A Punta de Espada de Ellen Kushner

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La Ribera, hogar de carteristas

prostitutas, es el barrio bajo de unaciudad sin nombre dominada por e

Consejo de los Lores. Allí acude

os aristócratas de incógnitoabandonando sus suntuosa

mansiones en la Colina, para

contratar a los implacable

espadachines que se baten po

ellos en los duelos, una forma

sofisticada de asesinato legal que

sirve tanto para satisfacer el orgulloherido como para eliminar a u

oponente político. Richard de Vier

que no puede desenvainar s

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espada sin derramar sangre, es e

mejor espadachín de su época,

sus servicios son muy cotizado

entre los poderosos. Pero a

negarse a aceptar el encargo de u

noble influyente, se convierte e

objeto de sus intrigas, lo queamenaza con poner un súbito fina

a su brillante carrera. Ellen Kushne

es una de las autoras márespetadas de la fantasía, y con A

punta de espada ha creado

mediante un estilo ingenioso erónico un mundo vívido y uno

personajes magníficos y alocado

que resultan inolvidables.

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Ellen Kushner

 A punta de

espada

ePub r1.3

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Kundalpanico 07.12.13

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Título original: Swordspoint Ellen Kushner, 1987Traducción: Manuel de los Reyes

Editor digital: KundalpanicoPrimera edición: DemesePub base r1.0

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Para Mimi, que estuvo allí desde el principio.

El hombre desea lo Bueno.

PLATÓN

«Todos tenemos defectos», dijo, «yel mío es ser malvado.»

JAMES THURBER , The ThirteenClocks

Al final… se averiguará que escierto todo lo que se dice de todos.

LAURENCE DURRELL, Balthazar 

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Capítulo 1

Caía la nieve sobre la Ribera, grandeborlas blancas que velaban las grietaen las fachadas de sus casas en ruinas

suavizando lentamente los durocontornos de tejados aserrados y vigacaídas. Los aleros estaban redondeadode nieve, superponiéndose, abrazándose

fluyendo unos en otros, cubriendo casaque se arracimaban como la aldea de ucuento de hadas. Pequeñas cuestas d

nieve anidaban en los listones dpostigos acogedoramente cerradoodavía frente a la noche. Empolvaba la

bocas de fantásticas chimeneas qu

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emergían en espiral de tejadoescarchados, y formaba picos blancos eel relieve de los viejos escudos darmas tallados sobre los portales. Sólaquí y allá una ventana, con su cristaroto hacía tiempo, se abría como un

boca negra de dientes torcidosatrayendo la nieve a sus fauces.

Que comience el cuento de hada

una mañana de invierno, en tal caso, couna gota de sangre recién caída en lnieve marfileña: una gota tan brillant

como un rubí bien cortado, roja comuna solitaria mancha de clarete en upuño de encaje. Y lo que de aquí ssigue, por consiguiente, es que el ma

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acecha detrás de cada ventana rotamaquinando malicia y encantamientomientras que detrás de los postigocerrados los justos duermen sus sueñoa esta temprana hora en la RiberaPronto despertarán para ocuparse de su

quehaceres; y uno, tal vez, será taadorable como el día y estará armadocomo lo están los justos, par

enfrentarse a un triunfo predestinado…

***

Pero no hay nadie tras las ventanarotas; tan sólo rachas de nieve cruza

os suelos de tablas desnudas. Lo

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propietarios de los escudos de armahace mucho tiempo que renunciaron odos sus poderes sobre las casas qu

blasonan y se trasladaron a la Colinadesde donde pueden divisar toda lciudad. Ya no hay rey que los gobierne

para bien o para mal. Desde la Colinaa Ribera es un borrón diminuto entr

dos orillas, un barrio desagradable e

una próspera ciudad. Quienes ahora lhabitan gustan de considerarsmalvados, pero en realidad no so

peores que nadie. Y esta mañana se hvertido ya más de una gota de sangre.La sangre yace en la nieve de u

simétrico jardín de invierno, ahor

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pisoteado y embarrado. Hay un hombrmuerto, con la nieve rellenándolohuecos de sus ojos, mientras otro sretuerce, gruñendo, dejando pequeñocharcos de sudor en la tierra congeladaesperando que venga alguien a ayudarlo

El héroe de este pequeño cuadrviviente acaba de saltar por encima demuro del jardín y corre como loco haci

a oscuridad mientras ésta dure.La nieve que caía le dificultaba l

vista. La pelea no lo había dejado si

aliento, pero sentía la piel ardiente sudorosa, y el corazón martilleaba en specho. No le hizo caso y se dirigió a lRibera, donde no era probable que nadi

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o siguiera.Podría haberse quedado, si hubier

querido. El duelo con espadas habísido de lo más impresionante y lonvitados de la fiesta se había

entretenido. La fiesta del jardín d

nvierno y su resultado darían que habladurante semanas. Pero si se quedaba, eespadachín sabía que le ofrecerían vin

  ricos pasteles, y que le haríapreguntas aburridas sobre su técnica, preguntas complicadas sobre quié

había organizado la pelea. Siguicorriendo.Bajo su capa tenía la camis

salpicada de sangre, y la Guardi

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querría saber qué estaba haciendo en lalto de la Colina a esa hora. Estaban esu derecho; pero su profesión le impedíresponder, así que dobló esquinas recuperó el aliento en los portales hastque hubo dejado atrás los esplendore

de la Colina, abriéndose paso ciudaabajo. Despuntaba el alba cuando llegal río, que fluía con un verde turbio baj

el Puente. Allí no lo esperaba nadie pardarle el alto, de modo que pasó sobre lpiedra, atravesando montones de nieve

as revueltas huellas de otrorabajadores nocturnos que habíalegado antes que él, hasta que hub

puesto el río prudentemente entre él y e

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resto de la ciudad. Se encontraba ahoren la Ribera, donde la Guardia nunca satrevía a pisar. Aquí la gente lo conocí no lo molestarían.

Pero cuando abrió la puerta de scasera había un considerable gentí

reunido, y todos querían saber sobre lpelea. Otros habitantes de la Riberhabían estado en la Colina también es

noche, saqueando hogares y recabandrumores, y las habladurías ya se habíadisparado. El espadachín contestó a su

preguntas tan educadamente como fucapaz, abrumado de repente por lextenuación. Dio su camisa a Marie parque la lavara y subió las escaleras hast

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sus aposentos.Menos de una hora antes, Marie, l

prostituta y lavandera que tambiéalquilaba habitaciones por semanasacía roncando suavemente entre lo

brazos de un apreciado cliente, ajena a

nminente alboroto. Su amigo era uantiguo marinero, ahora acuñador dmonedas, cuya pierna de mader

apoyaba al alcance de la mano contra ecabecero de la cama. Era el quinto último de la noche, y ella, menos jove

que antaño, siguió dormida cuandempezaron a aporrear sus postigos. Emarinero se agitó intranquilo, soñandcon tormentas. Cuando los golpe

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arreciaron, Marie se incorporó con ugrito, antes de chillar al sentir el frífuera de la manta.

 —¡Marie! ¡Marie! —La voz del otrado del postigo sonaba amortiguad

pero insistente—. ¡Abre y cuéntanosl

odo!Marie suspiró. Debía de tratarse d

De Vier de nuevo: cada vez que e

espadachín tramaba algo acudían a ellpara averiguar los detalles. Esta vezpor enojoso que resultara admitirlo, n

estaba al corriente de ellos aunqueclaro está, eso no tenía por qué saberlnadie. Con la risa que siempre la habíhecho popular, Marie se levantó

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descorrió el cerrojo de la casa.Su marinero se acurrucó en un

esquina de la cama mientras entraban eropel los amigos de Marie

adueñándose de la habitación con ldesfachatez que da la confianza. Era e

cuarto adecuado para alternar, puehabía sido el salón principal cuando lcasa pertenecía a un noble de la ciudad

Los querubines pintados en el techenían flecos de humedad; pero la mayo

parte de la moldura con forma de hoja

de laurel seguía enmarcando laparedes, y la chimenea era de auténticmármol. Los amigos de Mariextendieron sus capas mojadas sobre e

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escritorio dorado, al que ahora lfaltaban todos los cajones, y sobre lsilla de terciopelo turquesa en la qunadie podía sentarse por culpa de lnestabilidad de sus patas. Luci

Relámpago convenció al fuego para qu

prendiera y Sam Bonner sacó una jarrde algo que hizo que el marinero ssintiera mucho mejor.

 —Verás —dijo Sam, pensativo—esta vez tu De Vier ha ido y se hcargado a un duque.

Sam Bonner era un antiguo ratercon una inoportuna afición a la botellaHacía ya media hora que repetía lmismo y sus amigos empezaban

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cansarse de corregirlo. —El duque no, Sam —volvió

ntentarlo uno de ellos—. Es uempleado del duque. Mató a doespadachines, entiendes, en el jardín deduque.

 —No, no, en el jardín de lord HornTres espadachines, he oído —aseverotro—, y de una fuente de sum

confianza. Dos muertos, un herido, ¡y saceptan apuestas sobre si llegará vivo mañana!

 —¡Veo!Marie estaba sentada en la cama coas mantas envolviéndole los pies

dejando que las apuestas y las riñas s

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arremolinaran a su alrededor. —¿Quién ha muerto? —Lynch… —De Maris… —Ni un solo rasguño… —El jardín de Horn…

 —¿Contrató a De Vier? —De Vier no, Lynch… —Herido…

 —Moribundo… —¿Quién paga a De Vier? —Horn…

 —El duque… —El diablo… —¿Cuánto? —Más de lo que verás en tu vida…

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Seguía entrando un reguero de gentesumándose al clamor.

 —De Vier ha sido asesinado… —Capturado… —Cinco contra uno…Apenas sí se percataron cuand

entró otro hombre y tomó asientsilenciosamente cerca de la puerta. SaBonner bramaba:

 —¡Bueno, pues yo afirmo que es emejor espadachín de esta condenadciudad! No, miento… ¡del mundo!

El joven sentado junto al umbrasonrió y dijo: —Disculpad. ¿Marie?Era más joven que la mayoría de lo

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presentes; de cabellos oscuros, medianaltura, con las mejillas sucias cubiertas por una sombra de barba.

 —¿Quién demonios es ése? —gruñSam Bonner.

 —El mejor espadachín del mund

—respondió Lucie Relámpago codisculpable malicia.

 —Perdona que te moleste —dijo e

espadachín a Marie—, pero ya sabecómo se incrustan las manchas. —Squitó la capa, revelando una camis

blanca sucia de sangre. Se sacó lcamisa por la cabeza y la tiró en urincón. Por un momento, el olor férricde la sangre se impuso al del whisky

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a lana mojada—. Puedo pagarte lsemana que viene —dijo—. Hconseguido algo de dinero.

 —Oh, por mí no te preocupes —dijMarie con displicente indiferenciaalardeando.

El joven se disponía a marcharsepero lo detuvieron gritando su nombre:

 —¡De Vier!

 —¡De Vier! Entonces, ¿quién hmuerto?

 —De Maris —respondió secament

—. Y puede que Lynch, a estas alturasPor favor, si me disculpáis. Nadie alargó la mano para frenarl

mientras cruzaba el umbral.

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***

El olor del pescado frito hizo que aespadachín le rugieran las tripas. Era eoven caballero, el estudiant

universitario, embozado en su túnica derudito, el que revoloteaba como umurciélago negro sobre la sartén en lornamentada chimenea.

 —Buenos días —dijo De Vier—Has madrugado.

 —Siempre me levanto temprano

Richard. —El estudiante no se dio lvuelta—. Eres tú el que siempre squeda levantado hasta tarde matand

personas. —Su voz era el acostumbrad

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arrastrar de palabras, frío, provocadoen su desinterés. El acento, con susecas consonantes y alargadas vocalesdevolvió a Richard a la Colina: por umomento volvió a estar agazapado entros arbustos con formas de animales de

ardín de recreo, oyendo los mismoonos que resonaban en el aire

procedentes de los invitados a la fiest

—. ¿Qué pobre alma ha sido esta vez? —Un par de espadachines, tan sólo

Se suponía que iba a ser un duelo co

Hal Lynch, creo que ya te lo dijeuestros clientes lo organizaron parque tuviera lugar en esta demenciafiesta en el jardín de lord Horn. ¿T

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maginas celebrar una fiesta al aire librcon este tiempo?

 —Se cubrirían con pieles. Yadmirarían el paisaje.

 —Supongo. —Mientras hablaba, eespadachín estaba limpiando su arma

Era un estoque de duelo ligero flexible, de un tipo que sólo él, con sreputación y sus reflejos, podía pasea

por la Ribera con autoridad—. Secomo fuere, empezó Lynch, y entoncesalió De Maris de los arbustos y s

precipitó sobre mí. —¿Por qué?Richard suspiró. —¿Quién sabe? Es el espadachín d

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a casa de Horn; a lo mejor pensó questaba atacando a su señor. En cualquiecaso, Lynch se hizo a un lado y yo maté De Maris. Estaba bajo de forma —añadió, bruñendo la hoja con un pañsuave—. Lynch sí que era bueno

siempre lo ha sido. Pero nuestroclientes querían que siguiéramodespués de la primera sangre, así qu

creo que lo maté. Creo… —Frunció eceño—. Fue una estocada torpe. Resbalen el hielo viejo.

El joven revolvió el pescado. —¿Quieres un poco? —No, gracias. Me voy directo a l

cama.

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 —Bueno, frío está asqueroso —dijcon satisfacción el erudito—. Tendrque comérmelo todo yo solo.

 —Adelante.De Vier pasó a la habitació

contigua, que contenía un arcón de rop

donde guardaba además sus espadasenvueltas en hule encerado, y una camgrande profusamente tallada. Habí

comprado la cama la última vez quuvo dinero; la había visto en un puest

del mercado en la Ribera, repleto d

cachivaches rescatados de las casaantiguas, y se había encaprichado della.

Contempló la cama. No parecía qu

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hubiera dormido nadie en ella. Curiosoregresó a la habitación principal.

 —¿Qué tal te ha ido la noche? —preguntó. Reparó en el par de botamojadas que había de pie en un rincón.

 —Bien —respondió el erudito

impiando meticulosamente las espinade su pescado—. ¿No habías dicho questabas cansado?

 —Alec —dijo Richard—. No enada seguro que te pasees por ahí tsolo, de noche. La gente se vuelve loca

  no todo el mundo sabe todavía quieeres. —Nadie sabe quién soy. —Ale

entrelazó sus largos dedos en su cabell

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con expresión soñadora. Tenía el pelfino y castaño como las hojas, y caísobre la espalda en la larga coleta quera el emblema desafiante de loeruditos universitarios. Había llegado a Ribera en otoño, y su ropa y su acent

eran lo único que indicaba su lugar dorigen—. Mira. —Los ojos de Alecvueltos hacia la ventana, eran oscuros

verdes, como el agua bajo el Puente—Sigue nevando. Uno puede morir en lnieve. Siente frío, pero no le duele nada

Dicen que se siente cada vez más calor luego te quedas dormido… —Podemos salir más tarde. S

alguien intenta matarte, será mejor qu

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me lo digas. —¿Por qué? —No puedo consentirlo —dijo e

espadachín—. Echaría a perder mreputación. —Bostezó—. Espero qupor lo menos llevaras encima t

cuchillo. —Lo he perdido. —¿Otra vez? Bueno, no importa. T

conseguiré otro cuando reciba el dinerdel combate. —De Vier sacudió lobrazos y los flexionó contra la pared—

Si no me acuesto enseguida, empezaré despejarme y después me sentiré comuna piltrafa el resto del día. Hastmañana, Alec.

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 —Buenas noches, Richard. —La voera lenta y divertida; naturalmente, yera de día. Pero estaba tan exhausto que daba lo mismo. Dejó su espada cerc

de la cama, como hacía siempreMientras se adormilaba, le pareció ve

una serie de imágenes blancas, escenaesculpidas en la nieve. Jardinecubiertos de escarcha, con las rama

colmadas de rosas blancas y espinas dcristal; damas de vaporosos cabelloespolvoreados de azúcar escoltadas po

galanes de marfil; y, para él, adversarioarmados con largas y brillantes espadade hielo claro y resplandeciente.

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notas redactadas en papeles de coloresperfumados y doblados, leídas compuestas en diversos estados ddesnudez sobre tazas de rico chocolate crujientes triángulos de tostadas (toda lcomida que se podía asimilar tras un

noche de juerga); pero la mañanposterior al duelo en el jardín, con losucesos de la noche listos para se

comentados, nadie tenía la paciencia desperar una respuesta, por lo que lacalles estaban desacostumbradament

atestadas de carruajes y peatones dpostín.El duque de Karleigh se había ido d

a ciudad. Según se había podid

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averiguar, el duque había abandonado lfiesta de lord Horn cuando todavía nhacía ni una hora de la pelea, había ida su casa, llamado a su carruaje a pesade la nieve y partido antes del alba edirección a la hacienda que tenía en e

sur sin decir una palabra a nadie. Eprimer espadachín que se habíenfrentado a De Vier, un hombr

lamado Lynch, había muerto en torno as diez de esa mañana, de modo que n

se le podía preguntar si lo habí

contratado Karleigh para el dueloaunque la repentina partida del duquante la derrota de Lynch así parecíconfirmarlo. De Vier se había esfumad

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en la Ribera, pero se esperaba ququienquiera que lo hubiera empleadsaliera de un momento a otro a la lupara reclamar la distinguida y elegantvictoria sobre Karleigh. Hasta emomento, nadie había roto el silencio.

En el ínterin, lord Horn estabarmando un buen escándalo por el usque se había dado a sus jardines, y n

digamos la pérdida del espadachín de scasa, el impetuoso De Maris; pero esocomo hizo ver lady Halliday a l

duquesa de Tremontaine, significaba nmás ni menos lo que se suponía qusignificaba. Sin duda Horn estabntentando prolongar la notoriedad d

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que había investido el suceso a su, poo demás, ordinaria fiesta durante tantiempo como le fuera posible. Las do

damas habían estado allí, junto con lmayor parte de los mayores aristócratade la ciudad, muchos de los cuales s

sabía que habían discutido con Karleigen uno u otro momento.

 —Por lo menos —dijo la duquesa

adeando su elegante cabeza—, parecque nos hemos librado de milorKarleigh para el resto del invierno. N

puedo agradecer lo bastante ese servicia su misterioso oponente. Qué hombrmás odioso. ¿Sabes, Mary, cómo mnsultó el año pasado? Bueno, mejor qu

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no lo sepas; pero te garantizo que no lolvidaré nunca.

Mary, lady Halliday, sonrió a scompañera. Las dos mujeres estabasentadas en la soleada habitación de lmañana de la casa que tenía Halliday e

a ciudad, bebiendo diminutas tazas dchocolate amargo. Ambas estabaataviadas con ondeantes metros d

suaves y exquisitos brocados, lo que leconfería el aspecto de dos diosasurgidas de la espuma. Sus peinados, e

uno castaño y el otro platino, erampecables, delicadamente depiladasus cejas. Las yemas de sus dedosredondas y suaves, asomaban sin cesa

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entre los encajes como pequeñaconchas rosas.

 —De modo —concluyó la duques— que no es de extrañar que por fialguien se sintiera lo bastante afrentadcomo para echarle encima a De Vier.

 —No precisamente encima —lcorrigió Mary Halliday—. A fin dcuentas, el duque tuvo tiempo d

buscarse otro espadachín que aceptarel desafío.

 —Lástima —gruñó la duquesa.

Lady Halliday sirvió más chocolatemusitando: —Me pregunto a qué se deberí

odo. De tratarse de algo ingenioso

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divertido, la discusión no se habrímantenido tan en secreto… Como eúltimo duelo del pobre Lynch, cuando eprimogénito de lord Godwin lo contratpara enfrentarse al campeón de Monteitacerca de cuál de sus amantes era má

bella. Eso estuvo bien; aunque claro, nfue a muerte.

 —Los duelos sólo son a muert

cuando lo que hay en juego es una destas dos cosas: poder o dinero.

 —¿Qué hay del honor?

 —¿Qué se puede comprar cohonor? —preguntó cínicamente lduquesa.

Lady Halliday era una joven tímida

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callada desprovista del popular talentpara las conversaciones ingeniosas dsu amiga. Solía mantener la voz bajasuave el discurso; justo lo que todos lohombres afirmaban buscar en una mujeraunque luego no los atrajera tanto en lo

salones. Sin embargo, se decía que sboda con el viudo Basil, lord Hallidaycélebre aristócrata de la ciudad, habí

sido un matrimonio por amor, por lo qua sociedad estaba preparada par

atribuirle características ocultas. N

era, de hecho, estúpida bajo ningúpretexto, y si respondía a la duquesa cocavilosa parsimonia era tan sólo porquestaba, como tenía por costumbre

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midiendo sus palabras frente a las ideaque las respaldaban.

 —Creo que el honor se emplea parndicar tantas cosas distintas que nadi

puede estar seguro de lo que significrealmente. Sin duda el joven Monteit

afirmó que daba su honor por restañadcuando Lynch ganó la pelea, mientraque, en privado, Basil me confió qu

consideraba todo aquel asunto unnecesario ejercicio de escándalo.

 —Eso se debe a que el jove

Monteith es un idiota, y tu marido uhombre sensato —dijo con firmeza lduquesa—. Supongo que lord Hallidave con mejores ojos este duelo d

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Karleigh; al menos se ha conseguidalgo práctico.

 —Más que eso —dijo lady HallidayHabía bajado la voz y se inclinó un pocsobre las fíbulas de encaje hacia samiga—. Le complace enormemente qu

Karleigh haya abandonado la ciudad. Ysabes que el Consejo de los Lores eligde nuevo a su presidente esta primavera

Basil quiere salir reelegido. —Y en justicia —dijo rotundament

Diane—. Es el mejor Canciller de l

Creciente que ha tenido la ciudad edécadas… El mejor, dicen algunosdesde la caída de la monarquía, lo ques un cumplido por demás generoso

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¿No esperará ninguna complicación esu reelección?

 —Eres muy amable. La ciudad ladora, por supuesto… pero… —Snclinó todavía más, sosteniendo su taz

de porcelana a una distancia segura—

Debo confesarte una cosa. Lo cierto eque abundan las complicacionesMilord… Basil… ha ostentado l

Creciente tres veces consecutivas. Peral parecer hay una ley que establece qunadie puede ocupar el cargo durant

cuatro períodos seguidos. —¿Sí? —dijo vagamente la duques—. Qué contrariedad. En fin, seguro qua nadie le importa.

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 —Milord espera someterlo votación en primavera. El Consejo epleno podría decidir anular la ley eeste caso. Pero el duque de Karleigleva todo el invierno haciend

contactos subrepticiamente, recordand

a ley a todo el mundo, propagando todipo de disparates sobre el peligro qu

entraña demasiado poder en las mano

de un solo noble. Como si milorquisiera utilizar ese poder… ¡cómo spudiera, cuando dedica todas sus fuerza

a mantener unido el estado! —La taza dady Halliday repicó sobre su platillo; lenderezó y dijo—: Comprenderás poqué complace a milord la marcha d

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Karleigh, siquiera por un par de meses. —Sí —dijo en voz baja la duques

—; supuse que lo complacería. —Pero, Diane… —Lady Hallida

apresó su mano de improviso en uelocuente siseo de encajes—. Tal vez n

baste con eso. Estoy tan preocupa daDebe conservar la Creciente, no hhecho sino empezar a conseguir lo qu

se proponía; perderla ahora, siquierpor un mandato, supondría un mazazremendo para él y para la ciudad

Posees Tremontaine por derecho propiopodrías votar en el Consejo squisieras…

 —Calma, Mary… —Sonriendo, l

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duquesa soltó su mano—. Sabes qununca me meto en política. El difuntduque no lo habría querido.

Cualquier súplica añadida quhubiera podido hacer lady Halliday fuprevenida por el anuncio de otros do

nvitados, los Godwin, que fueropresentados con la mayor prontitud.

 No era habitual que lady Godwi

estuviera en la ciudad en invierno; eruna entusiasta de la campiña y, superada esa etapa de la vida en que lo

deberes sociales requerían su presencien la ciudad, pasaba la mayor parte dsu tiempo junto a su maridosupervisando la gran casa y los terreno

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que poseían los Godwin en AmberleighLa responsabilidad de representar lontereses de la familia en la ciudad y e

el Consejo de los Lores recaía sobre eheredero de lord Godwin, su único hijoMichael. El nombre de lord Michae

estaba rodeado de la agradable aura descándalo que le corresponde a un jovenoble que no tenía por qué tene

demasiado cuidado con lo que decíasobre él. Era un joven excepcionalmentapuesto, y él lo sabía. Sus relacione

eran numerosas, pero siempre dentro debuen gusto; se podía decir que eran suexcesos sociales más distinguidos, pueevitaba los del juego, las peleas y l

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cabeza inclinada: —Qué encantador resulta encontra

un joven dispuesto a visitar a unadamas a una hora decente y de formconvencional.

 —Apenas decente —la corrigi

Mary Halliday— con nosotras vestidaodavía en ropa de mañana.

 —Un atuendo tan adorable que n

deberíais cambiaros nunca —le estabdiciendo Lydia Godwin; y a Diane—Por supuesto, ha sido muy bie

educado… y la ciudad no ha alteradsus modales, diga lo que diga su padrePuedo fiarme de ti, ¿verdad, Michael?

 —Desde luego, madame —

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respondió automáticamente ante su tonde voz. No había oído nada desde ecomentario de la duquesa, ácido picante. Le sorprendía que una mujer dsu rango estuviera lo bastante acorriente de sus aventuras como par

hacer una observación tan aguda, y lmpresionaba la audacia que demostrab

al hacerla delante de las demás. La

mujeres estaban hablando ahora de lestación y de los cultivos de cereales dsu padre, mientras él la recorría con su

ojos de largas pestañas. Era hermosadelicada y elegante, con la auténticfragilidad aristócrata que todas lamodernas damas de la ciudad s

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esforzaban por afectar. Sabía que debíde estar más cerca de la edad de smadre que de la de él. Su madre shabía permitido sucumbir a la gorduraLa hacía parecer cómoda; esta señorparecía cautivadora. De repente Dian

cruzó la mirada con él. Se la sostuvo poun momento, imperturbable, antes dvolverse hacia su madre y decir:

 —¡Y ahora, sin duda, estádisgustada por haberte perdido el bailde invierno de Horn! Yo a punto estuv

de padecer una jaqueca en el últimminuto, pero ya había encargado evestido y, ¿dónde si no va a vestir unde blanco en esta época del año? ¡Pobr

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Horn! ¡He oído que alguien va diciendpor ahí que fue él mismo el que contratdos espadachines, para entretener a sunvitados!

 —No será un «alguien» muconsiderado —intervino lord Michae

—, si tenemos en cuenta cómo formequipo el espadachín de su casa comaese Lynch frente a De Vier…

 —¡Qué a pesar de todo salivictorioso! —le interrumpió su madr—. Desearía haberlo visto. Teng

entendido que cada vez resulta mácomplicado emplear a De Vier para qucombata por uno. —Suspiró—Últimamente a los espadachines se le

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está subiendo el éxito a la cabeza, o eshe oído. La primera vez que vine a lciudad, lo recuerdo, había un hombrlamado Stirling… uno de los hombre

más ricos de la calle Teviot, con uncasa enorme y jardines… er

espadachín, uno de los mejores, recibía un pago acorde. Pero nadie teníque preguntarle si le apetecía luchar u

día en concreto; se le enviaba el diner él hacía su trabajo.

 —Madre —le tomó el pelo Michae

—, ¡no sabía que fueras una apasionadde la esgrima! ¿Quieres que busque a DVier para tu cumpleaños?

 —Vamos, ¿con quién iba a combati

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en Amberleigh? No seas ridículo, tesor—dijo ella con afabilidad, dándole unpalmadita en la mano.

 —Además —dijo lady Halliday—es más que probable que no aceptcumpleaños. —Sus amigas pareciero

sobresaltarse ante este pronunciamientoviniendo de ella—. Bueno, habréis oída historia, ¿no es así? ¿Acerca de lor

Montague y la boda de su hija? —Parsu consternación respondieron que no lhabían oído, y se vio obligada

comenzar—: Era su única hija, veréisasí que no le importaba el precio, querícontratar al mejor espadachín para quformara parte de la guardia ante e

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altar… Pero si fue el verano pasadoseguro que habéis… Oh, está bien. DVier había combatido antes parMontague, de modo que hizo llamar ahombre a su casa… bueno, a su estudiosupongo… para pedírselo como e

debido, sin que nadie pensara que habíalgo turbio detrás… no hace falta que odiga lo nerviosa que se pone la gent

con las espadas antes de una boda… asque Montague le ofreció el trabajo, purformalidad, ni siquiera tendría que hace

nada. Y De Vier lo miró, con todcortesía, por lo que nos dijo Montague  respondió: «Gracias, pero ya n

acepto bodas».

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Lady Godwin meneó la cabeza. —Lo que os decía. Stirling sí qu

hacía bodas; estuvo en la de JuliHetley, me acuerdo. Quise que estuvieren la mía, pero para entonces ya huirímuerto. Ahora no sé a quié

contratamos. —Milady —dijo Michael, con es

sonrisa maliciosa que ella siempre habí

encontrado irresistible—, ¿deberíempuñar la espada para complacerosPodría contribuir a aumentar la fortun

de la familia. —Como si necesitara contribucióalguna —dijo secamente la duquesa—Supongo que así te ahorrarías los gasto

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de contratar un espadachín para quibrara tus inevitables disputa

románticas, milord. Pero ¿no eres upoco mayor como para empezar aprender ahora?

 —¡Diane! —farfulló su madre. Est

vez él dio gracias por su rápidntervención. Pugnaba por reprimir s

sonrojo, uno de los inconvenientes de s

ez pálida. Aquella dama era demasiadatrevida, aprovechaba la confianza cosu madre para burlarse de él… N

estaba acostumbrado a las mujeres a laque no les importaba agradarle—Michael, pensar siquiera algo asdemuestra que eres un cabeza d

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chorlito y, Diane, no debes incitarlo uchar, seguro que con sus amigos l

basta y le sobra. Oh, sí, sin duda a lorGodwin le encantaría enterarse de qusu heredero empuña la espada como sde un matón callejero cualquiera s

ratara. Nos encargamos de que tuvieraoda la formación necesaria cuando era

pequeño. Luces tu espada de adorno co

garbo, sabes bailar sin enredarte lapiernas en ella, y eso debería sesuficiente para cualquier caballero.

 —Ahí tenemos a lord Arlen —dijady Halliday—. No me diréis que no eun caballero.

 —Un excéntrico, eso es lo que e

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Arlen —dijo con firmeza lady Godwi—, y notablemente anticuado. Segurque a ningún joven de la edad dMichael se le pasaría algo así por lcabeza.

 —Seguro que no, Lydia —decía co

alante conciliador la exquisita duques—. Y además, lord Michael es uhombre con estilo. —Para sorpresa de

aludido, la mujer le sonrió, cálida directamente—. Sé de hombres quserían capaces de hacer lo que fuera co

al de molestar a sus padres. Qué suertienes, Lydia, al tener un hijo en el qupoder confiar que siempre te respetaráEstoy segura de que no podría hablar e

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serio de empuñar la espada, como nharía ninguna otra cosa tan igualmentridícula… Asistir a la Universidad, poejemplo.

La conversación derivó hacivástagos famosos, privando eficazment

a Michael de intervenir en ella. En otrmomento habría escuchado ávidamente con cierta diversión mientras hablaba

de varios de sus amigos y conocidospara poder acumular anécdotas qurepetir en las partidas de cartas. Per

aunque no se reflejaba nada de ello esu porte agradable y su rostro atractivoord Michael se sentía taciturno po

momentos y se preguntaba de qu

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manera podría escabullirse sin ofender su madre, a la que había prometidacompañar en todas y cada una de suvisitas del día. El grupo de mujeres, quno hacían ningún esfuerzo por incluirloo hacía sentir no tanto como si volvier

a ser un niño —pues había sido un niñmuy apuesto y los adultos siempre shabían parado a contemplarlo— sin

como si se hubiera topado con un corrde desconocidas, todas ellas charlandanimadamente en un idioma extranjero;

como si fuera un fantasma en el cuarto, un mueble tan inútil como falto dnterés. Aun la fascinante duquesa, pes

a resultar evidente que no era ajena a s

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nterés, optaba por racanearle satención. En estos instantes, poejemplo, parecía estar mucho máabsorta en la serie de historias questaba relatando su madre acerca de unde sus lunáticos primos. Puede qu

pronto volviera a verla, ecircunstancias más favorables. Sólpara renovar el contacto, desde luego

encontraba emocionante la posesividade su nueva aventura y aún no estabdispuesto a prescindir de ella.

Retomaron, por fin, la mánteresante cuestión de si lord Horhabría tenido algo que ver con ecombate en sus jardines. Michael pud

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acotar juiciosamente: —Bueno, espero que est

posibilidad no llegue a oídos de HornEs probable que se sienta agraviado contrate otro espadachín para ocuparsde los chismosos.

Las finas cejas de la duquesa salzaron en arcos gemelos.

 —¿Oh? ¿Estás íntimament

familiarizado con el caballero y sucostumbres?

 —No, madame —respondió él

disimulando con un alarde de sorpresa incomodidad que le producía sdesafío—. Pero sé que es un caballerono creo que le entusiasmara la idea d

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que habría enfrentado intencionadamentdos espadachines contra uno, ya fuera edisputa privada o para agradar a sunvitados.

 —Bueno, probablemente en esengas razón —concedió la duquesa—

anto si lo hizo realmente como si noHorn ha mimado tanto su reputación eos últimos años… Seguramente negarí

ser un ladrón de miel aunque lo pillaracon los dedos dentro del tarro. Ermucho más simpático cuando todaví

enía algo en que ocupar su tiempo. —¿Es que ahora no está tan atareadcomo cualquier otro noble? —preguntady Halliday, convencida de que se l

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escapaba alguna conexión de vitamportancia. Lydia Godwin no dij

nada, sino que se limitó a mirarse lonudillos con el ceño fruncido.

 —Por supuesto —dijgenerosamente Diane—, tú todavía n

habías venido a la ciudad, MaryQuerida, cómo nos confunden lo

rumores! No sabrás que hace unos año

ord Horn era la belleza del lugarConsiguió llamar la atención de lorGaling, que Dios lo tenga en su gloria

quien por aquel entonces estabacumulando peso en el Consejo, aunquno tenía muy claro qué hacer con éHorn se lo explicó. Formaron un

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poderosa combinación durante algúiempo, Horn con su ambición y Galin

con su talento. Llegué a temer… al iguaque mi esposo, desde luego… quGaling pudiera ser elegido CancillerPero Galing murió, en buena hora, y l

nfluencia de Horn se ha desvanecidoEstoy segura de que eso lo mortificaSeguramente sea ése el motivo de qu

nsista en celebrar unas fiestas taostentosas. Su estrella se ha apagaddefinitivamente: le falta el dinero par

seguir entregándose a suextravagancias. ¡Tampoco es que lorHalliday quiera enfrentarse a mádistracciones, claro que no!

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Mary Halliday esbozó una sonrisprimorosa, con el color de sus mejillareflejando las cintas rosas de su gorroLady Godwin levantó la cabeza y dijono sin cierta brusquedad:

 —¿Cómo es, Diane, que parece

conocer las historias más desagradablesobre todos los habitantes de la ciudad?

 —Supongo —respondió alegrement

a aludida— que se debe a que abundaas personas desagradables. No sabes l

bien que haces quedándote e

Amberleigh, querida.Desesperado, Michael pensó: Comempiecen otra vez con la familia, mcaigo de la silla. Dijo:

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 —Estaba pensando, en realidad, eKarleigh. —La duquesa le obsequió cosu atención. Sus ojos lucían la platescarchada de las nubes de inviernoMichael sintió un delicado escalofrícuando lo acariciaron.

 —¿Estás seguro, en tal caso —dijocon voz baja y melodiosa—, de que fuel duque quien contrató a Lynch? —Er

como si hubiera dicho algcompletamente distinto, sólo para suoídos. Tenía los labios entreabiertos;

por fin vio, al mirarla, su propia bellezallí reflejada. Pero antes de que pudierresponder, su madre exclamó:

 —¡Pues claro que fue Karleigh! ¿Po

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qué si no abandonaría la ciudad primera hora de esta mañana, sidespedirse de nadie…? A no ser que ldejara una nota a Horn disculpándosporque su jardín sirviera para…

 —No es su estilo —comentó l

duquesa. —Entonces está claro —dijo triunfa

ady Godwin— que tenía que salir de l

ciudad por todos los medios. ¡Shombre perdió la pelea! Y De Viepodría seguir a sueldo de su oponente

Si Karleigh se quedara, podría tener quseguir contratando espadachines parhacer frente a De Vier, hasta que squedara sin dinero, o sin talentos. Y

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entonces tendría que vérselas con DVier en persona… y entonces, claro estápodría darse por muerto. El duque sabanto de esgrima como Michael, esto

segura. —Pues yo estoy segura —dijo l

duquesa, de nuevo con ese extraño tonde doble filo— de que lord Michaesabría qué hacer llegado el momento.

Algo aleteó en la base de la columndel joven. Resuelto, tomó el mando de lconversación. Se volvió directament

hacia la duquesa, hablando coconvicción, apelando a toda la confianzde quien está acostumbrado a quescuchen su opinión.

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 —Si os he de ser franco, madameno estoy seguro de que el duque dKarleigh contratara a Lynch. Mpreguntaba si no sería igual de probablque hubiera contratado a De Vier.

 —Oh, Michael —se impacientó s

madre—. ¿Por qué iba a irse de lciudad Karleigh si hubiera ganado shombre?

 —Porque seguiría asustado de lpersona que contrató a Lynch.

 —Interesante —dijo la duquesa. Su

ojos plateados parecieron agrandarsecomo los de un gato—. Y ncompletamente imposible. Se diría quu hijo, Lydia, comprende la situació

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mejor que cualquiera de nosotras.Sus ojos se habían apartado de él,

el irónico desdén había retornado a svoz. Pero Michael la había tenido por umomento; había gozado de su interéshabía conseguido que lo viera po

entero. Se preguntó qué era lo que habíhecho para perderla.

Se abrió la puerta del salón de l

mañana y entró sin anunciarse un hombralto, corpulento. Flotaba a su alrededoun aura de ejercicio físico y aire libre

enía el cabello negro alborotado, y eviento había realzado el color de sapuesto semblante. Al contrario quMichael, con su ceñido traje pastel, est

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hombre vestía ropa holgada y oscuracon botas salpicadas de barro hasta lomuslos.

El rostro de Mary Hallidaexperimentó una radiante transformacióal verlo. Como buena anfitriona y muje

educada que era, permaneció sentadentre sus invitados; pero sus ojobrillantes no se apartaban de su marido.

Basil, lord Halliday, Canciller de lCreciente del Consejo de los Loressaludó con una reverencia a la compañí

de su esposa, con una sonrisa frunciendsu rostro apergaminado.Lady Halliday se dirigió a él co

formalidad.

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 —¡Milord! No esperábamos quvolvieras tan pronto.

La sonrisa del hombre se ensanchde malicia y afectación.

 —Lo sé —respondió, acudiendo besarle las manos—. He venido a cas

directamente, antes incluso de ir nformar a Ferris. Tendría que haberm

acordado de que tendrías compañía.

 —Compañía que está encantada dveros —dijo la duquesa Tremontaine—aunque estoy segura de que lad

Halliday lo está más que nadie. No ladmitiría, pero creo que el imaginaropartiendo solo a caballo haciHelmsleigh para enfrentaros a un cordó

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de tejedores rebeldes alteraba sestabilidad.

Halliday se rio. —No se puede decir que fuera solo

Me llevé una tropa de la Guardia de lCiudad para impresionarlos.

Su esposa lo miró a los ojos preguntó con voz seria:

 —¿Cómo ha ido?

 —Bastante bien —contestó él—Tienen algunas quejas legítimas. La lanextranjera ha estado rebajando lo

precios, y el nuevo impuesto pesa sobras comunas más pequeñas. Tendré qudiscutirlo con milord Ferris. Os lcontaré todo, pero no antes de tiempo,

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el Canciller del Dragón se enfadará pono haber sido el primero en enterarse.

Lady Halliday frunció el ceño. —Sigo pensando que debería habe

do Ferris en tu lugar. El Fisco es taresuya.

Su marido le lanzó una fugaz miradde advertencia antes de decir coovialidad:

 —¡En absoluto! ¿Qué es un simplCanciller del Dragón comparado con eportavoz del Consejo de los Lores e

pleno? De este modo se sintierohalagados y creyeron que se les estabprestando la debida atención. Ahoracuando envíe a Chris Nevilleson par

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que redacte un informe completo, seráamables con él. Creo que el asuntquedará zanjado dentro de poco.

 —¡Bueno, eso espero! —dijo ladGodwin—. Imaginaos, una horda dejedores levantando sus lanzadera

contra una orden del Consejo.Michael se rio, imaginándose a s

amigo cabalgando hacia Helmsleigh e

uno de sus excelentes caballos. —¡Pobre Chris! ¿Por qué le asignái

odas las tareas desagradables, milord?

 —Se ofrece voluntario. Creo qudesea ser útil. —Te adora, Basil —dijo radiant

ady Halliday. Michael Godwin enarc

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as cejas y el color afloró a la cara della—. ¡Oh, no! Quiero decir… admira lord Halliday… su trabajo…

 —Cualquiera lo haría —dijcómodamente la duquesa—. Yo mismo adoro. Y si quisiera conseguir pode

político, está claro que procurarícolocarme a su lado. —Su amiga sonriagradecida por encima del borde de l

aza de chocolate tras la que se habíparapetado. Y Michael tuvo lmpresión, consternado, de qu

acababan de juzgarlo y considerarldeficiente—. De hecho —continurisueña la duquesa—, he estadamentándome por lo poco que lo veo…

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o a cualquiera de vosotras… cuando nestá rodeado de otros admiradoresCenemos todos juntos, en privadodentro de unas semanas. ¿Habéis oídhablar de los fuegos artificiales dSteele? Los va a lanzar sobre el río par

celebrar su cumpleaños. Promete seodo un espectáculo. Naturalmente, l

dije que no era la época adecuada de

año, pero me respondió que no podícambiar la fecha de su cumpleaños parcomplacer al tiempo, y siempre h

sentido una inusitada predilección poos fuegos de artificio. Entretendrán apopulacho y a los demás no darán algque hacer. Así que tendremos qu

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desempolvar nuestras barcazas dverano y salir al río a pasarlo en grandeEn la mía sin duda cabemos todos, creo que mi cocinera es capaz dorganizar un picnic tolerable; si noabrigamos todos no estará tan mal. —

Volvió su cautivadora sonrisa haciBasil Halliday—. Invitaré a lord Ferrismilord, sólo si los dos prometéis n

pasaros toda la velada hablando dpolítica… Y a Chris Nevilleson y shermana, creo. A lo mejor deberí

ncluir más hombres jóvenes, pargarantizar que lord Michael tengalguien con quien hablar.

El rubor de azoramiento de Michae

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se prolongó durante toda la retahila dagradecimientos. Consiguió ocultarlestirando sus medias. Un puño de encaje rozó la mejilla cuando la duquesa s

puso de pie junto a su madre, diciendo: —¡Oh, Lydia, qué lástima, tener qu

salir tan pronto de la ciudad! Espero quord Michael pueda representarte en m

picnic. —Michael se contuvo antes d

empezar a tartamudear una respuesta se limitó a levantarse y ofrecerle sasiento al lado de su madre. La duques

se hundió en él con la gracia de un sauc lo miró, sonriendo—. Vendréis, ¿no easí, milord?

Michael cuadró los hombros

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consciente de lo ceñido de su chaquetaa caída de sus mangas. La mano que l

ofrecía la mujer se posó en la suya comuna pluma, suave, blanca y esquivamentperfumada. Tuvo cuidado de rozarla tasólo con los labios.

 —A vuestro servicio, madame —murmuró, mirándola directamente a loojos.

 —Qué educado. —La duquesa ldevolvió la mirada—. Qué joven taencantador. En tal caso, os estar

esperando.

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Capítulo 3

Richard de Vier, el espadachín, sdespertó después ese mismo día, eplena tarde. La casa estaba en silencio

hacía frío en la habitación. Se levantó se vistió enseguida, sin molestarse eencender la chimenea del dormitorio.

Entró sin hacer ruido en el otr

cuarto, sabedor de qué tablas erapropensas a crujir. Vio la coronilla dAlec, acurrucado en una silla divá

cubierta de arpillera que era de sagrado porque tenía cabezas de grifoalladas en los apoyabrazos. Alec habí

encendido el fuego y acercado a él l

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silla. Richard pensó que estarídormido; pero entonces vio cómo smovía el hombro de Alec y oyó esusurro del papel cuando pasó lapáginas de un libro.

Se quedó apoyado en la pared u

momento, antes de coger una espada dentrenamiento con la punta roma empezar a atacar con ella l

descascarillada pared de escayolarazando arriba y abajo una línemaginaria con precisión rítmica

constante. Se produjo un contraataqudesde el otro lado del tabique: tregolpes de un puño pesado provocaroque se estremecieran los restante

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desconchones de pintura. —¿Queréis dejar de arma

escándalo? —exigió una voz a través da pared.

Richard bajó su espada con fastidio —Cuernos —dijo—, están en casa.

 —¿Por qué no los matas? —preguntó lánguidamente el hombre de lsilla.

 —¿Para qué? Marie loreemplazaría por otros iguales. Necesitel dinero del alquiler. Por lo meno

éstos no tienen críos. —Cierto. —Primero una largpierna y luego otra se descolgaron de lsilla para plantarse en el suelo—. E

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media tarde. Ha dejado de nevarSalgamos.

Richard lo miró. —¿A algún sitio en particular? —El Mercado Viejo —dijo Alec—

podría ser divertido. Si todavía estás d

humor, después de lo de esos dos.Richard cogió una espada má

pesada y se colocó el cinto. La idea qu

enía Alec de la «diversión» erbastante violenta. Empezó a acelerárselel pulso, no de forma desagradable. L

gente había aprendido a no meterse coél; ahora deberían aprender a no meterscon Alec. Lo siguió al aire de inviernoque era frío y cortante como una mañan

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de caza.Las calles de la Ribera estaban cas

desiertas a esa hora del día, y un espesmanto de nieve amortiguaba los sonidosLas casas más antiguas se habíaconstruido tan cerca unas de otras qu

sus aleros casi se tocaban por encima da calle, aleros elaboradamente tallado

que proyectaban sombras sobre lo

últimos desconchones de los escudos darmas pintados en las paredes debajo dellos. Ninguna carroza moderna podrí

ransitar entre las casas de la Ribera; sugentes caminaban y se ocultaban en lasinuosas callejuelas, y la Guardia nuncas seguía hasta allí. Los noble

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conducían sus espaciosos carruajes poas amplias avenidas iluminadas por e

sol de la parte alta de la ciudad, dejandos hogares de sus antepasados par

quien decidiera ocuparlos. Muchos ssorprenderían si supieran cuántos d

ellos seguían poseyendo derechos sobras casas de la Ribera; y muy poco

estarían dispuestos a cobrar el alquiler.

Alec olfateó el aire. —Pan. Alguien está haciendo pan. —¿Tienes hambre?

 —Yo siempre tengo hambre. —Eoven se arrebujó en su túnica derudito. Alec era alto y quizá demasiaddelgado, sin la robusta gracia de

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espadachín. Con las capas de ropa quhabía apilado bajo la túnica, parecía upaquete mal envuelto—. Hambre y fríoPor eso vine a la Ribera. Me harté desuntuoso esplendor de la viduniversitaria. Las copiosas comidas, la

rugientes chimeneas de las cómodaaulas… —Una ráfaga de viento barrió lnieve en polvo de un tejado y se la tiró

a cara. Alec maldijo con la elaboradfluidez de un estudiante—. ¡Qué lugamás estúpido para vivir! No me extrañ

que todo el que tenía dos dedos de frentse marchara de aquí hace tiempo. Lacalles son un perfecto cañón de viententre los dos ríos. Es como pedir que t

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congelen… Espero que te paguen prontpor ese ridículo duelo, porque casi snos ha acabado la leña y se me estáponiendo los dedos azules.

 —Me pagarán —respondiconfiadamente Richard—. Mañan

recogeré el dinero y compraré leñcamino de casa. —Alec llevabquejándose del frío desde que cayó l

primera helada. Mantenía sus aposentomás caldeados de lo que los habíenido jamás Richard y aun así tiritaba

se pasaba el día entero envuelto emantas. Cualquiera que fuese la partdel país de la que procedía, seguramentno serían las montañas del norte, ni l

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casa de un hombre pobre. Hasta emomento todas las pruebas del pasadde Alec eran circunstanciales: cosacomo el fuego, y el acento, y sncapacidad para luchar, denotaba

nobleza. Pero al mismo tiempo tampoc

enía dinero, ni título ni conocidos, y eatuendo de la Universidad colgaba dsus hombros caídos como si ése fuera s

sitio. La Universidad era para loeruditos sin dinero, o para las personanteligentes que aspiraban a superarse

conseguir algún puesto como secretario tutor de la nobleza. —De todos modos —dijo Richar

—, pensaba que la otra noche le había

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sacado un montón de dinero a Rodgugando a los dados.

 —En efecto. —Alec aflojó un bordde su capa para hacer como si barriercon la mano derecha—. Lo recuperó a lnoche siguiente. De hecho, le deb

dinero; por eso no vamos al local dRosalie.

 —No pasa nada; sabe que y

respondo por ello. —Hace trampas —dijo Alec—

Todos las hacen. No sé cómo puede

hacerse trampas sin cargar los dadospero en cuanto lo averigüe piensdesplumar a Rodge y sus apestosoamigos.

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 —No lo hagas —dijo Richard—Eso es para gente de su calaña, no pari. No hace falta que hagas trampas, ere

un caballero. Nada más pronunciar esas palabra

supo que no debería haber dicho nada

Sintió la tensión de Alec, paladeó casa frialdad azul del aire entre ellos. Per

Alec se limitó a decir:

 —¿Un caballero, Richard? Qubobada. Sólo soy un pobre estudiantque fue lo bastante estúpido como par

pasar el tiempo entre sus libros en vede dedicarlo a beber y aprender a trucaos dados.

 —Bueno —dijo con ecuanimidad D

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Vier—, está claro que estás recuperandel tiempo perdido.

 —Ni que lo digas. —Alec sonricon sombría satisfacción.

El Mercado Viejo no era viejocomo tampoco era un mercad

propiamente dicho. Se había vaciado ucuadrado de casas otrora elegantes nivel del suelo, de modo que cad

edificio estaba abierto en su fachadaProducía el efecto de una serie dpequeños escenarios contenidos en un

caja, donde cada uno de ellos albergabuna chimenea y un grupo de ribereñoreunidos alrededor, con las manos bajas axilas o tendidas al fuego

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enfrascados en lo que sólo sin seestrictos se podría calificar dmercadeo: partidas de dados por aquícoqueteos por allá, bebida e intentos povenderse mutuamente objetos robadosmientras el frío les hacía cambiar e

peso del cuerpo de un pie a otro.Alec se detuvo de repente delante d

uno de ellos.

 —Aquí —dijo—. Entremos aquí. No había nada que lo distinguiera d

os demás. Richard lo siguió hasta l

chimenea. Los movimientos de Aleeran lánguidos, con una gracia estudiadque el ojo del espadachín reconocícomo la carga de una tensión febri

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contenida. Otras personas la percibíaambién, aunque lo que opinaban de ell

era difícil de decir. La Ribera estabacostumbrada a la gente de aspectextraño y genio más extraño todavía. Lmujer que estaba más cerca de Alec s

apartó nerviosa, renunciando a su puestunto al fuego. Al otro lado de éste, u

hombre bajo con un trapo enrollad

alrededor de su cabello rubio dejó dirar los dados y levantó la cabeza.

 —Vaya, mirad quién ha venido —

dijo con un suave gañido—. MaesErudito. —Un largo destello de metafluyó desde su costado hasta su mano—Pensaba que te había dicho anoche qu

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no quería volver a ver tu cara. —Estúpida cara —lo corrigió Ale

con altanera condescendencia—. Dijistque no querías volver a ver mi estúpidcara por aquí. —Alguien soltó una risitnerviosa. La gente se había apartado de

ugador con la espada desenvainada. Sivolver la cabeza, el hombre tendió lmano a su espalda y asió la muñeca d

una mujer pequeña y bonita. La arrastrhasta su costado como si fuera un peenganchado en el anzuelo y la retuv

allí, acariciándole un seno. Sus ojos, poencima de la cabeza de la mujer, retabaa reaccionar a cualquiera—. Qué bie—dijo Alec, sarcástico—. Conocí un

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vez a un hombre que podía adivinar qucarta habías sacado del mazo sin mirar.

 —Qué bien. —El hombre imitó sacento—. ¿Eso es lo que os enseñan ea Universidad, erudito, trucos d

cartas?

Los músculos se tensaron en torno a boca de Alec.

 —En la Universidad no le enseña

nada a nadie. Tuve que aprender por mcuenta a reconocer a las personas quienen estiércol en vez de cerebro. Per

creo que se me da muy bien, ¿no?La muchacha chilló cuando el brazde su captor le aplastó el busto.

 —Te vas a ir —gruñó el hombre

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Alec— antes de que cuente hasta tres—Tenía flecos de saliva en la comisurde los labios.

A su espalda, las voces murmuraban —Seis a que se larga a la de dos… —… a la de tres…

 —Seis a que se queda…Alec no se movió del sitio, con l

cabeza echada hacia atrás, observand

al otro por encima de su nariz. —Uno —contó el hombre—. Dos. —¡Muévete, payaso! —gritó alguie

—. ¡Brent te matará! —Pero si tengo que quedarme parecharle una mano —dijo Alec coeducada sorpresa—. Ya veis que se l

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ha atragantado el siguiente. Es «tres» —nformó amablemente—. El que v

después de «dos».Brent tiró a la joven a un lado. —Desenvaina —gruñó—, si tiene

espada.

El hombre flaco vestido con lúnica de erudito enarcó las cejas.

 —¿Y si no la tengo?

 —Bueno. —Brent rodeó lentamenta chimenea con el paso seguro de u

espadachín—. Sería una lástima.

Había recorrido la mitad de ldistancia que lo separaba del eruditcuando habló uno de los espectadores.

 —Es mi pelea —dijo con voz clara

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de forma que todos lo oyeran.Brent le echó un vistazo. Otr

espadachín. Más difícil de matar, permejor para su reputación.

 —Vale —ronroneó en su insinuantgañido—. Me ocuparé de ti primero

uego acabaré con don Erudito.Richard se echó la capa alrededo

de un brazo. Una mujer que estaba cerc

de él lo miró a la cara y se quedó sialiento.

 —¡De Vier! —Ya se había corrid

a voz; la gente se apelotonaba para verse cruzaban apuestas. Al mismo tiempque retrocedían hacia las paredes pardejar sitio a los combatientes, lo

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daba al otro la oportunidad de estudiarla su vez, pero por lo general sólo servípara ponerlos nerviosos. Brent errápido, con el sexto sentido de lobuenos espadachines para intuir lo quse avecinaba; pero su defensa flaqueab

seriamente a la izquierda, pobrdesgraciado. Practicando algunoejercicios adecuados podría haberl

solucionado. Richard fingió no haberspercatado y lo acosó por la derechaConsciente de que estaba siend

sometido a prueba, Brent intentó volveas tornas del combate para tomar lofensiva. Richard no se lo consintióEso ofuscó a Brent; esforzándose po

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conseguir el control, empezó precipitarse en sus estocadas, como spor medio de la velocidad pudiersorprender a De Vier y forzarlo defender.

Ahora las espadas chocaban cad

vez más deprisa. Era el tipo de duelque más agradaba a los espectadoresrápidas sucesiones de golpes, sin much

deliberación antes de la siguiente seride movimientos. La mujer que habíretenido Brent observaba, maldiciend

enta y metódicamente entre dientes, coos dedos enlazados. Otros eran máestruendosos, profiriendo voces daliento, apuestas y comentarios d

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experto, con sus explicaciones sirviendde telón de fondo al combate.

A través de su escudo dconcentración Richard oía las vocesaunque no las palabras qupronunciaban. Conforme se prolongab

a pelea y absorbía las manías de Brentempezó a ver no una personalidad sinun conjunto de obstáculos a eliminar

Sus acciones se volvieron menoociosas, más comprometidas. Era lúnico que le echaban en cara lo

espectadores expertos: una vez conocía un hombre, rara vez se divertía con éen un alarde de técnica, sino quprefería rematarlo cuanto antes.

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En dos ocasiones dejó escapaRichard la oportunidad de tocar el brazzquierdo de Brent. Ya no estabnteresado en las heridas. Otro

espadachines habrían practicado el cortpara beneficiarse de cualquier ventan

que les pudiera reportar; pero la marcde la casa que daba reputación a DVier era su habilidad para matar con un

sola herida limpia. Brent sabía questaba luchando por su vida. Aun loespectadores guardaban silencio ahora

escuchando los jadeos de los dohombres, el raspar de sus bolas y erepicar de sus espadas. Por encima depesado silencio, la voz de Alec s

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arrastró de forma audible: —No has tardado nada en asustarlo

¿eh? Ya te dije que sabía reconocerlos.Brent se quedó helado. Richar

aporreó su hoja, para recordarle dóndestaba. La parada de Brent fue feroz;

punto estuvo de tocar el muslo de DVier con su contraataque, y Richard tuvque retroceder. Golpeó la roca con s

alón. Descubrió que tenía a su espalduna de las piedras que rodeaban efuego. No era su intención ceder tant

erreno; Alec lo había distraído tambiéa él. Ya estaba tan acalorado que nsentía las llamas; pero estaba decidido conservar sus botas. Clavó el talón

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ntercambió una serie de estocadas coBrent valiéndose únicamente de sbrazo. Aplicó la fuerza y a punto estuvde liberar la espada del otro de spresa. Brent hizo una pausa, preparandotro ataque, vigilando el suyo co

atención. Richard se agachabiertamente hacia la izquierda, cuando Brent acometió la defensa D

Vier subió siguiendo su brazo y latravesó la garganta.

Se produjo un destello azul cuand

a espada salió de la herida. Brent shabía quedado con el cuerpo crispadose inclinó ahora hacia delante, con lráquea hendida silbando a causa de

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orrente de sangre y aire. Alec tenía lcara pálida, sin expresión. Se quedmirando fijamente al hombre moribundoargo rato, como si quisiera imprimir l

escena en sus ojos.En medio de la algarabía de l

consumación del combate, Richard shizo a un lado para limpiar su espadahaciéndola girar rápidamente en el air

para que la sangre saliera despedida dsu superficie y aterrizara en la nieve.

Un hombre se acercó a Alec.

 —Menuda pelea —dijo en tonamigable—. ¿La causaste tú? —Sí.El hombre señaló al espadachín qu

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estaba en la calle. —¿Me vas a decir que ese joven d

ahí es realmente De Vier? —Sí.Alec parecía atontado por e

combate, aplacada la fiebre que lo habí

mpulsado por la muerte de su oponenteembotado ahora en una lánguida pazPero cuando regresó De Vier habló en s

acostumbrado tono irónico. —Enhorabuena. Te pagaré cuand

sea rico.

Todavía faltaba una cosa por hacer Richard la hizo. —Olvídalo —dijo en voz alta, par

que lo oyeran quienes estaban más cerc

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—. Que aprendan a dejarte tranquilo.Cruzó en dirección a Alec junto a l

chimenea, pero una mujer diminuta, lque había retenido Brent, se plantdelante de él. Tenía los ojoenrojecidos, el semblante pálido y llen

de manchas. Miró fijamente aespadachín y empezó a tartamudeafuriosamente.

 —¿Qué sucede? —preguntó él. —¡Me debes una! —explotó l

mujer al fin—. Eee-ese hombre est

mmm-muerto, ¿y dónde voy a encontraa otro? —En el mismo sitio donde l

encontraste a él, supongo.

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 —¿Cómo voy a conseguir el ddddinero?

Richard la miró de arriba a abajode sus ojos pintados a sus mediachabacanas, y se encogió de hombrosLa mujer giró el hombro en dirección

su pecho y le guiñó el ojo. —Soy buena —grajeó—. Podrí

rabajar para ti.

Alec dedicó una sonrisa burlona a loven.

 —Tropezaría contigo. Me pasarí

odo el rato pisándote sin querer en loscuridad. —Lárgate —dijo Richard—. No so

ningún chulo.

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La mujer pisoteó el suelo. —¡Bastardo! ¡Aunque estemos en l

Ribera, te echaré encima a la Guardia! —Ni loca te acercarías a la Guardi

—dijo Richard, aburrido—. Te llevaríaal Tajo antes de que pudieras abrir l

boca. —Se volvió hacia su amigo—Dios, qué sed tengo. Vamos.

Esta vez llegaron hasta el umbra

antes de que otra mujer parara Richard. Era una brillante pelirroja dalarmante belleza, con el maquillaj

expertamente aplicado. Su capa era derciopelo burdeos, envuelta con gracipara disimular el punto donde estabraída. Apoyó las yemas de los dedos e

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el brazo de Richard, acercándose a émás de lo que éste solía permitir.

 —Ha sido prodigioso —dijo cogutural confianza—. Cuánto me alegrde haber visto el final.

 —Gracias —respondió é

cortésmente—. Te lo agradezco. —Me parece muy bien —dijo ell

—. Le diste una buena oportunidad, n

ugaste con él mucho tiempo. —He aprendido varios truco

dejando que primero me enseñen lo qu

saben.La mujer le dedicó una cálidsonrisa.

 —No eres tonto. Mejoras cada año

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adie puede impedir que consigas lque quieres. Yo podría…

 —Perdón —interrumpió Alec desdas profundidades de un tedinsondable—, pero ¿ésta quién es?

La mujer se giró y le dirigió un

mirada rodeada de largas pestañas. —Me llamo Ginnie Vandall —dij

con brusquedad—. ¿Y tú?

 —Mi nombre es Alec. —Se fijó eas borlas de su dobladillo—. ¿Quién eu chulo?

Los labios formaron una delgadínea de carmín, y el momento de larespuestas mordaces vino y se fueSabedora de que había pasado, volvió

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dirigirse a Richard y dijo solícita: —Cielo, debes de estar muerto d

hambre.De Vier se encogió de hombro

educadamente. —Ginnie —preguntó—, ¿est

rabajando Hugo?Ella hizo un mohín ensayado y l

miró a los ojos.

 —Hugo siempre está trabajandoPasa tanto tiempo fuera que me preguntpor qué sigo con él. En la Colina l

adoran… a veces pienso que demasiado —A Richard nadie lo adora —dijAlec con voz cansina—. Siempre estántentando matarlo.

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 —Hugo es espadachín —le dijRichard—. Muy bueno. Ginnie, cuando veas dile que tenía toda la razó

acerca del tajo derecho de LynchAnoche me fue sumamente útil.

 —Ojalá pudiera haberlo visto.

 —Sí, lástima. La mayoría no supqué ocurría hasta que acabó todo. Alec¿no quieres comer algo? En marcha. —

Con paso firme volvió a la calle, emedio de la nieve salpicada de sangreSam Bonner se cruzó con ellos

completamente ebrio, y se olvidó de sobjetivo a la vista de la mujer vestida derciopelo que se había quedad

abandonada en el portal.

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 —¡Ginnie, moza! ¿Cómo está el culmás bonito de toda la Ribera?

 —Aterido —repuso Ginnie Vandal—, borrachín estúpido.

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Capítulo 4

Lord Michael Godwin nunca hubiermaginado que llegaría a tener quescapar realmente algún dí

descolgándose por una tubería, peraquí estaba, como el protagonista de unmala comedia, aferrándose con lamanos heladas. De hecho, todo él estab

helado: la astuta e improvisadorOlivia, sin un momento que perderhabía arrojado toda prueba de s

presencia —lo que equivalía a decir sropa— por la ventana, con instruccionede que él fuera detrás. Vestía tan sólo s

arga camisa blanca y, ridículamente, s

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sombrero de terciopelo, enjoyado emplumado, que de alguna manera habíogrado descolgar del poste de la cam

al primer golpe en la puerta de lcámara.

Se propuso no mirar abajo. Sobre s

cabeza, las estrellas rutilabaescarchadas y remotas en el cielo raso

o se atreverían a parpadear en s

dirección, no en la situación en que sencontraba. Se le estaban congelando lamanos sobre la tubería de plomo de l

residencia urbana de los Kossillion. Lrecordaba cubierta de hiedra, pero lúltima moda clamaba por la austeridad a pureza de líneas, de suerte que la

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enredaderas habían sido arrancadas eotoño pasado. Justo por encima de sumanos la ventana de Olivia brillabentadoramente dorada. Michael exhal

un desolado penacho de vaho helado empezó a dejarse caer.

Debería dar gracias por estescapatoria, lo sabía, gruñendo mientrarecogía sus prendas del suel

congelado, resistiendo el deseo de dasaltitos de un pie a otro. Hundió los pieen las botas, arrugando el suave ante

mientras escudriñaba en busca de sumedias. El temblor de sus manodificultaba sobremanera el abrochar anudar las diversas hebillas y cordone

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del traje de noche de un caballeroDebería acordarse de traer a un criado estas expediciones, penscaprichosamente; ¡y hacer que lesperara bajo la ventana adecuada couna petaca de vino caliente y uno

guantes!La ventana de Olivia seguí

encendida, así que Bertram seguía allí,

sin duda se quedaría durante horasBendita Olivia! Lord Michael consigui

escupir al fin la bendición entre e

castañeteo de sus dientes. Bertrapodría haber intentado matarlo si llega encontrarlo allí. Bertram era celoso, Michael se había pasado toda la noch

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escatimándole un baile. Experimentó umomento de pánico cuando descubrique le faltaba uno de los guantes con suniciales bordadas; se imaginó la escen

al día siguiente, cuando Bertram lencontrara vistosamente enganchado e

as ramas de ailanto bajo la ventanaVaya, ángel mío, ¿qué hace esto aquíOh, cielos, se me debe de haber caíd

mientras comprobaba la dirección deviento…  Entonces lo descubrió, metiden una de sus voluminosas mangas, sab

Dios cómo había llegado hasta allí.Todo lo vestido que podía, Michaese dispuso a desaparecer. Pese a toda lana y los brocados, seguía tiritando

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había conseguido empaparse de sudor ea habitación de arriba, y la bruscnmersión en una noche invernal lo habí

convertido en hielo sobre su pielMaldijo rotundamente a Bertramdeseando que su estancia en el infiern

fuera una larga caída por un perpetuobogán de hielo. Una sombra repentin

cayó sobre Michael cuando se corriero

as cortinas de Olivia. Ahora tan sóluna fina flecha de luz bañaba el céspeespolvoreado, allí donde una cortina s

mantenía apartada de la ventana. QuizBertram se hubiera marchado… o quizsiguiera allí. Michael sonrió tristementante su locura, pero ahí estaba: de u

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han propagado los médicos parasustarnos. Además, sé que tuviste uncena ligera. ¿Has pasado una veladagradable? —La respuesta de Oliviacabó con una entonación elevada—. N—dijo Bertram, con violencia—. No, n

estaba ahí. La verdad, estoy asqueadome he pasado horas en una salcavernosa que parecía una cueva d

hielo y olía igual que un granero, porqupensaba que estaría. Él me dijo questaría.

Olivia emitió unos ruiditoconciliadores. Los agrietados labios dMichael dibujaron una sonrisa sipoderlo evitar. ¡Pobre Bertram! Se tap

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a goteante nariz con el dorso de lmano. Seguramente iba a pescar uresfriado con todo esto, lo que no sóle estaría bien empleado, sino qu

además le proporcionaría la excusperfecta para explicar su ausencia de su

ugares predilectos esa nocheProféticamente, Bertram estabdiciendo:

 —Claro que tendrá alguna excusasiempre la tiene. A veces me pregunto sno estará con otra persona. —Má

sonidos conciliadores—. Bueno, ysabes la fama que tiene. No sé por qume molesto, a veces…

De pronto, la voz de Olivia se hiz

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perfectamente audible. —Te molestas porque es atractivo,

porque te aprecia como no lo ha hechningún otro.

 —Es listo —refunfuñó Bertram—o estoy seguro de que sea la mism

cosa. Y tú, querida —dijo cogalantería, ambos cerca de la ventanahora, dos siluetas alargadas y oscura

que manchaban las cortinas—, eres amismo tiempo lista y atractiva.

 —Apreciativa —corrigió Olivia. Y

uego, más bajo, por lo que Michaehubo de intuir todas las palabras—, y no bastante atractiva.

La voz de Bertram se tornó d

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nmediato menos clara y audible; debíde haberse girado, pero prácticamentestaba gritando.

 —¡No toleraré que te culpes de esoYa hemos pasado antes por esto, Oliviano es culpa tuya y no quiero oírte habla

así!Tenía todas las trazas de ser un

vieja discusión.

 —¡No me lo digas a mí, díselo a tpadre! —La educada voz de la mujeconservaba sus tonos redondeados, per

el timbre era más alto, más rápida lcadencia, traspasando el cristal sidificultad—. ¡Hace seis años quesperara un heredero! ¡Te habrí

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obligado a divorciarte de mí si no fuerpor la dote!

 —Olivia… —¡Lucy tiene cinco hijos! ¡Cinco

Davenant puede tener el dormitorileno de chicos, a nadie le importa

porque cumple con su deber para coella… pero tú…

 —¡Olivia, no sigas!

 —Tú… ¿de dónde va a salir theredero? ¿De Michael GodwinSupongo que tendrá que salir d

Michael Godwin porque está claro quno va a salir de ningún otro sitio!Oh, Dios, pensó Michael, con la

manos pegadas a la boca: Y él está ah

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afuera, en el balcón…  Contempló esuelo con añoranza, en absoluto segurde poder bajar de nuevo por la tuberíaEstaba agarrotado y helado por eiempo que llevaba en cuclillas si

cambiar de postura. Pero tenía que sali

de allí. No quería seguir escuchandaquello.

Por tercera vez esa noche enganch

as piernas a la cañería de desagüe de lresidencia urbana de los Rossillion empezó a descolgarse. La tuberí

parecía más resbaladiza esta vez, pulidquizá por sus anteriores pasadas. Sintique perdía asidero, se imaginó cayendos tres metros hasta los arbustos… L

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cosquilleaba el labio superior a causdel sudor cuando soltó una mano parbuscar un agarre más firme… y una botse columpió violentamente y chocó coel postigo de una ventana en udesesperado tabaleo y un golpazo fina

runcando el silencio de la nochnvernal.

Pensó en exclamar: «¡Es sólo u

conejo!». Sus pies tocaron el sueldolorosamente planos, y se arrodillambaleándose en medio de los arbusto

bajos. Un perro ladraba enloqueciddentro de la casa. Se preguntó sconseguiría llegar a la puerta delantera iempo de fingir que justo pasaba po

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allí y había oído el escándalo… pero lpuerta delantera ya estaría cerrada a esthora, recordaron sus pies, que corrían oda velocidad hacia el muro del huerto

que según había mencionado Bertraprecisaba de algunos arreglos.

Los ladridos del perro repicabacristalinos en el aire helado. Al otrado de los esqueletos de los perale

Michael vio una depresión en el murocoronada por mortero desmenuzado. Nestaba muy alto, más o menos a la altur

de los ojos. Se abalanzó sobre ella coos brazos por delante, dispuesto mpulsar su cuerpo hacia arriba… y e

mortero cedió, haciéndose migas bajo é

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mientras lo salvaba limpiamente comun salmón por encima de un dique.

El muro era considerablemente máalto al otro lado; tuvo el tiempo justpara preguntarse cuándo iba a dejar dcaer antes de tocar el suelo y rodar e

resto del camino terraplén abajo hasta lcalle, donde a punto estuvo datrepellarlo un carruaje.

El vehículo se detuvo entre lorelinchos de protesta de sus caballosDesde el interior una voz airada

masculina, profirió feroces improperioexigiendo saber qué ocurría. Michael spuso de pie, buscando una moneda quanzar al cochero para que ambo

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pudieran seguir su camino. Pero eocupante del carruaje, demasiadmpaciente como para aguardar un

respuesta, escogió ese momento parsalir a investigar.

Michael hizo una marcad

reverencia, tanto por cortesía como poa vana esperanza de esconder la cara

Era el viejo amigo de su madre, lor

Horn, que había celebrado Año Nuevcon ellos en la campiña hacía casi dieaños, cuando Michael contaba sól

quince de edad. Ajeno a laartamudeantes explicaciones de sconductor, Horn espetó:

 —¿Quién es ése?

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Por encima del creciente escándalde los ladridos de perro y las voces dpersonas al otro lado del muro, Michaedijo con toda la claridad que pudo:

 —Soy Michael Godwin. Me dirigía casa y me caí en la calle. —S

balanceó ligeramente—. Podría… —Sube —ordenó Horn. Se apresur

a obedecer con las piernas temblorosa

—. Te llevaré a mi casa —dijo Horncerrando la puerta de golpe—, está mácerca. ¡John… arranca!

El interior del carruaje de lord Horera pequeño y oscuro. Por un momentsus alientos siguieron condensándose eblancos penachos. Michael observó e

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suyo con curioso desapego mientraemergía en rápidas volutas de su bocacomo un niño que imita el tiro de unchimenea. Cuando lo abandonó el fríopor algún motivo empezó a tiritar.

 —No es la noche más adecuada par

decidir ir a casa andando —dijo HornPasó a Michael una botellita de brandde un bolsillo en la pared. El ejercici

de abrirla y beber de ella lo serenó upoco. El carruaje avanzaba a buen ritmpor las calles empedradas; tenía buena

ballestas, como buenos eran sucaballos. Los ojos de Michael sacostumbraron a la oscuridad, pero auasí lo único que podía ver del hombr

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sentado junto a él era un pálido perfirecortado contra la ventana. Recordaba Horn de su visita a Amberleigh, urubio atractivo de lánguidos ojos azule pálidas manos. Y ahí estaba su envidi

de adolescente de un abrigo verde d

erciopelo con galones de oro… —Espero que tu madre esté bien —

dijo lord Horn—. Lamenté perderme s

visita a la ciudad. —Estupendamente —dijo Michae

—. Gracias. —Había dejado de temblar

El carruaje entró en un camino dacceso y se detuvo junto a una escalinatbaja. Horn le ayudó a apearse decarruaje y entrar en la casa. No tuv

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ocasión de echar un vistazo a locélebres jardines de invierno de la partde atrás.

La chimenea ya estaba encendida ea biblioteca. Michael se sentó en un

pesada silla tapizada, mientras s

anfitrión tocaba la campanilla y pedíalgo caliente para beber. La luz de lalamas hacía que el cabello bermejo d

Michael brillara como el cobre bruñidoTenía los ojos grandes, la piel pálidaún a causa de la impresión. Lord Hor

se sentó a su vez y colocó una mesitentre ambos. Estaba de espaldas afuego. Los rasgos de Horn estaban epenumbra, pero Michael pudo discerni

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una nariz de puente elevado, ojos museparados bajo una amplia frente. Spelo rubio y ligero como el fustáformaba una aureola alrededor de lcabeza de Horn. Un elaborado reloencima de la repisa de la chimene

desgranaba sonoramente los segundoscomo si estuviera orgulloso de su lugarSi uno no reparaba en él de inmediato

causa de sus doradas curvas y figuritase resultaría imposible pasar por alto e

ruido que hacía. Michael se preguntó s

sería apropiado hacer algún comentarial respecto. —Has ocupado el asiento de t

familia en el Consejo, ¿estoy en l

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cierto? —preguntó lord Horn. —Sí. —A fin de eludir la siguient

pregunta, Michael explicó—: No vopor allí a menudo. Es aburrido. Sólo vosi hay alguna cuestión que ataña Amberleigh directamente.

Para su alivio, el mayor de los dohombres sonrió.

 —Siempre he sido de la mism

opinión. Aburrido. Tantos caballeroreunidos, y ni siquiera entre todoconsiguen juntar un mazo de cartas. —

Michael sonrió—. Tienes otras cosaque hacer con tu tiempo, creo.El joven se envaró ante l

nsinuación.

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 —Alguien ha estado contandhistorias.

 —En absoluto. —Horn extendió unmano enjoyada sobre la mesa entre ello—. Tengo ojos.

Michael se preguntó si debería deja

que Horn creyera que lo habíencontrado dando tumbos de borrachen la calle. Se convertiría en u

hazmerreír si se corriera la voz: ese tipde conducta era para los bisoños.

 —Espero —dijo al tiempo qu

sorbía convincente y sentidamente por lnariz— que no vaya a enfermar. —También yo —repuso suavement

Horn—, aunque la palidez te favorece

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Veo que has heredado el fino cutis de tmadre.

Con una sacudida, Michaecomprendió lo que intentaba Horn desdhacía rato. Ahora que lo sabía, reparó eos ojos que se clavaban abrasadores e

él desde las sombras. Imprimieron unnota de color a su rostro.

 —Entiendo —dijo Horn— qu

debes de estar sumamente ocupado. Peruno siempre encuentra tiempo para lacosas importantes, ¿no te parece? —Si

abrir la boca, Michael asintióconsciente de que la traicionera luz das llamas se hacía fuerte en sus rasgos

Por suerte Horn bajó las manos por lo

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entonces que había captado la simpatía atracción que sentía por ella, y que lcorrespondía. Había creído, mientras locaba con sus manos expertas, besand

su blanca garganta y tomándose tantamolestias para no ponerla en peligro

mientras ella imposibilitaba casi todprecaución con sus gemidos y sus dedoengarriados, había creído que ella l

quería. No era él lo que quería. Su simpatí

 su deseo, toda su ternura, experienci

  encanto, no eran nada para ella, tasólo le facilitaban el trabajo. No lhabía querido, lo había utilizado parconseguir el sexo con que vengarse d

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su marido y engendrar un heredero.Horn lo quería: por su juventud, s

belleza, su talento para agradar sentirse agradado. Horn debería tenerlo

Se situó detrás de lord Hornapoyando las manos en sus hombros

Horn se las tomó y pareció esperarConmovido por la formalidad de sumovimientos, Michael le dio la vuelta

e dio un beso en la boca. Sabía especias. El hombre había estadmasticando semillas de hinojo par

mejorar su aliento. La lengua expertasomó con avidez. Michael se apretcon más fuerza.

 —El primogénito de Lydia —

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murmuró Horn—. Cómo has crecido. —Sin nada que se interpusiera entre ellosalvo el caro tejido de sus ropasMichael sintió la necesidad del hombregemela de la suya. Por encima del tronade la sangre se oía el tictac del reloj.

Un delicado golpe en la puerta loseparó como una cascara de nuez. Ubramido mezcla de pasión y enojo brot

de las ventanas de la nariz de Horn. —¡Adelante! —invitó

regañadientes. La puerta se abrió ante u

criado de librea que portaba unbandeja con tazas humeantes; detrás dél entró otro con dos candelabroscompletamente iluminados. Horn s

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aun el lustre de su cabello se veíatenuado como la hierba vieja everano.

Michael contuvo el aliento y satragantó con él. El apuesto hombre deabrigo de terciopelo verde habí

desaparecido, devuelto al jardín de smadre en su juventud. Olivia lo habíarrojado a los brazos de este repulsiv

desconocido. La taza temblaba de tamanera entre las manos de Michael quel ponche caliente se derramó sobre su

nudillos y en la alfombra. —Lo siento… lo siento mucho. —No importa —gruñó Horn

molesto todavía por la interrupción—

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Michael. —¿De veras? —replicó, y s

sorprendió ante lo débil que sonaba svoz—. También yo.

Los sirvientes se despidieron por ficon sendas reverencias. Horn dijo:

 —En tal caso, puede que estemopredestinados a conocernos mejor. —Svoz estaba cargada de insinuación.

Michael estornudó violentamenteFue oportuno pero impremeditadoSintió genuino alivio al darse cuenta d

que en verdad se sentía como unpiltrafa. Le dolía la cabeza y estaba punto de estornudar de nuevo.

 —Creo —dijo— que haría bien e

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rme a casa. —Oh, en absoluto —dijo Horn—

Puedo ofrecerte mi hospitalidad por unnoche.

 —No, de verdad —dijo Michaelcon todo el desconsuelo que supo reuni

—. Está claro que esta noche no sería lcompañía adecuada para nadie. —Tosiórezando para que la tenacidad de Hor

no fuera mayor que su cortesía. —Lástima —dijo lord Horn

arrojando un hilo invisible de su abrig

al fuego—. ¿Quieres que te solicite ucarruaje, en ese caso? —Oh, por favor, no, no te molestes

Son sólo unas pocas calles.

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 —¿Un candelero, entonces? No seríde rigor que te volvieras a caer.

 —Sí, gracias.Le trajeron el abrigo humeando de

fuego donde estaba secándose. Al menoel agua estaba caliente. Se dirigi

andando a casa, dio propina acandelero y subió las escaleras hasta sdormitorio con una vela, dejando s

ropa apilada en el suelo para que lencontraran sus criados. Michael smetió entre las frías sábanas vestido co

un pesado camisón, con un pañuelapretado en el puño, y esperó a que lvenciera el sueño.

