011 The Truman Show, dirigida por el australiano Peter Weir

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Miles de cámaras, un dios, un hombre y una certeza.

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Titulo originalThe Truman Show

Titulo en españolUna vida en directo

DirecciónPeter Weir

RepartoJim CareyLaura LinneyEd HarrisNatascha McElhoneNoah EmmerichHolland TaylorBrian Delate

Guión originalAndrew Niccol

Año1998

Fotografías

Truman Burbank (Jim Carey)

Meryl Burbank / Hannah Gill (Laura Linney)

Kristof (Ed Harris)

Marlon (Noah Emmerich)

Advertencia----------------Este listado de mis cien,y más, películas favoritases una excusa para escri-bir sobre éstas, de formapaulatina y contarle a loseventuales lectores porqué me parecen notoriasy maravillosas. El texto noes una reseña, por lo quese sugiere haber visto, deantemano, la película.------

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Titulo originalThe Truman Show

Titulo en españolUna vida en directo

DirecciónPeter Weir

RepartoJim CareyLaura LinneyEd HarrisNatascha McElhoneNoah EmmerichHolland TaylorBrian Delate

Guión originalAndrew Niccol

Año1998

Fotografías

Truman Burbank (Jim Carey)

Meryl Burbank / Hannah Gill (Laura Linney)

Kristof (Ed Harris)

Marlon (Noah Emmerich)

Advertencia----------------Este listado de mis cien,y más, películas favoritases una excusa para escri-bir sobre éstas, de formapaulatina y contarle a loseventuales lectores porqué me parecen notoriasy maravillosas. El texto noes una reseña, por lo quese sugiere haber visto, deantemano, la película.------

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La privacidad de los sueños

Lauren / Sylvia (Natascha McElhone)

Descubriendo el horizonte

Retazos de ella

La ternura versus la omnipotencia------------

Las buenas películas son aquellas que a uno le dan genuinas ganas de volver a ver-las, de descubrirles algo nuevo, de dejarse llevar por su oleaje y sin esfuerzos, cuando las aprendemos de memoria, incorporar-las a nuestro sistema límbico. The Truman Show es esta clase de película; inclusive, a veces pienso, que secretamente el director deja indicios que, por su complejidad, no toman sentido sino la segunda, o tercera, vez que la vemos.

The Truman Show es una película sobre Dios, sobre la omnipotencia. Eso no tiene mayor misterio, el determinador de la vida de Truman Burbank se llama Kristof y tiene ese aire de “sabérselas todas” que uno odia en la gente que todo lo mira por el rabillo del ojo. Todo lo dice como si fuera la verdad revelada y se siente el temor de los demás a su alrededor y su incapacidad pa-ra contradecirlo. Aparece con una de esas boinas tejidas que cubren todo el pelo y que caen de medio lado, dando ese pre-tendido toque estético de quienes creen que todo lo convierten en una tendencia a seguir. Se toma esos segundos de más, antes de hablar, que utilizan las personas que todo lo que expresan pretende ser de importancia suma. Él cuenta la historia de Truman y cómo lo salvaron de la orfandad cediéndole la paternidad a una corpora-ción que lo puso delante de las cámaras

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La privacidad de los sueños

Lauren / Sylvia (Natascha McElhone)

Descubriendo el horizonte

Retazos de ella

La ternura versus la omnipotencia------------

Las buenas películas son aquellas que a uno le dan genuinas ganas de volver a ver-las, de descubrirles algo nuevo, de dejarse llevar por su oleaje y sin esfuerzos, cuando las aprendemos de memoria, incorporar-las a nuestro sistema límbico. The Truman Show es esta clase de película; inclusive, a veces pienso, que secretamente el director deja indicios que, por su complejidad, no toman sentido sino la segunda, o tercera, vez que la vemos.

