía ibaretrocediendo como quien ha visto una serpiente y chocó con Amelia, que lo sacudió porlos hombros para que reaccionara, y entonces él a su vez la aferró de las manos y lesuplicó que escaparan juntos. La sangre de Sulei desapareció del piso, sus heridas secontrajeron y el kishime se levantó, ante la sorpresa fugaz de Bulen y la rabia de Fishi,cansado y hastiado de este enemigo que se recuperaba una y otra vez.

–No se rompió –murmuró Amelia.

–No –concordó el tuké, mirando al kishime que se erguía, fuerte y entero, en tanto sevolvía para enfrentarse con Fishi.

–Me refiero a esta cosa –acotó la joven, levantando una mano para tocar el cilindroencima de la piedra negra–. Pensé que la había descompuesto, pero sólo se apagó.Después creí que el cristal se iba a romper, con todo el escándalo que hicieron y estasvibraciones...

–Hay una tapa arriba, por donde lo metieron –señaló Tobía, y luego sacudió lacabeza–. Pero no sirve de nada, ya está muerto. Vamos, Amelia...

–¿Qué dices? ¿Qué huyamos dejándolo aquí? –replicó ella, frunciendo el ceño.

–Sí –respondió con firmeza Tobía, tirando de su brazo, y luego susurró, intenso–. Sinos vamos ahora y huimos de los kishime, puedo llevarte al templo, a la puerta deAgasia, y con estas gemas, te devolveré a tu hogar. Tienes que huir ¿entiendes? Tú noperteneces aquí y esto se está poniendo muy feo...

Fishi había esquivado los ataques de Sulei, maniobrando para recuperar su shala delsuelo y con ella poder desintegrar su energía. Pero la cantidad que Sulei podía enviarlesuperaba lo que podía dispersar en un solo movimiento y con cada descarga ibaquedando más devastado.

Deshin abrió los ojos débilmente y se alegró al ver que seguía vivo.Zelene notó que los humanos cuchicheaban y adivinó sus intenciones de huir. Amelia

aún no había tomado una decisión, pero al mirar a Tobía, vio por encima de su hombroque Zelene venía hacia ellos con una espada alzada sobre su hombro. Empujó al tuké yse tiró a un lado, cayendo sobre el hombro herido y desmayándose por un segundo. Laespada, que no era otra que la shala de Grenio, siguió viaje y se estrelló contra elartefacto, arañando cristal y piedra sin ningún efecto, salvo un tintineo metálico. Tobíamasculló con desagrado, cansado de que lo mandaran al piso, y notó que Zeleneobservaba el arma que tenía entre manos con expresión desorbitada. Amelia abrió losojos en ese momento y también lo observó, sin comprender todavía qué le pasaba.Fascinada, vio que por sus brazos se extendían unas estrías moradas hasta su cuello yrostro. Su vestido y cara mostraban asimismo unas ramificaciones oscuras.

–So... –llegó a emitir el kishime antes de que su cuerpo se astillara en mil pedazoscomo un cristal.

Adonde estaba parado, sólo quedaba polvo, y en el suelo la shala con forma de flama

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azul.

–¡Cielos! –exclamó Tobía, girando el cuello para cerciorarse de que sólo él habíaexplotado. En medio del aire enrarecido por el polvo de los temblores, Sulei seguíaintentando liquidar a Fishi, y Bulen, de lejos, esperaba el final–. Ahora sí que no mequedo a ver otra...

Amelia se había arrodillado junto a la shala, y miraba el tanque.

–No la toques –le advirtió Tobía–. Viste lo que le hizo al kishime, porque no tenía elpoder para manejar una espada sagrada.

Sin hacerle caso, la joven se trepó al artefacto, poniendo los pies sobre los símbolosesculpidos en él, y se puso a golpear el vidrio, llamando al troga por su nombre.

–¡Basta, Amelia! –suplicó Tobía, y si hubiera tenido se le habría caído el pelo depreocupación.

Si las palabras del monje no la detuvieron, la risa burlona de Sulei la paralizó y decidióbajarse. Fishi yacía en el suelo, un muestrario de heridas y exhausto.

–¿Qué dices, Bulen? ¿Este es el final que pudiste ver después de tu traición? –exclamó Sulei con sarcasmo–. No estoy destruido. Al final, obtuve el poder del troga y lahumana, que combinados con un kishime dan un poder infinito. Bueno... debería tirar esecadáver, pero al parecer el artefacto se ha averiado.

Amelia sintió enfriarse su corazón, pero también percibió que algo no era del todocorrecto. ¿Qué había pasado con Lug, con los recuerdos de su vida pasada, y deClaudio? ¿Por qué creía que todavía podía y tenía que salvarlos, a Grenio y a Lug? Lecostaba aceptar que quería salvarlo, pero no podía traerlo de la muerte. Le dio lástimaque no pudiera cumplir su venganza, en la cual había puesto toda su vida, toda su familia,por tantos años.

–Y Uds. ¿por qué no huyeron? –prosiguió Sulei, mientras Tobía daba todo porterminado y se sentaba en el suelo con un gesto de fastidio–. Me alegra que sean fielesentre Uds. –aunque fuera el más poderoso del planeta, le hubiera gustado poder creer enla confianza absoluta de Bulen, como antes.