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Capítulo 5

El día siguiente amaneció frío plomizo. Capas de nubes griseapizaban el cielo. Desde la Ribera e

efecto era opresivo: el río se enturbiabgris y amarillo entre las orillasarremolinándose oscuro en torno a lopilares del Puente. Sobre él se extendía

os almacenes y los edificiocomerciales de la ciudad, interrumpidoan sólo por parches de nieve sucia

Richard de Vier se levantó temprano se vistió con sus mejores galas: teníuna cita en la ciudad para recoger e

segundo pago de la cantidad que l

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correspondía por el combate con LynchEra una suma considerable, que sólo épodía estar seguro de introducir en lRibera sin incidentes. Debía reunirscon alguien, probablemente el criado deagente del banquero del noble que l

había contratado, en un punto neutradonde el dinero pudiera cambiar dmanos. Tanto De Vier como sus patrono

apreciaban las formalidades de ldiscreción en estos asuntos.

Desde la Colina la vista no tení

nada que ver. Los ríos rutilaban a lejos, y de las casas ascendíaacogedores hilachos de humo. El cielse extendía eternamente en ondulante

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capas de plata, peltre y hierro, sobre lacúpulas de la Cámara del Consejo, lomuros de la Universidad y las antiguaorres de la Catedral, seguía por llanura oriental y se perdía en la

diminutas montañas.

Michael Godwin despertó mediodía, tras doce horaninterrumpidas de sueño, sintiéndos

asombrosamente en forma. Tosió a modde prueba y se palpó la garganta, pero eresfriado que la noche anterior habí

amenazado con abatirse sobre él parecíhaberse desvanecido.En ese preciso instante entró s

criado para despertarlo. Michael habí

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olvidado su promesa de cenar con samigo Tom Berowne esa tarde. Tenía eiempo justo para vestirse y asearse. S

ropa seca, limpia y pulcramentplanchada parecía asombrosamentsuntuosa tras las correrías de la noch

anterior. Dejó atrás el recuerdo y salipor la puerta silbando.

La cena fue previsiblement

excelente. El cocinero de su amigo eregendario, y lord Thomas estaba a

corriente de todos los chismorreos

Algunos de ellos versaban, le fue gratescuchar, sobre él. Bertram, el hijo dRossillion, había perdido treinta realeapostando en un conocido club la noch

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anterior, y cuando abandonaba la messe le oyó maldecir a Michael Godwin.

Michael se encogió de hombros coexpresión angelical.

 —Ni siquiera estaba presentePresentía el riesgo de un constipado

me pasé toda la noche con un ladrillcaliente. Oh, ya mucho mejor, graciasPobre Bertram!

 No tenía prisa por volver a casaQuizá le estuviera esperando una nota dBertram o, peor aún, de lord Horn

Cuántos problemas para una nocheClaro que, tarde o temprano, se toparícon Bertram. Mejor que fuera cuantantes y presentarse en el club esa noch

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después de cenar. Entretendría Bertram con unas cuantas historias y llevaría a casa con él. Horn, e

cambio… ¿no había mencionado la cenen la barcaza de la duquesa la próximsemana? Era una lástima, pero quiz

hiciera bien en perdérsela. Horn no teníaspecto de ser de los que sabían cuándrendirse. Pero la imagen de la duques

se interpuso entre Michael y sudecisiones: sus ojos argénteos, su frímano… y aquella voz que humillaba

poseía y prometía. Al cuerno con HornNo podía rechazar aquella invitación!Para prolongar su paseo Michae

escogió la ruta más larga a casa, por l

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ronda de Lassiter, donde había elegantemercancías expuestas frente a cadienda para tentar a los acaudalado

peatones. Pero ese día había pocadistracciones. Aunque se había retirada nieve, los comerciantes renunciaban

pasar demasiado tiempo a la intemperie  había poca gente paseando. Su

pensamientos regresaron a la duquesa

unca había oído que tuviera un amantepero era hermosa, viuda… Tendría quhaberle preguntado a Tom si circulab

algún rumor… Michael se detuvomedio decidido a dar media vuelta regresar a la casa de su amigo, cuandun extraño espectáculo le llamó l

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atención.Un hombre salía de la Librería d

Felman con el viejo Felman en personacon la clase de pompa que por lgeneral estaba reservada para los nobledueños de enormes bibliotecas. Pero e

hombre que gozaba de este privilegio nenía el aspecto de un coleccionista dibros. Era joven, atléticamente inquieto

ansioso por despedirse. Ningún noble dalcurnia mostraría semejantncomodidad ante la pleitesía servil, po

burda que ésta fuera; como tampocningún noble se dejaría ver con un pade botas tan anodinas, rematadas por uncapa parda de corte pasado de mod

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cuyos bordes rayaban en lo desaliñado.Michael dejó que el desconocid

consiguiera escapar antes de acercarsal librero.

Felman asintió y sonrió, conviniendque no, no era el tipo de persona qu

esperaría encontrar uno en sestablecimiento.

 —Milord no se lo creerá si le dig

quién era. Ése era el espadachín DVier, señor, que ha venido aquí parcomprar un volumen.

 —¡Vaya! —Michael se sintidebidamente asombrado—. ¿Qué se hlevado?

 —¿Qué se ha llevado…? —Felma

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pasó unos dedos rosas por loremanentes de su cabello—. Le ofrecvarios volúmenes bellamente ilustradosseñor, como sería apropiado, pues mprecio de saber emparejar a cada clientcon la obra adecuada; pues bien, señor

no me creeréis si os digo lo que compróun volumen erudito, señor, Sobre lacausas de la naturaleza, del que exist

una gran demanda en la Universidad, aser tema de mucho debate hoy en día, ddisensión me atrevería a decir. Sól

enía ese volumen, señor, bellamentencuadernado por cierto; si deseáiencargar otro estaré encantado dcomplaceros, aunque la encuadernación

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por supuesto, llevará un tiempo… —Gracias —dijo Michae

automáticamente, disculpándosmientras buscaba la puerta. Acicateadpor un impulso que no alcanzaba comprender del todo, enfiló la calle e

pos del espadachín.Lord Michael divisó su objetiv

unas cuantas calles más abajo y llam

mperiosamente a la capa parda: —¡Señor!De Vier miró rápidamente e

rededor y siguió caminando. Michaeempezó a correr. Cuando sus pasos sacercaron, el espadachín estuvo dpronto contra la pared con la cap

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echada hacia atrás y una mano en lempuñadura de su espada. No era lespada que llevaría encima ucaballero, sino un arma pesada y carentde adornos cuya caricia sin duda podímatar. Michael se detuvo patinando en l

nieve derretida. Se alegró de que nhubiera nadie para verlo.

 —Mi… señor De Vier —jadeó—

Me pregunto si… si podría hablar covos.

Los ojos del espadachín eran, cos

ncongruente, del color lavanda oscurde los jacintos en primavera. Peinaron Michael de arriba a abajo.

El hombre no había bajado l

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guardia; su mano sostenía aún lempuñadura de su fea espada. Michaese preguntó qué diablos estaba haciendcon ese tipo. Algo de la complacientrisa de su madre y el picante sarcasmde la duquesa lo llevaron a acercarse a

espadachín. Pensaban que no tendríninguna posibilidad en el oficio. Smadre estaba convencida de ello; y alg

en la duquesa parecía despreciarlo poeso.

De Vier pareció darse por satisfech

con lo que veía; su mano se relajó aiempo que iba bruscamente al grano. —¿Queréis hablar aquí fuera? —Claro que no —dijo Michael. S

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quería hablar con el hombre, erevidente que tendría que llevarlo a algúsitio—. ¿Por qué no me acompañáis aLoro Azul y tomamos un chocolate?

¿Por qué no me acompañáis…Sonaba como si estuviera hablando co

un igual. De Vier no pareció darscuenta. Asintió y siguió a Michael callarriba hacia la cafetería. Michael hub

de alargar su zancada para seguir epaso del espadachín. La presencia dehombre era muy vivida, sensual

ascética a un tiempo, como un caballde pura sangre. No encajaba en econcepto de espadachín que teníMichael: no parecía que hubiera nada d

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osco en él, ni de huraño, ni de ariscsiquiera.

 —Será mejor que diga ahora qumis honorarios son elevados —dijo DVier—. No es mi intención desanimarospero normalmente tiene que tratarse d

algo muy serio. —Sí, lo he oído. —Michael s

preguntó si sabría cuan largo y tendid

se hablaba de sus honorarios en lColina—. Pero lo cierto es que ahormismo no quiero retar a nadie.

 —¿No? —De Vier se frenó en sec—. Si no se trata de trabajo, ¿qué es lque queréis?

Parecía menos curioso que enojado

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Michael se apresuró a decir: —Desde luego, estoy dispuesto

pagar por vuestro tiempo, a la tarifhabitual. Me gustaría que… Quisierque me enseñarais a manejar la espada.

La indiferencia cerró el rostro de

espadachín. Más tarde, Michaecomprendería que era la misma miradde impaciencia y aburrimiento con qu

había regalado a Felman. —No doy clases —fue lo único qu

dijo.

 —Por favor, creedme, hablo eserio. —¿Qué estaba diciendo? Nuncantes se le había ocurrido algo parecidoPero las palabras seguían brotando—

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Comprendo que es una propuesta pocusual, pero me aseguraría de qurecibierais la compensación qucorresponde a vuestro talento reputación.

Un desagrado apenas disimulado s

reflejó en el semblante del espadachín. —Lo siento —dijo—, no teng

iempo para esto.

 —Esperad… —Michael lo detuvcuando ya estaba girando sobre sualones—. Si hay algo que pudiera hace

para…Por primera vez De Vier pareciablandarse, mirando a Michael como sviera una persona tras las apelotonada

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marcas de la alcurnia y el acicalamiento —Mirad —dijo con amabilidad—

no soy maestro. No tiene nada que vecon vos. Si queréis aprender, hay otromuchos en la ciudad que os enseñaránYo me limito a hacer mi trabajo; podéi

encontrarme en la Ribera si me buscáipara eso.

 —¿Queréis…? —Cortésmente

Michael indicó la cafetería unas cuantapuertas más abajo, decidido a salvar eparte su dignidad.

El espadachín llegó a sonreírleHabía calidez en su gesto, inesperadhumor y comprensión.

 —Gracias, no. Tengo prisa po

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legar a casa. —En ese caso, gracias; y buen

suerte. —No sabía si era adecuaddesearle algo así a un espadachín, perel hombre no pareció ofenderse. AMichael se le ocurrió más tarde que D

Vier no le había preguntado su nombre; nunca averiguó para qué era el libroPero ese día hizo indagaciones, y al dí

siguiente, hasta encontrar por fin umaestro.

***

Alec estaba remendando un calcetín

Tenía las manos bañadas en la luz gri

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de la ventana y sus puntadas eradiminutas y meticulosas.

 —Deberías dejar que se ocuparMarie de eso —dijo Richard, ocultandsu sorpresa.

 —Es una habilidad que aprendí en l

Universidad. No quiero perderla. Algúdía me podría hacer falta para ganarma vida.

Richard se rio. —¿Cómo sastre? Mira, cómprat

unos calcetines nuevos; que sean die

pares, de seda. Acaban de pagarme erabajo de Lynch. Viviremoholgadamente, mientras dure.

 —Bien —rezongó Alec—. No

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hacen falta más velas. —Cera de abeja —dijo Richard

entusiasmado—, por supuesto. La mejoque haya. Ten, he ido de compras a lciudad. —Sacó un envoltorio de papemarrón y se lo ofreció a Alec—. U

regalo. Para ti. —¿Qué es? —Alec no hizo ademá

de coger el paquete.

 —Bueno, es un libro —dijRichard, sosteniéndolo todavía—. Pensque te gustaría.

Alec abrió mucho los ojos; luegconvirtió su expresión en un alzamientde cejas. Jugueteó con el calcetín.

 —Qué idiota —musitó.

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 —Bueno, sólo tienes los tres qurajiste contigo. Y casi se caen

pedazos. Supuse que te gustaría tenealgo nuevo. —Sintiéndose un pocorpe, empezó a deshacer el envoltori

él mismo. Liberó el rico aroma de

cuero. Tan sólo la encuadernaciónpensó Richard, justificaba el preciocuero burdeos con estampacione

doradas, bordes dorados en las páginasel libro era tan bonito como unalfombra o un cuadro.

El brazo de Alec salió disparado: smano se cerró sobre el libro. —¡Felman! —jadeó—. ¡Lo ha

comprado en la tienda de Felman!

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 —Bueno, sí. Se supone que estbien.

 —«Bien»… —dijo Alec con voestrangulada—. Richard, es… es… eas bibliotecas de los nobles se utiliza

como elementos decorativos. Los vend

por palmos: «¿Tienes a Birdman ecuero rojo?». «No, señor, pero lo tengen verde». «Oh, no, desentonaría con l

alfombra». «Bueno, señor, tengo estencantadora obra sobre las costumbrede apareamiento de los pollos en rojo

Es casi del mismo tamaño». «Ohestupendo, me lo llevo». Richard se rio —Bueno, bonito sí que es. —Mucho —dijo secamente Alec—

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Podrías ponértelo como un vestidoSupongo que no sabrás de qué trata.

 —Filosofía natural —se apresuró responder—, sea lo que sea eso. Ehombre dijo que te gustaría. Parecísaber de qué hablaba. Podría habert

cogido El tío avieso, o Verdadero amocorrespondido, o La guía de las heces dciervo en otoño para el cazador ufano

Pero dijo que éste era el que estabeyendo todo el mundo ahora.

 —¿Todo el mundo dónde? —La vo

de Alec era seca, pronunciado el acentde la Colina. —En la Universidad.Alec se acercó a la ventana y apoy

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su larga palma en el cristal frío. —Y pensaste que me podrí

nteresar. —Eso mismo. Le dije que ibas ahí,

a Universidad. —Pero no que la había dejado.

 —No era de su incumbencia. Algenía que contarle: cuando pensó que er

para mí intentó venderme un libro d

grabados pornográficos en madera. —Por lo menos te habrían servid

de algo —dijo mordazmente Alec—

Sobre las causas de la naturaleza… lraducción nueva. Acaban de levantarla prohibición tras quince años. ¿Tienea menor idea…? No, claro que no l

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ienes.Con un movimiento lánguido s

apartó de la ventana. El cristapresentaba una franja reciente de sangreSu palma estaba marcada por la aguja dzurcir.

A Richard se le cortó la respiraciónPero se había enfrentado a adversariopeligrosos en el pasado.

 —Venga —dijo—. Vayamos al locade Rosalie y saldemos nuestras deudasHace seis semanas que bebo de fiado

Puedes apostar oro contra SebosMazareno; se pondrá histérico. —Eso será agradable —acotó Alec

 fue en busca de su capa y sus guantes.

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Capítulo 6

Toda su vida había tenido tutorescomprendió Michael; hombres que ibaa su casa y le enseñaban, cortés

entamente, lo que era apropiado qusupiera. Aun cuando sólo contaba ochaños de edad se mostraban deferentecon él, aquellos eruditos de l

Universidad cuya mayor esperanza dascenso social era convertirse eutores, aquellos maestros de su

distintas artes. De pronto se alegró dque De Vier hubiera declinado su ofertaTras una serie de discretas pesquisas e

ugares inusuales, Michael dio por fi

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con la Academia de Esgrima de maesVincent Applethorpe.

Para un espadachín profesional, lamenaza de su exterminación siemprestá presente. El ideal romántico, desduego, consiste en morir combatiendo

oven y aún en la cima. A efectoprácticos, sin embargo, casi todos loespadachines ambicionan el sueño d

vivir hasta darse cuenta de cómdisminuye su precisión, momento para eque se habrán forjado una reputació

que les permita retirarse dignamente deservicio activo y ser recibidos en lcasa de algún noble sediento deprestigio que le prestarán su

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distinguidas presencias. Allí no se lerequerirá más que la liviana tarea dejercer de guardaespaldas y adiestrar dvez en cuando a los hijos o soldados denoble. Lo peor que les puede ocurrir —equivalente casi a quedarse tullido— e

montar una escuela.Todo el mundo sabe que lo

espadachines verdaderamente grande

son adiestrados por maestros, hombreque surgen de la nada, en una carreterrural o una taberna atestada, par

honrarlo a uno con sus exclusivaenseñanzas. En ocasiones se hacnecesario ir a buscarlos de ciudad eciudad, demostrando la valía propi

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hasta que consienten en adoptarlo a unoSólo los matones recurren a laescuelas: gentes comunes que buscauna ventaja en las peleas callejeras, mpresionar a un amante; o siervo

ávidos de impresionar a su amo par

conseguir un ascenso.El nombre de Vincent Applethorp

no estaba rodeado de ningún aura d

eyenda.Debería estarlo. Applethorpe habí

sido un espadachín brillante. En su

mejores tiempos, hubiera plantado cara De Vier. Pero su nombre se habíborrado de las listas públicademasiado pronto en el transcurso de s

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carrera como para que su último duelfuera considerado una tragedia públicaBastante al comienzo, su brazo resultherido en un prodigioso y desafortunadrabajo de estoque y puñal. La herida snfectó, y en vez de perder la vid

perdió el brazo izquierdo. A puntestuvo de perder ambas cosas: tan sóla intervención de sus preocupado

amigos, que lo llevaron a ver a ucirujano mientras él estaba sumido en uebrio estupor de dolor y temor a l

gangrena, lo colocó bajo el bisturí iempo de salvar su vida. La elecciónpara Applethorpe, no había sidsencilla. Si hubiera fallecido, podría

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haberlo recordado por sus tempranoriunfos. Los espadachines valoran la

muertes gloriosas. Pero los nadgloriosos ejemplos de lo que realmente ocurre a aquél cuya habilidad l

abandona en el momento crucial, éso

prefieren olvidarlos. No había vuelto a haber ningú

genial espadachín manco desde Mark e

egro de Ariston, que vivió doscientoaños antes de que naciera VincenApplethorpe. El retrato de Mark e

egro cuelga en los salones del Torreóde Ariston. Como cabe esperar, una dsus mangas pende ostentosamente vacíaLos espadachines siempre tienen algun

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historia sobre sus hazañas que contar. Eretrato, sin embargo, muestra a uhombre de mediana edad, con el rostraquilino convertido en unmpresionante masa de surcos. Y e

privado admitirán que se necesita

ambos brazos para conservar eequilibrio, a veces incluso para lventaja táctica que supone cambiarse e

arma de mano. No podía haber perdidese brazo hasta después de forjarse unombre como espadachín. Pero la

historias no dejan de volverse cada vemás disparatadas.Paradójicamente, Vincen

Applethorpe se había criado en la

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montañas del sur, a la vista del Torreóde Ariston. Nunca le había dadmportancia, no obstante, hasta qu

regresó a casa medio muerto sobre esuelo de una carreta. Su hermana socupaba de la granja de la familia, y s

esperaba de él que estuviera allí parayudarla. En vez de eso comenzó desaparecer frecuentemente en largo

paseos. Acudía al Torreón y pasabmuchas horas en lo alto de una colinsobre él, viendo entrar y salir a la gente

unca intentó entrar él mismo en eTorreón, se limitaba a quedarse allplantado y pensar en los grandeespadachines mancos. Su hermana habí

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esperado que sentara la cabeza, scasara y trajera otra mujer a la casaApplethorpe aguardó hasta finales de lcosecha antes de hacer añicos sulusiones y regresar a la ciudad.

Había transcurrido el tiemp

suficiente, pensaba, como para quhubieran olvidado su cara. Abrió sacademia lejos de los lugares habituale

de los espadachines, en un gran áticsobre una tienda de artículos dconfección. El techo estab

abuhardillado, y era sofocante everano, pero proporcionaba ese rarujo en la ciudad, una extensión d

espacio abierto. Tras pasar allí uno

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años se pudo permitir el trasladarse a uespacioso salón construido encima de uestablo en el extremo más oriental de lciudad. Había sido diseñado comcorral de monta cubierto, pero el suelera demasiado endeble como par

soportar el peso de muchos caballosPronto contrató a un par de ayudantesóvenes entrenados por él mismo qu

nunca serían espadachines, pero qusabían lo suficiente como para daclases. Podrían supervisar las práctica

que se realizaban a lo largo del estudi  mantener en buen estado los blancode paja con sus parches rojosApplethorpe seguía siendo el maestro

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Ejecutaba los movimientos para supupilos, describiendo lo que no podílevar a cabo. Así, diez años después d

su accidente, en un momento en quhabría tenido que empezar a pensar eabandonar la vida activa de espadachín

seguía siendo dueño de su carrera. Y esus demostraciones conservaba a uiempo natural e imperiosa la mano, l

precisión de movimientos, la gracia quhacía de cada movimiento unexplicación del arte de la esgrima.

Michael Godwin lo admiraba con unterés erudito algo menor. Todavía nsabía apreciar la claridad técnica de lomovimientos de Applethorpe, pero l

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entusiasmaba la intensidad del maestroera casi un fulgor que proyectaba ademostrar cualquier movimiento. LorMichael se preguntaba si sería esto lque llamaban «estilo». Siempre se habímaginado el estilo como alg

encorsetado en teatrales movimientos dos brazos, uno de los cuales extrañab

el maestro. Como ocurría con De Vier

había una gracia y una dignidad en sporte que no era ni la deliberadanguidez del aristócrata ni la crud

energía del comerciante de la ciudadMichael extendió el brazo derecho tal como le instruían, buscando una fluideque parecía sencilla cuando lo hací

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Applethorpe. —No —dijo el maestro a la fila d

principiantes esperanzadamentcolocados frente a él como aves en uncuerda para tender la ropa—. Nesperéis aproximaros siquiera

conseguirlo mientras adoptéis espostura. —Su voz era notablementranquila, sin transmitir impaciencia n

enfado… ni amabilidad en particularVer cómo sus estudiantes hacían algmal jamás enojaba a Vincen

Applethorpe. Él sabía cómo había quhacerlo. Seguía explicándoselo y a larga lo entenderían, o no. Paseó l

mirada por toda la hilera y observ

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desapasionadamente pero con exactitu—: Parece que estéis esperando todos que os derroten. Vuestros hombroienen miedo de enderezarse y vuestra

cabezas se echan hacia delante sobre ecuello. Por eso vuestra postura enter

está torcida y también vuestraestocadas saldrán torcidas… menos túTú. ¿Cómo te llamas?

 —Michael Godwin —dijo lorMichael. No se había molestado ecambiarse el nombre; había Godwi

repartidos por todo el país, y no erprobable que alguien fuera reconocerlo de vista en ese lugar.

Applethorpe asintió.

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 —¿De los Godwin de Amberleigh—Michael asintió a su vez, divertidporque el hombre se hubieraproximado tanto a su linaje y su regiónQuizá se debiera al cabello—. Apuestfamilia —dijo el maestro—. Ere

afortunado. Extiende. —Michaeobedeció, con torpeza—. No, por ahorolvídate de la muñeca, enséñanos sól

el brazo. Fijaos, todos vosotros, lijaoen eso. El porte de los hombros, laltura de la cabeza. Proporciona a tod

a extensión una fluidez naturaHacedlo.Siempre llegaba a este punto de l

nstrucción, cuando la explicación de l

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causa y el efecto tocaba a su fin y sorden era: «Hacedlo». Lo intentaronobservando a Michael por el rabillo deojo, intentando sacudir los hombros parque encajaran en su sitio sin proyectar epecho hacia delante, levantar la cabez

sin echar a perder las líneas de visiónMichael dejó de preocuparse por smuñeca y se sumió en un trance d

movimiento en el que su brazo sextendió y se replegó solo, una y otrvez. Nunca se le había ocurrido que s

porte fuera algo especialmente prácticoLe ayudaba a causar efecto, era útil parrecalcar la línea de un abrigo o el girde un paso de baile. Ahora tod

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encajaba en su sitio mientras emovimiento constante de su brazo latravesaba los hombros.

Applethorpe interrumpió su ronda drepaso y correcciones.

 —Bien —dijo—. Godwin. Ya tiene

a muñeca.

***

En casa, en su espacioso y aireadvestuario, con la chimenea encendid

para repeler el frío, Michael se quitó sropa de entrenamiento empapada dsudor. Su criado se llevó las prendas

sencillas y poco elegantes, sin hace

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comentarios. Otros sirvientes le trajeroagua caliente para la bañera. Ssumergió agradecido en la pila, cuyvapor se elevaba agradablementperfumado con clavo y pétalos de rosaSólo le dio tiempo a darse un brev

remojo antes de tener que vestirse para cena. Esa noche era la fiesta de l

duquesa, y no le apetecía llegar tarde

perder su sitio en la barcaza. Ni siquiera previsible compañía de lord Hor

bastaba para atenuar la agitación qu

sentía. Le costaba imaginarse lnecesidad de conversar con nadie máestando Diane presente. Se habíolvidado de lo difícil que resultab

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hablar con ella y la estimación de supropios atractivos había recuperado enivel acostumbrado.

Michael se levantó desnudo debaño para encararse con su figurareflejada hacia abajo por el gran espej

que coronaba la chimenea. Se detuvocon la mirada fija, cuando se disponía coger la toalla. Estaba acostumbrado

pensar en sus hombros como algo frágila veces tenía que utilizar acolchadopara satisfacer las exigencias de l

moda. Ahora le parecían esbeltos competentes. Los huesos de su clavículseguían su línea, gráciles como las alade un ave. Un caballero no descubría e

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cuello en público, por lo que subondades quedaban reservadas para lntimidad. Pero en la estancia sobre e

establo uno se acaloraba y adoptaba ecuello abierto propio de lorabajadores.

Siguió la línea hacia la quseñalaban como una flecha, hasta specho. Todo lo que el mundo habí

considerado hermoso se podía adiestrarafilarse en la piedra de amolar deentrenamiento hasta convertirlo en u

arma peligrosa. Al levantar la cabezcruzó la mirada consigo mismo. Laoscuras pestañas que enmarcaban suojos los dotaban de mayor profundida

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de la que tenían, tornaban sus pupilas epiedras que levantaban ondas de coloverde azulado como el mar. Tuvo lsensación de estar siendminuciosamente examinado por udesconocido, de hundirse en sus propio

ojos, tan bellos. No conocía al hombrdel espejo, pero quería hacerlo. Cuantmás se observaba, más se alejaba de é

preguntando: ¿Quién eres? ¿Ququieres?

Tenía los pies fríos. El suelo er

como el hielo y su cuerpo envaradhabía empezado a tiritar. Michael agarra toalla y se secó vigorosamente

Tendría que vestirse aprisa. Los fuego

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artificiales estaban a punto de empezasobre el río y la barcaza no debía zarpasin él.

***

El día había sido despejadoemplado casi; pero el crepúsculo traj

consigo un frío que arreció conforme s

escondía el oscuro sol de inviernolevándose la temperatura consigo

Colgaba bajo sobre el perfil de l

ciudad, tan rojo como las frambuesas everano. La calle de la Ribera estabcuriosamente desierta, silenciosa com

el alba. El fango del suelo se habí

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convertido en costras congeladassobrenaturales paisajes en miniatura dhielo y barro. Las botas nuevas de Aledemolieron un castillo de cuento dhadas. Resbaló en un charco de hielo recuperó el equilibrio, maldiciendo.

 —¿Seguro que quieres ver estofuegos artificiales? —le preguntRichard.

 —Me encantan los fuegos —respondió Alec con una facilidasospechosa—. Los valoro más que a l

vida misma. —La margen occidental estaratestada a la altura de Waterbourne —dijo De Vier—, con carruajes, gente d

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a ciudad alta y vendedores. Demasiadapersonas viven ahí. La mitad de lRibera se habrá acercado a vaciabolsillos. Haríamos mejor en quedarnoen la otra orilla, no estará tan llena.

 —¿De rateros o de espectadores? —

dijo Alec; pero siguió a Richard.Buscaron el puente bajo, qu

conectaba la Ribera con la Ciuda

Vieja. Aún quedaban ahí algunoresidentes, pero en su mayoría la margeoriental estaba tomada por edificio

gubernamentales: el antiguo palacio, ecastillo/fuerte y el cuartel… Las maníade los ricos maravillaban a Richard. Nenía nada en contra de los fuego

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artificiales. Pero exigir a tus amigos quse sentaran en sus barcazas en mitad derío a finales de invierno para qudisfrutaran de ellos, eso se le antojabuna excentricidad. Sentía el frío, eviento que cruzaba el río, aun a pesar d

su ropa nueva. Se había comprado uncapa robusta, una chaqueta y guanteforrados de piel. También Alec se habí

abrigado y había dejado de quejarse causa del frío. Le gustaba tener dinerque gastar, que dilapidar en comida

apuestas.Al otro lado de la oscura extensiófluvial se cernía la sección habitada da ciudad, surgiendo de sus orillas e

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pendientes cada vez más empinadahasta convertirse en la Colina y eclipsael firmamento nocturno. De Vier y Alea habían dejado atrás los muelles y lo

almacenes, el fuerte que defendía lantigua entrada a la ciudad por el río,

se acercaban a la Gran Plaza de lJurisdicción, la plaza de Justicia, dondel Consejo de los Lores habí

establecido su sede. Río arriba, el fulgonaranja de las antorchas de las barcazaa reunidas maculaba la crecient

oscuridad. Alec apretó el paso, ansiospor ver los primeros fuegos artificialesRichard tuvo que trotar para igualar suargas zancadas.

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Unos pasos resonaron tras ellosobre la piedra helada al otro lado de lplaza. Oyó voces jóvenes, reforzadapor la risa. Uno de ellas los llamó, covoz atiplada y clara:

 —¡Eh! ¡Esperad! —De Vier examin

a zona inspirado por la fuerza de lcostumbre. No había nadie más a quiepudieran estar dirigiéndose. Alec n

miró atrás ni aminoró el paso. —¡Eh! —Las voces eran insistente

—. ¡Esperadnos! —Alec sigui

caminando, pero Richard se detuvo y sdio la vuelta. Vio un pequeño grupo dmuchachos, todos ellos vestidos al iguaque Alec con túnicas negras, con e

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argo cabello cayéndoles sobre lespalda. Al elegir su ruta, no se habíparado a pensar en lo cerca que iban pasar de los dominios de lUniversidad.

El cabello de Alec ondeaba a s

espalda como la cola de un cometaRichard corrió para alcanzarlo.

 —Puedo sacarnos de aquí si quiere

—dijo con indiferencia. A modo drespuesta Alec se limitó a mirarlo frenó hasta caminar a un deliberad

paso de tortuga. El espadachín no tuvproblema para igualarlo; le recordabun ejercicio de piernas.

Los zapatos de los estudiante

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susurraron sobre la piedra aaproximarse, hasta que uno de ellos ssituó a la par de Alec.

 —Eh —dijo en tono amigable—pensé que estarías encerrado con tuibros.

Alec mantuvo la vista clavada afrente y no se detuvo. Richard tenía lmano en la empuñadura de su espada

Los estudiantes parecían estadesarmados, pero había muchas cosaque podían herir a Alec.

 —Eh —dijo el muchacho—, ¿tú neres…?Alec lo miró y el estudiant

artamudeó, desconcertado.

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 —Oh… eh… pensé que eras… —Piénsatelo mejor —dij

bruscamente Alec con voz extraña, unvoz de la Ribera que inquietó a De VierDio resultado, no obstante; loestudiantes cerraron filas y se alejaron

 Richard apartó la mano de su espada.

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Capítulo 7

La barcaza de Tremontaine se balancecuando lord Michael apoyó un pie en scostado; pero llevaba subiendo

bajando de las embarcaciones de lonobles desde que llegó a la ciudad y shabía vuelto un experto en no caerse. Uantorchero lo condujo al pabellón de

centro de la embarcación de fondplano. Las colgaduras eran verdes doradas, los colores de la duquesa

Todos los laterales estaban bajadomientras la barcaza aguardaba en emuelle; oyó risas a través del encaje,

el tintineo del metal. Era una de la

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barcazas más bonitas que hubiera botadningún noble. Siempre había queridmontar en ella. Pero ahora que teníocasión su mente apenas sí reparaba eella.

Una de las esquinas de encaje s

hizo a un lado para permitirle la entradal pabellón; las personas que estabasentadas a la mesa jadearon y s

estremecieron con la ráfaga de aire fríque lo acompañó adentro. Los invitadode Diane estaban cenando ya rodajas d

ganso ahumado, regadas con un fuertvino tinto que mitigaba el frío de lnoche y el río. Michael ocupó la únicsilla vacía; se había entretenid

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demasiado eligiendo chaqueta y pagabel precio siendo el último en llegar. Yeso que su atuendo ni siquiera tendrímportancia, como comprendía ahora

ninguno de los comensales iba renunciar a sus capas de pieles, pese a

brasero que les calentaba los piedebajo de la mesa. Parecían una partidde caza campestre, envueltos en pesado

grises, pardos y negros que refulgían ondulaban como pelajes vivos a la lude las velas.

La duquesa levantó una copa en sdirección. La curva de su muñeca erdolorosamente blanca incluso recortadcontra el pelaje blanco de su puño. L

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copa de Michael estaba llena de un vindel color de los rubíes. La bebidaaunque estaba fría, seguía siendo mácálida que el aire de la calle; le parecique la sentía fluir directamente por suvenas.

Allí estaban todos: el joven Chrievilleson y su hermana, lady Helena

cuyos rizos Michael recordaba habe

ironeado en las fiestas de su niñezMary, lady Halliday, sin su señor, eCanciller de la Creciente, al qu

reclamaba algún asunto en la ciudadAnthony Deverin, lord Ferris, lbrillante y joven esperanza del Consejde los Lores, Canciller del Dragón ya

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os treinta y dos años; y lord Horn. Ecalor sonrojaba la tez pálida de HornSe vestía con una espléndida piel dzorro gris de pelo largo. La luz atenuado favorecía y le prestaba una eleganci

enjuta y exagerada. Lucía anillos d

plata, lo que atraía la atención hacia suesbeltas manos cuando buscaba algo ea mesa.

Miró a Michael con frídeliberación. Era una mirada qumplicaba una intimidad añadida e hiz

que a Michael se le pusiera la piel dgallina. La sonrisa que se insinuaba eas comisuras de sus labios hacía qu

Michael sintiera deseos de agredirlo.

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Se llevaron el ganso y el vino tinto se sirvieron pequeños cuencos de sopde almendras caliente cuyo contenido smecía suavemente con la corriente.

 —Oh, cielos —dijo la duquesa—Me lo temía. Estamos a punto d

zozobrar. Espero que el río no estagitado.

 —No lo está —dijo Michael—. E

cielo está despejado, hace un tiempexcelente para los fuegos artificiales.

 —Si exceptuamos el frío. —Helen

evilleson tiritó de manera teatral. —Bah —dijo su hermano—, dpequeña te escapabas por la ventana envierno para ir a ver a tu pony. —Lad

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Helena le pegó con su pompóperfumado.

 —Milord —advirtió la duquesa—, ninguna mujer le gusta que le recuerdesu pasado. Empero, no todas están tabien armadas como lady Helena.

 —Si intenta demostrar lo señoritque es ahora —dijo remilgadamentHorn—, haría mejor en guardar eso.

 —¿Quién me protegerá en ese caso—preguntó Helena. Los ojos de la jovechispeaban con la alegría de ser e

centro de atención. —¿De qué? —preguntnocentemente su hermano.

 —Cómo, de los insultos

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evidentemente —la defendió la duquesa —Con el debido respeto, señor

duquesa —respondió lord Christophe—, la verdad no se puede considerar unsulto.

 —Idealismo —murmuró lord Ferris

mientras Diane contestaba: —¿No se puede? Eso depende de

momento, milord.

 —Una vez tuve un pony —acotó evoz baja lady Halliday—. Me mordió.

 —Tiene gracia —dijo Christophe

evilleson—; el de Helena siempruvo miedo de que ella le pegara ubocado a él.

 —¿Del momento? —pregunt

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Michael, emergiendo de un trago heladde glacial vino blanco. Poco lmportaban los ponis y los pompone

perfumados. Diane casi no se habífijado en él tras su saludo iniciaEmpezaba a esforzarse por distinguir lo

crípticos mensajes que le había enviadel otro día. La fiesta parecía tan normaque le hacía sentir incómodo. Par

encontrarla de nuevo tenía la impresióde que debería cruzar un laberinto dsignificados ocultos.

Ahora, por fin, sus ojos grises sclavaron en él. —¿Es el vino de vuestro agrado? —

preguntó la duquesa.

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 —El momento de la verdad —dijord Horn con exagerada presuntuosida

—. Eso queda para los políticos comFerris, y no para los meros adornocomo tú y yo.

Los mensajes, que Dios se apiadar

de él, provenían de Horn. Michaerechinó los dientes frente a los aires dsuperioridad de aquel hombre.

 —El vino para el pescado —continuó la duquesa con implacable mpersonal cortesía— creo que es aú

mejor. —¿Pescado? —exclamó ladHalliday—. Querida, pensaba quhabías dicho que sólo sería un picnic.

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La duquesa hizo un mohín. —Iba a serlo. Pero mi cocinera s

dejó entusiasmar por la idea de lo qupodría hacer falta para alimentar a sietpersonas en el río en pleno invierno. Nsiquiera me atrevo a discutir con ella

por miedo a pasarme una semana entera base de pollo con nata.

 —Pobre Diane —dijo lord Ferri

con una sonrisa—. Dejas que todo emundo te intimide.

***

Sobre el río parecía que el ciel

estuviera en llamas.

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 —¡Date prisa! —dijo Alec. Pero adoblar la esquina con Waterbournvieron que la luz procedía de laantorchas colocadas en las barcazas dos nobles que ocupaban el centro de

río. Unas diez o quince de ellas s

arracimaban en medio de las oscuraaguas. Parecían elaborados brocheprendidos de una seda negra veteada co

ondulaciones de oro.Alec soltó un suave silbido entre lo

abios agrietados.

 —Los ricos —dijo— pareceespecialmente ricos esta noche. —Es impresionante —dijo Richard. —Espero que no se estén muriend

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de frío —dijo Alec, queriendo deciodo lo contrario.

Richard no respondió. Estababsorto en el espectáculo de una nuevbarcaza que remontaba el río para unirsa las demás. Una estela de llamas

humo negro surgía de las antorchacolocadas en su proa, rodeándola dgloria y peligro. El pabellón verde

dorado todavía estaba cerrado. Aunquera la barcaza en sí lo que lo intrigabaDebía de haber hecho algún ruido; Ale

giró sobre sus talones para ver questaba mirando. —Por supuesto —dijo Alec con un

sonrisa sarcástica—; qué fiesta estarí

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completa sin una.La proa de la barcaza se elevaba e

a grácil curva de un cuello de cisneUna diadema ducal coronaba su cabezaEn perfecta proporción estaban hechaas alas, que se desplegaban hacia atrá

para proteger los flancos del bote. Pesa las colgaduras, pese al fondo plano a popa exagerada, la barcaza conseguí

dar la impresión de ser un cisne gigantque nadara en el río. Sus remos shundían y levantaban, goteando joyas

cada palada, tan suavemente que lembarcación parecía deslizarse sobre lsuperficie del agua.

 —¿Quién es? —quiso saber De Vier

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 —Tremontaine, claro —respondibruscamente Alec—. Mira esa coronducal que lo cubre todo. Pensaba quhasta tú reconocerías esas galas.

Richard las había tomado poadornos.

 —No conozco a Tremontaine —dij—; nunca he trabajado para él.

 —Ella —dijo con acritud Alec—

¿No ves el toque femenino?Richard se encogió de hombros. —No puedo tenerlos a todos e

mente. —Me sorprende que no hayas hechningún encargo para ella. Diane es undama enamorada de la moda, y tú eres e

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favorito de moda… —¿Diane? —Richard buscó l

conexión y dio con ella—. Oh, ésa. Es lque organizó la muerte de su marido. Lrecuerdo. Fue antes de que me pusierde moda.

 —¿La muerte de su marido? —dijAlec, arrastrando las palabras—. ¿Undama tan agradable con una barca ta

bonita? Qué cosas más terribles dicesRichard.

 —Puede que no le gustara.

 —Poco importa. De todos modosestaba loco. Ella fue nombrada duquespor derecho propio y a él lo encerraron¿Para qué matarlo?

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 —A lo mejor comía demasiado. —Murió de un ataque.De Vier sonrió mirando al suelo. —Y tanto que sí.Las barcazas se mecían

balanceaban conforme los amigo

ntentaban acercarse lo suficiente unos otros para intercambiar cotilleos piezas de fruta. También había vario

conjuntos musicales compitiendo entrsí. Asaltó sus oídos una dramáticandanada de viento, incómodament

enredada en los tendones de un arpa una flauta y los anémicos brazos de ucuarteto de cuerda.

 —En fin —dijo Alec mientra

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contemplaba el caos a sus pies—, amenos podemos estar seguros de que nnos vamos a morir de aburrimiento.

***

En las barcazas que los rodeaban lgente se lanzaba comida y saludos entrvítores imparciales. Recibieron un pa

de naranjazos, pero en la serenpresencia de Diane los invitados bordo del cisne rehusaron sumarse a l

escaramuza, mientras las alas del cisnos protegían de los misiles.

Mary Halliday, que, algo que mu

pocos sabían, tenía buen oído para l

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música, torció el gesto ante lmezcolanza de instrumentos y melodíasDiane, con una sonrisa de comprensióndijo:

 —Me pregunto si podríamoconvencerlos para que colaboraran co

uestra ciudad de luz. —No si me quieres —dijo Ferris, e

Canciller del Dragón—. Sé poco d

música, pero tengo claro qué es lo questoy harto de escuchar. Abre todas lasesiones del consejo.

 —Pero —le sonrió la duquesa—¿la has escuchado alguna vez en un trípara trompeta, arpa y viola de amor?

 —No; y si tengo suerte no l

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escucharé nunca. Lástima que no trajerau órgano portátil para pode

enmudecerlos a todos con  Dios me hcalentado el corazón.

 —Tendríamos que instalar locañones en la parte de atrás, y l

estampa sería poco afortunada. Si tenéifrío, milord, morded un grano dpimienta.

La sospecha comenzaba a anidar eel corazón de Michael. Diane y lorFerris parecían conocers

remendamente bien. ¿Podría haber unconexión íntima entre ellos? Michaententó decirse que no debía ser ta

estúpido. Lord Horn estab

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aburriéndolos a Helena y él con uncomplicada historia sobre ciertbanquete de gala al que había asistidopara lo que parecía necesario tocar un  otra vez la rodilla de Michael par

enfatizar. Si fuera una mujer, reflexion

Michael, Horn jamás osaría tocarle lrodilla. Si era cierto lo de Diane Ferris, quizá pudiera organizar la muert

de Ferris. O puede que incluso —desduego, todavía era un principiante, per

Applethorpe parecía opinar que tení

madera de espadachín— retara acanciller él en persona, sin previo avispara que Ferris no pudiera emplear otro que se batiera en su lugar. Aunqu

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el que uno librara sus propios duelos eralgo inusitado. ¿Le parecería de magusto a la duquesa? ¿O sería la clase demeraria originalidad que esperab

encontrar en él…? —Con lo que lord Michael estará d

acuerdo, no lo dudo —concluycomplacientemente Horn.

Lord Michael levantó la cabeza a

oír su nombre. —¿Qué? —dijo sin ningun

elegancia.

Riéndose, lady Helena le pegó ugolpecito en el hombro con su pompóperfumado y la límpida mirada gris dHorn se clavó en él. Michael sintió un

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repentina repugnancia por la pescadillhervida que estaba comiendo.

 —Helena, ¿no puedes aprender controlar tu mascota? —preguntentativamente Michael a la joven dam

del pompón perfumado.

La risa argéntea de la duquesa eroda la recompensa que necesitaba

cambio de lo que consideraba un loable

magnánimo más bien, control de semperamento.

***

A Alec le irritaba no ser capaz d

conseguir que De Vier quisiera apostar

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ver qué barcaza sería la primera evolcar. Tenía todas las probabilidadeestudiadas, a juzgar por cómo sconducían esas personas.

 —Mira —insistió pacientementeaun a sabiendas de que De Vier jamá

apostaba por nada ni nadie—, te lpondré fácil. Si crees que…

Pero un toque de cornetas, bie

coordinado por el encargado de lofuegos artificiales, ahogó las palabrade Alec. Los sirvientes se afanaba

entre las barcazas para apagar todas suantorchas a la vez. Las embarcacionese mecían violentamente con suacciones; los músicos, peor educado

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que sus señores, blasfemaron. El agurechazada por los botes mecidochapaleaba contra la orilla. Del agusurgían risas estremecidas. De repentese hizo el silencio cuando el primero dos cohetes estalló contra el cielo.

Reventó sobre sus cabezas como unestrella azul, llenando el firmamento dpétalos flamígeros por un asombros

momento antes de comenzar su lánguiddesintegración en punta tras punta dfuego abrasador. En ambas márgenes de

río se produjo un siseo cuando cayeroas chispas a la negrura que laesperaba, dejando un espectral rastro dhumo que se disipó ante sus ojos.

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En la consiguiente pausa previa a lsiguiente ronda, Richard se volvió hacisu amigo. Pero la mirada de Alec no shabía apartado del cielo vacío. Su rostrera una máscara de deseo ciego.

Algunos vecinos se habían unido

ellos en el terraplén por encima del ríoenderos, no eruditos. Llegaron e

parejas, cortejándose, quizá, apretado

os unos a los otros con los brazoalrededor de la cintura. Alec no reparen ellos. Tenía la cara bañada de verd

  oro mientras se descolgabaguirnaldas de fuego del firmamento.Un pitido estridente hendió el aire

algunas de las personas que tenía

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detrás dieron un respingo. En la brechde silencio floreció un nudo de llamaescarlatas. Se abrió despacio, comdespacio se disolvió en una hueste dhilachos, una flor como un árbol en florcon un corazón dorado que emergía

atente, en su centro. Durante largos entos segundos el paisaje entero quednundado de escarlata. En eso

momentos carmesíes Richard oyó quAlec soltaba un apasionado suspiro y lvio levantar las manos para hundirlas e

el fulgor.El estallido y el chasquido de lofuegos artificiales, resonando de unorilla a otra, dificultaban el percatars

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de los pasos. Richard no reparó en lpresencia del recién llegado hasta sentia sutil ondulación de tela a su lado. S

mano descendió como una serpiente atrapó la mano del intruso, en equilibridonde la mayoría de los caballero

guardaban sus bolsas. Sin mirar abajejerció una presión feroz entre lohuesos. Luego se giró despacio par

descubrir a quién pertenecían locontrolados gorgoritos de dolor.

 —Oh —dijo Willie Dedosligeros

sonriéndole sin fuerza pero con encant—. No sabía que eras tú.Richard le soltó el brazo y lo vi

masajearse el nervio. El ladronzuelo er

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menudo como un niño y su cara, aunqupálida, era todo candor. Su especialidaeran los allanamientos de moradaRichard lamentaba haberle lastimado lmano importante, pero Willie se lo tomcon filosofía.

 —Me has engañado, maese De Vie—dijo—, con esos perifollos. Pensé quserías un banquero. Pero da igual; m

alegro de haberte encontrado. Tengnoticias que quizá te interesen.

 —Está bien —dijo Richard—

Puedes ver los fuegos artificiales, yque estás aquí.Willie miró hacia arriba y s

encogió de hombros.

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 —¿Para qué? Sólo son luces dcolores.

Richard esperó a que terminara lronda siguiente antes de contestar:

 —Son endiabladamente carosWillie; para algo deben de servir.

Era una causa perdida. Los fuegoartificiales ya casi debían de estaerminando y Michael vio que a bord

de la barca con forma de cisne no iba ser nada más que uno más entre tantoamigos. La duquesa no le prodigaba u

rato distinto que a los demás; si acasose mostraba más alejada del, puesto quera al que menos conocía. Trasegmalhumorado un vaso de burdeos

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picoteó su pato. Por lo menos ella no shabía burlado de él como el idiota dHorn, que no había parado de hablar dos fuegos artificiales que habí

presenciado en días mejores. Horcarecía del ingenio necesario par

captar los dobles sentidos de lduquesa. Michael sí, aunque no le estabsirviendo de nada. Se había reído co

sus salidas, pero ella había desviado lmirada hacia lord Ferris.

¿Por qué Ferris? ¿Estaría mejo

vestido que Michael? Era más poderosoeso sin duda; pero a la duquesa no lnteresaba la política. Su dinero, sngenio y su belleza eran cuanto pode

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necesitaba, pensó Michael. Ferris ermoreno mientras que él era rubio. Ferrini siquiera estaba entero. Había perdidun ojo de pequeño, y lo que era por ldemás un rostro atractivo quedabdescompensado por un llamativo parch

negro. Una afectación: al menos podríhaber encargado varios de ellos parque hicieran juego con su atuendo. E

fin, Ferris tampoco era el único coalguna excentricidad interesante. Epropio Michael estaba ya lo bastant

mplicado en las aventuras de la espadcomo para provocar un pequeñescándalo. Sólo porque lo ocultara bajuna fachada atildada… Debía encontra

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a manera de decirle a la duquesa lo quhabía hecho siguiendo su sugerenciaalguna forma de quedarse a solas coella, lejos de los demás…

Se produjo un repentino silencioLos fuegos artificiales parecían habe

erminado. Los demás lanzabaexclamaciones de desilusión, mientraos criados se llevaban el quinto plato

volvían a bajar los laterales depabellón. La duquesa hizo una seña a uacayo, que asintió y se dirigió a l

popa. —Si a nadie le importa —explicó sus invitados—, creo que deberíamozafarnos de este apiñamiento antes d

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que intenten irse todos los demás. Sque lord Ferris tiene otro compromisesta noche, pero los demás quizá queráientrar en la casa luego para sacudiros efrío de encima.

 —¿Oh? —Lord Horn se arrimó a

canciller—. ¿No estaréis invitado a lpartidita de cartas de lord Ormsley, pocasualidad?

 —No. —Ferris sonrió—. Negociosme temo.

La duquesa se levantó, indicando

sus invitados que no la imitaran. —Por favor, poneos cómodos. Sólquiero ir adelante para respirar un poco

Michael sintió un cosquilleo en l

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piel. Era como si le hubiera leído lmente. Le daría un momento y despuéría tras ella.

***

La traca final fue una carrera de lu  sonido. Los colores se sucedían e

arcos extáticos, a cada cual más alto

brillante, hasta que el esplendor svolvió casi insoportable.

Un silencio reverencial y expectant

sucedió a la caída de las últimas chispaal río. Pero el cielo permaneció vacíoun manto de estrellas pulcrament

doblado sobre el lecho de la noche. Lo

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espectadores se estremecieron y sencogieron de hombros.

Alec se giró por fin hacia Richard. —¿No crees —preguntó con avide

— que la explosión de un cohete tpodría matar?

 —Podría —respondió Richard—Aunque tendrías que estar sentado en lpunta.

 —Sería rápido —dijo Alec—, espléndido, a su manera. A menos quuno impidiera la explosión. —Willi

Dedosligeros cambió el peso del cuerpde un pie a otro—. Eh. Hola, Willie¿Has venido a desplumar…? —Richarmeneó la cabeza, indicando a lo

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dueña de tu barca preferida. Ésa es lduquesa.

 —Es preciosa —dijo Richardsorprendido.

 —Cualquiera lo sería —dijdesdeñosamente Alec— a bordo de un

gran barca blanca en medio del ríoTendrías que verla de cerca.

Costaba saber qué era lo que querí

decir cuando se expresaba de esa formacomo si se estuviera burlando de smismo por hablar y de ti por escuchar

Richard había visto usar ese tono a otronobles, aunque no, por lo general, coél. Willie Dedosligeros, que nunca habídisfrutado de la conversación de ningú

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noble, carraspeó. —Maese De Vier…Les hizo señas, como un niñ

pequeño que quisiera enseñarles un nidde petirrojos. Los dos hombres lsiguieron hasta una esquina de la pared

a resguardo del viento y de casi todaas miradas.

El ladronzuelo se apartó el mechó

de pelo que parecía colgarle siemprpor encima de la nariz.

 —Ah, a ver. Lo que quería decir e

que alguien ha estado preguntando poDe Vier las dos últimas noches en eocal de Rosalie.

 —¿Lo ves? —le dijo Alec a Richar

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—. Sabía que no deberíamos haber idadonde Martha… —Aunque era él eque se había empeñado.

 —Y este hombre —continuó Willi— tiene dinero, dicen.

 —¿En la Ribera? —dijo Alec

alargando las palabras—. Debe de estaoco.

 —¿Por qué no se me ha informad

antes de esto? —dijo De Vier. —Ah. —Willie asintió sabiament

—. Verás, está pagando. Está soltand

un poco de plata para que la noticilegue a tus oídos. Dos noches de pagano está mal.

 —¿Quieres que nos mantengamos a

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margen una noche más? —preguntó eespadachín.

 —No. He tenido la suerte dencontrarte, pero seguramente a estaalturas ya habrá otros buscándote.

 —Está bien. Gracias por la

molestias. —Richard dio algunamonedas al bolsista. Willie sonrióflexionó sus ágiles dedos y se perdió e

a oscuridad. —Cómo te adoran las gente

sencillas —dijo Alec, mirando en l

dirección en que se había ido—. ¿Qupasa cuando no tienes dinero? —Confían —respondió Richard—

en que me acordaré cuando lo tenga.

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***

Se hizo el silencio por un momentcuando la duquesa se fue del pabellónTodos sus invitados eran sociables ponaturaleza, pero la marcha de sanfitriona exigía un hiato dreorganización.

Michael, martirizado, escuchó cóm

Chris y lady Halliday hablaban de lrevuelta de tejedores en HelmsleighCada segundo era vital; pero no debí

salir corriendo tras ella. Consideró afin que había transcurrido el tiempsuficiente. Imposible como era evadirs

sin llamar la atención, bostez

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extravagantemente y estiró los brazohasta donde se lo permitía su chaquetajustada.

 —¿No estaréis cansado ya, querido—dijo Horn.

 —¿Cansado? —Michael esbozó l

más dulce de sus sonrisas. Ahora questaba a punto de conseguir lo ququería, se podía permitir el lujo de se

olerante—. ¿Cómo podría estar cansaden tan agradable compañía?

 —A mí el vino siempre me da sueñ

—dijo lady Halliday en un sombríntento de resultar educada. Lady Helenconfesó que a ella también, aunquamás osaría confesarlo con caballero

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delante. Satisfecho porque la atención shabía desviado de sus movimientosMichael empezó a levantarse.

Como un yunque de encaje, la mande lord Horn cayó sobre su hombro.

 —¿Sabéis —le confió Hor

nclinándose sobre él— que la primervez que vi a Ormsley apenas sabídistinguir un as de un comodín? Y ahor

celebra partidas de naipes exclusivas eesa enorme monstruosidad que le legó smadre.

Michael murmurcomprensivamente, sin aflojar la tensióde sus músculos.

 —¿Supongo —dijo Horn— que n

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dijo Michael, con la arrogante simplezque es la antítesis de la coquetería. Vicómo se paralizaba el rostro de Horn añadió—: Intento conservar la dignidad

Fue innecesariamente cruel… hipócrita, viniendo de alguien al qu

habían descubierto descolgándose pouna ventana. Pero Horn debía aprendealguna vez que habían pasado diez año

desde sus días de gloria… y además, lduquesa acababa de reaparecer en lentrada, ruborizada y hermosa, como un

diosa del rio, coronada de estrellasMichael sintió cómo se le encogía ecorazón en un duro nudo que resbalhasta el fondo de su estómago.

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 —Está nevando —dijo la duques—. Qué bonito, y qué contrariedad. Posuerte tendremos comida de sobra si nodemora.

Se sentó con un remolino de pielesLos diamantes de nieve que punteaba

su cabello y sus hombros rutilaron poun momento a la luz de las velas antede desvanecerse con el calor.

 —Bueno, estoy segura de que soiodos demasiado educados como par

hablar de mí, así que, ¿qué perlas d

conversación me he perdido?Lady Helena intentó igualar sngenio, pero se quedó en un intento d

frágil afectación:

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 —Únicamente el deleite de escuchao heroico que se mostró Christopher e

Helmsleigh. —Ah. —La duquesa miró a lor

Christopher con seriedad—. Loejedores son importantes.

 —Para mi sastre, al menos —dijovialmente Horn—. La lana loca

según él, pronto se volver

nusitadamente cara. Intenta vendermde oferta todos los colores del añpasado.

Al otro lado de la mesa, lord Ferrienarcó la ceja que no le cubría sparche.

 —Cuesto trabajo conservar l

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dignidad vestido con los colores del añpasado.

Michael se mordió el labio. No ersu intención que la frase despectiva quhabía dirigido a Horn se hiciera pública menos que los demás se sumaran a l

humillación.Horn inclinó cortésmente la cabeza. —Creo que mi sastre y y

legaremos a un acuerdo. Hace años qume conoce y sabe que no es convenientugar conmigo.

El nudo que tenía Michael en eestómago dio un vuelco.Ferris se dirigió a Diane: —Supongo que habrá que incluir

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ord Christopher en el círculo de lorHalliday, si es que puede decirse de tansigne canciller que posea algo ta

pequeño como un círculo. Pero enombre de mi cargo no puedo por menode ensalzar su trabajo en Helmsleigh.

 —Sois muy amable —murmuró lorChristopher, asumiendo el estoicaspecto de quienes se ven obligados

recibir cumplidos en público. —En realidad no —le dijo l

duquesa—. Milord Ferris e

remendamente ambicioso, y la primerregla de la ambición es no ignorar jamáa quien haya sido de utilidad.

La risotada general que provocó l

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agudeza de la duquesa alivió la tensión.Se sacaron cuatro platos más e

aproximadamente una hora de lentremar antes de que se volvieran encontrar en el embarcadero dTremontaine. Cuando llegaron todo

estaban un poco resfriados, un pocachispados y completamente llenos.

Lo único que quería Michael er

apearse de la barcaza y alejarse daquel grupo tan desastroso. Primero lduquesa lo había embaucado y ahor

estaba consiguiendo que pareciera ubobo… y, lo que era peor, que scomportara como tal. Pero Ferris nenía derecho a coger un comentari

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privado y esgrimirlo contra Horn de umodo destinado a suscitaresentimientos. Ahora Horn estabenfurruñado como un chiquillo por unnadería. Si el mismo Horn hubiera sidmás sutil, Michael no se habría vist

obligado a mostrarse tan franco en srechazo. Horn pasó el resto del viajdirigiendo su atención a todas parte

salvo a Michael. Michael prefería esto sus flirteos. El hombre se estabcomportando como si jamás le hubiera

dado calabazas, situación que Michaeconsideraba sumamente improbable.Pese a los compromisos que l

aguardaban, lord Ferris fue invitado

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unirse al grupo en el interior de lmansión de la duquesa para beber algcaliente. Y pese a su deseo dmarcharse, Michael sentía que iría econtra de su dignidad irse antes quFerris. Apuró su ponche de un trago

sintió que con el calor se disolvía eparte el nudo que tenía en el estómagoCuando Ferris pidió su capa, n

obstante, Michael hizo lo propio. Diandijo todas las cosas que tenía que decisobre cómo debería quedarse, d

verdad; pero no había ninguna luespecial en sus ojos y no la creyó. Loacompañó a él y a lord Ferris hasta lpuerta, y allí dejó que Michael volvier

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a besarle la mano. Sería seguramente eponche lo que le hizo estremecerscuando la cogió. La miró a la cara encontró una sonrisa tan dulce clavaden él que parpadeó para despejarse lvista.

 —Mi querido joven —dijo ella—enéis que venir más veces. —Eso fuodo. Pero él se demoró fuera bajo e

pórtico mientras el mozo le sujetabpacientemente el caballo, queriendo damedia vuelta y preguntarle si lo decía e

serio, o pedirle que se lo repitiera. Se locurrió que podía haber extraviado upar de guantes y se encaminó hacia lpuerta. A través de ella escuchó una voz

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dirigida a Ferris: —Tony, ¿por qué atormentabas a

pobre Horn?Ferris se rio por lo bajo. —Te diste cuenta, ¿verdad?Era una voz de extrema intimidad

Michael conocía bien ese  tono. Lpuerta se abrió y él se refugió en lasombras, para ver la muñeca blanca d

a duquesa pegada a los labios dFerris. Luego ella se quitó una cadenque llevaba al cuello y se la pasó por l

boca una vez antes de dársela a él.Antes de que su reacción pudierdelatarlo, Michael salió de la sombra da casa y montó a lomos de su caballo

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Ahora sabía algo sobre la duquesa qunadie más sospechaba siquiera. Y deseóen general, estar muerto, soberanamente borracho.

Bertram pudo satisfacerlo en estúltimo. Pero mientras bregaba maread

en el agradecido abrazo de su amigobuscando el olvido, Michael pensaba spodría hacerle daño con es

conocimiento… sólo lo necesario parconseguir lo que quería.

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Capítulo 8

Había empezado a nevar otra vecuando llegaron al local de Rosalie. Sformaban blandos copos en la oscurida

ante sus ojos, para caer como estrellasAlec siguió a Richard escalera abajo al interior de la taberna, agachándose apasar bajo el dintel. Rosalie tenía s

establecimiento en el sótano de unvieja casa adosada. Podía confiarse eque fuera fresco en verano y cálido e

nvierno, siempre oscuro y con olor ierra.

La luz de las antorchas de la tabern

os deslumbró. Sus ropas humearon co

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el calor, su olfato recibió el asalto dos olores de la cerveza, la comida y lo

cuerpos, sus oídos el de los gritos dugadores y anecdotistas.

En cuanto vieron a Richard alguiegritó:

 —¡Ahí está, fijaos todos! ¡Se acaba bebida gratis!

 —Oooh —se lamentaron a coro. Lo

ugadores de dados profesionalereanudaron sus partidas, los bebedoreprofesionales se recordaron que la vid

era así. Algunas de la Hermandasalieron al encuentro de Alec, que lepartiría la cabeza antes de consentir que sacaran los colores.

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 —¿Quién os ha avisado esta vezmaese De Vier? —preguntó RodgMedio Amartillado—. He apostado poWillie.

Su socia, Lucie, inclinó el cuerppor encima de la mesa.

 —¡En fin, lo que está claro es que nfue Ginnie Vandall!

Las risas que suscitó est

significaban algo. Richard esperpacientemente a averiguar el qué. Teníalguna idea.

Rodge le hizo sitio en su mesa. —Es Hugo, tesoro —explicó Luci—. El bonito Hugo de Ginnie va detráde tu trabajo. Debe de haber oído habla

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de la plata y habrá pensado en el oroAsí que Hugo va y se presenta aquanoche, con todo el descaro del inundoa primera vez que pone el pie aquí e

meses, sabiendo de sobra que aquí edonde vienes tú a por trabajo. Y v

derechito a este noble. ¡Dientcamelárselo, pero el tipo no es tonto, ncuela.

 —Me gustaría conocer a este Hug—dijo prudentemente Alec detrás dRichard, apoyado en un poste.

Rosalie en persona le trajo lcerveza a Richard. —Yo invito, cariño —le dijo—. ¡N

e creerías la de negocio que me ha

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conseguido las dos últimas noches cono pasarte por aquí!

 —¿Para mí no hay? —inquirió AlecRosalie lo miró de arriba a abajo

La dueña de la taberna erconservadora: para ella él seguía siend

un recién llegado. Pero Richard estabcerca de él últimamente, y ya había vistalgunas peleas libradas en su defensa

así que encargó otra jarra para él. Luegse sentó para discutir con Lucie.

 —No es ningún noble —dij

Rosalie—. Conozco a los nobles. Ésono vienen aquí, envían a alguien parque les arregle sus asuntos.

 —Sí que lo es —insistió Lucie—

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Habla como si lo fuera. ¿Te crees que yno conozco a los nobles? Me he hecho una docena; te suben a la Colina en sucarruajes, te tumban en camas cosábanas de terciopelo y te dan ddesayunar caliente antes de que te vayas

Richard, que sí que se había hecho algunos nobles, sonrió; Alec se rio entrdientes.

 —Pues claro que es un noble. —Mallie Blackwell se había unido a lrefriega, apoyando las dos mano

encima de la mesa para que sus encantocolgaran delante de sus caras—. Vdisfrazado. Así se los distingue. Cuandbajan al Perro Pardo para apostar, lo

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nobles siempre se ponen sus máscarasHacedme caso, he tenido unos cuantos.

 —No es una máscara —dijo Rosali—. Es un parche en el ojo.

 —Para el caso. —Oh, ¿en serio? —preguntó Ale

con estudiada indiferencia—. ¿En quojo? ¿Cambia de una noche a otra?

 —Es el izquierdo —atestigu

Rosalie. —Oh —dijo suavemente Alec—. ¿Y

no será un caballero de pelo negr

con…? —¡Hugo! —Un rugido jovial recibial recién llegado en beneficio de todo—. ¡Cuánto tiempo sin verte!

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Hugo Seville presentaba una plantmpresionante en la puerta y él lo sabía

Cabello brillante como el oro reciéacuñado y rizado sobre su frente varoniTenía la barbilla cuadrada, los dienteblancos e iguales, revelados en un

sonrisa de fuerza y confianza. Cuandvio con quién estaba sentado Rodge, ssonrisa se tambaleó.

 —Hola, Hugo —llamó Richardcortándole la retirada—. Ven y únete nosotros.

Dicho sea en su honor, Hugo sacercó a ellos. Richard leyó la cautelen su cuerpo y le satisfizo el que nquisiera armar más escándalo. L

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sonrisa de Hugo había vuelto a su sitio. —¡Richard! Ya veo que te ha

encontrado. ¿O no lo sabes todavía? —Oh, ya estoy al corriente de tod

a historia. Parece que tienposibilidades. No he vuelto a tener u

combate realmente complicado desde lde Lynch del mes pasado.

 —¿Oh? ¿Qué hay de De Maris?

Richard se encogió de hombros. —De Maris era un chiste. La vida e

a Colina lo había ablandado. —Hug

asintió solemnemente, reservándose sopinión. De Maris lo había derrotaduna vez—. Oh, Hugo —dijo De Vier—no conocerás n Alec.

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Hugo miró por encima y ligeramentdesde abajo al hombre alto qurespaldaba a De Vier. Observaba Hugo como si éste fuera un extrañnsecto que hubiera aterrizado en s

sopa.

 —Algo he oído —dijo Hugo—Ginnie me contó que hubo una pelea eel Mercado Viejo.

 —¡Oh, ese Hugo! —exclamó Aleccon el rostro animado por una inocentcuriosidad—. ¡El que chulea a Ginni

Vandall!La mano de Hugo voló hacia sespada. Rodge soltó una risita, y Luciun jadeo. El murmullo de conversació

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en las mesas cercanas se apaggradualmente al tiempo que todas lamiradas convergían en ellos.

 —Hugo es un espadachín —le dijRichard a Alec, sin alterarse—. Ginnidirige su negocio. Siéntate, Hugo,

ómate algo.Alec miró a Richard desde arriba

se sentó con toda tranquilidad, con un

mano sobre su jarra. Entreabrió loabios para decir algo; al final se limit

a humedecérselos y bebió un trago, co

os ojos clavados en Hugo por encimdel borde del recipiente.Eran verdes esos ojos, radiantes e

su cara angulosa, como los de un gato. A

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Hugo no le gustaban los gatos. Nunca lhabían gustado.

 —Te ruego que me perdones —dijel joven, con la elegancia de un noble—Debía de estar pensando en otrpersona.

 —No puedo quedarme —dijo Hugosentándose incómodamente—. Dentro dpoco tengo una cita con alguien.

 —Bien, eso está bien —dijRichard—. Háblame de este hombre¿Qué impresión te dio cuando l

conociste?Hugo podía pagar con informaciópor su metedura de pata. No era propide él intentar robarle el trabajo

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Richard. Éste intuía que no habíconseguido resistirse al olor del dinero.

Hugo ganaba mucho más quRichard. Estaba muy solicitado en lColina para batirse en duelos damantes, y como guardia en las bodas

Era gallardo y apuesto, bien vestidogracioso y razonablemente bieeducado. Hacia años que no aceptaba u

duelo a muerte. Hugo era un cobardeRichard lo sabía, y unos pocos más lsospechaban, pero mantenían la boc

cerrada por Ginnie y por el dinero quél ganaba. Hugo había perdido el templhacía años, cuando todavía librabpeleas arriesgadas. Podría habe

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recurrido al alcohol para superar unocuantos duelos más antes de venirsabajo; pero Ginnie Vandall había sabidver el potencial que había en Hugo y lhabía apartado de ese camino parmostrarle otro más lucrativo.

Richard apreciaba a Hugo. Ahorque la reputación de De Vier estaba ealza, los nobles no dejaban de buscarl

para ofrecerle encargos aburridos qusólo ponían a prueba su pacienciaRichard los delegaba en Hugo, y éste s

o agradecía. Los ingresos de Hugo eraconstantes; pero cuando se necesitaba alguien para una muerte, o para reparaalguna afrenta con sangre, todos quería

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a De Vier y le pagaban lo que pedía. —Todos los presentes —apunt

Richard— parecen pensar que se tratde un lord.  Salvo el   ama Rosalie. ¿Tqué dices?

El rubor de Hugo se discerní

apenas a la tenue luz. —No sabría decirte. Modales tenía

Aunque podría estar aparentando. —

Miró furibundo en dirección a Alec—Algunos lo hacen, ya sabes.

 —Afrontémoslo —dijo Rodge—; n

o reconoceríamos aunque fuera emismísimo Halliday en persona. ¿Quiéha visto alguna vez a uno de cerca?

 —Yo —dijo fríamente Alec

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Richard contuvo el alientopreguntándose si iría a delatarse sorgulloso compañero.

 —¡Qué suerte! ¿Dónde? ¿Era guapo —En la Universidad —dijo Alec—

Vino a hablar después de que s

produjeran algunos disturbios por edesalojo de algunas viviendas destudiantes por parte de la ciudad

Prometió financiar una beca y algunoprostíbulos nuevos. Fue muy bierecibido: lo paseamos en hombros, y m

pegó una patada en la oreja. —Eso lehizo reír elogiosamente, pero Alec nparecía afectado por su recién adquiridpopularidad. Dijo con amargura—

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aturalmente, jamás veréis a Hallidapor aquí. Ya hay demasiadas personamportantes que quieren matarlo; ¿po

qué tendría que bajar aquí y dejar que lhiciera cualquiera gratis? —Se echó lcapa sobre los hombros—. Richard, vo

a salir. Avísame si el parche cambia dojo.

 —¿No quieres quedarte y verlo po

i mismo? —No. No quiero.Alec cruzó la taberna con s

apostura habitual: la cabeza echadhacia delante, los hombros caídos, comsi esperar a tener que huir de algoRichard lo vio partir con curiosidad

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Después de la pelea en el MercadViejo, lo más probable era que Aleestuviera seguro en las calles, perparecía estar de un humor extraño y spreguntó qué era lo que lo impulsaba marcharse tan de repente. Pensó e

seguirlo, tan sólo para preguntárselo; tasólo para ver qué decía y escuchar esvoz cremosa… El mensajero tuert

volvería al día siguiente por la noche sde verdad quería encontrarlo. Richarse disculpó y corrió tras los pasos d

Alec, que se había detenido delante da puerta al abrirse ésta hacia dentroEntró una figura alta con un sombrernegro de fieltro. Alec lo mir

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penetrantemente antes de pasar junto él, apartándolo casi con el codo en sprisa por subir las escaleras. Richard sdisponía a seguirlo cuando el hombre squitó el sombrero, sacudiendo la nievde la copa. Un parche negro le cubría e

ojo izquierdo. Había torcidcompletamente el cuello para mirar Alec por encima del hombro. A

continuación cerró la puerta de golpe su espalda, se giró y vio a Richard.

 —Cielos —dijo con voz cansada—

espero que no seáis otro espadachín siempleo. —Bueno, lo cierto es que sí —dij

Richard.

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 —Me temo que mis requisitos sosumamente específicos.

 —Sí, lo sé —respondió—. Buscáia De Vier.

 —Correcto.Richard indicó una mesa vacía.

 —¿Os gustaría sentaros junto afuego?

La boca del hombre se qued

paralizada mientras la abría; luego sensanchó en una sonrisa, una sonriscargada de significado que indicab

entendimiento. —No —dijo cortésmente—, graciasSi no os importa el frío, preferiría urincón donde no nos molesten.

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Encontraron uno, entre un travesañ  la pared. Richard se acomod

pulcramente en su silla y el desconocidhizo lo propio, cuidándose de colocabien su ropa y el extremo de su espadaEra ésta una espada pasada de moda

pesada, con una elaborada empuñadurde arriaz cóncavo. Portarla lo exponía ariesgo de que lo desafiaran, pero el n

levarla encima le daría un aspecto mándefenso de lo deseable.

El hombre tenía el rostro alargado

enjuto, con un mentón atezado y bieperfilado, de sombras profusas. Lcubría una tez pálida, aun para estar envierno. El cordón de su parche s

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perdía en un cabello tan oscuro como eplumaje de un cuervo.

Rosalie dejó espontáneamente doarras encima de la mesa. El caballeruerto las rechazó con un ademán.

 —Tomaremos vino. ¿No tiene

malvasía? ¿Canario?El ama de la taberna asintió si

decir palabra y retiró las jarras d

cerveza. Richard hubiera podido decirlque el vino de Rosalie era agrio, que serez estaba aguado; pero nadie le habí

preguntado. —Así que vos sois De Vier —dijel hombre.

 —Sí. —La expresión de

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desconocido se tornó opaca mientraescudriñaba al espadachín. Ninguno dellos resistía nunca la tentación. Richaraguardó educadamente mientras ehombre tomaba nota de su juventud, sdesigual atractivo, la calma de su

manos sobre la mesa ante él. Empezaba pensar que éste iba a ser uno de loque decía: «No sois como o

maginaba», para luego intentar hacerlalguna proposición deshonesta. Pero eanónimo se limitó a asenti

sucintamente. Se miró las manoenguantadas y volvió a fijarse eRichard.

 —Os puedo ofrecer sesenta —dij

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en voz baja.Era una suma considerable. Richar

se encogió de hombros. —Antes tendría que saber algo más. —Un duelo… a muerte. Aquí en l

ciudad. No creo que vayáis a ponerl

reparos a eso. —Mi comisión es lo único a lo qu

pongo reparos —dijo displicentement

Richard.Una sonrisa afinó los labios de

hombre.

 —Sois un hombre sensato. Yeficiente. Vi cómo os enfrentabais a dohombres en la fiesta de lord Horn.

 —¿Estabais allí? —Richar

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esperaba que eso precediera a lrevelación de su identidad; pero ehombre se limitó a responder:

 —Tuve la suerte de presenciar ecombate. Sigue siendo un misterio parodos el motivo de la disputa. Se reflej

un destello en su único ojo; Richarcapto la insinuación y se la devolvió:

 —Me temo que eso no pued

decíroslo. Parte de mi trabajo consisten guardar los secretos de quieneemplean mis servicios.

 —Y vos permitís que empleevuestros servicios sin contrato de pomedio.

Richard se retrepó en la silla

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completamente en su elemento. Ahorntuía adonde iría a parar el asunto.

 —Oh, sí, insisto en ello. No mgusta que mis asuntos estén guardadopor escrito en el cajón de cualquiera.

 —Pero de ese modo os exponéis

grandes peligros. De llegar nvestigarse cualquiera de vuestro

duelos, no habría pruebas escritas qu

demostraran que sois algo más que uasesino fortuito.

De Vier sonrió y se encogió d

hombros. —Por eso elijo cuidadosamente parquién trabajo. Doy a mis patrones mpalabra de hacer el trabajo y mantener l

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boca cerrada al respecto; he de confiaen que sepan lo que se hacen y mrespalden llegado el caso. A la larga, lmayoría de la gente descubre que lprefiere de esa manera.

Rosalie volvió con dos polvorienta

copas de peltre y un jarro de vino ácidoEl hombre esperó a que se marcharantes de decir:

 —Me alegra oíros hablar así. Tengentendido que vuestra palabra es de fiarEs un acuerdo apropiado.

Cuando se quitó uno de los guanteemanó una suntuosa vaharada de ámbagris. Tenía la amplia mano tan cremosa bien cuidada como una mujer. Y cuand

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evantó el jarro para servir el vinoRichard vio marcas de anillos pálidaaún en sus dedos desnudos.

 —Estoy dispuesto a pagaros treintpor adelantado.

Richard enarcó las cejas. No tení

sentido fingir que la mitad poadelantado no fuera un gestnusitadamente generoso.

 —Sois muy amable —dijo. —¿Así que aceptáis? —No sin algo más de información.

 —Ah. —El hombre se reclinó apuró la mitad de su copa. Richaradmiró el autocontrol que le permitiapartársela de los labios sin expresió

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de repugnancia alguna—. Decidme¿quién era ese hombre alto con el qume crucé al entrar?

 —No tengo ni idea —mintiRichard.

 —¿Por qué rehusáis mi oferta?

 —No sé quién sois —dijo Richaren el tono de camaradería que tanthabía desconcertado a lord Montagu

cuando hablaban de la boda de su hij—, y no sé quién es el objetivo. Podéiofrecerme los sesenta por adelantado

que seguiré sin comprometer mi palabraEl ojo del caballero lo fulminó coa intensidad de dos. Pero el resto de s

cara permaneció sosamente civilizada

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procurando incluso aparentar cierthastío.

 —Comprendo vuestra necesidad dcautela —dijo—. Creo que pueddisipar algunos de vuestros temores. —Despacio, provocativamente casi, s

quitó el otro guante.De nuevo asaltó el aire la fraganci

de ámbar gris, delicada y sensual. A

Richard le recordó el pelo de Alec. Ehombre levantó la mano. Colgaba della una larga cadena de oro, con u

medallón octogonal girando al final della de modo que Richard no alcanzaba distinguir su diseño. La vela que habíentre ambos le lanzó un destello dorad

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a los ojos. El hombre interrumpió emolinete con un dedo, y Richard pudechar un vistazo al emblema inscrito eel medallón antes de que éste volviera desaparecer dentro del guante.

 —Sesenta reales —dijo el hombr

—, la mitad por adelantado.Richard se tomó su tiempo mientra

se llevaba la copa a los labios, probab

un sorbo del vino moteado de polvosoltaba el recipiente encima de la mes se limpiaba la boca.

 —No aceptaré dinero de un hombranónimo… ¿Se trata de un hombre? —añadió de improviso, estropeandparcialmente el efecto, pero queriend

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dejar las cosas claras—. No trabajo comujeres.

Los labios del hombre temblaronhabía oído la historia de Montague.

 —Oh, sí, se trata de un hombre. Uhombre importante, y no pienso deciro

nada más sin antes recibir más muestrade interés por vuestra parte. ¿Estáiibre mañana por la noche?

 —Podría estarlo. —Sería conveniente. ¿Conocéis la

Tres Llaves, en el Bajo Henley? —

Conocía el sitio—. Estad allí a las ochoCoged una mesa cerca de la puerta esperad. —El caballero metió una manen su abrigo y sacó una bolsita de sed

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vuestros amigos?A De Vier le hizo gracia la idea. —Todo el mundo es sobornable —

dijo—. Sólo hay que conocer su precioY recordad que todos temen el acero.

 —Lo recordaré. —El hombr

ensayó la más sutil de las reverencias—Buenas noches.

***

Richard no se molestó en terminar e

vino. Pensó en llevárselo a casa parAlec, pero era lo bastante malo compara dejarlo. Rosalie tenía una reserv

de caldos decentes, de hecho, pero habí

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que saber cómo pedírselos. Haciendcaso omiso de las miradas de curiosidade sus amigos, salió de la taberna y sfue a casa.

Los aleros del edificio estabaerizados de témpanos. Los aposentos d

Marie estaban en calma; debía de habesalido. Levantó la mirada hacisucuatro. Los postigos estaban abiertos

as ventanas oscuras. Entró por laescaleras del patio, pisando con sigilpara no molestar a Alec.

A pesar de sus precauciones, laablas del suelo crujían. Era una casvieja, hecha de materiales pesados coa vista puesta en la solidez. De noch

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se oía cómo se asentaba sobre sucimientos, como una anciana en la puertde su casa que cambiara cómodamentde postura tomando el sol.

Alec llamó desde el otro cuarto covoz cansada:

 —¿Richard? —La puerta dedormitorio estaba abierta; Aleacostumbraba a dejarla así cuando s

ba a dormir solo. Richard pudo verlen la oscuridad, una figura blancapoyada en el cabecero de la cama

profusamente labrado—. ¿Vas a saliotra vez? —No. —Richard se desvisti

silenciosamente a oscuras, dejando la

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prendas encima del arcón para que sairearan. Alec apartó la colcha para él.

 —Date prisa, hace frío. —La tibiezde Alec se había propagado entre lasábanas de lino; Richard se sumergió eellas como en una bañera de agu

caliente.Alec estaba tendido de espaldas, co

as manos recatadamente enlazada

detrás de la cabeza. —Bueno —dijo—, no has tardad

mucho. No me digas que era otra boda.

 —No, no lo es. Es un trabajo dverdad, parece interesante. Mueve ecodo, tienes las dos almohadas.

 —Lo sé. —Richard pudo percibir l

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sonrisa de satisfacción en la oscurida—. No te duermas. Cuéntame más.

 —No hay mucho que contar. —Renunciando a la almohada, apoyó lcabeza en el doblez del brazo de Ale—. Se están haciendo los misteriosos

Tengo que mostrar más interés. —¿Quiénes se están haciendo lo

misteriosos?

 —Te vas a reír. —Pues claro. Como siempre. —Er

a voz, delicada, arrogante y tensa d

raigambre que siempre lo desarmaba ea oscuridad. Tanteó en busca de loabios de Alec y se los rozó suavemente

 —Tiene gracia. Creo que se trata d

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un lord, sin duda, pero por lo vistrabaja para otra casa.

