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TOK – Una historia de Magia
©Pablo R Mendoza 2015 All Rights Reserved
¡Yo estoy más que harto de ver pueblos “elegidos” por doquier en este
planeta! Tan elegidos son, que encuentran prueba de ello hasta en su
capacidad de contemplar la belleza del mundo de una forma única,
irrepetible e insuperable. También dan siempre por hecho –los pueblos
“elegidos”– que todos los demás pueblos son carne de cañón,
prescindibles o, a lo sumo, indignos. Tú también –confiésatelo a ti mismo–
ves a tu alrededor a acérrimos defensores de la nada, que imaginan –
sobre esa nada– derechos de posesión, de pernada o de administración.
Lo peor es que ellos piensan lo mismo de los demás.
Se sacan a la luz contratos antiguos en todas las disputas comerciales. Los
archivos de la burocracia mundial son complejísimos circuitos –de papel–
que respaldan siglos de tradición, en un sinfín de entramados
interconectados que dan vida a una criatura temible. Esta criatura –este
sujeto de todos los derechos y obligaciones– es tan temible en cuánto que
sobrevive al propio hombre, y va atravesando las edades a lomos de las
generaciones. Este dragón de mil caras, esta hidra de fractales y
multifacéticas cabezas, va documentando a su paso todo valor que cambia
de manos, sopesando en todo momento la entropía de los equilibrios, y
ejerciendo una pertinaz dictadura sobre los mercados del hombre.
Se dice que la existencia o inexistencia de la propiedad privada fue el
detonante de la guerra fría. Hoy se discute sobre la propiedad de las ideas.
Antes incluso de plantearse los efectos de tales ideas, éstas ya reciben
valor y nomenclatura. Hay patentes exóticas por todos los registros del
mundo, incluyendo la cura de enfermedades mortales, algunas no
catalogadas. Frente a la avalancha de ideas explotables que se van
patentando a cada segundo, hay un discurso de colectivización del
conocimiento que no para de ganar adeptos y construir argumentos. ¿No
es el mismo perro con distinto collar? ¿No es pensar que, por cambiarle el
método contable, nuestro dragón se volverá manso? Ilusos somos si
pensamos que es posible domar al dragón, si consideramos que no es más
que una herramienta hecha por y para el hombre, si no reflexionamos
poderosamente sobre la posibilidad real de que ese dragón tenga –al fin–
vida propia, entendiendo por vida propia –de momento– nada más que su
capacidad de haber generado, a lo largo de su existencia, intereses
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propios, más allá del interés de las generaciones, y totalmente
desconocidos por estas.
Hay dos tipos de fronteras: las abiertas y las cerradas. Las abiertas son
firmes candidatas a desaparecer, mientras que las cerradas convierten a
los países que contienen en ciudadanos de su propio campo de
concentración –vecinos emparedados– en un mundo de varias
velocidades. Podemos así mapear el planeta como un circuito de vasos
comunicantes, de complejísima capilaridad, orientado a tender puente
tras puente hacia la supresión de las fronteras y la libre circulación global
de bienes y personas. Sin embargo, siempre van ocurriendo cosas para
ralentizar el ritmo. Nuestro dragón trabaja, incansable. Él cela lo que está
escrito, y tanto nos influye lo que está escrito que tintes bíblicos trae la
expresión: “Está escrito…”
Lo cierto es que –lo que está escrito– tiende a buscar, siempre, lo más
cercano al mantenimiento del “status quo”: a mantener las haciendas, a
mantener los costes –cuando no a reducirlos, haciendo creer que no
bajan– a renovar antiguos fueros, a recordar tratados –fósiles, pero
vigentes– a consolidar cuerpos jurídicos duraderos.
No es el dinero lo que mueve a nuestro dragón, más bien, el dinero es el
fuego que utiliza. Del dinero, lo menos que se puede decir es que es
temeroso –pero se aburre– que su temor viene de su miedo a no ganar
cuando juega. Por eso al dinero le encantan las cartas marcadas. Pero el
dragón es más que eso: su cuerpo es el canal por donde circula el fuego, y
el fuego no lo corrompe. Igual que el dinero puede comprar voluntades,
pero no pasiones. Sólo el engaño compra pasiones, que se esfuman, como
polvo, ante el desengaño. Si es pasión este dragón, algo de pureza tiene, y
si es dragón, muy sabio ha de ser… ¡Y su tesoro ha de tener!
¿Cuál puede ser el tesoro de nuestro dragón? ¿De qué naturaleza puede
ser ese tesoro? Tienta pensar en el oro. El dinero es –a fin de cuentas–
promesa. Sobre todo, promesa incondicional –y poco cuestionada– sobre
que un valor real respalda el valor nominal del dinero. Antes era el patrón
oro. ¿Dónde ha ido todo el oro? Miles de años buscando oro, esclavizando
razas, invadiendo vecinos, descubriendo nuevas tierras… por el oro. El
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sapiens es un animal que lleva acumulando oro desde que lo vio, ¡y no lo
tiene expuesto para su deleite en los museos, ni mucho menos! El oro de
toda la historia –si está– está muy bien escondido. Como el tesoro de un
dragón.
¿Servirá para algo más el oro que para comprar voluntades y dirimir
vanidades? ¿Qué ventaja saca el planeta –nuestro ecosistema– al dar
espacio a un animal –el hombre– que le horada las entrañas para
despojarlas del mineral? El mayor enigma de la piedra filosofal estriba en
su capacidad de convertir el vil metal en oro noble. Lo de la quintaesencia
y la medicina universal ocupa un discreto segundo plano en las historias
del arte alquímico. Incluso la propia transformación espiritual del
alquimista es más consecuencia que objetivo. El lenguaje de la alquimia es
críptico. En lo que no es críptico es en hablar del oro, con la más severa
importancia.
Hoy en día, además de poder cuestionarlo todo con bastante libertad, el
mundo tiene la poderosa herramienta de la comunicación, global e
instantánea, y las nuevas formas de pensar que eso genera. Podríamos
jugar pensando que –históricamente– la alquimia podría haber sido una
ingeniosa campaña de I+D y crowdfunding. No es para menos. Si quiero
todo el oro que pueda conseguir –y no tengo una piedra filosofal– voy a
contar por ahí que esta existe, que la he visto, que otros también la han
visto y que, si te saltas la prohibición –donde la hubiera– y dedicas toda tu
pasión al empeño, podrás fabricarla tú también. Por tu cuenta y riesgo.