The Truman Show es una película sobre Dios, sobre la omnipotencia. Eso no tiene mayor misterio, el determinador de la vida de Truman Burbank se llama Kristof y tiene ese aire de “sabérselas todas” que uno odia en la gente que todo lo mira por el rabillo del ojo. Todo lo dice como si fuera la verdad revelada y se siente el temor de los demás a su alrededor y su incapacidad pa-ra contradecirlo. Aparece con una de esas boinas tejidas que cubren todo el pelo y que caen de medio lado, dando ese pre-tendido toque estético de quienes creen que todo lo convierten en una tendencia a seguir. Se toma esos segundos de más, antes de hablar, que utilizan las personas que todo lo que expresan pretende ser de importancia suma. Él cuenta la historia de Truman y cómo lo salvaron de la orfandad cediéndole la paternidad a una corpora-ción que lo puso delante de las cámaras

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desde su nacimiento. Lo que no deja de inquietar al espectador porque las corpo-raciones son, en Estados Unidos, esas en-tidades que manejan los hilos del verda-dero poder: son señaladas de jugar con los precios del petróleo, de tener intereses en los negociados de las armas y, entre otras cosas, de nombrar presidentes. Si tocara ponerles cara serían: Kristof, de ahí que se trata de un anti-protagonista que Goliat en-vidiaría.

Rodeado de agua casi del todo, el pueblo se llama Seahaven y es el clásico paraíso norteamericano, donde suceden las pelí-culas de Spielberg –por dar un ejemplo, esta película es de Peter Weir– y utiliza ese mismo cliché de casas iguales, con todas las comodidades, calles iguales, familias iguales, colores pastel que no envejecen, jardines peluqueados como una cabeza de soldado y mujeres como Meryl Bur-bank, la esposa de Truman, que festejan las marcas de todo lo que les satisface una necesidad; en este caso, ella lo que hace es presentar los benecios de cada pro-ducto frente a la cámara y ante miles de millones de personas alrededor del mun-do. O sea que si Kristof fuera Zeus, la publi-cidad sería su rayo que implacable nos domina y mantiene a raya nuestros sue-ños, porque sólo nos permite desear lo que todos desean y eso, en el fondo, es frustrante; como las religiones y sus fana-tismos adscritos.

Es, por supuesto, un Dios omnipresente; por medio de miles de cámaras vigila hasta el último movimiento del único verdadero ser humano en escena –los demás son ac-tores, extras la mayoría–, inclusive hay una cámara entre el hueco del tajalápices eléc-trico, No hay diferencias con la vida real: un mundo del que no podemos escapar, una constante sensación de que nos están mirando, una humanidad que reconoce-mos en nuestra carne y en nuestro hueso, y los demás, allegados, amigos, descono-cidos que se nos cruzan en la calle, todos juegan un papel alrededor nuestro. En rea-lidad, todos somos Truman, vigilantes, a-tentos a que se nos revele la verdad de la existencia, con ganas pero sin posibilida-des de salir corriendo a cerciorarnos de que las pirámides de Egipto estén ahí, y sean de piedra y no de cartón o algún poliuretano; preparados para desaparecer sin avisar, que no tengan tiempo los productores de nuestra propia telenovela de construir de afán el puente de Brooklyn, o una ciudad entera como Tokio o Kuala Lumpur; por eso y es tal vez lo más diciente de la naturaleza manipuladora de Kristof: a Truman le insertan de forma truculenta, en sus pensamientos de niño, el miedo al agua y el pecado injusto de haber dejado ahogar a su padre.

Se trata, entonces, de un Dios paralizante que, para agravar las cosas, es predetermi-nador, En el set, todo se controla al milíme-

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desde su nacimiento. Lo que no deja de inquietar al espectador porque las corpo-raciones son, en Estados Unidos, esas en-tidades que manejan los hilos del verda-dero poder: son señaladas de jugar con los precios del petróleo, de tener intereses en los negociados de las armas y, entre otras cosas, de nombrar presidentes. Si tocara ponerles cara serían: Kristof, de ahí que se trata de un anti-protagonista que Goliat en-vidiaría.

Rodeado de agua casi del todo, el pueblo se llama Seahaven y es el clásico paraíso norteamericano, donde suceden las pelí-culas de Spielberg –por dar un ejemplo, esta película es de Peter Weir– y utiliza ese mismo cliché de casas iguales, con todas las comodidades, calles iguales, familias iguales, colores pastel que no envejecen, jardines peluqueados como una cabeza de soldado y mujeres como Meryl Bur-bank, la esposa de Truman, que festejan las marcas de todo lo que les satisface una necesidad; en este caso, ella lo que hace es presentar los benecios de cada pro-ducto frente a la cámara y ante miles de millones de personas alrededor del mun-do. O sea que si Kristof fuera Zeus, la publi-cidad sería su rayo que implacable nos domina y mantiene a raya nuestros sue-ños, porque sólo nos permite desear lo que todos desean y eso, en el fondo, es frustrante; como las religiones y sus fana-tismos adscritos.