 —Trabajará con ellos, lo máprobable. —Los labios de Alec smovieron contra sus dedos, tocándolocon la punta de la lengua mientra

hablaba—. Seguro que tienes razóndebe de ser algo gordo. Tienes edestino del estado en tus manos… —

Alec cogió los dedos que lo tocaban ambién la otra mano de Richard

apartándolas de lo que estaban haciend

con una presa convulsa, tanteando ebusca de la vieja cicatriz irregular quenía Richard en la muñeca. Richard l

guio la boca hasta ella—. ¿Cómo sabe

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entonces —murmuró Alec contra su pie— que se trata de dos casas?

Richard se soltó una mano codelicadeza y empezó a acariciar lespalda de Alec a lo largo. Le agradabsentir cómo se relajaba el cuerpo e

ensión con su contacto, pugnandánguidamente por arrimarse más a

suyo.

 —Me enseñó un medallón con uemblema —dijo.

 —Que tú no reconociste pero te di

vergüenza preguntar… Ah, eso estbien. —A decir verdad, sí que l

reconocí. Era el cisne de esa mujer, l

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duquesa.Pese a todos los trucos que podí

hacer Alec con su voz, nunca se habídado cuenta de la facilidad con que eespadachín podía leer su cuerpo. Senvaró de repente, si bien su vo

continuó divagando: —Qué delicia. Es agradable saber

Richard, que uno no es el único en habe

sucumbido al encanto de la barca decisne.

 —Yo no he sucumbido —dij

cómodamente Richard. Alec debía dhaber reconocido al noble—. Aunque nme importaría dar un paseo en ese botePero antes tienen que decirme el nombr

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del objetivo. Si el trabajo es bueno, mrendiré al dinero.

 —¿Tú crees? —Creo que sí.Alec exhaló un suspiro evanescent

mientras Richard perseguía su placer

con cuidado siempre de no sobresaltarlcon nada brusco ni inesperadoEncontrarlo era a veces como persegui

una presa, o atraer una criatura salvajhasta su mano. Alec dejó de hablar, dejque sus párpados cayeran sutiles sobr

sus ojos brillantes, y Richard sintió efluir de su cuerpo como el agua, como scontuviera el poder de un río en subrazos.

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Cuando se besaron, los brazos dAlec se tensaron alrededor de suhombros; después empezaron a recorreel cuerpo de Richard de arriba a abajcomo si buscaran algo, intentando sacaalgo de los músculos tirantes de s

espalda y sus muslos. —¡Ah! —dijo Alec, con una mezcl

de satisfacción y sorpresa—. ¡Qu

hermoso eres!Richard respondió acariciándolo; l

sintió estremecerse, sintió cómo s

hundían los dedos afilados en sumúsculos. Richard coqueteó consigmismo, arrastrando a Alec consigo máallá del punto de no retorno con l

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suavidad de la piel contra la piel, ldureza del aliento y el hueso. Aleestaba hablando ahora, con voz rápida lena de aire… Palabras sin verdader

sentido, sílabas jadeadas que lalborotaban el pelo, labios qu

ugueteaban con el lóbulo de su orejaseparándose ocasionalmente parclavarle los dientes afilados…

 —No hay nadie como tú, nunca mdijeron que pudiera haber alguien comú, no tenía ni idea, me asombra

Richard… Richard… si lo hubiersabido… si…Las manos de Alec le golpearon l

garganta, y por un momento Richard n

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comprendió que el dolor era dolorLuego se apartó, asiendo las frágilemuñecas antes de que pudieran volver ntentar cualquier idea disparatada quuviera Alec de agredirlo.

 —¿Qué diablos piensas que está

haciendo? —preguntó, más bruscamentde lo que pretendía porque aún no tenísu aliento bajo control.

El cuerpo de Alec estaba rígido sus ojos desorbitados, resplandecientecon su propia luz antinatural. Richard l

pasó una mano por la cara parapaciguar su terror; pero Alec apartó lcabeza de golpe, jadeando:

 —¡No, no lo hagas!

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 —Alec, ¿te hago daño? ¿Ha pasadalgo? ¿Qué es?

 —No lo hagas, Richard. —El largcuerpo temblaba de tensión y deseo—

o me preguntes nada. Ahora serísencillo, ¿verdad? Podrías preguntarm

o que quisieras. Y yo te lo diría simás, te lo diría… ahora que me tieneasí te lo diría todo… todo…

 —No —dijo Richard, acogiéndoliernamente en sus brazos—. No, no l

harás. No me vas a decir nada. Porqu

no te voy a preguntar nada. —Alec sestremeció; mechones de cabello lcubrieron el rostro—. No hay nada ququiera saber, Alec, no voy a preguntart

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nada… —Empezó a apartarle el pelosuave y castaño como un viejo riachueldel bosque; luego cambió el gesto y so llevó a los labios—. No pasa nada

Alec… adorable Alec… —Pero a mí sí me pasa algo —dij

Alec contra su hombro. —Ojalá no discutieras todo el rato

—Los dedos de Richard se recrearon e

aquellos huesos de alta cuna—. Eres taadorable.

 —Y tú eres tan… tonto. Aunqu

Ferris también. —¿Quién es Ferris? —Tu amigo de la taberna. E

misterioso don Tuerto. Además de

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mismo Canciller del Dragón deConsejo de los Lores que viste y calza—Alec le lamió delicadamente lapestañas, primero una y luego la otra—Debe de estar loco para bajar aquí. Odesesperado.

 —A lo mejor sólo busca algo ddiversión.

 —A lo mejor. —El largo cuerpo d

Alec se enroscó a su alrededorañadiendo peso a sus palabras—Alguien tiene que hacerlo.

 —¿Tú no? —¿Diversión? ¿Ésa es la ideaPensaba que estábamos proporcionandmaterial para los poetas y lo

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chismosos. —Los he echado a patadas. —Los has ensartado. —Los he ensartado. Poeta asado a

espetón. —Chismoso flambeado…

Richard… Me parece que ya sé lo quentiendes por diversión.

Richard interceptó la mano que s

disponía a hacerle cosquillas y convirtiel gesto en otro completamente distinto.

 —Me alegro. Eres adorable.

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Capítulo 9

o había, a fin de cuentas, motivalguno para que Richard no fuera a laTres Llaves la noche siguiente. Si Ferri

pensaba que eso quería decir quRichard aceptaba el trabajo, sería culpsuya. Cuando supiera el nombre deobjetivo decidiría si aceptaba e

encargo o no. Tan sólo esperabaveriguarlo ahora y dejar de recibir márodeos y bolsitas de plata.

Richard cruzó el Puente biearmado. Los pobres que vivíaalrededor de los embarcaderos tendían

ser gente desesperada y si

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cualificación, sin orgullo ni reputacióque perder. Tanto les daba asaltar a uamigo que a un desconocido, y siprevio aviso. La gente de la parte alta da ciudad los tenía por desechos de l

Ribera. Los ribereños los tomaban po

ncompetentes faltos de gracia qusabían que no les convenía cruzar ePuente.

Las Tres Llaves era un lugaadmirablemente adecuado para celebramisteriosas reuniones. Se levantaba e

mitad de ninguna parte, entre almacene despachos de contabilidad que estabavacíos por la noche, silenciosos salvpor el ocasional paso de la Guardia. L

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gente sin otro sitio al que ir acudía allbuscando el anonimato. Algunobuscaban el olvido: al acercarse a laberna, Richard vio la puerta abierta

un rectángulo de luz polvorienta, y ucuerpo que salía despedido. El hombr

se quedó tendido en la nieve derretidentre ronquidos estertóreos. De Vier lrodeó y entró en el local.

 No le costó encontrar una mescerca de la puerta. La noche era fríahúmeda con la niebla procedente del río

  los ocupantes de la sala sarracimaban en la otra punta, junto afuego. Eran en su mayoría hombres, sicompañía, sin nombre. Repararon en e

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recién llegado; unos pocos lo mirarodos veces, intentando dilucidar dónde lhabían visto antes, antes de seguir con lque estuvieran haciendo.

Su contacto despertó más interésEra una mujer que apareció serena en l

puerta, embozada en una capa y veladpor su capucha, con el rostro en sombravuelto hacia la mesa. Richard s

preguntó si no sería la duquesa epersona esta vez, imitando la proeza dFerris al explorar valientemente lo

arrabales. Quienquiera que fuese, lreconoció de inmediato y cruzó hasta smesa con paso firme. Antes de qulegara hasta él, empero, un hombr

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fornido con la cara roja se levantambaleándose y le cerró el paso

diciendo con algo menos que un gruñidobsequioso:

 —Hola, ricura.Richard hizo ademán de dirigirse

ella, antes de ver el destello de acero. —Apártate. —Ella sostenía u

cuchillo largo apuntado al pecho de

borracho. —Oye, guapa —la aduló el hombr

—, no te enfades. —O bien no estaba ta

ebrio como aparentaba, o bien habísido luchador alguna vez, porque drepente el cuchillo estaba en el sueloSujetaba la muñeca de la mujer con un

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mano y la arrastraba hacia él cuandella se revolvió, gritando:

 —¡Richard!De Vier salió al encuentro de ambos

desenvainado ya su cuchillo. El hombro vio y su presa se aflojó lo suficient

como para que la mujer se zafara. —Vete de aquí —le dijo Richard—

o búscate una espada.

Un hombre con un delantal de cuerlegó corriendo desde la trastienda.

 —Largo —dijo—; ya conoces la

normas.El borracho se frotó los brazoscomo si lo hubieran lastimado.

 —Lenny —dijo al vinatero—, y

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sabes que no iba en serio. ¿Para qudiablos iba yo a pelearme?

Richard hizo un gesto con su puñalatrás. El hombre retrocedió desapareció junto a Lenny en lrastienda de la taberna.

Con Richard cubriéndola, la mujerecogió su cuchillo del suelo y volvió guardárselo en la manga. Suspiró y s

estremeció de pies a cabeza. —No me puedo creer que hay

hecho algo así —dijo.

 —Yo sí. —Richard volvió a la mes—. Con esa capucha tapándote los ojos¿cómo esperas ver nada?

La mujer se rio y se sacudió l

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caperuza del rostro. Con ella cayó unmasa de cabello de color rojizo como ede un zorro.

 —¿Me invitas a un trago? —sonrió. —¿Sólo a uno? —Richard l

devolvió la sonrisa—. ¿No a ocho? ¿E

que ahora has rebajado tu límite? —No voy a ponerlo a prueba aquí

en este sitio sirven agua del rí

mezclada con alcohol puro pardisimular el sabor.

 —Por lo que parece —De Vier mir

en dirección a su asaltante—, no deja dsurtir efecto. Siéntate aquí para qupueda tenerlo vigilado.

 —Sí. —La mujer se acomodó co

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os codos encima de la mesa—. Mdijeron que me buscabas. Creo que erehorrorosamente valiente. ¿De verdamatas a alguien con esa cosa?

 —Oh, bueno, sólo por dinero. —Ldirigió una mirada insulsa—. ¿Es l

bastante modesto para tu gusto? —Es un paso adelante. Ahora eres e

mejor de la ciudad.

 —Antes también lo era.La mujer se rio, revelando uno

dientes marrones en su atractivo rosti

de fuertes rasgos. —Tienes razón. Pero el rumor hlegado a oídos de quienes emiteosjuicios. Conoces los canales igual d

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bien que yo.Richard soltó un bufido. —¡Canales! Cuando por fin matas

as suficientes personas, se dan cuentde lo que vales.

 —No empieces con eso —repus

mpacientemente ella—. Ahora eremportante y lo sabes. —Parecía severa

con sus ojos grises opacos y serios—

¿Hasta cuándo crees que podrás seguidándole largas?

 —No es ésa mi intención

Simplemente necesito más informaciónHáblame de la otra… dama. —¿Qué otra dama…? —Empezó

ruborizarse y bajó la mirada—. No cre

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que eso tenga nada que ver con esto —rezongó.

 —Perdona. —Richard retomó eono educado que utilizaba con lo

clientes—. Pensé que estabas con otrcasa. —La incomodidad de la mujer l

había dicho muchas cosas… más de laque se había propuesto averiguar.

 —Soy su doncella. —Le lanzó un

mirada dura y desafiante por encima da mesa—. Una de ellas. Mantenemos e

sitio limpio. Es una casa bonita.

 —Tienes buen aspecto —dijo élinguno de los dos mencionó el nombrde su señor, ella siguiendo instruccione Richard porque era evidentemente qu

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no debía saberlo—. La vida en la Colincasa contigo.

La mujer lo miró directamenteatajando las cortesías.

 —Casa conmigo mejor que lcárcel. Pensaba que no era nada, que t

azotaran; le pasaba a todo el mundo, uego se reían y seguían robando. —

Bajó la mirada a sus manos, doblada

encima de la mesa. Estaban bieformadas, con los dedos redondeados eagradable proporción con la palma

Richard vio que las tareas domésticas lhabían embastecido la piel—. Pero espaja que te dan apesta, y te arrancan lropa de la espalda como si n

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significara nada, como si una fuera unactriz dando espectáculo para epúblico. Vi cómo era, y cómacababa… ¿Qué le pasó a Annie?

Richard tardó un momento erecordar a quién se refería.

 —Se puso mejor. Después vivicomo una reina una temporada, hasta quvolvieron a pillarla.

 —¿Y luego? —Esa vez murió.La mujer asintió.

 —Yo preferiría morir en lntimidad. O recibir una estocadimpia, como hiciste con Jessa…

 —No —dijo Richard—. No l

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preferirías.Pero ella había salido de la Riber

hacía tiempo y ya no tenía miedo. Epasado era una historia contada, unbatalla librada.

 —Pensaba que la querías de verdad

a ésa —dijo con voz queda. —No lo sé —dijo Richard—. N

mporta. ¿Por qué te han enviado aqu

abajo?La mujer se encogió de hombros. —Él… trabajo para él. Tenía qu

mandar a alguien. —Sabía que me conocías.Mantuvo la mirada clavada en l

mesa, extremadamente pulida y tallad

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por el roce de manos ajenas. —Sólo sabe que soy de la Ribera

Ya sabes cómo nos agrupan a todos allarriba.

Tenía derecho a su intimidad. El qusu noble jefe fuera además su amant

parecía seguro; ¿cómo si no sabríFerris que De Vier pertenecía a spasado? Tampoco era probable que e

ord confiara una misión tan delicada una criada corriente. Para Katherinestaba bien: Ferris no carecía d

atractivos y su trato de favor podrímantenerla lejos de la Ribera. —¿Y tú? —preguntó ella—. ¿Ahor

estás solo?

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 —No. —La mujer exhaló udiminuto suspiro. Richard dijo drepente—: Katherine. ¿Te hace daño?

Parecía cansada. Meneó la cabeza. —No. No necesito nada. Tan sól

una respuesta que darle.

 —Sabes que no puedo respondeodavía —dijo Richard—; ya sabe

cómo trabajo.

 —No has oído toda la pregunta. —Sonreía extrañamente, mirándolo por erabillo del ojo. Era la sonrisa de otr

mujer; no sabía de cuál, pero sí sabía lque significaba.Richard alargó el brazo por encim

de la mesa y le cubrió una mano con l

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suya. —Es una idea —dijo—; pero n

uya ni mía. Dile que preguntaste; dilque no paraste de ofrecerme bebidapero a mí me interesaba más el dineroDe hecho, es verdad —añadió a l

igera—. La gente piensa las cosas máraras de los espadachines.

Ella recuperó su mano con calma

dijo secamente: —No me imagino de dónde la

sacan. —Luego, siguiendo su oferta d

nocentes trivialidades—: Te echan dmenos en la Colina, ahora que ya no ereoven ni salvaje. ¿Con quién has sentada cabeza al final, con Ginnie Vandall

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o parece saberlo nadie. —Es un hombre —respondió él—

un forastero llamado Alec. —¿Qué aspecto tiene?Richard pareció medita

cuidadosamente su respuesta.

 —Único, en realidad. No se pareca nada que haya visto antes.

 —¿A qué se dedica?

 —Antes estudiaba, de eso estoseguro. Ahora intenta conseguir que lmaten —dijo De Vier con estrict

seriedad. —¿Cómo, espera que le caigencima una piedra?

 —Piedras, cuchillos, personas… l

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que haya a mano.Katherine consideró la posibilidad. —Un estudiante. No sabrá luchar. —Es una nulidad. Me mantien

ocupado. —Protegiéndolo.

Dejó que las palabras flotaran en eaire. Ahora podría herirlo con unombre… o intentarlo. Jessamyn. Un

mujer hermosa, ladrona consumadaartista de las estafas… Juntos, ella y eoven espadachín habían deslumbrado l

Ribera como estrellas gemelasJessamyn no era ninguna nulidad, sabíusar el cuchillo. Jessamyn tenía carácte  una noche había conseguido qu

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Richard perdiera los estribos. Nadihabía podido protegerla.

Katherine podría intentar herirlo coeso… pero ¿y si no pasaba nadaRichard siempre había estado confiado seguro de sí mismo. Pero los último

años le habían dado una pátina dglamour. Ya no había aristas nvacilaciones. Afrontaba el mundo co

franqueza, obligándolo a verlo como sveía él a sí mismo. A Katherine lcomplacía pensar que aquí había alguie

al que le daba igual lo que pensaran dél los demás, alguien libre de la luchcotidiana por la supremacía. Perambién le helaba la sangre pensar qu

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él mismo pudiera llegar a creer que svida estuviera libre de todo lo que hacíde la vida humana algo imposiblementdoloroso. Descubrió que no queríntentarlo.

 —En serio —dijo Richard—, s

quieres otro trago, es tuyo. —Lo sé. ¿Por qué intenta consegui

que lo maten?

 —No lo sé. No se lo he preguntado. —Pero no quieres que lo consiga.De Vier se encogió de hombros.

 —Me parece una estupidez.Despacio, para no alarmarloKatherine sacó su cuchillo parobservarlo y meneó la cabeza.

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 —Cuando entré aquí… no deberíhaberte pedido ayuda. Tendría que habeensartado a ese idiota cuando tuvocasión.

 —Esto no es la Ribera. Podríahaberte metido en problemas.

La mujer no dejó de sacudir lcabeza, con el cabello danzando sobrsus mejillas como serpientes.

 —No. Es sólo que no fui capazPerdí la ocasión porque no fui capaz.

 —Te estorbó la capucha. —

Katherine levantó la cabeza, sonriendo«estorbar» era una expresión del campoPero él la miró seriamente a los ojos—De todos modos, da igual. No tendrá

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que volver jamás a la Ribera.Ella esperaba que eso fuera verdad. —No le digas que titubeé. —No lo haré. Seguramente n

siquiera vuelva a verlo. —No sé yo. —Katherine sacó un

gruesa hoja de papel doblada de scapa. Estaba cerrada con blancopegotes de lacre—. Es lo que t

maginas. Ábrela cuando llegues a casaDice que no quiere meterte prisa: tieneuna semana para pensártelo. Si decide

seguir adelante con ello, estate en lCampana Vieja dentro de una semana partir de esta noche, a la misma horaAllí habrá alguien con la primera mita

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de tu paga. —La mitad por adelantado…

Hablaba en serio. Qué generoso. ¿Cómreconoceré al mensajero?

 —Él te reconocerá a ti. Por el anillque llevas.

 —¿Qué anillo?Esta vez Katherine le entregó un

bolsita de piel de ante. Richard afloj

os cordones y atisbo el pesado fulgode un rubí enorme. Se apresuró a volvea cerrarla y se guardó la bolsa debajo d

a camisa, junto con el papel lacrado. —¿Y si no me presento…?Ella le sonrió, un fantasma de s

antigua sonrisa callejera.

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 —Póntelo de todos modos. No mhan dicho nada de tener que devolverlo.

El anillo costaba al menos tantcomo el trabajo en sí: doble paga, eregalo que era un soborno. Lord Ferrino era ningún idiota, y tampoc

escatimaba recursos.Katherine se levantó y se envolvi

en la capa. Sólo le llegaba al hombro

De Vier. Éste dejó una de las piezas dplata de Ferris en la mesa para pagar lcuenta. Cuando la mujer lo interrogó co

as cejas, explicó: —Es lo más pequeño que me hdado. A lo mejor se piensa que sólbebo vinos selectos.

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 —A lo mejor se pensaba que tquedarías con el cambio —repuso ell—. Coge el cambio, Richard, o daráque hablar.

Cogió el cambio, en bronce, y se lguardó en un bolsillo. Luego se situ

muy cerca de ella y le entregó la bolsitde plata.

 —Me dijo que era «para cubri

gastos». No quisiera que me acusaran dracanear en las citas. —Ella aceptó sidecir palabra lo que le ofrecía. Podrí

comprar muchas cosas con ese dinero; si De Vier no lo necesitaba, mejor parél.

Mientras buscaban la salida, la

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filas de hombres murmuraron de formnexpresiva:

 —Buenas noches, encanto. Cuídatecariño.

Salieron de la taberna. Sobre sucabezas las tres llaves de hierro, co

unos pocos copos de oro adheridos aúa ellas, repicaban al viento. Enfilaropor el Bajo Henley en dirección a l

Taberna del Águila Encorvada, donduno de los lacayos de Ferrisdiscretamente ataviado con prendas d

cuero, aguardaba para escoltarla dregreso a la Colina.

***

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Era tarde cuando llegó Richard, perAlec seguía levantado, leyendo a la lude una vela. Alec levantó la cabeza decírculo de luz hacia él y parpadeó a lasombras que ocupaban la otra punta decuarto.

 —Hola, Richard. —Hola —dijo cordialmente Richar

—. He vuelto.

De Vier se desabrochó despacio ecinturón de su espada. Retiró locuchillos con cuidado, como si d

nfantes se trataran, o de criaturas qupudieran morder, y los dejó encima de lrepisa de la chimenea.

 —Ya lo veo —dijo Alec—. Te ha

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perdido toda la diversión. Marie smetió en una pelea con uno de suclientes. Ha dado tres vueltas al patipersiguiéndolo, tirándole calcetines nsultándolo. El hombre intent

esconderse detrás del pozo. Le lancé un

cebolla. Fallé, claro, pero se asustó.A lo mejor pensó que eras tú. Se

como fuere, al final acabó por irse,

uego los gatos empezaron a armaescándalo en el tejado y no me quedabnada que tirarles. ¿Tienes tú algo?

 —No. Creo que no. Me parece quse han marchado ya —respondiRichard, que no había oído nada.

 —Creo que deberíamos tene

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nuestro propio gato. Podríamoadiestrarlo para pelear. Los mantendríalejados de aquí. Al fin y al cabo, niene sentido enviarte a ti al tejado.

 —¿Por qué no? —preguntó Richarmientras se acercaba a la ventana. S

asomó arriba—. Podría subir ahí. Fáci—Se encaramó al alféizar.

 —Lo más fácil —dijo Alec—, serí

conseguir un gato. Podríamos salvarle lvida… sacarle una espina de la pata algo así… y nos estaría agradecid

eternamente.Richard abrió la ventana y asomó ecuerpo, sujetándose con una mano.

 —Vas a conseguir que me maree —

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dijo Alec—, y además, todos los gatose han ido ya. Tú mismo lo has dicho.

 —No me voy a caer. Aunque no hamucha altura. Podrías saltar si fuerpreciso y probablemente no te romperíanada. Directo al patio.

 —A Marie le daría un ataquePareces un idiota ahí plantado en esventana. Es como si esperaras echar

volar.Richard se rio y volvió adentro d

un salto. Cayó mal y se enderez

ambaleándose. —¡Ves! —exclamó—. Esto me paspor hacerte caso.

 —Yo no te he dicho que saltaras d

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a ventana. —Siempre estás diciéndome que m

emborrache. Bueno, pues ya lo he hech no me gusta. —Se sentó con fuerza e

su única silla, asumiendo la postura dquien no piensa levantarse en much

iempo. —¿Con qué te has emborrachado

—preguntó Alec—. ¿Con la sangre d

siempre? —No, brandy y vino. Un brand

realmente espantoso. Sabía que no m

gustaba emborracharme y ahorrecuerdo por qué. Tengo que recordarmodo el rato dónde tengo los pies. No m

gusta nada, de verdad. No entiend

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cómo puedes soportarlo tú tan a menudo —Bueno, a mí no me importa nunc

dónde tengo los pies. ¡No me digas quhas dejado que Ferris te diera un brandasqueroso!

 —No, he sido yo. Yo solito. Pens

que me gustaría. Tú siempre dices qume gustaría. Bueno, pues no me gustaEstabas equivocado.

 —Ya lo has dicho —dijo Alec—dos veces. Si crees que voy disculparme porque no sabes dónd

ienes los pies, te equivocas. SalgamosTe enseñaré a jugar a los dados. —Estoy borracho, no loco. Me voy

a cama.

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Alec se estiró en su silla diván comun gato, con un pulgar aún en el libro.

 —Richard, ¿por qué te haemborrachado? ¿Ferris no se hpresentado?

 —Pues claro que no se h

presentado. Se presentó otra persona. —¿Se han portado mal contigo? ¿Va

a matarlos?

 —No y no. Dios, qué sanguinarieres. No voy a matar a nadie. Voy acostarme. Pídeme lo que sea par

desayunar, pero que no sea pescado. No sabía cómo podía habersdesvestido y metido en la cama, pero dpronto encontró una mano cerrada sobr

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su hombro y la voz de Alec que repetíuna y otra vez:

 —Richard, Richard, despierta.Reparó enojado en lo lenta que er

su reacción mientras gruñía y se daba lvuelta, para decir con una voz pastos

que no era la suya: —¿Qué pasa? No había cerrado los postigos; un

enue barra de plateada luz de luna caísobre la cama, iluminando la mano dAlec tensa sobre la colcha, aplastand

el papel de lord Ferris. —Estabas roncando —dijngenuamente Alec arrastrando la

palabras; pero la blancura de su

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nudillos sobre el papel lo delataba. —Bueno, ya he parado. —Richar

no se molestó en discutir—. ¿Qué tparece el mensaje de Ferris?

 —Me parece que su ortografíapesta. —Con el peso de los sellos

modo de lastre, Alec desplegó la hojde una sacudida.

 No había nada escrito en ella; ta

sólo el dibujo de un fénix elevándosentre llamas por encima de una serie dbandas heráldicas.

 —Es un escudo de armas —dijgravemente Alec—. ¿Sabes cuál? —Claro. Lo he visto por toda l

ciudad. En sus estandartes, sus carruaje

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 otras cosas. —Es Basil Halliday —anunci

pomposamente Alec, como si Richarno hubiera respondido.

Con cierta precipitación, Aleapartó las sábanas a su alrededor

empezó a pasearse por el cuarto. —¿Éste es el hombre que Ferri

quiere que mates?

 —Ferris o la duquesa. Todavía no haveriguado cuál de los dos. Él debe destar protegiéndola.

 —No puede hacer de recadero parella. Alguien de su posición apenas sdignaría limpiarse las botas él mismo¿Podría significar el dibujo qu

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Halliday es el patrono de otra persona? —No. Ésta es la forma que tiene

os más inteligentes de anunciar sobjetivo. Debería quemar esa hojaRecuérdamelo por la mañana.

 —No te duermas —le ordenó Alec.

 —No creo que… —Un bostezo ldesencajó la mandíbula, pero se obliga mantener los ojos abiertos—. ¿Qu

ocurre? —preguntó—. Te he contadodo lo que sé. ¿Puedes decirme alg

más? ¿Debería saber alguna cosa?

Era la pregunta equivocada. Erostro de Alec se cerró como unrampa.

 —¿Saber? —repitió, acero y mie

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—. Sé que me conviene mantenerme amargen cuando juegan a estos juegos. Tcrees que estás por encima de todoRichard… pero te masticarán, y al finae dará igual si te tragan o te escupen.

Richard quería explicarle que a lo

espadachines no les pasaba esocobraban por su trabajo y se iban a casadejando que los nobles discutieran e

resultado entre ellos. Por vez primera spreguntó seriamente si Alec conocerírealmente de la Colina, puesto que n

sabía eso. Pero lo único que dijo fue: —No me pasará nada… si es que afinal acepto el encargo. Estoy a tiempde negarme. Pero la duquesa pagará po

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ello, y Ferris me evitarcomplicaciones. Ya lo verás. A lo mejonos mandan a Tremontaine hasta que scalmen las aguas… Viviríamos en unbonita cabaña junto al río, pescaríamoscriaríamos abejas… ¿Qué te parecerí

pasar una temporada en el campo? —Detesto el campo —dijo Alec co

voz glacial—. Vuelve a dormirte.

De Vier cerró los ojos y por fin shizo lo bastante oscuro.

 —Está bien. Pero sólo porque m

siento complaciente. Lástima. Por lmañana me sentiré espantosamente mal. —Duerme. Por las tardes siempre t

sientes estupendamente bien.

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Y eso es precisamente lo que hizo.

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Capítulo 10

Era demasiado pronto, pensaba lorFerris mientras caminaba por la callcamino de la residencia de los Halliday

demasiado pronto como para que BasiHalliday supiera cuál era el juego.El encargo de Katherine estab

recién cumplido. Dentro de una semana

si todo iba bien, Ferris tendría lrespuesta del espadachín, y se podríaempezar a cumplir los planes para e

desafío mortal del Canciller de lCreciente. Aunque Katherine hubierechado un vistazo al pape

cuidadosamente sellado que llevab

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encima, Ferris sabía qué pasos habídado el día anterior; y pensaba que nera insincera con él. De Vier tampocera ningún agente de Halliday; de esFerris estaba seguro.

 No había forma de saber qu

significaba la invitación de lorHalliday a venir y «conversar eprivado». Era una nota informal de puñ

  letra de Halliday; puede que ssecretario ni siquiera estuviera enteradde ella. Eso hacía que Ferris recelara

pero el Canciller del Dragón deConsejo Interno no podía hacer oídosordos a una convocatoria de sCreciente, por misteriosa que fuera…

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quizá se tratara tan sólo de algún asuntpeliagudo del Consejo que Hallidaquería discutir con él antes de que senterara nadie más. La nota informapodría ser simplemente eso: se habíoído protestar a los secretarios d

Halliday porque las informalidades dsu señor los distraían. Puede que Ferriuviera que aguardar detrás d

quienquiera que tuviese la cita oficial esa hora.

La residencia de los Halliday s

evantaba sola en lo alto de una callempinada; inconveniente, pero dotada duna vista magnífica. Era una casa siverja en la entrada: todos sus jardines s

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encontraban en la parte de atrás, de caral río. Ferris vio a un par de hombrefornidos que remoloneaban en la lindde la propiedad. No era demasiadpronto, al parecer, para que el Cancillede la Creciente hubiera empezado

preocuparse por el peligro en que lponían las elecciones. A partir de ahorba a estar bien protegido. Es

ranquilizó un poco a Ferris: la defensera lo suficientemente vaga como parsugerir que Halliday no estaba a

corriente de ningún plan en concretoEstaba bien vigilado. De Vier tendríque ser astuto. Aunque, claro está, lreputación de De Vier decía que lo era

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Esperaba que no fuera tan astuto compara rechazar el trabajo.

Quizá, reflexionó Ferris, deberíhaber programado más ajustadamentsus acciones, haberle dado aespadachín menos tiempo para sopesa

a oferta. Pero Ferris se había dejadguiar por la impresión que le causara DVier en la taberna de la Ribera: e

espadachín hacía gala del amor propide un artista, la vanidad de un amantegual que a un amante, había qu

agasajarlo; igual que a un artista, habíque adularlo. Darle tiempo para meditaas cosas era un gesto de confianza

respeto que Ferris esperaba que cerrar

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el trato. Tampoco le vendría mal a DVier tomar una decisión tiempo antes da próxima cita prevista, para qu

acudiera a ella ansioso, mordiendo efreno.

Ferris encontró a Basil Halliday e

su estudio, rodeado de papeles y tazade chocolate medio vacías. Tenía el pelalborotado; debía de haber estad

pasándose los dedos por él. En su frenthabía una mancha de tinta que lcorroboraba. La sonrisa con que recibi

a Ferris resultaba tanto más encantadorpor su preocupación. Ferris sranquilizó un ápice y empezó

preguntarse de qué tendría que dejars

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convencer esta vez. —¿Qué crees que trama ahora t

amigo Karleigh? —preguntó lorHalliday a Ferris sin más preámbulo.

 —¿El duque? —respondió Ferris—Estará refunfuñando en su hacienda, m

magino. Donde debería estar, despuéde que hicieras que De Vier batiera a sespadachín en la casa de Horn.

 —¿Yo? Yo no lo empleé. Sé lo quandan diciendo, pero ese duelo fue lprimera noticia que tuve de desafí

alguno. —Es lo que dice Horn. —Esrespondía a la pregunta. A Ferris no lgustaron las implicaciones. ¿Quié

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aparte de Halliday tenía el podenecesario para asustar a Karleigh pomedio de un duelo puramente formahasta el punto de expulsarlo al campo eesa época del año? Alguien fuerte secreto, que no quería impedimento

para la reelección del Canciller de lCreciente… o puede que Halliday fuercapaz de jugar más sucio de lo qu

pretendía—. Debería aprender a nescuchar las opiniones de Horn.

 —Eres joven —dijo jovialment

Halliday—; se te pasará. —Y sería unástima que no hubiera sido eespadachín de Halliday: a Ferris lgustaba la irónica simetría de l

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expulsión de Karleigh por parte dHalliday, puesto que resultaría másencillo fijar las sospechas sobrKarleigh si éste se encontraba fuera da ciudad.

 —Así que Karleigh intenta echart

del asiento in absentia, ¿no? —Ferris ssirvió un poco de chocolate tibio.

 —Mi señor duque ha ido y ha puest

el dinero para que el teatro dBlackwell reponga El fin del rey el meque viene… suponiendo que hay

dejado de nevar para entonces. —Oh, seguro que sí. Pasa siempreAbrirán justo a tiempo. Sabes, Basil, Ein del rey  es una obra verdaderament

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espantosa. —Sí. —Halliday hizo una mueca—

La recuerdo bien. Tiene un montón ddiscursos agitadores contra la tiranímonárquica: «El gobierno de un solhombre no es gobierno sino violación»

cosas así. Mary y yo tendremos qusentarnos en algún lugar a la vista aplaudir con ganas.

Ferris acarició el brazo de la silla. —Podrías cerrarlo, ya sabes. E

eatro de Blackwell es una guarida d

adrones y una amenaza para la salupública.El mayor de los dos hombres enarc

as cejas.

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 —Oh, Tony. Y yo que pensaba que tgustaba el teatro. Hablas igual quKarleigh… Ése es precisamente el tipde gesto tiránico que intenta incitarme hacer con sus provocaciones. Pero midel temperamento de los demás según e

suyo. No voy a cerrar el teatro… sobrodo porque tengo entendido que van

reponer una de esas viejas tragedias d

sangre y venganza que a mí me encantanConsiguen ser rígidamente morales, sirestregártelo por las narices… no com

l fin del rey,  que machaca suargumentos tres veces en el primediscurso. Me pregunto qué actor sparecerá lo bastante a mí como par

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representar al rey depuesto. —Ninguno, espero; todos está

desnutridos. —Ferris se ajustó el parchdel ojo. Debía acordarse de no mostraanta sorpresa cuando Hallida

demostrara ser capaz de intuir la

maquinaciones de los demás. Y debíresistir el impulso de insistir demasiadahora: si fuera posible destruir a

Canciller de la Creciente dándole maloconsejos, Ferris se habría propuesthacerlo mucho antes, y la consiguient

escena con De Vier sería innecesaria—Debo decir que te lo estás tomando todcon calma. Si la chusma de la ciudad svuelve contra ti gracias a la agitación d

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segunda mano de Karleigh, tu reeleccióen el Consejo no te servirá de nada.

 —Oh, Mary se lleva todo el geni—sonrió el marido de la mencionada—ú te llevas los planes meticulosamentngeniados.

 —Tienes un plan. —Ferris caminhasta la otra punta de la estanciadejando que el humorismo enmascarar

el alivio que sentía. Lejos de descubria conspiración contra él, Hallida

estaba a punto de admitirlo más aún e

sus confidencias. Bueno, ¿por qué nounca había dado motivos a Crecientpara sospechar de él. Sí, disentía con éde vez en cuando en el Consejo, com

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respetable oponente. Pero suverdaderas políticas estaban taalejadas entre sí que ni siquiera tenísentido intentar reducir a Halliday pomedios ortodoxos.

La política de Halliday se sustentab

en una fusión inestable del campo y lciudad. Parecía creer que los noblehabían dejado de constituir el lazo d

unión entre ambos que durante tantoaños había supuesto su control sobre laierras; que conforme la ciudad s

ornaba más próspera e independiente dellos, perderían su influencia y, mientraanto, perdían además el campo merce

a su falta de atención. Debía admitir qu

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os acercamientos del Canciller de lCreciente al Consejo de la Ciudadanía su popularidad entre el populacho egeneral servían de algo; pero en opinióde Ferris éste era un plan nebuloso parun futuro aún más incierto. Si Hallida

no amara tanto la ciudad, habría vueltal campo hacía tiempo para haceejemplo de sus propios terrenos. No er

un administrador ineficiente; y Ferris npodía menos que admirar la manera eque lograba lo que se proponí

disimulando sus objetivos con conceptoaceptables para el Consejo; pero saltaba la vista que era, en última instancia, usoñador… y que tarde o temprano su

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estimadas innovaciones le pasaríafactura y conseguirían que perdiera erespaldo de la nobleza. Eultraconservador Karleigh se habípercatado ya del tono, si bien no decontenido, del programa de Halliday

Creciente estaba sobrepasándospeligrosamente al adelantar laelecciones a esta primavera; aunque l

cierto era que las circunstancias ldejaban pocas opciones. Y si salívencedor, el apoyo cimentaría s

posición, posiblemente de por vida. Dperder, sus sucesores podrían armar taestropicio administrativo que aún podríregresar rodeado de gloria.

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En cuanto a su plan… Ferris decidiesperar lo mejor.

 —Me honráis con vuestra confianzamilord.

Halliday sonrió. —Tengo mis motivos. Aunque no t

cuentes entre mis partidarios máruidosos.

 —Pero tampoco respaldo

Karleigh. Mis razones para ello soevidentes para cualquiera que tenga ojoen la cara. Milord el duque no es má

que un entrometido pomposo con una fconmovedora en su propia retórica. —Oh, no —dijo Halliday con seren

sorpresa—. Te equivocas. El duque d

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Karleigh es un héroe, el último hombrde cierta integridad que siente el debidrespeto por la ley del Consejo. Muchgente lo dice, él el primero. Lo quenemos aquí es un hombre acaudalado  por consiguiente poderoso, que ahor

se propone ejercer ese poder. Celebralgunas cenas extraordinarias antes dconsiderar preciso trasladarse a

campo… He oído que eraextraordinarias, al menos; nunca mnvitaron a ellas, aunque a ti quizá sí. L

hospitalidad puede empañar lpomposidad. Y su retórica ha dividida un Consejo que antes estaba unido

Teníamos un interés, un propósito mutu

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que hacía años que no conocíamosAhora planea desmantelarlo, para qusus fantasías de los días dorados degobierno de los lores puedan recibicarta blanca y, a la larga, hacernos saltaa todos por la borda.

 —¿No te has parado a considerar —dijo suavemente Ferris— queécnicamente, tiene razón? La Crecient

era un título de cortesía; no se esperabque acabara siendo lo que has hecho dél.

Halliday le lanzó una miradúgubre. —¿No? Entonces, ¿por qu

funcionan mejor las cosas cuand

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alguien asume la autoridad centraaguantando lo más recio de las quejamediante elecciones en vez de locaprichos de moda? ¿Cuándo alguiepuede representarnos oficialmente antel Consejo de la Ciudadanía? No teng

más poder que el que me conceden lgente y la necesidad. Ni siquierKarleigh puede decir que yo hay

nfringido una sola normativa procesaEscúchame, Ferris… y luego pon eduda mis motivos. No es una duda qu

quiera ver enterrada y eliminada. Perpiensa en la visión de Karleigh: ¿dóndestá su candidato a reemplazarme? —Halliday posó su taza de chocolate u

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poco más fuerte de lo previsto—. Niene ninguno. Le da igual lo que pas

con el Consejo una vez me haydestituido.

 —Quiere la Creciente para sí, desduego —dijo Ferris—. Varios de su

antepasados la ostentaron, cuandsignificaba celebrar fiestas y asegurarsde que nadie hablara a destiempo en la

reuniones. Todos los duques están upoco obsesionados con sus derechohereditarios.

 —¡Motivo por el cual, supongo, sesfuerza tanto por negarme mis derechoelectivos! Ostentar la Creciente no va nvestir de grandeza de repente a es

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diota —dijo con rencor Basil Hallida—. Cualquiera pensaría que hasta édebe de saberlo ya. Sus ideas sopopulares, pero él no. Se ha peleado coa mitad del Consejo a cuenta de suierras, y con la otra mitad a cuenta d

sus esposas. —Pero no conmigo —dij

quedamente Ferris.

 —No contigo. Todavía no. —Halliday se retrepó en su silla—. DimeTony; ¿qué pasaría si lo organizara par

que un títere ostentara la Creciente en mugar hasta que pudiera volver a optar acargo?

 —Cualquier cosa. Tu hombre podrí

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encontrarse demasiado impresionadpor su poder y negarse a escuchartePodría intentar hacer caso de tusugerencias y sencillamente sedemasiado débil para mantener unido eConsejo como haces tú. —Y, estab

pensando Ferris, ante todo tendría quser un alfeñique para considerasiquiera la posibilidad de ocupar es

puesto. —Exactamente —dijo Halliday—

Una persona débil no podría hacerlo,

alguien fuerte no querría. —Ferrisonrió débilmente ante la perspicacia dHalliday—. Pero si se niega povotación la medida de prolongar m

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mandato —continuó Creciente—, tendrque respaldar a alguien para que msuceda. Lo he pensado mucho. Esperque tú también.

Bajo la límpida mirada de HallidayFerris se sentía tremendamente expuesto

Pensó en los guardias del exterior, y eél mismo en la casa de Halliday, solo vulnerable a un desafío mortal. Pero n

era ése el significado del mensaje dHalliday. Al contrario que Ferris y lduquesa de Tremontaine, Basil Hallida

no era dado a esconder dobles sentidoras sus palabras. —Por esta vez todo estaría e

perfecto orden —dijo Ferris—. Per

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cuando pueda optar a la reelecciónquizá no me encuentres tan fácil dderrotar.

 —Pero —sonrió Halliday—, en estcaso, mi rechazo por mayoría de votome situaría en el mismo bando qu

Karleigh. Eso le sentará fatal. —¡Menudo motivo! —En ese caso, ¿estarías dispuesto?

 —¿A ostentar la Creciente? Mentirísi dijera que no. Tomar lo que tú hahecho de ella, guiar un Consejo fuert

bajo el manto de tu respaldo… —Dijo Halliday lo que quería oír. No erdifícil. Pero incluso este sorprendentgesto de visionaria generosidad le dab

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ganas de reír. ¡La mirada de Hallidaestaba tan concentrada en el futuro quni siquiera veía lo que tenía delante!—Pero ¿cómo va a resolver todo esto tuproblemas con Karleigh? ¡Cualquierdiría que querrías concentrarte en ve

que no hay necesidad de respaldar mcandidatura!

Basil Halliday se mostr

sorprendido. —Es sencillo. Ve y habla co

Karleigh.

Por una vez, Ferris se sinticompletamente desorientado. —Milord —dijo—. Eso serí

funesto. Karleigh no sabe mantener l

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boca cerrada y yo perdería a todos tupartidarios de un plumazo.

Halliday reprimió un gesto dmpaciencia.

 —Ferris… he observado tucuidadosas estratagemas por permanece

neutral en el Consejo. Eso irrita a lgente… Vienen a mí quejándose porquno aciertan a adivinar de qué lado estás

¿Crees que no sé lo difícil que econstruir esa base? Quieraprovecharla, no destruirla. Habla co

Karleigh en tu nombre. Di lo que tengaque decir. No eres mi hombre; no puedenviarte a defender mi causa, y menoahora que te he ofrecido semejant

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golosina si pierdo. Simplemente ve confúndelo un poco… Enturbia lsituación… Sé que puedes hacerloTony. —Su expresión, risueña, sendureció—. Pero ten en cuenta uncosa: si me traicionas, lo sabré. Y m

ocuparé de que no haya ninguna capcon la que puedas cubrirte.

 —No te gustan los duelos, ¿verdad

—dijo Ferris. Halliday meneó la cabez—. No apruebas el empleo despadachines en general; quizá porqu

has tenido que presidir el resultado ddemasiados duelos de honor. Eso hastía cualquiera. Pero hay un duelo entrKarleigh y tú. ¿Crees que el hecho d

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nvolucrarme lo convertirá en otra clasde juego?

 —Algo así. —El Canciller de lCreciente esbozó una sonrisa renuent—. Karleigh es tan anticuado.

 —Y yo soy, en el fondo, un jugador

Aunque precavido. ¿Cuándo querías quviera a Karleigh?

 —En cuanto te resulte convenient

realizar el viaje. —Ah —dijo Ferris—; eso no ser

posible hasta dentro de otra semana

Tengo que atar algunos cabos sueltoaquí. Pero luego… luego, ya veremosPuede que entonces me resultconveniente.

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Capítulo 11

Tanto Michael Godwin como lord Horrecordarían la fiesta en la barcaza de lduquesa, aunque por distintos motivos

Michael había olvidado ya el incidentcon Horn como otra desavenencia en unvelada llena de ellas. Para seperfectamente correcto, debería habe

enviado una disculpa formal a Hornpero era joven, y arrogante, y estabconcentrado en expulsar a Diane de su

pensamientos. Eso requirió de él, en lodías siguientes, que se sumergiera en unronda febril de actividade

supuestamente agradables: carreras

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pie y a caballo, intercambiando grandesumas de dinero según sus resultadosacudir a fiestas con personas sobre laque la madre de uno no querría sabenada, y encargar trajes a medida quvestir en ellas. Estaba claro que l

duquesa no lo quería. Era simplementuna coqueta consumada. Si seguíadelante con Ferris, era asunto suyo; e

retrospectiva, Michael comprendió quponer la reputación de la duquespúblicamente en entredicho no harí

sino dañar la suya. Había bellezadistinguidas de sobra que conquistar comuchos menos problemas. Siguió vienda Bertram Rossillion, y empezó

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galantear con Helena Nevilleson hastque su hermano le pidió que pararaHabía iniciado el coqueteo para irritar a traicionera Olivia, la esposa d

Bertram; para cuando Chris adivinó suntenciones ya había surtido su efecto

ady Olivia se mostraba tan formal distante como si nunca se hubierropezado contra el abrigo de Michae

para susurrarle a qué hora debípresentarse en su alcoba. A Michael lalegraba su distanciamiento; cuand

recordaba en qué circunstancias se habíencontrado por primera vez con lorHorn, también de eso la culpaba a ella.

Era asombroso, con todas sus otra

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actividades, que Michael encontrariempo para seguir con sus clases d

esgrima. Pero lo cierto era quencontraba que sólo en el estudio dApplethorpe estaba completamente librde la imagen de Diane. Estaba listo par

caer el día que lo empujara el maestro.De pie frente a un grupo de hombre

sudorosos, todos emparejados

ntercambiándose miradas furibundaras un ejercicio de ataque

contraataque, Applethorpe había dich

suavemente: —Todos queréis ser los mejoresOlvidaos de eso. Los mejores yexisten, y vosotros jamás los tocaréis

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Contentaos con ser lo bastante buenopara hacer lo que tengáis que hacer.

Los jóvenes habían sacudido lomúsculos y se habían reído, algunos anta tendencia a los sermones del maestro

otros en avergonzado reconocimiento d

su ambición. Lord Michael se lo quedmirando fijamente, jadeando aún a causdel ejercicio. Sentía el martilleo de l

sangre en la cabeza. Pues claro que ero bastante bueno para hacer lo que tení

que hacer. Siempre lo había sido. Po

vez primera comprendió que quizá nodo el mundo lo fuera; que algunonunca lo serían.

Terminada la lección, con la boc

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seca, se acercó al maestro y preguntó: —¿Qué queríais decir con eso d

«los mejores»?Applethorpe extendió el brazo y un

de sus ayudantes le quitó el guante. —Los verdaderos espadachines

naturalmente —dijo, dirigiéndose Michael—. Hombres que deben ganarsa vida peleando a muerte… y que debe

ganar todas las veces. No hay muchos dellos, desde luego; la mayoría dursolamente una temporada o dos antes d

sucumbir, o se retira a un cómodo puestde guardia en la Colina, o acepta loencargos más sencillos.

 —¿De dónde vienen?

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El maestro se encogió de hombros. —¿Dónde estudiaron, quieres decir

¿Quién sabe? Yo tuve un maestro; uviejo loco, borracho la mitad deiempo, brillante cuando veía claro. S

uno necesita aprender, aprende. —Agit

a mano como si estuviera espantandmosquitos—. No es el tipo de cosas quvienen a hacerse aquí. Hacen falta má

de dos horas a la semana. —Había daden el clavo.

Las amistades de Michael pront

empezaron a inventarse historias parustificar sus desapariciones: tenía unamante de baja estofa al otro lado de lciudad; había descubierto un sastr

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magistral que vivía en algún desván…Alguien que lo vio cerca de los establodijo que estaba entrenando un caballpara las carreras de primavera. Pero nse podía demostrar nada. Michael tenícuidado. Iba al taller de Applethorp

odos los días para practicar y recibíuna clase privada a la semana.

***

La reacción de lord Horn ante l

ocurrido la noche de los fuegoartificiales consistió en enviar una carta Richard de Vier, en la Ribera. Alec l

rajo a casa del local de Rosalie el dí

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después de que Richard se hubierreunido con Katherine en las TreLlaves. Richard acababa de levantarse

o le dolía la cabeza y no se sentímareado, pero se conducía con cuidadpor si acaso empezaba algo. Tenía un

sed espantosa y estaba bebiendo agudel pozo.

Alec agitó un pergamino de gra

amaño en su dirección. —Carta. Para ti. La tenía Rosali

desde ayer. Recibes más cartas que un

doncella recién presentada en sociedad. —¡Déjame verla! —Richarexaminó el enorme blasón que sellaba epapel—. ¡Oh, no! —Se rio a

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reconocerlo de las puertas del baile dnvierno—. Es de lord Horn.

 —Ya lo sé —dijo recatadamentAlec. Cuando Richard sacudió el papeéste se abrió, y vio que Alec ya habíseparado limpiamente el lacre de la hoj

de una sola pieza. —No está mal —aprobó—; pero ¿n

e enseñaron a volver a sellarlo?

 —Por lo general no me molesto —respondió despreocupadamente Alec.

 —Bueno, ¿qué pone? —pregunt

Richard—. ¿Intenta emplearme, o quierlevarme a juicio por haberle estropeados arbustos?

 —No la he leído todavía. Sól

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quería saber de quién era. La caligrafíes horrible… Seguro que la hredactado él en persona. Ningúsecretario escribe así.

 —Qué listo es Horn —comentsarcásticamente Richard—. No quier

que su secretario sepa que intentemplearme, pero deja que toda la Ribervea su sello. ¿Qué pone? —repitió; per

Alec estaba riéndose con demasiadaganas como para responder—. Tomaire —le aconsejó Richard—. N

entiendo una palabra de lo que dices. —¡Es la ortografía! —se rio Alesin poderlo evitar—. ¡Idiota pomposoCree que… quiere…

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 —Te voy a meter nieve por lespalda —dijo Richard—. Es uremedio seguro contra la histeria.

Alec leyó en voz alta: —«Como sin duda sabréis ya, m

siervo maese De Maris encontró u

serio percance en su profesión el mepasado…». Se refiere a que lo matasteSerio percance… Me pregunto si Hor

entiende de juegos de palabras. —¿Qué quiere, una disculpa? S

busca un espadachín nuevo para su casa

dile que mis honorarios son veinte… noque sean treinta al día. A la hora. —No, espera, no es eso

Afortunadamente, esto podría redunda

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en vuestro beneficio, pues estodispuesto a ofreceros el tipo de empleque creo soléis aceptar, y que sin dudencontraréis aceptable.

 —Sin duda. —Richard lanzó ucuchillo al techo—. Tienes razón. E

diota. Dile que no. —Oh, venga ya, Richard —dij

ovialmente Alec—. El hecho de que se

un idiota no significa que su dinero nvalga.

 —Te sorprenderías —dijo De Vier

recuperando el cuchillo de un salto—o me gusta trabajar para estúpidos. Nson de fiar. Y no debe de saber muchosi no nunca habría contratado a D

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Maris. —Les da igual a quién contraten

Sólo es una moda. —Lo sé —respondió Richard

mperturbable—. ¿A quién quiere qumate?

 —Que desafíes. Por favor. Aqusomos todos caballeros, hasta los que nsaben deletrear. O leer. —Alec sostuv

a hoja a un brazo de distanciaentornando los ojos ante la caligrafía—«Hay un asunto de honor que me h

ocado el honor…». No, eso estachado… «que me ha tocado el almahiriéndola con un profundo tajo que sólpodrá…». Seriedad, Alec.

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 —«¡… que sólo podrá subsanarscon la espada! No es preciso que opreocupéis por la naturaleza de lherida. Estoy dispuesto a pagaros hastcuarenta reales en calidad de alquiler dvuestros servicios. A cambio de dich

suma representaréis mi nombre pomedios legítimos y honorables en el reta muerte de lord Michael Godwin d

Amberleigh». —¿Quién es ése? —¿Qué más da? Puedes acabar co

él y volver a casa a tiempo para cenacon cuarenta legítimos y honorablereales bajo el cinto.

 —¿Sabe luchar?

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 —«Lo único que saben hacer cosus espadas es azuzar perritos falderos»Creo que cito fielmente tus palabras. Ncreo que este tal Godwin destaque poencima de otros azuzadores de chuchos.

 —Que lo mate Hugo, entonces.

 —Ah. —Alec se dio unos golpecitoen la palma con la carta—. ¿Le digo esa lord Horn?

 —A lord Horn no le digas nada —dijo bruscamente Richard. Cogió unpesa de hierro y flexionó la muñec

contra ella—. No hago negocios pocarta. Si tuviera algo de cerebro shabría molestado en averiguar esprimero.

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depende de que la gente sepa que puedguardar sus secretos.

 —Oh, claro que lo comprendo —dijo despreocupadamente Alec—. Perha sido una estupidez por parte de Horponerlo por escrito, ¿no?

 —Una gran estupidez. Por eso mnteresa más trabajar con Ferris y s

duquesa —lanzó la pesa al aire— qu

con Horn. Quema ahora mismo escarta, ¿quieres?

***

Cuando Michael no soñaba con lo

ojos glaciales de la duquesa, pensaba e

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a manera de desarmar a un hombre quo agrediera en perfecta forma. Ya l

conocían en la escuela. Dos de loalumnos más serios, criados aspirantes guardias, querían que fuera a beber coellos después de clase y se le estaba

acabando las excusas. No es qudespreciara su compañía; de hecho, lgustaban por tomarse en serio lo mism

que él; pero aunque estaba seguro dpoder pasar por plebeyo en medio derigor de las lecciones, no sabía si podrí

mantener su fachada en sociedad. Estabaprendiendo a hablar más deprisa en scompañía… y había, de hecho, alarmadrecientemente a su sirviente al espetar l

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orden de que le limpiara las bota«rapidito». Michael se entretenírecorriendo la ciudad y seleccionandiendas en las que podría fingir qurabajaba; manipulando piedra

preciosas e imaginándose que se pasab

el día seleccionándolas para los cliente no para él… pero nunca conseguía que pareciera real.

Michael no se sorprendió demasiadcuando el maestro lo llevó apartdespués de la clase para hablar con é

Había solicitado una lección más a lsemana, pero hasta ahora Applethorpse había limitado a asentidistraídamente y decir que ya vería

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Ahora Michael le ofreció salir nvitarlo a cenar para poder discutirl

cómodamente. —No —dijo el maestro, asomado

una ventana alta al final del estudio—Creo que podemos hablar aquí.

Lo condujo hasta un pequeño cuartdiseñado originalmente para los arreodel antiguo establo. Ahora estab

atestado de guantes, cuchilloarrojadizos, piezas de lona y otrodetritos de la academia. Se sentaro

encima de un par de dianas cuyo rellense salía ligeramente.Applethorpe se frotó la barbilla co

el puño. Luego miró a Michael.

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 —Quieres ser espadachín —dijo. —Umm —dijo Michael, un

costumbre que debería habeabandonado a temprana edad. No cabíduda sobre lo que estaba hablando emaestro: hombres que se ganaban l

vida peleando a muerte… y que debíaganar todas las veces.

 —Podrías conseguirlo —dij

Vincent Applethorpe.Una serie de respuestas inadecuada

centelló en la cabeza de Michael: Oh

¿de veras? … ¿Qué le hace decir eso… ¿Puedo preguntarle si habla eserio?  Comprendió que estabparpadeando como un pez.

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 —Oh —dijo—. ¿Usted cree? No se esperaba de los espadachine

que dominaran las artes de lelocuencia. Applethorpe respondicomo si se hubiera explicadperfectamente.

 —Creo que tienes talento. Y sé questás interesado. Deberías empezar dnmediato.

 —Debería… —repitió tontamentMichael.

El maestro empezó a hablar con l

ensa emoción que empleaba en medide una buena lección: —Naturalmente, es un poco tard

para ti… ¿Cuántos años tienes

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¿Diecinueve? ¿Veinte? —Tenía máspero la vida fácil de un noble de lciudad había sido clemente con suventud—. Tienes la intuición, si

embargo, el movimiento, eso es lo qumporta ahora —prosiguió Applethorp

sin esperar a que contestara—. Si estádispuesto a trabajar, tendrás además laaptitudes necesarias, y entonces será

rival para cualquiera de ellos.Michael logró, al fin, formular un

frase completa.

 —¿Es así como funciona? Pensabque hacían falta años. —Así es, claro. Pero tú ya tiene

parte de lo que necesitas. Tenías l

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postura en tu primera lección, a muchoes hacen falta meses para conseguirla

Aun así, tendrás que trabajar todos lodías durante horas si quieres enfrentarta los otros y tener alguna posibilidad dsobrevivir. Pero si te lo tomas en serio

si permites que te enseñe, eso te lpodré proporcionar.

Michael se lo quedó mirando. L

única mano del maestro estaba apretadsobre su rodilla. Michael se sintiarrobado por la visión del cuerpo de

espadachín, perfectamente apostadoenso a la espera de una respuestaPensó con tristeza: Ahora tendré qudecírselo. He llegado al final de est

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uego; tengo que decirle quién soy. Emposible que me convierta e

espadachín.Applethorpe le estudiaba la cara. L

ensión abandonó al maestro, sentusiasmo se apagó como una vela.

 —Claro que quizá esto no semportante para ti.

Se le ocurrió entonces a Michael qu

era un estúpido por pensar quApplethorpe no había sabido quién erdesde el primer momento.

 —Maese Applethorpe —dijo—, msiento honrado. Aturdido, pero honrado —Bien —dijo con su acostumbrad

ibieza el maestro—. En ese caso

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empecemos.

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Capítulo 12

La respuesta de De Vier, cuando lrecibió lord Horn, pronto quedreducida a un legajo arrugado en e

suelo. Con caligrafía excéntricadistinguida por unos fuertes trazoverticales, decía:

Gracias por vuestro amableofrecimiento. Hemos disfrutadocon su lectura más de lo que os

 proponíais. Lamentablemente,el encargo en cuestión no seadecua a nuestras actuales

necesidades. Os deseamos

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 suerte en otra parte. (Vuestras próximas cartas os serándevueltas sin abrir).

Firmaba «La Corporación DuelistDe Vier, al servicio de la Ribera y lAristocracia de Distinción».

Bastó para conseguir que dejara dpensar en Michael Godwin por u

momento. Envuelto en muda furia, lorHorn partió al rescate de su orgullo coa prestigiosa compañía de los lore

Halliday, Montague y otros caballerode alcurnia en una cena que celebraba eCanciller del Dragón.

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De Vier tendría tiempo de estudiar larutinas de Halliday. No debía habeningún obstáculo para que el desafíformal fuera aceptado y Hallidaresultara heroicamente eliminado: Ferriplaneaba heredar la corona de un mártir

Para entonces quizá algunos de lopartidarios de Halliday supieran quéste favorecía a Ferris, de modo qu

éste podría ocupar la Creciente antes dque recayera sospecha alguna sobre éUna vez en su poder, las sospecha

recaerían sobre quien él quisiera.La anticipación aumentaba losentidos de Ferris, aguzando su apetitpor todas las actividades igual qu

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resultaban inexplicablementemocionantes cuando era pequeño hastos hechos más mundanos días antes d

Año Nuevo y sus regalos: el hielo quse rompía en la superficie deavamanos era como la promesa de un

revelación; el desabrocharse una camisera como desembalar los paquetes; y esoplar la vela cada noche significab

que faltaba una llama menos para el díseñalado. Lord Ferris encontraba uregusto parecido en ostentar l

Cancillería del Dragón: siempre habíalgo a punto de ocurrir, y cualquieacción estaba investida de significadoAl sentarse ahora a la cabeza de l

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mesa, rodeado de hombres poderosos acaudalados y los restos de la cena quhabían compartido, partió una nuez entrsus fuertes dedos blancos y sonrió asentir la agitación que innegablemente lproducía.

Uno a uno se fueron a la cama, aencuentro de otras citas, hasta quedar tasólo los lores Halliday y Horn. Ferri

sabía que Halliday esperaba hablar coél cuando se hubieran marchado todosus invitados; lo que quería Horn sólo é

o sabía. Quizá no tuviera adonde irsimplemente, y no quisiera regresar a scasa vacía.

El engalanado comedor parecí

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engullir a los tres hombres; ni siquierel rango era rival para la arquitecturaLord Ferris sugirió que se trasladaran una sala de estar adyacente para bebeponche caliente. Ferris era solteroconsiderado a sus treinta y dos años un

de las presas más preciadas de lciudad. El salón de su residencipermanecía tal y como lo habí

decorado su madre cuando llegó a lciudad en calidad de novia, con lovoluminosos y cómodos muebles y lo

colores oscuros de la generacióanterior. Aunque él mismo lo preferíaord Horn había desterrado lo mejor d

sus antiguas piezas a su casa de campo

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donde el estilo importaba menos.Entró una muchacha para ocupars

del fuego. Ferris sonrió al verlanclinando la cabeza para poder abarcaodos sus movimientos con su único ojo

Tenía las caderas anchas, los seno

grandes, y manejaba con destreza laherramientas de hierro; pero había algen ella que indicaba malnutrición…

quizá fuera simplemente su corta talla, a fuerza con que se pegaba las faldas a

cuerpo para apartarlas del fuego

Cuando hizo una reverencia a su señodesde la puerta, Ferris dijo, con lencantadora voz de orador quencandilaba al Consejo de los Lores:

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 —Katherine, quédate. Estamos todoun poco borrachos; nos hace faltalguien sobrio que cuide del fuego.

Los ojos de la mujer saltaronerviosamente a los otros dos lores y dnuevo a él.

 —Iré a buscar mi labor —dijo acabo.

Pero lord Ferris levantó una man

elegante. —Nada de eso —dijo co

afabilidad, arrastrando las palabras—

Siéntate ahí… ahí, debajo del espejodonde la luz se refleje en tu pelo, y lencargaré a John que te traiga un vaso derez. A menos que prefieras otra cosa.

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 —El jerez está bien —dijo ellaacomodándose en la silla indicadafrente a los caballeros al otro lado de lsala—; gracias.

Su voz era monótona, las vocaleentrecortadas y bruscas. De la parte baj

de la ciudad. Pero se movía coseguridad, con cierta elegancia en lmuñeca y la postura de la cabeza. A

ninguno de los visitantes se le ocurridentificar la altanería de la Ribera

aunque, claro está, ninguno de ello

había estado allí. Les sorprendía ver Ferris comportándose así… Debía destar más borracho de lo quaparentaba. Traer una amante a un

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reunión de solteros no era algnusitado; pero no era propio de Ferris

sí impropio de la compañía. Si sólo eruna criada, resultaba cruel imponerle ssociedad.

Ferris sonrió candorosamente a su

nvitados, invitándolos a disculpar scapricho.

 —Un toque de belleza femenina —

explicó— es esencial para lsobremesa.

 —Ya que hablamos de bellez

femenina —acotó expertamente lorHorn—, es una lástima que ladHalliday no esté con nosotros.

Pero lord Halliday se resistió

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enfrascarse en esa conversación. Habírecibido preocupantes informes de loejedores de Helmsleigh; nada que n

pudiera esperar hasta el día siguientepero dormiría más tranquilo sabiendque también Ferris se preocupaba. D

modo que guardó silencio, con lesperanza de que Horn se conformarcon el escenario principal el tiemp

necesario para quedarse sin tema dconversación y marcharse. La mujer da silla ya había quedado ignorada: u

antojo momentáneo de Ferris del quéste parecía haberse olvidado.Ferris disfrutaba enormemente

Ahora todos los ocupantes de la estanci

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estaban desconcertados salvo éSiempre disfrutaba de la compañía dHorn, por lo que sabía que eran motivonnobles: la torpeza de Horn, sunfatigables indirectas de segunda

reforzaban la estima de Ferris de s

propia astucia social y su sutilezpolítica. Podía correr en círculodialécticos alrededor de Horn, hacerl

pasar por el aro, que se revolcara por esuelo como un gato con su comida. Erun placer privado: el truco estaba en n

dejar que Horn se diera cuenta de lo quhacía.Katherine recogió las manos sobr

el regazo. Sabía que Ferris no estaba ta

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borracho como pretendía. Era agradablestar sentada y descansar, pero se sentíaburrida por dentro, viendo cómo spavoneaban los nobles entre sí. LorHorn y su señor discutían ávidamentsobre espadachines, aunque no parecía

saber gran cosa al respecto. —Bah —estaba diciendo Horn—

o tienen poder. Hacen lo que les paga

por hacer, y eso es todo. —Pero —dijo el más joven de lo

dos—, ¿si decidieran rechazar t

encargo…? —¿Mi encargo? —repusbruscamente Horn; pero el semblantuerto de Ferris era más benigno qu

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nunca. Estaba mirando a la jovensonriendo.

 —O el de cualquiera —respondiFerris—. Es una forma de hablar.

 —Que se mueran de hambre —dijHorn—. Si alguno no quiere el dinero

a habrá otro que sí. —¿No crees que es peligroso

entonces, que haya alguien al corrient

de tus planes pero no a tu servicio? —¿Peligroso? —repitió Horn

ruborizándose ante la idea—. No,

menos que vaya con el chisme al otrbando. Lo que no es probable, sabiendcómo trabajan. Si te traiciona, jamávolverá a conseguir trabajo.

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Ferris retorció un anillo de oro en smano.

 —Sin duda, eso es verdad. —No es tanto peligroso… —Hor

se dejó seducir por el tema, convencidahora de que Ferris no sabía nada de s

reciente decepción con De Vier, satisfecho de poder quejarse al respectaunque fuera a nivel teórico—… no e

anto peligroso como bochornoso. A fide cuentas, nadie les pide que piensenEllos no tienen que gobernar la ciudad

no tienen de cuidar de las tierras quienen entre manos. No necesitapreocuparse por la opinión de susuperiores. Se limitan a coger el diner

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 hacer el trabajo. Verás… Mi sastre nse negará a hacerme una chaqueta dmontar porque no le gusten los caballosEs lo mismo. Si dejas que empiecen pensar que tienen derecho a negarse…

 —Pero es que tienen derecho. —

Basil Halliday se revolvió en su blandasiento, incapaz de seguir inmóvil—Por lo menos eso tienes qu

concedérselo, Asper. Arriesgan la vidpor nosotros, los pobres idiotas; dnosotros depende que valga la pena

para que no rechacen el encargo.Ferris miró comprensivamente ord Horn.

 —Sí, pero el rechazo nunca e

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agradable —dijo en voz baja—. Dgual de dónde provenga. Asper tien

razón, la verdad: todo se reduce a uncuestión de poder. ¿Mandamos nosotroso ellos?

 —Ellos tienen las espadas. —Lor

Halliday sonrió mirándose las manos—osotros tenemos todo lo demás. La

cosas se igualan, no obstante, con un

punta de acero en la garganta. —Todo el mundo vive a punta d

espada —entonó Ferris.

Horn se rio por reflejo, presintiendun epigrama. —Me refiero —abundó lord Ferri

— a las cosas que les importan. Tenla

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en tu poder y tendrás al hombre… o a lmujer… en tu mano. Amenaza lo que lesea querido y estarán completamente a tmerced: les pondrás una hoja muafilada en el cuello.

 —Y así —tomó el testigo lor

Halliday— es como se desarma alguien con las manos vacías. Fijémonoen el honor, por ejemplo: si el mí

estuviera en tu poder, tendría qupensármelo dos veces antes de negartnada.

 —Pero el honor —acotó Horn— epotestad de los nobles, no de unoespadachines cualesquiera… al menosal y como lo entendemos nosotros. Par

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ellos es una mercancía que ponen a lventa junto con sus espadas, y qucuelgan en la chimenea con ellas cuandvuelven a casa con sus rameras, sbebida y sus rencillas de tres al cuartoViven como perros en la Ribera, sin qu

es importe nada: cambian de mujecomo nosotros de abrigo, y malgastanuestro dinero en cuanto se lo damos.

 —Pero te equivocas —dijsuavemente Ferris—. No hay hombrvivo al que no le importe algo. —Tení

el rostro vuelto hacia Horn, pero su ojbueno estaba posado en la chica—. Lúnico que hay que hacer es encontrarlo.

Katherine apuró su jerez de u

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rápido trago. —Quizá no quiera admitirlo… ¿

quién sí? Pero aun en la Ribera lovicios humanos delatan pasionehumanas.

 —Eso no lo niega nadie. —Basi

Halliday habló con voz serena. A juzgapor la tensión de la muchacha en la otrpunta de la sala, veía que el ejercicio d

filosofía había dejado de ser un juego…  puede que no lo hubiera sido nunca

Reconoció en Ferris el impulso de juga

con el poder que le habían dado; eralgo por lo que pasaba uno antes después. El fin de Ferris parecía sedoméstico. No le correspondía

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Halliday juzgar las relacionepersonales de otro: en la ciudad todo emundo era un desconocido, si se fijabuno atentamente. Pero no veía lnecesidad de ser un accesorio mudo.

De modo que Halliday continuó:

 —Pero Horn tiene razón. Nuestrclase de honor es diferente, porquostentamos un poder diferente. Ningú

señor actúa como un simple hombre: lrespalda del poder del estado, el podede su raigambre y su riqueza. Yo dirí

que está por debajo de nuestro honoutilizarlos en una disputa personal.Ferris giró la cabeza para mirarlo. —Por eso son tan útiles lo

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espadachines, milord: representantereses particulares. En verdad, com

decía antes Horn, el honor de uespadachín se extiende sólo hasta dondse puede confiar en él.

 —¿Y no más allá? —pregunt

Halliday—. ¿Qué hay de lo qusignifique para el hombre en concreto?

Ferris esbozó su sonrisa de labio

apretados. —Hay opiniones encontradas a es

respecto. Pero ¿por qué no se l

preguntamos a Katherine? Ella enuestra experta local en honor despadachines.

La menuda mujer se levantó

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dirigiéndose a la chimenea. Pero Ferria detuvo.

 —Siéntate, Katherine. El fuegsabrá cuidarse solo. Háblanos de la viddoméstica de los espadachines.

La muchacha se sentó envarada, co

os dedos extendidos apretados contras rodillas. Con la mirada fija en e

suelo, dijo:

 —Es tal y como ha dicho el otrcaballero. Alcohol, dados y peleas.

Ferris se repantigó, deleitándose.

 —Tengo entendido que nos hacen uservicio, acabando con los indeseablede la Ribera.

 —Se producen muchos asesinatos —

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dijo ella—. Por eso no debéis ir allí. —Pero sus mujeres estarán a salvo

¿no? Debe de haber algo que atesoren.Una sonrisa torva se propagó por e

rostro de Katherine, como si acabara dcoger el chiste.

 —Una vez conocí a un hombre qumató a su… amante.

 —¿Por celos?

 —No, en una pelea. —Un espadachín con carácter. —El de ella era peor, mucho peor

adie le echó la culpa, la verdad; o si lhicieron, no había mucho que pudierahacer al respecto. Todos la conocíamos

Hasta Halliday se había quedad

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paralizado en su asiento. Rara vez sencontraban ribereños entre lservidumbre; bajo la humildad dKatherine ardía algo salvaje, el miedde un animal acorralado.

 —¿Qué hay del hombre? —pregunt

Ferris—. ¿También está muerto? —Es poco probable. El mes pasad

mató a dos espadachines en un jardín.

Horn se quedó sin respiración. —¡Despreciable! —musitó—

Primero mata a mi espadachín y ahor

asesina a mujeres indefensas. —No es el tipo de persona —dijFerris— al que parezca importarle nadaSeguramente hace bien, teniendo e

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cuenta la posición en que estaría de lcontrario.

 —Hace unos años estaba bieatendido, antes de empezar a ponersquisquilloso con las comisiones —dijHorn con inesperado rencor—

aturalmente, no sabría decir si cobrabpor ello… Ya sabéis cómo son cuandestán recién salidos del campo: jóvene

 fácilmente impresionables. —Asper —dijo Basil Halliday e

voz baja—. Esa mujer es amiga suya.

Pero Katherine estaba sonriendo ord Horn. —Sí —dijo—, aquéllos fuero

buenos tiempos. Solía volver de l

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Colina con flores. Lástima que terminarmezclándose con… esa mujer como lhizo. Pero ahora le ha dado la espalda a Ribera y a la Colina: se ha procurad

un estudiante sin dinero y mata gratipara él.

También Ferris se giró para sonreía Hom.

 —Supongo que los vicios que s

aprenden de joven no lo abandonan uno. No estaría en tu grupo, espero.

Horn se permitió fruncir ligerament

el labio. —Nunca he sido partidario dperseguir espadachines. No hay…dignidad en ello.

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 —Tienes razón —dijo Ferris.Katherine se levant

apresuradamente, apelotonándose lafaldas en los puños, e hizo unreverencia ante lord Ferris.

 —¿Eso es todo, señor?

 —Sí, gracias. —Ferris ensayó lmelancólica sonrisa que tan bien sadecuaba a su rostro enjuto—. Parece

cansada. Perdona que te hayentretenido. Sí, eso es todo. Buenanoches.

Lord Halliday parecía extrañamentcansado a su vez. La velada no habísido agradable: Ferris y Horn se traíaalgo entre manos, algo mezquin

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relacionado con los espadachines… con el sexo, seguramente, conociéndolanclinaciones de Horn. No le apetecí

quedarse en compañía de los otros dohombres. Admitiendo para sí que Horhabía resistido más que él, se levant

para marcharse. Horn, desde luego, lsiguió. Mientras esperaban sus abrigosoyeron una conmoción en la puerta. E

mensajero lo buscaba a él, a lorHalliday, ya había estado en su casa y npodía demorarse…

A Halliday se le encogieron laentrañas al pensar que podía habepeligro en su casa; fue casi con alivique vio el sello estatal sobre el papel,

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supo que lo que fuera que había pasadno le había pasado a su familia.

Miró la carta por encima y se fijó eos rostros expectantes.

 —Son los tejedores de Helmsleighme temo. Han llevado sus protestas a

sur hasta Ferlie y ha amasado unmultitud considerable. Están celebrandallí su consejo, Tony, justo al lado de tu

ierras. Y están incendiando telares casas.

 —Bueno —dijo Ferris, co

expresión severa—. Así que todas esanegociaciones al final fueron en vanoré enseguida. Dadme un cordón de l

Guardia de la Ciudad y podré reunir

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mis propios hombres camino de FerlieDadme tan sólo una hora para ordenamis asuntos…

 —No puedes viajar esta noche. Loalguaciles locales ya han solicitadayuda. Si duermes y partes por l

mañana llegarás allí más seguro, mucho más descansado.

Hubo más estrépito en el patio: l

legada de un testigo ocular, uno de lopropios hombres de Ferris en FerlieHabía venido con una escolta. Lo

hombres debían descansar esa nocheos tejedores sabían que se habíavisado al lord Canciller y estaban máranquilos por ahora.

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Los invitados de lord Ferris sfueron sin más ceremonia. Tras ocuparsdel alojamiento de sus mensajeros, lprimero que hizo Ferris fue redactar unnota para De Vier. El asunto no podíseguir adelante sin su estrech

supervisión; no quería movimientalguno mientras estuviese fuera de lciudad. Por el momento, Halliday estab

a salvo.Era tarde cuando mandó llama

finalmente a Katherine. Vestido sólo co

una camisa y una bata, estaba tendidencima de la cama, sin arropar, con lntención de descansar unas horas ante

de que amaneciera. Le alargó la not

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sellada: —Quiero que te encargues de que t

amigo reciba esto antes de mañana poa noche.

Cuando la mujer abrió los ojos eademán de protesta, añadió:

 —No hace falta que vayas a lRibera en persona, desde luego. Ya te hdicho que no quiero que vuelvas all

Tienes contactos. Úsalos. No puedenviar a uno de mis empleados, alguiepodría reconocerlo. —Katherine cogi

a carta sin dejar de mirarlo fijament—. Kathy, pareces asustada. —La atraja la cama y echó una colcha por encimde los dos, desabrochándole la rop

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mientras seguía hablando—: Te prometque esto acabará pronto. Lo verás unvez más, a mi regreso, y eso será todo—Ella le agarró los hombrosobligándolo a abrazarla—. No permitirque te haga daño, como hizo con t

amiga. —No es eso —dijo Katherine—

nunca has pensado que se tratara de eso

 —En fin, perdona si te havergonzado en público. Tenía que dejaalgo claro.

 —Bueno, lo has conseguido. Pero él le dará igual lo que hagas conmigo. —Ah —sonrió él como si estuvier

soñando—, no creerás eso. Aunque l

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creas, no le servirá de nada. Verás, es uarma de doble filo. Puedo decirte cóme sentirías si a De Vier le ocurrier

alguna desgracia. —Acalló sus protestacon sus labios delgados—. No tpreocupes ahora. No va a rechazarme,

o no voy a hacerle daño. Pero eagradable saber que puedo confiar evosotros dos.

Aplastada ahora bajo su pesoempezó a besarle el torso, el cuello, ementón, como si su nerviosismo pudier

confundirse por pasión y silenciar sorrente de palabras.Ferris, respirando con fuerza encim

de ella pero negándose a dejars

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arrebatar, continuó: —¿Has visto a su amante erudito

por cierto? —No. —Yo sí; aunque nunca lo hubier

adivinado. Lo oí todo sobre él en es

sitio de la Ribera al que me enviaste. Yuego casi me derriba al cruzar l

puerta.

Katherine se quedó quieta y tuvo quempezar de nuevo.

 —¿Oh? ¿Cómo es?

Pero él tenía ya las manos en suhombros, daba igual lo que hiciera. —Flaco. Andrajoso. Es muy alto.Apoyó todo su peso sobre ella.

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Durmió un rato; cuando despertó ellseguía allí, fláccidamente ovilladalrededor de una almohada. Le dijo:

 —A propósito —interrumpiendo susueños—, a propósito: Asper… edecir, lord Horn… seguramente veng

por aquí para sonsacarte mánformación acerca de De Vier y s

amigo. Dile todo lo que puedas

recuerda sus palabras para repetírmelamás tarde. Será divertido escuchar lque piensa.

Katherine no dijo nada. —Horn es un imbécil —dijo Ferri—; tú misma lo has visto. No tpreocupes tanto. Quiero que hagas est

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por mí. —Sí, mi señor —dijo ella.Por la mañana, lord Horn encontr

a nota de De Vier guardada al fondo dun cajón. La desarrugó y contempló lcaligrafía imperiosa, intentand

ahorrarse la visión de su insultantmensaje. ¿Qué había dicho Ferris? Todel mundo vive a punta de espada. Habí

sido un epigrama, a fin de cuentas… no poco acertado.

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Capítulo 13

La nueva nota estaba sellada por fuercon una impresión del pulgar, y podentro con el sello del cisne. Sólo habí

dos palabras escritas: Más tarde. —T, A, R —explicó Alecdeletreándola en la chimenea con eextremo quemado de una ramita—, e

ar… D, E, de «Tarde». Richard tiró lnota al fuego, donde ardió vivamentunos segundos.

 —Lástima de papel desperdiciad—protestó Alec—. ¡Casi no estabescrito!

 —No importa —dijo Richard—

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cuando Tremontaine me pague el terceanticipo, podré comprarte un legajo¿Esa D es la misma que en Richard?

 —¡Muy bien! —celebró Alecdistraído, arrastrando las palabras—. Yque en Diane. Y duquesa. No hay

evidentemente —añadió remilgadament—, ninguna D en Alec.

 —Evidentemente. —Richard cogi

una espada de entrenamientoesquivando ágilmente al gatito gris ques había endosado la mujer de los gato

del vecindario a cambio de un poco deña («Apartando al pobre de malanfluencias», había dicho Alec a

aceptarlo). Al gatito le encantaban la

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puntas de espada en movimiento. —Ahora tendrás tiempo par

Michael Godwin —dijo animadamentAlec.

 —¿El encargo de Horn? Pensabque le habías escrito una carta.

 —Así es. Pero podrías cambiar dopinión.