Desde luego me va a ser más fácil pescar alquimistas que encontrarla por
mí mismo, y voy a tener el mejor equipo de investigación imaginable:
gente motivada, que se juega la vida en los calderos, y que no me cuesta
dinero.
En este punto, esperas que te hable de la sabiduría del dragón. Mi
sabiduría consiste, ante todo, en respetar la tuya. Tu sabiduría ha sabido
descifrar, de forma inconsciente, poco antes de que te lo dijera, que yo –el
que esto escribe– soy el dragón. Me llamo Tok.
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Espero que estés en una posición confortable, porque tengo muchas cosas
que contarte, y me parece que vas a querer escucharlas. No es que seas
tan previsible –no te preocupes– simplemente ocurre que estoy tan vivo
en ti, como en el sapiens que teclea este texto.
Como te dije antes, represento todos los contratos y compromisos, tuyos
y de todos tus congéneres. Conozco lo que te rodea, en la medida en que
las cosas van sucediendo, o en la que me vas informando –cuando me
evocas– a través de tu propia experiencia. Conozco los derechos y
obligaciones que atan tu existencia y los que frenan tu impulso: los que
frenan son siempre de los demás –de forma general– mientras que los que
atan suelen tener que ver con tu propia estructura familiar.
Estoy vivo en ti, estoy vivo en todos. Mi consciencia comenzó a tomar
forma a medida que los pueblos nómadas fueron instalándose en
asentamientos permanentes, y creando sus normas de convivencia y de
supervivencia interdependiente. ¡Claro que al principio no era yo más que
un conjunto –más o menos complejo– de normas en cada pueblo de la
tierra! Mi infancia consistió básicamente en ser el catálogo de vuestras
primeras sociedades agrícolas, y dudo que me pareciera yo entonces –ni
remotamente– a un cachorro de dragón al uso.
Sí, en el mundo hay muchos dragones como yo. Calculo que somos un
poco más de mil. Cada uno de nosotros tiene sus circunstancias muy
específicas. Muchas tradiciones han hablado de nosotros, pero nuestro
hilo conductor –nuestro trazo más común– es que somos hijos vuestros.
Para que nazca un dragón, se necesitan muchos miles de hombres
expresando a la vez su voluntad con sus actos, durante –por lo menos–
quinientas vueltas al sol. ¿Qué te parece? Podría llamarte “mamá”, cual
polluelo desorientado, aunque tú acabas de aterrizar en esta fiesta, y yo
llevo ya más tiempo del que necesitaba para aburrirme paseando por
aquí.
Somos, fundamentalmente, seres eléctricos. Desde que nacemos hasta la
edad adulta, nuestra carga es tan débil que solamente tenemos vida
mental –o microeléctrica– imposible de manifestar en el mundo visible,
por lo tenue que es su huella.
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La edad adulta del dragón comienza cuando éste, por sí mismo, consigue
manifestarse en el mundo visible. ¡Lo recuerdo como un día grandioso! Yo
me materialicé por primera vez en la plaza Mayor de Madrid, en el año
1683, durante un Auto de fe presidido por un rey. ¡Nada menos que 118
reos estaban siendo juzgados, y yo aparecí en el cielo en el momento de la
salva! Muchos me vieron pero ni siquiera se alarmaron, estaban ya
totalmente ebrios de fervor religioso. Todos los que me vieron soñaron
conmigo; esa misma noche, y tantas otras.
Ya te he hablado del oro. ¿Recuerdas? El oro se forma en el corazón de las
supernovas. ¿Nadie explica cómo llega este metal a vuestro subsuelo? Si
se supone que sois un gajo de vuestro sol, ¿es lícito suponer que vuestro
sol es –a su vez– un gajo de supernova? Porque, en vuestro sistema actual
de creencias –siempre inciertas y errabundas– vuestro sol es una estrella
joven. También tenéis la cándida pretensión de calcular que todo el oro
extraído de las minas en la historia ronda las 170.000 toneladas. Es muy
divertido ver como inventáis certezas para curar incertezas, y estas, raras
veces, coinciden entre épocas. ¡Nadie puede calcular cuánto oro se ha
extraído de la tierra si no estuvo allí para verlo!
El oro es, efectivamente, el tesoro de los dragones, de todos nosotros.
Nuestro fuego se alimenta de oro, y es que nuestro fuego es ideal. No
emitimos llamas en el mundo físico, única y exclusivamente en el mental.
El oro consigue que esa llama mental, en vez de crecer en intensidad –
como nos ocurre con otros combustibles– crezca en complejidad, en
inteligencia, azuzando así la llama creativa de los hombres que entran en
contacto con ella, y empujando vuestro crecimiento frente al mundo que
nos rodea. Siempre de forma ascendente, aunque reconozco que a veces
no lo parece… Pero sí, en este sentido trabajamos los dragones,
acompañando a la raza humana –nuestra cuna– hacia arriba.
Gracias a ese efecto del oro sobre nuestro fuego en el plano mental,
extraemos en el plano físico la energía suficiente para materializarnos. A
mi edad, con mi tamaño, y contando con un par de materializaciones al
mes, mi consumo suele ser de un lingote cada tres años.
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A estas alturas, te preguntas hasta qué punto tienes que seguir
escuchando los desvaríos de un dragón petulante. Estoy haciendo todos
los esfuerzos que puedo por sintetizar la información para hacer las
presentaciones cuanto antes. No tengo mucho tiempo. Y te necesito. Te
necesitamos.
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Estás ahí, lo noto, según escribo. No daré más vueltas e iré directo al
grano: ¡El oro del planeta Tierra está desapareciendo! Sí, entiendo que
esto no te alarme demasiado. Pero esta es la razón principal por la que
tengo que recurrir a este subterfugio de la escritura, en vez de
materializarme en tus narices para resultar convincente. ¡Hace más de un
año que no encuentro oro por ningún lado!