Es, por supuesto, un Dios omnipresente; por medio de miles de cámaras vigila hasta el último movimiento del único verdadero ser humano en escena –los demás son ac-tores, extras la mayoría–, inclusive hay una cámara entre el hueco del tajalápices eléc-trico, No hay diferencias con la vida real: un mundo del que no podemos escapar, una constante sensación de que nos están mirando, una humanidad que reconoce-mos en nuestra carne y en nuestro hueso, y los demás, allegados, amigos, descono-cidos que se nos cruzan en la calle, todos juegan un papel alrededor nuestro. En rea-lidad, todos somos Truman, vigilantes, a-tentos a que se nos revele la verdad de la existencia, con ganas pero sin posibilida-des de salir corriendo a cerciorarnos de que las pirámides de Egipto estén ahí, y sean de piedra y no de cartón o algún poliuretano; preparados para desaparecer sin avisar, que no tengan tiempo los productores de nuestra propia telenovela de construir de afán el puente de Brooklyn, o una ciudad entera como Tokio o Kuala Lumpur; por eso y es tal vez lo más diciente de la naturaleza manipuladora de Kristof: a Truman le insertan de forma truculenta, en sus pensamientos de niño, el miedo al agua y el pecado injusto de haber dejado ahogar a su padre.

Se trata, entonces, de un Dios paralizante que, para agravar las cosas, es predetermi-nador, En el set, todo se controla al milíme-

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tro y el espectador resiente el drasticismo con que se resuelven los problemas propios de un show de características planetarias. El dilema de Truman es la verdad, o la mentira, y este hubiera podido no resolverse si no aparece Lauren, en es-cena, a mostrarle una ternura para él des-conocida. El dilema del espectador es más supercial. Truman tendría en el mundo real una vida de riquezas y titulares en los tabloides, pero en esa “cárcel” se tiene que conformar con las pequeñas y obligatorias expectativas de la clase media. Lo bueno de Truman es que tiene carisma, sólo con su gestualidad maniesta esa bonhomía de espíritu de quien no merece ser enga-ñado de una manera tan ignominiosa. Y, con todo en su contra, se lanza al agua a vencer su miedo y a averiguar, de una vez por todas, de qué está hecho y cuál es la verdad de su vida.

El nal es previsible, no en vano es una película de Hollywood, el espíritu humano vence todos los obstáculos para que los espectadores salgan satisfechos de la sala de cine –la rearmación de la catarsis de que habla Bruckhart–. Sin embargo, con todo lo fastidioso que eso puede ser, una vez que Kristof renuncia a su poder, la tormenta amaina, el agua se calma, sale el sol y sucede una de las escenas más apoteósicas del cine, desde la luna de Méliès, la punta de la embarcación choca contra el horizonte de dry wall; no

monstruos infernales, no acantilados sin fondo: un muro pintado de azul con nubecitas y una escalera para subir –supongo– al purgatorio.

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tro y el espectador resiente el drasticismo con que se resuelven los problemas propios de un show de características planetarias. El dilema de Truman es la verdad, o la mentira, y este hubiera podido no resolverse si no aparece Lauren, en es-cena, a mostrarle una ternura para él des-conocida. El dilema del espectador es más supercial. Truman tendría en el mundo real una vida de riquezas y titulares en los tabloides, pero en esa “cárcel” se tiene que conformar con las pequeñas y obligatorias expectativas de la clase media. Lo bueno de Truman es que tiene carisma, sólo con su gestualidad maniesta esa bonhomía de espíritu de quien no merece ser enga-ñado de una manera tan ignominiosa. Y, con todo en su contra, se lanza al agua a vencer su miedo y a averiguar, de una vez por todas, de qué está hecho y cuál es la verdad de su vida.

El nal es previsible, no en vano es una película de Hollywood, el espíritu humano vence todos los obstáculos para que los espectadores salgan satisfechos de la sala de cine –la rearmación de la catarsis de que habla Bruckhart–. Sin embargo, con todo lo fastidioso que eso puede ser, una vez que Kristof renuncia a su poder, la tormenta amaina, el agua se calma, sale el sol y sucede una de las escenas más apoteósicas del cine, desde la luna de Méliès, la punta de la embarcación choca contra el horizonte de dry wall; no

monstruos infernales, no acantilados sin fondo: un muro pintado de azul con nubecitas y una escalera para subir –supongo– al purgatorio.

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“In case I don’t see you,good afternoon, good

evening and good night.”

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