 —No lo creo. —Richard se detuvo

con la punta de la espada lejos dealcance de los saltos del gato—¿También tú tienes algo en contra d

Godwin? —Todavía no. Pero siempre tquejas de la falta de dinero…

 —Eres tú el que siempre se queja d

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a falta de dinero. Te lo digo siempre, ecuestión de retos. Sabes lo que es eaburrimiento, ¿no? Ahora, Hallidaestará bien protegido. Es posible quuviera que enfrentarme a varios de su

hombres antes de llegar siquiera hast

él, a menos que ingenie una manera dencontrarlo solo… a lo mejor yendo poos tejados y entrando por una ventana…

 —Sabes —dijo Alec—, vas a mataa ese gato un día de éstos.

 —No, verás cómo no. —Un gir

casi imperceptible de su muñeca situó efilo fuera del alcance del animal. —Qué bonito —dijo con acritud s

amigo—. Deberían pagarte por hace

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eso. —Se quedó sentado en silencio umomento, viendo cómo se ejercitabRichard. El gato perseguía el talóderecho del espadachín en su rítmicdanza sobre el suelo, sin hacer ruidoSólo la pared emitía un rítmico golpea

  crujir del acero; pero o bien lovecinos habían salido, o bien se habíaacostumbrado ya. Cuando el gatito s

acercó, Alec estiró rápidamente ubrazo y lo levantó. Se acurrucó bajo sbarbilla; le acarició distraídamente e

omo con un dedo. Observaba entre suorejas al espadachín en movimiento, dijo suavemente mientras continuaba eejercicio—: En realidad nunca has vist

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a la duquesa, ¿verdad? —En la barcaza —jadeó Richard—

Los fuegos artificiales. —Igual que otras mil personas. N

has hablado con ella.El espadachín retrocedió de un salto

giró sobre la punta del pie y se agachó. —No. —¿Por qué crees tú que querría ve

muerto a Halliday?Richard hizo una pausa y se enjug

el sudor de los ojos.

 —No es de mi incumbencia. —Procura que siga así.Richard guardó silencio. No l

mportaba que Alec estuviera all

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observándolo: Alec nunca prestabatención realmente a lo que hacíaSeguía sin ser capaz de seguinteligentemente una pelea. Richar

cambió su línea de ataque y torció egesto ante la protesta de su brazo: habí

sido un error permitir que se anquilosaren una sola línea. Su contrincantmaginario paró, y él utilizó todo s

alcance en una compleja reacciódefensiva. Sus contrincantes imaginariosiempre eran mucho mejores que lo

reales. —Richard.Alec había pronunciado su nombr

delicadamente, pero la intensidad de la

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sílabas lo paralizó como un grito. Baja espada con cuidado, oyendo su tañid

alto en medio del silencio tenso vibrante. Alec estaba sentado muquieto, envuelto en sus propios brazospero eso estaba bien: Richard comprob

que no había ningún cuchillo cerca de éningún vaso que pudiera romper. Habípasado una vez antes de ésta, en otr

ocasión que debería haber sidapacible: el brusco cambio en el aire, uego Alec gruñendo y maldiciéndol

mientras Richard le arrebataba el acerosalpicado de sangre procedente de lmuñeca ineptamente cortada de AlecAlec espetándole: «¿No te das cuenta

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No puedo hacer nada bien!». Pero no lhabía intentado en serio.

El recuerdo acompañaba claramenta Richard ahora. Se quedó inmóvivisiblemente paciente, con los sentidoatentos al movimiento inesperado, e

quiebro de la revelación. —¿Entiendes lo que quieren deci

con «Más tarde»? —La voz de Ale

sonaba tan glacialmente limpia como lde un actor, rebotada en las parededesnudas—. Te quieren, Richard,

creen que van a conseguirte. —La lunvernal que entraba por la ventanconvertía en plata un lado de su rostr—. ¿Se lo vas a permitir?

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 —No permitiré que me tengan, no—Respondió como lo había hecho ante—. Yo hago negocios, no pactos. Eso yo saben, Richard —dijo con la mism

calma concentrada—, no son personaagradables. Nunca me han gustado.

 —Bueno, te diré una cosa. —Richard se acercó a él—; a mí tampocme gustan muchos de ellos. No m

gustan muchas personas, en realidad. —Tú les gustas a ellos. —Soy agradable con ellos, es po

eso. Tengo que ser agradable con elloso… —¿O los matarías? —O se enfadarían. No me gust

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cuando pasa eso; me hace sentincómodo.

Alec sonrió débilmente, la primerraza de expresión en su semblant

desde que comenzara la conversación. —¿Y yo te hago sentir cómodo?

 —Da igual. No eres aburrido, comos demás.

 —Soy un desafío.

 —En cierto modo, sí. —Richarsonrió.

 —Bueno, algo es algo. —Alec dej

de abrazarse las rodillas—. Eagradable saber que hay algo que se mda bien.

El gatito regresó junto a él en es

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momento, buscando el rincón cálido quhabía hecho con sus piernas.

***

Era su casa, pero Michael no ssentía cómodo entrenándose allí. Eestudio de la espada había empezadcomo una broma, una habilidad poc

ortodoxa que poder presentar algún díen sociedad como una llamativexcentricidad; pero ahora que iba e

serio sentía la necesidad de mantenerlen secreto. Seguía con sus prácticas sus lecciones en el taller de Applethorp

según su antiguo horario, con cuidado d

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aparecer entre sus compañeros cuandse esperaba. Practicaba a primera horde la tarde con las dianas de lacademia, para luego vestirse con ropelegante y hacer una ronda de visitasasistir a sus clases de baile, o salir

caballo con sus amigos por las colinaque dominaban la ciudad. De vez ecuando cenaba solo, temprano

frugalmente, y caminaba hasta el tallede Applethorpe con el ocaso parrecibir lecciones en el estudio vacío

antes de comenzar su ronda dentretenimientos nocturnos. Al oscureceenían que encender velas; pero tanto e

maestro como él preferían tácitament

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este momento del día, cuando no habínadie más allí para observarlos.

Ahora el maestro mostraba menopaciencia con él. El sereno desapegque exhibía en sus clases públicas nformaba parte de su personalidad, sin

que indicaba una franca indiferencia poa evolución de sus alumnos. Ninguno d

ellos aspiraba a convertirse e

espadachín: aprendían lo que podían, lque querían, eso era todo. Michael iba dominar todo cuanto sabía su maestro

Era mucho; y era muy preciso. Con suaños de enseñanza, Applethorpe habíaprendido a explicar con exactitud lmecánica de cualquier movimiento: qu

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ritmos, énfasis y equilibrios entraban euego, y por qué. Y siempre después d

estas lecciones llegaba el sometimientde su cuerpo a la especificación, y lmpronta de las pautas sobre su

músculos y nervios. Michael se veí

atrapado en un torbellino de ensayosntentando perfeccionar un giro d

muñeca que desviaba el filo sin move

a punta; con el sudor cayéndole por lcara y la respiración entrecortada puestque el trabajo era más arduo; y en su

oídos, imponiéndose al rugido de supulmones, una voz como un insectpersistente que gritaba: «¡EquilibrioEquilibrio! ¡Ese brazo mantiene e

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equilibrio!», otra cosa a corregir siperder lo que había ganado. Una vez sgiró y respondió:

 —¿Me queréis dejar en paz? ¡Npuedo hacerlo todo!

El maestro le dirigió una mirada ta

ranquila como irónica. —En ese caso estás muerto

podríamos dejar de tomarnos tanta

molestias.Ruborizándose, Michael bajó l

mirada, siguiendo la línea de su espad

hasta la punta en el suelo. —Lo siento.El maestro persistió sin emoción e

a voz:

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 —Ni siquiera te estás enfrentado un rival todavía. Cuando lo hagasendrás que pensar en dónde están su

brazos, además de los tuyos. De hechono podrás pensar en los tuyos eabsoluto: deberás conocerlos. Te l

mostraré. —Cogió otra espada roma se encaró con Michael—. Probemos. Nutilizaré nada que no conozcas.

Habían practicado juntos antes, persiempre en secuencias predeterminadasFrente a él, Michael sintió un acceso d

nerviosismo, emoción… y se preguntde pronto si el brazo de menos demaestro no podría aprovecharse parhacerle perder el equilibrio con algo d

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habilidad…Como había aprendido, se fijó en lo

ojos de su oponente. Los de Applethorperan como espejos, sin revelar nadareflejando únicamente. Michael pensde repente en De Vier en la librería

altanero y opaco. Ahora conocía esmirada.

En ese instante atacó el maestro. L

defensa de Michael rozó la espada demaestro cuando se apartó de su pecho.

 —Estás herido —dijo Applethorp

—. Sigamos.Intentó reírse, o sentir admiraciónpero lo embargaba la rabia. Se olvidde los ojos, de los mancos; se orden

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silenciosamente con la voz del maestroos pies rectos… la mano suelta… l

cabeza arriba…Estaba retirándose, peleando sólo

a defensiva, mareado con la certeza dque Applethorpe ni siquiera intentab

ocarlo. Intentó anticipar al menos eataque, tener el movimiento adecuaddispuesto; tuvo la impresión de que se l

olvidaba algo fundamental que habíaprendido… De improviso se descubriavanzando, con el maestro retrocediend

ante su asalto. Pensó en el más nuevo dsus movimientos, el pequeño giro que lfacilitaría una abertura…

 —Acabas de caerte sobre mi espad

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—dijo Applethorpe, con la respiracióapenas entrecortada—. EquilibrioMichael se sacudió el polvo.

 —Muy bien —dijo para su sorpresel maestro—, para empezar. ¿Te hgustado?

Michael jadeó, recuperando ealiento.

 —Sí —dijo. Descubrió que estab

sonriendo—. Sí, me ha gustado.Vio a la duquesa una vez, paseand

una tarde a caballo. Iba vestida d

erciopelo gris, sentada a lomos de unegua nerviosa igualmente gris. Su car  su cabello relucían sobre ellas coma nieve sobre una montaña. Su grup

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iró de las riendas y el de él hizo lpropio. Ella se inclinó hacia lorMichael, ofreciéndole la mano para quse la besara, un peligroso ejercicio quél consiguió realizar diestramentmientras sus caballos bailaban baj

ellos. —Tengo entendido —dijo po

encima de los saludos generales— qu

ord Ferris ha ido al sur a sofocar lodisturbios.

 —En efecto —dijo ella—; lo

dictados de la responsabilidad. Y quiempo más horrible para viajar, pocierto. —El pulso de Michael latía tafuerte que temía que ella pudiera ver la

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palpitaciones en su garganta—. ¿Qué taes vuestro nuevo caballo?

 No sabía a qué se refería la duquesa —Se dice que pasáis mucho tiemp

en los establos —aclaró la mujer.Alguien lo estaba espiando. ¿O serí

simplemente un rumor para explicar suausencias? Quizá lo hubiera iniciado émismo. ¿Significaba eso que ahor

endría que comprarse un caballo? Ldevolvió la sonrisa.

 —Su señoría tiene un aspect

adorable. Espero que vuestrencantadora montura no os resultextenuante.

 —En absoluto.

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Sus ojos, sus ojos argénteos comespejos… Ahora conocía esa mirada; sabía cómo responder a ella. Era un reta aceptar… aceptar, no eludir comiradas de soslayo por encima dehombro para asegurarse de que l

seguía. Era ella, en cierto modo, la quo había lanzado al camino que estab

siguiendo con sus provocaciones. Algú

día lo descubriría y pensaría en ello. Nse le ocurría aún que al someterse a ldisciplina de la espada había aceptad

a la primera parte de su desafío.Aceró su mirada a su vez lo mejoque pudo, a sabiendas de que, con scolor marino, jamás resultaría ta

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nmutablemente dura como a él lgustaría. Y le sonrió.

 —Madame, quizá tenga el placer dvisitaros pronto.

 —A buen seguro, quizá sea pronto.El viento se llevó sus palabras lejo

de él; pero eso era lo que había pensadque diría. Sus grupos estabaseparándose entre risas y el tintineo d

os arneses. Dentro de unos días, unsemana… Cabalgó en dirección a lacolinas, sin mirar atrás.

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Capítulo 14

Pasaron otras dos semanas en la Ribersin recibir noticias del tuerto. Richard Alec se entretuvieron gastando lo últim

que les quedaba del dinero del jardín dnvierno. Los espadachines de segundcuya reputación necesitaba uempujoncito descubrieron que De Vie

volvía a estar dispuesto a batirse coellos, si antes ofendían a su amigoHasta la fecha nadie lo había hecho

vivía para contarlo; se convirtió en lsuerte de deporte salvaje que impone lmoda sobre la inquietud de finales d

nvierno. Alec parecía presentirlos

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antes incluso de que abrieran la bocaera tan a menudo él como ellos quieencabezaba el ataque. Decía que ldivertía dar algo que hacer a RichardPero los provocaba hasta cuandRichard no estaba allí, oliendo a lo

bravucones, a quienes llevaban lviolencia en la sangre, elevando sreflujo de inquina igual que eleva la lun

as mareas. A veces era tan sólo lreputación que le había fabricadRichard lo que le salvaba la vida

Siempre lo volvía salvaje.Aparte de la autodestrucción, snueva obsesión era el teatro. Siempre lhabía encantado; por una vez tenía e

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dinero, y alguien controvertido coquien dejarse ver. Richard habíasistido al teatro unas pocas vececuando llegó a la ciudad, pero lcostaba entender su encanto: las obrase le antojaban artificiales, y e

espectáculo poco convincente. Al finasin embargo, para acallar a Alec —para quitarse a Horn y Tremontaine de l

cabeza— accedió a ir cuando abriera eeatro.

 —Y tengo la obra perfecta —dij

entusiasmado Alec—. Se titula  Lragedia del espadachín.  Te encantaráVa de gente que se mata todo el rato.

 —¿Hay peleas con espadas?

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 —Son actores. —No serán muy buenas. —Ésa no es la cuestión —le inform

Alec—. Los actores son excelentes. Lcomparsa de Blackwell, que representSu otro traje  hace tres años. Se les d

mejor la tragedia, no obstante. ¡Oh, te va encantar! Dará mucho que hablar.

 —¿Por qué? —preguntó, y Ale

sonrió misteriosamente: —Pregúntale a Hugo.Esa tarde arrinconó a Hugo Seville

Ginnie Vandall en el mercado. —Hugo —dijo—, ¿qué sabes de  Lragedia del espadachín?

Veloz como el rayo, Hug

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desenfundó su espada. Richard tuviempo de admirar la malicia de Alec

buscar su arma, antes de percatarse dque Hugo sólo había desenvainado lespada para escupir en ella y estabesparciendo meticulosamente la saliv

por la hoja con el pulgar. Con un suspirvolvió a enfundarla, sin darse cuenta do que había estado a punto de hacer D

Vier. —No juegues con la Tragedia —dij

Hugo.

 —¿Por qué no?Ginnie lo miró atentamente. —Llevas aquí cuánto… ¿seis años

siete? ¿Y nadie te ha hablado de l

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Tragedia? —No presto mucha atención a

eatro. Pero ahora van a representarla aotro lado del río. Alec quiere ir.

Ginnie entornó los ojos. —Deja que vaya sin ti.

 —No creo que quiera. ¿Puedehablarme de ella?

Ginnie enarcó las cejas con u

expresivo suspiro. Apoyó la cabeza eel hombro de su amante y murmuró:

 —Ve a dar un paseo, Hugo. A ver s

Edith tiene algunos anillos nuevos. —Perdona —dijo Richard—. Npretendía incomodarte.

 —No te preocupes. —Ginnie s

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envolvió con más fuerza en su capa derciopelo y se acercó a De Vier. S

había perfumado con almizcle, como ungran dama. Habló con voz queda, comsi estuviera entregándole algún objetrobado—. Está bien, te lo diré. L

Tragedia se representó por primera vehará unos veinticinco años. El actor quencarnaba el… ya sabes, el pape

principal, murió en un extraño accidentfuera del escenario. Siguierorepresentándola, sin embargo, debido

su popularidad. Y todo parecía ir bienHasta que la gente empezó a darscuenta… Todos los espadachines quhan ido a verla han perdido su siguient

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combate —siseó; luego se encogió dhombros, intentando restarle importanci—: Algunos fatalmente, otros no. Nvamos a verla, eso es todo. Me alegrde habértelo dicho. Si la gente te ve allpensarán que estás gafado. Y no digas e

nombre.Alec tenía razón: eso hacía que l

perspectiva de ir a ver la obra resultar

más atractiva.Alec recibió con entusiasmo l

decisión de Richard.

 —Nos sentaremos en la galeríadonde podremos verlo todo —anunci—, y compraremos una bolsa de pasas almendras para tirárselas a los actores.

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 —¿Podrá vernos la gente nosotros? —Le costaba imaginarse quno fuera ése el motivo para asistir.

 —Supongo… —dijo evasivamentAlec. De repente se volvió haciRichard con un brillo peligroso en l

mirada—. Ropa —declaró—. Tieneque ponerte algo… espléndido.

 —No tengo nada espléndido. N

como lo que tú estás pensando, amenos.

 —Entonces deberás comprarte algo

 No le gustó el sastre de moda. Lponía nervioso quedarse quieto mientrael hombre lo atacaba armado con tiza cintas y alfileres para tomarle la

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medidas, musitando fórmulas extrañaentre dientes. Alec estaba perfectamentranquilo; aunque, claro está, Alec nenía otra cosa que hacer salvo acariciaos rollos de tela que le presentaban lo

serviciales empleados.

 —Ahí —indicó Richard con lúnico que tenía libre, la barbilla—, ésestá bien.

 —Es marrón —dijo ácidamentAlec—, como todo lo que tienes.

 —Me gusta el marrón. ¿De qué est

hecha? —Terciopelo de seda —dijo Alecon satisfacción—, eso que dijiste quno te pondrías.

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 —Bueno, no me sirve de nada —razonó—. ¿Dónde iba a llevaerciopelo?

 —En los mismos sitios donde llevaana marrón.

 —Está bien —renunció al color—

¿Y negro? —Negro —dijo Alec en tono d

profunda repugnancia—. El negro e

para las abuelas. El negro es para lovillanos de opereta.

 —Oh, haz lo que quieras. —L

paciencia de Richard estaba siendconsiderablemente puesta a prueba poa cinta y las manos intrusas—. Mientra

no sea nada chillón.

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 —¿El burdeos es chillón? —preguntó Alec con agresiva dulzura—¿O el azul, tal vez?

 —Lo que sea menos ese color dpavo real que decías que te gustaba.

 —Eso era índigo —observó e

sastre—. Muy delicado. Lord Ferriencargó un abrigo de ese paño al inicide la temporada, señor.

Alec sonrió con picardía. —En tal caso, Richard, tú tambié

debes tener uno cueste lo que cueste

Casa con tus ojos.Los dedos de De Vier tamborilearosobre su muslo. Señaló un rollo dobladencima de una silla.

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 —¿Eso? —Una lana excelente, señor, no no

queda mucha este año. Es bermejoconocido esta temporada comManzanas de Delectación, o GloriOtoñal.

 —Me da igual cómo se llame —dijRichard por encima del resoplido dAlec—. Me la quedo.

 —Es marrón —dijo Alec—«Manzanas de Delectación» —continuburlándose cuando salieron de

establecimiento—. Melocotones dDesolación: otro marrón, como la frutpocha. Peras de Pomposidad. Nuece

ocivas. Rosa Vómito de Gato.

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Richard le tocó el brazo. —Espera. No te hemos tomado la

medidas para nada. ¿No querías esazul?

Alec siguió caminando. La afluencide compradores se apartaba de la alt

figura desgarbada. Le dijo a Richard, sibajar la voz:

 —Seguramente esta temporada s

lama Venas de Hipocondríaco. LadDisentería encargó un abrigo de españo para su perro.

 —¿No quieres nada nuevo para lprimavera? Todavía tengo dinero. —No tiene sentido —dijo— intenta

mejorar lo inmejorable. Las prenda

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bonitas tan sólo resaltan mis defectos. Yando encorvado: echo los hombros hacifuera.

 —Verde —insistió Richard, que nenía nada en contra de los colores vivosiempre y cuando no tuviera qu

ponérselos él—, para tus ojos. Y encajde oro. Con el cuello alto, y fruncidosEstarás muy elegante, Alec.

 —Parecería un poste pintado en unferia —dijo Alec, dando un tirón a súnica—. Una Gloria Otoñal es más qu

suficiente.Pero el día de la representaciónRichard tenía sus dudas. Su nuevatuendo era mucho más cómodo de l

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esperado: la lana de vivos colores ersuave y acompañaba sus movimientocomo si hiciera años que la llevaba. Lúnica de erudito de Alec parecía aú

más raída en comparación y le cubrícasi por entero la camisa y las bota

nuevas. Ni siquiera había utilizado ebroche de esmalte para el pelo; llevaba recogido atrás con una cint

vieja.Richard no se molestó en discutir. —Siéntate —le ordenó—. Y quédat

ahí. —Dicho lo cual, desapareció en edormitorio.Desde la habitación principal pud

oír que Alec decía:

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 —¿Qué haces, intentar cambiarte localcetines? Están perfectamente limpio, además, nadie puede verlos…

Reapareció con una sencilla caja dmadera, como las que se usaban parguardar cartas o recibos. La abrió par

que Alec pudiera ver su interior y sacel primer tesoro.

 —Dios —dijo Alec, y fue lo únic

que pudo articular.Richard puso el anillo en el dedo d

Alec. Era una gigantesca perla negra

ncrustada con profusas espirales dplata.Alec se quedó mirándose fijament

a mano.

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 —Es precioso —exhaló—. No sabíque tuvieras tan buen gusto.

 —Me lo dieron. Hace mucho.A continuación sacó el prendedor

o depositó en la palma de Alec: udragón de oro aferrado a un zafiro. Ale

cerró la mano a su alrededor, con lfuerza necesaria para sentir los bordesuego se cerró con él el cuello de l

camisa. —Eso es muy, pero que muy antigu

—dijo al cabo.

 —Era de mi madre. Se lo robó a sfamilia. —¿Los De Vier banqueros? —Exacto. No le caían demasiad

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bien.Encontró un pequeño anillo d

diamante que encajaba en el meñique dAlec, y una banda de oro labrada couna rosa roja y dorada.

 —Clientes —dijo, sonriendo a l

rosa— a los que les gusta mi trabajo. Ediamante pertenecía a una mujer, lesposa de un noble que me lo dio e

secreto porque decía que había salvadsu reputación. Siempre me ha gustadoes tan delicado. —Metió de nuevo l

mano en la caja—. Esto lo conseguí mual principio, a modo de pagfraccionado de parte de un hombre comás joyas que dinero. Nunca he sabid

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qué hacer con él; debería haber sabidque era para ti. —Sacó una esmeraldcuadrada tan grande como la uña de spulgar, flanqueada por citrino coengastes de oro.

Alec hizo un ruidito extraño con l

garganta. —¿Sabes lo que vale eso? —Medio encargo.

 —Llévalo tú. Además, ¿por qué mdas todo esto?

 —Me gusta cómo los luces. A mí n

me quedan bien, ni me siento bielevándolos.Embelesado a su pesar, Alec levant

as manos, ahora cargadas de oro, plat

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 piedras preciosas. —Ésa —dijo Richard— es maner

de vestirte. —Te has saltado un dedo —dij

Alec, a lo que Richard respondió: —Así es. —Y sacó su últim

adquisición, todavía en su bolsa—. Te—dijo—, ábrela tú.

Aun a la tenue luz de la habitación e

rubí refulgía con un color líquido. Eruna barra roja alargada que abarcabdos nudillos, flanqueada por diamante

engarzados en oro blanco. —¿Dónde has conseguido algo así—preguntó Alec, su voz peligrosamententrecortada.

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 —Otro noble. Es mi último soborno —Creo que mientes —dijo co

irantez Alec—. Creo que te lo ha dadalgún ladrón.

 —De verdad que no —dijpacientemente Richard—. Es de lor

Ferris. Quería que me lo pusiera parnuestra próxima cita.

 —¡Bueno, pues póntelo! —grit

Alec, arrojándole el anillo. —No me siento cómodo con anillo

—dijo suavemente Richard, si

recogerlo. —Éste en particular —gruñó Ale—. No tenía derecho a dártelo.

 —Ningún problema —dijo Richard

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ntentando aligerar de nuevo las cosa—. Yo os lo doy a vos, milord.

El rostro de Alec se tornó aún mápálido y rígido si cabe, abrió más loojos. Pese al peligro, Richard levantuna mano enjoyada y la besó.

 —Alec —dijo contra los dedos frío  pesados—, son para ti. Haz lo qu

quieras con ellos.

Los dedos de Alec se tensarodespacio sobre los suyos. Cuandevantó la mirada, Alec estab

sonriendo, sus ojos duros y verdes comalsano placer. —Está bien —dijo Alec, arrastrand

as palabras—, lo haré. —Y se puso e

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rubí en el dedo índice. Allí destellcomo algo vivo, un icono para la manque lo portaba.

Eran las manos de un noble, ahoraas manos de un príncipe, opulentas

extrañas. Contra la piel transparente, lo

huesos de alta cuna, el basto atuendo dAlec y sus botas con rozaduraquedaban eclipsados.

 —Eso está bien —dijo Richardcomplacido con el efecto—. Es unástima que estén todos guardados e

una caja. No me los pongo nunca; deste modo podré contemplarlos. —Les gusta que los contemplen —

dijo Alec—. Puedo sentir cóm

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ronronean de placer, bastardopresuntuosos.

 —Bueno, saquémoslos de paseo…Como si alguien fuera a fijarse en ellosal lado de mi ropa nueva.

***

Los dos llamaron la atención po

oda la Ribera. El atardecer relucídorado desde el suelo; desaparecida lnieve, su camino estaba cubierto d

barro y depósitos del invierno. Se habíextendido el rumor de lo que pensabahacer; la gente se alineaba para verlo

pasar como si fuera un desfile. Richar

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se sentía como un héroe enviado afrente.

Vio a Ginnie cuando cruzaban ePuente. La llamó antes de que Alepudiera decir alguna grosería:

 —¡Eh, Ginnie! ¿Qué te parece?

Ella lo miró de arriba a abajo asintió con la cabeza.

 —Tienes buen aspecto. Lo

mpresionarás. —La mano de Alecentelló al sol; Ginnie vio las joyas y srostro se petrificó. Sin decir palabra, le

dio la espalda y los dejó atrás. —No lo aprueba —dijo alegrementAlec.

 —Hugo no quiere ir a ver la obra.

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 —Me figuro que a Hugo sólo lgustan las comedias.

Hasta en la ciudad se fijaba en elloa gente a su paso. Richard sentía uno

deseos incontenibles de reírse por lbajo: tanto alboroto por dos persona

que iban a ver una obra que seguramentni siquiera estaría bien.

 —Deberíamos haber alquilado una

monturas —dijo—, como los lores deConsejo, para que la gente pudiervernos pasar a caballo. Ya tengo la

botas llenas de barro. —¡Mira! —exclamó Alec—. ¡Loestandartes! Casi hemos llegado.

 —¿Estandartes? —Pero allí estaban

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como en los castillos de los cuentoshechos de telas brillantes, pintados coemblemas que aparecían y sdesvanecían con el restallar del vientoun caballo alado, rosas, dragones, uncorona…

Frente al teatro era como una feriaLos mozos de cuadra estaban retirandos caballos y despejando el camin

para los carruajes con muchachapaseándose entre ellos, vendiendramos de flores y hierbas, copas de vin

  cucuruchos de frutas y nueces. Habícopias impresas de la obra, y bufandas  cintas de los mismos colores que lo

estandartes. Alec buscó a Willi

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Dedosligeros entre la multitud pero npudo encontrarlo, aunque le sonaban uno dos de las otras caras que sconfundían con el gentío. Doespadachines desconocidorepresentaban una discusión y luego u

duelo con espadas una y otra vez edistintos rincones del patio. Contra emuro alguien declamaba un discurso d

otra tragedia, ahogado por un flautistciego con un perro danzante, al qualgunos jóvenes nobles distraía

anzándole nueces para que fuera buscarlas. El atuendo de los nobleconseguía que el de Richard pareciersombrío. Aun la ciudadanía media

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enderos y artesanos, se había vestido dforma extravagante, emperifollada dencajes y cintas. Llegaban pronto, parasegurarse buenas localidades.

 —Vamos —dijo Alec, abriéndospaso a codazos a través de la multitu

—, o nos encontraremos sentados en eregazo de alguna noble viuda.

Los nobles dejaron de tirar nuece

para fijarse en ellos. Se escuchó uretazo de su conversación: «… de todomodos no puedo costeármelo…». Un pa

de criadas, cogidas del brazo, sonrierocon afectación y se dieron la vuelta.Richard empezaba a arrepentirse d

haber venido. Los asistentes s

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apelotonaban aún más al llegar a lentrada. Los pies, los codos y aun ealiento de los demás lo invadían. Napartaba la mano de la empuñadura dsu espada.

Ésta fascinó a un grupo de pequeños

uno de los cuales al final reunió el valonecesario para abordarlo.

 —¡Eh, espadachín! —gritó con vo

ronca—. ¿Podrías matar a mi hermano?Richard no respondió; siempre l

preguntaban lo mismo.

 —Cierra el pico, Harry —dijo otr—. ¿No ves que es De Vier? —Eh, ¿tú eres De Vier? Eh, De Vier

¿puedo ver tu espada?

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 —Puedes verla clavada en tu traser—dijo Alec, acertando a uno de ellos bocajarro con una almendra. Satisfechcon su puntería, abrió el camino y dipropina a un mozo para que leencontrara dos asientos.

Les dieron un palco privado en lgalería superior, justo enfrente deescenario. Alec estaba extasiado.

 —Siempre he querido uno de éstosEs un puro infierno en los bancos, cocualquier idiota intentando sentárset

encima con su mujer. —Richard hizo unmueca al imaginárselo. Aquí estaban poencima de todo, con una buena vista das tablas bañadas por la luz del sol. L

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gente estiraba el cuello para observarlodesde todos los rincones de la sala.

Alec puso los pies encima de lbarrera y se comió un puñado de pasasSe escuchó una fanfarria de trompetas eo alto.

 —Verás cómo se llenan ahora lopalcos de los nobles —dijo Alec—Siempre entran ahora.

Levantados cerca del escenario, lopalcos de los nobles, engalanados coos escudos de armas de sus ocupantes

resultaban visibles desde casi cualquieotro punto del auditorio.Era la primera vez en muchos año

que Richard podía observarlos a todos

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placer. Reconoció a más de los quesperaba: hombres apuestos que lhabían acosado en las fiestas a las qusolía asistir; distinguidos nobles dambos sexos cuyo dinero y patronazghabía rechazado, y otros que tenía

motivos para estarle agradecidos.Vio a lord Bertram Rossillion co

una morena preciosa colgada de s

brazo, recordó haberle oído quejarse das presiones para que contrajer

matrimonio… pobre señora. Allí estab

Alintyre, ahora lord Hemmyng. Spreguntó si Hemmyng reconocería lesmeralda que lucía Alec en su mano sonrió, acordándose de aquella loc

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galopada por las montañas con lcarroza delante de ellos, yendo reunirse la amada de Alintyre con su tía sus grititos de risa al regresar con ell

a caballo por el camino que habíavenido. Se fijó más en la majestuos

dama que sonreía a Hemmyng reconoció sobresaltado el perfil de lnariz…

El hombre al que debía Alec sanillo de oro rosado también estaba allmás joven y sereno que nunca. Claro qu

no habían pasado tantos años. Estabconversando con un elegante pelirrojo. —Godwin —dijo Alec—. Uno d

esos deliciosos confites a los que no le

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quitas la vista de encima es un taGodwin de Amberleigh, ése es semblema.

 —El pelirrojo —dijo Richard—. Lhe visto antes en alguna parte, no sdónde…

 —¿Cómo sabes que no es el otro?Richard sonrió. —A ése también lo he visto antes

pero recuerdo dónde.

***

Lord Thomas Berowne se giró hacisu acompañante.

 —Y ahí lo tienes —dijo—; al fina

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ha venido. —¿Por qué no iba a hacerlo? —

respondió lord Michael—. No es ningúcobarde.

 —No, pero tampoco gusta de haceostentaciones. Esto es una ostentación.

 —Para un espadachín. ¿Esupersticioso?

 —No importa. Alban estab

convencido de que no se presentaríaahora le debe veinte reales a Lucius.

 —Se lo puede permitir —dij

distraídamente Michael. No estabpensando en De Vier: se preguntaba qudiría Vincent Applethorpe si supiera quMichael estaba asistiendo a La tragedi

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del espadachín —. Sólo es un cuento dhadas —dijo en voz alta—. Nadie lcree realmente.

 —Puede que no —dijo Tom—; perespera a ver las apuestas la próxima veque pelee De Vier.

 —Le ha robado la atención Halliday, en cualquier caso —cambiMichael de tema—. Decían qu

Creciente planeaba cancelar lactuación, cerrar el teatro.

 —¿En qué mundo vives, Michael

—preguntó Berowne con fingidsorpresa—. Se referían a El fin del reyuna bazofia que sólo se salva por lpresencia de la señorita Viola Festín e

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el papel de paje real. Ya la he visto doveces, y te garantizo que lord Hallidaestuvo presente en el último pase. Hastel final. Yo llegué cuando ya habíempezando, en el momento que el gentipaje…

 —Oh, no —dijo Michael—. EHorn. En el palco que tenemos delante.

 —Seguramente haya apostado po

De Vier. ¿Qué ocurre? Dime si me estmirando.

 —No. Pobrecito, ¿te ha estad

molestando con sus atenciones? ¿O eque le debes dinero? —Me pone la piel de gallina —

explicó Michael.

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 —Oh, sí —dijo Berowne—; algo deso he oído.

 —Todos apuestan por ti —dijalegremente Alec, pasándole las uvas—Ojalá pudiéramos llevarnos uporcentaje.

 —Se notará en mis honorarios —respondió Richard—. ¿Cuándo empieza obra?

 —Enseguida, enseguida; cuandpare la música.

 —¿Qué música?

 —Ahí… en el escenario. No se oyporque todos están hablando. —Y mirándonos —dijo Richard

Volvía a tener la impresión de que habí

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sido una mala idea. —Están protegiendo sus inversione

—dijo tan campante Alec—. Mpregunto si te enviarán flores.

Richard soltó un gemido. —Flores. ¿Está Ferris aquí? ¿Cóm

es su escudo de armas? —No está. Lord Horn sí. Hallida

no. Tremontaine no. Nadie serio h

venido a vernos. —Vuelve la cabeza —dijo lor

Thomas—, te está mirando.

 —¿Horn? —No, De Vier. —Seguramente estará mirándote a t

—dijo Michael.

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 —No puede ser, yo no me hruborizado. —Berowne apartó la miradntencionadamente—. Ahora est

mirando Horn… a ti no, a él. —¿Quién lo acompaña? —¿A Horn?

 —A De Vier. Thomas, date la vuelt echa un vistazo.

 —No puedo. Me he puesto rojo. E

a maldición de mi tez. —Por lo menos a ti no te sale

pecas. Mándale una nota… a

espadachín, me refiero. Pídele que sreúna con nosotros. —Michael. —Lord Thomas miró

su amigo—. Ofendes mi orgullo. Todo e

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mundo se muere por invitarlo a reunirscon ellos. Me niego a formar parte de lurba. Me niego a ser el primero e

capitular. ¿Y si dijera que no?

***

 —Me parece —dijmalhumoradamente Richard— que n

me va a gustar la obra. Creo que va a seuna tontería. Deberíamos arruinar todaas apuestas marchándonos ahora.

 —Podríamos hacer eso —dijo Ale—. Pero esas personas que haempezado a pasearse alrededor de

escenario son los actores, de hecho

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Pronto empezarán a hablar. Si te vaahora te pasearás en mitad de la primerescena, y todo el mundo te mirarodavía más. Siéntate, Richard. Aqulega el duque.

El duque cruzó el escenario con gra

ampulosidad, dejando atrás a algunocortesanos que querían hablar sobre éSonaba muy parecido a una auténtic

conversación salvo por el hecho de quodas las palabras estaban ordenada

para encajar en una cadencia oral. Lo

fragmentos se pasaban como música dun orador a otro, mientras que el ritmseguía siendo el mismo. A veces unperdía la sensación del ritmo, per

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entonces lo restauraba un extrañrequiebro de palabras. A los cortesanoes caía bien el duque. Era un hombr

sabio.

…más apto para representar el  papel de gracia,

que aparentar el dignomenosprecio de un príncipe.

Su hijo y heredero, en cambio, nunchabía dado muestras de gracia alguna. A

nadie le caía demasiado bien; celebrabfiestas sombrías y vestía de luto por smadre, que había muestro al dar a luz

su única hermana, Gratiana.

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Los cortesanos abandonaron laablas. Se abrieron unos telones al fond  apareció una muchacha de largo

cabellos dorados hablando con un lorencerrado en su jaula. Se refirió a smisma como

… desdichada Gratiana; y aunasí la más dichosa,

 por tener lo que, privadas deello, muchas doncellas,

deben yacer atormentadas en

 sus catres angostos,o aventurar ritos bajo cielos

colmados de luna llena.

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Richard pensó que el loro debía dser de verdad. Ella le dijo:

Tú y yo, brillantes cautivos losdos,

de lugares y personas, de lascircunstancias y la cuna,

hemos de compartir nuestracarga, tú con tu paciente oído,

 y yo con mi lengua paradesgranar motivos de lágrimas!

Pero antes de que pudiera explicarsentró en escena su hermano Filio, quhizo algunos comentarios sobre s

virtuosa doncellez y el loro, y se encar

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con el público para señalar:

 Pues nadie osa compartir conmigo mis pesares y gozos,cuando ni siquiera yo sé

demostrar los unos o los otros.

Richard esperaba ver al anciano virtuoso duque; al ser la persona de l

que todos hablaban al principio, habípensado que la obra giraría en torno él. En vez de eso falleció de repente

fuera del escenario, y Filio funombrado duque. Vino un majestuosministro de larga barba blanca par

nformar a Gratiana. Se llamaba Yadso

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sospechaba que alguien lo habíeliminado. Más adelante recibió eaviso de su barbero, que tambiéafeitaba a un amigo íntimo de Filio, dque corría el riesgo de que lo retaran muerte si no huía del país de inmediato

Yadso se despidió de la joven:

 No todo lo que es, es lo que

 parece. Con nudos,amarra la verdad el silencio;

nos desatan las palabras.

 El juego está en marcha:¡marchémonos nosotros

mientras podamos!

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A lo que lloró Gratiana:

 Huid! ¡Huid! Vos, justo y leal.¡Y recibid en pago el amor deGratiana!

Luego, a solas, lamentó haberaicionado a toda la humanidad. ¿Serí

ella la villana, quizá? Pero no; result

que se refería a haberse enamorado dun hombre indigno. El loro decidió dmproviso hacerse eco de sus palabras

«¡Amor!», graznó. «¡Huid, amor!». Todel mundo siguió su consejo, por lo qudebía de formar parte de la obra. A l

mejor no era un loro de verdad, a fin d

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cuentas; o puede que sí, pero alguien lponía voz entre bastidores.

El nuevo duque no dejaba dhostigar a su hermana. Al final larrancó la confesión de estar enamoradde un espadachín. Volvió a encarars

con el público y dio rienda suelta a srabia en términos poco halagadores para profesión. Richard pilló a Ale

mirándolo de reojo y sonrió. Pero con shermana, Filio era todo edulcoradcomprensión. La virtud, dijo, como e

vino, no se rebajaba por verterse erecipientes insólitos; con la mismfacilidad se podía beber vino de uncalavera que de una copa de oro.

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 —Ay, madre —musitó Richard. Lveía venir. Alec le indicó que se callaraPero Gratiana se sintió consolada prometió enviar a su amante al encuentrde su hermano. En cuanto se fue, Filipisoteó el suelo, gritó y estrujó el cuell

del loro. Así que estaba bien adiestradoo era de mentira al fin y al cabo. Eduque abandonó el escenario par

ntentar encontrar un gato sobre el qudescargar las culpas.

Richard ni siquiera se molestó e

criticar al espadachín. Quizá, cuando sescribió la obra, los espadachinefueran así. Aunque, en un mundo dondodos hablaban con lo que Alec llamab

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poesía, ¿por qué debería esperar que uespadachín fuera distinto? El duquFilio dispensó una calurosa acogida a sfuturible cuñado. Bebieron vino ecalaveras gemelas. El espadachín hizuna broma insulsa al respecto y brind

por la caída de todos los enemigos de lcasa del duque. Resultó que Filio teníun encargo para él: un enemigo habí

mancillado el honor de su casa, y sólo lsangre podría reparar la afrentaEvidentemente halagado por la

atenciones del duque, el espadachíaceptó.Siguió a esto una escena sacada d

un manicomio, con abundantes cantos

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bailes. Qué pintaba ahí era algo quRichard no averiguó nunca; pero cuandacabó se apartó el telón interior pararevelar una escalera enorme que hendíel centro del escenario de arriba abajo. El espadachín apareció al pie

anunció a todo el mundo que ermedianoche y que, tras ocuparse depequeño encargo del duque, confiaba e

acer en los brazos de su amada tal como se le había prometido. A Richare gustó su descripción del amor; era l

parte más exacta de la obra hasta emomento, con sus imágenes de frío calor, de placer y dolor. Pero al mismiempo, lo incomodaba oír a alguie

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hablando de ello delante de una multitude desconocidos… aunque sólo fueruna obra de teatro.

En lo alto de la escalera apareciuna figura envuelta en una capa. Cuandas campanas empezaron a dar las doc

a figura comenzó a bajar las escaleracon un generoso vuelo de metros dcapa. El espadachín desenvainó s

espada y traspasó a su víctimaexclamando:

 —¡Así perecen todos los enemigo

de Filio! —¡Qué vergüenza —dijo Gratianadesplomándose en sus brazos—; querea mi hermano más que a mí!

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Tardó mucho en morir, mientras caduno de los amantes le explicaba al otrel engaño del duque y prometífidelidad eterna. Richard lo soportó copaciencia. Al final, el espadachín slevó a su amada muerta fuera de

escenario, con la larga caparrastrándose tras ellos.

El escenario se quedó vacío. L

gente empezó a aplaudir. Alec seguímirando fijamente las tablas desnudasSus ojos brillaban con el mismo júbil

que habían mostrado la noche de lofuegos artificiales. —¡Ha sido excelente! —dijo—. H

sido perfecto.

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Richard decidió no discutir; perAlec interpretó correctamente sexpresión y torció el gesto a su vez.

 —Déjame adivinar. La técnica ermala. Tú la habrías matado de modo quno hubiera tenido tiempo de soltar es

discurso al final.Richard sonrió con el ceño fruncido —No es realista —dijo al cabo—

o, no el discurso, la forma en quocurrió. Para empezar, fue un idiota aaceptar un encargo sobre un objetiv

desconocido, sobre todo de eshermano, en el que no confiaba desde eprimer momento.

 —¡Pero necesitaba el apoyo de

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duque, ésa es la cuestión! —Sí, pero recuerda cuando Fili

dice… —Para sorpresa de Alec, sletrado amigo le recitó el pasaj

palabra por palabra—. Entonces ecuando debería haberse dado cuenta d

que no tenía intención de dejar que ssalieran con la suya.

 —Bueno… —dijo Alec

desconcertado—. Bueno, nosotros lsabemos, pero se supone que él no.

 —Entonces se supone que es u

estúpido, y no entiendo por qué deberímportarnos lo que le ocurra. El mánteligente es el hermano, la verdad.

 —Pues alégrate por él —dijo co

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amargura Alec—. Pero te lo advierto, afinal muere. Todo el mundo muere, dhecho.

Richard observó al público, qudeambulaba comprando comida bebidas e intentando asomarse a s

palco. —Si quieren ver gente que muere

¿por qué no van a las peleas d

espadas? —Porque vuestros discursos so

demasiado cortos —espetó Alec—

Además —reflexionó con mándulgencia—, siempre lo hacéis podinero. En la obra es por amor, o poraición. Lo hace más interesante.

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 —Nunca debería haber pactado coel hermano. Perdió en cuanto le dejó vesu punto débil.

 —Y todos podríamos irnos antes casa.

Se escuchó un arañazo en la puert

de su palco. Richard giró en redondocon la mano en su empuñadura. Aleabrió la puerta y aceptó la ofrenda de

primer mensajero. —Sólo es una rosa. Ninguna nota.Richard miró al otro lado del teatr

al noble entusiasta de las rosas; perestaba enfrascado en una conversación no levantó la cabeza.

Había tiempo de sobra entre acto

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para que los nobles se relacionaran esus palcos. Michael renunció a loplaceres de su amigo por unconversación que Bertram Rossillioparecía empeñado en tener.

 —Tu amigo —dijo Bertram—

Berowne… —Es un pariente —respondi

Michael a la pregunta—. Po

matrimonio. Con la rama de mi madreos conocemos de toda la vida.

La mirada castaña y llena d

sentimiento de Bertram se derramsobre toda su cara, con especial énfasien los ojos. Michael dio un paso atráspero Bertram siguió avanzando.

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 —Esta noche me viene mal, querid—dijo Michael en voz baja—. Estarfuera hasta tarde, y demasiado cansadcuando regrese. —Iba a la casa dApplethorpe. Unos pliegues diminutoaparecieron alrededor de los ojos d

Bertram, y su boca se frunció en lacomisuras—. Te he echado tanto dmenos —dijo Michael, mirando atrá

discretamente—. No sabes cuánto… —¡Mira! —dijo Bertram—. L

duquesa.

Estaba entrando en uno de los palcoal otro lado de la sala. Sus lacayodesenrollaban ya el estandarte dTremontaine. Sus faldas oscura

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ondeaban a su alrededor, y bajo usombrero diminuto coronado con plumade avestruz se descolgaban sus rizoclaros, cada uno de ellocuidadosamente desordenado.

 —Llega tarde si quiere ver la obr

—observó Richard. Todas las miradase habían apartado de ellos por emomento.

 —No es eso —refunfuñó Alec—Ha venido a causar problemas. —Estabde pie al fondo del palco, encajonado e

a esquina junto a la puerta. Tenía lamanos guardadas en las mangas, lo quhacía que pareciera más que nunca upajarraco negro enfurruñado.

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Richard observó a la mujer, diminut  elegante, rodeada por su bie

construido edificio de ropas y modales. —Me pregunto —dijo— si deberí

r a verla. —Puedes verla perfectamente desd

aquí, ya se ha encargado ella de eso. —Me refiero a hablar con ella

Ferris se ha ido, no hace falta que sep

que lo he hecho. Tienes razón, sabesdebería averiguar qué piensa ella.

Esperaba que Alec estuvier

complacido; al fin y al cabo, eran surecelos los que intentaba aquietaRichard. Pero la alta figura se limitó encogerse de hombros.

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 —No te ha invitado, Richard. Y nva a admitir nada.

 —¿Si lo convirtiera en uncondición del trabajo…?

 —Oh, por supuesto —se burlenfadada la voz ligera—. Si pusiera

condiciones… ¿Por qué no le pides que haga la colada, además? Te lo esto

diciendo, mantente apartado…

Lo interrumpió una llamada a lpuerta. La abrió de golpe, de suerte quchocó con la pared. Un lacayo con l

ibrea del cisne de Tremontaine ocupabel umbral. Alec soltó la manilla de lpuerta como si le quemara.

 —Saludos de parte de la duquesa —

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dijo el sirviente a De Vier—, que onvita a tomar chocolate.

Alec gimió. Richard tuvo qumorderse el labio para no reírse. Miró Alec de soslayo, pero el erudito volvía intentar encogerse hasta la nulidad.

 —Será un placer. —Miró a salrededor, a la acumulación de planta—. ¿Debería llevarle flores?

 —Es un insulto —dijo con voz falsAlec— para los que te las han mandadoGuárdalas para tirárselas a los actores.

 —Está bien. ¿Vienes? —No. Quédate allí para el últimacto, si te deja; estarás lo bastante cercpara ver si Jasperino lleva peluca d

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verdad.Richard empezó a seguir al lacayo. —Espera —dijo Alec. Estab

retorciendo el anillo en su índice. —¿Debería llevar el rubí? —

preguntó De Vier.

 —No. —Alec meneó ferozmente lcabeza.

Richard se apartó por un moment

de la presencia del lacayo. —¿Qué ocurre? —El nerviosism

de Alec le resultaba físicament

palpable. Algo había socavado larrogancia de Alec; ni siquiera negó lacusación. Retenía únicamente lcantidad suficiente de su acostumbrad

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petulancia para llevarse los dedos a lfrente burlándose de la farsa.

 —Me duele la cabeza. Me voy casa.

 —Te acompaño. —¿Y dejar a la duquesa esperando

Seguramente quiere preguntarte quién eu sastre. Date prisa o te perderás e

chocolate. Oh, y si hay pastelito

glaseados, guárdame uno. Di que es paru periquito o algo. Me encantan lo

pastelitos glaseados.

***

 No mucho después de salir del teatr

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Alec se dio cuenta de quprobablemente estaban siguiéndolo. Amenos, los mismos dos hombreparecían llevar ya varias esquinas detráde él. Eran los espadachines dexhibición del exterior del teatro. N

eran ribereños, no podían seguir estcamino para ir al Puente. Su corazórepiqueteaba como el yunque de u

herrero, pero Alec se negó a alterar epaso. Si querían los anillos, supuso qupodían quedárselos. Richard o su

amigos probablemente los recuperaríanTodavía estaba a tiempo de regresaal teatro; conducirlos hasta allsiguiendo otra ruta y buscar a Richard

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Descartó la idea en cuanto se le ocurrióo iba a volver. Las tiendas y las casa

desfilaban como imágenes de otra vidaDejaba atrás posadas y tabernamientras se le secaba inexorablemente lboca. Era parecido a los efectos de

zumo de amapola.Si conseguía llegar hasta el Puente

quizá viera a otros ribereños qu

podrían ayudarlo, o contarle al menos Richard lo que le había pasado. ¿Quba a pasarle? Estaban permitiendo qu

se alejara del centro de la ciudad, que sadentrara en la zona despoblada quhabía que cruzar antes de llegar aPuente. Sería algo violento, y sumament

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doloroso; todo lo que se hubiera podidmaginar, y probablemente algo que se l

hubiera podido pasar por alto. Llevabmucho tiempo esperándolo y ahora pofin iba a ocurrir.

Ahora, decía el suelo, cada vez qu

o golpeaba la suela de su bota. Ahorantentó variar el ritmo de sus pasos par

acallarlo. Consiguió reducir la voz a u

susurro, y a la sombra de un zaguán latraparon.

Le dio tiempo a decir:

 —Sabéis, hasta un gato se reiría dvuestro talento con la espada —y luegdescubrió que era imposible ndebatirse.

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 —Todos están celosos —dijo lduquesa, indicando graciosamente con lcabeza a sus pares al otro lado del teatr—, porque son todos unos cobardes.

Richard de Vier y la duquesa estabasolos en el palco, con unos quiniento

espectadores haciéndoles de carabinasEso no le molestaba; estaba intrigadcon el juego de chocolate portátil d

plata de la duquesa. Una llama azucalentaba el agua bajo una tetera cofondo de acero que colgaba de un

cadena. Había un batidor de plata, azas de porcelana con su escudo darmas.

 —Ellos no están tan bien equipado

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—respondió él. —Podrían haberlo estado. Ademá

de cobardes, estúpidos. —Todo estdicho de forma íntima y agradable quimaba las asperezas de sus palabras

como si no estuvieran destinadas tanto

denigrar a los demás como a estableceos límites de un círculo encantado qu

sólo los incluía a la duquesa y a él. Ale

hacía lo mismo; con mucha más acrituddesde luego, y más sinceridad; pero lsensación que le daba a Richard d

pertenecer a una élite era la misma. —Podrías haber traído a tu criadohabría sido bienvenido. A lo mejor nsupe hacérselo entender a Grayson.

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Richard sonrió, comprendiendo quse refería a Alec.

 —No es mi criado —dijo—. Nengo ninguno.

 —¿No? —La duquesa frunció eceño delicadamente. Con sus posturas

sus calculadas expresiones, era comuna serie de figuritas de porcelanexpuestas en un estante cronológico—

¿Cómo os las apañáis entonces en esacasas tan grandes de la ciudad?

Quizá estuviera provocándolo; per

Richard le habló de todos modos de lamansiones que se habían convertido epensiones, o burdeles, o tabernas, o esamadrigueras para familias numerosa

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cuyas generaciones bajaban lentamentos pisos, con los más jóvenes siempr

en lo alto.A la duquesa le entusiasmó la idea. —Eso te sitúa dónde, ahora… —

observándolo con ojo crítico—… en l

sala de baile de arriba, quizá, con sitipara ensayar… ¿o la habrán convertiden una guardería?

Richard sonrió. —No tengo familia. Sól

habitaciones: un viejo dormitorio y cre

que una sala de música, encima duna… lavandera. —Debe de estar muy contenta po

ener semejante inquilino. Llevo algú

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iempo queriendo decirte cómo admiru pelea con Lynch… y el pobre D

Maris, naturalmente. Aunque supongque se llevó su merecido, por saltar desafiarte cuando el combate ya era dLynch. Me imagino que maese De Mari

se había cansado de servir a lord Horn quería una oportunidad para demostrasu disponibilidad a los invitados a l

fiesta.Richard consideró a la bella dam

con renovado respeto. Ésta er

exactamente su estimación del peculiacomportamiento de De Maris en eardín de invierno. El espadachín de l

casa de Horn seguramente pensaba qu

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su señor no le daba suficienteoportunidades de lucirse, y sus serviciocomo guardia no eran realmentnecesarios; ¿quién querría asesinar Horn? Al matar a De Vier se habríganado inmediatamente un lugar entr

os primeros puestos del listado despadachines. Nunca debería haberlntentado.

 —Milord Karleigh estará fuera dcirculación una temporada, me parece.

En la superficie, era un

continuación de su cumplido, asumiendque Karleigh había huido porque DVier había matado a su campeón. Era lque pensaba todo el mundo. Pero ell

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parecía estar esperando una respuesta…algo en la colocación de sus manos, laza sostenida sin llegar a tocar e

platillo… como si supiera que él podícontarle algo más sobre el duque. Lcierto era que no: había cobrado su pag

 ése había sido el fin de la historia parél; pero eso implicaba que la duquessabía quién lo había contratado.

 —Nunca he preguntado —dijevasivamente— porqué insistieron eduque y su oponente en tanto secretism

para luego decidir que el combate scelebrara en público. Por supuesto, hatendido los deseos de mi patrono.

 —Era una pelea importante, de la

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que conviene que tengan muchoestigos. Y el duque es un hombr

vanidoso, además de pendenciero. ¿Asque no te dijo nunca a qué se debía eduelo?

Le dejaba poco espacio par

respuestas ambiguas. —Nunca me dijo nada —contestó

fiel a la verdad.

 —Pero quizá ahora esté más claroUn asunto político, digno de la vida ddos espadachines pero no de la de su

patronos. Infundió una generosa cantidade miedo en Karleigh, pero se podríestar disipando. Lord Ferris sabrá a sregreso de su viaje al sur si el duqu

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necesita otra dosis soberana.¿Querría ver muerto a Halliday y

Karleigh fuera de circulación? Esmplicaba la destrucción de dos rivale  dejaba el terreno despejado para uercer hombre… ¿Ferris? La duquesa n

había mentado a Halliday; si acasoparecía estar defendiéndolo. Richard sdio por vencido: no sabía lo suficient

sobre los nobles y sus planes este añpara resolver el problema. Pero todavío preocupaba una cosa.

Miró directamente a la duquesa. —Ya estoy a vuestro servicio. —Qué galante —se rio ella por l

bajo—. ¿De veras lo estás, ahora?

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Le hacía sentir joven… joven, perseguro en las manos de alguien qusabía lo que quería. Dijampulosamente, para cerciorarse:

 —Ya sabéis cómo encontrarme. —¿Sí? —dijo ella, con la mism

gracia. —Bueno, vuestros amigos lo sabe

—se corrigió Richard.

 —Ah. —Parecía satisfecha; y éambién, por ahora. Esperaba que Aleambién lo estuviera. Las trompeta

ndicaron la reanudación de la obra—Quédate —dijo la duquesa—; desdaquí se aprecian perfectamente lorajes. Algunas de las pelucas so

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ncreíbles.

***

El espadachín cuya tragedia dabítulo a la obra duró hasta el final. S

venganza contra el malvado duquconsistió en una serie de cartas de amode una dama desconocida con la

mismas iniciales de la madre de Filiode la que el duque se enamoró. Lacartas exigían que el duque acometier

empresas cada vez más odiosas pardemostrar su devoción. Tras uncolorida serie de violaciones

decapitaciones, y un descuartizamiento

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hasta el más leal de los cortesanos deduque Filio había acumulado variarazones para matarlo. La única personagradable que quedaba sobre eescenario, un médico del manicomicantarín, expuso la opinión de que e

pronóstico de la salud mental del duquno era bueno.

En el último acto, la escalera gigant

volvió a adueñarse del escenario. Eduque, porfiando con la promesa de qua dama de sus desvelos se mostrarí

por fin ante él a medianoche, llegó al pide los escalones. Cuando la campanvolvió a dar la hora, la figura de shermana, embozada en su cap

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ensangrentada, apareció sobre éDemasiado desconcertado para estaadecuadamente asustado, el duqubalbució:

 No, no escaparé, sino queascenderé la torre del ríelo,

¡y de tus labios castos,dulcemente sonrientes,

extraeré el secreto de la vidaeterna!

El duque corrió escaleras arribapero de repente la figura se apartó lcapucha. Sin que nadie salvo el duque s

sorprendiera, era el espadachín:

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 No la vida, sino los fríos secretos de la muerte besarás…

Complace ahora a tu amante, permite que te dé

 su placer. Ven, ven, y despídetede todos

los placeres de la tierra con unúltimo aullido extasiado.

Su resplandeciente espada caydesde lo alto sobre el corazón de Filidejando su torso completament

desprotegido, pero exhibiendgenerosamente su cruento atuendo), y eduque exclamó: «¡Por fin! ¡El fin!».

 No era el fin, evidentemente. E

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duque no tenía discurso final, peracudió a la carrera una hueste dcortesanos. Al encontrar al duque en lobrazos de la figura encapotadapresumiblemente su misteriosa amantegritaron: «¡Venganza! ¡Venganza!» y s

cernieron sobre la pareja, cortando epedazos al ya difunto duque, nfligiendo al espadachín su herid

mortal. Le quedaron fuerzas para unúltima declamación:

 Está ahora atrapado el trampero, y en mi sangre

choca el acero contra el acero,

avivando una gran llama.

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 Ardo, rabio, y en breve daré labienvenida a la muerte

que desde hace tiempo es mi prometida, ya mi esposa.

¿No hay lágrimas con las que sofocar este fuego?

Sólo las mías, que no habré dederramar 

mientras él siga observándome

con sus orbes enrojecidos.También nosotros seremos

 pronto dos calaveras, y también

 sonrientes,mas ni con todas nuestrasmuecas arrancaremos la risa

de unos pulmones que no han de

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volver a llenarse con suspiros. No había planeado esto… pero

tampoco había planeadomás allá de esto. Las cosas

están innegablemente claras:amaba a tu hermana, y a ti te

odiaba,a ambos os perseguí y a ti te he

matado. Todo es uno ahora.

 Escribid Nada en mi tumba, esoes todo… lo que he hecho.

El espadachín estaba a esas alturaen mitad de la escalera, donde murióMientras todo el mundo reaccionab

ante esto, entró un noble a la carrer

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para anunciar que un deshollinadohabía descubierto el diario secreto deduque, en el que refería prolijamente lotalidad de sus espantosos crímenes

empezando con el tratamiento de shermana. La gente convino que e

espadachín era, de hecho, un héroe, y efuneral de un héroe recibiría, enterradunto a Gratiana, mientras que el duqu

sería arrojado a un foso sin fondo. Evirtuoso y amigable anciano consejeroYadso, sería recuperado del exilio par

convertirse en el próximo duque ddondequiera que fuese. Y ése era efinal.

El aplauso del público parecí

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dirigido tanto a la feliz resolución coma los actores. Mientras saludaban, lduquesa le comentó a De Vier:

 —Al final, ya lo ves, todo se reducuna cuestión de buen gobierno. Npuede haber un entierro digno de u

hacendado para el héroe sin hacienda; os verdaderos amantes no se puede

citar en una escalera que no esté bie

cuidada. Estoy segura de que Yadso serun duque excelente.

Richard disfrutó de la vía libre qu

es consiguió el lacayo de la duquesfuera del teatro. Sería agradable vivir eun mundo sin agolpamientos. Ante lpuerta de su carruaje la duquesa s

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detuvo y tomó una cesta de manos de sdoncella, rebuscó en ella y entregó Richard un paquete envuelto en unservilleta de lino. El espadachín hizuna reverencia y oyó el frufrú de sufaldas cuando la ayudaron a subir a l

carroza. Luego se alejó deprisa, antes dque cualquier otro de los nobles que smarchaban reclamara su compañía. S

percató de que el carruaje de Hallidaycon su escudo del fénix, tenía una puertque se cerraba desde dentro.

***

El paquete contenía los pastelito

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glaseados que se le había olvidadpedir. Se preguntó si significarían algopero decidió conservarlos intactos parAlec.

 Nada indicaba que su amigo hubierdo a casa y a sus habitaciones

Seguramente estaría fuera, perdiendo suúltimas virutas de bronce en el local dRosalie. Richard esperaba que n

estuviera apostando sus anillos. Decidibajar allí y cenar algo.

El fuego de los fogones estaba alto

en la pequeña taberna hacía más caloque en el infierno, aunque menosequedad, por suerte. Rosalie querísaberlo todo sobre la obra; y como er

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una vieja amiga, él se lo contó. Luciquería saber qué vestido llevaba lheroína; pero él no tenía memoria para ropa. La noticia de su visita a l

duquesa no parecía haberse filtradodavía.

Entraron unos hombres y ldirigieron miradas de curiosidad, comsi temieran que su mala suerte estuvier

o bastante fresca como para pegárselesSe sentaron en una esquina a comer ugar a las cartas. Al cabo se les uni

otro hombre, cargado con un pañuelleno de objetos robados que intentabvender cuanto antes.

 —Ven —lo llamó Rosalie—, déjam

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ver esas cosas.Estaba admirando un peine d

esmalte, dejando que Lucie le rastrillarel pelo, cuando Richard vio el anillo doro entre el amasijo de cadenas baratijas. Amarillo dorado, con una ros

roja. —¿De dónde has sacado esto? —

preguntó calmadamente al hombre.

 —Secreto profesional. —El hombrse palpó un lado de la nariz con un ded—. ¿Lo quieres?

 —Es mío. —Ya no, muchacho. —Dime de dónde lo has sacado —

dijo De Vier, con un dejo de hastío en s

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voz—. No vale la pena pelear por él.El hombre soltó una maldición. —Espadachines. —Pero claudicó—

Me lo pasó un tipo abajo, en lomuelles. Otro espadachín, aunque no da Ribera. Con todo, más civilizado qu

ú, encanto. Sólo quería dinero por éno hice preguntas. ¿Qué pasa, te robarocuando saliste a pasear sin tu espada?

 —A mí no me roba nadie.Dando un precavido paso haci

atrás, el hombre se burló:

 —Estás muy seguro de ti mismoApuesto a que eres De Vier o algo¿verdad?

 —Soy De Vier —dijo en voz baj

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Richard. Junto a él, Rosalie asintió coa cabeza—. ¿Cuándo conseguiste e

anillo? —No hace mucho… eh, mira, l

siento. No pretendía… —Tan sólo dime cuándo te lo dieron

 —No hace mucho. Vine directamentaquí. Aunque no lo encontrarás nunca, yno.

 —Lo encontraré —dijo Richard.

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Capítulo 15

Durante el largo viaje en carroza lorHorn pudo permitirse el lujo de analizaminuciosamente sus sentimientos. Eran

en general, sentimientos agradablesMientras duró la obra apenas sí habíprestado atención al escenario, tacomplacido estaba con lo

acontecimientos que se desarrollabadesde su galería privada. Se sentía comun dramaturgo, sólo que no había tenid

que tomarse la molestia de inventar supersonajes: lord Michael Godwindichosamente joven y arrogante, tant

más adorable por cuanto sus días bajo e

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sol ya estaban contados… Horn habípensado en enviarle una nota mordazpero un distinguido silencio habíparecido lo más digno… El espadachíDe Vier, ese dechado de moda… al airibre, en el gran espacio público

ambién él parecía joven, su indiferenciuna mera defensa. Horn había disfrutadobservando a la peligrosa figura

pensando lo impotente que estaba punto de sentirse.

El carruaje se detuvo al fin ante l

puerta de la deshabitada cabaña de cazaTodavía quedaban algunas personas que debían favores. El jovencito de D

Vier debía haber llegado allí hacía má

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de una hora. Horn se había quedadhasta el final de la representaciónDebía encontrar al muchachencadenado en la despensa vacía. Lmujer de Ferris había dicho que no sabípelear, pero estos ribereños conocía

odo tipo de artimañas y, ¿cómo podíuno estar seguro de que De Vier no lhubiera enseñado unas cuantas?

Allí arriba en las montañas, lprimavera era fría aún. Horn se dejó lcapa puesta y fue directamente a l

despensa. Se había dejado abierto upequeño panel de corredera en la puertauna conveniencia de vigilante. Podímirar directamente a través de él sin se

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visto, y eso hizo.El joven estaba tranquilamente d

pie con sus cadenas, consiguiendo quparecieran ligeramente ridículas al estaapoyado en la pared. Sus manos eraaxas, largas y de aspecto inútil. Estaba

cubiertas de anillos, y lucía oro en lgarganta. Su atuendo desentonabextrañamente: las joyas, buenas botas

camisa, bajo una chaqueta de hombroestrechos y mangas demasiado cortacuyo corte tenía al menos cinc

emporadas de antigüedad. De supantalones, que ya no casaban con schaqueta, colgaba un galón. Y luegestaba su cascada de pelo. A la luz d

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as velas con las que lo habían dejadobrillaba castaño y cibelino, pesado espeso como crema derramada.

Había un paño negro doblado detráde la cabeza para que ésta no tocara lpared. Estaba observand

abstraídamente la vela al otro lado decuarto, con la cabeza ligeramentadeada, cubiertos los ojos.

Lord Horn examinó el rostro deamante de De Vier. Tenía la nariz largade planos lisos como una pintura ritua

Pómulos altos, separados de modo quos ojos sobre ellos parecíaalmendrados desde este ángulo. Ecabello apartado de su alta frente hací

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que su rostro pareciera aún máalargado. Los ojos de Horn se posaroen la boca, casi demasiado ancha para lcara enjuta. Aun en reposo, los labiolanos parecían burlones y sensuales.

Abrió la puerta y entró. El sonid

hizo que el joven levantara la cabezcomo un ciervo que olfatea el vientoSus ojos eran de un verde vivido

estaban sobrenaturalmente abiertoscontemplaron a lord Horn con congeladfascinación, de modo que sus primera

palabras no fueron en absoluto las quhabía planeado. —¿Quién eres? —Tu prisionero, me han dicho. —L

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amplia mirada no vaciló, pero Horn vique la piel alrededor de los ojos estabirante a causa de la tensión—. ¿Vas

matarme?Horn hizo caso omiso de la pregunt

  vio cómo palidecía aún más e

semblante. —¿Tu nombre? —inquirió. —Alec. —El muchacho s

humedeció los labios—. ¿Puedo bebeun poco de agua?

 —Luego. ¿Y tu apellido?

Meneó la cabeza. —No tengo. —El nombre de tu padre, entonces. —Nadie me quiere… —Los labio

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móviles se volvieron hacia abajapesadumbradamente, mientras sobrellos rutilaban los ojos salvajes—. ¿Yquién eres tú?

 —Soy lord Horn. —Le perdonó lmpertinencia porque le había dado d

nuevo pie para su apertura planeada. —Oh —dijo su prisionero—. As

que eres Horn, ¿verdad?

 —Sí —dijo Horn—. Sí que lo soyMis… amigos me han dicho que eres uerudito. ¿Es eso cierto?

 —¡No! —La sílaba explotó conesperada vehemencia. —¿Pero sabes escribir? —Claro que sé escribir.

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 —Bien. Fuera tengo papel y plumaVas a escribir una carta para De Viediciéndole que estás en mi poder, y qucuando haya terminado el trabajo que lhe encargado, volverás con él. Ileso.

Cualquiera esperaría que e

muchacho se relajara. Si antes pensabque lo había secuestrado un simplmatón, ahora sabía la verdad. Pero s

voz sonaba aún débil, atiplada adeante de miedo.

 —Por supuesto. Qué plan má

ngenioso. ¿Y quién se la va a leer? —Puede leerla él mismo —espetHorn. Encontraba enervantes larespuestas de su rehén; caminaban sobr

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el filo que separa la frivolidad deerror.

 —No sabe leer. Se las leo yo.Lord Horn se mordió el carrillo par

no soltar una maldición. La situacióparecía eludirlo. Apeló a su just

autoridad. —Escríbela de todas formas. —Pero no te das cuenta —s

mpacientó el joven—. ¡No puedo! —¿Estás enfermo? ¿Has perdido l

vista o el uso de las manos? ¿O es ta

sólo que eres demasiado estúpido parcomprender el aprieto en que estámetido?

El muchacho palideció todavía más.

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 —¿Qué vas a hacer conmigo? —¡Nada —estalló Horn—, si deja

de discutir y haces lo que te digo!El amante de De Vier se humedeci

os labios. —No quiero sufrir ningún daño —

dijo con suave desesperación—. Perienes que darte cuenta de lo estúpid

que es escribirle una carta.

Horn retrocedió un paso, como si lnsolencia de su prisionero fuera u

fuego insoportablemente abrasador.

 —¿Sabes acaso lo que dices? —nquirió—. ¿Me vas a poner condicionea mí?

 —No… no… —dij

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desesperadamente el muchacho—. Sólntento explicarme. ¿No entiendes nad

de lo que te digo? Richard de Vier —sapresuró a continuar, antes de que Horpudiera objetar nada— no va a dejaque nadie más vea una carta con… un

carta como ésa. No le gusta que la gentsepa de sus asuntos. Cualquiera que lea sabrá cuáles son tus demandas, y s

as satisface, sabrán que claudicó ante to puede consentirlo. Es… es su honor

Así que aunque escriba tu estúpid

carta, no servirá de nada. Tendrías —aquí los labios pálidos se alisaron coel espectro de una sonrisa— ququedarte conmigo.

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 —Oh, lo dudo —respondió el noblesonriendo cremosamente. El muchachdebía de estar faroleando, ganandiempo. Quizá esperaba que De Vielegara cabalgando a la cabeza de un

banda de forajidos, asaltara la casa, l

aupara a su silla y se perdiera en lnoche—. Por lo visto te tiene muchaprecio. Seguro que está ansioso po

recuperarte.Los ojos verdes lo miraba

francamente, a su pierna. Antes de pode

contenerse, Horn bajó la mirada. Sudedos se abrían y cerraban contra lela.

 —Hay que darse prisa —dijo

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convirtiendo la mano en un puño acostado, y pegando casi su rostro al deprisionero—. No puedo desperdiciar eiempo mientras te busca. Quiero qu

haga el trabajo. Luego podrrecuperarte, para lo que sea que t

quiera. —¿Para qué crees tú que me quiere

—La fina voz estaba tensa d

desesperación—. Puede conseguir otropara eso… a quien quiera. Te haconfundido.

 —No me confundo —dijo Hornseguro al fin. —¿Quieres dinero? —dijo si

aliento el muchacho—. Puedo consegui

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algo, si eso es lo que quieres.Lord Horn retrocedió, embebido e

os vapores del poder, penetrantes comel placer. Obtendría lo que quería deespadachín, y el amante de éste lproporcionaría otro festí

completamente distinto. Su miedo ervino fuerte, bálsamo para el orgullo dHorn.

 —Dinero no —gruñó Horn—Tendré lo que tiene De Vier.

El joven dio un respingo, con l

mano alzada en un gesto defensivcuriosamente virginal. Horn enseñó lodientes en respuesta. Conocía ese juegde sus días de niño guapo, la tentación

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el temor combinados…Por un momento, un efecto óptico

vio los rasgos de lord Michael en lcara del joven. No se atrevería a cargade cadenas al hijo de Godwin dAmberleigh… ¡pero si pudiera! Michae

Godwin no tendría ocasión de volver rechazar a lord Horn. ¡Godwin y DVier, con sus alegres desplantes! Él, é

en persona, Lindley, lord Horn, tenídinero; tenía posición; sabía lo que erener la ciudad a sus pies, hombres

mujeres rogándole una carta, una cintael roce de su boca…Se le ocurrió que si De Vier no l

hubiera escrito esa carta, esa breve not

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nsultante de rechazo, debía de haberlhecho otra persona. Esa misteriosa excéntrica mano podría pertenecer ahombre que tenía delante. Enseguida laveriguaría.

 —¿Por qué no iba a querer lo qu

quiere De Vier? —continuó—. Él nacepta dinero cuando va en contra de sudeseos. Ése es su honor —dij

secamente Horn—. ¿Por qué deberíaesperar menos de mí?

 —No puedo evitarlo —dij

apáticamente Alec. —Escribe esa carta —espetó Horn. —No servirá de nada —respondi

Alec. Tenía los ojos muy abiertos, com

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si pudieran hablar por él. Sus manos srebelaron contra sus ataduras.

Horn las vio, como también vio algmás.

 —Ese anillo. —Era un rubíremendamente largo y delgado, cortad

en cuadrado, engastado en oro blancoflanqueado en la banda con pequeñodiamantes. Montaba la mano como un

familiar bestia ígnea, grande, fría y viv—. Dámelo.

Alec cerró el puño, impotente

obstinado. —No.Horn levantó su mano descolorida

cuidada, y la descargó con fuerza sobr

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el rostro del hombre maniatado.Alec gritó. Los ecos estridente

resonaron en la sala de piedra, hiriendos oídos de Horn. Bajó las manos

retrocedió de un salto.Las marcas rojas de la mano d

Horn, toscas como el calco de un niñoemergían a la superficie de la piel decautivo. Éste miró fijamente a Horn co

ojos desorbitados, sin pestañear parenjugarse las lágrimas.

 —Soy un cobarde —dijo Alec. Hor

volvió a levantar la mano, para veencogerse al muchacho—. Me asustque me hagan daño, te lo he dicho. Si mpegas, volveré a gritar.

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 —Dame el anillo. —Eres un ladrón —dijo Alec co

altanería, empujado a la furia por semor—, además de una puta. ¿Para quo quieres?

Horn consiguió refrenarse para n

deformar a golpes esa boca móvil y lisa —Harás lo que te ordene, o t

Richard y tú lo lamentaréis.

Ante el nombre del espadachín, eextraño joven se envaró.

 —Si me lastimáis, señor —dijo—

seréis vos el que lo lamente. —Tenía lbarbilla levantada, velados los ojoalargados, y su voz rezumaba alcurnia desprecio.

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 —Jojó —dijo Horn—. Conquntentando ese truco, ¿eh? ¿Y de quién s

supone que sois el pequeño bastardo…milord?

El muchacho volvió a dar urespingo, aunque Horn no habí

evantado ni un dedo. —De nadie —musitó, agachando l

cabeza—. No soy nadie, no so

absolutamente nada. Y me alegro dello. —Pareció de repente que quisierescupir—. Me alegro mucho, muchísim

de ello, si tú eres el ejemplo qusupuestamente debería seguir. —¡Qué insolencia! —siseó Horn

Apretando el puño a su espalda, dijo—

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Y te sugiero que aprendas a controlarlami joven nadie. O te haré mucho, perque mucho daño, y nadie oirá tus gritos.

 —Tú sí —dijo Alec, de nuevncapaz de contenerse.

 —Te llenaré la boca de seda —

respondió tersamente Horn—. Tengentendido que es muy eficaz.

 —¿Puedo beber algo primero? —

preguntó Alec con la debida humildad. —Desde luego que sí —dijo Hor

—. No soy ningún monstruo

Compórtate, haz lo que te diga, procuraremos que te sientas mácómodo.

Horn sacó el anillo del dedo é

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mismo, puesto que las cadenas npermitían que el muchacho juntara lamanos. Horn no era estúpido. El joveno había querido entregarlo: el rubdebía de significar algo para De Vier.

 —Redactaré la nota yo mismo —

dijo—, y se la enviaré con el anillo a DVier a la taberna de siempre. En cuantesté hecho el trabajo, daremos el asunt

por zanjado. —¿No preferirías —inquirió Alec—

enviar uno de tus anillos como gesto d

formalidad?Horn contempló con lástima ecuerpo desmañado.

 —Soy un caballero —explicó—

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Sabe que puede fiarse de mi palabra.

***

Dejaron partir al mensajero, y DVier se puso furioso.

Rosalie comprendió que, pese odas las disputas zanjadas bajo secho, era la primera vez que lo veí

enfadado. No levantó la voz, ni tampocsus gestos parecían inusitadamentbruscos. Quienes no lo conocieran bie

podrían pasar por alto incluso la palidede su rostro, o el silencio que flotaba su alrededor como las pausas entr

ruenos. Pero el agradable timbre de s

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voz había desaparecido; su discurso ermonótono, carente de inflexiones:

 —Dije cualquiera. Cualquiera quviniese preguntando por mí.

 —Sólo era un mensajero —repitiSam Bonner, con su voz más dulce

Sonaba más conciliador a cadrepetición; pero era el único de lopresentes con las agallas empapadas d

vino necesarias para abrir la boca. Coalguien como De Vier no había forma dsaber cuándo decidiría poner fin a toda

as explicaciones. No obstante, eespadachín permanecía callado ranquilo… para quien le gustara esipo de tranquilidad. Rodge y Willi

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Dedosligeros se miraron. El pequeñadrón dio un paso adelante. Levantó l

cara hacia De Vier con una serigravedad cubriéndole los rasgonfantiles, y lo intentó de nuevo.

 —Lo detuvimos, verás. Estab

ntentando dejar el paquete encima de lmesa y salir corriendo, pero aquí Rodgo detuvo. Pero no sabía nada, ves, nad

de nada… Estaba asustado como uconejo, y jugueteaba con su acero; asque le quitamos la bolsa y dejamos qu

se fuera. Dentro no había gran cosa. —Puedes apostar a que preguntamoprimero —aseveró Sam—; ya sabes quo haríamos.

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 —Sam… —advirtió Rodge. —Pero no sabía nada. Recibió es

paquete de tercera mano; tercera mano, no sabía nada.

Observaron ansiosamente cómrompía De Vier el sello de cera. Tiró e

papel al suelo. En su mano había uanillo de rubí. Se lo quedó mirando, ambién ellos. Valía una fortuna. Per

eso no pareció levantarle el ánimoAlguien le colocó una jarra de cervezen la mano libre; la cogió pero no l

prestó más atención. —Hay algo escrito en ese papel.Era Ginnie Vandall, que había salid

a buscarlo en otra dirección.

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 —Sé leer —dijo ella con voz roncaRichard agarró el papel, la cogió de

codo y la sacó al patio vacío.Ginnie escudriñó la nota a la luz d

a mañana. Por suerte estaba llena dpalabras cortas. Leyó, despacio y co

atención:

 Hazme el Trabajo enseguida y

volverácontigo de inmediato sano y

 salvo.

 No estaba firmada.El sello del exterior había estado e

blanco; dentro, bellamente estampado e

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cera escarlata, estaba el escudo quRichard había visto en las otras notasas que habían hecho reír a Alec.

 —Ah —dijo Ginnie—. Eso no estan bien. —Tendría que negarse. Ella l

sabía. Ningún espadachín podí

permitirse el lujo de dejar que lchantajearan. Había perdido a su Alec…ampoco es que no fuera a irle mejor a l

arga sin el desagradable erudito. Émismo se daría cuenta dentro de unodías, cuando las aguas volvieran a s

cauce. No preguntó a quién pertenecía eescudo. Alguien poderoso, que quería amejor espadachín de la ciudad cualquier precio—. Lo mejor será qu

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dejes correr un par de días sin hacenada. Le diré a Willie que deje en casde Marie cualquier noticia para ti. Sienes alguna cita Hugo puede…

Richard la miró como si ella nestuviera allí.

 —¿De qué estás hablando? —Suojos tenían el color apagado de jacintoahogados.

 —A su señoría no le gustará —explicó Ginnie—. No te convienquedarte en la ciudad.

 —¿Por qué no? Voy a aceptar eencargo.Le pasó la jarra llena y se alejó. S

volvió en el umbral, acordándose d

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decir: —Gracias, Ginnie —antes d

marcharse.Por un momento ella se qued

mirando en su dirección; después girsobre los talones y regresó lentamente

a taberna.

***

Era cierto; no podía permitirse eujo de que lo chantajearan. Per

ampoco podía permitir que larrebataran a alguien que estaba bajo sprotección. Y ése era el problema má

nmediato, sobre el que se volc

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Richard de Vier. No tenía nada en contra de lor

Michael Godwin, y lo que sabía de lorHorn no le gustaba: el hombre erestúpido, carente de gracia e impacienteLo que significaba que había poca

posibilidades de que Richard encontrara Alec antes de que Horn decidiese quno iba a cumplir.