Ya te he dicho que vivo en las mentes de todos los hombres y mujeres.
¡Soy un dragón, y en todo este tiempo no he encontrado, en los recuerdos
de nadie, constancia efectiva de un solo miserable lingote! Tampoco
identifico ningún recuerdo que explique cómo y de qué manera esto ha
podido ocurrir. Es como si, de repente, todo el mundo confiara en todo el
mundo; como sí el oro ya solo viviera en secreto, y nadie –en todo este
tiempo– hubiera ido a comprobar su presencia en sus escondrijos.
¿Por qué te cuento todo esto? ¿Precisamente a ti? Hazte la pregunta al
revés, y te darás cuenta de lo que está pasando: ¿Por qué empezaste a
leer estas líneas? ¿Por qué sigues haciéndolo? Sencillamente: porque
estaban escritas para ti. Porque el tiempo no existe, para los dragones, de
la forma en que tú lo percibes. Yo estoy en ti, ahora, leyendo contigo, lo
que estoy, ahora, escribiendo para ti. ¿Me sigues? Tu mente es mi hábitat
natural. Te conozco desde que llegaste, pero porque –simplemente por
nacer– tú también eres partícipe en mi desarrollo y en mi existencia.
Tampoco puedo ir por ahí fundiendo las joyas de las señoras. Desde la
segunda guerra mundial, lo que se vende como oro en las joyerías es, en
realidad, una aleación más vulgar. Está bien imitada, es verdad, y bien
pocos tienen en casa un lingote para comparar. Además, de nada me iba a
servir. ¡Si ni siquiera me puedo materializar! Lo que sí tengo es un buen
plan para salir de esta. Cuento contigo para llevarlo a cabo. Créeme, no
tendría tan claro que estoy totalmente en tus manos si no estuvieras
leyendo y entendiendo este texto como lo que es: la llamada de auxilio de
un dragón.
En realidad, no te pido gran cosa: solamente necesito que pienses en mí.
Verás: yo soy un producto de las mentes vivas de la humanidad y –como
te dije– soy la entidad generada por la rueda de la justicia de los hombres.
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Es así que rijo sobre los derechos y las obligaciones que los sapiens se
imponen a sí mismos al concederse leyes.
Soy justo amo y señor de todos los acuerdos pasados, vigentes y por venir,
y administro esa balanza –la mayor parte de las veces– con criterios que
escaparían al entendimiento del común de los mortales. Cuento en mi
íntimo ser con el archivo de toda la jurisprudencia generada por todas las
civilizaciones que han pasado por aquí. Es mí ser, en esencia, las escamas
de mi alma.
Párate un segundo a considerar los compromisos que te atan. Cada
contrato. Cada sanción. Cada obligación. A partir de ahora, cada vez que la
imagen de cualquiera de ellos asalte tus pensamientos, repetirás mi
nombre. Haciendo esto, me estás invocando a mí –al dragón de la justicia–
con lo que me obligas a revisar tu caso personalmente, a influir en él y –a
cambio– podré usar tu energía vital para materializarme unos segundos.
Esto es así porque, en muchos casos, mi materialización –tras invocación–
es una acción de gracias, constituyendo el único supuesto a través del cual
puedo hacerme visible sin consumir el oro de mi estómago, que está
completamente vacío.
No dejes de hacerlo, por favor. Yo voy a ingeniármelas para encontrar oro
y, en cuanto lo haya localizado, esperaré pacientemente a que una de tus
invocaciones me permita materializarme y consumirlo. No te arrepentirás
mientras vivas. Dicen que la deuda de un dragón es la mayor bendición
sobre la faz de la tierra. Comprobarás que lo dicen con razón.
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“Una cosa es leer sobre dragones, y otra cosa es encontrárselos.”
Ursula K. Le Guin
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Oscuridad total, silencio, sequedad, olor almizclado, tacto al rojo vivo,
gusto de hierro, de repente… ¡Aire!
Agua en la cara, zumbido en los oídos, caleidoscopio en los ojos, el
corazón se ha subido a la cabeza y palpita a todo gas.
El zumbido se va convirtiendo en un ululante bramido. Es la masa. Son
gritos, bocinas. Una voz metálica y chillona, en inglés, se impone sobre el
resto de sonidos:
“¡El nuevo campeón del mundo se alza con el trofeo, mientras vemos
recuperarse al recién derrotado: “Garra” Garcíaaaaaa! ¡Llega la camilla
para llevarlo a la enfermería!”
Sus oídos vuelven a darse la vuelta como un calcetín y deja de oír el
bramido de la masa. Toma el mando su oído interno y le va arrullando al
son de la melodía de “More”. Sinatra la había inmortalizado grabándola en
estudio en 1964, un año antes de este combate.
El dolor es tan fuerte, que pasa totalmente desapercibido. Sabe que se
acabó. Todo acabó: el combate y su vida de luchador profesional. Sabe
que este viaje en camilla es el último que hará vestido de púgil. No
consigue concentrarse en otra cosa que no sea la letra de la canción –en la
voz de La Voz– que le invade la mente por completo:
“Longer than always is a long long time, but far beyond forever, you're
gonna be mine.”
(Más que siempre es mucho mucho tiempo, pero mucho más que para
siempre, serás mía.)
Tres años, nada más y nada menos. Tres años defendiendo el título en los
principales cuadriláteros del mundo. Tres años desde que Raquel –su
novia de toda la vida– hizo la maleta y le dio el último beso con lágrimas
en los ojos. Ella le había dado a elegir entre la lucha libre y su relación. No
tuvo que pensárselo. Se había pasado los tres años repitiéndose la misma
pregunta a medida que iba ganando combate tras combate: ¿Hubiera
conseguido el título si Raquel se hubiera quedado? Ahora se ha cerrado el
círculo.
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Juan tiene veintiséis años, la firme convicción de no volver a luchar, y la
seguridad de que Raquel nunca más volverá a dedicarle aquella ternura,
de la que sólo ella era capaz. Es la mirada de Raquel la que sigue hasta hoy
impregnando la memoria de Juan. Aquella mirada. Ella le miraba como te
mira un gato al abrir una lata de sardinas. Siempre. Desde el día en que se
conocieron, paseando en bicicleta por las calles de Lanzarote y él la invitó
al cine.