–¡Maldito! –gritó la joven, dándole la espalda para esconder sus lágrimas, y masculló–.¡Para qué todas estas muertes! ¿Qué poder tan maravilloso tienes, aparte de asesinar ydestruir?

Con un gesto ampuloso, Sulei le concedió:–Tienes derecho a conocerlo antes de morir. Me caes bien. Te voy a mostrar.

Cáp. 12 – El elegido

Amelia sintió los delgados dedos del kishime cerrarse sobre sus hombros y seacobardó, deseaba haberse ido, quería estar de vuelta en su casa como si nada hubierapasado. La punzada en el hombro izquierdo le hizo ver las estrellas y la devolvió a larealidad que no podía abandonar.

–Tu cuerpo grita por salir de aquí –susurró Sulei, cerniéndose sobre ella, la vitalidadque rebosaba los límites de su cuerpo llenándolo de gozo y optimismo, haciendo temblar

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la montaña–. Así que me gustaría ayudarte en tu deseo... ¿Qué lugar te pareceadecuado? ¿Adónde quieres ir?

–¡Detente! ¡Déjala en paz! –exclamó Tobía, arrojándose a sus pies, pero Sulei lo pateóa un lado.

Bulen se había acercado con expresión sombría, pero sus ojos no estaban fijos enSulei ni en la humana.

–Te llevaré a una luna –murmuró, ante el rostro pálido y ojeroso de la joven–. Te dejaréen un bonito lugar en la luna, o en el cielo...

Amelia cerró los ojos con fuerza, temiendo encontrarse sola en una dimensión oscuraal abrirlos de nuevo, o peor, en medio de la nada, sin oxígeno. Sulei sintió una vibración.La gruta tembló y algunas piedras rodaron; los trozos de escombro, vidrio y maderaregados en el piso comenzaron a girar en torno a la pareja a medida que su energía seconvertía en un remolino. Finalmente el vendaval invadió todo el espacio. Entre el cabelloazotado por la fuerza desatada, Bulen alzó los ojos y se quedó helado. Tobía siguió ladirección de su mirada, preguntándose qué le causaba tanta impresión y exclamó:

–¡Cielos!Algo había llamado la atención del kishime, algo que le pareció extraño con el artefacto

y ahora al fin se daba cuenta de que el cilindro estaba vacío. Donde se hallaba el cuerpotroga, voluminoso y lánguido, atravesado y clavado al mecanismo, no quedaban más queun par de varillas de metal escurriendo líquido rojo.

Fishi se había arrastrado hasta donde Deshin, derrumbado contra el muro, miraba laescena con ojos entrecerrados por el dolor. Las figuras de Amelia y Sulei se volvieronborrosas y el remolino se concentró a su alrededor. Sulei sonrió triunfal cuando una grietaluminosa los succionó desde abajo, evaporándolos.

Amelia abrió los ojos y su corazón se detuvo un instante. Luego comenzó a latir a todavelocidad y se aferró al kishime, quien contemplaba admirado el espacio absolutamentenegro y vacío en el que se hallaban, aunque desconcertado por no haber llegado adondequería.

“Estamos entre dimensiones”, pensó ella. Sulei se fijó con atención y percibió que lanegrura estaba salpicada de estrellas tenues. Una de ellas comenzó a moverse en sudirección, haciéndose grande y brillante al acercarse, y ambos advirtieron que parecíauna galaxia girando a toda velocidad sin detenerse hasta producir un borrón colorido. Laluz pasó entre los dos, y Amelia sintió un aliento cálido, sedoso, un aleteo de mariposasle rozó las mejillas.

–¿Qué es esto? –inquirió Sulei, comenzando a irritarse.

El espacio se arrugó y los envolvió. Maravillada, ella sonrió. No recordaba haber vistoestos fenómenos cuando estuvo con Grenio y Lug, pues las luces lejanas no se leshabían acercado.

Sulei no estaba feliz. No había logrado llegar adonde quería... ¿por qué no podíamanejar su poder? La capa negra que los envolvía se tornó líquida, brillosa comopetróleo, luego iridiscente, y al final se fue aclarando hasta terminar rompiéndose comouna pompa de jabón que los devolvió a la gruta húmeda. Estaban en el mismo lugar delcual habían partido, Tobía seguía arrodillado en el suelo con expresión pasmada y Bulenobservando el artefacto vacío. Apenas habían desaparecido de su visión un par desegundos.

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El kishime se miró las manos, frustrado, y la ira subió como una oleada negra que lomareó. Amelia retrocedió instintivamente, percibiendo el color que subía a su rostro, peroantes de que pudiera alejarse, Sulei le lanzó un puñetazo que le partió el labio y la hizocaer de espaldas; chocó contra el artefacto y resbaló hasta el suelo. Aturdida, suplicó porayuda. Sulei la estaba mirando lleno de un odio irracional, como si fuera la culpable deque no le salieran las cosas.

Pero al levantar la vista, Sulei notó lo mismo que Bulen, y se echó para atrás, pálido:

–¿Dónde está? ¿Cómo desapareció? –y tomando a la joven del cuello, la levantó y lasacudió, gritándole–. ¿Qué has hecho? ¿Dónde está?