Lamentablemente, no podía contacon que Horn fuera tan estúpido compara tener a Alec en su casa de l

ciudad. Lástima: a Richard se le dabbien colarse en las casas. Se desenrollante él un conjunto de planes commapas cristalinos; pero todos requería

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iempo, y en la nota decía «enseguida»En la Colina no había nadie que ldebiera favores: Richard se cuidaba destar libre de deudas en ambos sentidosHabía gente allí arriba que le ayudaríasi se lo pedía, por ser quien era; per

bastaba con que casi toda la Ribersupiera ya de la desaparición de Alec…no quería que la ciudad entera hablar

de ello.Arrugó la nota en su puño. Tenía qu

acordarse de quemarla. Esa noch

retaría a Godwin, se ocuparía de él esperaría que la duquesa o alguiequisieran a De Vier lo suficiente parprotegerlo de los abogados de la famili

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Godwin, si hiciera falta. No tenía fe ea protección de Horn. Ocurriera lo qu

ocurriese después de aquello, De Vieendría que apañárselas solo.

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Capítulo 16

Salió de la Ribera mucho antes de quse pusiera el sol, vestido con su cómodropa marrón. Sabía que la mayoría d

os nobles estaban en casa a esa horaarreglándose para sus actividadenocturnas.

Había pocos peatones en la Colina

se cruzó tan sólo con algunos criadohaciendo recados de última hora. Lacarretas de los repartidores de carne

hortalizas se habían marchado con suúltimos remanentes hacía horas, dejanda los cocineros a su suerte; los carruaje

de visita se bruñían en los patios. La

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verjas y los muros de las haciendaorientadas al río proyectaban largasombras púrpuras sobre las ampliacalles. En las sombras, el frío de lnoche ya se había instalado. Agradecísu capa larga, elegida para ocultar l

espada que portaba. Debido a lhumedad de la primavera, el barrrojizo de la calle todavía no se habí

convertido en polvo. En los cuadradode luz entre las casas relucía doradoesbozado por las sombras en dibujo

geométricos, arbitrarios y hermosos.La casa de los Godwin no ergrande, pero estaba apartada de la callecon una puerta convenientement

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comisada. Si el lord salía en su carruajo a caballo, sin duda pasaría por ellaRichard se apostó en una sombra contra pared, y esperó.

La espera le dio tiempo, podesgracia, para pensar en Alec y lor

Horn. Dudaba que el erudito estuviermordiéndose la lengua, y esperaba, pesa la vehemencia de la nota, que Alec n

estuviera demasiado lastimado. Estonobles no eran como los ribereñosestaban acostumbrados a actuar a s

antojo, no entendían las señales qudesaconsejaban cualquier acción popeligrosa, ni atendían al instinto que ledecía que lo dejaran correr por ahora

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Eso era lo primero que había salvado Alec cuando llegó solo a la Ribera. Lgente había intuido que había algo raren él y no le había exigido que reparassus ofensas. Pero lord Horn no pensaríde la misma manera. Y Richard ya sabí

o que pensaba Alec de Horn. Erecuerdo le hizo sonreír.

De Vier se encogió de hombros y s

estremeció con el frío que se habínstalado en los pliegues de su capa

Ahora no podía hacer nada al respecto

an sólo aguardar y esperar que lorMichael no tuviera demasiadas visitasPor lo que sabía, no contaba coguardaespaldas personales; si Richar

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anzaba el reto formal a lord Michael ea calle, no le quedaría más remedio qu

enfrentarse a De Vier allí y entoncesPero estaba tardando mucho en salirRichard miró al cielo. Le daría diempo hasta el ocaso antes de llamar

a puerta reclamando la presencia denoble. Eso era un riesgo, porquGodwin podría tener algún criad

dentro que aceptara el desafío por élque luchara en su nombre, y a lorMichael le daría tiempo de abandonar l

ciudad antes de que Horn pudierencontrar otro retador. Era un absurdpuñado de reglas, pero hacían que lmuerte por duelo con un profesional n

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pareciera tanto un asesinato. Todo ercorrecto dentro de los límites dedesafío formal; pero Richard dudaba dque Horn se sintiera satisfecho, necesitaba tenerlo contento.

Había retado a otros jóvenes lore

en su día, y no le ilusionaba repetir lexperiencia. A menudo se preocupabapor pequeñeces como su ropa

quitándose los abrigos y doblándolocomo si fueran a volver a ponérselosncluso a aquéllos con la suficient

presencia como para asumir una posadecuada les temblaban las manos asujetar la espada. El único reto de estipo con el que había disfrutado habí

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sido uno en el que la dama que lempleó le pidió que se limitara a marcaa su adversario con una cicatricaracterística.

Oyó pasos de improviso y levantó lcabeza. Al otro lado de la puerta s

abrió un pequeño postigo, y salió uhombre. Cuando se giró para cerrar lpuerta Richard reconoció en él al nobl

pelirrojo que había corrido tras él aquedía de invierno frente a la librería, eque le había enseñado a Alec en e

eatro. Lord Michael portaba unespada. Empezó a caminar por la callesin mirar a su espalda, silbando.

Podría alcanzarlo fácilmente. E

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espacio en la calle era bueno, la luz nflaqueaba todavía. Y, maravilla dmaravillas, era una espada excelente poo que podía ver Richard: no el tipo duguete que solían pasear los nobles. S

aprestó a moverse, y se detuvo. ¿Qu

hacía este noble paseándose por ahí taranquilo, a pie y sin criados, con un

auténtica espada de duelista encima

Quería averiguarlo; y tampoco lapetecía realmente la idea de destripar ese hombre delante de todos su

vecinos. Richard decidió que no le haríningún daño seguir a lord Michael hastsu destino y saciar su curiosidad. Siprecipitarse, se apartó de las sombras

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comenzó a bajar la Colina en pos de sguía.

***

 —Llegas tarde —observó VincenApplethorpe, levantando la vista de lespada que estaba bruñendo con unsola mano, con la empuñadura sujet

entre las rodillas. —Lo siento —jadeó Michael, qu

había subido corriendo las escaleras

Sabía que estaba siendo acusadosiquiera veladamente; y había aprendida no intentar defenderse co

baladronadas. Se limitó a explicar—

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Tenía invitados, y se resistían marcharse.

Applethorpe sonrió despaciosecretamente, para la hoja pulida.

 —Descubrirás que eso pronto dejarde ser un problema. Dentro de un año

así, cuando hayas ganado tu primeduelo. Entonces la gente se volveransiosa por captar la más sutil de tu

ndirectas.Michael sonrió a su vez, má

ampliamente de lo que se proponía, a

pensar en lord Bertram y lord Thomadando un respingo, soltando sus tazas dchocolate y huyendo discretamente averle bostezar. Le costaba imaginars

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matando a alguien de verdad; y si lhacía algún día sinceramente esperabque la noticia no llegara a oídos dninguna de sus amistades.

Michael se quedó sólo con la camis empezó a entrar en calor.

 —La Tragedia está en la ciudad —comentó el maestro—. ¿Lo sabías?

 —Yo… Está en el teatro d

Blackwell —respondió Michael, sicomprometerse.

 —No es buena idea ir a verla —dij

el maestro, volviendo a dejar la espaden el bastidor. No necesitaba realmentun pulido, pero le gustaba estar econtacto con sus armas, lo mismo que n

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e gustaba quedarse sentado de brazocruzados esperando a que llegarGodwin. Ahora podía deambularobservando al joven desde todos loángulos, atento al menor defecto—Conviene que evites ese tipo de cosas.

 —¿Es cierto lo de la maldición? —No lo sé. Pero nunca le ha hech

ningún bien a nadie.

Eso le satisfizo: práctico, comodos los consejos de Applethorpe.

 —¿Listo?

Michael cogió la espada dentrenamiento que le lanzó el maestroposiblemente sólo una costumbre teatrade maese Applethorpe, pero tambié

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bueno para su ojo. Significaba que emaestro sería quien diera las órdenes, su alumno debía seguir las rápidandicaciones con precisión. Esperab

que esa noche Applethorpe volviera batirse con él. Estaba mejorando

aprendiendo a integrar los movimiento defensas que le habían enseñado. Er

emocionante… pero ya no alg

mpensable, que escapaba a suhabilidades. Estaba aprendiendo pensar y actuar al mismo tiempo.

 —¡En guardia! —espetó el maestro  lord Michael se aprestó a asumir lprimera postura defensiva, tenso ya a lespera de la rápida orden siguiente

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Aguardó un latido, dos, pero no escuchnada.

 —Qué extraño —dijo el maestro—alguien está subiendo las escaleras.

***

Richard no lograba imaginar quhabía traído al noble a un establo d

alquiler corriente, cuando tenía todoos caballos que quisiera en casa. Lo vi

entrar por una puerta lateral y oyó lo

rápidos pasos sobre escalones dmadera. Tras unos minutos prudencialeso siguió.

Lo asimiló todo de un solo vistazo

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el espacio despejado, las dianas, y lodos hombres, uno sin un brazo, el otraún en guardia, ambos mirándolfijamente, sorprendidos.

 —Perdonad la interrupción —dij—. Me llamo Richard de Vier. Traigo u

desafio para lord Michael Godwinduelo más allá de la primera sangrehasta que se produzca un desenlace.

 —Michael —dijo tranquilamentVincent Applethorpe—, enciende lavelas; pronto dejará de haber clarida

suficiente.Michael devolvió su espada abastidor con cuidado. Podía escuchar esonido de su respiración en los oídos

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pero intentó que sonara como la voz dApplethorpe, firme y serena. Lsorprendió lo bien que podía controlasus músculos, pese al torrente de ssangre: la yesca prendió al primentento. Recorrió la sala, encendiend

as gruesas velas goteantes, sus llamapálidas e indefinidas a la lucrepuscular, casi transparentes. Éste er

De Vier, el desconocido que habícomprado el libro de filosofía en lienda de Felman aquel día de invierno

Recordaba que le había gustado mucho  su amigo Thomas, en el teatro, habídelatado un interés definido. Te estmirando…  ¡Dios, pensó Michael, clar

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que estaba mirándolo! Deseó habeenido la oportunidad de ver pelear a D

Vier, tan sólo una vez. A veces sproducían accidentes, y golpes dsuerte.

Mientras Michael hacía su ronda

Applethorpe se adelantó para saludar aespadachín.

 —He oído hablar de ti —dijo—, po

supuesto. Encantado de conocerte. —Nse dieron la mano. De Vier tenía lasuyas bajo la capa, una apoyada en l

empuñadura de su espada. Estaban cara cara en el estudio en penumbra, dohombres de peso y constitución casdénticos, salvo por el brazo de meno

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del mayor—. Me llamo VincenApplethorpe —dijo el maestro. Lexpresión de De Vier dejó claro qununca había oído su nombre—. Aceptel desafío.

 —¡No! —dijo Michael si

proponérselo. Maldijo cuando le caycera derretida en la mano.

 —Preferiría que no lo hicieras —

respondió Richard al maestro—. Essólo complicará las cosas.

 —Tenía entendido que te gustaba

os desafíos —dijo Applethorpe.Richard apretó los labios en un gestde ligera irritación.

 —Claro que sería un placer. Per

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engo obligaciones… —Estoy en mi derecho.La cera estaba enfriándose en l

mano de Michael. —Maestro, por favor… no e

vuestra lucha.

 —Será muy breve si la haces tuya —e dijo Applethorpe—. No aprenderá

nada. Por supuesto que es mi lucha.

 —Estás en tu derecho —admitió DVier—. Empecemos.

 —Gracias. Michael, coge tu espada

Ahora besa la hoja y promete nnterferir. —Prometo no interferir. —El acer

estaba muy frío contra los labios d

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Michael. En este ángulo la hoja parecípesada; era como si tirara de su manhacia abajo. Hizo que la muñecsostuviera el peso un momento más uego saludó a su maestro con ella.

 —Tu palabra es de fiar —estab

diciendo el maestro a De Vier. —Lo que no resulta muy convenient

—suspiró Richard—. No le pondré l

mano encima si pierdes. Si me derrotashazme el favor de llevar la noticia a lRibera; allí sabrán qué hacer.

 —En tal caso, empecemos.Y los maestros espadachineempezaron. Estaba todo allí, tal y comMichael lo había estudiado. Pero ahor

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veía la fuerza y la gracia de lademostraciones de Applethorpcomprimidas en el escaso espacio de uiempo precioso.

Michael pudo permitirse eplacentero lujo de observar la subida

bajada de sus brazos, el giro de sumuñecas, ahora que podía seguir lo quocurría. Maese Applethorpe estab

haciendo una demostración de nuevo, taelegante y precisa como en laecciones; pero ahora tenía un espej

delante, los pulidos y concentradomovimientos de De Vier. Michael solvidó de que había una muerte en juegcomo, por cierto, parecían haber hech

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os dos espadachines, que recorrían eblanco suelo sin prisa, atacando contraatacando, con el alto techcapturando y devolviendo el repicar dsus aceros.

Conforme el combate ganaba e

ferocidad el sonido de su respiración svolvió audible, y las llamas de las velamás próximas se estremecían a su paso

Ahora era casi demasiado rápido parque Michael lo siguiera, con lomovimientos respondidos y elaborado

antes de que pudiera discernirlos; ercomo intentar seguir una discusión entrdos eruditos versados en una lenguextranjera, cargada de oscura

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referencias textuales.De Vier, que jamás hablaba cuand

peleaba, jadeó: —Applethorpe… ¿por qué no h

oído hablar nunca de ti?Vincent Applethorpe aprovechó l

ocasión para cargar alto con umovimiento en espiral que obligó al otrespadachín a describir un semicírcul

para defenderse. De Vier trastabilló despaldas, pero cambió las tornaagazapándose en una finta lateral qu

Applethorpe hubo de esquivar hurtandbruscamente el cuerpo.Sutilmente, algo cambió. A

principio Michael no supo acertar e

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qué. Ambos hombres mostraban sendasonrisas lobunas, con los labioseparados tanto para aspirar el aircomo a causa de su deleite. Sumovimientos eran un poco más lentosmás meditados, pero no la cuidad

demostración de antes. No fluían sobrel otro. Había pausas entre cada lluvide estocadas y respuestas, pausa

preñadas de tensión. El aire se espesentre ellos; parecía obstaculizar sumovimientos. La hora de los sondeos

de los juegos había terminado. Éste erel último duelo de uno de los dos. Ahorestaban peleando por sus vidas… por lvida que emergería de esta elegant

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batalla. Por un momento Michael spermitió pensar en ello: que ocurriera lque ocurriese aquí, él saldría indemneClaro que habría cosas que hacerpersonas a las que avisar… Se le corta respiración cuando De Vier tuvo qu

pegar la espalda a la pared, entre dovelas. Pudo ver una sonrisa demenciaen su rostro cuando repelió

Applethorpe con un elaborado juego dmuñeca. Por el momento los dos estabagualados, brazo contra brazo. Michae

rezó para que no cesara nunca, para quse perpetuara este momento de supremmaestría, tan raro y hermoso, sin que salcanzara jamás conclusión alguna. D

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Vier derribó una vela; salió rodando poel suelo. Apartó de una patada la mesque la había sostenido, zafándose de lesquina, y se reanudó la acción.

***

Richard sabía que estaba luchandpor su vida y se sentía tremendament

feliz. En la mayoría de sus combatesaun en los buenos, él tomaba todas ladecisiones: cuándo ponerse serios

cuándo pelear alto o bajo… perApplethorpe ya le había arrebatado esprivilegio. No estaba asustado, per

sentía el borde del reto afilado bajo él

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rrevocable su caída. El mundo se habíreducido a la fuerza de su cuerpo, lentrenada agilidad de su mente erespuesta al rival. El universo empezab  acababa donde llegaban sus sentidos

el límite de sus cuatro extremidades y e

refulgente acero. Era demasiado buenpara perder ahora, el punto brillante scernía sobre él siempre desde un ángul

distinto, la claridad de su mente lanticipaba y devolvía, creando nuevapautas con las que jugar…

Vio la abertura y fue a por ella, perApplethorpe contrarrestó en el últimnstante, pivotando torpemente de suert

que lo que habría sido una limpi

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estocada mortal se quedó en un trazrregular sobre su pecho.

El maestro se irguió, aferrando sestoque con demasiada fuerza, con lvista clavada al frente.

 —Michael —dijo—, ese brazo e

para el equilibrio.La sangre le empapaba la camisa

ravés del sudor, su olor era como e

hierro oxidado superpuesto al tufo deesfuerzo que flotaba pesadamente en eaire. Richard se apresuró a cogerlo y l

bajó al suelo, apoyándolo sobre spropio torso jadeante. El aliento dApplethorpe hizo un sonido líquidodesgarrador. Michael encontró su capa

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a extendió sobre las piernas de smaestro.

 —Atrás —le ordenó De VierAgachó la cabeza junto a la dApplethorpe y murmuró—: ¿Quieres quermine?

 —No —jadeó Applethorpe codificultad—. Todavía no. Godwin…

 —No hables —dijo Michael.

 —Déjale —dijo Richard.El maestro tenía los diente

apretados, pero intentó destorcer lo

abios para sonreír. —Cuando se es lo bastante buenoéste es el final.

 —¿Me estás pidiendo que desista

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—preguntó Michael. —No —respondió De Vier po

encima del siseante aliento de VincenApplethorpe—. Te está hablando dedesafío. Lo siento… Es algo que se sabo no se sabe.

 —¿Voy a buscar un cirujano? —preguntó Michael, aferrándose al mundsobre el que tenía algún control.

 —No necesita ninguno —dijo DVier. De nuevo agachó su atezada cabez—. Maestro… gracias. Es cierto que m

gustan los desafíos.Vincent Applethorpe soltó unrisotada triunfal, y la sangre lo salpicodo. Las marcas de sus dedos se veía

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aún blancas sobre las muñecas de DVier cuando éste dejó el cadáver en esuelo.

Richard se limpió las manos en lcapa del joven noble y cubrió con ella adifunto. Sin terminar de entender cóm

habían llegado hasta allí, Michael sdescubrió de pie al otro lado de lestancia, enfrentado a la imponent

presencia del espadachín. —Tienes derecho a saberlo —dij

Richard—: Es lord Horn quien m

envía. No se alegrará de saber qusigues con vida, pero me he enfrentado u campeón y considero cumplidas mi

obligaciones. Quizá lo intente con otro

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e sugiero que te alejes de la ciudad unemporada. —Reparó en el inevitabl

apretar los puños de Michael—. Nntentes matar a Horn —dijo—. Esto

seguro de que eres lo bastante buenpara eso, pero su vida está a punto d

volverse complicada; lo mejor será que vayas. —El joven se limitó a mirarl

fijamente, ojos verdes azulado

abrasadores y brillantes en su pálidsemblante—. Tampoco intentes matarma mí; seguro que no eres lo bastant

bueno para eso. —No pensaba hacerlo —dijMichael.

Con calma, De Vier estab

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recogiendo sus pertenencias. —Informaré de la muerte —dijo—

  enviaré a alguien para que se hagcargo. ¿Estaba casado?

 —Yo… no lo sé. —Vete. —El espadachín puso l

espada y la chaqueta de Michael en sumanos—. No deberías quedarte.

La puerta se cerró tras él, y no hub

más sitio adonde ir que abajo por laescaleras oscuras.

En el exterior aún era pronto, un

cálida noche de primavera. El cielo erde ese turquesa perfecto que provocaas primeras estrellas dispersas

Michael se estremeció. Se había dejad

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a capa arriba, pasaría frío sin ella…pero ya no le serviría de nada, ¿verdadSe pasó una mano por la cara en untento por aclarar las ideas y sintió un

mano que se cerraba alrededor de smuñeca.

Toda la violencia de la hora pasadexplotó en su cuerpo como fuegoartificiales. No pudo ver lo que estab

haciendo a través del fulgor rojo dorado, pero sintió que su puñgolpeaba carne, su cuerpo se retorcí

como un remolino, oyó un largo aulliddesgarrador como el centro de unormenta… y después un violent

golpazo que presagiaba el más glorios

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espectáculo de fuegos de artificio, antede que la noche cayera sin estrellas.

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Capítulo 17

Cuando se le despejó la vista estaba eun carruaje. Tenía las manos y los pieatados, y las cortinillas estaban echadas

Le dolía la cabeza y tenía sedConsiderando que pronto seguramentestaría muerto no debería importarlepero ansiaba desesperadamente algo qu

beber. El bamboleo del carruaje sobrel empedrado era intolerableEmpedrado… eso significaba qu

estaban en algún lugar de la callHertimer, subiendo hacia la Colina.

 —¡Hey! —gritó. La

reverberaciones en su cráneo hiciero

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que se arrepintiera; pero al menopodría causarle problemas a alguienAlgo terrible acababa de ocurrir, lo cuaen cierto modo era culpa suya, y gritaquizá lo aplacara—. ¡Hey, parad estenseguida!

La única respuesta que obtuvo —era de esperar que obtuviera— fue uferoz aporreo en el techo del carruaje

Se sentía como un guisante adornado conudos rodando en el centro de uambor. Había pensado cenar alg

cuando volviera del taller dApplethorpe…Algo en su cerebro intentó impedi

que sus pensamientos tomaran es

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rumbo, pero resultaba imposible deteneel torrente que se desató. La imagen lgolpeó primero en el estómago, hasta tapunto que pensó que iba a vomitar; peruego el dolor subió y le arrebató l

respiración, anudándole los músculos d

a garganta y la cara… No se presentarílorando ante Horn. Al menos eso podímpedirlo. Sus captores le había

desarmado; pero había otras formas dmatar a un hombre. Había peleado, aprendido algunas de ellas. Daba igua

o que dijera De Vier; De Vier no sabío pronto que tendría que enfrentarse su enemigo. ¿O sí? La desfachatez dHorn asombraba a Michael: segurament

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el carruaje había aguardado commedida de emergencia en caso de qufracasara De Vier. Quizá Horn pretendíacostarse con él antes de tenderle lrampa de otro desafío… Visione

violentas y eróticas corrieron por e

aberinto de dolor y todas las emocioneque nunca antes había tenido que sentircon el dolor, el pesar y la furi

enroscándose en un trance conciliador curiosamente seductor. Absorto en ésólo notó que el carruaje se habí

detenido cuando oyó el chirrido de lverja al abrirse.Cuando entró traqueteando en e

patio se puso completamente alerta

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Tenía la respiración acelerada, lconsciencia de su cuerpo parecísobrenaturalmente aumentada. El doloestaba ahí, pero también la fuerza y lcoordinación. Cuando abrieran la puertestaría preparado para ellos.

Pero no abrieron la puerta. Ecarruaje se detuvo frente a lo que supusque sería la entrada principal de la casa

Pudo oír cómo se apeaban sus captoresos gruñidos apagados de vocempartiendo órdenes. Luego se produj

el silencio. No pensarían dejarlo alloda la noche, ¿verdad?Cuando se abrió la puerta de

carruaje dejó paso a una luz ta

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cegadora que sus ojos pestañearon agrimearon.

 —Cielos —dijo una voz femeninsalida del deslumbrante nimbo—¿Hacía falta ser tan concienzudos?

 —Bueno, su señoría, intent

matarme. —Aun así… Desátale los pies, po

favor, Grayson.

 No siquiera miró al hombre que sarrodilló sobre sus tobillos. La duquesde Tremontaine estaba enmarcada por e

pequeño portal, con un vestido de galcompleto, sosteniendo una elegantámpara de hierro.

Al final, estaba demasiad

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magullado como para que le importaro que ella pensara de él y su sentido da etiqueta.

 —¿Qué haces tú aquí? —preguntcon voz ronca.

La duquesa sonrió, su voz com

argas y frías pendientes de nieve. —Ésta es mi casa. Te ha traído m

gente. ¿Crees que podrás levantarte?

Se incorporó y volvió a sentarsenseguida.

 —Bueno, no soy ninguna enfermer

—dijo ella con la misma dulzura glacia—. Grayson, ¿te ocuparás de que lorMichael se sienta cómodo dentroMilord, os atenderé cuando hayái

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descansado.Luego el color, la dulzura y e

perfume desaparecieron, y se quedó coa desagradable tarea de imponer s

voluntad a su propia e ingobernablpersona.

***

Varias eras parecieron transcurrimientras lord Michael ascendípenosamente a través de estratos d

suciedad, fatiga, hambre y sed. Locriados de Diane lo habían dejado en ucuarto agradable con una bañera calient

  la mesa dispuesta. La habitació

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estaba iluminada por el fuego y la luz das velas. Las cortinas de pesaderciopelo rojo estaban corridas, d

modo que no podía ver hacia dóndestaba orientado el cuarto. Lacolgaduras rojas, la tenue iluminación

a sensación de confinamiento, todo elle hacía sentir irracionalmente a salvo

protegido, como un niño envuelto en un

manta en brazos de alguien.El tremendo dolor de lo ocurrid

acía duro y brillante en el centro d

satisfacción física. El recuerdo iba venía, como el fluir de las mareas, persin pautas predecibles. Cuando Michaeera pequeño, había un cuadro en l

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pared de su hogar que lo aterrorizabamostraba el espíritu de una mujer muertelevándose de su tumba, con su bebentre los brazos. Le daba miedo pasancluso por delante de la habitació

donde estaba. Tanto si quería como s

no, pensaba en él en los peoremomentos: en la oscuridad, subiendo laescaleras; así que empezó a obligarse

pensar en él a todas horas, hasta que sconvirtió en algo tan familiar que podícontemplarlo sin un solo escalofrío

Todavía no estaba listo para eso, nmientras siguieran envolviéndolo lconfusión y la extrañeza. Antes de ir bañarse en los sucesos que rodeaban l

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muerte de Applethorpe tenía quaveriguar dónde quedaba la tierra firme

Estaba hundido en una silla sencillante el fuego; pero al oír el chasquido da manilla de la puerta saltó como u

gato. No era la puerta por la que é

había entrado. Ésta era más pequeña estaba cortada en la pared roja.

 —Por favor, siéntate —dijo Dian

—. ¿Te importa si te acompaño?Sin decir nada, le indicó una silla

La duquesa se sirvió un cordial d

cerezas de la colección de licoreras, se sentó frente a él. Se había cambiadde ropa: como si quisiera demostraque, en efecto, ésa era su casa, lucía u

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vaporoso vestido sencillo de suave sedazul. Sus rizos sueltos se derramabasobre sus hombros como las crestas das olas.

 —Por favor, no te enfades muchcon Asper —dijo—. Lo irritast

enormemente la noche de mi pequeñfiesta. Es un hombre vanidoso, orgulloso, y lascivo… No deberí

costarte mucho entenderlo.Por un momento consiguió que l

duquesa temiera por sus pertenencia

personales. Pero sus dedos tan sóldejaron una muesca en el jarro de peltra su lado. Ella continuó:

 —Deberías haber acudido a mí nad

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más sospechar que tramaba algo. —AMichael todavía le importaba lsuficiente su estima como para no quereconfesar que no había sospechado nadaLa duquesa exhaló un suspiro—. ¡PobrAsper! No es demasiado sutil, n

demasiado listo. Andaba acosando cierta jovencita de Tony… Por ciertoord Michael, ¿mataste a De Vier?

 —No. Él mató a mi maestro desgrima.

 —Entiendo.

 —No soy el espadachín que pensáismadame.La duquesa esbozó una cautivador

sonrisa de complicidad.

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 —Vamos, ¿por qué dices eso? —Jamás tendré ninguna oportunida

contra él —dijo amargamente Michaemirando no a la bella mujer, sino a lorestos del fuego—. Todo el mundo lsabía. Applethorpe tan sólo me seguía l

corriente. —Otro dolor, una astillitafilada que tenía clavada desde edesafío y que casi había olvidado con l

carga del otro—. Sabía que yo jamápodría ser un espadachín.

 —Una vez por generación surge u

espadachín como De Vier. Tu maestrnunca te dijo que fueras tú. —Sumido esus pensamientos, Michael nrespondió. Pero la voz de la duques

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había perdido su ligereza—. Pero, parDe Vier, no hay nada más. Es todcuanto le pide a la vida, y seguramentodo cuanto recibirá de ella. No es eso que tú quieres; en absoluto. Es ta

sólo que se aproxima más que l

mayoría de las cosas.Michael la miró, sin verla realmente

Se sentía como si le hubieran retirado l

piel con un escalpelo. —Lo que quiero… —… yo puedo proporcionártelo —

dijo Diane con voz queda. —¡Perfecto… si he de ser Horn!Oyó el estridente tañido del metal

comprendió que se había puesto de pie

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 que había lanzado la jarra al otro laddel cuarto. La duquesa ni siquiera habípestañeado.

 —Madame —dijo envaradamente—Elegís inmiscuiros en mis asuntosEspero que os haya resultad

placentero. Creo que todos mis deseodejaron de ser tema de conversacióentre nosotros hace tiempo.

Diane se rio profundamente por lbajo. Michael se sorprendió pensanden fresas con nata.

 —Ahí lo tienes. Me pregunto si lohombres tenéis la menor idea de lnsultante que es para las mujere

cuando suponéis que lo único qu

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podemos ofreceros es nuestro cuerpo. —Lo siento. —Michael levantó l

cabeza y la miró a los ojos—. Es tansultante como pensar que eso es l

único que queremos. —No te disculpes. Yo te hic

pensarlo. —Me hicisteis pensar muchas cosa

este invierno.

 —Sí —dijo la duquesa—. ¿Debdisculparme?

 —No.

 —Bien —dijo ella—. En tal casseguiré haciéndote pensar. Sé lo ququieres. Quieres ser un hombrpoderoso. Te concederé tu deseo.

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El rostro de Michael se descongelóconsiguió esbozar su encantadorsonrisa.

 —¿Tardaréis mucho? —Sí. Pero no parecerá tanto. —Quiero ser vuestro amante —dij

Michael. —Sí —dijo la duquesa, y abrió l

puerta de seda roja que daba a s

cámara.En el interior, Michael se detuvo. —Lord Ferris —dijo.

 —Ah, Ferris. —La voz de lduquesa era baja; su sonido le hizestremecer—. En fin; Ferris deberíhaberme dicho que sabía que lord Hor

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planeaba asesinarte.

***

Se sentía flotar… como si en ningúmomento tocara su cuerpo, sino questuviera suspendido en algún espacisin dirección cuyos mapas sólo ellposeía. Todo el orgullo, todo el temor l

habían abandonado. Aun el deseo de quno terminara jamás era devorado por eabrumador presente. Su cacaread

sofisticación dio paso a algo distinto; en ese espacio infinito se alzó y cayó amismo tiempo en un fin del mundo d

fuegos artificiales reflejados en un rí

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nsondable. —Michael.La yema de su dedo le tocó la oreja

pero lo único que hizo fue suspirar. —Michael, ahora tendrás qu

abandonar la ciudad. Estarás fuera do

semanas, quizá tres. —Michael se giró a besó en la boca, y sintió un rugido e

sus oídos. Pero los labios de ella, s

bien seguían siendo suaves, habíaperdido su docilidad, y se apartó pardejar que hablara—. Me gustarí

enviarte fuera del país. Hay algunacosas que me gustaría que vieras. Lgente de Chartil respeta a los hombreque saben manejar la espada, sobre tod

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a los nobles. ¿Irás?Sus manos se resistían a abandona

su carne, pero respondió por encima dellas:

 —Iré. —Tiene que ser ahora —dijo ella—

El barco zarpará dentro de tres horacon la marea del amanecer.

Eso supuso una conmoción para é

pero se dominó, acariciándole la piepor su exquisitez, por el recuerdo, siacicatear el edulcorado anhelo que l

mpediría marcharse.Sus ropas estaban preparadas en lhabitación roja. Ella lo siguió hasta allídejando a su paso una estela de seda

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nstrucciones. Michael debería estacansado, pero su cuerpo cosquilleabaEra la misma sensación que tenía traas lecciones… Como un mazazo, e

recuerdo lo golpeó con fuerzaAgachado, sujetando la espad

nservible, no dijo nada.La duquesa estaba sentada

sonriendo, balanceando un pie níveo

viendo cómo se cubría las clavículas. —Tengo una cosa para ti —dijo

Michael pensó en rosas, guantes

pañuelos—. Lo guardarás para mí, nadie podrá quitártelo a menos que se lofrezcas. Tengo el convencimiento dque no se lo ofrecerás a nadie. Es u

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secreto. Mi secreto.Completamente vestido, le bes

formalmente la mano, como había hechaquella primera tarde en casa de ladHalliday.

 —Ah —dijo la duquesa—; así qu

enía razón sobre ti; y tú tenías razósobre mí. Verás, es cierto, MichaeEsos hombres que murieron, Lynch y D

Maris, no estaban al servicio del duqude Karleigh. Yo contraté a Lynch… y DMaris se metió en medio. Tenía qu

darle una lección a Karleigh, decirle quhablaba en serio cuando él pensaba qubromeaba. Nunca me tomaba lo bastanten serio. Karleigh contrató a De Vier. S

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hombre venció… pero Karleigh…Karleigh sabe que va a perder en estasunto, porque yo soy su rival. Si eduque es sabio, se quedará en el campesta primavera.

Eso era todo cuanto pensaba decirle

dejando que dilucidara el resto por ssolo. No se sentía astuto ni triunfal, afin y al cabo. Excitado, tal vez, y u

poco asustado.La duquesa alargó un brazo y le toc

a áspera mejilla.

 —Adiós, Michael —dijo—. Si todsale bien, regresarás pronto.Había una puerta de servici

privada, esta vez, por la que abandon

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a casa de Tremontaine; un frío paseantes del alba, a casa para danstrucciones y partir. Su espada volví

a colgar a su costado, una carga pesadapero buena protección en la oscuridad.

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Capítulo 18

Cuando se abrió la puerta Richard squedó donde estaba, sentado en la sillde cara a la entrada. El gato habí

olerado sus firmes caricias durante casuna hora; pero cuando se tensó su regazbajó de un salto y corrió al encuentrdel recién llegado.

 —Hola, Richard —dijo Alec—Menuda sorpresa: estás despierto, y nsiquiera es mediodía aún.

Tenía un aspecto horrible: la roparrugada, el rostro sin afeitar; los ojonscritos en unos círculos oscuros de u

ono verde particularmente malsano. S

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quedó plantado en el centro de lhabitación, rehusando sentarseesforzándose por no tambalearse. Lpuerta se cerró a su espalda.

Richard dijo: —Bueno, me acosté pronto. —S

Alec no quería que lo tocara, no iba obligarlo. Le bastaba ver que Aleestaba en pie, y de una pieza. La cara d

Alec estaba intacta, y su tono era taigero como siempre, aunque tenía l

voz pastosa a causa del sueño.

 —He oído que la pifiaste con eencargo de Horn. —¿Dónde has oído eso? —Me lo ha contado el pajarito e

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cuestión… Godwin no está muerto. —Soy un espadachín, no un asesino

o me dijo que matara a Godwin, mdijo que lo desafiara. Eso hice. Otrpersona aceptó el reto; la maté.

 —Naturalmente.

 —No entiendo a qué viene estescándalo; Horn debió de darse posatisfecho, o no te habría… ¡Alec! —

Richard lo escudriñó más intensamentententando ver lo que ocultaba aquell

fachada endeblemente compuesta—. ¿T

has escapado?Pero Alec se limitó a sonreír codesdén.

 —¿Escaparme? ¿Yo? No me podrí

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escapar ni de un montón de heno. Esipo de cosas te las dejo a ti. No, m

soltó cuando se enteró de que habíaibrado el duelo. En nombre del honor

algo así. Tú entiendes a estas personamucho mejor que yo. Me parece —

bostezó Alec— que no le caía bien. —Estiró los brazos por encima de lcabeza; en lo alto, las joyas proyectaba

un arco iris sobre sus manos.Richard contuvo el alíenlo con u

sonido desgarrador.

 —Oh. —Alec volvió a colocarse lopuños en su sitio—. Me temo que hperdido uno de tus anillos. La rosa. Suespadachines, por llamarlos de algun

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manera, me lo quitaron. A lo mejopuedes enviarle una factura. ¡Dios, cómapesta esta ropa! Hace tres días que nme cambio. Voy a hacer una pelota coestas prendas y se la tiraré a Marie poa ventana. Luego me iré a la cama

ntenté dormir en el carruaje, pero nenía ballestas y cada vez que estaba

punto de quedarme dormido me parecí

oler a algalia. Me he pasado casi todo eviaje con la cabeza fuera de lventanilla. ¡Y luego me hicieron anda

desde el puente! El puente más próximono el más alejado, por lo menos, peraun así…

Todo el mundo en la Ribera sabí

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qué aspecto tenían las marcas dgrilletes. Richard lo siguió hasta lcama, y más tarde intentó besárselasPero Alec apartó bruscamente lamuñecas.

 —¿Qué más te hizo? —pregunt

broncamente Richard. —¡Nada! ¿Qué más quieres? —¿Te…?

 —¡No me hizo nada, Richarddéjame en paz!

Pero esa noche, cuando Alec estab

borracho y excitado y mádespreocupado, Richard volvió a besaas marcas y pensó en lord Horn.

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***

Los asuntos del espadachín lmantuvieron ocupado hasta tarde al dísiguiente. Cuando regresó esperabencontrar a Alec dormido: Alec habísalido de la cama esa mañana aamanecer, pese a su reciente y terriblexperiencia. Pero para su sorpresa ardí

el fuego en la chimenea, y Alec estabde rodillas frente a ella. Su pelo sueltoibre de trenzas y broches, le velaba e

rostro como un misterio sacramentaCon su túnica negra y sus largos brazoparecía la imagen que podría tener u

niño de un brujo, escudriñando lo

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misterios del fuego. Pero estaba afanadcon algo: con un sobresalto, Richarcomprendió que Alec estaba arrancandas páginas de un libro, arrojándolas as llamas cuidadosa y metódicamenteo levantó la cabeza cuando De Vie

cerró la puerta, ni cuando avanzó unocuantos pasos hacia el centro del cuarto

Temiendo sobresaltarlo, Richar

dijo: —Alec. He vuelto. —¿Sí? —dijo Alec con voz ausente

La página que sostenía estalló en llamasenía los ojos clavados en lconflagración. La iluminación laplanaba el rostro como la máscara d

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un ídolo, sus ojos eran dos rendijaoscuras—. ¿Has tenido un buen día?

 —Ha estado bien. ¿Qué estáquemando?

Alec dio la vuelta al lomo del librocomo si necesitara acordarse del título.

 — Sobre las causas de la naturalez—dijo—. Ya no me hace falta.

Había sido su regalo; pero Richar

no hacía regalos para aferrarse a ellosSe desperezó ante el fuego, contento destar en casa.

 —Pensaba que te llevaría máiempo memorizar éste. Ni siquiera hadesgastado las letras de las tapaodavía.

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 —Ya no me hace falta —repitiAlec—. Ahora lo sé todo.

Algo en el cuidado con que estabcogiendo Alec cada una de las páginadebería haberlo alertado ya. De Vier sevantó de su silla de un salto y giró

Alec por el hombro. —Para —dijo Alec con liger

enfado—. Me haces daño. —No ofreci

resistencia a los dedos que le abrían lopárpados. Miró tranquilamente Richard con unos ojos que eran com

dos esmeraldas gemelas, con sólo unmota de negro para estropearlas. —¡Dios! —Richard afianzó su pres

—. ¡Estás ebrio de Deleite!

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Los labios esculpidos se curvaron. —Por supuesto. ¿Tengo qu

sorprenderme? Es excelente, Richarddeberías probarlo.

De Vier retrocedinvoluntariamente, aunque mantuvo s

presa. —No, no debería. Detesto lo qu

hace esa cosa. Te vuelve estúpido,

orpe. —No seas remilgado. Tengo un poc

aquí mismo…

 —No. Alec, cómo… ¿Cuándempezaste a hacer esto? —En la universidad. —La drog

ntensificaba la languidez de su acent

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aristócrata—. Harry y yoexperimentando. Tomando apuntesPodrías tomar apuntes por mí.

 —No puedo —dijo Richard. —No, es fácil. Tú escribe lo que y

e diga… Vamos a hacer un libro

nfluirá en las generaciones venideras.Richard se agarró con fuerza a s

hombro.

 —Dime dónde lo has conseguido¿Cuánto has tomado?

Alec agitó vagamente las manos.

 —¿Por qué, quieres un poco? —No, no quiero un poco. ¿Con qufrecuencia haces esto? —Había sido unestupidez por su parte no haberl

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considerado antes. Pensaba que conocía Alec, que conocía sus costumbres sus manías, aunque no estuviera allí…

Alec lo miró complacientemente. —No muy a menudo. No por much

iempo. Estoy ocupado con… otra

cosas. Pareces tan preocupado, RichardTe he guardado un poco.

 —Muy amable de tu parte —dij

secamente Richard—. Tendremos quesperar a que pasen los efectossupongo. Con otras cosas. —Rode

cuidadosamente el cuello de su amantcon el brazo, saboreó la dulzura de ldroga sobre su lengua. Con la otra mandeslizó el libro entre los dedos de Alec

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depositándolo lejos de la chimeneaLuego lo condujo al dormitorio.

Como conversador no valía gracosa, pero su cuerpo se mostró dócil delicado mientras Richard lo desvestía.

 —¿Por qué haces esto? —pregunt

Alec, más de una vez, conforme Richare quitaba otro botón, otro lazo.

 —Para que no tengas frío —

respondió Richard; y luego—: Parpoder besarte. Aquí. Así.

Alec soltó una risita, encantado.

 —Lo aprecio. Te aprecio. —Gracias. —Richard le hizcosquillas con delicadeza—. Yo taprecio a ti…

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Entonces Alec se envaró y se apartó —¿Qué es eso? —exclamó. —Yo, seguramente. Los latidos d

mi corazón. No es nada, no tpreocupes…

 —¡Me están espiando, Richard, m

están espiando!El periodo de serenidad habí

pasado, y el nerviosismo que Richar

había esperado circunvalar se habíabatido sobre él.

 —Nadie te espía.

Pero Alec extendió los brazos y sestiró ante la ventana, medio desvestidocon la ropa colgando de su cuerpo ecintas y medias mangas. Tenía la

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palmas pegadas al cristal, intentandcubrirlo con los dedos extendidosmientras sus ojos se clavaban en el cielsobre ellos.

 —Las estrellas me espían —declarcon una voz tremendamente atormentad

—. ¡Haz que paren! —No te están vigilando. ¿Por qu

ban a hacerlo?

 —Dios, haz que paren. ¡Me estáespiando!

Richard se interpuso entre Alec y l

ventana y cerró los postigos. —Ya está. No pueden verte.Alec se agarró a él, enterrando e

rostro en el hombro de Richard.

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 —Intenté escapar… Stone y Griffi yo, estábamos tan seguros… habíamo

hecho los cálculos, Richard, eracorrectos, sé que lo eran… a mí mdaba igual, pero ellos necesitaban esestúpido diploma… ¿Qué será de l

hermana de Harry? —chillsalvajemente.

 —Está bien…

 —No, tú no lo entiendes… ¡Lorectores lo hicieron añicos! No los creno pensé que serían capaces d

hacerlo… —¿Los rectores de la Universidad? —El doctor Morro de Cerdo. —¿Y por eso te expulsaron? —

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Siempre había sospechado algo así. —No. Yo no. Yo estoy bien. Eres t

el que me preocupa… —No soy yo, Alec. —¿… Richard? Tienes qu

protegerme. Estaba a salvo con l

Retórica… ¿sabes lo que es? Con lHistoria, la Geometría, pero piensa en lnclinación del sol: las estrella

describen un arco sin tangente… perme espían, me vigilan todo el tiempo…

Se sobresaltó violentamente cuand

se oyó una llamada en el pasilloRichard lo abrazó con más fuerza¿Intentaba destruirse por eso, porque lUniversidad había rechazado su trabajo

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Debía de haber depositado mucha fe eese sitio, para empezar. Si ésa habísido su escapatoria de la nobleza, ercomprensible. Y si no era noble, lescuela debía de haber sido su últimoportunidad…

 —Ya estás bien —repitimecánicamente Richard—. Se acabóAhora nadie puede hacerte daño.

 —No dejes que me encuentren. Nsabes lo que es, saber que no quiereocarte, sólo tus amigos, y que todo e

mundo piense que eres un espía de lnobleza… lo único que quería era…Los golpes sonaban con fuerza, y er

en su puerta. A Richard se le ocurrió un

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dea y arropó a Alec con las mantas. —Alec —dijo despacio—, quédat

aquí, no te muevas. No pasa nada, sóles alguien que llama a la puertaEnseguida vuelvo.

Esperó a haber salido del dormitori

para coger su espada.Richard abrió la puerta bruscamente

con el filo preparado. Había una muje

en el umbral, con una capa derciopelo.

 —Vaya —dijo Ginnie Vandall

contemplando la espada—, estás upoco susceptible. —Soy precavido, eso es todo. —Deberías serlo. ¿Estás solo?

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 —La verdad es que no. ¿No puedesperar hasta mañana?

Bajó la espada y Ginnie se lo tomcomo una invitación para entrarpasando junto a él hasta el centro decuarto.

 —Eso depende de ti, cariño. Serbreve.

 —En ese caso, puede esperar.

 —Mira —dijo ella—; no he venidhasta aquí sola a esta hora para que meches porque no te apetece volver

vestirte.Richard soltó la espada. —Está bien. ¿Qué ocurre? —Ocurre que han encontrado a do

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hombres muertos al pie de la Escalerde Ganser no hace ni una hora. Loencontró la Guardia, y los estúpidobastardos no aciertan a imaginarse poqué fueron expertamente asesinados couna espada. Yo tampoco. Es es

estocada limpia a través del corazón, arde o temprano alguien comentará quú eres el único capaz de hacer eso má

de una vez. —Es de esperar.Ginnie lo miró con enfado.

 —Esos hombres no eran de lRibera. No eres un noble, no puedes ipor la ciudad cargándote a cualquiersin contrato y esperar que a nadie l

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mporte. Si vas a cometer tus pequeñoasesinatos, procura no dejar locadáveres demasiado cerca del Puente

o queremos que la Guardia venga aqubuscando problemas.

 —No lo hará. Y tenía qu

cerciorarme de que no me equivocaba¿Te estás haciendo la loca, o no sabequiénes eran esos hombres?

La mirada de Ginnie perdió parte dsu dureza.

 —Oh, Richard —suspiró—

Esperaba que no fueras a decir eso. —Está bien. El noble que los manddetrás de Alec no va a salir al frente exigir justicia por ellos. No es de ésos

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La verdad, no entiendo qué te preocupanto. Nadie va a arrasar la Ribera po

culpa de un par de matones. Y me hasegurado de que ese tipo de cosas no srepita. Hugo debería alegrarse. —Sdirigió a la puerta y la abrió para ella—

Buenas noches, Ginnie. —Espera —dijo ella, llevándose l

mano a la garganta—. No tiene nada qu

ver con la Ribera, ni con Hugo ni coningún otro. Debes tener más cuidado

o pueden consentir que vayas por ah

de ese modo, no fuera de este distrito—La mano bajó de su garganta, resbalsobre el terciopelo—. Si se llega uicio, querido, te ahorcarán, da igual l

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que te haya hecho este noble. —Gracias. Buenas noches.Ginnie avanzó, no hacia la puert

sino hacia él, mirándolo a la cara. Lasombras resaltaban las líneas cinceladaunto a su boca y las comisuras de su

ojos. —Sé lo que me hago —dijo, su vo

an dura como su expresión—. Me h

ocupado de Hugo, y de Hal Lynch, y dTom Cook antes que él. Si no quieremorir siendo rico, por mí perfecto. S

quieres codearte con personas que todian, perfecto también. Pero no hagaoídos sordos a mis palabras.

 —Entendido —dijo Richard par

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ibrarse de ella. No era una oradornerviosa; había mantenido la vista sobrél y no había reparado en el librdestrozado del suelo, ni el estropicio da chimenea.

 —Richard —dijo Ginnie—, no l

entiendes.Levantó los brazos despacio, y é

dejó que sus dedos se le enredaran en e

pelo, presionándole la nuca hasta qusus labios se inclinaron sobre los della.

Richard nunca había besadrealmente a Ginnie Vandall. Aun en efragor del momento, era experta cuidadosa. La suavidad de sus labios

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o afilado de sus dientes cayerorevoloteando hasta la base de scolumna. Se apretó contra ellapercibiendo el calor de su cadera contrsu muslo, sus senos aplastados contra sorso. Apretó la palma de la mano contr

sus riñones, separando los labios parlegar hasta ella, cuando Ginnie s

apartó de golpe.

El retroceso lo lanzó de espaldas. Sa quedó mirando, respirand

hondamente todavía. Ginnie se enjugó l

boca con el dorso de la mano. —Deleite del Loco —dijo asquead—. Eso es nuevo en ti. ¿Es lo que sleva ahora?

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Richard meneó la cabeza. —Yo no tomo eso.Ginnie miró de reojo hacia l

habitación de atrás, pero no mencionó enombre de Alec. Apretó la capa a salrededor y se encogió de hombros.

 —Buena suerte.Richard se quedó un moment

escuchando el sonido de sus pasos a

bajar las escaleras. Oyó la voz de otrmujer: Marie, que debía de haberldejado entrar.

Una tabla del suelo crujió cerca dél. Alec había entrado en la habitacióncon inusitado sigilo. Su camisa todavícolgaba floja en torno a su cintura.

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 —Me pareció oír algo —explicóParecía haberse olvidado de laestrellas.

 —Ha venido alguien a verme —dijRichard; pero Alec no estabescuchando. Observaba el libro co

apas de cuero donde estaba tirado, aalcance del fulgor mortecino del fuegorémulas sus doradas estampaciones co

a luz reflejada.Alec se agachó. Sus ágiles dedo

evantaron el libro del suelo, alisand

as páginas arrugadas, sacudiendo lsuciedad de su cubierta. Se acercó ecuero decorado a la mejilla. El librdescansó contra su cara como un bell

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adorno, sus ojos grandes y oscuros poencima de él. Sus clavículas y suhombros desnudos enmarcaban su bordnferior.

 —Ya lo ves —dijo—, no deberegalarme nada.

 —Déjalo —dijo Richard, asustado enfadado. El semblante pálido parecísobrenatural, pero sabía que sólo era

as drogas. —Richard. —Alec lo mir

fijamente, sin parpadear—. No me diga

o que tengo que hacer. Nadie me dice lque tengo que hacer. —Se volvió haciel fuego con el libro en su manzquierda a su espalda como u

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contrapeso. Alec estiró la mano derechhacia los rescoldos que refulgían rojoen la chimenea. Era como presenciar uruco de magia que podría salir bien…

Antes de que su mano pudiera cerrarssobre las brasas candentes Richar

saltó, apresándolo bruscamente entre subrazos, derribándolo al suelo—. Ah —suspiró Alec, dejando que sostuviera s

peso muerto—. Eres un cobarde. —No permitiré que te ocurra nad

—dijo elusivamente Richard, como s

estuviera perdiendo una discusión. —No vale la pena —dijdistraídamente Alec—; no vas a estasiempre a mi lado. Lo tienen tod

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planeado, ¿verdad? ¿Qué crees que tpedirán a continuación?

Así que lo había descubierto. Pouna vez, a Richard le había costado algprotegerlo. Pero las drogas nsolucionarían eso eternamente.

 —No te preocupes —dijo Richar—. Voy a ocuparme de eso. No volvera suceder.

Resultaba difícil no enfadarse por lntromisión de Ginnie. Richard le debí

demasiado del pasado como para perde

a paciencia con ella porque estuvierequivocada esta vez. Incluso Alec sabíque estaba equivocada. Los hombres quhabían hecho el trabajo de lord Hor

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debían ser hallados muertos a manos dDe Vier.

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Capítulo 19

La época del año era demasiademprana para celebrar una fiesta al airibre, pero nadie rechazaba un

nvitación de la duquesa dTremontaine. De hecho, todo aquello ermuy espontáneo y agradable, como saseguraban las damas, inclinándos

sobre sus mazos con forma de flamencpara dar un delicado golpecito a suerizos de madera: el tiempo er

nusitadamente cálido, la comida frescaa compañía encantadora. ¡Qué propi

de Diane ser tan caprichosament

original! Los caballeros, su

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acompañantes, estaban calladamentaburridos. Uno podía coquetear, pero napostar… No con las mujeres hermanas de otros, no era decente.

Lord Ferris se preguntó si su amantseguía invitando a Horn porque pensab

que eso lo entretendría. Por lo generaasí era; pero esta semana no se sentícon ánimos de dejarse entretener po

Horn. Su ecuánime solución a lrebelión de los tejedores había devuelta Ferris a la ciudad convertido en u

héroe para sus pares, y era importantque se paseara ahora entre ellos, visibl abierto a los halagos. El hombrecillo

sus problemas ya no tenían ningun

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mportancia. Pero Horn seguíarrimándose a Ferris, lanzando su bolhacia donde él estaba, aunque erpatentemente obvio que eso no favorecíen nada su juego.

Diane se cuidaba, como siempre, d

mostrar interés alguno en Ferris, aunquera la primera vez en semanas que veía su amante. También Ferris se mostrab

cauto. Recordaba la primera vez quhabía pasado tanto tiempo fuera de lciudad, casi al principio de s

asociación. A su vuelta había acudiddirectamente a casa de Diane, parnformarle de su misión, y para arrancaas sedas de su cuerpo, inflamado con e

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recuerdo de ella. Pero ahora tenía máexperiencia y se había vuelto más cauto

o había querido suscitar comentarioendo a verla de inmediato. Tenía un

cita para cenar más tarde; pero quizdespués de su fiesta tuvieran tiempo d

rse a la cama.El rutilar del sol en el agua, l

música animada, la risa chispeante y lo

radiantes colores de los guardarropas dprimavera liberados de los confines denvierno estaban produciéndole dolor d

cabeza a lord Ferris. El traje azul dHorn era uno de los principaleresponsables. Ahí estaba otra vez. Ferridio la espalda entusiásticamente a

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noble que se aproximaba y se sumergien el estanque de chismorreos mácercano.

 —Al parecer estamos perdiendgente a un ritmo alarmante este inviern—exponía ante un corro de hombres u

noble de facciones angulosas llamadGaleno—. A este paso la ciudad squedará vacía antes de que termin

oficialmente la estación, y no quedarabsolutamente nadie para votar en eConsejo de primavera.

 —¿Oh? —dijo lord Ferrisgnorando las gesticulacioneperiféricas de Horn—. ¿Quién faltahora?

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 —Primero se marcharon los Filisanantes de Año Nuevo a causa de lenfermedad —elaboró Galeno, sidesaprovechar la oportunidad ddesgranar su lista—; después Raymonuvo esa discusión con el padre de s

mujer; luego vino ese asunto coKarleigh y las espadas; y ahora la casdel joven Godwin está cerrada a cal

canto, sin una sola palabra dexplicación. Hace días que no lo vnadie.

Eso explicaba la turbación de Horn. —Espero que no le haya ocurridnada —dijo educadamente Ferris.

 —Oh, no; los criados dicen qu

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habían recibido órdenes de él epersona para cerrarlo todo. Pero nadisabe adónde ha ido, ni siquiera el joveBerowne, con el que generalmente spodía contar.

Algo debía de haber salido ma

Tanto peor para Asper. Pero erevidente que lord Michael había dejada ciudad, quizá incluso el país, y es

beneficiaba a los planes de Ferris. Dmproviso, pensó: ¿y si Godwin no s

había ido en absoluto, y si Diane estab

escondiéndolo en su casa? Pero descarta idea tan bruscamente como se le habíocurrido. La duquesa no querría tomarsesa molestia, ni correr ese riesgo. S

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nterés en el joven no podía extendersa hasta ese punto. Godwin había hech

caso a las advertencias, y eso era todcuanto hacía falta.

 —Karleigh —dijo alguien coagudeza—. ¿No lo visteis, lord Ferris

cuando visitasteis el sur? Shospitalidad siempre es buena, y debde morirse de aburrimiento allí. S

alegraría de tener un poco de compañíaaunque fuera de la oposición.

 —No, no lo vi. —Que lo creyeran

no, como prefirieran. Lo cierto era quno había ido. No veía la necesidad ddejar que Karleigh se sintiera important  había tenido prisa por regresar

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zanjar sus asuntos con De Vier. Le diría lord Halliday que Karleigh le habíparecido dócil. Poco importaba ahora lque le contara a Halliday—. Karleigh eagua pasada —dijo lord Ferris a supares—; locura de pleno invierno

adie con dos dedos de frente querrdesbancar a Creciente el mes que viene

 —Pero la norma…

 —Convocaremos una reunión demergencia y votaremos. Siempre haalguna emergencia en alguna parte. —

Risas apreciativas en referencia a loejedores. —Oh —dijo secamente el viej

Tielman—. De modo que ése es el plan

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¿no? ¿Una emergencia inesperada qununca termina de solucionarse?

La temperatura caynesperadamente alrededor del pequeñ

grupo. Tielman era de la generación dKarleigh; se había criado, quizá, con la

mismas historias de reyes malvados os derechos soberanos de la nobleza

Ferris sintió que la atención caía sobr

él, como un rayo de calor. Por lodo ecésped se volvían las cabezas hacia ecorro de hombres, aunque nadie supier

exactamente qué era lo que buscabaFerris no sentía el menor deseo denzarzarse en un duelo para defender Halliday; al mismo tiempo, no le

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vendría mal a los partidarios dCreciente verlo como una fuerzbenévola.

 —Milord —clavó su ojo bueno en eanciano—. Vuestras palabras no honraa nadie.

El Canciller del Dragón tenía peso poder. Tenía presencia. Tielmaretrocedió.

 —Confío —dijo con dignidad— qumilord no se sienta ofendido. Pero lque estamos discutiendo no es cosa d

risa. —¡En tal caso deberá serlo! —ntervino una voz de mujer. Era l

duquesa, que, tan atenta como siempre a

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sea por mujeres, o por cualquier otrcosa que merezca la pena…

Hablando todavía, cruzó la hierbcon Ferris. Quienes estaban más cercvieron cómo apoyaba la cabeza en él captaron retazos de su reprimenda:

 —De verdad, milord, sois igual quodos los demás…

Sin bajar la voz, dijo:

 —Ven, siéntate donde yo pueda vert  tú no puedas meterte en ningún lío,

háblame de tu viaje. Supongo que n

conseguirías comprar algo de lana a uprecio razonable…Ferris se dejó conducir hasta u

amplio asiento a la sombra de un tilo

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Con el despliegue de las faldas volantes de la duquesa apenas sí lquedaba sitio para sentarse a su ladopero echó hacia atrás con gesto experta caída de sus mangas y se colocó a

filo del asiento.

Era, lamentablemente, un blancnmóvil para lord Horn. Abandonar a s

anfitriona sería una grosería; así qu

cuando el rubio noble se les acercpaseando Ferris decidió deshacerse dél con la ayuda de Diane.

Para su desolación, la duquesa nmostraba inclinación alguna a asistirlen esta evasión.

 —¡Asper! Qué aspecto má

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espléndido. Deberías vestirte siemprde azul, es tu color; ¿no opinas lmismo, Tony?

 —Sin lugar a dudas. —Empezaba dolerle la cabeza de nuevo—. Aunqusiempre he pensado que  el verde l

presta cierto… aire travieso. —¿Sí? —se pavoneó Horn—. ¿Y e

a travesura algo a cultivar, milord?

Oh, Dios, gimió Ferris para suadentros. Desesperado, dejó que smirada se fijara en el juego de flamenco

 —¡Señora duquesa! No tenéicampeón. Permitid que defienda vuestrcausa.

Diane hizo un mohín co

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socarronería. —¿Flamenco, milord? ¿No es u

poco aburrido para vos?Ferris se encogió de hombros. —Es el juego elegido. Además, m

écnica es venenosa. La aprendí de mi

hermanas. Hasta con un solo ojoapuesto a que puedo llevar vuestra bolhasta la estaca antes que esos ratones d

campo. —Qué poco galante… para lo

ratones de campo. Me siento halagada

naturalmente. Pero me temo que npuedes coger mi bola, Tony, estagrietada. Tendrás que representar otra.

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 —Dejemos a parte el flamenco —dijo afablemente Horn—; ven a dar upaseo conmigo, querido.

 —¡Oh, sí, Tony! Puedes enseñarle Asper el jardín de las estatuas… Mparece que no ha visto mi contribución

a colección de mi difunto señor duqueaunque sé que vio los originales cuandvivía mi querido Charles. No pued

abandonar ahora a todo el mundo, claroasí que tendrás que ir tú solo. Esperque no te importe…

Derrotado e iracundo, Ferris hizuna reverencia. —Será el mayor de los placere

para mí.

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Lord Ferris mantuvo un silenciglacial mientras cruzaba los céspedecon el otro noble en dirección al jardíde las estatuas.

 —Qué mujer más maravillosa —dijo Horn, complaciente ahora que habí

cumplido su deseo. Lord Ferris nrespondió, y los dos hombres entraroen el sendero de grava bordeado d

setos vivos. Los arbustos comenzaban echar hojas, creando una pantalla verd gris entre ellos y la fiesta al otro lad

del jardín.La primera de las esculturas asomun dedo del pie a su línea de visiónPertenecía a una ninfa, que bañab

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nocentemente su pie en un presuntarroyo que discurría aproximadamental nivel de sus narices. En el pedestaque había tras ella acechaba un sátirsonriente, dispuesto a saltar, privado dsu deseo por una eternidad de mármol.

Pasaron junto a ella sin hacecomentarios. Los ligeros zapatos dsatén de Horn crujían rítmicament

sobre el camino de grava, adentrándosen el laberinto. El olor a savia y tierrmojada traspasaba las barreras de su

perfumes. Horn se detuvo bajo lsiguiente estatua. Era una pieza clásicque representaba a un dios ya extinto esu avatar como carnero que engendrab

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un futuro héroe en una sacerdotisa virgeque, según este escultor en particular, smostraba extasiada ante su buena suerteHorn la observó vagamente un momentocogió su bastón de marfil tallado empezó a tantear la juntura crucial co

gesto ausente, con el ritmo nervioso dquien tamborilea con las uñas.

 —No funcionó —dijo, al cabo.

 —Evidentemente —respondiFerris, sin molestarse en disimular saburrimiento.

 —Ese pequeño bastardo de Godwiha huido a alguna parte. Sabe Dios que diría antes a De Vier. ¡Seré u

hazmerreír!

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 —Harías bien en preguntárselo aespadachín. Podrías pagarle un extra.

Horn soltó una maldición. —¿Cómo diablos voy a preguntarl

nada? Bastante tuve con obligarle hacer su trabajo.

 —Bueno, todavía tienes a su amigo¿no? Envíale…

Los ojos claros de Hor

sobresalieron aún más. —¡Pues claro que no! ¡Lo solté! És

era el trato. No podía faltar a m

palabra. Además, era un malditncordio.Ferris bajó las manos y emprendi

a marcha.

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Cuando Horn le dio alcance sdetuvo.

 —Comprenderás —dijo— quahora De Vier va a intentar matarte.

Horn levantó la barbilla, un gestarrogante y en cierto modo atractivo

remanente de sus días de belleza. —No se atreverá. No por su cuenta

o sin un contrato.

 —De Vier no trabaja bajo contratoYa deberías saberlo.

 —¡Pero solté al otro!

 —Bueno, captúralo otra vez. —No puedo. Los hombres que usé…están muertos. Hace dos días. Me lo hdicho mi agente esta mañana.

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Ferris se rio. Como el de un ave, súnico ojo destelló fijándose en Horn.

 —¿Te imaginas quién ha podidmatarlos? Pobre De Vier, tan listoseguro que esperaba que a estas alturaa lo hubieras descubierto. No t

conoce; o eso, o su fe en la humanidaes considerable.

El semblante de lord Horn habí

adoptado el color del queso. Evidencide pronto su edad, arrugada consumida.

 —Esa mujer… Katherine… ¡dilque lo disuada! —No quiero que molestes

Katherine; ya has pasado demasiad

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iempo con ella. —No puedo dejar la ciudad…

Hablarían… —Quédate, entonces, y protégete. —No se atreverá —siseó Horn—

Si me toca, lo ahorcarán!

 —Sí, si lo atrapan —dijo Ferris, añadió razonablemente—: Está locoAsper; todos los grandes espadachine

o están. Es un trabajo endiablado. Perienen sus normas, igual que nosotroenemos las nuestras. Si no hubiera

decidido actuar al margen de ellasahora no tendrías estos problemas.Se giró dispuesto a marcharse

ansioso por regresar a la fiesta; per

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Horn le cogió la punta de la manga, y svio obligado a detenerse so pena ddesgarrar la tela.

 —¡Tú! —escupió Horn—Canciller del Dragón! Menudo eres tú

para hablarme de normas. ¿Quieres qu

es cuente a todos cómo alentaste esto?Estabas enterado de todo gracias

esa chica tuya… La enviaste a reunirs

conmigo, me dijo que no te importaría… —Si por todos te refieres a

Consejo… —Ferris intentó reprimir un

igera sonrisa—. Está bien, fudescuidado. —No lo había sido ni poasomo. Horn sólo sabía lo que a él lconvenía. Pero sería contraproducent

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ener a Horn completamente en scontra, por si acaso salía de ésta covida. Empezó a jugar con él, como ugato con el ratón—. Pero Asper, te ruegque recapacites. Denunciarme ante ellomplicaría exponer tu participación. N

serviría de nada echar a perder mcarrera a costa de tu reputación.

La expresión de Horn era aú

beligerante, aunque ligeramentdesconcertada. No había captado lronía, pero empezaba a asimilar part

de la lógica. —No es ningún crimen lanzar a uespadachín contra un cachorro…

 —Pero querrán saber por qué —dij

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amablemente Ferris—. Como tú hadicho, hablarán. Y sí que es un crimesecuestrar a alguien, aunque posupuesto cuando hayas explicado tumotivos…

Horn tragó saliva convulsivamente

con la cincha cuidadosamentdisimulada de su garganta moviéndoscontra la tela.

 —No puedo… —No, claro que no —lo apaciguó l

voz del orador. Una inesperada

provocativa imagen de la duquesacarició la mente de Ferris. Nunca habíquerido acostarse con un hombreaunque mucha gente decía que l

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excitación y el sentido del dominio eramayores. A Ferris le gustaban lamujeres, sobre todo las inteligentes. Coos hombres le gustaba el ejercicio d

manipularlos, no sólo a los estúpidocomo Horn, sino a los astutos com

Halliday, sintiendo cómo bajaban por lpendiente con él en un trineo de snvención, trazando las curvas a l

velocidad dictada por él… Era uplacer tan denso y complejo como haceel amor, con efectos mucho má

duraderos y gratificantes—. Adelante —dijo amablemente al ahora humilladnoble—. Aumenta tu guardia, contrata upar de espadachines…

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Horn se pasó una mano por la cara. —¿No creerás que va a interpone

una queja contra mí…? —Seríhumillante, pero más seguro.

 —¿Y dejar que la gente sepa lo que hiciste? No, no lo creo, Asper. Quier

hacerte sudar; por eso ha matado antes us hombres. Supongo que lo mejor qu

puedes hacer es mostrarte lo má

despreocupado posible. Tal veencontrar a alguien que lo desafíprimero. Es un tanto irregular, per

mejor que verte emboscado cualquienoche, ¿no te parece? —Llegaron a otrestatua, la del dios carnero gozando da eterna gratitud de su armero—. Ah —

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dijo Ferris con un despiadado sentiddel humor—; ésta es nueva. Es demismo escultor que la ninfa; el duque lencargó justo antes de su fallecimientoasí que el artista naturalmente tardó añoen terminarla…

Pero Horn apenas si le dedicó uvistazo. Retorciendo nerviosamente ebastón de marfil en su palma, parecí

estar mirando alrededor del jardín ebusca de una vía de escape; o quizviera espadachines apostados en lo

arbustos.Ferris lo dispensó, diciendo: —Adelante. Indaga un poco. A l

mejor sólo intenta asustarte.

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 —Mató a De Maris… —Y a Lynch. Será mejor qu

contrates a tres. Menos mal que te lpuedes permitir. ¡Buena suerte, querido

Cuando Horn se hubo perdido por esendero, Ferris maldijo y dio una patad

a la base de la estatua. Se sintiestúpido de inmediato, pero mejor¿Estaría Diane al corriente de esto? D

Vier estaba a punto de convertirse ealguien difícil de tratar. Si el espadachíba a matar a Halliday, debía hacerl

antes de asesinar a Horn y convertirsen un hombre buscado. A su pesarFerris decidió que lo mejor seríabandonar la fiesta cuanto antes, volve

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a casa y poner las cosas en marcha.

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Capítulo 20

—Tengo entendido —dijo Alec— quhas estado ejecutando unos cuantoasesinatos.

Habían pasado dos días de sencuentro con el Deleite. Ni Richard nél lo habían mencionado desde entoncesHoy hacía una tarde de primaver

nusitadamente cálida. En la Colina, lduquesa de Tremontaine celebraba unfiesta en su jardín.

 —Unos cuantos —dijo Richard. —Esos dos eran unos luchadore

pésimos, hasta yo me di cuenta. Está e

boca de todos.

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 —Debería estarlo. —Eres un héroe. Los niños t

pondrán ramos de flores en las manos u paso. Las ancianas se arrojarálorando en tus brazos. No te quede

quieto; las palomas pensarán que ere

una estatua conmemorativa y te cagaráencima.

 —Ginnie cree que me esto

buscando problemas.Alec se encogió de hombros. —Es sólo que no quiere que t

diviertas. No entiende el espíritu decombate. Cuando no quede nadie pomatar en la Ribera, tendrás quexpandirte.

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Richard quería acariciarle los durobordes de sus labios. Pero fuera de lcama no hacían eso. El espadachín dijo:

 —Siempre habrá alguien a quiematar en la Ribera. A propósito: estnoche salgo, en cuanto oscurezca.

 —¿Otra vez? ¿Vas a matar a alguien —Voy a la ciudad. —No será a ver a Ferris… —

nquirió Alec. —No; todavía no he tenido noticia

suyas. No te preocupes por eso. Ya m

eerás la carta cuando llegue. —¿Quién te leyó la última, la dnuestro amigo?

 —Ginnie.

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Alec siseó. —Ahora podrás ir adonde quiera

—dijo Richard—, nadie va a causartproblemas. ¿Dónde te encontraré estnoche?

 —Eso depende del tiempo que esté

fuera. En casa; donde Rosalie; quizdonde Martha si hay alguna partida…

 —Probaré en casa primero. No m

esperes en vela; te despertaré cuandlegue.

La mujer se retorció en la presa de

noble, obligándolo a hacerle daño anegarse éste a soltarle los brazos. Lhabía metido el pelo en la boca, y en loojos; pero había una finalidad en su

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contorsiones, como descubrió el hombrcuando el talón de ella le golpeó en edoblez de la rodilla y le hizo tropezacon la cama.

 —¡Pequeña marrullera! —gruñord Ferris, levantándola a medias po

os cabellos—. ¡No tienes nada quemer allá abajo!

 —¡Me lo prometiste! —chilló ella

un aullido derrotado pese a la ferocidade sus denuedos—. ¡Me dijiste que nendría que volver a bajar allí!

Ferris le dio la vuelta, de suerte qusus senos desnudos quedaron aplastadocontra la garganta de él.

 —No seas tonta, Katherine. ¿Qu

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iene de malo? Te compraré un vestidbonito, siento lo de éste… —La partsuperior de la prenda caía en jironesobre los muslos de la mujer—. Sólesta vez…

Katherine estaba llorando.

 —¿Por qué no puedes mandarle unnota?

 —Ya sabes por qué. Necesito

alguien de confianza, para que lencuentre hoy. —La aupó en su regazoacariciándole el cuello con la nariz—

Putita —dijo con afecto—; te voy mandar de vuelta a las cocinas… Te voa echar por ladrona…

 —Yo nunca…

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 —¡Shh! —Con suavidad, lord Ferribesó a su amante—. No me vengas ahorcon tu mal genio, Kathy. Limítate a haceo que te digo…

***

En el rincón más oscuro del local dRosalie aguardaba, con un chal po

encima de la cabeza, y un puñal desnudante ella encima de la mesa pardesalentar cualquier conversación

Había pasado por donde Marie, pero nhabía nadie en los aposentos de De VierEn las escaleras, su corazón habí

martilleado como un tambor en u

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espacio demasiado pequeño, en lerrible proximidad de la oscuridalimitada. Había escuchado al otro lad

de la puerta, intentando silenciar eestruendoso aliento y el pulso del pánicde su cuerpo. La Ribera era ahora u

sector de fantasmas para elladondequiera que mirase veía el pasadoSi abría su puerta podría ver la luz de

alba y el cadáver de una mujer en esuelo, con Richard de Vier mirándolperplejo, diciendo: «Me estab

gritando».Pero nadie respondió a su llamadaAliviada, desistió y fue a la tabernarecordando cómo ocultarse en un

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multitud. No quería llamar la atenciópreguntando si había estado allRichard. Había personas que lreconocerían si hablaba, o si sdescubría el cabello. El local dRosalie tenía el mismo olor a humeda

de siempre; era uno de sus primerorecuerdos, su madre trayéndola aquabajo, dándosela para que la sujetara

una anciana que le daba pastel si sportaba bien  y a veces le trenzaba epelo para que luciera bonito, mientras s

madre hablaba con sus amigas y discutícon los tratantes.Allí había conocido a Richard

cuando él no era más que un muchachit

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recién llegado del campo que habíbuscado la Ribera porque había oídque los alquileres estaban baratos. Lhabía gustado por su forma de reírsuave e íntima, ya por aquel entoncesLe vio librar sus primeros duelos

convertirse en una moda en la Colina, por fin empezar a salir con Jessamynuna mujer que siempre le había dado u

poco de miedo. Pero los tres se habíasentado a una de estas mesas, rienduntos una noche hasta que se le

saltaron las lágrimas; ahora ni siquierconseguía recordar por qué motivo.Oyó unas carcajadas resonantes a

otro lado de la taberna y levantó l

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cabeza. El concurrido foco de interéparecía casi una pelea, pero sólo uhombre se veía enfadado; todos lodemás se reían. Un hombre alto vestidde negro le impedía la vista. Un par dmujeres estaban galanteando con e

hombre alto, flirteando, coqueteando; el hombre enfadado estaba apartándosdel grupo con cara de asco, intentand

desoír sus burlas. Katherine cayó en lcuenta de quién debía de ser el alto.

 —Alec —dijo cuando estuvo l

bastante cerca de él como para qupudiera oírla. Él giró bruscamente sobros talones; Katherine dedujo que l

gente no solía llamarlo por su nombr

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—. Te invito a un trago. —¿Juegas? —preguntó él—. Ma

me ha dejado por imposible… Soy márápido pensando que él haciendrampas.

Katherine inspiró suavemente

Conocía esa voz.  No acertaba ubicarla, pero la había oído antes algunvez en la Colina. No lograb

maginárselo bien vestido, empero, coel pelo arreglado y los fruncidoplanchados. Y con su altura recordarí

haberse encontrado con él. A pesar dodo, conocía el tipo, de algún modoperezoso, altanero y seguro de sí mismoRichard dijo que había intentad

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suicidarse. Debía de estar loco. Npodía ser estúpido: eso no le gustaría Richard.

 —A los dados —respondió—, squieres.

Tuvieron que esperar a que dejara

ibre una mesa. —¿Quién te envía? —preguntó Alec —¿Qué quieres decir con quién m

envía? —Oh —dijo él tras un momento—

Buscas a Richard. ¿Traes un soborno?

 —No me hace falta. Ya ha hechnegocios con nosotros. —Oh. —La miró de arriba a abaj

—. Espero que tengas un arma. Est

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barrio es peligroso. —Lo sé.Iba más allá de la aristocracia, s

arrogancia. Ya no estaba segura dhaberlo oído antes. No recordaba nadie que hablara sin preocuparse de

efecto, sin cortesía ni ironía, como si supalabras cayeran en la oscuridad y nmportara quién las escuchara. No er

de extrañar que Richard lo quisiera. Ndaba ninguna seguridad.

Encontraron un asiento contra l

pared. —¿Eres tú la que le dio el rubí? —preguntó Alec.

 —Sí, el anillo.

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Alec puso la mano abierta encima da mesa. El regalo rutilaba allí, en s

dedo. —¿Aceptas cosas de él —pregunt

con voz seca Katherine—, o es que lgusta decorarte?

 —Muy bueno —dijo Alec coánguido humorismo—. Le gust

decorarme. ¿Quién eres tú, de todo

modos? —Me llamo Katherine Bloun

Trabajo en la Colina.

 —¿Para lord Ferris? Nerviosa, Katherine miró en rededopor si había alguien escuchando, antede pasar por alto la pregunta.

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 —¿Dónde la llevas, cosida a laenaguas? —inquirió educadamente Ale—. Sería interesante ver cómo la sacas.

Pese a su enfado, Katherine se rio. —Dime dónde puedo encontrarlo

e dejaré mirar.

Una expresión de disgusto le cruzel semblante. No era de extrañar que as prostitutas les gustara provocarlo

Era un rostro asombroso, demasiadanguloso para considerarse apuestopero bello a su manera, afilado

delicado como las cañas de una pluma.Alec rebuscó en su bolsa y sacó unapocas monedas de plata que se pasó duna mano a otra.

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 —¿Conoces a Tremontaine?Quería sobornarla para sonsacarl

nformación. Se mantuvo impasible. Nba a rechazar su dinero; no enseguida

al menos. —¿Te refieres a la duquesa?

 —Tremontaine. —Es una dama. —¡Dios, no puedes ser tan estúpida

—exclamó irritadamente Alec.Él tenía el dinero; ella contuvo s

mal genio. No era culpa suya si no sabí

de lo que hablaba. Se imaginó que Richard le gustaba así. —¿Qué quieres saber? —¿Qué tiene que ver Tremontain

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con todo esto?Katherine se encogió de hombros. —No sabría decirte. —¿No te dio ella el anillo? —No, señor.Alec ni siquiera reparó en e

repentino servilismo. —Entonces, ¿quién? —Mi amo, señor.

Alec dejó caer una moneda en lmesa.

 —¿De dónde diablos lo sacó él?

 —No se lo pregunté —respondibruscamente Katherine, prescindiendde su recato—. Si es de ella, ella se ldaría.

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Cayó otra moneda. —¿Es eso probable? —Muy probable.Alec desperdigó el resto de la

monedas frente a ella y apretó un puñen su palma; pero no antes de qu

Katherine viera cómo le temblaban lamanos. Su voz, sin embargo, se manteníndiferente:

 —Ahora dame una oportunidad drecuperar el dinero.

 —¿A menos que sea más rápid

haciendo trampas que tú pensando? Nsabes hacer trampas, ¿verdad, Alec? —No me hace falta. —¿Dónde puedo encontrar

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Richard? —En ninguna parte. No puedes. N

quiere el trabajo. —¿Por qué no quieres que l

acepte?Él la miró desde arriba.

 —¿Qué te hace pensar que tengalgo en contra?

Ahí estaba de nuevo, la evasiv

envuelta en rudeza. Katherine apoyó lbarbilla en las manos y lo miró a lcara, altanera y obstinada.

 —Sabes, me ha hablado de ti —dijomprimiendo a su voz cuanto sabía dambos—. No va a matarte, no cifres eeso tus esperanzas. Ya lo probó una ve

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 —Éste no es tu sitio. Richard lsabe. No puedes fingir eternamente.

 —Éste es tu sitio —respondió éfríamente, con verdadero placer en svoz porque por fin había conseguidherirla—. Quédate con nosotros. N

vuelvas a la Colina. Allí no dejan que tdiviertas.

Katherine lo miró y vio en el rostr

desdeñoso cuan desesperadamentquería que lo agredieran. Y se enderezócogió su capa.

 —Estaré en la Campana Viejmañana por la noche con el adelantoDíselo.

Alec se quedó sentado donde estaba

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viéndola partir. Luego, puesto que lhabía dado todo el dinero que lquedaba, se fue a casa.

***

Katherine pensó en echar un vistazen otro par de refugios. Las calleestaban tremendamente oscuras fuera de

círculo de luz de la antorcha quseñalaba la puerta de la taberna. Shabía desacostumbrado a no poder ve

de noche, a no saber con qué tropezarísu mano a continuación, qué sonidosaldrían dando tumbos del silenci

hueco. Su propio temor la asustaba. L

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gente podía darse cuenta de lo bien quo dominabas por tu forma de caminar

Aquí nadie intentaba iluminar lozaguanes de las casas, no había Guardique se paseara por el fango y loadoquines en su ruta habitual. Se qued

fuera del local de Rosalie en el círculde luz. Richard podría estar en cualquieparte. No iba a rastrear toda la Riber

en su búsqueda, había hecho cuantpodía. Que ella supiera, podría estancluso en la Colina. Había entregado e

mensaje en su lugar de costumbre, y esera todo.Un niño pasó junto a ella, portand

un manojo de antorchas. Aquí sólo lo

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niños y los tullidos ejercían dantorcheros; ningún hombre fuerte queríganarse la vida velando por quienes nsabían cuidar de sí mismos.

 —¿La alumbro, señora? —Sí. Hasta el Puente.

 —Eso es más caro, por cruzarlo. —Lo sé. Deprisa —dijo Katherine

 se envolvió en su capa como si fuer

una manta.

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Capítulo 21

Era la segunda noche que Richarvigilaba la casa de Horn y ya estabobteniendo resultados. Los guardia

parecían concentrarse en la parte ddelante: al parecer Horn esperaba udesafío formal, y quería asegurarse dno tener que responder a él en persona.

Richard estaba de pie frente al murdel jardín posterior, entre las ramadeshojadas de un viejo arbusto de lila

Jamás comprendería por qué estapersonas dejaban semejantes camuflajean cerca de las entradas de sus hogares

cuando la razón de ser de un muro er

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mpedir el paso a la gente. Apostadhacia la mitad de la tapia, entre earbusto y el muro, había podido vecuánto necesitaba de la parte trasera deedificio. Cuando oyó acercarse aguardia que patrullaba ocasionalment

el jardín posterior, se había dejado caeal suelo. Ahora escuchaba los pasos eretirada que doblaban la esquina má

alejada de la casa. Esperó en loscuridad, a la escucha, durante uminuto, dos, llevando la cuenta de

iempo con su respiración pargarantizar que no lo traicionaba lexcitación al actuar demasiado prontoUn carruaje pasó traqueteando por l

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calle, con las antorchas de sus jinetes descolta proyectando una franja dsombra sobre la pared, con él enredadentre las ramas de la lila.