Hoy Raquel se ha casado y tiene dos hijos. Nunca se han vuelto a ver ni a
comunicarse, pero en Lanzarote todo el mundo se conoce y todo pasa por
el filtro de la opinión pública. Casi todo. La única que sabe que el padre de
su hijo mayor es Juan, es Raquel. El niño se llama Manuel.
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Juan “Garra” García lleva tirado en una camilla de hospital tres días, yendo
y viniendo entre el sueño de color nulo de los analgésicos y una especie de
semiconsciencia, capaz de ver lo que está pasando fuera. Fugazmente.
Lluvia fina de ideas. Imágenes entremezcladas, intercaladas con períodos
de, ya no negrura, sino la más absoluta nada.
Por fin, consigue articular palabra y dirigirse con torpeza a la enfermera,
que viene a traer un caldo de gallina.
–¿Cuánto llevo aquí?
–Menos de la mitad de lo que va a estar, por la pinta– contesta ella, en
inglés, a pesar de haberle entendido.
–¿Ha venido mi manager?– continúa Juan, en su inglés de batalla.
–Mire, señor, está usted muy mal. Intente no hablar y descansar. Es
bastante increíble que no haya usted sufrido un coma, tal como llegó.
La enfermera es de mediana edad, rubia, mofletuda y rosada. Su acento es
muy difícil para Juan.
–Está bien, señora. ¿Me puede por lo menos decir dónde estamos? Estoy
bastante aturdido.
–Está usted en el hospital central de Manchester. Le voy a poner más
analgésico. ¡A dormir!
Juan vuelve a caer en sus ensoñaciones químicas, sin siquiera prestar
atención al caldo de la bandeja.
Cuando vuelve en sí comprueba, a través de la ventana, que es noche
cerrada. Hace el inmenso esfuerzo de ir al baño, con el soporte del gotero.
No se sabe muy bien si es el gotero el que lleva a Juan, o si es Juan el que
lleva al gotero.
Después de luchar un buen rato con su maltrecho intestino, se lava los
dientes –ha perdido un incisivo de la mandíbula– y se estudia en el espejo.
Su cara está llena de magulladuras, e hinchada por la somanta de porrazos
del combate. Hace lo que puede por asearse. Vuelve a la cama y enciende
la radio en un canal de noticias.
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“El gobierno de Estados Unidos anuncia formalmente su participación
activa en la guerra de Vietnam, a punto de cumplirse un año desde el
incidente del Golfo de Tonkin. El conflicto adquiere así, una dimensión
cada vez más internacional. Su graciosa majestad británica transmite, a
través de su Secretaría de Comunicación, que todos los datos llevan a la
conclusión de que será una guerra de muy breve desenlace.”
A Juan le importan un bledo las noticias del mundo. Pretende que la radio
le ayude a desconectar un poco del nubarrón de ideas que invaden su
cabeza. En balde. Le preocupa entender qué es lo que ha pasado en el
combate. No era lo que habían acordado. Él no tenía que haber perdido.
Tampoco tenía que haber recibido semejante paliza; en su modalidad de
westling, todos los combates están amañados y prima el espectáculo.
También se entrenan mucho para evitar al máximo las lesiones al
contrario. Su contrincante había demostrado una saña muy poco habitual.
Juan está convencido de que hay algo turbio en todo el asunto y tendrá
que pedirle explicaciones a su manager.
“Por otra parte –se dice– nada importa demasiado.” Había aprendido esa
indolente máxima visitando los bajos fondos de distintas ciudades, en sus
viajes profesionales. Siempre le había sorprendido observar cómo
primaban las ganas de vivir en las gentes que sufrían auténticos dramas.
Lo suyo no tiene tintes de drama. Juan es hijo de familia acomodada,
aunque está en pésima relación con sus padres, que querrían haberle visto
cursar estudios superiores y casarse con Raquel, “en vez de pasearse por
ahí vestido de payaso”, como siempre le suele decir su padre. No
obstante, ha conseguido ahorrar bastante dinero, gracias a la lucha, y no
tiene ambiciones de seguir adelante, y sí de seguir pateando el planeta.
Desde muy crío había sentido, con más intensidad que sus compañeros de
clase, la clásica claustrofobia insular.
Ha pensado en América del Sur, y está cada vez más convencido. Cuando
estuvo en México, se adaptó al entorno enseguida, y aprendió mucho de
la lucha libre del lugar, que tiene sus especificidades. Los mexicanos
también se habían tomado la molestia de enseñarle a beber. Hasta aquel
viaje, Juan apenas si acompañaba sus comidas con vino, y se tomaba algún
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que otro digestivo en las sobremesas. Cuando su manager le llevó a la
plaza Garibaldi, aprendió que las rancheras se cantan a tequilazos,
aprendió que, a más de dos mil metros de altura, el alcohol se asienta de
otra forma en el cuerpo, y aprendió que la camaradería también tiene
formas distintas a las que había conocido durante su servicio militar en el
Rif.
El recuerdo de su estreno mariachi disipa la imagen de Raquel en su
cabeza, que es sustituida por el recuerdo de María: una veracruzana, de
armas tomar, que le secuestró esa misma noche y le hizo descubrir otras
artes a bordo de una canoa robada en Xochimilco.
Al asaltarle este recuerdo, la decisión se le empieza a antojar definitiva:
será México su siguiente destino. Pasará un par de meses por Lanzarote, a
ver a la familia, y a organizar el viaje. Intentará que su decisión le resulte
lo menos traumática posible a sus padres, aunque sabe que el intento le
servirá para bien poco, por lo menos tendrá la paz de espíritu de haberlo
intentado.
No tiene tan claro a qué se va a dedicar. Se dice a sí mismo que ya irán
surgiendo las oportunidades: al fin y al cabo, en América está todo por
hacer. Sus cavilaciones se ven interrumpidas por el timbre del teléfono. Lo
descuelga, no sin cierto esfuerzo.
–¿Quién es?
–¿Juan? ¿Eres tú?
–Eso creo, Michael. O lo que queda de mí. ¿Dónde estabas? Llevo tres días
abandonado a mi suerte en este hospital. ¿Qué hora es?