Ella no tenía idea de qué le estaba hablando, y lo único que quería era que dejara desacudirla. Se tuvo que morder el labio hinchado para no gritar por la herida medio abierta;Sulei deliberadamente le puso una mano en el hombro y Amelia sintió un dolor tan agudoque lanzó un alarido. Entonces, cuando estaba a punto de perder el sentido, una mano lalibró de la crueldad de Sulei, dejándola caer al suelo. Tobía los miraba pasmado, y elkishime exclamó, con un tono que rayaba en el pavor:

–¿Cómo es posible? –retrocedió un paso y luego, recapacitando, se tranquilizó y loestudió con curiosidad, añadiendo en tono acusatorio–. No es posible, nadie puedesobrevivir a este procedimiento...

Grenio apretó y aflojó los puños, mirándolos como si también le extrañara estar vivo.Sin saber cómo, había salido de su prisión y se hallaba ileso, con la cabeza un pocoligera, pero lleno de energía y repuesto de las heridas y la pérdida de sangre.

–Es posible que haya estado muerto –replicó con voz grave, mostrando los dientesafilados–, pero he vuelto para exterminarte.

Sulei no esperó a que terminara de hablar para atacar. Grenio se abalanzó sobre sushala abandonada en el piso entre los escombros, y la hendió en el aire al tiempo quegiraba y saltaba hacia él. La hoja describió un arco fulgurante, arrastrando la luz hacia elvacío que generaba su vertiginoso viaje a encontrarse con la cimitarra que venía hacia supecho. Sus armas chocaron con estrépito, enterrándose un filo en el otro en medio deuna serie de explosiones centelleantes por las moléculas del aire que se partían en lacolisión de sus fuerzas. Decidido, Grenio lo empujó con todo su poder, apretando losdientes a medida que sus ojos se ponían rojos al calor de la batalla. Sulei frunció el ceñoal notar las fracturas que se iban extendiendo por su cimitarra. El cristal crujió como hieloal descongelarse y su espada se disolvió en minúsculos fragmentos.

Asombrado, arrojó el trozo de empuñadura que le había quedado e intentótransportarse para evitar el sablazo que venía por su cabeza. En el mismo momento enque se desvanecía, Grenio se detuvo y dio media vuelta, arrojando su shala. La espadavoló directo e interceptó a Sulei al tiempo que su figura se materializaba del otro lado dela cueva. El kishime quedó rígido: la hoja atravesada en su vientre había esquivado elcorazón de puro milagro. Grenio gruñó, desilusionado, y se arrojó sobre él a toda marcha.Sulei lo vio venir y le lanzó una masa de energía con una mano. Tobía se zambulló fuerade su camino, tropezando con Amelia que seguía en el suelo, absorta en los doscombatientes, y Bulen saltó con suavidad hacia atrás para esquivar el disparo. Entre ungran resplandor y un sonido atronador, la cueva tembló, y al disiparse el polvo calientepudieron ver que alrededor de Grenio el piso de roca se había pulverizado. En medio delcráter, el troga permanecía incólume, protegido por un escudo ovoide. Sulei quedóestupefacto; se sentía harto de este troga.

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Grenio había levantado las manos por reflejo, pero ahora podía sentirse confiado yaque conservaba sus habilidades. Desapareció junto con el huevo de energía y reapareciófrente al kishime. Tomó la espada que sobresalía del estómago de Sulei, y la arrancó deun tirón.

Su tajo ya se estaba curando y, resuelto, seguro de ser el más poderoso, Sulei decidióatacar de cerca, y antes de que Grenio adivinara su intención lo tenía aferrado del brazoizquierdo y comenzó a traspasarle una energía que lo paralizó, impidiendo que usara lashala. El troga sintió calambres en todos los músculos, mientras su corazón luchaba porseguir latiendo. Los dientes le rechinaron, visibles en su boca fruncida.

–¡Muévete! –le gritó Amelia.El troga trató de enfocarse, salir de allí, pero no podía convocar el portal para

trasladarse fuera de esa dimensión. Apenas podía resistir, pero además tenía que haceralgo para no ser derrotado de nuevo. Notó que por alguna razón podía mover los dedosde su mano derecha, aunque el resto del cuerpo lo tenía paralizado, y mientras Suleiseguía electrocutándolo, creyendo que era cuestión de tiempo hasta que su corazóndejara de latir, Grenio había logrado mover su brazo y, con un último esfuerzo, se loencajó en medio del pecho. Las garras penetraron la carne kishime y sus dedos secerraron con un último espasmo, entre la carne y el cartílago.

Sulei soltó su brazo, desorbitado, confuso. Bulen, que hasta ese momento observabade lejos, de golpe corrió a auxiliarlo: desenvainó la shala y la clavó en la espalda deltroga.

–¡No! –gritaron los humanos, al tiempo que Grenio dejaba libre a su víctima, con elpecho abierto y sangrante, y Bulen extraía su arma rápidamente.