La parte trasera de la casa estaba esilencio. Sabía que Horn estaba en cas

esa noche, y a solas, sin huéspedesEstaba casi seguro de dónde podríencontrarlo ahora: la pauta de luce

encendidas tras las ventanas habíndicado pasillos y habitacione

ocupadas. Richard se quitó la pesad

capa, que era adecuada para esperar a lntemperie pero no para trepar a loárboles; la envolvió alrededor de lespada de duelo ligera que portaba —s

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El aire era muy frío; sin su capa lsentía, a pesar incluso de la cantidad dropa que llevaba encima. Oyó el paso da Guardia al otro lado de la tapia

haciendo el estrépito habitual. Sintió qusus labios helados se curvaban en un

sonrisa. Había casi media hectárea derreno entre la casa y él, profusament

decorado con arbustos recortados co

formas de animales. Guiándose por luz tenue y firme de las estrellas avanz

entre las frondosas esculturas

deteniéndose para cobijarse bajo un tejcon forma de castillo, soslayando eexterior del laberinto de boj cuyosenderos podían atisbarse entre lo

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huecos del seto.Por fin se irguió la casa ante él; ta

sólo otra pared que escalar antes dlegar a la ventana del primer piso qu

era su objetivo: una ventana alta, con uoportuno balcón de hierro forjado qu

debería ser capaz de sostener el peso dun hombre. Una inmensa espaldera drosas trepaba hasta él. Preciosa, si

duda, en verano.Se cinchó la espada pegada a

cuerpo y se sujetó la capa al cuello co

un alfiler, comprimiéndola en unpesada pelota a su espalda. El roce das ramas secas, el rascar de su

punteras contra la piedra, atronaba e

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sus oídos; pero su mundo se habíreducido a un punto diminuto dondcualquier sonido y movimiento, podiscretos que fueran, resultabacolosales.

El ascenso le hizo entrar en calor

ntentó subir deprisa, puesto que eexceso de deliberación podría dejarlexpuesto como una mosca pegada a l

pared si alguien miraba hacia arribapero el fuerte tallo del rosal quedaboscurecido por un entramado d

zarcillos y ramas, y tenía que avanzar ientas. Encontró asideros para los pieen las junturas de los bloques de piedr pudo descansar la mano contra lo alt

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de la cornisa de la ventana de la plantbaja. Su aliento se elevaba ante su rostren penachos de vapor. Los guantes dcuero le protegían las manos, pero dvez en cuando sentía la punzada de unespina robusta y la sangre cálida qu

corría por dentro de ellos.Por fin su mano se cerró en torno

a metálica parte inferior del balcón

Tiró con fuerza. Estaba firmementatornillado a la piedra, así que sencaramó hasta alcanzar el alféizar.

Richard se quedó acuclillado en ebalcón, descansando, respirandsuavemente. Sacó de su chaqueta la hojde un cuchillo viejo y un trozo d

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alambre doblado y destrabó el pestillouego entró en la casa, cerrando l

ventana a su paso.Había esperado que la ventana dier

a un pasillo, pero a juzgar por el soniddebía de estar en una cámara pequeña

Apartó un borde de la cortina para dejaque entrara un poco del fulgor plateadde la noche. Sorteó los mueble

anteando con cuidado. La alfombra eran espesa y blanda como la piel de u

animal.

Un repentino movimiento fugavislumbrado por el rabillo del ojo ldejó helado. Al otro de la habitaciófrente a la ventana, una franja negr

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había surcado velozmente la superficigris. Ahora estaba inmóvil. La observfijamente a través de la oscuridad decuarto, miró de soslayo para volver percibirla. Cobró la forma de upequeño cuadrado de luz; otra ventana

al vez vigilada. Levantó un brazo sihacer ruido para protegerse los ojos volvió a recorrerla una estocada d

negro.Era un espejo. No estab

acostumbrado a ellos. Alec siempr

estaba quejándose de que su disco dacero bruñido, del tamaño de una manono era lo bastante grande para afeitarseRichard pensaba que podría permitirs

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un espejo del tamaño de una ventanapero no le gustaba la idea de colgarlo esu pared.

Le alegró descubrir que la puerta dedormitorio no estaba cerrada por fueraEl pasillo estaba iluminado por velas

un bosque de ellas en la oscuridad. Sagazapó detrás de la puerta para que suojos tuvieran tiempo de acostumbrarse

a luz. Luego siguió el pasillo hasta lhabitación que había escogido comobjetivo.

Lord Horn estaba sentado en unsilla pesada, leyendo en un círculo duz. No oyó abrirse la puerta, per

cuando crujió una tabla del suelo espetó

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 —Te dije que llamaras primerocondenado estúpido. —El noble snclinó sobre un lado de la silla par

mirar al intruso—. ¿Y por qué haabandonado tu puesto en las escaleras?

De Vier desenvainó su espada.

Horn se sobresaltó con unconvulsión, como si acabara de caerlun rayo encima. Derribó la silla

boqueó con un grito congelado. —No te servirá de nada llamar a tu

guardias —mintió Richard—, ya me h

encargado de ellos.Era la primera vez que estaba frenta frente con aquel hombre. Horn era máoven de lo que esperaba, aunque ahor

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a conmoción le envejecía el rostro. Nhabía nada admirable en él: lo habíestropeado todo y por fin se dabcuenta; había abusado de su poder ahora iba a pagar por ello. Estaba muclaro que sabía lo que estab

ocurriendo. Richard se alegró; no lgustaban los discursos.

 —Por favor… —dijo Horn.

 —¿Por favor qué? —inquirifríamente Richard—. ¿Por favor, nvolveré a inmiscuirme en tus asuntos

Ya lo has hecho. —Dinero… —jadeó el noble. —No soy un ladrón —dijo Richar

—. Se lo dejo todo a tus herederos.

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Lord Horn se acercó temblando a sescritorio y cogió un pájaro de cristaSu mano se envolvió a su alrededor eun ademán protector, acariciando coanhelo el suave cristal.

 —Te gustan los desafíos —murmuró

casi seductoramente. —Ya tengo uno —respondi

suavemente Richard—. Quiero ve

cuánto tiempo consigo prolongar esto.Primero lo silenció y luego extrajo

muy despacio, la vida de las cuatr

puntas de su cuerpo, con cuidado de ndejarlo irreconocible. Richard no dijnada en ningún momento, aunque loojos enloquecidos del hombre l

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suplicaron que lo hiciera mientrapudieron.

Lo había planeado minuciosamente se atuvo a su idea original, sólo que, afinal, no descargó su característicgolpe sobre el corazón. No er

necesario: la precisión atestiguaría srabajo, y no quería que pareciera qu

había mutilado un cuerpo ya muerto.

Abrió la ventana del estudio y salide nuevo cruzando el jardín. Ningúespadachín podía permitir que l

chantajearan.

***

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Alec estaba dormido, ocupando toda cama tendido en diagonal como era s

costumbre, con un brazo estirado y lodedos relajados y curvados sobre spalma vacía. La marca que le habíadejado los grilletes en las muñecas er

una franja oscura a la pálida luz.Richard tenía intención de ir

asearse antes de nada; pero Alec s

sacudió y dijo con voz adormilada: —¿Qué pasa? —He vuelto.

Alec se dio la vuelta para mirarloLas oquedades bajo sus pómulos sensaron.

 —Has matado a alguien —dijo—

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Deberías haberme avisado. —Antes tenía que asegurarme de qu

estuviera en casa.Los largos brazos blancos de Ale

se tendieron hacia él. —Cuéntamelo.

Richard se dejó caer en la camapermitiendo que la alta figura lacogiera entre sus brazos. No estab

cansado en absoluto. —Hueles raro —dijo Alec—

¿Sangre?

 —Seguramente.La lengua de Alec le tocó la orejacomo un gato cazador probando el sabode su presa.

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 —¿A quién has ido a matar esta vez —A lord Horn. No sabía cómo iba a tomársel

Alec. Se sorprendió al sentir cómo sarqueaba bruscamente el cuerpo de Alecontra el suyo, cómo su aliento escapab

en un intenso suspiro brutal. —Entonces, nadie lo sabe —dij

pensativamente con su encantador acent

—. Cuéntamelo. ¿Chilló? —El pulsatía con fuerza en la oquedad de s

garganta.

 —Quiso hacerlo, pero no podía. —Ahhh. —Alec tiró de la cabezdel espadachín hacia él hasta que lboca de Richard estuvo pegada a s

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oreja. Su cabello era cálido sobre erostro de Richard.

 —Suplicó —dijo Richard, pocomplacerlo—. Me ofreció dinero.

Alec se rio. —Me pegó —dijo Alec—; y tú l

has matado. —Antes le hice sufrir. —Alec lade

a cabeza hacia atrás. Los tendones de s

cuello sobresalían como las nervadurade una bóveda—. Le quité las manosuego los brazos, y las rodillas… —E

aliento siseó entre los dientes de Ale—. No volverá a tocarte. —Le hiciste sufrir…Richard besó los labio

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entreabiertos. Los brazos de Alec lsujetaban como hierro flexible.

 —Cuéntamelo —susurró Alec, coa boca rozándole la cara—. Cuéntamelodo.

***

Durmieron juntos hasta pasado e

mediodía. Luego Alec se vistió y bajó pedir algo de pan prestado a Marie. Euna mano llevaba un montón de ropa

ensangrentadas. Era un día soleado, casan caluroso como la víspera. L

encontró en el patio, con las falda

arremangadas, empezada ya la colada,

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e tendió las prendas. —Éstas quémalas —dijo su casera. —¿Te has vuelto loca? —pregunt

Alec—. Echarán un olor apestoso. —Allá tú. —Marie no hizo el meno

ademán de coger la ropa.

 —Tienes un aspecto horrible —dijalegremente Alec—. ¿Qué pasa, alguiee ha tenido despierta toda la noche?

Marie empezó a sonreír, desistió. —Esta mañana. Debías de esta

muerto para no oír el escándalo. Intent

apaciguarlos, impedir que subieran… —Deberías elegir tus amistades comás cuidado. ¿Qué hay para desayunar—Husmeó la perola de colad

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hirviendo. —Ni se te ocurra meter ahí tus cosa

—dijo ella automáticamente—; essangre no saldrá nunca con agucaliente.

 —Lo sé, lo sé.

 —Lo sabes… —refunfuñó Marie. Lgustaba Alec; le tomaba el pelo y lhacía reír. Pero eso ahora no servía d

nada—. ¿Sabes lo que ha hechoentonces?

Alec se encogió de hombros: ¿

qué? —Tiene toda la ropa empapada dsangre. No te preocupes, te pagaremopor ello.

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 —¿Con qué? —dijamenazadoramente ella—. ¿Vas delatarlo para cobrar la recompensa quofrecen por él?

Por un momento el alargadsemblante permaneció inmóvil. Lueg

alzó la barbilla, enarcó audazmente lacejas.

 —¿Han puesto precio a su cabeza

¿Cuánto? —No lo sé. Dicen que quizá l

hagan.

 —¿Cómo saben que no tenía uencargo?Marie se mostró resentida. —Aquí abajo lo saben. Allí arrib

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quizá tarden un poco más en descubrirloPero eso no fue ningún duelo. Dicen quese noble estaba marcado como la tarjde un tendero, y no con un cuchillprecisamente.

 —¡Oh, venga! —suspiró con fastidi

Alec—. Supongo que ahora tendremoque ausentarnos de la ciudad hasta qupase la tormenta. Lástima: el campo e

un aburrimiento pero ¿qué se le va hacer? Criaremos abejas, o algo.

 —Supongo… —Marie parecí

dubitativa, pero animada—. Al fin y acabo, todo el mundo se marcha cuandas cosas se ponen feas. Él tambié

puede. Os guardaré las habitaciones, n

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os preocupéis.Hacía tiempo que Richard habí

dejado de discutir con Alec por el usde su puñal de la mano izquierda parcortar el pan. Alec afirmaba que era eúnico cuchillo que tenían que cortaba la

rebanadas lo bastante finas como parostarlas, y no había más que hablar.

 —Ojalá me hubieras dicho —dij

Alec, rebanando la hogaza de Marie—que íbamos a irnos de la ciudadHubiera hecho arreglar los tacones d

mis botas. —Si vas a tostar queso, ten cuidadcon la punta de esa cosa.

 —No es tu mejor cuchillo, ¿qué má

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e da? No has contestado a mi pregunta. —No sabía que me hubieras hech

ninguna.Alec cogió aliento con paciencia. —Querido, ya están reuniéndose co

banderines para despedirte, y tú n

siquiera has recogido tus cosas. —No me voy a ninguna parte.Alec jugueteó con el cuchillo sobr

el fuego y soltó una maldición cuando squemó.

 —Ya veo. Han encontrado a Horn

sabes. —¿Sí? Bien. Pásame el queso. —Está podrido. Sabe como el cuer

de los zapatos. El queso es mucho má

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fresco en el campo. —No quiero irme. Tengo otr

encargo pendiente. —Podrías convertirte en salteado

de caminos. Sería divertido. —No lo es. Te pasas el día tendid

en la hierba y te mojas. —Han encontrado a Horn —prob

Alec de nuevo—, y no están nad

contentos.Richard sonrió. —No esperaba que lo estuvieran

Tendré que quedarme aquí unemporada. —¿En casa? —En la Ribera. No se fían de est

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barrio, así que no van a arriesgarse mandar la Guardia, y de los espíapuedo ocuparme yo solo. —No erpropio de Alec preocuparse por sseguridad. Hacía que Richard se sintiercálido y satisfecho. Hoy iba

acurrucarse al sol y dejar que spreocuparan los demás si queríanDespués de la noche anterior se sentía

salvo, mejor de lo que se había sentiden días. El teatro, el secuestro de Alecas desagradables notas, el extrañ

oven de la nobleza y la muerte demaestro de esgrima, todo se habídesvanecido en un pasado resuelto zanjado. Nadie volvería a probar l

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argucia de Horn ni intentar imponerle svoluntad; y ningún ribereño questuviera al corriente tocaría ahora Alec. Y por lo que decía Marie, todoestaban al corriente. Richard colocprecisamente el número exacto de trozo

de queso en su pan y lo dejó encima da chimenea, lo bastante cerca del fueg

para que se fundiera sin ennegrecerse.

Con las largas sombras de finales da tarde dieron un paseo hasta el loca

de Rosalie para comprar comida

bebida. Había unas niñas jugando a lcomba en el patio delantero de la viejcasa. Iban vestidas con el acostumbradesplendor brillante y ecléctico de l

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 Darles patadas para que esténcalladitos;

¡qué no se te olvide, hermanito!¿Cuántos habéis conseguido?Uno… dos… tres… cuatro…

Una de las niñas que manejaba lcomba perdió el ritmo. La saltadorropezó con la cuerda y se cayó.

 —¡Sylvie, qué tonta! —Pero Sylvino le hizo caso.

 —¡Hola, cielo! —llamó a Richard

gual que su abuela, Rosalie. —Hola, Sylvie. —¿Tienes algún caramelo?

 —Ni uno, mocosa.

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La niña pateó el suelo. —¡No me llames mocosa! Eso e

para los bebés. —Perdona, chica. —Intentó pasa

unto a ella, pero la niña se interpusentre él y las escaleras.

 —Dice la abuela que no puedeentrar.

 —¿Por qué no?

 —Hay gente buscándote. Llevaodo el día.

 —¿Están ahora ahí dentro?

La pequeña asintió. —Y tanto que sí. —¿Armados? —Supongo. ¿Vas a matarlos?

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 —Seguramente. No te preocupes, ldiré a tu abuela que me avisaste.

 —No. —Alec le agarró la manga—o lo hagas. Por el amor de Dios

Richard, vamos a casa. —Alec… —No podía discutir ah

fuera. Richard indicó a las niñas con ucabeceo—. ¿Quieres darles un poco dbronce?

Alec metió la mano en su bolsa sacó algunas monedas, que entregcautelosamente a Sylvie, como s

pensara que la niña podía morderlo. —¡Gracias, Richard! ¡Gracias, ohmi príncipe!

Un murmullo de risitas cubrió s

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retirada, mezclado con gritos de: —¡Sylvie, qué tonta! ¡Cómo ha

podido hacer eso! —¿A qué —dijo Alec— venía tod

eso?Richard se encogió de hombros.

 —Se habrán inventado algunhistoria sobre ti, probablementeSiempre lo hacen.

 —Bichejos. Me pregunto a cuál dellas se le ocurrió esa letra.

 —Todas las niñas la cantan —dij

Richard, sorprendido—. Lo hacíadonde me crie. —Hmf. No creo que mi hermana l

cantara. Aunque, claro está, madre n

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aprobaba la poesía.Era posiblemente la primera vez qu

mencionaba a su familia. Estaba tensoel asunto en el local de Rosalie lo habímpresionado. Por supuesto, pens

Richard: Alec no estaba acostumbrado

que lo persiguieran. Y no había forma dranquilizarlo: se podría convertir e

algo muy feo, si lo dejaban. Imponí

restricciones a las que Alec no estabacostumbrado. De hecho, probablementAlec tenía razón al insistir en evitar e

ocal de Rosalie tras el aviso. No tenísentido buscar problemas. Pero Richard no le gustaba tener quaguantarlo. A Alec, menos paciente qu

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el espadachín, las nuevas restriccioneban a gustarle todavía menos.

Pararon en el local de Martha paromar una cerveza. A menos que lonformadores estuvieran haciendo hora

extras, nadie lo buscaría allí todavía

Cuando entraron se produjo unexplosión de movimiento que termincon grupos fuertemente cerrado

haciendo todo lo posible por ignorarlosDe Vier no se sintió particularmentmolesto; resultaba casi un grato respir

del alboroto que provocaba siempre a spaso. Los dos hombres bebieron depris se marcharon.

 —Mejorará al caer la noche —l

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dijo Richard, camino de casa—. Todo emundo está más tranquilo entonces, sven menos desconocidos.

 —Eso es vida para ti —dijo Alec—salir sólo de noche, como umurciélago.

Richard lo miró con curiosidad. —No creo que lleguemos a eso.El rápido golpeteo de unos pasos

sus espaldas puso fin a la discusión. —Escóndete —dijo Richard, co

una mano en la espada—. En ese portal.

Por una vez, Alec hizo lo que ldecía. Anochecía ya bajo los ceñudoaleros de las casas apiñadas. Sperseguidor dobló la esquina demasiad

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deprisa como para tener la menoposibilidad de plantar cara aespadachín que lo esperaba preparado.

La pequeña figura blanca resbaló adetenerse.

 —¡Santa Lucía! —juró Willi

Dedosligeros—. Maese De Vier, por eamor de Dios, aparta eso y métete en esportal.

 —Ahí está Alec. —Está bien —interpuso el zaguá

—, pasaremos un momento agradable

¿Qué diablos te ha entrado, Willie —nquirió Alec, saliendo de su refugio—para ir corriendo por ahí como uarmiño detrás de un conejo?

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 —Lo siento —jadeó Willie. Lendicó que se hicieran a un lado; lo quenía que decir no era adecuado para l

mitad de la calle—. No vayáis por ahíHan cortado la calleja de Max el Ciegoestán vigilando el Cruce del Delfín.

 —¿Cuántos? —Tres. Matones de la ciudad, co

espadas, que buscan la recompensa.

 —¿Hay una recompensa? —Por ti todavía no. Sólo lo d

siempre; para que se detenga a lo

sospechosos. Pero estos muchachopiensan que eres tú… Puede que seaamigos de esos dos que mataste lsemana pasada.

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Richard suspiró con cansancio. —Será mejor que los elimine. —¡No, espera! —exclamó Willie—

o lo hagas. —¿Por qué no? —Ya me han pagado. Supuse qu

sería fácil darles esquinazo. Pero sescapa alguno, estaré en un aprieto…

De Vier suspiró, pasándose un

mano por el pelo. —Willie… está bien. Sólo porqu

eres tú. Me mantendré alejado del Cruc

del Delfín.Alec le pagó sin necesidad de que so recordara.

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***

La casa parecía tranquila. Sevantaba en un callejón sin saliddonde nadie en su sano juicio querríenfrentarse a De Vier. No obstantesubió el primero las escaleras, buscandndicios de intrusos temerarios. N

había nadie, ni siquiera un vecino.

 —Dios —resopló Alec, dejándoscaer en su viejo diván—. ¿Ndeberíamos mirar bajo las camas?

Richard respondió a la verdaderpregunta.

 —No creo que vengan aquí. Aunqu

encuentren a alguien que les muestre e

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camino, a nadie le gusta atacar a uespadachín en su terreno.

 —Entiendo. —Alec se quedsentado pensativamente, dando vueltas os anillos de sus dedos. Transcurrid

un momento se levantó y encontró e

ratado de Naturaleza con las cubiertade cuero burdeos y la mitad de lapáginas arrancadas. Lo hojeó mientra

Richard practicaba unos estiramientos empezaba a entrenarse. El gato gris vin  se sentó en el regazo de Alec

ntentando interponer la cabeza entre suojos y la página. Él le rascó la barbilla  al final cerró el libro de golpe corritación y volvió a dejarlo encima d

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a repisa de la chimenea, cambiándolpor su gastado texto de filosofía. Acabo dejó de pretender que leía observó al espadachín ejercitandconstantemente su cuerpo con una seride paradas, extensiones y retrocesos ta

rápidos e intrincados que la vista dAlec no podía distinguirlos elementopor separado. Tan sólo podía percibir s

perfección, un baile compuesto dmovimientos letales que no tenían popropósito entretener.

Por un momento Alec parecidormitar, como el gato que tenía en sregazo, observando al espadachín coos ojos entrecerrados. Sólo su mano s

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movía, recorriendo lánguidamente eomo del gato, hundiéndose en eustroso pelaje para tantear la cordiller

de sus huesos. El gato ronroneaba; Alee puso los dedos en la garganta y lo

dejó allí.

El frenesí de los movimientos dRichard se había reducido a un ritmdeliberado. Era el juego preferido de

gato, pero los dedos de Alec lo teníademasiado sedado como para mostranterés. El cuerpo de Richard obedecía

sus tortuosas demandas, y Aleobservaba. —Sabes —dijo en tono familia

Alec—, les encantaría que te ocurrier

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 —Bueno, soy espadachín. —Sencogió de hombros, gesto nada fáciocando el suelo con la cabeza—. S

sigo activo, no duraré mucho más allá dos treinta. Algún día aparecerá alguie

mejor.

 —No te importa. —Alec seguípintorescamente retrepado, exhibiendsus largas extremidades; pero la rigide

de sus manos crispadas sobre ldesgastada tapicería lo delataba.

 —No pasa nada —dijo Richard—

así son las cosas. —Entonces —articuló con cristalinclaridad Alec—, ¿para qué diablopracticas tanto?

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Richard recogió su espada. —Porque quiero ser bueno. —L

evantó por encima de la cabeza y ataca pared como haría con un oponente qu

hubiera descubierto su guardia frontal. —¿Para poder darles una buen

pelea antes de que te maten?Richard giró y volvió a atacar desd

arriba, con la muñeca arqueada como u

halcón cayendo en picado. —Mmmh. —Para —dijo con voz muy qued

Alec—. Déjalo. —Ahora no, Alec, estoy… —¡Te he dicho que pares! —Alec s

rguió cuan alto era, imponente

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a atrapó, sujetando la muñeca demuchacho, que era mucho más frágil qua suya. Alec la torció hacia el lad

equivocado, consiguiendo que Richare hiciera daño—. No valgo com

desafío —siseó entre dientes—, es eso

¿verdad? Te haría quedar mal. Ndisfrutarías.

 —Basta —dijo Richard—, ya est

bien. —Sabía que estaba sujetanddemasiado fuerte a Alec; tenía miedo dsoltarlo.

 —No, no basta —decía el hombren sus manos—. Está bien para ti…siempre está bien para ti, pero no parmí. Habla conmigo, Richard… Si t

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asusta emplear las manos, entoncehabla conmigo.

 —No puedo —dijo Richard—. Ncomo tú lo haces. Alec, por favor…sabes que no quiero hacer esto. Déjalo.

 —«Por favor» —dijo Alec

uchando todavía con su brazo como sestuviera listo para empezar a golpearlde nuevo—, eso es nuevo viniendo de ti

Me parece que me gusta. Dilo otra vez.Las manos de Richard se abrieron d

pronto; se apartó bruscamente del otr

hombre. —A ver —gritó—, ¿qué quieres dmí?

Alec esbozó su salvaje sonrisa.

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 —Estás molesto —dijo.Richard podía sentir cómo temblaba

Lágrimas de rabia ardían aún en suojos, pero por lo menos podía ver dnuevo, la habitación estaba perdiendo sinte rojo.

 —Sí —consiguió decir. —Ven aquí —dijo Alec. Su voz er

arga y fría, como pendientes de niev

—. Ven conmigo.Cruzó el cuarto. Alec levantó l

barbilla y lo besó.

 —Estás llorando, Richard —dijAlec—. Estás llorando.Las lágrimas quemaban en sus ojo

como el ácido. Hacían que sintiera e

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rostro en carne viva. Alec lo bajó asuelo. Al principio fue brusco, y luegamable.

***

Al final, era Alec el que no podílorar.

 —Quiero hacerlo —dijo

acurrucado en el pecho de Richardclavándole los dedos como si estuvierresbalando por una pared de roca—

Quiero hacerlo, pero no puedo. —En realidad no quieres —dij

Richard, rodeando con la mano l

cabeza de Alec—. Hace que moquees

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Hace que se te enrojezcan los ojos.Alec soltó una risa estrangulada y l

abrazó con más fuerza. Probó a sorbepor la nariz y jadeó con una convulsiórepentina de alguna emoción: tristezaquizá frustración.

 —No sirve de nada. No puedo. —No importa —dijo Richard

acariciándolo—. Ya aprenderás.

 —Si llego a saber que eras taexperto te habría pedido que menseñaras hace tiempo.

 —Me ofrecí para enseñarte esgrimaMe parecía más útil. —A mí no —dijo automáticament

Alec—. ¿Sabías además que ahor

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estabas hablando? Sonaba como sestuvieras recitando poesía.

Richard sonrió. —No me he dado cuenta. Es posible —No sabía que conocieras ningun

poesía.

Richard sabía que tendría que estaenfadado. Alec acababa de poner smundo patas arriba: había perdido lo

estribos, había perdido el control, shabía comportado como no sabía qupudiera comportarse. Pero Alec lo habí

sostenido en su caída, había disfrutadcon ella. Y ahora se sentíestupendamente, mientras no pensardemasiado en ello. No había necesida

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de pensar. No quería volver a moversamás; no quería que la cabeza de Ale

se apartara del hueco de su hombro, nque se disolviera el calor de sus piernaentrelazadas.

 —Conozco algunos poemas —

respondió—. Mi madre solírecitármelos. Cosas viejas, en smayoría. Algo acerca del viento, y sobr

el rostro de alguien.

Con el tiempo empezó a

rejuvenecer. Le fueron arrancados los años

del rostro

como hojas barridas por el 

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viento… Al final, consiguió que las

demás parecieran imposibles.

 —Ése es uno muy viejo —explic—, sobre un hombre que fue raptado poa Reina de las Hadas.

 —No lo había escuchado nunca. —Alec se acurrucó bajo su barbilla

adormilado por las palabras—Recítamelo.

Richard lo pensó un minuto

ntentando rememorar el principioacariciando el pelo de Alec:

 Nunca hacía frío bajo la colina,

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nunca era oscuro. Mas la luz no era luz para ver.

 Era engañosa: Él intentaba recordar el sol,

recordar cuando se acordaba dela luna.

 Pensaba…

La mano de Alec estaba sobre su

abios. —¡Te tienes que ir! —Se le quebr

a voz—. ¡No permitirán que escapes d

ésta, no se atreverán! ¡Los conozcoRichard!

Richard rodeó con más fuerza lo

hombros de Alec, intentando consolarl

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sin palabras, aliviar la tensión deespíritu angustiado.

Pero el contacto no era suficiente. —Richard, los conozco… ¡N

permitirán que vivas! —Volvió el rostrhacia el pecho de Richard, su cuerpo s

contrajo de nuevo en un espasmo heladque no era fruto del llanto sino de lfuria.

Sin saber qué decir, Richard sconcentró de nuevo en las palabras quHuían todavía por su mente como e

agua:

Se sucedían los días, sin que

mediara la noche entre ellos:

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los banquetes y toda suerte dedeleites

lo rodeaban como los perroscon el corazón de su presa…

 —Tengo frío —dijo Alec dmproviso.

Conocía esa voz arbitraria: para éera tan cálida y familiar como el pan.

 —Bueno, es que estamos en el suel—respondió.

 —Deberíamos ir a la cama. —Ale

se incorporó sobre un codo parobservar—: Tu ropa está hecha udesastre.

 —Eso se puede arreglar. —Richar

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se quitó la camisa con facilidad y ayuda Alec a levantarse.

 —Parece que hayas estado en unpelea —dijo complacientemente Alec.

 —Qué sabrás tú de eso. Parece —dijo— que alguien haya intentand

arrancarme la ropa. —Alguien habrá sido.Esa noche pasaron calor, si

separarse nunca el tiempo necesaripara tener frío. Hablaron durante horaen la oscuridad; y cuando las palabra

se hicieron insuficientes, guardarosilencio. Al final se quedaron dormidosndefensamente envuelto cada uno en lo

brazos del otro.

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En algún momento de la mañanacuando la luz era todavía gris, Richarsintió que Alec se bajaba de la cama su lado. Ni siquiera abrió los ojosmeramente suspiró y se dio la vueltaestirándose en el lugar que habí

ocupado la calidez de Alec.Cuando Richard despertó po

completo, ya era pleno día. Se levantó

abrió los postigos. El sol veteó el suelcon largos barrotes lechosos. Richard sdesperezó, sintiendo aún las glorias d

a noche en todo su cuerpo. No le dolínada: aun el recuerdo de las lágrimas el dolor producían ahora tan sólo upálido fulgor, la destilación d

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alcoholes puros en licor.Alec ya estaba levantado y vestido

desaparecidas sus ropas de lo alto dearcón. Richard no olió comida; quizhubiera salido a comprar algo. O puedque estuviera sentado en el recibidor

eyendo. Richard pensó que, mirándolbien, sería buena idea que comieran alg volvieran a la cama.

Oyó un ruido en la habitaciócontigua, cuerpo sobre tapicería, y smaginó a Alec repantigado en el divá

con un libro en las manos, esperando que él se levantara. Sabía que estabsonriendo sin sentido y le dio igual.

Se quedó mirando el diván vacío u

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momento más de lo necesario. El gato sbajó de ella de un salto, buscandcaricias.

Intuía que había algo extraño en ecuarto. No había ni rastro de intrusosHabía algo fuera de lugar, un espaci

recolocado… Volvió a mirar y lovio dnmediato: los libros de Alec había

desaparecido de su rincón. Esperab

que no fuera otro ataque de farisaicpobreza. Alec siempre intentabempeñar sus cosas, pero ¿quién iba

querer esos libros? Por lo menos estvez sólo se había llevado supertenencias…

Pero no se las había llevado. Lo

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objetos más valiosos que poseía, los qumás merecía la pena empeñar, ésos lohabía dejado atrás, a la vista de todoencima de la chimenea. Los anillos quél le había dado, que tanto le habícostado aceptar, yacían en u

montoncito, ajenos a su belleza. Richaros miró, resistiéndose a tocarlos: l

perla, el diamante, la rosa, la esmeralda

el broche del dragón… todos salvo erubí; ése se lo había llevado.

 No había ninguna nota. Richard n

podría haberla leído, y Alec sabía questa vez no le pediría a nadie que se leyera. El significado de las cosas qu

había dejado atrás estaba claro: sólo s

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había llevado lo que consideraba quera suyo. No iba a volver.

Era evidente lo que había ocurridoAlec estaba harto de la vida en lRibera. Nunca se había hecho realmenta ella. Y el asesinato de Hor

complicaría aún más las cosas. Alec shabía sentido profundamentconmocionado ayer por los primero

ndicios del cuidado con que deberíaandarse una temporada. Quizá temierque los acorralaran. Quizá se proponí

esperar a que las aguas volvieran a scauce, volver cuando hubiera pasado epeligro… Richard cerró su mente a espensamiento, como una llave girando e

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su cerradura. No iba a esperar a AlecSi Alec decidía regresar, Richarestaría aquí. Si no, la vida pasaría antél como había hecho siempre.

 No podía culpar a Alec, la verdadMarcharse era lo más sensato. Es

pensaba la mayoría de la gente. Aleenía derecho a decidir por sí mismo

Todo el mundo tiene sus límites, la líne

divisoria entre lo que se puede tolerar o que no. Alec había intentad

decírselo; pero Richard se habí

mostrado demasiado confiadodemasiado seguro de sí mismo… yfranca mente, demasiado acostumbrada ignorar las protestas de Alec com

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para prestar atención esta vez. No es queso hubiera cambiado nada. Richard nenía intención de escabullirse de l

ciudad justo cuando ésta requería spresencia para recordarles a todos lpeligroso que era cruzarse en su camino

Y difícilmente podía salir corriendo da Ribera como si tuviera miedo de suguales.

Se encontró de vuelta en edormitorio, mirando en la cómoda. Lcapa de invierno forrada de piel de Ale

seguía allí, además de dos camisas, svieja chaqueta con el galón, sobras retales. Se había marchado vistiendo tasólo su túnica de erudito encima de l

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ropa que se había puesto ayer. Sólaquello que podía llevar encima. Eshizo que Richard se enfadara; el mudiota iba a pasar frío, el verano todaví

estaba leos… Aunque, pensó, Alec shabía ido adonde no necesitaba rop

vieja. No iba a deambular sin rumbo poas calles, era demasiado orgulloso par

eso. Y no iba a volver a la Universidad

no después de lo que había despotricadcontra ella. Pero nunca hablaba de sfamilia. Eso quería decir algo. Desd

uego que debían de ser ricos. Desduego que era un noble, o el hijo de unoEstarían furiosos con él, pero tendríaque aceptarlo. Su futuro estab

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asegurado.Eso hizo que Richard se sintier

enormemente aliviado. Alec habívuelto, en esencia, al lugar que lcorrespondía. Nunca más volvería pasar frío en invierno, ni bebería vino

nferiores. Se casaría bien, pero sabrídónde estaban sus otros deseos. Eso lhabía demostrado anoche, en s

despedida.Richard cerró el arcón. Mezclad

con el olor a lana y cedro estaba el tenu

aroma de la hierba. Tendría quocuparse de deshacerse de la ropa. Perahora no. Tenía un cabello largo y rubiprendido en un dedo. Lo deslió; refulgi

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con un brillo castaño a la luz del somientras flotaba hacia el suelo.

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Capítulo 22

Lord Basil Halliday escondió la carentre las manos y se frotó los ojos paraliviar el calor que sentía en ellos

Cuando se abrió la puerta se quedsentado, perfectamente inmóvireconociendo el sonido y la fragancia da presencia de su mujer.

Lady Mary observó la ropa de camntacta invitadoramente extendida aú

sobre el sofá, apretó los labios y no dij

nada al hombre encorvado sobre la mesatestada de migas y vasos vacíosApartó las cortinas para permitir el pas

de la luz del día y sopló lo que quedab

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de las velas. —Acabas de perderte a Chri

evilleson. —Su marido se levantó parconversar—. Se ha comido las últimaortas de alcaravea. Tendremos qu

recordar que le gustan.

 —Lo recordaré. —La mujer se situa su espalda, con las manos frías en sfrente. Él reclinó la cabeza sobre e

suave satén de su vestido de día. —He dormido —dijo él a l

defensiva—. No sólo me he echado.

 —No quedan más tortas —dijo ell—, pero hay huevos y bollos reciéhechos. Pediré que te los traigan, cochocolate negro.

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Lord Halliday le bajó la cabeza pardarle un beso.

 —No hay nadie como tú —dijo—Si es niña, la llamaremos Mary.

 —No lo haremos. Es demasiadconfuso, Basil. Además, deberíamo

ponerle un nombre bonito… ¿Belinda—Él se rio y le alisó el cabello—. ¿Quenía que decir Chris?

Lord Halliday retomó regañadientes sus actividades nocturnas

 —Lo que yo ya sabía desde e

principio. Fue un espadachín, no easesinato de un rufián. No robó nada. Yúltimamente Horn había aumentado sguardia. Alguien se infiltró en la cas

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expresamente para matarlo. Parece uduelo, sin más. Pero ninguno de lonuestros ha conseguido desenterraningún rumor sobre un desafío lanzado Horn, ni motivo para ello. No tenídeudas, su reputación estaba limpia par

variar… Asper no le caía bien a nadiesí, pero era inofensivo. Su importancipolítica terminó el día que murió s

amigo, la antigua Creciente… —Snterrumpió y meneó la cabeza—

Perdona. Claro que todo eso ya l

sabías. En fin, Chris ha estado presenten el examen esta noche. No cabe dudde que ha sido obra de alguien diestrcon la espada. El trabajo de un virtuoso

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de hecho. Como si alguien hubierdejado una tarjeta de visita. Per¿quién? Chris dice que los espadachinecontratados por Horn parecíannegablemente bisoños. Los hemo

retenido para interrogarlos, pero cre

que será en vano. No han sido ellos. Lha hecho alguien ostentoso, brillante chiflado, y en estos momentos campa

sus anchas por mi ciudad. —Quizá se trate de un ajuste d

cuentas privado —dijo Mary—, de

modo en que se ponen a prueba loespadachines. —¿Contra un lord del Consejo? Es

es una auténtica locura. Tiene que habe

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sido el desafío de otro noble, sólo así satrevería alguien… Quizá salga algnuevo a la luz, quizá alguien confíeseUn espadachín con cuentas pendientecon Horn podría haber pedido udesagravio a la magistratura, incluso a

Consejo de los Lores. —Pero ¿con qué esperanzas d

obtenerlo? —preguntó suavemente s

esposa—. Los nobles ostentademasiado poder en la ciudad, tú mismo has dicho. —Lord Halliday abrió l

boca para defenderse, pero ella lsilenció con la presión de su mano, qudecía que ya lo sabía y estaba dacuerdo con él—. Pero aunque se tratar

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de un espadachín con contrato, no eagradable pensar que alguien puedaprovechar su habilidad para perpetrauna muerte tan sucia.

 —De Vier —dijo Halliday—siempre lanza un golpe directo a

corazón. He pensado siempre que, si mretaran a muerte, preferiría encontrarla sus manos.

 —Entonces Seville, tal vez, Torrion…

 —Sí, tienes razón. —Halliday s

pasó una mano por el rostro sin afeita—. Lo primero es identificar aespadachín. Hay menos verdaderamentbuenos que gente con dinero y cuenta

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pendientes. Todos los principaleendrán que prestar declaración, y jura

que no saldrán de la ciudad hasta que shaya resuelto este asunto. El asesinatde un lord del Consejo es un golpdemasiado próximo al centro de nuestr

paz. Haré que vigilen las carreterasofreceré recompensas a cambio dnformación…

 —Mientras tanto, Mary, he llamada algunos de nuestros hombres para qurefuercen la guardia de la casa. Y tú…

por favor, no salgas sola. Ahora no.Ella le apretó la mano para decirlque velaría por su seguridad con tantcuidado como lo haría él.

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Halliday sabía que debería dormir, r a ocuparse de los negocios; pero má

que descanso necesitaba revelarle supensamientos a su esposa.

 —Éste es el problema de un sistemque incorpora espadachines. Dicen qu

sin ellos tendríamos que encargarnos dmatarnos entre nosotros; como antañocon las calles llenas de guerras e

miniatura, y cada hogar una fortaleza…Pero los espadachines son un arma ddoble filo. Su utilidad depende de

cumplimiento de los códigos máestrictos…Sin dejar de hablar, la condujo hast

el sillón. Se sentaron juntos, ligerament

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apoyados el uno en el otro, atentos aprimer sonido de intrusión, laexigencias del gobierno y loquehaceres domésticos.

 —Basil —preguntó Mary cuando éhizo por fin una pausa—, ¿tienes qu

hacerlo tú todo? Si se trata de uasesinato, puede investigarlo la ciudadChris puede actuar de enlace.

 —Lo sé… pero es el asesinato de uord del Consejo, y con una espada. L

que significa que todavía podría resulta

ser una cuestión de honor… u otra cosque no querríamos que se hiciera ddominio público. Soy el presidente deConsejo. Quiero seguir al frente de

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Consejo… por lo menos eso me diceodos. Estúpido o no, Horn formab

parte de nuestro gobierno. Y tengo quvelar por los míos. Quienquiera que lmatase era un cazador furtivo en un cotde caza muy exclusivo. —A pesar de su

esfuerzos, insistían en cerrársele loojos—. Horn… tendré que dejar dlamarlo así. Ahora habrá un nuevo lor

Horn. Su nieto, creo…Mary esperó hasta estar segura d

que se había dormido para levantarse

Un pobre muerto, pensaba, y la ciudaentera amenaza con derrumbarse. MarHalliday volvió a cerrar las cortinas da habitación y cruzó la puerta sin hace

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ruido.

***

Una fina llovizna colgaba como uncortina de niebla sobre la ciudadhaciendo caer un velo entre las largafranjas de cielo que dividían los barriosLos distintos grises de la piedra de l

ciudad relucían y refulgían con la pátinde agua que la cubría; pero era ése uefecto que se apreciaba mejor baj

echo, preferiblemente al otro lado decristal de una ventana. El Nido deMochuelo, en la Ribera, no tení

ninguno. No tenía gran cosa, aparte d

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una clientela interesante y bebidsuficiente para todos. Allí siemprocurría algo. En una sección del suelde tierra había un tajo de madera para eanzamiento de cuchillos que llevab

allí más tiempo del que podía recorda

nadie.Lo que lo hacía realmente atractiv

era su emplazamiento: en la orilla sur d

a Ribera, lejos del Puente y dcualquier puesto de avanzada de la vidde la ciudad alta. Nadie que n

perteneciera a la Ribera se adentrabhasta aquí. Cuando no tenía que estadisponible para atender algún contrato, Hugo Seville le parecía el lugar idóne

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para relajarse. —Tu estrella está en alza —l

nformaba una echadora de cartas—Están ocurriendo cosas terribles en lacámaras altas…

 —No sabrías distinguir una cámar

alta de tu propia nariz —rezongó umédico frustrado—. Ni siquiera sabeencontrar el camino hasta tu casa desd

aquí.La mujer siseó. —Da igual —la consoló Ginni

Vandall—; Ven ni siquiera es capaz dver el camino hasta su casa. Sigue, Julia—Ginnie no creía en la cartomancia dpor sí, pero comprendía las técnica

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mplicadas: una mezcla cabal dchismorreos y valoración personaTenía fe en los chismorreos, y en lsusceptibilidad de Hugo ante lohalagos. El cabello de Ginnie lucía ubrillante y nuevo color rojo, su canesú

era púrpura. Estaba sentada en el brazde la silla de Hugo, divirtiéndose.

 —La Espada de la Justicia se alz

en el cuadrante septentrional, lista pargolpear. La Espada… ¿Quieres ver lacartas?

 —No —dijo el espadachín. —Hugo —su amante le acarició lorizos dorados—, ¿por qué no?

 —Me ponen nervioso.

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 —Son poderosas —dijo Juliadesenvolviéndolas. Entregó el mazo Hugo—. Corta.

 —Oh, qué más da —dijo GinniVandall—. Lo haré yo. —Los anilloque llevaba en los dedos refulgía

contra el deslucido dorso de las cartasLas barajó con aires de profesionalida  se las devolvió a Julia, que las pus

sobre la mesa siguiendo una pautncomprensible.

 —Dinero.

Una de las amigas de Ginnie estabmirando por encima de su hombro. —Chica con suerte. ¿Sabes quié

vale un montón de dinero últimamente?

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 —Siempre ha valido un montón —dijo Ginnie—. Sólo que esta vez npuede hacer nada al respecto. —Resultaba difícil saber si eso lcomplacía.

 —Me refiero a De Vier.

 —Ya lo sé —dijo Ginnie Vandall. —No se atreve a abandonar l

Ribera ahora. Alguien va a delatarlo: l

que ofrecen por cualquier informaciósobre él bastaría para…

 —Ningún espadachín va a delatarl

—gruñó Hugo. Sabía ser imponentcuando se lo proponía. —Bueno, no —sonrió con afectació

a amiga de Ginnie—; volvéis de presta

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declinación en la Colina, ¿verdad? —Declaración —la corrigi

bruscamente Ginnie—. Bueno, claroSería un disparate dejar de despejar lasospechas sobre uno cuando tienocasión. Firmas un papel, les das u

poco de dinero y prometes no salir de lciudad. Que piensen que queremocooperar… Eso impedirá que bajen aqu

 se pongan a fisgonear… —Bueno, eso es lo que yo decía —

nsistió su amiga—. Cuando todos lo

espadachines hayan subido a decir quno han sido ellos, parecerá raro que éno vaya, ¿no?

 —Pero eso no es prueba suficient

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—dijo Ginnie—; no para ahorcarlo.Hugo apretó a su querida Ginni

contra él. —Todo esto es un incordio. No tien

nada de divertido. —No les hace falta informació

suficiente para ahorcarlo todavía, sólquieren algo que les permita arrestarloo intentarlo. La recompensa ser

astronómica.Solemnemente, Hugo levantó s

copa.

 —Por la información. —¿Crees que lo descubrirán? —No si se esconde. —Su amiguito seguramente est

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vendiéndolo en estos momentos —dijHugo—. Bastardo escurridizo. Igual quen la obra.

Ginnie hizo una mueca. —¿Alec? No es tan escurridizo

Tiene la cabeza llena de pájaros.

 —¿Crees que esto es por culpa de lTragedia?

 —¿Qué es esto? —dij

ánguidamente Ginnie—. Espera a veantes si muere luchando.

Hugo se rio. La risa se le atragant

en la garganta cuando vio a De Vieentrar por la puerta. Dio un codazo Ginnie pero ésta no le hizo caso, dmodo que dejó que su risa siguiera s

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curso natural.Richard ignoró al grupito de l

esquina. Ginnie Vandall envolvía a Hugcomo una alfombra reclamando a spropietario. Se reían de las cartas duna adivina. Ven, el viejo matasano

borracho, se levantó y arrastró los piehasta De Vier.

 —¡Eres joven! —dijo Ven con vo

pastosa—. ¡Deberías vivir! No tmezcles con esta gentuza. Sal de aqumientras puedas.

 —Me gusta este sitio —dijRichard, y se dio la vuelta. Ven sadelantó con un traspié y se agarró abrazo del espadachín. Un segund

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después el anciano rodaba por el suel—. No hagas eso —dijo Richardalisándose la manga—. La próxima veverás el acero.

 —¡Hey! —protestó una vieja—. Enofensivo. ¿Qué haces empujando a l

gente?La camarera le advirtió: —No te metas, Marty. Es u

espadachín, ya sabes cómo se ponen¿Qué bebéis, maese?

La cerveza no era tan buena con l

de Rosalie, pero estaba mejor que la dMartha. Alec habría tenido algo qudecir al respecto. Alec empezaría unpelea. Siempre le gustaba buscar pele

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os días de lluvia.Richard fue a mirar un momento l

competición de lanzamiento dcuchillos. Se había enganchado al juegcuando llegó a la Ribera, habiendencontrado por fin a unas personas qu

eran igual de buenas que él con ecuchillo. Era mejor que cualquiera dos que estaban compitiendo ahora, n

obstante. Los cuerpos de los jugadoreestaban apiñados, sin permitir quentrara nadie más.

 No volvería aquí; no era buena ideestablecer ahora una pauta dcostumbres reconocible. Prontpondrían precio a su cabeza… Curios

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expresión, como si fuera un sombrero. No le interesaban las cartas de Julia

Hugo y Ginnie se reían de nuevo cuandsalió por la puerta.

***

Aunque sólo había un breve pasehasta el hogar de los Halliday, lor

Christopher encargó que prepararan scarruaje pensando en su acompañanteEstaba orgulloso de sí; se sentía como s

estuviera trayendo un trofeo a casa. Ucriado de librea los llevó en presencidel Canciller de la Creciente.

 —Díselo —instó lord Christopher

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a mujer, nerviosa y emperifollada eexceso. Era menuda, bonita a sestridente manera, con los ojos pintado—. Es el segundo testigo noble qunecesitamos para que tu testimonio seoficial, y no podrías encontrar otr

mejor. Tomaremos nota; luego podrárte.

 —Quiero mi d-d-dinero —dijo ella

con su brusco acento de la Riberempañado por un tartamudeo.

 —Por supuesto que lo tendrás —

dijo Basil Halliday. Asintió a ssecretario para que comenzara lrascripción—. Adelante.

 —Bueno, el hombre que buscáis e

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De Vier. Todos lo saben. —¿Cómo lo saben?La mujer se encogió de hombros. —¿Cómo se saben las cosas? L

gente no c-c-comete ese tipo d-d-derrores. S-s-se lo habrá dicho a alguien

Pero está c-c-claro. N-n-no hay nadian rápido, ni c-c-capaz de hacer ta

buen t-t-trabajo. —Chris hizo un

mueca. —¿Sabes por qué lo hizo? —Es un c-c-cabrón. Seguramente s

o pidió ese erudito. —¿Qué erudito? —Un ch-ch-chico que vivía con él

¿Quién sabe? Todos los espadachine

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están locos. Vosotros pagadme, que yme iré de la ciudad y espero no volver ver uno.

Se marchó, y los dos noblefirmaron la trascripción. Hallidamaldijo con rabia.

 —¡El único hombre del que estabseguro!

 —No pinta bien —dijo sensatament

Christopher, preocupado al ver tamolesto a su mentor—. Todos cuentan lmisma historia. A menos que se trate d

una conspiración… —¿Entre ladrones? —No es muy probable —continu

con avidez Chris—. Eso nos deja con u

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puñado de testimonios consistentes, as declaraciones de todas las espada

conocidas en la ciudad. Hay que arrestaa De Vier como acusado de la muerte dHorn.

 —Sin duda —dijo pesadament

Halliday—. Ahora bien, ¿cómo sugiereque lo saquemos de la Ribera?

Lord Christopher cogió una pluma

abrió la boca, la soltó y la cerró. —Da igual —dijo un poco má

amablemente Halliday—. No hará falü

que invoque a mi guardia personal. Erealidad, es muy simple: hacemopública la orden de detenciónanunciamos la recompensa y esperamo

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n que alguien nos lo entregue.

***

El fuego ardía brillantemente en epequeño salón de la duquesa dTremontaine. Las cortinas estabaabiertas, para que su propietaria pudierdisfrutar mejor del contraste con l

luvia del exterior. Estaba sentada euna silla redonda de terciopelo, con lopies recogidos bajo el cuerpo

recreándose en la comodidad contemplando una deliciosa icongruencia.

El hombre estaba de pie en s

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umbral, chorreando agua, una figurdesgarbada vestida con negros harapoflanqueada por los querubines doradoque guardaban la entrada.

 —Estás empapado —observó lduquesa—. No deberías haber pasad

anto tiempo bajo la lluvia. —Pensaba que no me recibirías. —He dado orden de que te permita

a entrada. —Levantó su vaso dcordial; el cristal tintinemelodiosamente al separarse de l

bandeja de oro—. Supongo que thabrás vuelto a quedar sin dinero. —Supones bien. —Su tono reflejab

el de ella—. Pero no he venido por eso

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—Sacó de los pliegues de su túnica lúnica nota de lujo que adornaba spersona, refulgiendo en su dedo como ucorazón de fuego—. Mira lo que traigo.

 —¡Cielos! —La duquesa enarcó su

finas cejas—. ¿Cómo ha conseguido esvolver hasta ti?

 —No importa. —El hombre frunci

el ceño—. No deberías haber permitidque saliera de nuestra casa.

 —Dijiste que ya no lo querías

Tengo la escena claramente grabada ea memoria: puedo verla cuando cierros ojos. —Lo hizo—. Puedo verlambién cuando los abro: estabas igua

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de mal vestido, aunque más seconaturalmente.

 —Creo que nunca he estado mámojado que ahora. Deberías encargar alguien que hiciera algo con toda esluvia.

 —Siéntate —dijo la duquesa, con uono amigable que no admití

desobediencia. Dio una palmada a u

cojín junto a ella—. Si vas a confiar emí, tendrás que contármelo todo.

 —No voy a confiar en ti.

 —Entonces, ¿para qué has venidoquerido?Los nudillos del hombr

palidecieron, sus dedos no dejaban e

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paz el anillo. Ella nunca habíconseguido enseñarle a ocultar supensamientos, que tenían una marcadpredilección por negar la realidad…cuando era consciente de su existencia.

Por fin se sentó, con los brazo

firmemente enlazados alrededor de larodillas, contemplando el fuegrígidamente.

 —Está bien. Te diré lo que sé si thaces lo mismo.

 —Lo que sé yo ya lo sé —dij

dulcemente la duquesa—. ¿Por qué no tsecas mientras pido que nos traigan unopastelitos glaseados?

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Capítulo 23

A Willie le costaba cada vez máencontrar a De Vier desde hacía unodías. Lo que era bueno, en cierto modo

maese De Vier siempre se había portadbien con él, y era una gran espadaWillie le deseaba suerte en estaventura. Pero no le gustaba tener qu

pensar en dejarle mensajes a través dMarie: no había nada ni nadie quWillie Dedosligeros no pudier

encontrar; eso era conocido por todos seguiría siéndolo. Empero, conforme salargaban las sombras de la tarde

empezó a parecer que había perdido po

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completo a su objetivo, lo qurepercutía negativamente en sreputación y su bolsa… Además, a DVier le enojaría perderse un mensajeAngustiado, Willie encaminó sus pasohacia el local de Marie; a fin de cuentas

odavía cabía la posibilidad de que DVier estuviera en casa, aunquúltimamente era menos probable. Su rut

o llevó cerca de la taberna de RosalieDecidió parar a tomar un tragconsolador.

 No daba crédito a sus ojos, de modque se los frotó, pero allí seguía aún loscura cabeza del espadachín. No habínadie sentado cerca de él, pero parecí

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mpertérrito. Estaba tomando caldo.Willie se acercó furtivamente

Lucas Tanner. —¿Qué está haciendo aquí? —No lo sé —gruñó Tanner—, per

por todos los infiernos, ojalá se fuera.

 —¿Problemas? —Willie parecíisto para salir corriendo.

Tanner se encogió de hombros.

 —Han puesto precio a su cabezaeso ya lo sabes. A mí no me interesapero nunca se sabe a quién sí. Eso pon

nerviosa a la gente; cuesta pasar un ratagradable.Willie escudriñó la estancia e

busca de extraños sospechosos. Habí

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un hombre que no conocía hablando couna de las mujeres, pero parecíbastante borracho, e inofensivo.

 —Una vez ofrecieron unrecompensa por mí —dijmelancólicamente Willie—. Yo era mu

oven, sabes, y nervioso. Era un tipviejo con un bastón verdaderamentbonito, no mucho más alto que yo

Después me sentí bastante mal. —¿Cómo averiguaron que había

sido tú?

 —Alguien me vio. Fue en la callGatling, en la ciudad. Por poco mpillan y todo, pero escapé y llegué aPuente, ¡y cómo escondí la cabez

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después de aquello! —Tanner asintió—Casi me muero de hambre; no habíforma de conseguir dinero para ubocado. Pero nadie me delató; aquí nhacemos ese tipo de cosas.

 —Puede. O puede que sí. Ser

difícil capturarlo, de todos modos, siuna tropa. Aunque quizá lleguemos eso.

Willie se rio. —¿Una tropa? Estás loco. Estaría

hundidos hasta los tobillos en gato

muertos y huevos podridos antes dbajar la mitad de la Lazada. Por nhablar de las piedras que les tirarían —añadió reflexivamente, con el rostr

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nocente iluminado de suave placer. —Si quieres un alboroto, puede

conseguirlo. Yo no rehuiría la pelea slegáramos a eso; ¡pero por qué no se ir

de la ciudad! Todo seria más fácil.Willie asintió en dirección a

hombre que estaba tomandranquilamente su sopa.

 —Díselo tú.

 —No tengo amistad con él… —musitó Tanner.

 —Eso daría igual —dijo Willie

sonriendo con malicia—. ¡Te mataría dodos modos!Sin embargo, se acerc

cautelosamente al espadachín. Era l

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contrario de acechar una presadefinitivamente, quería que se percatarde su presencia.

Richard lo vio, como vio que Willirealmente quería hablar con él, acontrario que la mayoría últimamente.

 —Hola, Willie —dijo, y le alcanzun taburete. Richard no perdió el tiempcon preliminares: nadie lo buscaba par

mantener una conversación ociosa epúblico—. ¿Qué noticias me traes?

 —¡No te vas a creer a quién he vist

—dijo animadamente Willie— en lciudad alta y vestida como si no pasarnada!

El corazón de Richard escogió es

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momento para volverse atlético; perconsiguió igualar el tono de Willie:

 —¿Oh? ¿A quién? —¡Kathy Blount! La hija de Hermia

ésa misma. Te acuerdas de ella. —Sí. —Su pulso recuperó su ritm

pausado. —Dice que le gustaría volver

verte algún día. Te sonríe la suerte

¿verdad?Había apartado de sus pensamiento

el encargo de Tremontaine, preocupad

como estaba con los asuntos mánmediatos, y sin haber vuelto a saber dellos desde hacía semanas, desde s«Más tarde». Puede que ahora no fues

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mala idea: le daría algo que hacer dinero suficiente para pasar el veranoTendría que andarse con más cuidadpara salir de la Ribera, pero podíconseguirlo.

 —Dice que estará mañana en e

Perro, eso es, si estás libre. —Gracias, Willie.A Willie Dedos Ligeros no se l

escapó la falta de sorpresa deespadachín ante sus nuevas. Empero, snclinó hacia Richard, bajando la voz:

 —Mira, creo que es una trampaVale, el Perro está en la Ribera, perpor poco. No te conviene reunirte conadie en una temporada, maese De Vier

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no cuando esperan tu visita. —Es posible. —Era cierto, al fin

al cabo; la taberna del Perro Pardestaba cerca del Puente. Su clientela scomponía casi solamente de gente de lciudad en busca de aventura y d

ribereños ansiosos por desplumarlosEstaba a una voz de distancia de lGuardia. Pero ¿dónde si no podría verl

Katherine sin peligro? Él le había dichque la ayudaría si estaba en problemasquizá ni siquiera tuviera que ver con e

rabajo—. ¿Ése era todo el mensaje? —preguntó. —No del todo. Dijo algo rar

acerca de un anillo.

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El rubí había desaparecido coAlec. Si ahora lo necesitaban tendríaque pedírselo a él.

 —¿Qué pasa con él? —Dijo que sabe dónde está ahora

Eso es todo.

Willie vio con nerviosismo cómo epuño de De Vier se apretaba sobre lmesa. Pero el rostro del espadachí

mantuvo la calma. Willie se alegró dser solamente un mensajero.

***

Al final, Richard decidió acudir

Cuando salía le dijo a Marie:

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 —Mira, es posible que no vuelvesta noche. Si oyes algo de fiar, coge lque te debo del cofre de palisandro haz lo que quieras con el resto de lacosas.

Marie no le preguntó adónde iba

Últimamente le gustaba poder decirle a gente que venía preguntando que no l

sabía.

Todavía no había cenado; lo mejodel Perro eran sus comidas. Cuando erun recién llegado a la ciudad solía para

mucho por allí; era un buen sitio parque encontraran trabajo los jóvenes dcualquier profesión. Alec y el habíaomado por costumbre dejarse caer cad

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pocas semanas: a Alec le gustaba lcomida, y jugar a los dados con la gentde la ciudad porque apostaban alto eran todavía peores tramposos que éPero los jóvenes borrachos siemprestaban retando a Richard par

mpresionar a sus amigos; una noche unde ellos había molestado a Alec, Richard había terminado matándolo

perjudicando así su relación con eabernero.

 No parecía estar siguiéndole nadi

mientras tomaba el camino más largo. Laberna resplandecía como el alba afinal de la calle, con el zaguáluminado por antorchas como cualquie

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establecimiento de la ciudad. La luz nmostraba a nadie esperándole en lentrada. Sobre ésta colgaba el perrpardo, una gran talla de madera pintadque no guardaba parecido con ningunraza viva.

El interior estaba igual de bieluminado. El lugar mostraba u

ambiente carnavalesco, radiante y febri

Richard tuvo la impresión de habesalido de la Ribera para entrar en otrmundo. Las prostitutas conversaba

animadamente con hombres bierajeados, ignorando por completo a lomás llamativos cuyas manos barajabasin cesar mazos de cartas, que bie

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pudieran ser sus vecinos o hermanos. Upar de nobles con medias máscaras sapoyaban en la pared, intentandaparentar desinterés y humorismo, cosus ojos volando de una punta a otra da estancia, rutilantes en las rendijas d

sus antifaces, con las manos desnudaugando con las empuñaduras de la

espadas que llevaban como medida d

seguridad. Richard pensó que pasarídesapercibido entre ellos, pero vicómo los jugadores de cartas apartaba

deliberadamente la mirada al verlocómo las fulanas se daban media vuelt  subían la voz. Los ribereños no t

delataban; sencillamente dejaban d

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conocerte. Así era más fácil. Eso lndicó que lo reconocían, no obstante, e advirtió de que no todo el mund

sería tan considerado. No vio a Katherine, lo qu

contribuyó a aumentar sus sospechas. S

espada colgaba, un peso sólido, a scostado. La tocó bajo la capa y encontral tabernero abriéndose paso hacia él.

Harris lucía su sempiterna expresióde agobio y afectación.

 —Bien, señor, recordaréis ciert

aventura que no me gustaría que srepitiera… —Rara vez hablaba a laclaras, sino con insinuaciones; la gentdecía que había empezado de proxeneta

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 —Tendré cuidado —prometiRichard—. ¿Quién ha venido estnoche?

Harris se encogió de hombros. —Los de siempre… —dij

vagamente—. Entendedlo, no quier

íos…Algo hizo que Richard se diera l

vuelta. No se sorprendió del todo al ve

a Katherine entrar por la puerta. Esperhasta que ella lo vio, y luego buscó unmesa desde la que poder dominar l

estancia, pasando junto a un niño bonitrecostado en el regazo de un hombrprofusamente empolvado que estabdándole de beber whisky en vasitos.

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Katherine lo siguió, ridículamentaliviada porque Richard ya estuvierallí. Él cruzó la taberna con meticulosseguridad, sin mostrarse nerviosoaunque la precaución lo rodeaba comuna aureola de magia. A Katherine l

sorprendió casi que no se levantara todel mundo para seguirlo: Richard eacción no era impresionante, er

magnético. Él quería que lo buscarapor su habilidad; pero los nobles ldeseaban por su actuación.

Katherine no podía evitar retorcersas manos, de modo que las escondidebajo de la mesa. AbsurdamenteRichard dijo:

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 —Gracias por venir. —No estabas en la Campana Viej

a semana pasada —dijo ella. —¿Tenía que estar? —No si no lo sabías. Claro que é

no te avisó.

 —¿Quién? ¿Willie? —El silencio dKatherine fue elocuente—. Alec.

Una joven pasó junto a su mesa

sonrió a los ojos de Katherine como unvieja amiga. La mano de Richard smovió una fracción sobre la mesa, list

para entrar en acción si hacía falta. PerKatherine negó con la cabeza. —No soporto este sitio —dijo

nquieta—. ¿Podemos salir?

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 —¿Adónde quieres ir? —preguntRichard—. ¿Nos adentramos más en lRibera? ¿No te importa?

 —Da igual. —Había un filo melladde histeria en su voz que a Richard lpuso los nervios de punta.

 —Katherine. —Le habría cogido lmano si hubiera podido—. ¿Te envíalguien, o has venido por ti misma? S

se trata de negocios, acabemos cuantantes y podrás irte.

Ella miró rápidamente de soslay

por encima del hombro. —He venido —dijo— yo sola.La rabia brotó y se endureció dentr

de Richard. Con una causa en torno a l

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que solidificarse, sus nervios formaroun fuerte nudo de finalidad. Llevabdemasiado tiempo sin librar una pelede verdad, demasiado tiempo sentadoesperando.

 —Es una pena —dijo en voz baja

sin ninguna delicadeza—. Ferris no te hhecho ningún bien. No importa. No hacfalta que me hables de ello. Dije que t

ayudaría y lo haré.Richard no podía verse la cara

crispada y blanca con una rabia cuy

frialdad traicionaban sus ojos al estademasiado abiertos, demasiado azulesdemasiado fijos. Era una expresión quKatherine sólo había visto una vez ante

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en él, y le heló la vida en los huesos. —Richard —susurró—, por favor… —Está bien —dijo él con calma—

Saldremos de aquí, iremos a un sitidonde podamos hablar. ¿Necesitas uugar para quedarte? No te preocupes

Deberías haber sabido que yo vendría. —Vayámonos, entonces —se hiz

eco ella, levantándose de la mesa. L

sacudían los escalofríos. Quería corrersalir a empujones de la tabernaapartarse del frío espadachín qu

caminaba a su lado. Se cogió de sbrazo, y juntos se abrieron paso entros jugadores y los juerguistasrasponiendo el umbral hacia la lu

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naranja que abría un agujero en la calla oscuras.

 —Así —dijo él—. ¿Mejor?Ella afianzó su presa cuando cay

una sombra sobre ellos. A su espalda shabía abierto la puerta, bloqueada po

siniestras figuras. A derecha e izquierda  frente a ellos en las sombras, había

aparecido hombres, rodeando el aura d

uz con sólida oscuridad. —¿Richard de Vier? —¿Sí?

 —En nombre del Consejo oconmino a…La arrojó tambaleándose a l

oscuridad, pero su peso le habí

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cargado el brazo demasiado tiempo, sólo acertó a desenvainar la espadcuando lo golpeó la primera de laporras de madera.

El impacto le hizo retrocederastabillando, pero no cayó. L

siguiente le arrancó el aliento decostado. Giró a ciegas en la nuevdirección, donde pensaba que podrí

producirse el ataque. Sus ojos sdespejaron y vio la porra descendiendorefulgiendo como un comet

atormentado. Erró el tajo, pero tambiéa maza. El hombre tenía la guardia bajaRichard siguió su hoja dorada por laantorchas hasta su objetivo y oyó grita

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al hombre un momento antes de que empacto de otro golpe le sacudiera e

hombro. Sus rodillas chocaron con esuelo, pero retuvo la espada y volvió ponerse de pie, como si fuera uentrenamiento, sólo que pagaría e

precio más tarde. Esta vez vio venir lporra abalanzándose desde la oscuridasobre su rostro. Estuvo a punto de alza

a espada para truncar el golpe; pero eacero no era rival para el roble, dmodo que optó por esquivar y no vio l

que le acertó en el doblez de larodillas.Eran muchos, sin duda. Cayó d

bruces, arañándose la mano con la

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piedras. Había perdido la espada…Tanteó en busca de la empuñadura, eas proximidades, pero era como si lo

adoquines estuvieran cargados de luzLuz no, dolor. Veía fluir el dolor comel oro, como un cesto lleno de joyas

frutas de verano.Oyó un rugido y una voz con la qu

estaba de acuerdo que gritaba:

 —¡Basta! ¡Por favor basta, ya esuficiente!

Pero no estaban dispuestos a para

hasta que el espadachín hubiera dejadde rodar y zafarse y estuvierperfectamente inmóvil. Luego la Guardirecogió a su presa y cruzó el Puente de

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norte con ella. La prisión en la quhabría de permanecer se levantaba en lorilla sur del río. Lo llevarían allí ebarca, a la luz del día.

Willie Dedosligeros aguardaba esilencio, refugiado en las sombras de

pretil de un puente, esperando a que enudo de hombres pasara por su ladoSalvo por las porras, nada en ello

lamaba la atención. Pero intuyó erostro del hombre que escoltaban antede que se lo mostrara el azar.

 —Oh, maese De Vier —murmurpara sí en las sombras—, esto eerrible.

Y Katherine Blount volvió con aqué

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que la había enviado. Consiguipresentar un informe claro; luego pidibrandy, y le fue dada una generosicorera sin hacer más preguntas.

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Capítulo 24

Lord Michael Godwin se recostó sobros cojines con brocados de su sofá, sabrió el cuello de la camisa e intent

animarse a sentir hambre. Pensó en lamañanas de comienzos de invierno trasalir a cazar, y en interminables recitalede música previos a la cena. Pero l

vastedad de los platos colocados ante éno se tornaba más apetitosa. Se preguntcómo se las componían los pequeños

ágiles hombres que lo rodeaban. Estabaescarbando animadamente en montonede huevos coloreados con indisimulad

vigor, rompiendo las cascaras e

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nteresantes dibujos y mojando lohuevos en especias; deshojando pilas dfruta, cortadas y colocadas como floresensartando pequeños objetos fritos coos extremos de palillos tallados. Cogi

una uva, por guardar las formas; habí

salido de un invernadero y debía dvaler su peso en cascaras de huevo.

Al otro lado de la mesa s

compatriota cruzó la mirada con él sonrió. En las pocas semanas qulevaba Michael en Chartil, Devin n

había dejado escapar ni una soloportunidad de señalarle sudeficiencias en cuestión dcostumbrismo local. Devin era e

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segundo hijo de un hijo segundo; uaristócrata por cortesía, cuyo linajdistaba de ser comparable al dMichael. En la ciudad que lo vio naceDevin lo sentía acusadamente; en Chartio habían exaltado al rango d

embajador, y su hospitalidad eregendaria. El don que lo redimía era u

sentido del humor que limaba la

asperezas de sus maniobras dautodefensa. A Michael le caía bieDevin; y pensaba que Devin habí

decidido que él también le gustaba, pesa sus antecedentes.Por encima de la batahola d

conversación, el embajador le dijo en s

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engua natal: —Hoy ha llegado un paquete

Muchos rumores de la ciudad.Una criada intentaba volver a llena

uno de los tres vasos de vino dMichael, que desistió y consintió. E

muslo de la muchacha se frotó contra shombro. Automáticamente volvió lbarbilla para acariciarle la cintura, per

su mirada se posó en las pulseras que lrodeaban los tobillos, y apartó de golpa cabeza. Era una criada vinculada. Lo

ojos sardónicos de Devin destellaroneyéndole el pensamiento: por supuestque ninguna mujer libre de aquí, nsiquiera una criada, buscarí

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provocarlo; esa tarea recaía sobraquéllas cuyos cuerpos y descendencienían propietario.

Para las mujeres, era un paso poencima de la prostitución. Se preguntó shabía sido seleccionado por su anfitrió

para procrear, o para sentirse halagadoAmbas ideas lo repelían.

 —Le gustas —dijo el embajador.

Michael escondió el rubor de srostro en su copa de vino de borde máamplio.

 —No es peor —persistió Devin—que ésas que te quitan el dinero y tmandan al infierno. Ella recibirá sdinero al final de su servicio. Es má

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elegante de esta manera. —Aun así… —Lord Michael s

refugió en un aristocrático encogimientde hombros—. ¿Qué dicen los rumores?

 —Por lo visto, han matado a lorHorn.

Michael se olvidó de que estabsosteniendo una copa de vino cuando se abrió la mano. La atrapó en su caíd

antes de que golpeara la mesa, pero nantes de que su contenido se repartieribremente por los alrededores. L

esclava lo limpió todo con unservilleta. —¿Amigo tuyo? —Devin estab

disfrutando enormemente.

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 —Nada de eso. Es sólo que npensaba que estuviera listo para morir.

 —Seguramente no lo estaba. Diceque fue un espadachín.

 —¿Oh? ¿Se sabe cuál? —¿Espadachín? —Un noble d

Chartil que estaba sentado a su izquierdentendió la palabra y continuó en sdioma—: Uno de vuestros empleados

¿no es así?, los que deshonran su espadal servicio de otras personas.

Devin tradujo el comentario par

Michael y recriminó a quien habíhablado: —Vamos, Eoni, si eso fuera cierto

ser soldado sería una deshonra.

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 —Ffft. —Eoni hizo el habituacomentario desdeñoso de Chartil—Sabes perfectamente lo que quiero decirPara la muerte de enemigos nobles sólsirven dos cosas: o bien el desafídirecto o, con todo respeto para vuestr

cortesía y la del resto de la mesa, ecierto uso de veneno. Nada dndecisiones con sustitutos. Yo he sid

soldado y me siento orgulloso de elloasí que no pretendas tirarme de lengua, retrógrada y fofa imitació

extranjera de noble! —«Insultos, el último refugio deafecto frustrado…» —citó dulcementDevin.

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Aislado de la conversación por edioma, Michael hizo girar una uva entros dedos y pensó en Horn. Asesinado,

él sabía a manos de quién. Su vida está punto de volverse muy complicada… Sío que quedaba de ella. Los ojos claro

del espadachín se asomaron a srecuerdo, azules como los jacintos eprimavera… Asesino egoísta, qu

aprovechaba su habilidad con la espadpara destruir a hombres mejores de lque él sería jamás…

 —Dispensadme. —Michael saludcon la cabeza a su anfitrión y partió edirección a los urinarios. Pero no sdetuvo allí; su voluntad lo sacó a l

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calle, caminando aprisa por locallejones cocidos por el sol de lciudad. Pasó frente a jardines tapiadocuyos árboles, coronados de plumassobresalían por encima de los muros.

 No es que sintiera ningún apreci

por Horn. Lo habría matado él mismode haber podido. Pero De Vier no podíener nada en contra de Horn; nadi

obligaba a un espadachín a aceptar uencargo contra su voluntad. Nadie lhabía obligado a matar a Vincen

Applethorpe… Michael se paró umomento, tapándose involuntariamenta boca con una mano. Todavía soñab

con eso, cuando no soñaba con lana.

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Eso era lo que había querido lduquesa… no un espadachín, ni ugalán, sino alguien que se encargara deenvío directo de lana desde sus tierras Chartil. Estaba eliminando antermediario haciendo que tiñeran

ejieran la lana en bruto aquí parfabricar los populares mantones, y luegembarcarlos de vuelta a sus almacene

istos para la venta… Al principio habípensado que este encargo de mercadeera una elaborada y degradante broma

Pero a bordo del barco, mientraestudiaba los informes y apuntes quella le había dado, empezó a ver hastqué punto tenía que ver la política con e

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negocio, y cuánta habilidad por su partrequeriría la tarea, sobre todo en un sitidonde no lo conocía nadie. Había leyese importantes impuestos a tener ecuenta… Era el tema del Consejo qusiempre se aseguraba de eludir, e

significado secreto de los informesobre el cereal de las tierras de spadre, que él miraba por encima

regañadientes todos los meses, cuyoréditos sustentaban su vida en la ciudad

El negocio de la lana habí

contagiado a Michael, lo habíntrigado, incluso hecho sentir ciertpoder; pero no había conseguido que solvidara de Applethorpe. Cargaría co

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esa muerte hasta el final de sus días. YDe Vier, cuya habilidad había tentado amaestro a la noche eterna; De Vier, qual final había parecido compartir con smaestro un espíritu y una comprensióque escapaban al alcance de Michael…

De Vier se había marchado y había ido ejercer su poder a otra parte.

Michael bajó la mirada. U

hombrecillo con un sucio pañuelo en lcabeza balbucía algo, le preguntabalgo. Meneó la cabeza con impotencia

o lo sé. Infatigable, el hombre repitia pregunta. Michael entendió loequivalentes de «señor» y «comprar»Volvió a negar con la cabeza; pero e

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hombre le cerraba el paso, sin permitirlavanzar. Michael apartó un pliegue de scapa, mostrando la espada que portabpara intimidarlo. El hombrecillo sonrianimadamente, asintiendo con gran vigo  entusiasmo. Rebuscó en su túnica

sacó un frasquito; uno, dos, tres de ellosodos de formas distintas, poniéndoselo

bajo la nariz a Michael, gesticuland

con la mano libre: —¡Cuatro piezas! ¡Cuatro pieza

cuatro —o quizá fuera cuatro y cuatro—

piezas por uno! ¡Todos tres, hastmenos!Michael había pasado tiempo en e

mercado. Sin saber todavía de qué clas

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Eran venenos. Venenos para senemigo.

 —¡Cinco! —dijo el hombre—Todos tres, cinco por uno!

Una muerte a la que nadie podríhacer frente, rápida y segura. No serí

mposible prepararla para De VierMichael Godwin tenía amigos en lciudad, y dinero.

Se estremeció a pleno sorecordando la gracia animal deespadachín. Era una muerte espantos

que ofrecer a semejante hombre; unmuerte peor que la que él habíprocurado a Applethorpe o Horn. Pomucho que los chártilos disimulasen e

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oportunismo, seguía siendo una muertsin honor, imprevista y falta de desafíoEl desafío… o se sabe lo que es o no.

Michael tocó la espada que portabaÉl sabía lo que era el desafío; y para éno residía en proezas de armas. Era u

noble, y los nobles no buscabavenganza contra espadachines quactuaban por encargo. Si acaso, deberí

conspirar contra Horn; pero el noblhabía escapado ya a la venganza dMichael. No tenía motivos para quere

vengar a Horn, y para Applethorpninguna venganza sería suficiente jamásPara él era algo natural querer hacedaño al hombre que había sido e

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nstrumento de su primer pesar comadulto; natural, pero no justo. Se alegrde no haber tenido siquiera un vial eas manos.

La expresión de Michael indicó ahombrecillo que las negociacione

habían terminado. Se perdió de vistras una esquina, y Michael regresó co

Devin y el banquete.

Era verdad, como le había dicho lduquesa, que los chártilos respetaban quien sabía empuñar una espada. Lo

amigos que había hecho y qupracticaban con él se sentían intrigadopor algunas de sus técnicas de estocadrecta, y les divertía su inexperiencia

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pero uno de ellos le había dicho con voseria: «Por lo menos eres un hombre. Tpaisano el señor de los banquetes ebuena persona, pero…».

Cuando entró de nuevo en el salón lcomida continuaba todavía, y había un

cuarta copa de vino en el sitio de cadcomensal. Descubrió que estaba listpara ella y consiguió mostrar inclus

algo de entusiasmo ante los pastelillode almendras.

Devin lo miró mientras se sentaba

El rostro del embajador era solemnepero sus ojos brillaban con una risseca.

 —¿Te has perdido? —preguntó.

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 —Temporalmente sólo. —Michaedio un mordisco a un pastel.

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Capítulo 25

El Viejo Fuerte guardaba ldesembocadura del canal en la ciudaantigua, en su margen oriental. Todaví

se utilizaba como torre de vigilanciapero ahora su colmena de pasadizoalbergaba importantes prisioneros destado. De Vier había sido llevado all

esa mañana temprano, y lord Ferrihabía acudido en cuanto llegó a él lnoticia.

Media hora en el fuerte consiguique Ferris hubiera de esforzarse por nperder la paciencia. Al final, se sentó e

a silla que le habían ofrecido al llegar

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nfatigablemente su información: —Sabréis disculparme, milord, per

mis órdenes proceden de Creciente epersona. De Vier ha de permanecer bajestrecha vigilancia, y nadie podrá verlsin el permiso expreso de lord Halliday

 —Entiendo —dijo lord Ferris quizpor tercera vez, intentando que sonarnuevamente comprensivo—. Pero debéi

daros cuenta de que, como miembro deConsejo Interno, constituyo una porcióde la Justicia. Todos nosotro

nterrogaremos a De Vier en cuanto mseñor duque de Karleigh llegue a lciudad.

 —Lo haréis en el tribunal, sí

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milord. Pero no tengo instrucciones dpermitir entrevistas privadas poanticipado.

 —Oh, vamos. —Ferris ensayó unsonrisa, malinterpretándolo a propósit—. Seguro que la serpiente ya no tien

dientes y no puede hacerme daño. —Seguro, milord —convino e

alcaide, con la tolerancia oficial qu

reservaba para los superiores molesto—. Pero él sí podría sufrir dañoVigilamos a maese De Vier por s

seguridad tanto como por la de lodemás. En asuntos de este tipo, eespadachín no siempre es la partculpable.

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 —¿Cómo? —exclamó Ferris—. ¿Hdicho algo?

 —Ni una palabra, milord. Ecaballero… es decir, el joven smuestra sumamente callado y bieeducado. No ha pedido ver a nadie.

 —Interesante —dijo Ferris, metiden su papel de canciller—, e indicativde algo, posiblemente. Pero claro, n

debo hacerle ninguna pregunta antes denterrogatorio oficial. —Se levant

bruscamente, sacudiendo los pesado

pliegues de su capa—. Supongo que se habrá requerido asimismo qunforme a lord Halliday de todo el qu

venga preguntando por De Vier. —E

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hombre asintió—. Bien, en mi caso nhace falta que se moleste —dijacaloradamente Ferris—. Iré yo misma verlo, le informaré de mncumplimiento del protocolo y veré s

puedo conseguir el papel que tengo qu

presentarle. —Muy bien, milord —dijo e

alcaide… o una de esas frases ambigua

que implicaban escasa credulidad y edeseo de que los poderosos le dejaraen paz.