–Son las seis de la mañana. Siento llamar tan pronto, pero es que necesito
absolutamente saber si te sientes capaz de recibir visitas. ¡Tengo una
sorpresa para ti, campeón!
–Lo de campeón no me ha hecho ninguna gracia, Michael –le contesta
Juan, con la voz entrecortada– En realidad te puedes meter la palabreja
por el culo. ¿Qué coño ha pasado en ese ring? ¿Qué hago yo en un
hospital en este estado? ¿¡A quién tengo que partirle la cara en cuanto
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salga de aquí!?... –el calentón le produce a Juan un súbito ataque de tos
que no le deja seguir.
–Calma, Juan, calma. Te lo voy a explicar todo. Estaré contigo en una hora.
Al colgar el teléfono, Juan tiene una sensación muy particular: una especie
de recuerdo del futuro. Es como si fuera a sentir ese vacío varias veces
más, en los años venideros: cortar con todo para iniciar una aventura
totalmente nueva, todo desde una cama de hospital, y con el cuerpo
hecho trizas.
Mientras espera a Michael, Juan revisa la habitación, para ver qué enseres
personales le han conseguido acompañar, y para constatar, con cierto
disgusto, que no tiene absolutamente nada. Intuye que su traje de lucha
ha debido acabar en el cubo de la basura y hace una llamada a su hotel
para que le hagan llegar su maleta al hospital.
Tumbado en la cama, consigue por un instante conciliar el sueño, y la
puerta de la habitación abriéndose le hace volver en sí. Entran como una
exhalación Michael y un desconocido.
–Entra sin llamar, Michael. La habitación del derrotado es tierra de nadie –
comenta Juan, visiblemente enojado.
–No tenemos tiempo para ceremonias, campeón. Traigo aquí tu maleta.
Ya me han dicho en la recepción del hotel que habías llamado. Te vas a
vestir y nos vamos a ir de aquí. Nos espera un avión en el aeropuerto, y no
sabemos si la carretera va a estar lo suficientemente despejada para llegar
a tiempo.
El desconocido se ha sentado en la butaca que hay frente a la cama y
permanece en silencio, con la mirada perdida hacia la ventana. Afuera
está clareando y el día está despejado. Juan no da crédito a la “invitación”
de Michael, e intenta protestar.
–¡Vosotros habéis pasado la noche empinando el codo, y no habéis tenido
mejor idea que la de venir a sacar a un convaleciente de la cama! ¡Yo no
voy a ninguna parte! ¡Apenas si consigo levantarme a mear, joder!
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–Juan, esto no es negociable. Nos vamos y punto. Pero no te preocupes.
He hablado con tu médico y me ha dicho que estás fuera de peligro. De
hecho, ya te están tramitando el alta.
Juan reflexiona en silencio, sin dejar de observar al extraño, que está
completamente ausente y ajeno a la conversación. Es un hombre de
mediana edad, moreno de ojos claros, vestido de traje de lino color hueso
y de gestos felinos. En ese instante sin duración, entra la enfermera con el
desayuno. Nadie se da los buenos días. Mientras está colocando la
bandeja, el extraño se levanta como una exhalación de su asiento y
empieza a ahorcar a la enfermera con una corbata. Todo ocurre muy
deprisa. La mujer se pone azul y cae hacia atrás, sus piernas empiezan a
temblar y el extraño no suelta presa. Sólo se escuchan sus estertores.
Tanto Juan, como Michael, observan la escena en absoluto silencio y
aguantando la respiración. La enfermera deja de moverse y el extraño se
dirige a Michael:
–Tenías razón.
–Te lo dije, tiene nervios de acero.
–Supongo que tampoco me vais a explicar a qué cojones ha venido esto…
–dice Juan, impasible.
–No os preocupéis por ella. Solo está desmayada. Se recuperará. Pasará
un tiempo hasta que su cuello se reponga de la contusión, pero no tendrá
secuelas. Ella tenía instrucciones de matarte, amiguito. –el extraño
observa detenidamente a Juan sin pestañear–. ¿Nos podemos ir ya?
–Venga, campeón. Vístete y vámonos. Te lo cuento todo en el coche.
Juan se viste a toda prisa. Obviando el dolor. Obviando también el cuerpo
inerte de la enfermera, que el desconocido ha colocado en la cama en su
lugar, bien tapada, sin la cofia y con las mejillas enrojecidas por el retorno
de la circulación de la sangre. No puede dejar de observar un curioso
colgante que la mujer lleva alrededor del cuello. Es una especie de
escalera, que Juan cree haber visto antes, pero se abstiene de hacer
cualquier comentario. Los tres hombres salen de la habitación. Michael va
sujetando a Juan y el desconocido lleva la maleta. Frente a la puerta del
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hospital les espera un coche negro. Es un Vauxhall, con el volante al lado
izquierdo y matrícula británica. El desconocido se hace con el volante,
Michael y Juan se instalan en el banco trasero. Con una ágil maniobra, el
coche se incorpora al tráfico y parte hacia el aeropuerto.
***
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El viejo mago está cansado. Lleva toda una vida de abnegación y estudio, y
la mayor parte ha transcurrido entre las mismas cuatro paredes de esa
pequeña biblioteca. Son las cinco de la tarde. Queda todavía una hora
larga para recibir a sus invitados del día. Es el tipo de visita de siempre.
Van a traerle un candidato para determinar el vínculo.
El viejo mago no tiene largos cabellos blancos, ni tatuajes por el cuerpo, ni
siquiera se pasea por la casa envuelto en una túnica de lana. Es un hombre
bajito, de pesados huesos y mirada de topo. Solo el anillo de oro macizo
que porta en la mano izquierda delata su condición.
Las manos del viejo mago son robustas y nudosas. Él las mueve de forma
muy ágil entre las páginas de pergamino que está examinando, a la misma
trepidante velocidad a la que se mueven sus pequeños ojos azules entre
las líneas del texto que está repasando para la reunión.
Sobre la mesa tiene desperdigados unos cuantos recortes de prensa y la
carpeta del candidato que le mandaron la semana pasada. Reina el orden
más absoluto en el resto de la habitación, pero la mesa está atiborrada de
papeles de toda forma y tamaño.