El troga vaciló y luchó por mantenerse de pie, la visión borrosa y la respiraciónahogada. Asombrado, se puso una mano sobre el tórax, y sintió un cosquilleo ligero.Toda su piel cosquilleaba, cargada todavía con la electricidad de Sulei. Viéndolo caerencorvado de rodillas, Sulei pensó en darle el golpe de gracia y, aun con el pechodestrozado, adelantó el brazo derecho. El aire, denso, explotó hacia el troga. Nonecesitaba verlo para percibir qué intentaba, Grenio sentía en su mente losacontecimientos de la batalla: movió un brazo hacia atrás y lo disparó al tiempo que selevantaba, enviando de revés la energía de su atacante. Bulen se cruzó en el camino, sushala cortando el viento caliente formado al chocar la energía de su jefe con la cargaeléctrica que rodeaba el cuerpo troga y su propia fuerza vital. La energía se dividió en doscorrientes que lo rodearon, encerrándolo en una nube más intensa de lo que podíasoportar, y después siguió su curso hacia Sulei, aunque no le hizo mucho daño.

Sulei se arrojó sobre su ayudante, horrorizado al verlo todo chamuscado, y le aplicó lasmanos en el pecho tratando de recomponerlo. Bulen abrió los ojos débilmente. Tenía lapiel del rostro reseca, los labios cuarteados y la ropa chamuscada. Intentó decir algo perono pudo hacerlo con su voz. Quería explicarle a su jefe antes de morir, que todo lo habíahecho para ahorrarle una muerte indigna a manos del troga; estaba seguro de que habíanacido para ser un nuevo Kalüb y salvarlo, para que su vida no terminara en el momentoen que el troga le sacaba el corazón.

–Me salvaste... tres veces ya –murmuró Sulei, apoyando la cabeza de Bulen sobre suspiernas, ajeno a los demás presentes en la gruta oscura.

Incluso Fesha, que había esperado mucho tiempo con sus hombres antes de animarsea entrar de vuelta, observaba la escena. Tobía y Amelia se habían acercado a Grenio y

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este tampoco parecía interesado en interrumpirlos. Sulei se dio cuenta de que no tenía lacapacidad para curarlo, no podía hacer nada por él. Incluso con la potencia del antiguokishime, Bulen se había desgastado demasiado.

–No puedo sanarte –exclamó alzando los brazos al cielo, luego notó entre la ropadesgarrada que en el pecho de Bulen resaltaba una marca delgada, rosada, una cicatrizvieja.

–La herida ha vuelto a aparecer –murmuró Grenio con extrañeza, ya que se trataba dela misma que había desaparecido gracias a su ayuda, y que también simbolizaba eldeseo de salvar a su jefe, interponiéndose en el camino de su enemigo en la batalla deFrotsu.

Bulen sonrió aunque su piel se había tornado gris, agrietada, reseca, y ya no sentíanada, ni siquiera las manos de su Señor posadas sobre su pecho y cabeza.

–Ni siquiera quedará de ti una hebra de estos cabellos –se quejó Sulei.

–No temas por mí, señor –replicó Bulen en su mente, sabiendo que su fin seaproximaba–. Sólo abandono esta vil forma física que ni siquiera es mía. Nos volveremosa ver, en otra dimensión, en otra forma, no lo sé... pero estoy seguro de que así será,porque lo he visto en nuestro futuro.

Sulei se agachó para posar su frente sobre la de Bulen y percibió sus últimas frases,palabras incoherentes, imágenes que había visto del futuro gracias a Kalüb. Estaba llenode esperanza, de gozo, aun cuando su carne se desvanecía como un soplo de hojasmuertas. Los humanos, el troga, miraron con espanto el acelerado trabajo de la muerteque secaba y consumía su cuerpo desde la punta de los pies y manos, desde los frágilescabellos claros, el rostro hundido, hasta que toda la energía se concentró en el centro desu pecho. Sulei, con los ojos cerrados, colocó su mano sobre esta pero aún así todo loque quedaba de Bulen se dispersó en el aire, mariposas de luz. Amelia no podía sacarlos ojos del cuerpo que lucía momificado, y hacía unos minutos parecía vibrante de vida.

Gritando furioso, Sulei lo barrió con su mano y espada, y los restos de su leal seguidorse desparramaron en polvo y huesos calcinados. Su aura se expandió por la cámara, unaoleada de ira, y Amelia y Tobía se pusieron a cubierto detrás del troga, que se preparó aenfrentarse con su espada. Fesha y su tropa los rodearon, aunque su presencia noatemorizaba a Grenio, quien se sentía capaz de luchar contra todos.

–Sulei... Ríndete... –escuchó que le susurraban–. No puedes... Termina con esto... –balbuceó Deshin.

Pero el kishime no quería darse por vencido porque la vida de Bulen no podía ser envano; estaba convencido de que debía ser el más poderoso.

Mientras tanto, la montaña ya había soportado demasiados temblores, y las ondas defuerza que continuamente la atravesaban habían socavado las paredes de la gruta y lasladeras que la rodeaban. Todos sintieron un estremecimiento y el techo se derrumbósobre sus cabezas con una tonelada de roca y tierra, acompañado de un monstruosoestruendo.