Ferris se apresuró a abandonar efrío del fuerte para subir al carruaje quo esperaba, donde apoyó los pies en uadrillo que podría haber estado má

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caliente. No condujo hasta la haciendde lord Halliday. Se fue a casa. No teníninguna intención de permitir quHalliday supiera que le interesaba ver De Vier. Pero sí quería ver aespadachín antes de que éste pudier

referir a Basil Halliday el plan de sasesinato.

 No era seguro que De Vier fuera

mencionar su nombre, por supuesto. Esno absolvería al espadachín deasesinato de Horn. Y, desde luego, n

siquiera era seguro que De Vieconociera la identidad de su contactuerto. Nada era seguro; pero Ferri

quería controlar tantos cabos suelto

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como pudiera. Tenía el plan más segure infalible, siempre y cuando pudierlevarlo a cabo: ofrecer su protección

De Vier en el asunto de la muerte dHorn, si De Vier accedía a seguiadelante con el desafio de Halliday e

cuanto saliera en libertad. Asumir epapel de patrono del repugnante asesinde Horn no beneficiaría a Ferris, per

podría idear alguna historia parexplicarlo, para ennegrecer sutilmente ecarácter de De Vier y añadir otr

mancha al de Horn; y era convenientque De Vier matara a Halliday. La deudvincularía al espadachín a Ferris de povida, y cuando saliera elegid

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Creciente, Ferris sabría sacarle partidoEn cuanto Karleigh volviera de s

hacienda para sentarse en el tribunanterrogarían al espadachín. De Vie

vería a Ferris en el estrado de los juece  lo reconocería. Ferris no se atrevía

correr el riesgo de que el espadachíntentara algo entonces para salvar l

vida. Era remotamente posible que D

Vier pudiera pensar en el doble chantajpor sí solo, pero Ferris debía encontraa manera de hacerle saber que estab

dispuesto a cooperar.Aunque ahora no podía ir a verlo sievantar sospechas. Necesitaba untermediario. Katherine le había fallad

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una vez, cuando la envió a la RiberaAhora debía volver a servirle… poúltima vez, si todo salía bien. Segurque no le negaban permiso para verlo su propia «esposa». Podría daresultado… Nadie sabía qué suerte d

arcanos emparejamientos se producíaen la Ribera, y la mujer era atractiva.

Un criado tomó la capa de Ferris

otro recibió el encargo de traerle unbebida caliente, y un tercero el dlamar a Katherine Blount.

La bebida caliente llegó, perKatherine no. El sirviente dijo: —He enviado a una de las doncella

a su habitación, milord. Por lo visto est

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vacía. —¿Vacía…? ¿De qué? ¿De l

persona, o…? —De sus, ah, pertenencias, milord

Al parecer la chica ha huido. Hace dosemanas recibió la paga mensual. Per

parece que desde anoche está ausente. —¡Ha huido! —Ferris tamborile

rápidamente con los dedos en la taza

pensando—. Dile a maese Johns quvenga. Le pediré que envíe unas cartas.

 No pretendía retenerla mucho má

iempo: ella era el nexo que lo unía a DVier, si llegaba a investigarse el caso. Ao mejor había sido demasiado duro co

ella, y simplemente se había fugado, e

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cuyo caso le daba igual lo que locurriera. Pero si se había ido, digamoscon Halliday…

Dictadas sus cartas y despedido ssecretario, Ferris comprendió, pesarosoque debía recurrir a Diane. Lo

contactos de la duquesa eran mejoreque los suyos; quizá consiguiera inclusdarle acceso a De Vier. No se l

contaría todo; eso sería un gran errorComo lo sería pensar que podía imponesu voluntad a Diane así como así; ya l

había intentando una vez, para desistirápidamente. Pero podría sepersuasivo, si ella estaba de humor parello… Ni siquiera ahora serviría d

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nada engañarla, pero se la podríconvencer. Ferris ordenó que prepararasu carruaje de nuevo, e indicó lfamiliar ruta al hogar de la duquesa dTremontaine.

Estaba en el recibidor de la duquesa

ntentando entregar sus guantes acriado, pero éste se negaba a aceptarlos

 —Mi señora no está en casa, milord

Ferris oyó su risa en la planta darriba, y el fragmento de una canción.

 —Grayson —dijo despacio—

¿sabes quién soy? —Claro que te conoce —dijo unvoz desde las sombras, arrastrando lapalabras—. Eres una figura mu

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reconocible.Un joven de no más de veinte año

estaba apoyado en la barandilla de lescalera, escudriñando a Ferris con unexpresión que contagiaba hastío humorismo al mismo tiempo. Estab

bellamente vestido de granate y lucía ucollar de rubíes. Tenía un libro en unmano.

 —Si la duquesa le ha pedido Grayson que te diga que no está en cas—continuó el joven—, significa que n

quiere verte. ¿Tienes algún mensaje? —preguntó solícito—. A lo mejor se lpodría dar yo.

Era alto, de huesos delicados

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eatralmente lánguido en sumovimientos. Se giró y apartó un pocde la escalera, deteniéndose para miradesde arriba al Canciller del Dragóncon la mano con que sostenía el librapoyada en la barandilla. Ferris l

observó fijamente, sin decir nadodavía. ¿Era éste su sustituto? ¿Uoven don nadie —oh, muy joven—, hij

de alguien recién llegado del campo? Uconsuelo tras la pérdida de MichaeGodwin, un insulto para Ferris, u

reemplazo… No era posible questuviera dándole largas. No tenímotivos. Su renuencia a verlo era unnueva clase de juego, o una treta de est

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oven altanero que, al fin y al caboquizá no fuera más que un parientejano de Diane…

 —¿Traéis algún mensaje, milord? —preguntó Grayson, profesionalmentsordo a lo que ocurría a su alrededor.

 —Sí. Dile a milady que volveré. —Quién sabe —flotó tras Ferris l

voz burlona mientras salía, con el pas

an vivo que su capa se desplegórozando al hombre que le abría la puert—, puede que entonces esté en casa.

Y mientras la puerta se cerraba a sespalda Ferris oyó la risa de la duquesdespertando ecos en el salón de mármol

Había respuestas a las cartas qu

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había enviado esperándolo cuando llega casa. Nadie había visto ni rastro dKatherine; o al menos, nadie lo admitíaPuede que hubiera regresado a la Riberdonde, en verdad, estaba su sitio.

Se quedó con las manos encima de

escritorio, apoyando el peso en lobrazos. Un minuto después habría denderezarse, levantar la cabeza

encontrar otra orden que dar. Antes dDiane, había sido igual, demasiado menudo: la sensación de que su pode

era bloqueado; de no ser tomado eserio; de no ser capaz de elegir por smismo la ruta más eficaz. Ahora era eCanciller del Dragón. La gente l

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conocía, lo admiraba, recurría a él parpedirle consejo, favores. Basil Hallidaconfiaba en él y le ayudaría si pudiera…Ferris se sobresaltó al oír su propibrusca carcajada. Ir a Halliday con suproblemas, como todos los demás…

enredarse él solo en esa red dcompasivo encanto, cambiar el dominide Diane por el de Halliday… no er

ése el camino hasta el poder qubuscaba, frío y carente de compromisossiendo él y sólo él quien dictara lo

érminos. La mayoría de la gente ercomo Horn: podían ser manipuladosdóciles y simples en sus acciones. Unpodía embaucar y deshacerse de lo

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obstáculos como Halliday. Ferrisuspiró, meneando la cabeza. Ojalpudiera ignorarlos a todos. Pero claroeso no era realista.

Ferris pensó en el día que spresentaba ante él y decidió emular a l

duquesa. Volviendo la espalda a sestudio, subió a su dormitorio, donde senvolvió en una bata pesada, orden

encender un gran fuego, se acomodunto a él con un libro y un cuenco d

frutos secos, y dio instrucciones de que

para quienquiera que viniese, no estaben casa.

***

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Para Richard de Vier, preso, ese dípasó muy despacio. Le dolía la cabeza  no había nadie con quien hablar, n

nada demasiado interesante en lo qupensar. Dando la jornada por perdidaprocuró estar lo más cómodo posible

se retiró pronto a la cama con el sol. Lmañana siguiente le trajo noticias de suicio.

El agradable joven noble ya le habíexplicado a Richard cuanto necesitabsaber sobre su inminente interrogatorio

El agradable joven noble, cuyo nombrera Christopher Nevilleson, había sidenviado expresamente por BasiHalliday para tal fin el día de su llegad

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al fuerte. Richard despreciabntensamente al joven. Sabía que nenía motivos para ello, pero así era

Lord Christopher había pedido ququitaran los grilletes de las muñecas as piernas de Richard, y había mostrad

una suerte de desolación oficial, teñidde horror personal, ante el estado en quo había dejado la Guardia. Pero la

magulladuras sanarían con el tiempo, ses que disponía de él. Estabespantosamente envarado, pero no tení

fisuras ni roturas.El ayudante de Halliday era serio nexperto. En él el acento arrastrado da Colina sonaba como un defecto de

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habla del que no hubiera podido librarsdesde su infancia. Informó a Richard dque sería interrogado primero eprivado por una colección de loremportantes, para determinar su grado d

culpabilidad en el asesinato de lor

Horn. Tenían que saber si estabrabajando para algún patrono para qu

pudieran decidir si juzgarlo en e

Tribunal de Honor o entregarlo a laautoridades civiles como asesino.

 —Hay muy pocas leyes que cubra

realmente el uso de un espadachín —explicó—. Si tuvierais algo por escritnos sería muy útil.

Richard se lo quedó mirand

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fijamente con un ojo hinchado. —No trabajo bajo contrato —dij

con voz glacial—. Ya deberían saberlo. —Yo… sí —dijo lord Christopher

nformó a Richard de que se le pediríque contestara a las preguntas baj

uramento, y de que ya había testigos quhabían prestado declaraciones juradacontra él.

 —¿Veré a alguna de esas personaen el juicio? —quiso saber Richard.

 —No —respondió lord Christophe

—, eso no será necesario. Ya hafirmado sus declaraciones ante donobles. —Continuó—: Lo comprendéis¿verdad? —Richard dijo que l

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comprendía. Al cabo, el agradable jovenoble se fue.

Por la mañana temprano habíaenviado a alguien para afeitarle arreglarle el pelo, porque el duque dKarleigh había llegado la noche anterio

  ahora el tribunal estaba completoRichard se había sometido a los dedoque lo peinaban y las tijeras, per

cuando apareció la afilada navajpreguntó si podía usarla él mismo y sofreció a comparecer sin afeitar de l

contrario. Al final permitieron que safeitara él solo y permanecierosolemnemente expectantes a salrededor para asegurarse de que no s

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cortaba la garganta.Sería interesante descubrir cómo er

el juicio. En el pasado, cuando le habíaencargado matar a algún lord, el noblque le pagaba siempre habícomparecido solo en el Tribunal d

Honor, de modo que De Vier no teníque presentarse. Su cuidado en lelección de sus patronos incluía s

habilidad para que así fuera. El Tribunade Honor era algo secreto, presidido poel Consejo Interno. Los espadachine

lamados a comparecer ante él despuénunca eran muy concisos en sudescripciones: o bien los habíaconfundido, o querían impresiona

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haciéndose los misteriosos, o ambacosas. Richard sospechaba que rara vese decía la verdad en el Tribunal dHonor: la capacidad de un noble parmanipularla y manipular también a supares parecía ser la clave del éxito allí

Por eso De Vier sólo aceptaba patronoque parecían tener ese don antes que hombres que le ofrecían contratos dond

su «inocencia» quedaría plasmada poescrito… por eso, y por su deseo dntimidad.

Ahora deseaba haberse mostrado upoco más agradable con lorChristopher y haberle hecho algunapreguntas más. Pero daba igual: pront

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averiguaría cuanto necesitaba deribunal por sí mismo. Podía pensar e

eso; podía pensar en el futuro pero no eel pasado. Ya había repasado todo lque había hecho mal; una vez ersuficiente para ese tipo de cosas, par

satisfacer su mente; todo lo demás ernútil y desagradable. Si sobrevivía

podría descubrir quién en la Riber

había declarado contra él. La razón denerviosismo de Katherine estaba clarahora. Pero ella no lo habría hecho po

su cuenta… de algún modo, la habíaasustado. Ya no podía ayudarla.Tenazmente se desperezó

deambuló por la pequeña estancia d

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piedra. Pasara lo que pasara, no tenísentido permitir que aumentara sembotamiento. Su cuerpo magulladprotestó, pero estaba acostumbrado a nhacerle caso. El cuarto no era taerrible; había luz, y una cam

atornillada a la pared. Sus heridas y lnactividad hacían que se sintier

cansado; pero la tentación del duro catr

era resistible.Se detuvo junto a la ventana

apoyándose en el alféizar de piedra. Er

un privilegio, en cierto modo, que no lhubieran arrojado al Tajo con locriminales comunes de la ciudadRichard estaba en una de la

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habitaciones superiores del ViejFuerte, que se alzaba sobre ldesembocadura del canal guardando lsección más antigua de la ciudad.

Muy abajo resplandecía el río, gris brillante como la superficie de u

espejo. Su ventana era una rendijestrecha que se ahusaba hasta unabertura en la pared superior. La piedr

fría era agradable contra su frente. Lcorriente estaba cambiando; vio pasabotes mercantes en dirección al canal.

La costumbre hizo que pegara lmano al costado cuando oyó abrirse lpuerta a su espalda. No se molestó ententar disimular el gesto cuando su

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dedos se cerraron sobre el vacío. —Maese De Vier. —El alcaide de

fuerte traspuso apenas el umbrarespaldado por una falange de guardia—. Está aquí vuestra escolta parconduciros a la Cámara del Consejo.

Le sorprendió el respeto que lprodigaban. No sabía si se tratabsimplemente de los buenos modale

formales que se extendían a todos loprisioneros del fuerte, o si el que fuerun espadachín famoso se imponía a

hecho de que viviese en la Ribera. —¿Hay mucha gente? —preguntó aalcaide.

 —¿Mucha gente? ¿Dónde?

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 —Fuera, en la plaza de Justicia —dijo Richard—, esperando a vernopasar. —Había asumido que loguardias debían impedir que locuriosos se les echaran encima al cruzaa plaza. Habría amigos allí,

adversarios; hordas de mirones curiososin nada mejor que hacer que darsempujones y observar embobados.

 —Oh, no. —El alcaide sonrió—. Nomaremos ese camino. —Interpretó l

mirada de De Vier—. Los guardias so

para vos. Milord no quiere que oencadenemos, así que necesitaremos uconvoy para prevenir vuestra fuga.

Richard se rio. Supuso que podrí

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herir al alcaide, y hacerse quizá con unde las armas de los guardias. Podríconvertir su tranquilo desfile en uncarnicería. Pero las posibilidadeestaban en su contra, y tenía una cita coel Consejo.

Llegaron a una escalera y cogieromás antorchas. Su camino conducíhacia abajo, bajo tierra, con olor

piedra empapada y mineral de hierroEra un sistema de pasadizos que, bajo lplaza, conectaba el fuerte con la cámara

 —¡Nunca había oído hablar de esto—dijo Richard al alcaide—. ¿Desdcuándo está aquí?

 —Desde mucho antes que yo —

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respondió el alcaide—. He memorizadel pasadizo. Forma parte de mideberes. Hay infinidad de callejones sisalida y ramificaciones inexploradas.

 —Procuraré no extraviarme —dijRichard.

 —Haréis bien. —El alcaide se ripor lo bajo—. Estáis muy seguro de vomismo, ¿verdad?

Richard se encogió de hombros. —¿No lo está todo el mundo?Las escaleras que ascendían no era

an largas como las que los habíalevado abajo. Los guardias tuvieron qucruzar en fila de a uno la puerta quhabía en lo alto, con Richard entre ellos

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Llegaron a un pasillo iluminado por luz del sol. A Richard le escocieron lo

ojos, y se sintió inmerso en el fuego dedía, saturado con los colores de laparedes con planchas de madera, losuelos de mármol y el techo pintado. E

calor del sol en el pasillo, con sus altaventanas, les resultó grato a todos tras efrío del pasadizo. Pero los guardias

disciplinados, permanecieron calladomientras escoltaban a su prisionero poel corredor.

Llegaron por fin ante unas grandepuertas dobles de roble, guardadas pohombres con librea que las abrieropomposamente. Richard se esperab

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algo espléndido; en vez de eso halló otrantecámara, más puertas. También éstase abrieron, y su escolta y él entraron eel Tribunal de Honor.

La estancia estaba en penumbracomo sumergida en un atardece

perpetuo. Le dio la impresión de ver tavez a una docena de hombres vestidocon espléndidas túnicas como disfrace

eatrales, sentados tras una larga mesfrente a él. Se le dio una silla en ecentro de la sala, de cara a Basi

Halliday y algunos otros. Hallidavestía de terciopelo azul, con un enormaro bordado con oro en el pecho: eemblema de la Creciente cuy

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cancillería ostentaba. Richard pensrónicamente la diana tan perfecta qu

constituía ese círculo. Pero por emomento ese encargo estaba aplazado.

 —Maese De Vier. —Erritantemente amable joven que le habí

puesto al corriente salió ahora al frent—. Éstos son los lores encargados dhacer justicia, reunidos en pleno ant

nosotros para llevar a cabo enterrogatorio. Han escuchado ya todaas declaraciones firmadas; os hará

ahora algunas preguntas. —Comprendo —dijo Richard—Pero ¿no falta uno?

 —¿Cómo decís?

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 —Has dicho, «reunidos en pleno»Pero hay dos asientos vacíos: el tuyo el que hay al lado de ése que tiene lcara colorada… de ese señor de verde.

 —Oh. —Por un momento, lorChristopher pareció confundido. N

estaba preparado para contestapreguntas del acusado delante de todosPero Basil Halliday sonrió y asintió e

su dirección; de modo que, armándosde valor, dijo—: Ése es el asiento dTremontaine. Junto a mi señor duque d

Karleigh. Cada casa ducal tiene derecha sentarse en el Tribunal de Honor… —¡Pero esa condenada mujer no s

oma sus deberes en serio! —rugió e

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hombre rubicundo que había sidseñalado como el duque de KarleighAunque había aceptado encargos dinero de él, Richard nunca lo habívisto en persona. Karleigh parecía ser eipo de persona que requerí

frecuentemente los servicios de uespadachín: orgulloso y polémicoademás de poderoso—. ¡No tardó e

legarle el mensaje, estoy seguro! Ellno ha tenido que venir corriendo desdel interior con un solo día de antelació

para esto… —Calma, milord. —Un hombre coun ave bordada en el pecho intentapaciguar al duque—. Eso es entre l

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duquesa y su honor, no el nuestro. —Richard reconoció a lord Montague, uhombre para el que había trabajado que le caía bien. Montague era ahora eCanciller del Cuervo, y menos propensa las peleas; Richard había resultad

herido una vez a su servicio, y lo habíalevado a la casa del mismo Montagu

para que se recuperara.

Cuando el duque de Karleigh sserenó, lord Halliday comenzó enterrogatorio.

 —Maese De Vier, hemos oído juraa muchas personas que vos matasteis ord Horn. Pero nadie fue testigo de

hecho. Todas las referencias apuntan

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vuestro estilo, vuestra habilidadrumores. Si podéis presentar pruebaconcluyentes de que estabais en otrparte la noche de su muerte, nos gustaríescucharlas.

 —No —dijo Richard—. No puedo

Es mi estilo. —¿Y creéis que hay alguien qu

podría copiar ese estilo para causaro

problemas? —No se me ocurre nadie. —… milord —terció Karleigh—

Maldita insolencia. No se me ocurrnadie, «milord»… ¡Cuida cómo tdiriges a tus superiores!

 —Y vos cuidad —dij

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ánguidamente una voz— de no dar araste con los procedimientos, Karleigh

—El florido duque guardó silencio, Richard pudo intuir por qué: quien habíhablado era un hombre de constituciómedia, tan mayor quizá como Karleigh

pero con manos flexibles que eran máóvenes, más diestras, y unos ojo

mucho más viejos. («Lord Arlen», l

ndicó Chris Nevilleson moviendo loabios.)— Lo siento —dijo Richard

Creciente—. No pretendía ser grosero.

Se había dado cuenta de quHalliday estaba ignorando loexabruptos de Karleigh; era evidentque había algún problema entre ambos

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Halliday se encogió de hombros y dijal Canciller del Cuervo:

 —¿Os ocuparéis de borrar estdiálogo de las minutas, milord?

Montague anotó algo e hizo una señal escribano que estaba a su espalda.

 —Por supuesto. —Comprenderéis, entonces —dij

Halliday a Richard—, que todas la

pruebas apuntan hacia vos. —Como ha de ser —dijo Richard—

Ésa era mi intención.

 —¿No negáis haber matado a Horn? —No.Aun en el pequeño grupo, l

reacción fue escandalosa. Al final, lor

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Halliday tuvo que hacer un llamamienta la calma.

 —Ahora —le dijo Halliday Richard—, llegamos al motivo concretde este juicio. ¿Podéis decir el nombrde vuestro patrono en la muerte d

Horn? —No, no puedo. Lo siento. —¿Podéis darnos alguna razón? —

Montague se inclinó hacia delante parpreguntar.

Richard pensó, moldeando s

respuesta con palabras que pudieracomprender. —Fue un asunto de honor. —Bueno, sí, pero ¿el honor d

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quién? —El mío —dijo Richard.Halliday suspiró sonoramente y s

enjugó la frente. —Maese De Vier: este tribuna

conoce y respeta la firmeza con qu

cumplís vuestra palabra. Todo patronde vuestra elección debe tener confianzplena en vos, y estoy seguro que es ést

el caso. Pero si es demasiado cobardpara revelarse y someterse al juicio dsus pares, quiero dejaros claro que e

vuestra vida la que está en juego aquSin un patrono noble, tendremos quentregaros a las autoridades civiles parque os juzguen por asesinato.

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 —Lo comprendo —dijo Richard. Upensamiento con la voz de Alec susurrsilenciosamente:  Mi honor no es dignde vuestra atención. Pero en secreto ssentía aliviado. Parecían desconocesinceramente por qué había tenido qu

matar a Horn. Puesto que Godwin habíescapado a su desafío, Horn no habíquerido jactarse de su chantaje a D

Vier. Hasta ahora, sólo en la Ribersabían algo al respecto. Y Richard harío que estuviera en su mano para que la

cosas siguieran así. Ni siquiera pensabque supusiera alguna diferencia el ques contara el motivo; seguramente no s

sostendría ante sus retorcidas normas. E

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ribunal estaba resultando ser interesantúnicamente en cierto modsorprendentemente desagradable: agual que sus excusas para matarse entr

sí, había un conjunto de reglas al margeque parecían volverse sobre sí mismas

 cuyo propósito se había perdido en eiempo transcurrido desde sus orígenes.

 —¿Puedo hacer una pregunta? —

dijo una voz nueva, ligeramente familiarRichard miró al orador y descubrió poqué: un hombre con el pelo negro com

el carbón y un parche en el ojo se habípuesto de pie. También él vestía derciopelo azul, y lucía un bonito dragó

en el pecho. Era Ferris, el que habí

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venido con la duquesa a pedirle qumatara a Halliday—. Maese De Vier. —Lord Ferris se presentó cortésmente—Soy el Canciller del Dragón del Consejde los Lores. También yo he oído ediversos lugares hasta qué punto s

puede confiar en vos… en diversougares, señor. —Tenía la cabeza torcid

para clavar su ojo sano en Richard; s

ojo elocuente. Richard asintió, parndicar que comprendía la referencia

su encuentro.

 —¿Vais a soltar un discurso, milorDragón? —preguntó el duque dKarleigh en voz baja pero imponente.

Ferris le dirigió una sonris

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afectuosa. —Si os place. Es lo que pasa po

ser un buen chico y esperar mi turno. —Los demás nobles rieron, rompiendo lensión y permitiendo que continuara—

Y creo, maese De Vier, que en vista d

vuestra reputación tal vez estemohaciéndoos un flaco servicio. Puevuestro estilo denota que sois no sólo u

hombre de honor, sino también dsentido común. Si matasteis a lord Hornuvisteis que hacerlo por algún motivo

Podría ser un motivo que a todos nonterese escuchar. La muerte de un noblconcierne a todos nuestros honores, ysea en un duelo formal o no. —Al fina

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de la mesa, Halliday asintió—. Ahorbien, es sabido que el tribunal civiacostumbra a valerse de métodos menoamables que los nuestros…

El noble joven y viejo al mismiempo preguntó secamente:

 —¿Sugieres que torturemos a DVier, Ferris?

Lord Ferris volvió la cabeza par

mirarlo. —Milord de Arlen —dij

complacientemente—, en absoluto

Aunque, de hecho, no es mala idea. Algformal, e inofensivo, para mantenentacto su honor.

Richard se sentía como si estuvier

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peleando con los ojos vendados. Lapalabras eran engañosas; uno debíguiarse por el tono y la inferencia, y poel puro sentido de la intenciónAcordándose del estilo de Ferris en laberna, Richard pensó que el nobl

estaba diciendo que sabía lo que habípasado con Horn. En ese casoamenazaba con desvelarlo… ¿a meno

que qué? ¿A menos que Richard lasegurara que no iba a revelar ecomplot contra Halliday? Pero ¿cóm

podría asegurárselo delante de todos? —Ferris —interrumpió Halliday—Arlen; debo pediros seriedad. ¿Iverdad queréis que esa propuesta const

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en acta? —Os ruego perdón —dijo un tant

altaneramente Ferris—. Creo qudeberíamos considerarla antes dentregar a De Vier para que muera manos del tribunal civil. Comprendo qu

una medida de este tipo prolongaría estnterrogatorio… más tiempo, quizá, de

que a algunos les gustaría dedicarle

Pero quisiera que conste que tiendo mpropia mano al espadachín para recibide él cualquier posible respuesta. En l

ntimidad de este tribunal, el honor dcualquier noble está a salvo, y sumotivos pueden seguir siendexclusivamente suyos. Eso no pued

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garantizárselo a De Vier. Pero le darcualquier otra cosa que pida.

Ése era el mensaje, lo más clarposible: lo que puedan hacerme no enada comparado con lo que te puedehacer a ti. Utilízame. Pero Ferris n

saldría al frente y cargaría con la muertde Horn. Quería que Richard dijera snombre delante de todos ellos

destruyendo así la reputación deespadachín entre los nobles del país. So hacía, Richard se vería obligado

buscar el patronazgo de Ferris. El asuntde Halliday, al parecer, seguía en pie.Richard se quedó sentado

pensando, y por una vez nadie se levant

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para dar un discurso. Podía oír los secoarañazos de los escribanos. Ferris lprometía inmunidad, protección privacidad en el asunto de Horn. Erodo cuanto podía esperar. Pero era sól

el juego de Horn repetido: salvar la vid

de Alec o salvar la propia; demostraque no podía proteger lo que era suyo demostrar que se le podía comprar co

a moneda adecuada. Empero, Ferrihabía hecho la oferta; su mano estab«tendida al espadachín». Si Richard s

negaba a aceptarla, Ferris podríencargarse de que la ley cayera sobre écon todo su peso, siquiera pargarantizar su silencio. La idea de l

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ortura honorable era ingeniosa…aunque demasiado dulce y empalagosacomo uno de los prodigios que servíaen sus banquetes, la jaula de caña dazúcar con el pájaro de mazapán dentroEligiera lo que eligiese, lo tenían: n

había más esperanza posible.Richard se levantó. —El espadachín os lo agradece —

dijo—. ¿Puedo hacer una pregunta anoble tribunal?

 —Sin duda.

 —Nobles señores, me gustaría…Pero sus palabras se perdieron euna súbita conmoción procedente de lantecámara. Gritos, el tañido del metal

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el arrastrar de pies resonaron entre lados puertas de roble. Toda la atención sapartó de Richard, como aves asustadaque levantan el vuelo de un tendederoHalliday hizo un gesto con la cabeza Chris Nevilleson, que abrió la puerta d

a sala.Los guardias retenían a un hombr

elegantemente vestido, intentand

mpedirle la entrada. Se diría ququisiera entrar a gatas, puesto quparecía no tanto que intentara escapa

como llegar al suelo. Cuando se abrió lpuerta el cautivo se enderezó de golpeUnos ojos verdes traspasaron lhabitación para clavarse en el Cancille

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de la Creciente. —Se me ha caído —dijo el intruso.Richard tira la pesada silla al suel

de una patada para crear undistracción. Como cabía esperar, alguiegritó, y en medio del alboroto podrí

legar hasta Alec, desarmar a uno de loguardias y salir con él de allí… Cayó ea cuenta entonces de que Alec n

siquiera le había dirigido la miradaAlec seguía hablando con lord Halliday

 —No sé qué les dais de comer, per

son terriblemente nerviosos, ¿no? Es urabajo tenso, supongo.Otros dos guardias habían aparecid

para enderezar la silla de Richard

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sentarlo en ella. Estiró el cuelloembelesado, contemplando al jovenoble del umbral. Alec tenía el pelcortado y lavado de modo que lrodeaba la cabeza como un suave gorroba vestido con encajes y oro, ta

espléndido como siempre se lo habímaginado Richard. Se esforzaba inclus

por no andar con aire gacho

probablemente porque le molestabhaberse vuelto tan tieso, recto y preciso

 —Si no estuvieran tan ansiosos po

convertir en budín de arroz a todo emundo, no se me habría caído, y a lmejor nos podríamos ahorrar todo esto.

Lord Christopher se apresuró

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adelantarse y cogió el objeto ecuestión, un medallón de oro en uncadena.

 —Oh, hola —dijo Alec—evilleson. Una vez tiré a tu hermana a

estanque de los peces. ¿Qué tal está?

Lord Christopher lo miró a la cara contuvo el aliento.

 —¡Campion! Dijeron… ¡Pensab

que habías muerto! —Bueno, pues no —dijo Alec—

Todavía no, al menos. ¿Me das eso, po

favor?Halliday asintió, y los guardias lsoltaron.

 —¿Veis? —Alec se adelantó

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enseñando en alto el medallón—Tremontaine. Es mi sello. Y mi pase. Menvía la duquesa. ¿Puedo sentarme?

La sala entera estaba observándolmientras se dirigía al asiento vacío entrord Arlen y el duque de Karleigh

Asintió cortésmente a los escribanos se presentó:

 —Lord David Alexander Tielman (I

E, una L) Campion, de Campion Tremontaine. —Agitó una mano con unfloritura—. Está todo en los libros d

heráldica, lo podéis mirar luego.Hasta Richard pudo ver la feromirada que dirigía lord Ferris al reciélegado. Pensó que si Ferris reconocía

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Alec de la Ribera, habría problemasPero Alec se limitó a captar la mirada sonreír a Ferris con privado y malsanplacer. A continuación se dirigió a lonobles reunidos.

 —Siento llegar tarde. E

exasperante: nadie parecía dispuesto decirme dónde ibais a reunirosDeberías dejar instrucciones sobre esta

cosas, de verdad. He visto más dePalacio de Justicia de lo que tienderecho cualquiera. Estoy molido

Espero que sea pronto la hora de comerY ahora, ¿podemos ir al grano, señores?Todos lo miraban fijamente ahora

hasta Basil Halliday. Sólo lord Arle

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parecía divertido. Arlen dijo: —Querréis leer las notas primero

ord David. Me temo que hemoempezado sin vos.

Alec lo miró con el viento, como sdice, momentáneamente expulsado d

sus velas. La opinión que tenía Richardel noble desconocido mejoró variopuntos. Todavía estaba demasiad

asombrado como para hacer algo máque disfrutar de la actuación de AlecAsí que Alec era pariente de la guap

mujer con la barca del cisne, después dodo. La admirable duquesa con eestupendo juego de chocolate habíenviado a su joven allegado a su juicio

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¿Quizá Alec —o, por lo visto, «lorDavid»— iba a reclamar el patronazgde la muerte de Horn? No era algo tadescabellado. La idea del elegante jovenoble de lengua mordaz y espantosomodales ejerciendo de su patrono hiz

que Richard sintiera un ligerescalofrío. Gran parte del irritantcomportamiento de Alec se debía a

simple temor y cierto azoramientoPlaneara lo que planease hacer aquíRichard esperaba que estuviera a l

altura. Ya había silenciado a Ferris, poo menos.Alec terminó de leer las notas y la

dejó encima de la mesa con un brusc

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cabeceo. La lectura parecía haberldado el tiempo necesario para recuperael nervio.

 —Tengo varias cosas que añadir —dijo—, y no todas ellas son adecuadapara este interrogatorio. Tremontaine h

soportado varias ofensas en este caso, es nuestro deseo presentarlas ante eConsejo de los Lores en pleno. N

puedo ser más específico ahora sipredisponer el caso. Asimismo, comalgunos de vosotros sabéis —aquí mir

igeramente a lord Christopher—, mnteresan los libros antiguos. Algunos dellos contienen, de hecho, algunos datoútiles. En uno he encontrado una antigu

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costumbre legal llamada el tripldesafio. Nunca se ha rescindidoficialmente, aunque ha caído en desusoSé que el cumplimiento de las antiguacostumbres es algo que respetaenormemente algunos caballeros —y l

mirada que lanzó a lord Karleigh fumenos ligera—, y espero que al llevar De Vier a la cámara ante todos los lore

del estado reunidos, podríamos exigir su patrono que se levantara llamándolres veces.

 —Suena muy dramático —dijHalliday—. ¿Estáis seguro de que serrealmente eficaz?

Alec se encogió de hombros.

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 —Será, como decís, un bueespectáculo. Y no querréis castigar ahombre equivocado.

 —Pero —dijo suavemente lorMontague—, ¿podemos convocar a lnobleza entera de la ciudad para qu

asistan a un buen espectáculo?La barbilla de Alec se levant

peligrosamente.

 —Debéis de estar bromeandoPagarían por ver algo así. Dos realepor cabeza, y sin derecho a sentarse

Que voten el arancel de tierras mientraestén todos reunidos. Se cancelaráodas las partidas de naipes.

Basil Halliday estuvo a punto d

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deshonrar su cargo riéndosrremediablemente por lo bajo.

 —Tiene razón. —¿Y eso —dijo Karleigh, content

de tener por fin algo con lo mostrarse edesacuerdo— es lo que opináis de l

dignidad del Consejo, milord? Pero afinal, se aprobó la moción.

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Capítulo 26

Dos días después, el alcaide del fuertestaba empezando a cansarse de perdea las damas.

 —La suerte del principiante —dijRichard de Vier—. Y además, nestamos apostando en serio. Venga, sólotra partida.

 —No —suspiró el alcaide—, harímejor en ir a ver quién quiere veros estvez. Es que esta gente no se da cuenta

as órdenes son órdenes, no cambian duna hora para otra. Pero una cosa odigo, podría jubilarme y mudarme a

campo con los sobornos que me ofrecen

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 —Estoy de moda —dijo Richard—es normal.

La celda estaba llena de florescomo su palco en el teatro. Loobsequios de comida y vino tenían quser rechazados por si estuviera

envenenados, pero las camisas limpiasos ramos y los pañuelos s

comprobaban en busca de mensaje

secretos y se aceptaban graciosamenteQuizá fuera de mal gusto hacer un hérode Richard de Vier con lord Hor

apenas frío en su tumba; pero los noblede la ciudad siempre se habían sentidntrigados por el espadachín. Ahora l

opinión popular era que el verdader

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asesino de Horn, el patrono de Richardse descubriría pronto en el inminentConsejo. Aun la casa vacía de Horestaba de moda; la gente pasaba frente ella varias veces, buscando el muro quhabía escalado De Vier y la habitació

donde había ocurrido todo. Y el joveDavid Campion, el instigador deemocionante proceso, era objeto d

nsistentes búsquedas en el hogar de lduquesa de Tremontaine… aunque énunca estaba en casa.

***

Alec pasaba gran parte del tiemp

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endido de espaldas en una habitación epenumbra, leyendo. La duquesa lenviaba bandejas con platos exquisitos ntervalos regulares, que él se levantab

para degustar. No le permitía vinsuficiente. De noche deambulaba por l

casa, visitando la biblioteca y leyendcosas al azar, tomando apuntes irándolos luego. Encontró una de la

primeras copias de la obra prohibidSobre las causas de la naturaleza  y leyó dos veces sin ver ni una sol

palabra. Lo único que le impedía volvecorriendo a la Ribera era el hecho dque Richard no estaba allí.

Tampoco la duquesa estaba en cas

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para lord Ferris. Las cartas que él lenviaba llegaban a su destinataria, perno recibían respuesta. Una vez, lencontró en un lugar público dondsabía que estaría. Se mostró encantadorpero no seductora. Sus ojos y su

palabras no contenían suacostumbrados dobles sentidos, respondía sucintamente a los de é

Ferris quería gritarle, golpearla, cerraos dedos alrededor de su cuello com

el tallo de una flor; pero había persona

delante, no se atrevía a iniciar una pelesin motivo. Sus rasgos delicados y spiel clara lo empujaban a un frenesí quno había experimentado en los mucho

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meses pasados con ella. Queríacariciar el satén tirante sobre sucostillas, apoyar las manos en la curvde su cintura y apretar su cuerpo ligercomo una pluma contra el suyo. Ssentía como un pordiosero asomado a l

verja de un parque, impotente rremediablemente desdichado. Sabía l

que había hecho para ofenderla; pero n

entendía como podía haberldescubierto. Aunque así fuera, no podíseguir soportando que ella resintiese s

ndependencia. Ya hacía tres años quera su voluntarioso aprendiz. Ella lhabía enseñado lo que era el amor, y lpolítica. Gracias a ella se habí

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convertido en lo que era. Y él le habíservido bien, defendiendo sus opinioneen el Consejo mientras ella se quedabsentada en el centro de la ciudaddelicada anfitriona a la que todoadoraban y de la que todos sabían qu

no le interesaba la política… No podía recordar cómo habí

despedido a su antecesor. Sus amorío

eran discretos. Tenía la ciudad llena damigos; algunos de ellos, tal vezantiguos pupilos que la habían dejad

más elegantemente. Él había estadseguro de que Godwin estaba destinada ser el siguiente. Le había beneficiadayudar a Horn en su pequeña locura

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para expulsarlo de la ciudad. Si hubierestado en lo cierto sobre su interés poGodwin, ella bien podría estar enfadadahora… aunque cualquier otra mujer ssentiría halagada por sus celos. Per¿cómo se había enterado? Estab

ugando con él. ¿Debería haberspresentado ante ella con una acusación¿Aguardado a que ella le diera la orde

de marcharse? Se le ocurrió ahora ququizá sí se la hubiera dado: no por culpde Godwin, sino por culpa de este jove

pariente suyo, el arrogante joven daltos pómulos. Había buscado a lorDavid en la Lista de Heráldica y abiertos ojos de par en par. Los lazos d

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sangre eran demasiado estrechos, siduda. Pero nada era seguro con lduquesa.

Lord Ferris había intentadransmitir un mensaje a De Vier po

medio de intermediarios; pero todos su

agentes eran rechazados, y al final habíenido que desistir so pena de desvela

sus intereses. Por algún motivo que sól

ella conocía, Diane enviaba a su jovepariente a defender la causa de De VierEstaba seguro, en el interrogatorio, d

que De Vier había comprendido suntenciones y había estado a punto dresponder afirmativamente… perentonces se había entrometid

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Tremontaine. Deseaba saber a quugaba Diane. La explicación má

sencilla era que quería a De Vier parsí. Pero Ferris no estaba dispuesto olvidar sus planes. Sin el apoyo dDiane, sus opciones a la Creciente s

reducirían, pero aun así no ermposible. Si de verdad De Vier l

había entendido, volvería a tener un

oportunidad en el Consejo abierto parconseguir la cooperación plena deespadachín. ¿Por qué, al fin y al cabo

endría que escuchar De Vier al joveemisario de Tremontaine, quieevidentemente estaba utilizando aespadachín para impulsar la

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ambiciones de su casa? Ferris podíprometerle libertad, patronazgo rabajo. Que viera Ferris, Davi

Alexander Campion no tenía nada quofrecerle a De Vier.

***

En la Cámara del Consejo, qu

antaño había sido la Cámara de loPríncipes, reinaba un caos festivo. Hastel último noble de la ciudad con derech

a sentarse en el Consejo ocupaba hoy sasiento… o estaba de pie, o sarremolinaba, apoyándose en banco

para hablar con amigos a dos filas d

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distancia, o llamando a sus criados parque les trajeran otra bolsa de naranjasLos aromas mezclados de las naranjas el chocolate se imponían a los máhabituales en la sala del enmaderadencerado, el polvo del techo y l

vanidad humana. El Consejo empezabemprano esa mañana, y las persona

desacostumbradas a saltarse el desayun

no estaban dispuestas a prescindir de élLos lores Halliday, Ferris

Montague, Arlen y los demás miembro

de la mesa de Justicia no compartían eregocijo general, ni su sustento. Estabasentados a una mesa en un estrado qupresidía la sala con la pared con panele

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ras ellos. Los cancilleres del Consejnterno lucían sus togas azules, y Arlen

el duque de Karleigh se habían vestidujosamente para presentarse en público

De lord David Campion todavía nhabía ni rastro.

Halliday observó a la muchedumbrapiñada.

 —¿Crees —murmuró a Ferris— qu

podríamos aprovechar para aprobar uno dos actas ya que están todos?

 —No —respondió tajantement

Ferris—. Pero te invito a intentarlo. —¿Dónde se ha metidTremontaine?

 —¿Te imaginas —dijo Montague—

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que se haya vuelto a perder? —Seguramente. —Halliday miró d

reojo a los nobles reunidos—. Sermejor que comencemos de todos modosantes de que empiecen a tirarse naranjas—Se inclinó hacia su ayudante—. Chris

diles a los heraldos que pidan silencio  luego ve y dile al alcaide qu

esperamos a De Vier.

Richard y el alcaide del fuertaguardaban pacientemente en unantecámara atestada de guardias.

 —Lo digo en serio —conversaba ealcaide con su prisionero—, en vuestrvida habéis visto un juego de cuchillocomo el que tenía ese extranjero, cad

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uno de ellos tan largo como uantebrazo, y equilibrado como el juicide Dios…

En ese momento las enormes puertase abrieron como postigos a la sala dreuniones, revelando un mundo d

nmensa magnificencia: una cámara cuyecho se elevaba hasta cuatro veces l

altura de una persona, tachonada de alta

ventanas que dejaban pasar un sol qudoraba la extensión de madera talladarriba y de baldosas abajo. El alcaide s

sacudió el polvo de las rodillas, Richard se enderezó la chaqueta antede cruzar esos portales.

Más de cerca, Richard tuvo un

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vertiginosa impresión de roble antiguo arabescos recién dorados; y de un mavertical de rostros, meciéndose rugiéndose como olas de verdad, permulticolores, como si la luz del socreara un arco iris. Distinguió tres fila

de asientos, llenas de nobles, y en ecuarto lateral una mesa elevada tras lque se sentaban los hombres de

nterrogatorio. Faltaba Alec. Pero Alevendría; tenía que venir. Richard spreguntó si volvería a vestir de verde

oro. Ahora que estaba aliado con lduquesa de Tremontaine, era apropiadque lo pareciera. Richard se imaginó a astuta duquesa dedicando a Alec e

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ipo de mirada que le había dedicado él en el teatro, prolongada, apreciativa divertida, diciendo tal vez con saristocrático ronroneo: «Así que al finahas entrado en razón y has decididrenunciar a la pobreza. Qué conveniente

Tengo un trabajo para ti…». Aunquexactamente qué clase de trabajo eraRichard no alcanzaba a desentrañarlo

Quizá estuviera confirmandsimplemente el regreso de Alec al redienviándolo al Consejo. Evidentemente

se había producido algún roce coFerris; quizá hubiera decidido no mataa Basil Halliday después de todo, enviar a Alec para impedirlo. Richar

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supuso que, con el respaldo de lduquesa, Alec podría salvarle la vidgual de eficientemente que Ferris, y si

que a él le resultara tan gravoso. Ncreía que Alec quisiera hacerle daño.

Le dieron a Richard una silla frent

al plantel de jueces. Todo su interérecaía sobre él: la expresión dHalliday, gravemente pensativa; fría l

de Ferris; el duque de Karleigh lmiraba fijamente sin disimulos. LorMontague enarcó las cejas en direcció

a Richard, sonrió y formó con los labioas palabras: «Bonita camisa». Detráde Richard, los bancos eran uhervidero de comentarios. No le hací

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gracia dar la espalda a tantodesconocidos. Pero observó los rostrode sus jueces como espejos para ver lque ocurría detrás de él. El de Hallidadelataba irritación; hizo un gesto, y loheraldos empezaron a aporrear pidiend

silencio.El alboroto murió lentamente con u

«¡shhh!» siseante y un audible: «¡Qué y

empiezan!». Por fin la estancia quedan silenciosa como cabía esperar de u

espacio tan atestado de almas. S

arrastraban los pies, crujían los bancospero las voces humanas se aquietarohasta formar un suave murmullo. Y emedio de ese silencio resonaron un pa

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de pasos sobre las baldosas.Desde el otro extremo de la cámar

legaba una figura alta vestida de negrcruzando la vasta extensión de sueloConforme se acercaba, a Richard se lformó un nudo en la garganta. El negr

que acostumbraba a vestir Alec era estvez todo de terciopelo. Sus botonerutilaban azabaches. Los bordes niveo

de su camisa estaban bordados coencaje de plata. Y, para mayor asombrde Richard, en una de sus oreja

destellaba un diamante.Alec tenía el semblante pálidocomo si no hubiera dormido. Cuandpasó junto a la silla de Richard no l

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miró. Subió al estrado y tomó asiententre los jueces.

La duquesa había aconsejado a spariente a qué hora exacta debíaparecer. Era su deseo que nadie labordara antes de que diera comienzo e

Consejo, ni tener que hablar con ningúotro juez al sentarse a la mesa. Su lugaestaba entre lord Arlen y el duque d

Karleigh, al otro lado del Canciller da Creciente y lord Ferris.

El murmullo en los bancos volvía

crecer de forma atronadora. Loheraldos se apresuraron a pedir silencio comenzó el interrogatorio.

Leyendo sus apuntes, lord Hallida

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repitió las preguntas del otro día, Richard sus respuestas. En un momentdado alguien exclamó desde los bancos

 —¡Más alto! ¡No todos lo oímos! —No soy un actor —dijo Richard

Se mostraba malhumorado porque as

era como le hacían sentir. Casi esperabque Alec hiciera alguna broma sobrirarle flores; pero fue Halliday el qu

se dirigió a él. —Echad la silla hacia atrás uno

pasos; el sonido se propagará mejor.

Así lo hizo, y sintió que de algunmanera el alto techo capturaba proyectaba sus palabras por toda lcámara. Esta gente pensaba en todo.

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Al cabo, lord Halliday se dirigió aConsejo:

 —Nobles señores: habéis escuchadel interrogatorio de los jueces aespadachín Richard, llamado De Viercon relación a la muerte de Aspe

Lindley, el difunto lord Horn. Quconspiró en esa muerte y la llevó a cabestá ahora fuera de toda duda. Pero e

honor de una casa noble es asuntdelicado, algo que no se menciona a ligera. Os damos las gracias por vuestr

presencia en la sala este día y orogamos silencio mientras el magistradformula la triple pregunta.

Miró a lord Arlen, que se reclinó e

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su silla de respaldo alto. Tras lrelajación del gesto de Arlen ardía unremenda concentración; y la sala

presintiéndola, guardó silencio. Arleevantó la cabeza, y la profunda mirad

de sus ojos jóvenes y viejos a un tiemp

pareció tocar todas las caras de lcámara, desde los solemnes hombres defrente a los jóvenes que reñía

animadamente en un rincón dondpensaban que podían pasadesapercibidos.

La voz de Arlen sonó seca y claraLlegó a todos los oídos. —Por la autoridad de este Consejo

 de la mesa de Justicia que lo preside

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  por el honor de todos los presentesconmino a todo aquél que posea un títuldel país, cuyo padre lo ostentara y qudesee que lo ostente su hijo, que sevante ahora y proclame si fue su hono

o el de su casa el que quedó restañad

con la muerte de Asper Lindley, edifunto lord Horn.

La primera vez que escuchó l

pregunta Richard sintió un escalofrió ea espalda. No había otro sonido en l

sala, y el mundo al otro lado de l

ventana había dejado de existir. CuandArlen repitió la pregunta, Richard oyun arrastrar de pies, como si alguien sprepara para levantarse, aunque nadie l

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hizo. Arlen esperó a que se restaurara esilencio antes de repetirla por tercervez. Richard cerró los ojos, y sus manose cerraron sobre los brazos de su sillpara no responder al desafío. No era shonor el que preocupaba a esta

personas. Y en el silencio opresivnadie se levantó.

 —Maese De Vier. —Richard abri

os ojos. Basil Halliday estabdirigiéndose a él con voz serena dorador para que todos pudieran oírlo—

Permitid que os lo pregunte por últimvez. ¿Delegáis sobre algún patrono lmuerte de lord Horn?

Richard miró a lord Ferris, que l

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miraba a su vez con mudo apremio, coas arrugas de su cara rígidas de velad

frustración. Era una orden implícita, y Richard no le gustó. Volvió la miradhacia Alec, que miraba por encima de scabeza con una abstracta expresión d

aburrimiento. —No —respondió Richard. —Muy bien. —La voz de Hallida

rompió el hechizo de Arlen, decisiva normal—. ¿Tiene alguien algo más quañadir?

Como si ésa fuera su señal, Alec spuso de pie. —Yo, desde luego.Un largo suspiro pareció escapar d

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a boca colectiva. Alec alzó una mano. —Con vuestro permiso —dijo a lo

otros; y cuando asintieron, bajó loescalones en dirección a Richard.

Cuando la figura de negro se acerca él, Richard vio que la mano de Alec s

perdía en la pechera de su chaqueta. Viel destello metálico, y vio su propimuerte al final de la fina hoja empuñad

por el hombre de terciopelo negro. Smano salió disparada para repeler ecuchillo.

 —Estamos susceptibles —dijo Ale—, ¿verdad? —Sacó el medallón de orde Tremontaine y, todavía a algunopasos de distancia, se lo lanzó a Richar

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—. Decidme —dijo Alec, arrastrandas palabras—, y ya que estáis, decidl

alto para que todos lo oigan, ¿habéivisto antes este objeto en particular?

Richard le dio la vuelta. Lo habívisto en la mano de Ferris, en la Ribera

a noche que habían hablado en el locade Rosalie. Ferris se lo había mostradpara despejar sus dudas sobre si acepta

o no el encargo anónimo. El trabajo quhabía resultado ser el asesinato dHalliday. El que Alec no había querid

que aceptara. Identificar ahora emedallón y su finalidad equivaldría apuntar a Tremontaine con el dedodelante del mismo Halliday.

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 —¿Estás seguro…? —empezó; pera voz de Alec se impuso a la suya:

 —Estimado amigo, he oído muchacosas escandalosas sobre vos, pero nque estuvierais sordo.

O equivaldría apuntar a Ferris con e

dedo. Tremontaine y Ferris habíaenido un desencuentro. Tremontain

negaría cualquier implicación en e

rabajo de Halliday. O tal vez… tal venunca hubiera habido ninguna parempezar.

 —Sí —dijo Richard—. Lo he visto. —Me asombráis. ¿Dónde?El tono de voz de Alec, lo exagerad

de su antagonismo, le record

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nevitablemente la primera vez que svieron. Entonces, su temerario ingeniomprudente y amargo, había atraído

Richard. Ahora conocía mejor a Alec, lbastante como para reconocer su mied desesperación. Alec se había acercad

o suficiente para que Richard oliera lfragancia acerada del lino reciéplanchado, la loción con que le había

afeitado y, soterrada, la agudeza de ssudor. Su familiaridad le hizo sentirsmareado de repente; y para s

consternación azuzó sus sentidos codeseo por el noble de negro. Se atrevia mirar a Alec a los ojos; pero, comsiempre, Alec miraba más allá de él.

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 —Me enseñaron esto… el medallóde Tremontaine… hace unos meses, ea Ribera. Me lo enseñó alguien… u

agente de Tremontaine. —Richard nmiró a Ferris.

 —¿Un agente de Tremontaine? —

repitió Alec—. ¿De veeeras? ¿Segurque no fue alguien que simplementpretendía venderos un objeto robado?

Pensó: ¡De veeeras, Alec! Perprobablemente así era como creían lonobles que era la Ribera.

 —Venía a encargarme un trabajo —respondió Richard. —¿Era un agente habitual, alguie

que conocíais?

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 —No. No lo había visto nunca. —¿Lo reconoceríais si volvierais

verlo? —No necesariamente —dij

ambiguamente Richard—. Sólo lo vi esvez. Y parecía estar disfrazado.

 —¿Oh, sí? ¿Disfrazado? —Pudpercibir el placer en la voz de Alec. Ercomo si estuvieran librando un combat

de demostración, como los que legustaban a las muchedumbres, coabundancia de fintas y alardes—. ¿Qu

clase de disfraz? ¿Una máscara? —Ambos sabían lo que se avecinaba, eso forjó el primer lazo de complicidaentre ellos aquel día.

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 —Un parche en el ojo —dijRichard—. Sobre el ojo izquierdo.

 —Un parche en el ojo —repitió covoz fuerte Alec—. El agente dTremontaine llevaba un parche en el ojo

 —Claro que —añadi

candorosamente Richard— mucha gento lleva.

 —Sí —convino Alec—, cierto

Apenas sí bastaría para acusar a alguiede hacerse pasar por representante dos Tremontaine en una cuestión d

honor, ¿no es así, señores? —Se volvihacia el jurado—. De todos modoshagamos la prueba. ¿Me permite la meslamar a declarar a Anthony Deverin

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ord Ferris y Canciller del Dragón? Nadie tuvo problemas para oír

Alec. Pero la sala permanecidesesperadamente silenciosa.

Ferris se incorporó fluida entamente, como un mecanism

engrasado. Bajó los escalones y se situunto a Alec, enfrente de Richard.

 —Bueno, maese De Vier —dijo

sólo eso—. ¿Y bien?Intentaba infundir temor en Richard

que percibía algo de locura en e

canciller, más intenso y furioso que Aleen su peor momento. Era como si lorFerris no se creyera aún que estabderrotado, y al mismo tiempo lo creyer

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anto que estaba dispuesto a hacecualquier cosa con tal de negarlo.

 —Milord —dijo amablementRichard a Alec… y esta vez Alec npudo obligarle a retirar el título—debéis preguntarme qué queréis de mí.

 —¿Es éste el hombre que habló covos en la Ribera? —preguntó Alec.

 —Sí —respondió Richard.

Alec se giró hacia Ferris. El cuerpde Alec estaba tan cargado de tensióque no podía temblar. Su voz habí

cambiado: formal, ausente, como sestuviera atrapado en aquel ritual dacusación y justicia.

 —Milord Ferris, Tremontaine o

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acusa de falsedad. ¿Lo negáis?El ojo sano de Ferris estaba clavad

en el joven. —¿Falsedad para con Tremontaine

—Sus labios se apretaron en una agrisonrisa—. No lo niego. No nieg

haberme entrevistado con el honorablDe Vier en la Ribera. No niego haberlenseñado el sello de Tremontaine. Per

sin duda, señores —dijo, con su voganando en seguridad mientras senfrentaba a la hilera de sus pares—,

cualquiera de vosotros se os podrocurrir otra razón para que yo hicieralgo así.

Richard abrió la boca, la cerró

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Ferris sugería que había acudido a épara pedirle que matara a Diane.

Alec lo dijo por él: —De Vier no acepta bodas.La frase conocida alivió en parte l

ensión reinante en la sala:

 —Ni bodas, ni mujeres, ni duelos ddemostración… —recitó con voz tristMontague.

 —Muy bien —dijo Aledirectamente a Ferris, resonando su vocon emoción contenida—. Y si rechaz

el trabajo, como sin duda ocurrió, ¿poqué enviasteis dos veces a vuestrcriada, Katherine Blount, para negociacon él?

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El aliento de Ferris sisefuertemente al escapar por su nariz. Asque era allí adonde había acudido… Diane, su rival en la cama. La muy zorrno tenía orgullo. Pero tenía que seeso… ¿Cómo sabría si no Tremontain

de sus encuentros con De Vier? Lsabía, entonces; pero no podídemostrar que él lo sabía.

 —Mi criada. —Ferris se obligó aparentar sorpresa—. Entiendo. Lseñorita Katherine es natural de l

Ribera. La tomé a mi servicio paribrarla de la cárcel. No tenía ni idea dque retuviera sus viejas costumbres, suantiguas amistades…

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 —Un momento —dijo Richard dVier—. Si lo que queréis decir es quella es mi amante, no es cierto. Vos ldeberíais saber muy bien, milord.

 —Lo que quiera que sea —dijfríamente Ferris—, no es de m

ncumbencia. A menos que pretendáique mi criada comparezca ante estConsejo para testificar que hacía d

recadera en mi nombre, me temo quendremos que olvidarnos de est

asunto.

 —¿Y qué hay del rubí? —Alec sdirigió a Ferris en voz tan baja que auRichard tuvo problemas para oírlo. Pera vieja nota burlona había vuelto a s

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voz. —Ah —empezó Ferris, con ton

estentóreo para el público—. SRobado…

 —Es mío —murmuró Alec. Con lgracia y el sentido de la oportunidad d

un actor abrió la mano, manteniéndolbaja entre su cuerpo y el de Ferris. Eanillo de rubí relucía en su dedo—

Siempre lo ha sido y siempre lo será. Lreconocí enseguida cuando Richard lrajo a casa. —Ferris escudriñaba s

rostro—. Sí —continuó Alec con uronroneo insinuante—, erencreíblemente obtuso, ¿verdad? Inclus

me vestí de negro especialmente par

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que establecieras la conexión. Persupongo que no se te puede pedir quveas las cosas igual de claro que eresto de nosotros…

El insulto dio en el blanco; Ferriapretó el puño. Richard se pregunt

cómo podría impedir que Ferris matara Alec aquí en el Consejo.

 —¿Milord…? —La voz de Basi

Halliday intentó sacar el drama aescenario público; pero Ferris se habíquedado paralizado de repente por l

doble visión del joven que tenía ante sal y como era la noche de los fuegoartificiales, subiendo a la carrera laescaleras de aquella taberna de l

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Ribera.Dicen que tiene una lengua capaz d

arrancar la pintura de la pared. Richardice que antes era un estudiante.

 —Gracias, Katherine. Lo he vistoEs muy alto.

Alto, y mucho más apuesto qucuando tenía el pelo alborotado encimde la cara… vestido de negro, po

supuesto: los harapos negros de uestudiante, entonces. Ferris recordhaber preguntado por el espadachín

recibir la respuesta de un risueñabernero: «Oh, es con el erudito de DVier con quien debéis hablar, señor. Ées el que sabe dónde se met

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últimamente». Y Ferris había visto pasaa Alec por su lado camino de la puertase había fijado en los huesos… peramás hubiera relacionado a es

andrajoso con la criatura melosa y acidque le había insultado en casa de Diane

De modo que no era Katherine lque había informado a la duquesa, sinsu pariente. Con su información Dian

habría conjeturado todo lo que habíhecho Ferris, y lo que se proponíaSintió deseos de reírse de su propi

estupidez. Había estado observando smano derecha estos últimos días, lmano que sostenía sus afectospreguntándose como un marido celos

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por qué lo repudiaba; mientras que todese tiempo era su mano izquierda la quguardaba la llave de su futuro, sucomplots y su mente.

Diane había descubierto su traicióna cual viniendo de su amante y alumn

era inaceptable. Basil Halliday era sesoro, el corazón mimado de su

esperanzas políticas para la ciudad. Y

había contratado al espadachín Lyncpara que se enfrentara a uno de Karleigen defensa de Halliday, y habí

conseguido disuadir a Karleigh. Nestaba dispuesta a perdonar que Ferrintentara deshacerse de su rival político

El que Ferris hubiera fingido que la

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órdenes procedían de ella erdoblemente condenable.

 No era ésa su intención. Pensaba qupodría convencer a De Vier de qurabajara para él por sus propio

medios. Pero cuando el espadachí

había demostrado ser recalcitranteFerris recordó el sello de Tremontainque descansaba en su bolsillo, prestad

por la duquesa aquella noche con upropósito completamente distintoEnseñárselo a De Vier le había parecid

el culmen de la astucia. Recordabhaber pensado que si, algún día, De Vieera llamado a declarar por el asesinatde Halliday, las pruebas señalarían

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Tremontaine y la duquesa, por fin, svería obligada a pisar la Cámara deConsejo para defender su casa antFerris, el nuevo Canciller de lCreciente…

Una vez comenzada la charada co

el sello, darle también a De Vier el rubde Tremontaine le había parecido unoportunidad demasiado buena com

para dejarla escapar. Diane se lo habíirado un día con una broma sobre ir

empeñarlo; no esperaba recuperarlo

Era la pasión por el detalle de Ferris, samor por los embaucamientos y lcomplejidad, y la fe en su propio podepara controlar a cualquiera, lo que l

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había puesto la zancadilla.Ahora estaba atrapado en lo

dorados floreos de sus propiamaquinaciones. Si hubiera dejado en paa Godwin, si hubiera dejado en paz Horn, quizá De Vier no se hubier

sentado nunca ante el Consejo; y quizAlec no hubiera vuelto nunca a la Colinen busca de ayuda para su amante…

En fin, aún podría asumir la culppor la muerte de Horn… Era justo quo hiciera, a fin de cuentas. Sería eso l

que querían, la duquesa y su joven. LorDavid quería salvar la vida de samante. Y Diane quería ver a su propiamante arruinado. Poseía los medio

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necesarios para ello. La duquesa shabía encargado de que estuvierpresente una considerable multitud despectadores: hasta el último lord de lciudad estaba allí. Si Ferris se negaba actuar para salvar a De Vier

Tremontaine revelaría el complot dHalliday delante de todos.

 —¿Y bien, milord? —La voz d

Tremontaine sonó alta y clara para quodos la oyeran—. ¿Habremos d

olvidarnos del asunto? Pues no os falt

razón; no tengo a vuestra criadguardada en la manga, esperando estificar contra vos.

Así recibió Ferris uno de lo

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momentos que atesoraba. Se sentía en lalto de la cúspide del pasado y el futurosabedor de que sus acciones regiríasobre ambos. Y le pareció sumamentclaro entonces que debía asumir econtrol, y cómo hacerlo. Se desgraciarí

por voluntad propia, por sí solo, frente os ojos que todos clavaba

perfectamente en él.

Lord Ferris se giró, de modo que ndiera la espalda a los jueces ni a lmasa de hombres que aguardaban su

palabras. Se dirigió a Tremontaine, persus palabras eran para todos ellosransmitidas con esa fuerte voz d

orador que tan a menudo habí

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encandilado al Consejo. —Milord, no hace falta que o

saquéis nada de la manga. Mavergonzáis, señor, como esperaba nener que avergonzarme jamás en m

vida; y aun así, por el bien de la justici

debo hablar. Quizá digáis que estodispuesto a vender mi honor parmantener mi honor; pero vender m

honor a cambio de justicia, eso nuncpodré hacerlo.

 —Interesante —dijo en tono familia

Alec—, aunque se aparta de las normade la retórica conocidas. Continuad.Asumiendo correctamente que nadi

más había oído ese comentario, Ferri

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procedió. —Señores; sea para sus excelencia

a justicia, y el honor para maese DVier. —Richard se sintió enrojecer dazoramiento. Para lord Ferris, hacer dsí mismo un espectáculo era su trabajo

pero Richard no tenía paladar para edrama—. Ante todos vosotros, confiesibremente aquí que me presenté e

falsedad ante De Vier en nombre dTremontaine, y que fue por medio de mntervención que Horn halló la muerte.

Y eso, pensó complacientementFerris, ni siquiera era mentira.Basil Halliday lo miraba fijament

con incredulidad. Todos los juece

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estaban paralizados, calladoscalculando, contemplando a aquél dellos que había tomado el estrado pardestruirse. Pero en los bancos era otrcantar. Los nobles del país gritabandiscutían, comparaban notas

comentarios.Por encima del telón de ruido

Halliday le dijo:

 —¡Tony, que estás haciendo!Y, llevado por la corriente de s

pura manipulación, Ferris encontró e

delicioso valor de mirarlo gravemente os ojos y decir: —Ojalá no fuera cierto; lo deseo d

corazón. —Hablaba en serio.

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 —Pide silencio, Basil —dijo lorArlen—, o no habrá forma ddetenerlos. —Los heraldos dierogolpes y voces, y al cabo se restableciuna suerte de orden.

 —Milord Ferris —dijo pesadament

Halliday—. Asumís la responsabilidapor el desafío a lord Horn. Es un asuntpara la Corte de Honor, y como tal s

resolverá allí.Pero eso no le serviría de nada

Ferris, aunque a la duquesa podrí

complacerle el verlo barrido bajo lalfombra. Para servir a sus fines scaída tenía que ser espectacular; algque se recordara con asombro… algo d

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o que regresar envuelto en gloria. Dmodo que Ferris levantó una mano, ugesto de desaprobación que hizo que lardiera la palma como si sostuviera eella sus espíritus vivos. Por supuestque lo escucharían todos. Había sido s

prodigio, el joven brillante de encanto coraje. Se había ocupado de questuvieran listos para seguirlo: podrí

haber conseguido la Creciente con sólpedirla. Ahora tardaría más; pero con smismo acto de abnegación estab

abrándose el camino de vuelta a sucorazones. —Señores —se dirigió a la cámar

—. El Consejo de mis pares, los noble

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señores de este país, es corte de honosuficiente para mí. Confieso librementque merezco un castigo a vuestras mano no rehuiré el peso de su justicia. Per

creo que lo que ha predestinado que mimalas obras sean reveladas ante todo

me ha reservado asimismo el don dpermitiros escuchar mis motivos, l«causa de honor» que me impelió

cometer tal acto, aquí, de mis propioabios. —La galería se revolvió dnterés. Esto era lo que habían venido

ver, al fin y al cabo: el drama, la pasióna violencia; la creación y la destruccióde reputaciones en una sola mañanaCasi en un aparte, pero enunciado d

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modo que todos lo oyeran, Ferris acotó: —En cuestiones de honor, el sabi

emerá mucho menos la censura de supares que su conjetura. —El epigramsuscitó una oleada de risas aprobatorias

Los jueces murmuraron entre s

decidiendo si aprobar la inusitadsolicitud. Sólo Alec estaba preocupadoRichard conocía esa expresión de sum

desdén y lo que significabaAparentemente, en los planes dTremontaine no entraba ningún discurs

de Ferris. Pero no había gran cosa qupudiera hacer Alec al respecto, tan sólquedarse allí plantado dejando que laltanería enmascarara sus nervios

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Richard no podía apartar la vista de éesbelto, quebradizo y ecuánime. Todo lque, en la Ribera, viniendo de udesecho académico harapiento y dargos cabellos, había inspirado rabi

homicida en los hombres, era apropiad

  común en el mundo de esta elegantcriatura… refinado casi hasta lparodia, pero aún en los límites de l

normalidad. Los nobles no le amaríapor ello, pero lo aceptarían en su senoÉste era su sitio, después de todo

Richard intentó imaginarse a Alec comera ahora, de nuevo en sus habitacionede la Ribera… y sintió que le atenazabel estómago una emoción que juzg

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mejor no tomar en consideraciónApartó los ojos de los secretos decomportamiento de Alec y volvió fijarse en lord Ferris.

El canciller había inclinado sustrosa cabeza; pero sus hombro

cuadrados denotaban galantería y unnoble determinación. Ya fuera por spose o por la pura curiosidad qu

suscitaba su ruego, Ferris obtuvo lo ququería. En la pausa en loprocedimientos mientras los juece

omaban la decisión de permitirlhablar, Ferris había elaborado lodetalles de su historia; la atacó ahora eun nuevo tono, no humilde sino feroz co

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a desesperación de quien tiene unúltima oportunidad de limpiar su nombrde calumnias; aunque con el tinte dresignación de quien sabe que ha obradmal.

 —Señores —comenzó de nuevo

acercándose al centro de la sala a largazancadas—. Como sabéis, en cuestionede honor nos debemos cierta

explicaciones. Os las ofreceré todaahora, con retraso y no poca vergüenzaLos más perspicaces habrán intuido y

el motivo: pedí la muerte de AspeLindley y oculté posteriormente ehecho, para impedir un brote de rumorecon el que podrían sufrir los inocentes

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Ruego que os lo toméis ahora como hico entonces… como un simple rumor

como la malicia, quizá, de un viejo… —Levantando la voz, Ferris se interrumpi  se pasó una mano por la cara—

Perdonadme. No es éste lugar dond

ibrar nuevamente el duelo. Baste decique había llegado a creer que lord Horse proponía deshonrar a un pariente d

mi madre. Bebido, Asper se refirió eérminos irrespetuosos a la mujer de m

pariente, y aun empezó a afirmar que e

hijo del hombre se parecía más a él qua su padre. El chico… el joven, deberídecir, puesto que contaba casveinticinco años… estaba en la ciuda

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en ese momento, y temí… lo que temerícualquiera en ese caso. Lo cierto es qusí que se parecía a Asper, en su aspect en… otros sentidos.

Ferris hizo una pausa, como parrecobrar el dominio de sí mismo. L

sala estaba en absoluto silencio. Persabía que todos estaban repasando lista de jóvenes esbeltos y apuestos qu

habían pasado recientemente por lciudad. Posiblemente había sido ydemasiado obvio; sin duda habí

proporcionado detalles suficientes paretiquetar a Michael Godwin como ebastardo de Horn, para siempre, en lmente de algunos. Que él supiera

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ncluso podría ser cierto. Y ahí estabasu regalo de despedida para Diane; unmancha sobre el hombre que habíosado considerar para reemplazarloQué dedicara a eso sus delicada

estratagemas!

Lord David, curiosamente, sonreícomo si todo aquello le hiciera graciaFerris lo observó por el rabillo del oj

 le traspasó de repente la horrenda idede haber cometido un error… de quTremontaine no era realmente quie

decía ser; la duquesa le había engañaduna última vez y estaba acostándose coesta desgarbada belleza… Pero ya erdemasiado tarde para cambiar s

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historia. Puso freno bruscamente a sucábalas. La mala suerte había queridque fuera un hombre celoso. No debípermitir que eso se interpusiera en ecamino de su próximo paso, la funcióque todavía estaba por dar.

Se volvió para encararse con loueces, dando su hombro izquierdo aoven, para no verle la cara.

 —Señores —dijo en voz baja permperiosa, una de sus especialidades—

Espero que el honor del tribunal se ve

satisfecho con esto. Si… —Quizá el honor se vea satisfech—lo interrumpió lord David arrastrandas palabras—, pero Tremontaine no. S

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pudiéramos prescindir por un momentde retóricas edulcoradas, me gustaríseñalar que mentisteis a De Vier, y quhabéis intentado difamar el nombre dvuestro sirviente en el tribunal parocultar ese hecho.

Ferris sonrió para sí. Un jovegualitario. A este tribunal le daba igua

cómo tratara a sus sirvientes; e

muchacho había pasado demasiadiempo en la Ribera. Si él era la últim

opción de Diane, la duquesa tendrí

rabajo por delante enseñándolpaciencia en el arte de gobernarcualquiera podía ver que dabdemasiada importancia a las cosas. D

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Vier, por otra parte, era la viva imagede la calma, delatando tan sólo unteligente interés. Ferris lamentab

perderlo. Su equilibrio era perfecto. —Ruego el perdón de Tremontain

—dijo gravemente Ferris—. No so

ajeno al hecho de haberme comportaddeplorablemente. Cualquier otrcompensación queda en manos de l

mesa de Justicia. En cuanto al resto…—Una serie de alientos entrecortadosurcaron la sala cuando vieron lo qu

estaba haciendo. La túnica de terciopelazul, ricamente bordada con el dragódel canciller del Consejo Internocolgaba suelta ahora de sus hombros

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Con meticulosa formalidad deshizo loúltimos botones y apartó de su cuerpo emanto de su oficio. Lord Ferris lo doblcuidadosamente, sin dejar que tocara esuelo. Se quedó delante de todos vestidcon medias, calzas, y una camisa blanc

cuyas grandes mangas y alto cuellcubrían tanto como la túnica, aunque dforma mucho menos imponente. Ale

uvo el descaro de quedarse mirándolo.En cierto modo, frío y terrible

Ferris estaba pasándoselo en grande

Todo aquello era política, a fin dcuentas. Con cada gesto de marcadhumildad, atraía a su público hacia sCuando estuviera tan abajo que ya n

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pudiera caer más, le mostrarían piedadY sobre esa piedad él reconstruiría sfortuna.

Agradeció hondamente el permispara renunciar a su cargo. Firmcortésmente las declaraciones de s

estimonio. Y humildemente se quedó a sombra del estrado de la mesa d

Justicia de la que había caído, mientra

sus hasta ahora colegas se retiraban decidir su suerte.

Los nobles en los bancos se movía

de un lado para otro. Volvían a encarganaranjas. Nadie se acercó a Ferris y DVier, aislados en el centro de la salaPor fin Ferris hizo una seña a u

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escribano para que le trajera una sillaDe Vier no estaba prestando atenciónSu amigo se había ido con los demáueces.

Poco importaba que creyeran o no lhistoria de Ferris. Ninguno de ello

estaba ansioso por castigar a De Vieran sólo por aclarar quién tenía la culp

de la muerte de Horn. Con un patron

noble en el tribunal, toda la culpa caíde los hombros de De Vier… emergíconvertido en un héroe, fiel a l

confianza de su patrono hasta la muerteTodos los espadachines estaban locosdesde luego. A la gente le gustaba esoHabía sido arriesgado que Ferri

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nsistiera en hacerse escuchar en uConsejo abierto: alguien podría habesacado a relucir fácilmente laatrocidades cometidas con Horn. Perhabían respetado su humildad, o shabían dejado distraer por ella, y nadi

había dicho nada.Los murmullos de expectación en lo

bancos indicaron a Ferris que los juece

volvían a cruzar la doble puertaAguardó largo rato antes de girar lcabeza para mirarlos. Uno por uno lo

hombres retomaron sus asientos, sin qusus rostros solemnes delataran nada¿Harían todavía un ejemplo de él¿Habrían visto de algún modo a travé

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de su farsa? ¿O seria simplemente qusufrían con el trauma de su destituciónFerris se clavó los dedos en la palma; sconcentró en mantenerlos inmóviles. Lúltima imagen que diera debía ser la dalguien que afrontaba su destino co

elegancia.Fue Arlen el que habló, no Halliday

Ferris mantuvo la mirada apartada de

estanque quieto que eran los ojos deotro: los había visto ruborizar a otrohombres en el pasado. Arlen habló d

una compensación financiera a la casde Horn, disculpas públicas Tremontaine… Ferris intentó combatia creciente ligereza de su corazón

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¿Sería eso todo? ¿Conservaría aún eamor y la confianza de Halliday? Questúpido, pensó, qué estúpido… compuso el rostro en líneas de profundpreocupación. Suponía un esfuerzfísico mantenerlo así cuando finaliz

Arlen; no esbozar una sonrisa de aliviera tan difícil, a su manera, comevantar rocas o subir escaleras.

Antes de que el silencio que siguió a sentencia de Arlen pudiera romperseord Halliday dijo:

 —Éste es el castigo que considerusto elegir el Tribunal de Honor. Quconste en acta. Hablo ahora por eConsejo de los Lores, de cuyo Consej

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nterno sois antiguo miembro. Nolvidamos los servicios que allí habéiprestado, ni vuestra habilidad a la horde ejecutarlos. Aunque ahora vuestractual posición os impide continuasirviendo allí, al Consejo l

complacería aceptar vuestros servicioal estado en otra esfera. A tal fiproponemos vuestra asignación e

calidad de embajador plenipotenciario a nación libre de Arkenvelt.

Ferris tuvo que morderse el labi

para no soltar una carcajada… no, estvez, de alivio. Pero la risa histérica nera la respuesta adecuada que presentaen público ante una derrota aplastante

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Arkenvelt! El viaje duraba seisemanas por mar, o tres meses poierra; estaría lejos de las fronteras de spaís. Las noticias llegarían con domeses de retraso, su trabajo sería estéri aburrido.

Era el destierro, entonces, y cómo lconocían. El destierro a un desierthelado de anarquistas tribales qu

casualmente controlaban la mitad de lariquezas del mundo en plata y pieles. Lciudad portuaria, eje de todo e

comercio importante, era una gigantescaldea internacional de pescadores cuyacasas estaban excavadas en la mismierra. Dormiría sobre una pila de piele

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de valor incalculable y despertaría pararrancar un pedazo de carne de oscongelada del cadáver colgado junto a puerta. Su trabajo consistiría enterceder entre intereses comerciales

ayudar a capitanes perdidos a encontra

el camino a casa… examinar lapolíticas de mercaderes y mineros. Lmáximo a lo que podría aspirar serí

forrarse los bolsillos de riquezaocales mientras esperaba a que llamaran de nuevo. No podía sabe

cuándo ocurriría eso. —Milord Ferris, ¿aceptáis el cargo?¿Qué más podían hacerle? ¿Qué má

podía hacerle ella? Conocía la ley; es

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se lo debía a Diane. Pero, naturalmentea Diane le debía tantas cosas.

Oyó su propia voz, como si sonaral final de un túnel, desgranando lafrases de gratitud apropiadas. No eruna oferta exenta de generosidad: l

oportunidad de redimirse en un puestde responsabilidad que, con el tiempoo conduciría a otros. Si se comportaba

no tardaría mucho. Y ellos olvidaríancon el tiempo… Eso se decía FerrisPero resultaba difícil no rendirse a l

risa, o a los gritos, decirles lo qupensaba de todos ellos mientraobservaban su digna reverencia y sespalda recta, todos esos ojos qu

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seguían su lento caminar por el suelresonante hasta que cruzó la puerta de lcámara del Consejo de los Lores.

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Capítulo 27

Al parecer los nobles de la ciudaquerían felicitar a Richard de VierQuerían pedirle disculpas. Quería

admirar su atuendo, querían invitarle comer. Iba a pegar a alguien, sabía quba a pegar a alguien si no se apartaban

si no dejaban de arremolinarse a s

alrededor intentando tocarlo, llamarle latención.

El alcaide del fuerte apareció a s

ado. Richard siguió la senda quabrieron sus hombres para salir de lcámara, hasta la pequeña sala de espera

Allí, una voz que conocía dijo:

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 —¿No pensarías que iban a dejartmarchar sin más?

Tenía sed, y hasta la últimmagulladura de su cuerpo le dolíaRespondió:

 —¿Por qué no?

 —Te adoran —dijo Alec, sonandhorriblemente como él mismo—Quieren que te acuestes con sus hijas

Pero tienes una cita previa coTremontaine.

 —Quiero irme a casa.

 —Tremontaine desea expresar sgratitud. Hay un carruaje esperandfuera. Acabo de gastar una fortuna esobornos para asegurar un camin

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despejado. Vamos.Era el mismo carruaje pintado al qu

recordaba haber ayudado a subir a lduquesa, aquel día en el teatro. Enterior estaba acolchado con terciopel

de color crema que parecía tener un

capa de plumas de ganso debajoRichard se reclinó y cerró los ojos. Sprodujo un suave tirón cuando e

vehículo empezó a moverse. Iba a ser uargo viaje; los edificios del Consej

estaban lejos al sur y al otro lado del rí

desde la Colina. No podían planeadejarle en la Ribera, las calles npermitían el paso de un carruaje de esamaño.

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Oyó un roce de papel. Alec lofrecía un paquete aplastado de bollopegajosos para que eligiera.

 —Es todo lo que he podidconseguir. —Richard se comió uno, uego otro. Y otro más desapareció d

alguna manera, aunque no recordabhaberlo cogido, pero ya no sentía tanthambre. Alec seguía picoteando entr

as arrugas del papel en busca drocitos de azúcar glaseado. Pese a

esplendor de su terciopelo negro n

parecía llevar ningún pañuelo encima, Richard había perdido el suyo en algunparte en la prisión—. Habrá champán ea casa —dijo Alec—. Aunque no sé s

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me atreveré. Hace días que no memborracho; creo que he perdidaguante.

Richard apoyó la cabeza en erespaldo y volvió a cerrar los ojos, coa esperanza de quedarse dormido

Debía de haberse quedado transpuestoporque no tenía ningún pensamientcoherente, y antes de lo que esperaba s

habían detenido y un criado les abría lpuerta.

 —La casa de Tremontaine —dij

Alec, bajando detrás de él—. Perdonapor favor, yo… —miró recelosamentde soslayo a una de las ventanas máaltas—… tengo una cita ineludible.

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Aparentemente, todo estaba previst  organizado. Richard fue conducido

solo, al tipo de habitación qurecordaba de sus días de juegos en lColina. Había una bañera con agua mucaliente, en la que permaneció meno

iempo del que hubiera deseado, porquno le gustaba que hubiera criadorevoloteando a su alrededor. Dejaro

que se vistiera él solo. Se puso unpesada camisa blanca, y se queddormido encima de la mullida colcha d

a cama.Se despertó al abrirse la puerta. Eruna bandeja de cena fría, que tuvo eprivilegio de comer a solas. Dejó l

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bandeja en una mesita junto a la ventanaque daba a los jardines y céspedes quse extendían hasta el borde del agua. Esol convertía el río en bronce bruñidoel atardecer tocaba a su fin. Era casibre de marcharse.

Los sirvientes le incomodabansobre todo los bien adiestrados. Parecíque intentaran comportarse no com

personas sino como modestos autómataque por casualidad respiraban y podíahablar. Todo el mundo era siempre mu

educado con ellos, pero a los nobles ses daba bien ignorar su presencia, y éera incapaz de eso. Era consciente eodo momento de la otra persona qu

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estaba allí, el cuerpo impredecible y lmente curiosa.