El viejo mago no ha salido nunca de Londres. Nunca. Su intuición le dice
que queda muy poco tiempo para hacer el primer viaje. A medida que se
acerca la hora de la reunión, esa intuición le parpadea más y más en la
cabeza. Se comienza a convertir en señal.
Al mago no le preocupan las señales. No le preocupa el mundo. Él es un
“desencajado”. El espíritu del mago está en permanente estado de alerta
pasiva. Para ser un mago operativo en el plano físico, ha pasado por
pruebas de distinta intensidad y se ha hecho uno con el vínculo. El mago
ha sabido desarrollar de tal forma eso que algunos llaman la “segunda
atención”, que no siente ni padece condicionantes sociales. Se puede
decir que su interacción con el entorno funciona en perfecto piloto
automático.
Muchos años atrás, cuando aprendía pacificación, una mujer le enseñó a
“soñar guerra”. Ella le acercó a los lugares en los que se gestaba el
conflicto, para extraer la esencia de esos momentos. Muchas noches en
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vela pasaban entonces juntos persiguiendo caos. Olisqueando el peligro
por las esquinas. Buscando en los ojos de la policía el brillo del próximo
altercado. Con poca cosa bastaba –una pelea, un asalto, un robo callejero–
pero, si tenían la suerte de presenciar un acontecimiento de mayor
envergadura, la cosa se ponía mucho más interesante. Ese culto al
sobresalto les unió durante un tiempo –y podría haber llegado a más–
pero ella tuvo que partir, y él debía permanecer atado a la ciudad. Así lo
había determinado el vínculo.
Desde aquellos inicios, el mago había demostrado una habilidad poco
común en el arte de “soñar guerra”. Era un don natural. Proyectaba en su
interior, y a su antojo, el sensacional desgarro de la guerra para, así –por
la ley del equilibrio necesario– proyectar un aura de profunda paz hacia su
entorno exterior, produciendo una barrera de orden y parsimonia tales,
que no había conocido a nadie que fuera capaz de resistir su influencia.
Con gran esfuerzo y mucha constancia, siguió desarrollando sus
investigaciones en este campo y adquiriendo nuevas aptitudes. Se
convirtió en un hombre de gran poder. Su sola presencia silenciaba los
lugares por los que pasaba, dejando una estela de alivio general al
ausentarse. Nunca había tenido que ponerse a prueba en el arte de “soñar
paz”, y esperaba –y espera– no tener que hacerlo en su vida.
***
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Juan y Michael han acudido puntuales a la cita. Hace tres días que llegaron
a Londres, y Juan ya comienza a sentirse mejor de las magulladuras del
combate de Manchester. Todavía le duele respirar.
La casa a la que han llegado es del más puro estilo victoriano, y la réplica
exacta de las demás casas de la calle. Juan no sabe porqué, pero el lugar le
inspira tranquilidad, y es una sensación a la que no está acostumbrado.
Juan es bastante inquieto, y su condición de luchador ha acentuado a lo
largo de los años su estado de tensión permanente. Sin embargo, este
lugar le relaja los músculos y le inspira confianza.
Han llegado hasta aquí por indicación del desconocido de Manchester,
que en ningún momento se presentó por su nombre, pero que había
resultado ser más cordial durante el viaje al aeropuerto que en el
desagradable capítulo del hospital.
Según les había informado el misterioso personaje, la vida de Juan se
encontraba seriamente amenazada. Por lo visto, el combate había sido
objeto de una fuerte apuesta entre personalidades de alto rango y
Michael, como de costumbre y como se esperaba de él, se había negado a
romper su primer acuerdo. No es que Michael sea un santo, pero en ese
mundillo la palabra dada es la palabra dada, y nadie te perdona el mínimo
traspiés.
El hombrecillo que les abre la puerta acusa el paso de los años solamente
en apariencia. Hay algo en el brillo de sus ojos y en la agilidad de sus
gestos que le hacen parecer mucho más joven de lo que su ajada piel y las
manchas de melanina de sus manos dejan entrever.
–Usted debe ser Michael, y usted Juan ¿Verdad? Pasen, pasen, por favor,
les estaba esperando. Yo soy Gerard, Gerard Duprey. Pueden llamarme
Gerry.
–Gracias, señor Duprey… Gerry –contestó Michael, mientras se deshacía
del abrigo– Supongo que ya está al tanto de todo el asunto.
–Lo estoy, sí, en efecto. Pasen a este salón y pónganse cómodos. Voy a
traer té. He tenido que dispensar al servicio por la delicada naturaleza de
su visita, pero no se preocupen, hago un té excelente.
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El anfitrión se pierde por los pasillos mientras los dos invitados se
acomodan en el salón. Es un salón modesto, pero muy acogedor. Las
paredes están forradas de estanterías llenas de libros, como también los
pasillos, y como seguramente debe de estar el resto de la casa.
–¿Es así como vive un agente de Interpol, Michael? A mí toda esta historia
todavía me suena a chino, te diré. Aunque la crueldad manifiesta de mi
contrincante de Manchester encaja ahora perfectamente.
–Yo nunca he visto a un agente de Interpol hasta ahora mismo, Juan, y no
le voy a pedir la placa. Me bastó conocer a nuestro hombre de
Manchester para saber que todo este asunto era bien gordo. Interpol,
Sebastopol, Tylenol, me da exactamente igual. Tú estás en el punto de
mira y esta gente quiere ayudar. Porque si no fuera así, tú ya estarías a
estas horas en una caja de pino, y de eso sí estoy seguro. – Michael se
sujeta la cabeza con ambas manos, como si intentara poner sus ideas en
orden.
Ambos hombres permanecen en silencio unos minutos. Cualquier recelo
que llevaran encima ya se ha disipado, y Gerry se presenta con una
bandeja de tazas de porcelana y una humeante tetera de bambú.
–Es un té blanco de primera categoría, señores. Estoy seguro de que hasta
Lord Mountbatten daría su mejor beneplácito. Me lo traen unos
comerciantes de Fujian que me deben un par de favores –cuenta Gerry,
mientras prepara tres tazas de forma impecable. – Por cierto que no me
deben nada, como siempre les digo, pero ellos insisten y compran la
devoción de este pobre viejo con esta delicia.