Al sentir el ominoso temblor, Amelia, abrazada por Tobía, había extendido una manohacia el troga, y luego todo se oscureció. Grenio presintió el desastre cuando aúnescuchaban las palabras de Deshin y levantó la shala, creyendo instintivamente poderpulverizar toda esa masa de tierra. El derrumbe barrió con todo un macizo de rocas,llevándose las ruinas y todo a su paso, dejando una mordida de ese lado del monte.

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Dalin paseaba con impaciencia por la planicie plagada de muertos, acompañado de unséquito de sus hombres, mientras del otro lado del río el campamento humano seguíasumido en un profundo silencio. Faney y Eduleim, al frente de sus derrotados guerreros,mostraban un rostro de piedra a la guardia kishime, que los miraba con indiferencia.Lodar y Shadar conversaban tranquilamente, a unos pasos del lugar donde la jefa trogaestaba sentada, altiva, vigilándolos, y los cazadores palmeaban con gran disgusto loscuerpos de sus caballos caídos en batalla. De pronto, los trogas se sintieron sacudidospor un perfume extraño, acre como metal achicharrado. Sel percibió la vibración en el aireque antecedía la llegada de un kishime y se adelantó, atrayendo la atención de Mateus ylos demás hombres que lo rodeaban.

En medio del campamento, entre el río, los trogas y los kishime, se levantó una nubede tierra acompañado de una detonación y apareció un conjunto de figuras rodeadas deun cerco de luz.

–¡Flo... ¡Onia! ¡Tro! –exclamaron los trogas con asombro, arrimándose a Fretsa, que sehabía levantado, fascinada, esperanzada.

Sulei miró en torno y apreció la situación. Además de él, habían sobrevivido Fesha yalgunos de sus hombres, pero el resto de los kishime yacía enterrado bajo las ruinas deltemplo, junto con el artefacto. También habían aparecido con ellos algunos trozos depiedra y pedazos de cristal y madera presentes en la gruta. Tampoco se habían libradode los humanos, Deshin y Fishi que parecían desmayados, y Grenio. Amelia suspiróaliviada al encontrarse al aire libre, bajo el rico sol de la tarde, y Tobía saludó a sumaestro con energía, radiante por hallarse de nuevo entre humanos.

En medio de la expectativa general, Sulei cruzó la distancia que lo separaba de Grenioy se detuvo, todos los ojos clavados en él. Grenio se removió incómodo; se sentíaincapaz de sostener otra batalla.

–Gracias por salvarnos la vida –dijo el shoko, inclinando la cabeza ante el troga.

–No era mi intención.

Sulei se dio vuelta y comenzó a alejarse, llamando a Fesha para que reuniera a losdemás y anunciara que se retiraban. Pero al pasar junto a Deshin, que se estabarecuperando con la ayuda de Sel, no pudo evitar preguntarle:

–¿Sabes acaso... por qué no funcionó? ¿Por qué no pude convertirme en el elegido,poseer el driago?

–Tenías tres poderes, tres razas en uno... Pero para completar la fórmula te faltaba tuopuesto. Nunca consideraste lo que decía la profecía, creyendo que todo lo podíascambiar a tu antojo. Por eso nunca observaste lo que ya se sabía... Ese poder sólofunciona con dos.

–Bulen dijo que las profecías no existen.

Los humanos todavía no comprendían del todo qué sucedía, no podían creer lo queveían: cuando ya los habían derrotado completamente, de repente sus enemigos semarchaban. Tan rápido como habían llegado, los kishime se desvanecieron ante sus ojoscomo un mal sueño.

–¿Vas a dejar que se vaya? –murmuró una voz desde el suelo, y Grenio notó que eraFishi el que se quejaba porque Sulei escapaba.

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–Adonde vaya, lo puedo encontrar cuando quiera –replicó el troga, inclinándose sobreél, y para disgusto del kishime, le traspasó energía para que se recuperara.

Amelia se había agachado junto a un cuerpo. Vlojo no había sobrevivido al ataque deSulei, pero al menos sus compañeros tenían sus restos mortales para venerar y enterrarapenas regresaran a reconstruir su hogar. Raño, el primero que se animó a acercarseuna vez se marcharon los kishime, felicitaba a Grenio por su entrada heroica.

–¡Querido Tobía! –el Gran Tuké abrazaba fuera de sí a Tobía, que danzaba frenéticomostrándole las gemas que había recuperado y tratando de explicar, de formaincomprensible para todos los demás, lo que había pasado–. ¡Amelia! Ya veo que hanencontrado la forma de cumplir la profecía sin destruir el mundo... ¿o no?

La joven sonrió y rogó que se apuraran a salir de allí mientras el troga estabaentretenido con sus compañeros, antes de que se acordara de ella. Las milicias de Rilayfestejaban ahora que se veían libres, y también lloraban sobre sus muertos. Amelia semezcló entre la algarabía y pronto se perdió de vista entre la gente, rodeada por Faney yotros jefes, que la saludaron como su salvadora.