Los criados de la duquesa dTremontaine se contaban entre lomejores. Le trataban con cortédeferencia, como si les hubieran dich

que él era alguien poderoso mportante. Manteniéndose a la distanciusta frente a él, lo escoltaron po

pasillos y escaleras para entrevistarscon su benefactora.

 No sabía qué esperar, de modo qu

se esforzó cuanto pudo por no esperanada. No podía dejar de preguntarse sestaría allí Alec. Pensó que le gustarívolver a ver a Alec, una última vez

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ahora que tenía la cabeza mádespejada. Quería decirle que le gustabsu ropa nueva. En la casa de la duquesparecía menos sorprendente que Alefuera un Tremontaine, mientras recorríos ornamentados corredores cuy

meticulosa disposición parecía burlarsde su propia opulencia.

La sala de estar de la duquesa estab

an decorada que confundía la vistaEstaba atestada con intriganteposesiones de diversas formas

colores, todas ellas capturadas reflejadas en el enorme espejo convexque colgaba sobre la chimenea. En unsilla frente al fuego había una muje

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sentada, cosiendo.Richard vio el pelo de color rojizo

se giró dispuesto a marcharse. Perhabían cerrado la puerta a su espaldaKatherine Blount se puso de piambaleándose, soltando su labor.

 —Milady —dijo en voz baja, con lgarganta constreñida por el miedo—milady debería estar aquí…

 —No importa —dijo Richardodavía junto a la puerta—. Supongo qu

me han traído al cuarto equivocado.

 —Richard —dijo ellatropelladamente, nerviosa—, tienes quentenderlo… me dijeron que resultaríaherido.

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 —No se puede desarmar a uespadachín sin herirlo antes —repuscalmadamente él—. Pero ya estoy bien¿Puedo abrir la puerta yo solo, o tengque llamar y dejar que lo haga ucriado?

 —Tienes que sentarte —espetó ell—. ¡Siéntate y mírame!

 —¿Por qué? —pregunt

educadamente Richard.Katherine se agarró al respaldo de l

silla para armarse de valor.

 —¿Es que te da igual? —pregunté—. ¿Ni siquiera quieres saber cómo hocurrido?

 —Ya no —dijo él—. No creo qu

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mporte. —Importa —dijo ferozmente ella—

mporta el que lord Ferris me forzardemasiado… el que viniera aquí a mseñora… el que ella me enviara buscarte. No quería hacerlo, pero confí

en mi señora. Me ha tratado mejor de lque nunca me trató lord Ferris. Nquería hacerme daño, y no querí

hacértelo a ti. Pero Ferris quería qumataras a lord Halliday. Si lo hubierahecho estarías en deuda con é

Teníamos que sacarte de la Ribera, parque te juzgara el Consejo y mi señorpudiera salvarte y conseguir qucastigaran a Ferris en tu lugar.

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 —¿Qué tenía en contra de Ferris¿Espera que trabaje para ella ahora?

Katherine se quedó mirando ahombre que estaba en la otra punta decuarto, tan dueño de sí mismo.

 —¿No lo sabes? Alec está aquí.

 —Oh, ya sé que está aquí. Estaba eel juicio. —La miró—. Deberías tenecuidado con cómo dejas que te utilicen

Kath. Si dejas que empiecen, seguiráhaciéndolo.

 —No es así…

 —¿Por qué no? ¿Porque es amablcontigo, hace que merezca la penaMira, estoy bien… pero desearía que no hubieras hecho.

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 —¡Oh, cállate, Richard! —Establorando, notó con desmayo e

espadachín—. ¡Pensaba que no volvería verte nunca!

 —Kathy… —dijo él con impotenciapero no hizo ademán de acudir

consolarla. Katherine tenía la nariz roj  estaba enjugándose los ojos con e

dorso de las muñecas.

 —No te debo nada —sorbió—Salvo una disculpa… bueno, ya lienes. Lamento no poder ser un

ribereña fuerte. Lamento dejar que lgente me utilice. Lamento que tgolpearan y que fuera por mi culpa…Ahora haz el favor de irte y dejarm

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sola!Richard se volvió hacia la puerta

pero ésta se abrió y entró una mujevestida de seda gris.

 —¡Katherine, tesoro! —dijo lduquesa de Tremontaine—. Has hech

lorar a mi Kathy —regañó a Richardpasando junto a él como una exhalaciópara acoger a la mujer en sus brazos

dejar que sus lágrimas mancharan lseda. La duquesa le ofreció un cuadradde linón blanco como la nieve para qu

se secara—. No pasa nada —les dijapaciguadoramente a ambos la duques—. Ya está.

Richard comprendió que la duques

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había pretendido que se vieran de estmanera. Se quedó mirando fijamente a lelegante dama, ocupada reconfortando su amiga, y mantuvo su franca miradsobre ella aun cuando ésta dirigió suojos hacia él.

 —Maese De Vier —dijo, como si nhubiera ocurrido nada, mientraKatherine seguía sollozando sobre s

pecho—, bienvenido. Y gracias. Sé lque tuvisteis que hacer para salvar… Alec… de Horn, y lo que debe d

haberos costado. Y sé que no podéisentiros del todo satisfecho conmigo popermitir que lord Ferris se lleve emérito. Habéis puesto en peligro vuestr

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posición en dos ocasiones para mprovecho. No se me ocurre ningunmanera de recompensaros todo esto sicaer en la ingratitud.

Si esperaba que él le diera lagracias a su vez, tendría que esperar

Katherine se sonó la nariz en el pañuelnmaculado.

 —Pero —continuó la duquesa— m

gustaría daros una cosa. Es sólo usouvenir. —Extrajo una cadena de entrsus senos. De ella colgaba un anillo d

rubí. —Eso es de Alec —dijo Richard evoz alta.

La duquesa sonrió.

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 —No. Éste está engarzado en oramarillo, ¿veis? El suyo es blancoForman un juego de doce, seleccionadode la corona del difunto duque. Evalioso, y fácilmente reconocibleCostaría venderlo; pero como juguete e

bonito, ¿no os parece? —Hizo oscilar lcadena, con la joya girando sobre smisma.

 —Sois muy generosa. —No hizademán de aceptarlo—. ¿Seríais taamable de dárselo a lord David como…

—¿cuál era la palabra que habíempleado ella?—… souvenir de mparte? Creo que él sabrá sacarle mejoprovecho.

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La duquesa asintió y volvió guardarse la cadena dentro del canesú.

 —Galante. —Sonrió—. Qué granoble seríais. Lástima que vuestro padrfuera… aunque nadie sabe quién fuvuestro padre, ¿verdad?

 —Mi madre siempre afirmaba nrecordar lo que ella llamaba detallensignificantes. —Era una vieja historia

a había circulado una vez por lColina.

 —Bien, entonces, maese De Vier, n

os retendré más. Que Dios os guarde —dijo con pintoresca gracia anticuada—en todas vuestras empresas.

Richard saludó a ambas damas co

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una reverencia. Siguió a los criadofuera de la sala y por los pasillos que yhabía memorizado en el camino de ida.

Un ocaso azul cubría la ciudadHabía recuperado su espada y un hato dsu antigua ropa, lavada y planchada par

él por la servidumbre de Diane. El trajnuevo que vestía, se ñjó ahora, era azupavo real… Venas de Hipocondríaco, l

había llamado Alec. Le sentabperfectamente; no era de extrañar, pueAlec sabía qué sastre tenía sus medidas

La tela no parecía tan chillona al airibre. Ahora que volvía a ser populaentre los lores, podría llevarlo a sufiestas. Apretó el paso, inspirand

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hondas bocanadas de libertad al aire deanochecer.

***

Alec encontró a las mujeres sentadaodavía en la sala de estar de l

duquesa. Irrumpió sin llamaranunciando:

 —No está en su cuarto. Los criadodicen que estaría contigo.

 —Oh —dijo dulcemente la duquesa

enuemente perturbada tan sólo su calm—. Cuánto lo siento. No sabía ququisieras que lo retuvier

particularmente para que lo vieras, as

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 —Es lo mejor —dijo Diane—. Tpadre se hace mayor. Pronto necesitarayuda con la hacienda.

 —No se daría cuenta si las cerdaempezaran a parir terneros con docabezas —dijo en tono desenfadad

Alec—. Y no creo que mi madrnecesite a nadie que le carde la lanodavía. Está en la flor de l

dominación. —Katherine hipó una risitsin poder evitarlo. La mirada de Alec sclavó en ella—. ¿Qué le pasa? —

nquirió—. ¿Por qué tiene los ojoenrojecidos? Ha estado llorando…Dejaste que viera a Richard, ¿verdadMe prometiste que no tendría qu

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hacerlo, y luego… —David, por favor —dij

fatigadamente la duquesa—. Mretuvieron arriba, y él se presentdemasiado pronto.

Alec se la quedó mirando, con l

cara blanca de rabia. —No hacía ninguna falta —le dij

—. Ninguna. Lo hiciste para divertirte.

A Katherine se le puso la piel dgallina. En la Ribera se habríproducido una pelea. Pero la duquesa s

giró, sonriendo todavía. —Mira quién fue a hablar, querido¿Acaso no haces tú casi todas las cosapara divertirte?

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Alec dio un respingo. —Te divirtió ir a la Universidad —

prosiguió complacientemente ella—porque tus padres se pusieron histéricosEso te gustó, tú mismo me lo dijiste.

 —Pero no es por eso que…

 —Oh, se te podría haber ocurridcualquier otra cosa sin dificultad. Pereso bastó.

 —Tú me enviaste el dinero. Yo nera mayor de edad; no tenía ninguno. —La voz monótona de Alec intentaba e

vano igualar la despreocupación de ell—. No sabía qué era lo que máquerías… que yo espiara a la gente de lUniversidad para ti, o simplement

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molestar a mi madre. —Bueno, te negaste a espiar par

mí, así que debió de ser para molestar u madre. No me gusta demasiado. L

dije que se estaba echando a perder coRaymond Campion, pero se negaba

escucharme. Pensaba que establevándose un héroe, pero terminó co

un viejo cartógrafo sin tema d

conversación a la hora de la cena. Esa ha vuelto muy desagradable. Siempr

pude tomarle el pelo gracias a ti

Tampoco es que no pudiera permitirmel apoyarte. Y ella no podía hacer gracosa si yo quería dejar que sprimogénito estudiara y se drogara co

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un montón de ganaderos. —No eran… —Alec abri

cuidadosamente las manos.La duquesa hizo un gesto despectivo —No hace falta que te justifiques: t

divertían, y con eso basta. Ves, ya sabe

más sobre los prerrequisitos del podeque la mayoría de quienes lo ostentan; cuando llegue el momento podrá

aprovechar tus conocimientos. Tdivertían: y cuando dejaron de hacerlos abandonaste por otros… placeres.

Él debía de haber hecho lo mismo otras personas cientos de veces: peraquí estaba caminando directo a srampa, con sus emociones soliviantada

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por completo; reaccionando con el dolo  la furia de quien ha recibido un

patada en su punto débil, olvidándose dapuntar sus golpes o planear sestrategia.

 —Te equivocas —dijo Alec, su vo

roncamente musical como la de un gatenfadado—. Los expulsaron… por tenedeas que nadie más tenía, que nadi

podía comprender siquiera…despojados de sus túnicas todos excepto. La facultad no quería que me fuera

Supongo que nadie quería ofenderteSupongo que te divertía que mretuvieran allí.

 —Tú te divertías, querido. N

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hubiera sido tan divertido volver a cascon tu madre y no habrías venidconmigo. Así que decidiste quedarteporque seguías teniendo tus drogas personas que no sabían quién erarealmente con las que discutir.

 —¿Quieres dejar de hablar de ladrogas? En la Colina también hay, sabesPero nosotros hacíamos algo con ellas

omábamos apuntes… —¿Ésa era tu investigación ta

peligrosa? —se rio la duquesa—. ¿La

revelaciones de unos adolescentedrogados? ¡No me extraña que nadie tomara en serio!

 —¡Las estrellas! —exclamó Alec—

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La luz! ¿Sabías que la luz viaja? Laestrellas, los planetas se encuentran una distancia mensurable. Permanecenmóviles, no se mueven; somo

nosotros. Se puede demostramatemáticamente…

 —David —dijo suavemente ella—estás gritando. Señor —suspiré)—, lverdad, no veo a qué viene tant

alboroto. Me da igual lo que hagan laestrellas.

 —Política —dijo rotundamente é

—. Igual que aquí. Iba en contra de lohallazgos de los profesores mámportantes, y no podían permitirlo.

La duquesa asintió con aprobación.

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 —Política. Deberías habertquedado allí. Habrías aprendido mucho

 —¡No quería aprender eso!Su voz resonó en las cotas dorada

de las cornisas. La duquesa se encogide hombros como sacudiéndose un

bufanda de gasa de encima. —Oh, David, David… piensa u

poco. Ya lo has aprendido. ¿A qué cree

que estabas jugando en la RiberaPolítica de la naturaleza más basta: lpolítica de la fuerza. Y te gusta, querido

Pero eres capaz de más. ¿Qué hay dord Ferris? Lo sentenciastadmirablemente.

 —No fue… divertido.

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 —Mmm —asintió la duquesa—. Emás divertido cuando uno los ve moridespués de acabar con ellos.

Alec cogió un pisapapeles de cristaverde, se lo pasó de una mano a otra.

 —Eso te repugna, ¿verdad?

 —En absoluto. Sólo es el tipo dadorable excentricidad que esperaencontrar la sociedad en un duque. Dej

ese pisapapeles, David, no quiero que lrompas.

 —Estás loca —dijo él. Tení

blancas las comisuras de los labios—i siquiera soy tu heredero. —Estoy a punto de nombrar a m

heredero —repuso la duquesa con u

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dejo de acero—, y no estoy loca. Tconozco y sé de lo que eres capaz. Lo shasta el menor detalle. Debo repartir epoder que me sucederá; ninguna personpuede ostentarlo todo. Deberías estacontento; tu parte es una de las má

fáciles, y te llevarás todo el dinero. —No voy a ser el duque —dij

envaradamente Alec—. Aunqu

murieras mañana. O ahora mismo —añadió—; eso no me importaría.

 —No te des tanta prisa en rechaza

el ducado, Davey. ¿No te gustaríostentar poder de verdad, para variarPodrías construir una biblioteca, hastfundar tu propia Universidad

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ndependiente de la de la ciudadPodrías contratar a Richard de Vier parque te protegiera.

Alec se giró como si hubiera podidgolpearla de haber aprendido cómhacerlo. Sus ojos ardían, com

esmeraldas fundidas, en su pálidsemblante.

 —Halliday —consiguió decir—; t

esperanza para la ciudad. Nómbralheredero.

 —No, no. Él ya tiene su lugar. —L

duquesa se levantó en un arranque dfuriosa energía, cruzó la estancia argas zancadas con un siseo de falda

—. ¡Oh, David, mírate! Naciste para se

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un príncipe… ¡Eras un príncipe en lRibera, volverás a serlo! Te he visthacerlo. Mira si no a los hombres ququieren y siguen a Halliday… y mira aque te ha querido y seguido a ti.

 —Y luego está Ferris —dij

ácidamente Alec—, que te quería a ti seguía a Halliday, dando un rodeo poArkenvelt.

 —Muy listo —respondió ella—Muy bien razonado. Deberías ser así disto todo el tiempo. Tu Richard s

habría ahorrado un montón de problemasi hubieras sido lo bastante listo compara decirle a Horn quién eras realmentcuando fue lo bastante estúpido com

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para secuestrarte. —Es posible. Pero esperaba evita

algo así. —¿Evitarlo? —dijo la duquesa

frunciendo el ceño—. ¿Eso es lo únicque quieres… evitar las cosas? ¿Cree

que el mundo existe para servirte derreno de juegos para tus caprichos?

Alec la miró inexpresivamente.

 —En fin, ¿no es así? Pensaba quacababas de decirme que me divirtiera.

La sonrisa irónica de la duques

resultaba forzada. —Ah, así que eso es lo que quiereoír, mi joven idealista. Poder por el biedel pueblo; poder para cambiar la

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cosas; grandes responsabilidades grandes cargas, que deben acarreaquienes tienen el cerebro y la habilidanecesarios para utilizarlas. Pensaba quodo eso ya lo sabías, y no querías oírlo

 —Ni quiero —dijo Alec—. Te h

dicho lo que pienso. No quiero tenenada que ver con eso. No sé por qué momas por mentiroso. Ni siquier

Richard cree que sea un mentiroso. ARichard no le gusta que le utilicen, ampoco a mí.

 —Tampoco a mí —dijo la duquescon voz glacial, desaparecida toda scalidez— me gusta que me utilicenAcudiste a mí porque podía ayudarte

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Jamás podrías haberlo salvado tú soloPero mi niño, ahora no puedes damedia vuelta e irte sin más. Seguro quconocías los riesgos de antemano. Lhas perdido. Hoy has dejado quTremontaine lo utilizara para su

propios fines. Es un hombre orgulloso, isto. Sabe lo que hiciste.

Alec intentaba ver más allá de la re

en la que estaba envolviéndolo, siconseguirlo, a juzgar por la palidez dsu rostro y lo apagado de su mirada

Pero aun en medio de su debilidadhabía conseguido enojarla más allá de lque era propio en ella. Y porque erdueña de la debilidad de los hombres

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de la fragilidad, de la incertidumbreestaba retorciendo la verdad a salrededor como un señuelo.

 —Pensaba ahorrarte esto —dijsecamente la duquesa—. No quierhacerte daño… Pensé que entrarías e

razón por ti mismo. Pero ven aquí.Atraído por compulsión al olor de

peligro, fue hacia ella. Diane sacó e

segundo rubí de su canesú. —¿Ves esto? Se lo ofrecí con m

agradecimiento. Pero me lo tiró a l

cara. Sabe exactamente cómo lo hemoutilizado, tú y yo. No lo quiso. Me pidique te lo diera… como regalo ddespedida. Para él has terminado

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David… «Alec». Así que ya lo ves, nhay salida.

 —Oh, no seas ridícula —dijo Ale—. Siempre hay una salida.

Le dio la espalda y se acercó a lventana de cuerpo entero; y cuando s

mano rompió el cristal siguió caminandunos pasos, antes de detenerse. Se queden el centro de una tormenta de cristale

rotos. Los fragmentos yacían sobre suhombros, elevándose y descendiendo itilando a la luz de su respiración, lent

 entrecortada. La sangre manaba de sbrazo extendido. Lo observaba con ojclínico.

La duquesa de Tremontaine se pus

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de pie a su vez, contemplando la ruindel hombre a través de la ruina de sventanal. Entonces dijo:

 —Katherine. Haz el favor docuparte de que lord David no muerantes de irse de aquí.

Se dio la vuelta, y la seda grisusurró que la duquesa se marchabaendo a atender cualquier otro asunt

que requiriera su atención en la casa, lciudad, el mundo.

Dejó a lord David Alexande

Tielman Campion solo con su brazensangrentado y una criada que rasgabferoz y metódicamente sus enaguas eiras para él.

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El flujo de sangre remitifinalmente. Los cortes habían sidmuchos, pero ninguno profundo.

 —Lo más gracioso es —le dijo Alea Katherine en tono indiferente— que nsiento nada.

 —Lo sentiréis —dijo ella—Cuando lleguéis a casa, quitaros todoos cristales. Es cierto que le devolvi

el anillo, pero todavía os quiere. Sienthaber esperado tanto para decíroslo. Va ser muy doloroso, creedme.

 —Estás molesta. Está bien que tfueras de la Ribera. No vuelvas nunca. —No lo haré. —Y acuérdate de permitir que l

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abuela te intimide. Es perfectamentencantadora mientras uno se lo permita.

 —Sí… Alec, márchate ahora, antede que vuelva.

 —Lo haré —dijo él, y se guardalgunos adornos de plata en lo

bolsillos.

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Capítulo 28

Cuando Richard llegó a la Ribera, lnoticia de su liberación se habíextendido por todo el distrito. Alguna

de sus posesiones ya le habían siddevueltas; las encontró apiladas comofrendas delante de su puerta: unalfombrilla, los candelabros con form

de dragón, y la caja de palisandro coalgunas monedas en su interior. Encajun trozo de vela en una de la

palmatorias y entró. Las habitaciones nestaban apenas cambiadas: algunomuebles se habían cambiado de sitio,

había desaparecido un cojín que nunc

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e había gustado. Deambuló por laestancias, bañándose en la familiaridade formas y sombras. Sacó prendas dearcón, las dobló y volvió a guardarlasahuecó almohadas y reordenó sucuchillos. Quedaba poco de Alec en l

casa, y se alegraba de ello. Su circuiterminó en el diván. Llevaba casi un añ

sentándose en él con regularidad. S

estiró, con los tobillos encima deborde, y se quedó dormido.

Cuando despertó, Richard pensó qu

estaba soñando. Un hombre alto vestidelegantemente estaba cerrando la puertras de sí.

 —Hola —dijo Alec—. He traíd

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pescado.La cálida noche de primavera s

enrosca silenciosamente alrededor de lRibera como un gato somnoliento. Una una las estrellas se asoman al cieldespejado, rutilando alegremente sobr

cualquier diablura que esté fraguándosbajo ellas en el laberinto de calles casas allí esta noche. Bajo su mirada la

chimeneas se alzan en entrecortaddisputa, frías, inmóviles y pintorescas.

Desde las alturas celestiales lo

hechos arbitrarios de la vida se diríapautados como el paisaje de un cuentde hadas, poblado de figuraencantadoras y excéntricas. Las titilante

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observadoras requieren dosis vitales dgozo y dolor, súbitos reveses de lfortuna, ominosos presagios y muerteno anticipadas. La vida misma proceden sus impredecibles e infinitos patrone—tan opuestos a la calculada danza d

as estrellas— hasta que, parsatisfacción de su entretenimiento, laespectadoras eligen un punto en el qu

dejar de mirar.

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Posfacio a la segunda

edición

Decidí no escribir nunca una secuela d punta de espada.

Justo después de que este librapareciera por primera vez en 1987 os lectores empezaran a pregunta

«¿qué pasa luego?» mi respuestestándar era: «Oh, al año siguiente sdesata una epidemia de difteria qu

barre media ciudad. Todos muerenFin».Tonta de mí. Por aquel entonces m

asustaban muchas cosas, especialment

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Lo que Podría Pensar la Gente¿Parecería que me estaba repitiendo? ¿Ocopiando a otros autores o intentandser demasiado comercial…?

Los echaba de menos, no obstanteAñoraba la ciudad, que era, al fin y a

cabo, una recreación de mis partefavoritas de todas las ciudades en laque había estado o sobre las que habí

eído: el Londres de Shakespeare, eParís de Georgette Heyer, el Nueva Yorde Damon Runyon, para empezar… y e

ueva York en el que vivía por aqueentonces, donde los antiguos alumnoodavía podían vivir en económico

apartamentos de descolorido esplendo

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cerca de la Universidad de Columbiacompartiendo manzana con criminalesartistas, inmigrantes y estudiosos.

Y echaba de menos a mis chicomalos y locos. Sólo una vez, pensaba, nhará ningún daño… Escribiré sobr

ellos justo tras el final de la novelapero no me repetiré porque abordaremas que la novela no toca: el fracas

de Richard y Alec por aceptar edesagradable papel de la mujer en ssociedad, y un poco de la histori

familiar de Alec. Escribí: «Eespadachín cuyo nombre no erMuerte», y lo publicaron en l

agazine of Fantasy Science Fictio

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en 1991.Intenté escribir otros relatos, per

estos personajes no encajacómodamente en ese formato… o sero la que no encaja. «La capa roja» fuo primerísimo que escribí acerca d

Richard y Alec (¡y la primera historique vendí! La publicó Stuart DaviSchiff en 1982, en el número dedicado

Stephen King de su revista Whispers)Mi primera novela tuvo varios falsocomienzos mientras me afanab

nfatigablemente por copiar el estilo d«La copa roja» y elaboraba elementosacados de fragmentos de otrorelatos… antes de tomar una direcció

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radicalmente distinta, para producir lnovela que tienes en las manos.

Hacia 1992 estaba enganchadahabía empezado una nueva novela qucomienza unos quince años después désta con el Duque Loco de Tremontain

decidiendo entrenar como espadachina su sobrina Katherine. Poco después, mcarrera en la radio pública se hizo co

el control de mi vida cuando mconvertí en locutora de una serie ddifusión nacional titulada Sound Spiri

de modo que dejé ese libro a fuegento. Mientras tanto, había empezaduna relación con Delia Sherman, otrnovelista, que admitía haber leído  A

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unta de espada  más de una vezEmpezamos a jugar al «¿qué pasuego?» siquiera para entretenernos e

nuestros largos viajes en coche… perosiendo como éramos las dos escritorasdecidimos que sería divertido ponerl

odo por escrito, así que juntaescribimos la novela corta The Fall ohe Kings para la antología Bending th

andscape: Fantasy,  que publicaroicola Griffith y Stephen Pagel en 1997

Esa novela corta se convirtió en e

germen de nuestra novela The Fall ohe Kings en 2002. La acción transcurrunos sesenta años después de este libropero muchos de los personajes de  A

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unta de espada  hacen algún carnecomo fantasmas, o antepasados, eyendas para sus descendientes. Su

protagonistas son un idealista erudituniversitario y un atribulado joven noblcon interesantes parientes. Com

escritora de ficción histórica, a Delia lnteresaba especialmente sondear l

historia del país para ver qué clase d

pasado habría desembocado en epresente de  A punta de espada y, com«académica en vías de recuperación

por definición propia, le interesabcriticar severamente la UniversidadPero daba igual cuánto me rogara discutiera, yo seguía negándome

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ponerle nombre a la ciudad.El cuento  La muerte del duque  s

me ocurrió como una especie dfantasía, una reflexión sobre el final dun conjunto de vidas y el comienzo desiguiente. «¡Santa Madona!» (o alg

parecido) exclamó entusiasmado eeditor, Patrick Nielsen Hayden. «¡Yengo el eslabón perdido!». Apareció e

su antología Starlight 2 en 1998.Me veo cambiar conform

envejezco. Veo también cómo cambia e

mundo que me rodea. A ninguno deberísorprendernos, pero a veces nos pasa dodos modos. He dejado d

preocuparme por si me repito o no

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Estoy ansiosa por explorar estaransformaciones… ¿y qué mejoaboratorio que una ciudad imaginad

que viene completa ya con su pasado su posible futuro?

Así que me rindo. Adoro este sitio

adoro a esta gente, y quiero descubriqué es lo que pasará a continuación.

Ellen KushneBoston, Massachusset200

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El espadachín cuyo

nombre no era Muerte

Después de la pelea, Richard tenía sedDecidió dejar a los loros en paz por e

momento. Se suponía que los lorodaban mala suerte a los espadachinesEn este caso la maldición parecía habe

recaído sobre su oponente. Curiosohabía preguntado al herido«¿Tropezaste conmigo a propósito?». A

veces la gente lo hacía, para provocauna pelea con Richard de Vier, emaestro espadachín que no aceptabdesafíos de cualquiera. Pero el herido s

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imitó a apretar los labios blancos. Eresto de su cuerpo estaba verde. Algunapersonas no soportaban ver su propisangre.

Richard comprendió que lo habívisto antes, en un bar de la Ribera. Er

un matón llamado Jim —o Tim— algoPoca cosa como espadachín; el tipo dhombre que se abría camino en e

ngobernable distrito de la Ribera cobravuconadas, y se ganaba la vida en lciudad haciendo chapuzas con la espad

para aquellos mercaderes quremedaban a la nobleza contratandespadachines.

Apareció dando tumbos un hombr

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con una guirnalda de campanillacolgando precariamente sobre una oreja

 —Oh, Tim —se lamentó—. Oh, Time dije que ese clarete fino er

demasiado para ti. —Agarró al heriddel brazo, empezó a ponerlo en pie

Juntos, Richard los reconoció: eran loguardias rituales en la procesión nupciaque había visto pasar por la plaza de

mercado esa misma tarde—. Lo sient—le dijo a De Vier el borrachcoronado de flores—. Tim no querí

causarte problemas, ¿entiendes? —Tisoltó un gemido—. Es que no estacostumbrado al clarete.

 —No te preocupes —dij

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caritativamente Richard. Así sexplicaba que el estilo de esgrima dTim hubiera sido tan poco lineal.

Por encima de sus cabezas los loroenjaulados reanudaron sus chillidos. Lvendedora de loros bajó de la caja a l

que se había encaramado para ver mejoa pelea. Con De Vier allí par

respaldarla, agitó su delantal a los do

rufianes para espantarlos como si fuerapollos escapados del corral. Los niñoque los habían rodeado, primero par

ver si el hombre callado iba a compraun loro para encargarse de bajar uno, uego para presenciar el combate, s

rieron, vocearon y cacarearon tras lo

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matones en retirada.Pero la gente abrió paso a De Vie

cuando se dirigió hacia un tenderete quvendía bebidas. La vendedora de loroagarró por el cuello a uno de los rapacecallejeros, diciendo:

 —¿Has visto eso? Puedes contarlea tus nietos que viste pelear a De Vieusto aquí. —Oh, francamente, pens

Richard, como pelea no había sido gracosa; más bien como arrojar a alguien a calle.

Se apoyó en el mostrador de maderantentando decidir qué quería. —Hey —dijo una voz joven a l

altura de su codo—. Te invito a un trago

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Pensó que sería una mujer, por lvoz. A veces las mujeres intentabacamelárselo después de un combatePero miró hacia abajo de reojo y vio un crío chato que lo observaba con loojos entrecerrados, el gesto que pone

os niños cuando intentan aparentar máedad de la que tienen. Éste no era mumayor.

 —Ha estado muy bien lo que hahecho —dijo el pequeño—. Me refiera esa doble finta tan rápida y todo eso.

 —Gracias —respondió cortésmentel espadachín. Su madre le habínculcado buenos modales, y algunas das viejas costumbres perduraban, hast

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en la gran ciudad. A veces casi podíoírla decir:  El que puedas matar a l

ente cuando quieras no significa quengas licencia para ser grosero co

nadie.  Dejó que el crío comprara paros dos una bebida de frambuesa qu

estaba de moda. La tomaron en silenciocon el niño escudriñando por encima deborde de su copa. Estaba buena; Richar

pidió otras dos. —Pues sí —dijo el chaval—. Cre

que eres el mejor, ¿sabes?

 —Gracias —dijo el espadachínPuso algunas monedas encima de lbarra.

 —Pues sí. —El crío juguete

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ntencionadamente con la espada qupendía de su costado—. Yo tambiéucho. Se me había ocurrido, verás…

que a lo mejor necesitabas un ayudante algo.

 —No —dijo el espadachín.

 —Bueno, ya sabes —continuó dodos modos el niño—. Podría, no sé

encender el fuego por la mañana

Acarrear el agua. Cocinar algo. A lmejor cuando te entrenes, podría… si thace falta alguien para que te ayude u

poco… —No —dijo De Vier—. GraciasHay un montón de escuelas dondpodrías estudiar.

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 —Ya, pero no… —Lo sé. Pero así están las cosas.Se apartó del mostrador, sin quere

oír más discusiones. A su espalda epequeño empezó a seguirlo, luego srezagó.

Al otro lado de la plaza se encontrcon su amigo Alec.

 —Has estado peleando —dijo Ale

—. Me lo he perdido —añadióenuemente acusador.

 —Alguien chocó conmigo a la altur

de las jaulas de los loros. Ha siddivertido. —El recuerdo hizo quRichard sonriera ahora—. ¡No lo vvenir y por un momento pensé que era u

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erremoto! Desenvainamos las espadaantes de que él pudiera disculparse… ses que tenía intención de hacerlo. Estabborracho.

 —No lo has matado —dijo Aleccomo si ya hubiera escuchado es

historia. —No en esta parte de la ciudad. A l

Guardia no le gustan ese tipo de cosa

aquí. —Espero que no estuviera

pensando otra vez en comprar un loro.

Richard sonrió, igualando el paso dsu alto amigo. Era una discusióconocida.

 —Son tan decorativos, Alec. Y

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podrías enseñarle a hablar. —¿Y dejar que un pajarraco m

robara mis mejores líneas? Ademáscomen gusanos. No estoy dispuesto coger gusanos.

 —Comen pan y fruta. Esta vez lo h

preguntado. —Demasiado caros.Estaban cruzando la zona má

atractiva de la ciudad, camino de ladársenas. Al otro lado del río estaba edistrito que llamaban la Ribera, dond

el espadachín convivía con pillos criminales, lejos del alcance de la leyo hubiera sido un lugar seguro par

alguien como Alec, que apenas sí sabí

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distinguir el filo de un cuchillo de sempuñadura, pero el espadachín De Viehabía dejado claro qué le ocurriría cualquiera que tocara a su amigo. LRibera toleraba a los excéntricos. Ealto erudito, con su desgarbado andar d

estudiante y su acento aristocrático, sestaba convirtiendo en una figurconocida con el maestro espadachín.

 —Si te sientes con ganas de tirar edinero —persistió Alec—, ¿por qué nnos consigues un criado? Necesitas

alguien que te abrillante las botas. —Ya me ocupo yo de mis botas —dijo Richard, dolido en su competenci—. A ti sí que te hace falta.

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 —Sí —convino alegremente Alec—Es verdad. Alguien que vaya al mercadpor nosotros, que entretenga a lavisitas, que encienda la chimenea envierno, que nos lleve el desayuno a l

cama…

 —Decadente —dijo De Vier—Puedes ir al mercado tú mismo. Y ya mencargo yo de entretener a las «visitas»

o entiendo por qué crees que serídivertido tener a un desconocidviviendo con nosotros. Si querías es

ipo de vida, deberías haber… —Scontuvo antes de decir lo irretractablePero Alec, en uno de sus bruscocambios de actitud, que variaba como e

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viento sobre un estanque, concluyovialmente por él:

 —Debería haberme quedado en lColina con mis acaudalados parientesPero ellos nunca matan a nadie… No aaire libre donde yo pueda disfrutar de

espectáculo, por lo menos. Tú eremucho más entretenido…

Los labios de Richard se curvaro

hacia abajo, intentando ocultar sin éxituna sonrisa.

 —Sólo me quieres por mi estoqu

—dijo.Muy despacio, Alec dijo: —Si yo fuera de esas personas a la

que les gusta hacer chistes verdes, ahor

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estarías avergonzado.Richard, que no se avergonzab

nunca, replicó: —Qué suerte que no seas de esa

personas. ¿Qué quieres para cenar?Se dirigieron al local de Rosalie

donde tomaron caldo en la frescaberna subterránea y hablaron d

negocios con sus amigos. Era la mism

mezcolanza de hechos y rumores dsiempre. En la otra punta de la ciudahabía aparecido un nuevo espadachí

que afirmaba ser un campeón extranjeropero un criado, primo de alguien, lhabía reconocido como el antiguo ayudde cámara de lord Averil, después d

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asistir a clases de esgrima y teñirse ebigote… Hugo Seville por fin habícaído tan bajo para aceptar el encargde eliminar a la esposa de algúnoble… o puede que sólo se lo hubieraofrecido, o que alguien deseara que l

hubiera aceptado.Los nobles con encargos para D

Vier enviaban sus mensajes al local d

Rosalie. Pero hoy no había nada. —Tan sólo un cretino nervioso qu

buscaba a una heredera.

 —¡Cómo todos! —Lo siento, Reg, ésta está cogidase largó con un espadachín.

 —¿Alguien que conozcamos?

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 —Nah… Un espadachín de cuentde hadas… Dicen que todas las chicase han escapado con alguno, cuando erealidad es el contable de su padre.

La Gorda Missy, que desempeñabel oficio de colchonera en el local d

Glinley, rodeó los hombros de Richarcon un brazo.

 —A mí no me importaría escaparm

con un espadachín. —Sentado, Richare llegaba a la altura del busto, contra e

que se repantigó, sonriendo a Alec a

otro lado de la mesa, con las cejaprovocativamente enarcadas.Alec picó el anzuelo: —Cuidado —dijo el alto erudito

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a mujer—; muerde. —¿Oh? —Missy le dedicó un

sonrisa encantadora—. ¿Y tú noguapetón?

Alec intentó disimular un rubor dpuro deleite. Nadie le había llamad

«guapetón» antes, y menos una mujer pocuya compañía tenían que pagar otrapersonas.

 —Claro que sí —dijo con toda lfrágil altanería de que era dueño—. Cofuerza.

Missy soltó a De Vier paracercarse a su alto y joven amigo. —Oh, bien… —exhaló con vo

ronca—. Me gustan los brutos. —Su

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enormes brazos apuntaron como veletaal viento creciente—. Ven conmigoencanto.

La clientela de incondicionales dRosalie estaba extasiada.

 —¡Missy, no me dejes por ese sac

de huesos! —¡Hasta luego, Alec; ya no

contarás qué tal te va!

 —¡Pruébalo, chaval; a lo mejor tgusta!

Parecía que Alec quisiera que se l

ragara la tierra. Se mantuvo en su sitiopero su altivez, de por sí mal empleadaempezaba a escapar peligrosamente a scontrol.

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En el último minuto, Richard sapiadó de él.

 —Hoy he visto una boda —dijo paroda la estancia.

 —Oh, sí —dijo Lucie—; oímos qumataste a uno de los guardias. Por fin le

hiciste ganarse el sueldo, ¿eh? —Pensaba que tú no aceptaba

bodas, maese De Vier. —Sam Bonne

miró en rededor buscando la aprobacióde su ingenio. Todo el mundo sabía quDe Vier desdeñaba el trabajo d

guardia. —Y no las acepto —dijo Richard—Esto fue después. Y no lo maté. Tialgo.

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 —¡No me digas! ¿Tim Porker? ¿Coel bigote a medio crecer, grandeorejas? Me dijo que se había lastimadal caerse por una escalera. Sucimentiroso.

 —Nada de bodas para Richard —

dijo Alec. Había recuperado el aplomopero seguía observando a Missy corecelo al otro lado de la sala—. S

opone moralmente a la compraventa dherederas.

 —No es que me oponga

Sencillamente, no me interesa el trabajde hacer de guardia en una boda. Ya nsignifica nada, sólo son ricachonealardeando de poder permitirs

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espadachines para que su procesióquede bonita. No es ningún…

 —Desafío —concluyó Alec por é—. Sabes, le podríamos poner música esa frase, de tan a menudo que la dices  cantarla por las calles como si fuer

una balada. Qué suerte para los ricoque a los demás espadachines el orgullno les impida aceptar su dinero, o n

veríamos a ninguna novia llegar sana salva a su lecho. ¿Qué recompensofrecen por la fugitiva? ¿Hay alguna? ¿O

a mercancía ya está estropeada? —Hay una recompensa por lnformación. Pero tienes que ir a l

ciudad alta para cobrarla.

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 —A mí no se me caen los anillos por a la ciudad alta —dijo altanerament

Lucie—; ya he estado allí antes. Pero nsé si querría delatar a una chica que sha escapado por amor…

 —Ohh —berreó Rosalie en la otr

punta de la taberna—, ¿así lo llamas? —Hablando de dinero —dijo Alec

agitando el cubilete—, ¿alguien est

nteresado en una pequeña apuesta sobrsi puedo sacar múltiplos de tres, treveces seguidas?

Richard se levantó para marcharseCuando Alec estaba tan borracho compara enfrascarse en curiosidadematemáticas, la diversión de la velad

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había acabado para él. De Vier nuncapostaba.

Las calles de la Ribera estabaoscuras, pero De Vier conocía el caminentre las casas apiñadas, pasando por eugar donde el desagüe roto s

desbordaba, rodeando los socavones dos adoquines arrancados, atravesandas callejuelas hasta llegar a casa. Su

habitaciones estaban en un callejón sisalida que daba a la calle principalparte de una vieja residencia, veteran

olvidada de días mejores. Richard vivíen el segundo piso, en lo que antehabían sido las salas de música.

En la planta baja, las ventanas d

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Marie estaban oscuras. Se detuvo ante lpuerta principal: en el zaguán, vislumbrun destello blanco. De Vier desenvaincautelosamente su espada y avanzó.

Una mujer menuda casi se abalanzsobre su filo.

 —¡Oh, ayuda! —gritestridentemente—. ¡Tienes quayudarme!

 —Atrás —dijo De Vier. Estabdemasiado oscuro como para ver bien sforma. Se cubría con una capa pesada,

había algo en ella que denotaba juventu—. ¿Qué ocurre? —Estoy desesperada —jadeó—

Estoy en peligro. ¡Sólo tú puede

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ayudarme! Mis enemigos están en todapartes. Tienes que esconderme.

 —Estás borracha —dijo Richardaunque la mujer no tenía acento de lRibera—. Vete antes de que salgaherida.

La mujer volvió a pegarse a lpuerta.

 —No, por favor. Me juego la vida.

 —Será mejor que te vayas a casa —dijo Richard. Para espolearla, añadi—: ¿Necesitas que te escolte a algú

sitio? ¿Quieres que te pague unantorcha? —¡No! —Sonó más enfadada qu

desesperada, pero enseguida reanud

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sus súplicas—: No me atrevo a ir casa. Por favor, escúchame. Soy… undama de alta cuna. Mis padres quiereque me case con un hombre al quodio… un viejo avaro con un alientapestoso y las manos muy largas.

 —Es una pena —dijo educadamentRichard, divertido a pesar decontratiempo—. ¿Qué quieres que hag

al respecto? ¿Quieres verlo muerto? —¡Oh! Oh. No. Gracias. Es que ta

sólo necesito un lugar donde quedarme

Hasta que me dejen de buscar. —¿Sabías que ofrecen unrecompensa por ti?

 —¿Sí? —chilló la joven—. Pero…

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oh. Qué gratificante. Qué… propio dellos.

 —Ven arriba. —De Vier le abrió lpuerta—. Cuidado con el tercer escalónestá roto. Cuando vuelva Marie, podráquedarte con ella. Es una… trae cliente

a casa, pero creo que el decoro dictque estarás mejor con ella que conmigo

 —¡Pero yo preferiría estar contigo

señor!En la negrura absoluta de la

escaleras, Richard se detuvo. L

muchacha casi tropezó con él. —No —dijo De Vier—. Si vas empezar con eso, no pases de aquí.

 —No quería… —chilló ella,

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empezó de nuevo—: No me refería a esen absoluto. Palabra.

Arriba, Richard abrió la puerta encendió unas cuantas velas.

 —¡Oh! —jadeó al muchacha—. Eaquí… aquí es donde…

 —Practico en este cuarto. Laparedes están hechas un desastre. Tpuedes sentar en ese diván, si quieres…

o es tan endeble como parece. —Pera chica se acercó a la pared, tocandas muescas donde su espada d

entrenamiento había agujereado la viejescayola. Las yemas de sus dedos eradelicadas, reverentes casi.

Era una habitación vieja, con traza

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de su antigua grandeza resistiendo en lobordes en forma de molduras de hojade laurel doradas y ocasionales partede querubines. La persona que habívisto pintura nueva allí por última vehacía tiempo que se había convertido e

polvo. Los únicos esfuerzos que habíahecho sus actuales ocupantes podecorarla consistían en un caro tapi

colgado encima de la chimenea, y un pacandelabros de plata muy detalladosalgunos libros con tapas de cuero y u

arrón de esmalte, todo ello diseminadpor la estancia sin orden discernible. —Te ofrecería la cama —dij

Richard—, pero Alec se enfadaría

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Ponte cómoda.Con la sensación placenterament

igera del cansancio bien merecido, eespadachín entró en el cuarto qualbergaba su enorme cama de maderabrada y los arcones donde guardaba l

ropa y las espadas, deshaciéndose dos instrumentos de su oficio

desabrochando los cierres de su cinto

sacándose la vaina del cuchillo de schaleco. Deambuló por la habitaciónsoltándolos, desanudando y quitándos

a ropa, y se metió en la cama. Estabquedándose dormido cuando oyó la vode Alec en la estancia contigua:

 —¡Richard! ¡Al final nos ha

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encontrado una criada… quemprendedor!

 —No… —empezó a explicar, uego pensó que lo mejor seríevantarse para hacerlo.

La muchacha estaba encorvad

contra el respaldo del diván, coaspecto sobrecogido e indefensoenvuelta aún con fuerza en su capa. Ale

se cernía sobre ella, con su habituadesorden de extremidadengobernables. A veces la bebida l

dotaba de gracia, pero no esta noche. —Bueno —estaba ofreciendesperanzada la joven—, sé cocinarEncender el fuego. Acarrear agua.

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Richard pensó: Es la segunda veque oigo eso mismo hoy. Empezó decir:

 —No le pediríamos a una dama dalta cuna…

 —¿Sabes limpiar botas? —pregunt

con interés Alec. —No —aseveró tajantement

Richard antes de que ella pudiera deci

que sí—. Nada de criados. —Bueno —inquirió maliciosament

Alec—, entonces, ¿qué está haciend

aquí? Espero que no sea lo máevidente. —Alec. ¿Cuándo me he vuelto y

evidente?

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 —Oh, da igual. —Alec girorpemente sobre los talones—. M

acuesto. Que lo paséis bien. Procura quhaya agua caliente para afeitarme por lmañana.

Richard se encogió de hombro

disculpándose con la muchacha, que loobservaba fijamente con fascinaciónEra un encogimiento de hombros qu

significaba «no le hagas caso»; pero npudo evitar preguntarse si habría agucaliente para afeitarse. Entre tanto, s

proponía prestar atención a Alec.Alec se despertó incapaz de decidónde acababan sus extremidades empezaban las de Richard. Oyó qu

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Richard decía: —Esto es embarazoso. No t

muevas, Alec, ¿de acuerdo?Había una tercera persona en e

cuarto con ellos, de pie ante la cama couna espada desenvainada.

 —¿Cómo has entrado aquí? —preguntó Richard.

El pequeño de nariz chat

respondió: —Ha sido fácil. ¿No me reconoces

Mis enemigos están en todas partes. M

parece que debería, ya sabes, recibialgún premio por eso, ¿no crees? Quierdecir, te engañé, ¿verdad?

De Vier se incorporó sobre lo

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codos. —¿Qué eres, una hereder

disfrazada de mocoso, o un mocosdisfrazado de heredera?

 —¿O —no pudo evitar añadir Ale— un niño disfrazado de niña disfrazad

de niño? —Da igual —dijo De Vier—. L

sujetas demasiado fuerte.

 —Oh… lo siento. —Sin apartar lpunta de su objetivo, el pequeño afloja mano—. Perdón… trabajaré en ello

Sabía que nunca conseguiría entrar coeste aspecto. Y las chicas están a salvcontigo; todo el mundo sabe que no tgustan las chicas.

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 —Oh, no —protestó Richardsorprendido—. Me gustan mucho lachicas.

 —Richard —dijo arrastrando lapalabras Alec, cuya pierna izquierdempezaba a sufrir un calambre—, m

rompes el corazón. —Pero él te gusta más. —Bueno, sí, eso sí.

 —¿Celoso? —gruñó dulcementAlec—. Por favor, piérdete y muéreteVoy a sufrir la peor resaca del mundo s

no vuelvo a dormirme enseguida. —No doy clases —dijo Richard—o puedo explicar cómo hago lo qu

hago.

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 —Por favor —dijo el niño con lespada—. ¿No puedes echarme uvistazo? Dime si soy bueno. Si dices qusoy bueno, lo sabré.

 —¿Y si te digo que no lo eres? —Soy bueno —dijo envaradament

el pequeño—. Tengo que serlo.Richard salió de la cama con u

movimiento fluido recuperando su

extremidades. Alec admiraba eso… ercomo ver a un ajedrecista expertresolver un jaque de una sola jugada

Richard estaba desnudo, pulido comuna estatua a la luz de la luna. Empuñaba espada que había estado allí desde e

principio.

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 —Defiéndete —dijo De Vier, y ecrío asumió una guardia cautelosa.

 —Si lo matas —dijo Alec, con lamanos cómodamente enlazadas detrás da cabeza—, procura que no sea mu

aparatoso.

 —No voy… a… matarlo. —Con lque era, para él, un alarde atípicoRichard puntuó cada una de las palabra

con un golpe de acero sobre acero. Antsus palabras el muchacho se aprestó devolvió las estocadas—. Otra vez —

espetó el espadachín, sin dejar datacar. No había amabilidad en su vo—. Vamos a repetir la secuencia enterasi es que te acuerdas. Esta vez par

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odos mis golpes.A veces el muchacho detenía la

veloces estocadas, y a veces le fallaba vista o la memoria y la hoja s

detenía a un centímetro de su corazóncon su muerte suspendida por l

voluntad del espadachín. —Nueva secuencia —espet

Richard—. Apréndetela.

Repitieron los movimientos. Alepensó que el pequeño estaba mejorandoganando confianza. Entonces e

espadachín golpeó con fuerza la hoja deniño, y la espada salió volando de lmano de su pupilo, repiqueteando en esuelo, para rodar hasta una esquina.

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 —Te dije que la sujetabademasiado fuerte. Ve a buscarla.

El muchacho recuperó su espada se reanudó la lección. Alec empezaba aburrirse de las interminablerepeticiones.

 —Se te está cansando el brazo —observó De Vier—. ¿No entrenas copesas?

 —No tengo… pesas. —Consíguelas. No, no pares. En un

pelea de verdad no te puedes parar.

 —Una pelea de verdad… no duraríanto. —¿Cómo lo sabes? ¿Has estado e

alguna?

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 —Sí. En una… Dos. —Ganaste ambas —dijo fríament

Richard, sin dar descanso a su brazo, sidejar de mover los pies—. Por espiensas que eres un héroe. Prestatención. —Golpeó bruscamente la hoj

—. Sigue. —El muchacho contraataccon una elaborada estocada doblecambiando la línea de ataque con un

igera presión de sus dedos. Richard dVier desvió la punta de su adversario raspasó limpiamente con la suya la

defensas del pequeño.El crío chilló al sentir el suave besdel acero. Pero el espadachín nnterrumpió los movimientos del juego.

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 —Es un arañazo —dijo—. No tfijes en la sangre.

 —Oh. Pero… —Querías una lección. Tómala. D

acuerdo, está bien, ahora estás asustadoo puedes permitir que eso cambi

nada.Pero lo cambiaba todo. La defens

del muchacho se tornó feroz, empezó

asumir el aire de un ataque desesperadoRichard lo consintió. Ahora estabauchando en silencio, una pelea d

verdad, aunque el espadachín scontenía siempre para no causar dañoreales. Empezó a jugar con el niñodejando diminutas aberturas el tiemp

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necesario para ver si sabíaprovecharlas. El pequeño descubrialrededor de la mitad… o bien su ojpasaba por alto las otras, o su cuerpera demasiado lento para actuar econsonancia. Hiciera lo que hiciese

Richard paraba sus ataques y lmantenía a la defensiva.

 —Ahora —dijo bruscamente e

espadachín—. ¿Quieres matarme, simplemente dejarme fuera de juego?

 —No… no lo sé…

 —Para la muerte —la hoja dRichard voló hacia dentro—, directo acorazón. Siempre el corazón.

El muchacho se quedó helado. Sentí

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a muerte fría contra su piel encendidaRichard de Vier bajó la punta, la elevpara reanudar la pelea. El pequeñestaba sudando, jadeando, por culpa demiedo tanto como del cansancio.

 —Un buen toque… puede ir

cualquier parte. Tan ligero comquieras… o tan profundo.

El crío de la nariz chata se qued

nmóvil. Le moqueaba la nariz. Seguíempuñando su espada, mientras lsangre se agolpaba en su piel y su rop

en cinco sitios distintos. —Eres bueno —dijo Richard dVier—, pero puedes mejorar. Ahorvete.

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 —Richard, está sangrando —dijsuavemente Alec.

 —Ya lo sé. La gente sangra cuandpelea.

 —Es de noche —dijo Alec—, en lRibera. Hay gente en las calles. Dijist

que no querías matarlo. —Pásame esa sábana. —El sudor s

enfriaba sobre la piel de Richard; s

envolvió con el lino. —Tenemos brandy —dijo Alec—

ré a buscarlo.

 —Siento ensuciaros el suelo dsangre —dijo el pequeño. Se limpió lnariz con la manga—. Lloro a causa da impresión, eso es todo. No so

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ágrimas de verdad. No examinó sus heridas. Alec l

hizo por él, enjugándolas con brandy. —Eres asombroso —dijo al niño—

Llevo una eternidad intentandconseguir que Richard pierda lo

estribos. —Pasó la botella a De Vier—Puedes beberte el resto.

Alec deshizo lo que había dejado l

espada de la chaqueta del pequeño empezó a quitarle la camisa.

 —Es una niña —dijo de pronto

matrona desprevenida ante un partantinatural.La pequeña dijo una grosería. Habí

dejado de llorar.

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 —Eso lo serás tú —repuso Alec. Smano se introdujo en el bolsillo de lpechera de la joven, sacó el librito quguardaba allí, con su cubierta de cuercálida y húmeda de sudor. Lo abrió coun giro de muñeca, lo cerró de golpe.

 —¿No sabes leer? —preguntmordazmente la niña.

 —No leo basura de este tipo.  E

espadachín cuyo nombre no eruerte.  Mi hermana lo tenía; todas l

ienen. Trata de una joven noble qu

vuelve a casa después de un baile encuentra a un espadachín esperándolen su cuarto. No la mata; se la folla. Aella le encanta. Fin.

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 —No… —dijo ella, ruborizada—o lo has entendido. Eres idiota. N

ienes ni idea. —Hey —dijo Alec—, estás mu

mona cuando moqueas, ricura… ¿lsabías?

 —¡Eres idiota! —repitió ferozmenta pequeña—. Bastardo estúpido. —

Duras y precisas, como si las palabra

fueran nuevas en su boca—. ¿Qué sabráú?

 —Sé más de lo que crees. Quizá n

enga tu excepcional talento con eacero, pero conozco tus otras artes. So que funciona contigo.

 —Oh —se encendió la joven—, as

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que al final se reduce a eso. —Furiosaestaba empezando a llorar de nuevocontra su voluntad, enfadada tambiépor eso—. La espada te da igual; eibro no importa… eso es lo único qu

entiendes. No tienes ni idea… ¡ni idea!

 —¿Ah, no? —exhaló Alec. Lbrillaban los ojos, una mancha de coloencima de cada pómulo—. ¿Crees qu

no tengo ni idea? Para mi hermana eraos caballos… reales e imaginarios. —

Se dominó lo suficiente para asumir s

sonrisa habitual, desapasionada ndolente—. Yeguas en el establosementales dorados en el huerto. Mdecía sus nombres. Yo me comía la

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manzanas que ella recogía para ellospara que pareciera más real. Sé de lque hablo —dijo con amargura—. Locaballos mágicos de mi hermana erapoderosos; cabalgaba con ellos poierra y por mar; los adoraba y les poní

nombres. Pero al final la defraudaron¿verdad? Al final no la llevaron ninguna parte, no le reportaro

absolutamente nada.Richard estaba sentado al filo de l

cama, con el brandy olvidado en l

mano. Alec nunca hablaba de su familiaRichard no sabía que tuviera unhermana. Escuchó.

 —Mi hermana se casó… con u

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hombre que habían elegido para ella, uhombre que no le gustaba, un hombrque la asustaba. Esos malditos caballoa esperaban en el huerto, aguardaron l

noche entera a que fuera a buscarlos. Lhabrían llevado a cualquier parte, por e

amor que le profesaban… pero ellnunca acudió… y llegó el día de sboda. —Alec levantó el libro, lo lanz

contra la pared más alejada—. Sperfectamente de lo que hablo.

La pequeña miraba a Alec, no a s

ibro roto. —¿Y dónde estabas tú? —pregunt—. ¿Dónde estabas cuando tuvo lugaeste matrimonio a la fuerza… esperand

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en el huerto con ellos? Oh, yo tambiésé de lo que hablo… los cogiste escapaste. —Envarada a causa de locortes, se agachó, recogió el libro, lalisó—. No tienes ni idea. Ni la menodea. Y no quieres tenerla. Ninguno d

os dos. —Alec —dijo Richard—, ven a l

cama.

 —Gracias por la lección —dijo lniña al espadachín—. La recordaré.

 —No habría supuesto ningun

diferencia —respondió Richard—Tendrás que encontrar a otro. Así son lacosas. Eso sí, ten cuidado.

 —Gracias —repitió ella—. Tendr

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cuidado, ahora que hay un motivo parenerlo. Antes hablabas en serio

¿verdad? —Sí. No suelo enfadarme de es

forma. Hablaba en serio. —Bien. —Se volvió hacia la puert

  preguntó con el mismo tono frío apagado—: ¿Cómo se llama tu hermana

Alec seguía donde estaba cuand

arrojó el libro, pálido y crispadoRichard sabía que su reacción, cuandse produjera, seria violenta.

 —Te he preguntado cómo se llama.Alec se lo dijo. —Bien. Iré a buscarla. Le daré est

—el libro, señalado ahora con sangr

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seca—, y recuerdos de tu parte.Se detuvo de nuevo, abrió el libro

eyó: —«Hasta esta noche era una niña

Ahora soy una mujer». Así acaba. Perú nunca lo leíste, así que no sabrá

nunca lo que viene entre medias. —Esbozó una sonrisa implacable—. Yo so he leído, y lo sé. No me pasará nad

ahí afuera, ¿a que no? —Ven a la cama, Alec —repiti

Richard—; estás temblando.

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La muerte del duque

El duque era un hombre mayor, y soven esposa nunca lo había conocidcuando tenía el cabello fuerte y oscuro

 caía como un manto sobre los pechode sus numerosos amantes.Era extranjera, de modo que n

comprendía, cuando él había acudido

su ciudad para morir, y cuidar de él a largo de su última enfermedad empezab

a pasarle factura, por qué s

preocupaban tanto sus parientes dayudarla a elegir un criado que latendiera.

 —Que sea guapo —dij

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ruborizándose la gentil Anne. —Pero no demasiado. —La agud

Katherine le lanzó una mirada fugaz. —Por favor —dijo la joven espos

—, ¿por qué no dejar que sea todo lguapo que quiera, si eso complace a m

marido, siempre y cuando sea fuerte cuidadoso?

Y puesto que ninguna le respondió

ni la miraron ni se miraron entre seligió a un joven encantador qurespondía al nombre de Anselm. N

sabía cuan desesperadamente habíansiado él el trabajo.Anselm era de mano firme y ojo

claros. Sabía doblar las sábanas y servi

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as medicinas, poner y quitar una camiscon el mínimo esfuerzo, y blandir unnavaja con rapidez y eficiencia. Eduque insistía en estar presentable odas horas, aunque ya no era capaz dr a ninguna parte. En su juventud, lo

puños del duque eran crestas de encajerompiendo como olas sobre el dorso dsus manos. Por aquel entonces habí

enido las manos delgadas, pero ahoras tenía más delgadas todavía.

El duque yacía ahora en la cama e

a que hacía veinte años que no yacía, ea casa que había construido, amueblad decorado, para luego abandonarla. E

una época en la que los jóvenes amante

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de hoy todavía no habían nacido, eduque había abandonado su ciudad, suderechos y sus deberes para seguir a samante, el primero, el más antiguo y emejor, hasta una isla lejana dondpodrían vivir al fin para el amor, aunqu

amás pronunciaran esa palabra.Sentada junto a él en la cama, s

oven esposa dijo al duque:

 —Había una anciana en la calleesperándome en el umbral de tu casaMe agarró de la muñeca; tenía fuerza e

os dedos. «¿Está él ahí?», me preguntó«¿Está dentro? Dicen que ha vuelto casa. Dicen que se está muriendo». Lsonrisa del duque siempre había sid

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fina como un látigo. —Espero que le dijeras que están e

o cierto.Su mujer le apretó la mano. L

amaba irremediable y completamenteba a ser la última de sus amantes

Saberlo sólo la consolaba un poco; veces, nada en absoluto.

 —Ve a vestirte —dijo el duque—

Tardarás más de lo que crees earreglarte para el tipo de fiesta al quvas esta noche.

Ella detestaba dejarlo solo. —Mi doncella puede atarme lacintas en un santiamén.

 —Aun así faltaría el pelo, y la

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oyas y los zapatos… Te sorprenderás. —Quiero quedarme contigo. —S

acurrucó en la huesuda oquedad de shombro—. Imagínate que te entrhambre, o que empieza de nuevo edolor.

 —Anselm me traerá lo que necesito—El duque enredó los dedos en scabello, acariciándole la cabeza—

Además, quiero ver si lo han arregladcomo es debido.

 —No me importa. Seguro que es u

vestido precioso; lo elegiste tú.Las caricias cesaron. —Tiene que importarte. Debe

aprender a conocerte, y a respetarte.

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 —En casa, nadie podría respetar una esposa que abandona a su maridpara asistir a una fiesta si él está… si éestá enfermo.

 —Bueno, aquí las cosas sodistintas. Te dije que lo serían.

Era cierto. Pero ella quiso venir coél. Cinco años antes se había casado coun desconocido, un hombre qu

deambulaba por su isla medienloquecido a causa de la pérdida de samante, el más antiguo y el mejor. En s

aldea, había superado con creces ledad de contraer matrimonio. Pero eran sólo que había estado esperándolo

él: un hombre que la viera cuando l

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mirase. Él la sorprendió con sus propiodeseos, y con la manera de satisfacerlos

El que una vez hubiera sido duque eun país extranjero era una sorpresa quél se había reservado para el final. Loanillos de sus manos, que no se habí

quitado nunca, ni siquiera empujado posu pena, quería devolvérselos a sfamilia en persona. Ella le habí

suplicado que la llevara con ella en estúltimo viaje, aunque ambos sabían quacabaría con él dejándola allí sola

Quería ver a su gente, visitar los lugareque él conocía; oírle recordarlos allíQuería que su hijo naciera en la casa dsus padres.

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La última joya encajó en su sitio eel vestido de su esposa, se sujetó eúltimo rizo, se arregló la última flopara agradar a la atenta mirada deduque. Exótica y elegante, intensamentpálida y radiante, la mujer extranjera de

duque partió en su carruaje en medio dun estrépito de cascos y jinetes descolta, un blasón de antorchas.

Se encendieron las velas junto a lcama del duque. Anselm se sentdiscretamente en una esquina e

penumbra de la habitación. —Mi esposa —dijo el duque, coos ojos cerrados, blanco su rostr

contra la blanca almohada— era hija d

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un gran médico. Él le enseñó todo lo qusabía, le transmitió sus filtros pociones. Ella se sentía justificadamentorgullosa, y sanó a un rey con ellosEstaba enamorada de un muchacho, unoble, pero éste era altanero y no l

correspondía, ni ella era capaz dconseguirlo. No hay filtros para eso, dgual lo que te digan. —Su risa hizo qu

se le cortara el aliento a causa del dolo—. Ni para esto. Eso la mortifica. Yambién a mí.

 —Ojalá pudiera ser de otro modo —dijo Anselm. —Eres muy amable —dij

secamente el duque—. Ojalá. Supong

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que, al ser ya viejo, debería tomármelcon filosofía y fingir que no me importdemasiado. Pero nunca he vivido pargratificar a los demás.

 —No —dijo el adorable sirvientecuyo encanto pasaba desapercibido. Lo

párpados del duque eran finos, casazules, tirantes sobre sus ojos. El doloprestaba rigidez a sus labios—. E

vuestros tiempos causasteis muchoproblemas.

El semblante tenso se suavizó por u

nstante. —Sí que lo hice.Anselm se acercó a él con un

bebida servida en una taza de plata. L

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aza estaba inscrita con el escudo darmas de la familia del duque, un cisneResultaba imposible determinar santigüedad.

El duque era un hombre alto, dhuesos largos. No le quedaba much

carne y tenía la piel seca y fina como epergamino. Anselm lo sostuvo mientrabebía. Era como sujetar la antítesis d

una sombra: transparente en vez dopaco, anguloso en lugar de plano.

 —Gracias —dijo el duque—. Es

debería ayudar, temporalmenteDormiré, creo. Cuando vuelva a casaquiero oír lo que ha pasado en la fiestaEs normal que ocurra algo, la primer

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vez que sale. —Queréis volver a causa

problemas, ¿verdad? —bromeamablemente su criado.

Los labios delgados sonrieron. —A lo mejor. —Luego—: No. Y

no. ¿De qué serviría? —¿De qué servía antes? —Quería… divertirme.

Más cerca ahora, con los planos dsu rostro iluminados por la luz de lavelas, Anselm dijo:

 —Murieron hombres por vos. —Por mí no. Por él. —Él los mató por vos. —Sssí… —un largo suspiro d

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satisfacción.Anselm se acercó más. —Y vos os acordáis. Lo sé. Estabai

allí. Lo visteis todo. Cómo eran buenospero él era el mejor. —Su fuerte manresaltaba oscura contra la sábana de lin

—. Ya no hay ningún espadachín comél.

 —Nunca lo hubo. —La voz de

duque sonaba tan apagada que Anselmagachado sobre él, debía contener ealiento para escucharlo—. Nunca hub

nadie como él. —Ni lo volverá a haber, creo —dijsuavemente Anselm, casi para sí.

 —Nunca.

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El duque se tumbó, perdido el color  la almohada lo engulló, dándole otr

vez la bienvenida a su nuevo mundo, emundo de fuerzas fugaces y prolongadadebilidades.

Resplandeciente aún con sus galas

el beso del vino y la agradablcompañía, la mujer del duque volvicon él, para ver si dormía, o si l

esperaba en la oscuridad.Desde la enorme cama su voz

apagada y seca, dijo:

 —Hueles a fiesta.La mujer encendió una luzrevelándose en todo su esplendor. Laflores se habían marchitado sólo u

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poco sobre su pecho. Pese al roce deencaje y el peso del oro, se sentó a sado en la cama.

 —¡Ah! Qué bien, ya no hace faltque siga manteniéndome recta. —Suspiró mientras él desataba lentament

sus enaguas—. Fingí… —Snterrumpió, luego continuóímidamente, decidida a no tener mied

de él—. Me decía que eran tus manossosteniéndome la espalda recta delantde todos.

El duque se rio por lo bajo. —¿Tan dura ha sido la gentcontigo?

 —¡Cómo me miraban! Es de mal

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educación. Y dicen cosas que nentiendo. Unos de otros, de ti…

 —¿Qué dicen de mí? —No lo sé. No lo entiendo. Cosa

huecas, sin sentido, que supuestamentsignifican más de lo que dan a entender

Lo cambiada que debes de encontrar lciudad, y los viejos amigos que hadesaparecido.

 —Todo verdad. Espero que no taburrieras demasiado.

Ella le pellizcó el hombro.

 —¡Ahora hablas igual que ellos! Nono me aburrí. Incluso recibí ucumplido. Un anciano con diamantes os dientes torcidos dijo que yo suponí

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una considerable mejora sobre tprimera esposa. Tenía un coloespantoso… el hígado, supongo —sapresuró a añadir, habiendo dicho algque no pretendía.

 —Sí —dijo su marido, impasible—

Pueden perdonarme una extranjera anteque una actriz. O quizá sea que por fimerezco piedad, no censura, por esta

más enfermo de lo que quisiera estacualquiera de ellos. Puede que sólo srate de eso. —Sus reflexiones diero

paso a una historia, más inconexa de lque pretendía, un relato de afrentapasadas, de venganza. Una amantdespechada, la primera esposa de

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duque repudiada públicamente; la ira dun joven y la respuesta del dinero y eacero. Sangre sin restañar, tan sólcicatrices cerrándose sobre una heridsucia.

 No eran éstas historias que ell

hubiera escuchado antes, en la islsoleada donde se habían casado emedio del zumbido de las abejas y e

omillo. Ni siquiera describían a uhombre que ella conociera.

Tendida desnuda en la oscuridad

unto a su cuerpo flaco y encendido, spreguntó por primera vez si habríahecho bien al venir aquí, a este lugar dsu pasado.

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La mano del duque se movióconsciente a medias, hasta su omoplatocopándolo como si de un seno se trataraEl recuerdo hizo que todo su cuerpo sruborizara. Lo deseó de repente, ansió eregreso de su fuerte amante. Per

conocía la enfermedad, conocía scurso, y cerró su corazón en torno a lcerteza de que eso no ocurriría. Todo l

que había habido entre sus cuerpohabía terminado ya, y crecía en svientre. En el futuro eso la reconfortaría

pero no ahora. —La gente no olvida —dijo eduque. Ella pensaba que estabdormido, tan queda era su respiración.

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 —A ti —dijo tiernamente ella—. Ai no te olvidan.

 —No soy yo. Son ellos. Sólo ermportante por lo que les hacía sentir

Recuérdalo. —Sus dedos se tensarosobre ella, precipitados y carentes d

atractivo—. Y no confíes en nadie de mpasado. No tienen motivos parquererme.

 —Yo te quiero.Un poco después, el duque suspir

en sueños y pronunció el nombre de s

primera esposa, mientras la abrazabaElla sintió que el corazón se le retorcí  daba un vuelco, cerca del niño qu

portaba, hasta quedar sitio en su interio

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para poco más que el dolor y el amor.Unos médicos en busca de fama

fortuna acudieron a sangrarlo. /—Bastante poco de mí queda ya —dijo eduque. Encargó a su esposa que loespantara, sabedor de que le satisfarí

ener alguien más con quien enfadarse.Anselm estaba afeitándolo

delicadamente y con cuidado.

 —En los viejos tiempos —dijAnselm—, habríais ordenado que loensartaran.

El duque ni siquiera sonrió. —No. Él no mataba a hombredesarmados. No era ningún desafío.

 —¿Cómo encontrabais desafíos par

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él? ¿Teníais buen ojo?Ahora los labios viejos s

estremecieron. —Sabes… debía de tenerlo. Nunc

me paré a pensarlo. Pero había un tipde matón en concreto que me encantab

provocar: el idiota tambaleante fanfarrón que empujaba a todo el munda su paso y que pegaba a la chica qu

rabajaba para llenarle el bolsillo. Lode esa clase solían llevar una espadencima.

 —¿Sabríais ahora? —Anselm satareó limpiando las brochas—¿Sabríais distinguir a un espadachídecente si lo vierais… por su forma d

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andar, digamos, o su postura? —Sólo —respondió el duque— s

estuviera siendo particularmentmolesto. ¿Me dejas ver eso?

Cumulo Anselm le ofreció la brochpara que la inspeccionara, de cerca

para que los ojos débiles pudieraenfocarla, el duque cerró los dedoalrededor de la muñeca del joven. S

roce era seco como el papel. Anselmantuvo el brazo firme, aunque supárpados temblaron, un ribete d

pestañas negras que rodeaban unos ojoazules tan oscuros que casi parecíavioletas.

 —Tienes buena muñeca —observ

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el duque—. ¿Cuándo practicas? —En mi cuarto. —Anselm trag

saliva. Le ardía la piel donde los dedohuesudos apenas sí la rozaban.

 —¿Has matado a alguien? —No… todavía no.

 —No se mata gran cosa, hoy en díaengo entendido. Ataques d

demostración, un poco de sangre en l

manga.La mujer del duque apareció en l

puerta sin llamar, satisfecha de su

ogros. Pero el duque retuvo la muñecde su criado un momento más, y le mira la cara, y vio que era hermoso.

A veces se permitían visitas, aunqu

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no las que prometían curas milagrosasEl dolor iba y venía; el duque tomó pocostumbre preguntar a su esposa dos hasta tres veces al día si quedabbastante zumo de amapola del quguardaban en casa. La medicina hací

que su mente divagara, de suerte quhablaba con fantasmas, y ella aprendímás cosas de su pasado de las que

veces hubiera querido escuchar. Cuandenían huéspedes, personas vivaodavía, a menudo ella se sentab

discretamente en una esquina de lhabitación, obligándose a ser invisiblea descubrir más cosas. A otros ancianosmás robustos que su marido, seguía si

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encontrarlos la mitad de ellos. Spreguntó cómo era posible que él lohubiera tocado alguna vez, e intentmaginárselos jóvenes y lozanos.

Lord Sansome venía a recrearse, ldijo su marido, o quizá a disculparse; e

cualquier caso, sería divertido ver cóme había tratado el tiempo. Ell

consideraba que admitir a semejant

persona era contraproducente, persuponía una agradable distracción de lofantasmas.

Sansome tenía los dienteestropeados y un feo color de piel, peraceptó el vaso de vino que le ofreciAnselm. El noble escudriñó al jove

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criado de arriba a abajo. Se sentó junta la cama con su bastón con empuñadurde oro erguido entre las rodillas.

El duque observó a su visitante coos ojos entrecerrados; estaba cansado

pero no quería tomar más drogas hast

que se hubiera ido.Sansome no empezó a hablar d

rivialidades, como tampoco se l

ofreció ninguna. De modo que sprolongó el silencio hasta que el duqudijo:

 —Lo que sea que estás pensandprobablemente sea verdad. Gracias povenir. Es prodigiosamente amable de tparte.

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Su esposa extranjera no sabía lo qusignificaba «prodigiosamente». Parecíun insulto; se preparó para intervenirPero lord Sansome siguió sentado.

El duque cerró los ojos, aunqucontinuó hablando:

 —No creo que vaya a morirmestando tú ahí sentado. Aunque sé queso te complacería enormemente.

Al otro lado de la estancia, Anselhizo un ruido que en un criado menoeducado hubiera sido un bufido. S

atareó con los cepillos, de modo qucuanto podían oír era su hush-hush-husmientras limpiaba.

Al cabo, habló Sansome.

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 —Pensé que habías muerto hacíaños. Nadie sabía dónde estabas. Pensque habías muerto cuando se te rompiel corazón.

 —Se me curó. —Una vez me dijiste que no tenías.

 —Ilusiones. Veo que el tuyo siguatiendo.

 —Oh, sí. —Las manos de Sansome

surcadas de gruesas venas, se abrieron cerraron sobre la bola dorada de sbastón—. El mío sí. Aunque nunca s

sabe qué nos aguarda al doblar lesquina, ¿verdad? —Yo creo que sí lo sé. —Tal vez todavía haya algo capa

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de sorprenderte. —De formnesperada, lord Sansome sonri

cálidamente al criado del duque. Anselpareció enfadarse—. Es bueno con eacero.

 —¿Has tenido el placer?

 —Un par de veces. Un buerasurado, muy limpio.

 —Oh. —El viejo duque se rio,

siguió riéndose de un chiste que nadimás comprendía, hasta que su alientdesenterró el dolor, y la mujer y e

criado lo cubrieron mientras lsostenían y le daban algo de beber parapaciguarlo.

Cuando lord Sansome se hub

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marchado, el duque dijo cpn vosomnolienta:

 —La gente no olvida. Creo que esme complace. ¿Por qué habría vuelto sno?

 —Mis referencias vinieron d

alguna parte. —Anselm se mostrabbrusco con el duque, que había estadprovocándolo con revelaciones. Estaba

a solas—. Jamás hubiera llegado hastvos sin ellas. Vuestra familia lacomprobó; y soy un buen ayudante d

cámara. Ahora contádmelo otra vezContadme cómo tenía las manos. —Nunca las tenía vacías. Siempr

estaba haciendo algo: agarrand

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barrotes para fortalecer las muñecasestrujando pelotas, lanzando cuchillos…  otras cosas. —El duque sonrirritantemente para sí. Anselm empezab

a conocer esa sonrisa y sabía que nhabía manera de arrancar al duque lo

recuerdos que ocultaba.El semblante del anciano se empañó

  empezó a maldecir, de manera poc

elegante, a causa del dolor. Anselm lenjugó el rostro empapado de sudor coun paño frío, y siguió repitiendo l

operación hasta que el duque pudvolver a hablar: —Como aventura, esto empieza

perder interés. La vida se vuelv

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aburrida cuando mi única preocupacióes preguntarme cuánto tiempo seguirseca mi camisa, y si voy a tragar la sopo vomitarla. Yo diría que acabásemocon esto de una vez por todas, pero esno le gustaría a mi esposa

Evidentemente —enseñó los dientes euna sonrisa dolorosa—, tampoco lgusta verme en este estado. No ha

forma de complacer a algunas personas. —Debéis alegraros por el niño qu

va a nacer.

 —La verdad es que no. Eso fue sólpara agradar a mi esposa. No quierposteridad. Fui una gran decepción parmis padres.

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Anselm se encogió de hombros. —¿No lo somos todos? —Pero cuando yo esté muerto, l

mpedirá cometer alguna estupidez. Eses importante.

A Anselm se le daba bien capta

ndirectas. —¿Queréis que llame a vuestr

señora?

 —No. —La mano del duque estabfría sobre la suya—. Hablemos.

 —Yo no soy como vos —dij

desesperanzado Anselm—. Las palabrano son mis herramientas. Lo único qusé es hacer preguntas. Sois vos el qusabe cosas, señor, no yo. Lo que quier

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saber, ni siquiera vos podéienseñármelo.

 —Lo siento por ti —dijo el enferm—; porque a veces aún lo veo, aunque…en las esquinas del cuarto. Pero sólo soas drogas, puesto que nunca m

responde cuando hablo. —Fue el mayor espadachín que h

existido jamás. Si tomar drogas m

permitiera verlo, lo haría. —Anselpaseó por la habitación, con su porte dcomedido ayuda de cámara rendido ant

a zancada ardiente de un atleta—. Aveces me pregunto si tiene sentidsiquiera intentarlo. Se llevó sus secretoa la tumba. ¡Ojalá hubiera podid

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contemplar cómo hacía las cosas quhacía! —El enfermo no respondió nad—. Vos estabais allí. ¿Qué visteis? ¿Nme lo podéis decir? ¿Qué visteis?

El duque sonrió lentamente, con lvista vuelta hacia sus pensamientos.

 —Era hermoso; no como esto. Lomataba deprisa, de un golpe, directo acorazón.

 —¿Cómo? —quiso saber Anselmcon los puños apretados—. Nadiofrece su corazón a la espada.

Con cada uno de sus sentidos duchador, notó que la mirada del duqucaía sobre él, libre de embotamiento dolor. Lo atrajo de vuelta a la cama

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como si quisiera acortar distancias coun adversario, o un amante.

 —¿Nadie? —susurró el duqueAnselm se arrodilló para oírlo—. Nadino, muchacho.

La mano del duque bajó hasta s

mullida mata de pelo oscuro. —Sois un hombre terrible —dij

Anselm. Asió los dedos, los enredó co

os suyos en su cabello, y los arrastró ravés de sus rizos hasta sus labios.

Tendida a su lado en la oscuridad, l

mujer del duque dijo: —He visto dar a luz a tantamujeres, que debería estar más asustadaPero no lo estoy. Sé que éste será u

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buen niño. Espero que lo veas.La mano del duque descansaba sobr

su vientre suavemente redondeado. —Espero que no sea demasiad

nfeliz. —¿Cómo lo fuiste tú? —repus

ristemente ella—. No, querido. ¡Éstsabrá que lo quieren, te lo prometo! —Le agarró la frágil mano; evanescente

como el resto de él, aun a oscuras—. Yo sabrá todo sobre su padre, esambién te lo prometo.

 —No —dijo el hombre—; no si ese hace desgraciado. —Será feliz. —Me lo prometes, ¿verdad? —Oy

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su sonrisa—. ¿Lo llevarás a la islaentonces, para que corra con las cabras?

 —¡Por supuesto que no! —A vecea sorprendían las cosas que él daba po

sentadas—. Se quedará aquí, con sfamilia. Debe criarse en tu ciudad, entr

as personas que te conocen. —Creo que sería más feliz en l

sla. —El duque exhaló un suspiro—

Ojalá pudiera regresar allí, después, descansar en una colina sobre el marPero supongo que es imposible.

 —Supongo que sí —convino ellcon un hilo de voz—. ¿Adónde irásentonces?

 —Yaceré en la Ciudad de Piedra

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filas y filas de tumbas como casas, coodos mis antepasados, mi familia… Es

debería satisfacer tu sentido del decoroo es la compañía que yo habrí

elegido, pero supongo que a esas alturame dará igual. —__—Lo llevaré all

Para que te visite.El duque retiró su mano. —De ningún modo. Lo prohíbo.

 —Pero quiero que te conozca. —Si insistes en contarle historia

sobre mí al pequeño, que sea en algú

sitio agradable, con un fuego, y pan eche… —Su mujer le había dado zumde amapola; pronto se quedaría dormid—. Espero que sea hermoso. No com

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o. Hermoso como tú. Como lo era él.En ocasiones hablaba de persona

que ella no conocía. Pero a ésta lconocía bien, este querido fantasma depasado, el bello, el raro, el primer mejor amor. Se obligó a apaciguar s

respiración, a destensar sus brazos. Urecuerdo, nada, contra un niño vivo.

 —Quería que me matara. Hace años

Pero él nunca le puso empeño. —Chis, cariño, chis. —¡No, me lo prometió! Así que l

recordé su promesa. Al final me fallóme dejó. Pero volverá a por mí. Haciempo me prometió que vendría a po

mí. Él es mi muerte.

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Su mujer lo abrazó con fuerzaesperando que él estuviera demasiadaturdido para reparar en sus sollozos, en las lágrimas que caían sobre la piede ambos.

Lord Sansome no regresó, aunqu

envió al criado del duque, Anselm, uregalo en forma de dinero.

 —¿En qué te lo vas a gastar? —

nquirió el duque—. ¿En aceros o eamores?

Su sirviente frunció el ceño.

 —Creo que debería devolverlo. Nes correcto que acepte lo que no tengntención de ganarme.

 —Oh, ¿de veeeras? —La fatig

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sacaba a la superficie el acentarrastrado del anciano—. Pero sin duda mi viejo amigo le satisface que cuidede mí con tanta dedicación. Está en s