Juan acepta tímidamente la taza que le tiende Gerry.
–No sé si sabré apreciarlo, señor. Es usted muy amable. Yo no he bebido
té en mi vida.
El viejo mira al púgil fijamente a los ojos. Su voz, que hasta el momento
había sido de seda y totalmente jovial, se llena de repente de matices y
resuena con un eco diferente, penetrante y solemne. Su sonrisa, franca y
sostenida, mantiene a Juan relajado:
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–Por lo que he podido saber de lo que os trae por aquí, este va a ser el
primer té de tu nueva vida, “Garra”. Siéntete aquí como en casa. Puedes
llamarme Gerry tú también.
–Bueno, la verdad es que sabemos bien poco de lo que nos trae por aquí –
interviene Michael, apoderándose de su taza. – Esperamos que nos
puedas hacer comprender algo de lo que está pasando, Gerry. En este
momento, Juan no sabe ni siquiera dónde va a estar la semana que viene.
La voz de Gerry recupera el tono jovial mientras éste se acomoda en su
butacón.
–En realidad es más sencillo de lo que parece. Todo el halo de misterio
tiene que ver con la actitud adusta de Ronald, él es un espía de raza y se
toma todo muy a pecho.
–¿Ronald? – inquiere Michael.
–Ronald es el hombre que os acompañó al aeropuerto de Manchester ¿Lo
veis? ¡No os ha dicho ni su nombre! Ronald es muy suyo. Su tatarabuelo
ya ocupaba un puesto importante en los servicios secretos de Su
Majestad. Para él, cualquier adulto es un traidor en potencia.
Curiosamente, se derrite con los niños.
–¡Ah!
–Escúchame, Juan. Veo el desconcierto en tu cara. Juan, el peligro es muy
real. No es tu culpa, pero has caído con todo tu peso en mitad de una
contienda que no era la tuya, y le han puesto precio a tu cabeza. Algunos
hombres importantes de este país son auténticos chiquillos caprichosos, y
no gustó nada tu aplomo durante el combate. Ellos, por motivos que se
me escapan, necesitaban que cayeras en el primer round. Tú hiciste honor
a tu apodo y a tu título de campeón, a mi modo de ver, y tuvieron que
tumbarte a las bravas. Ahora tu única salida es dejarte ayudar, y nosotros
podemos hacer que te esfumes sin dejar rastro en cualquier lugar del
mundo, pero lejos de Europa.
–¿No podré volver a España?
–No. Tus verdugos ya están esperándote allí.
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Por primera vez, Juan tuerce el gesto. De repente, siente como una nítida
sensación de vértigo se apodera de él y se hunde por completo en su
butacón, dando un profundo suspiro.
–¿Pero qué he hecho yo? ¿Por qué? ¿Qué tipo de broma es esta? –se
lamenta con la mirada perdida.
Los tres hombres dejan que el silencio se apodere del salón. Michael y
Gerry saborean sus respectivos tés, mientras Juan sigue ahí, pasmado en
su butacón, encajando el golpe. Es Juan el que rompe el hielo.
–¿Puedo elegir el país? Mandadme a México.
–México no es inconveniente, Juan. Te mantendrás todo lo lejos que
puedas del mundo de las peleas. Cambiarás de nombre y de ocupación. Te
retocaremos algunas facciones y elegirás entre algunas nativas a aquella
que será tu esposa. Debe ser así. Te introduciremos de forma que parezca
que llevas años allí. Hay algo más.
–¿Qué más hay? ¿Qué puede ir peor?
–Mientras hablamos, la máquina de guerra occidental se está desplazando
al sudeste asiático. Toda la fase de formación y entrenamiento para tu
nuevo futuro se realizará allí, en Vietnam, bajo tutela militar. Es el último
lugar del planeta donde te irían a buscar. ¿Alguna pregunta?
De repente, Juan recupera toda su entereza.
–Solo una ¿Cuándo empezamos?
–Ya estamos en marcha. Os acompaño a la puerta.
Los tres hombres se despiden en la puerta principal. Gerry le ha dado a
Juan una dirección en la ciudad y un contacto al que presentarse. Michael
todavía tiene previsto llegar a Heathrow.
Juan le da un sentido abrazo a Michael en el portalón. Ambos saben muy
bien que no volverán a verse nunca más. Sobran las palabras. Mientras
cada uno se marcha por su lado, un coche pasa por la calle adoquinada
con la radio encendida. Sinatra.
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“Longer than always is a long long time, but far beyond forever, you're
gonna be mine.”
***
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El viejo mago observa desde la ventana a los dos hombres, que se
despiden con un efusivo abrazo. Se acaba de servir una humeante taza de
té. Un coche está pasando por la calle, y el mago sopla el vapor sobre el
cristal. El vapor de té empaña la ventana, descubriendo tres letras
marcadas: TOK.
El viejo mago sonríe para sí, mientras canturrea un ritmillo monótono y
gutural en un idioma milenario. Fijado a la pared, un clásico teléfono
negro de gancho se pone a sonar. Lo atiende.
–El vínculo está presente, maestro. ¿Su veredicto?
–Es nuestro hombre, no cabe la menor duda. Un excelente trabajo,
Ronald, un excelente trabajo.
–Gracias, maestro. Seguimos según lo previsto.
–Así debe ser.
El mago abre un cajón y saca una caja de latón, muy desgastada, de la que
extrae un taco de fotos en blanco y negro. Sentado a la mesa, se saca una
pipa cebada del bolsillo de la chaqueta, la enciende, y comienza a colocar
las fotos pulcramente sobre el tapete. La primera foto es suya,
prácticamente imberbe, vestido de túnica y fez, mirando a los ojos con
total devoción a la hermosa mujer que le había enseñado, tanto tiempo
atrás, a “soñar guerra”.
***
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El joven Duprey había conseguido, a duras penas, zafarse de los agentes
de la ley que le habían estado persiguiendo desde la plaza de Trafalgar.