Conclusión

Desde que llegó a este planeta se había sentido aislada y desprotegida, pero en susúltimos días estuvo rodeada de personas que la llenaban de cariño y gentilezas. Elambiente entre los peregrinos, a pesar de haber perdido sus casas, animales y cosechasy tener que luchar por reconstruir su tierra, era cálido y alegre por haber sobrevivido. Enla noche de conjunción de las dos lunas llenas, la caravana de Rilay que iba a buscar a lagente refugiada en el monasterio tuké, se detuvo para armar una celebración conhogueras, comida y cantos. Amelia fue regalada con ropa nueva abrigada, bebió conMateus aunque nunca pudo ganarle, comió asado y rió con los bailes en torno al fuego.Luego de horas de festejos, cansados y satisfechos, todos se fueron a dormir bajo elmanto de estrellas.

Arrebujada en un tapado de piel, Amelia miró con ojos insomnes la fogata, junto a lacual dormitaba Tobía y roncaba su maestro. El cielo era azul terciopelo, iluminado por lossatélites blancos. La luna pequeña iba declinando; a su alrededor las sombras apenas semovían en sueños, y sólo se escuchaba algún murmullo apagado. Alguien se levantó desu lugar y caminó hacia los árboles, la joven lo escuchó y lo vio desaparecer en laoscuridad, y se tranquilizó. A su lado, Tobía acomodó la cabeza sobre un atado de librosde Mateus y suspiró. Amelia respingó al sentir una mano pesada sobre su hombro, y sedio vuelta sofocando una exclamación.

–Fruso otla jo –murmuró la voz ronca junto a su oído mientras ella lo miraba con ojosdesorbitados.

Grenio llevaba la shala enfundada y cargaba la espada de Claudio en su manoderecha. Le hizo una seña para que lo siguiera y comenzó a andar.

Tobía abrió los ojos y gritó: –¡Amelia!Ella luchó por recobrar la compostura. Trató de sonreírle al tuké para tranquilizarlo, se

agachó y le puso un beso en la mejilla, susurrando:–Déja vu... Tobía, no te preocupes por mí, no despiertes a los demás.

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El tuké sabía que no podía hacer nada contra el troga pero no le parecía justo queviniera a reclamarla ahora, que estaban tan cerca de su destino. Amelia caminócontrolando el temblor de sus piernas y Grenio la escoltó fuera del campamento.

–No tuve más sueños... ¿Qué pasó con Lug? –preguntó cuando se detuvieron junto aun río plateado, y como el troga no respondió enseguida, Amelia temió que hubieraperdido la capacidad de entenderla.

–No está más... murió –contestó Grenio, señalándose el pecho. Por el borde delchaleco calado se podía divisar una cicatriz estriada, donde la carne había explotado deadentro con la luz roja. El troga recordó–. En el artilugio kishime, me estaba ahogando ensangre y todavía podía oír su voz, me gritaba que siguiera respirando aunque creyeraahogarme. Luego dijo que la índole del artefacto era absorber la esencia de un ser ytraspasarla a otro, pero que no era... necesario que a los dos... nos matara. Su voz seperdió después.

Lug creía hasta ese momento que sólo podía salir del cuerpo troga si su huéspedmoría primero. Sumergido en el líquido, la conciencia y los latidos del troga se volvierontan débiles que simulaba la muerte; entonces Lug aprovechó y fue absorbido por lamáquina junto con parte de la fuerza troga diluida en la sangre, y cuando el proceso fueperturbado por el objeto que introdujo Amelia, empezó a sentir una fuerza de atracciónigual que cuando abandonaba un cuerpo y era llamado por otro del mismo clan. Ameliaconsideró las palabras de Grenio, sintiendo un vacío al pensar que nunca más iba a ver aLug, nunca se despidió ni le agradeció por todas las veces que la salvó.

–¿Y qué vas a hacer conmigo entonces? –preguntó.Ahora no había nada que se interpusiera en su camino, ni guerras ni kishime

entrometidos que retardaran su venganza por los asesinatos cometidos por Claudio.

En la cima de Sulabi, Deshin, Fishi y Sel estaban sentados en unas rocas,contemplando el paisaje inhóspito iluminado por la fría luz lunar. Otro kishime se lesacercó, curioso por saber qué hacían ahí.

–Jefe Shadar –saludó Deshin–, se iku. Estábamos tratando de responder al joven Selqué fue la voz que escuchó cuando cuidaba el sueño de Bofe, poco antes de que diera aluz.

–¿Una voz? –repitió Shadar, que había venido a visitar el refugio antes de regresar alKishu a trabajar por la unidad de su gente–. ¿Una voz grave que no parecía venir deninguna persona cercana? –Sel asintió, atemorizado con el solo recuerdo, y él explicó–.Bofe estaba cercano a la muerte... He escuchado que muchas veces en ese estadopodemos recibir mensajes del más allá, tal vez de kishime muertos, fantasmas quevienen a dar consejos importantes.

–¿El más allá? –exclamó Fishi, con desprecio–. Eso no existe.

–No... –repuso Shadar, contemplando la luna clavarse sobre el Sulabi–, es una ideahumana. Pero es una bonita forma de expresar, como creían los antiguos, que aldesaparecer nuestros cuerpos evolucionamos a otro estado superior, pura energía, sóloespíritu.

–¿Es posible? ¿Hay gente sin cuerpo a nuestro alrededor, como esa voz...? –inquirió elmás joven, interesado pero temeroso de que fuera cierto.

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–Se supone que viven en otra dimensión, como la zona oscura cuando viajamos, Sel –explicó Deshin para calmar los ánimos.

–Si es así, sólo lo saben los que ya no están –concluyó Shadar.Fishiku había sido abandonado por su estado ruinoso, con trozos perdidos en otra

dimensión. Además, como decía Fishi, si un troga podía criticar su decoración, había algomuy mal en su morada. Habían elegido irse al norte, donde las montañas se hundían bajoel peso de la nieve, a vivir en un palacio nuevo entre los hielos eternos. Les gustaba unpaisaje yermo y blanco, resplandeciente en las noches de luna, y apartado de loshumanos y su alboroto.

Destituido del Kishu con su propia aprobación, rehuido por todos, Sulei se retiró apasar sus días en una isla en medio del océano. Allí tenía recuerdos de su Casa quehabía ido acumulando a lo largo de los años, aunque se decía que nunca iba a utilizarese refugio: espadas, prendas negras, otomanas y mesas labradas en maderapetrificada, y montones de libros, grabados, tapices y sellos antiguos. No sabía cuántotiempo iba a estar allí pero no creía que su vida se fuera a consumir en la soledad. Ya sele ocurriría una manera de volver y hacerle entender al resto de su raza que no podíanseguir ocultándose en un mundo que podía pertenecerles.

Mientras tanto, paseaba cada día por los montes de frutales encima de la playa,porque aún conservaba parte de la naturaleza humana y troga que necesitaba alimentosólido, y también pensaba en Bulen, Zelene y lo que podía haber sido; reviviendo en sumente las imágenes que su ayudante le había regalado, de estrellas y cálidos luceros quedaban paz. Pero sobre todo, esperaba, a cada momento, que Grenio apareciera para sucombate pendiente.

Tobía logró al fin despertar a Mateus a fuerza de zarandearlo y los dos corrieronadonde se hallaba Grenio, parado solo en medio de la llanura, seguidos de Eduleim y unpar de guerreros.

–¿Qué hiciste con Amelia? –gritó Tobía sin aliento, frenándose junto al troga.

Grenio lo ojeó como si fuera un insecto pero ni siquiera digno de ser aplastado.–Por qué tengo que decirte... –replicó, sin preocuparse por los humanos que se

estaban poniendo inquietos.Mateus revisaba el pasto alrededor, como detective tras un rastro de sangre o cabello.–Tengo que irme –añadió Grenio, comenzando a alejarse de ellos–. Espero no verte

más.Lo esperaban en Frotsu-gra, que para su alivio estaba siendo rehabitado por su gente,

bajo la dirección de Fretsa. La mujer había sido elegida una de las jefas temporales másjóvenes de la historia; y luego de su nombramiento ella le había repetido su oferta. Fretsale había confesado además, que había sido presa de los celos por la cercanía que teníacon la humana. Recordaba detalles que él ni había tenido en cuenta, como tomar aguaque le ofreciera Amelia; la troga había llegado a pensar que su frenesí por encontrarlareflejaba un interés en su bienestar. Grenio se había burlado de su fantasía. Igual nopodía hacerse todavía a la idea de tomar a la valiente guerrera como pareja, pero habíaprometido estar junto a ella.

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–¡Eh! ¿Dónde está la joven? –gritó Mateus, viendo que sus acompañantes nopensaban perseguirlo.

–En donde la encontré –replicó Grenio sin darse vuelta, y luego se esfumó en unagrieta del espacio.

–Mateus... digo, Gran Tuké ¿crees que...?Tobía se volvió hacia el otro tuké, quien se alzó de hombros, lo tomó del brazo y lo

arrastró hasta el campamento: –Bueno, Tobía. Vamos a dormir, que ya se acabó elespectáculo.

A pesar de la alegría de volver a pisar su mundo, el horror comenzó para Ameliaapenas tuvo que explicar dónde había estado, ya sentía el calor que le subía y bajaba porel cuerpo, cuando su madre le recriminó si la quería volver loca, perdida una semanaentera. ¡Una semana! Si el idiota hubiera tenido más puntería en su viaje, no tendría quehaber pasado por esto... El escándalo terminó en llanto cuando su madre y la policíareunidas en su casa, descubrieron que tenía una terrible cicatriz como si la hubieranatacado con un cuchillo. Ahora pasaba de ser una adolescente trastornada a una pobrevíctima de secuestro, con algo de amnesia por cierto. Amelia terminó derrumbada bocaabajo en su cama, abrazada a la frazada y extenuada, deseando estar en otro planeta.

Entraron un par de calzas anaranjadas y Amelia sonrió al ver la blusa hindú verde quela acompañaba. Su amiga Cata se abalanzó sobre ella y la aniquiló en un abrazo:

–¡Ame! ¿Estás bien? ¿Qué te hicieron? –exclamó, llorando y empapando la camisetade su amiga, que sonrió consoladoramente, respondiendo que estaba bien.

Más considerada, Luna se la sacó de encima y le dio un beso.–Nos alegra que estés bien, amiga.

–Sí, aunque hayas perdido el año por faltas –añadió Cata, sentándose junto a ella enla cama.

–¿Qué? –Amelia cayó de golpe a la realidad, y sus recuerdos del otro mundoparecieron muy lejanos en comparación con el peso de todo lo que debía soportar en sutierra.

–Es una broma –explicó Luna, riendo–. Para ver si tenías amnesia.

–No es gracioso.

–Pero sí es verdad que Cata está saliendo con tu chico.

–Ja, te felicito... Muy buena elección.

–Es en serio –lloriqueó la aludida.No preguntaron, pero Amelia sabía que se morían por que les contara qué había

sucedido cuando desapareció, así como su madre y la policía esperaban querecapacitara enviándola a un psiquiatra para que le hiciera hipnosis. Como le hubieragustado contar simplemente la verdad, pero la mentira era más creíble, con todas suslagunas.

Cuando a la mañana siguiente su tía la vino a despertar trayéndole un café con leche ala cama, al ver su rostro donde los años habían pasado benignos, no pudo contenerse yconfesó que lo que había contado era un invento.

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–No sé por qué, pero creo que tú, tía, podrías creerme sin pensar que estoy loca –explicó sorbiendo su desayuno, mientras la mujer la escuchaba seria con una expresiónbondadosa, iluminada por la luz rosada colándose por las cortinas de la habitación, leparecía que volvía a ver el retrato de Caterina.

Laura escuchó sin hacer comentarios gran parte de su relato, tan solo haciéndolegestos para que se tranquilizara cuando llegaba a una parte en que se excitaba con suhistoria.

–¿Me crees de verdad o me estás siguiendo la corriente como a los locos? –exclamó alfin Amelia, ante el prolongado silencio de su tía que ponía una expresión dubitativa.

Sin responder, Laura caminó hasta la puerta y la cerró, y luego volvió junto a la camapero se agachó para sacar algo que había ocultado debajo, envuelto en una tela. Ameliareconoció el abrigo que llevaba la tarde anterior.

–Cuando te encontramos en la puerta del edificio, medio trastornada, sucia, flaca y conel pelo crecido como si hubieras desaparecido tres meses... –contó, depositando elpesado bulto en la cama mientras la joven asombrada, apenas podía creerlo–. Querida...Amelia, mientras tu madre te gritaba desesperada, mis ojos captaron esto brillando en unrincón del palier, y sabiendo que iba a ser muy difícil para ti explicarlo, la empujé abajo delescritorio del portero. En la noche la traje, mientras dormías profundamente, y meimpresionó tanto al tocarla, como cuando de chica tomaba la urna de la abuela. Por eso,aunque suene increíble, creo que lo que viviste es cierto.

–Sí... –la joven descubrió la hoja lustrosa manchada de ocre y el pomo ricamentelabrado– es la espada de Claudio, nuestro antepasado.

Su tía volvió a parecer una solterona miedosa.–¿Corremos peligro entonces? ¿Ese monstruo que dices, va a volver a hacernos algo?

Amelia sacudió la cabeza.–No lo creo. Esta es la espada de un caballero, y él, a su manera, también lo es.

Quiero decir, no sería honorable para él, pelear con nosotras que no podemos ni levantaresto.

Luego de que su tía se fuera a lavar las tazas, escuchó que su madre atendía elteléfono, y se levantó para guardar la espada en el armario. Grenio no le había dicho querenunciaba a su venganza, sólo que para hacerse justicia era tarde porque el instigadorde todo, Lug, había desaparecido. De todos modos, esperaba que el troga siguieraadelante del otro lado, cambiando la búsqueda de venganza por una vida.

Se dio vuelta cerrando la puerta del armario de un golpe, y otro hizo eco adentro. Seestaba cambiando la blusa cuando escuchó un nuevo golpeteo y giró sobre sí misma,angustiada. “¿Qué pasa ahora?” Alargó un brazo hacia el armario, aunque allí no habíanada, recién lo había comprobado. Temió que algo le saltara de adentro, al abrir la puertade par en par:

–¡Ah! –saltó hacia atrás, pero como había pensado, no había nada, y se reprendió–.Me estoy poniendo muy nerviosa, si sigo así...

Lo que se estaba moviendo adentro era la espada, que recién había empujado hacia elfondo y ahora su punta asomaba entre las cajas de zapatos. Se inclinó y tocó el metalcon sus dedos. La espada tembló y saltó en su lugar, Amelia respingó y cayó sentada,llevándose la mano a la boca para contener un grito.

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Se mordió un dedo, absorta. Pensó un minuto; en el cual la espada permaneció quieta.

–¿Eres tú? –le susurró, comprobando primero que estaba sola–. ¿Lug, estás ahí?Como respondiendo o reaccionando a su voz, la hoja se sacudió. Amelia, a toda prisa,

tomó el tapado en el que había estado envuelta, lo puso sobre la espada, la empujó haciadentro rogándole que se quedara quieto, cerró el ropero y se apoyó de espaldas contra lapuerta.

Agitada como si hubiera corrido cien metros, todo fue encajando en su cabeza: poralguna inexplicable razón, la conciencia del kishime que Grenio odiaba, después deabandonar el cuerpo troga, había sido atraída hacia esa espada, y pensando que elladebía tenerla porque pertenecía a Claudio, el troga se la había cedido. Su madre laestaba llamando. Amelia se puso unos jeans y salió del cuarto para continuar con su vida.

FIN

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