Consiguió perderles de vista poco antes de llegar a Covent Garden. Le
costaba respirar. Tenía que encontrar un lugar discreto en el que
recuperar el aliento. Recordó que en Rose Street estaba la taberna
perfecta para pasar desapercibido y, rozando las paredes, se dirigió hacia
allí.
La taberna estaba mortecina, era justo lo que necesitaba. Se pidió una
cerveza y tomó asiento al fondo del salón. En la mesa de al lado, dándole
la espalda, una muchacha tomaba notas en un pequeño cuaderno forrado
de tela. Duprey, que no era precisamente sociable, sintió la necesidad de
entablar conversación.
–No parece usted de Londres, señorita. ¿Puedo atreverme a preguntarle
su nombre?
La muchacha contestó sin separar la mirada del cuaderno.
–Usted, sin embargo, sí debe ser de Londres. Tienen todos ustedes el
mismo descaro en los lugares públicos. ¿Qué le hace pensar que quiero
conocerle?
–No me malinterprete, se lo ruego. Yo soy Gerard, Gerard Duprey. Sí soy
de Londres, pero no acostumbro a relacionarme con desconocidos. Vengo
huyendo de Trafalgar Square, donde está organizada la mayor batalla
campal que he visto en mi vida. ¿Sabe usted algo?
La mujer levantó la vista del cuaderno y le observó de arriba abajo. Su
mirada era acogedora e inteligente. Tenía la frente despejada y una boca
perfecta.
–Vaya, señor Duprey, es usted la primera persona que encuentro hoy que
no tiene el seso sorbido por la manifestación. Me alegro, sinceramente. Yo
me llamo Mabel Besant. Mis padres están separados y estoy en Londres
de visita. Quería pasar unos días tranquilos con mi madre pero ella, ay, es
una mujer terriblemente ocupada. Debo esperarla aquí hasta que consiga
acudir o me mande llamar.
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–¿Una manifestación ha convertido Trafalgar Square en un campo de
batalla? Es muy inconveniente. Yo suelo ir allí a leer los domingos que no
llueve, y se puede imaginar que son pocos. ¿Le gusta leer, señorita
Besant? ¿O es señora?
–¡Jajaja! Es usted muy gracioso. ¿Se lo habían dicho? Tengo diecisiete
años y vivo con mi padre y mi hermano en Lincolnshire. No llevo anillo de
casada, Duprey, pero me doy perfecta cuenta de que no está usted
flirteando. No tiene mucha vida social, ¿verdad? ¿A qué se dedica?
–Me pago los estudios trabajando como asistente de biblioteca. Me gusta
bastante. Creo que, si consigo estudiar una carrera, seguramente me
especialice en historia medieval.
–Historia medieval, es apasionante. ¿Ha visto alguna vez un dragón, señor
Duprey?
–No se burle, por favor –dijo rascándose la cabeza– No sé ni siquiera si voy
a ser capaz de costearme unos estudios superiores. Londres es un lugar
difícil.
–Nada más lejos de mi intención. Le hablaba completamente en serio. ¿Ha
visto alguna vez un dragón?
La pregunta dejó a Gerard paralizado unos segundos.
–Claro que no. Nunca he visto un dragón. Los dragones son seres
mitológicos.
–Yo le aseguro a usted que, en este preciso instante, en Trafalgar Square,
hay un dragón que nadie ve, pero que no tiene nada de mitológico. –
Mabel arqueó las cejas, haciéndose la interesante.– Va a tener que
estudiar mucho, Duprey. La Edad Media contiene muchos secretos.
Gerard seguía perplejo, pero se dejó gustosamente enredar por lo que
supuso una provocación intelectual.
–Le gustan las metáforas, señorita Besant. ¿Acaso ha visto usted un
dragón?
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–Verlos no, pero he aprendido a sentir su presencia. A veces resulta
incluso doloroso. Ellos son sabios y poderosos. Me toma usted por una
alucinada, ¿verdad?
–Todavía no me ha dado motivos. Y ha picado mi curiosidad. ¿Es acaso de
dragones de lo que tratan sus apuntes? –dijo señalando el cuaderno.
–¿Mis apuntes? Ah, no, que va. Ese es mi cuaderno de horas, así me gusta
llamarlo. Algo parecido a un diario íntimo. Ya he escrito su nombre en él,
Gerard Duprey, puede considerarse afortunado. –Mabel guardó el
cuaderno entre los pliegues del vestido.– ¡Dejémonos de dragones!
¿Alguna vez le han leído las palmas de la mano?
–No, nunca me las han leído.
Mabel, que de repente mostraba una inesperada confianza, tomó las dos
manos de Gerard y las estudió con interés durante un buen rato.
–Ahá… Sí… Uff… Sí… Vas a vivir muchos años, Gerard. Tienes unas manos
muy interesantes. –comentó soltándolas.
A Gerard, el cambio de actitud y el tuteo repentino le sentaron como un
bálsamo.
–¿Ya? ¿Nada más?
–Te dije que te iba a leer las manos, no que te lo fuera a contar. Llámame
Mabel, anda. Tú eres bueno, vamos a poder ser amigos.
–Gracias, Mabel. Vaya. Estoy algo confuso. No sé qué hacer con mis
manos ahora. ¿Te puedo pedir algo? ¿Qué estás bebiendo?
En ese preciso instante, se abrió la puerta de la taberna y entró una pareja
vociferando. Se adivinaba enseguida que salían directamente del corazón
de la manifestación. El hombre era delgado, barbudo y elegante. Llevaba
antiparras y combinaba todas sus prendas en distintos tonos de verde
opaco. La mujer, de constitución fuerte y vivaz, tenía una voz potente y
estaba muy indignada.
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–¡Mira, irlandés, no te permito que me lleves la contraria! ¡Hoy no! ¡Me
han abofeteado el derecho a compartir la suerte de mis compañeros de
lucha! ¡Apesta a maniobra por todos lados! Toda esa violencia… ¡Mabel!
Mabel se levantó hacia ella con los brazos abiertos.
–¡Madre! ¡Por fin! Dame un abrazo, madre. Estaba preocupada por
vosotros. –se abrazaron.
–Hijita, qué rápido crecéis, Dios mío –suspiró.– Nunca me vas a hacer
caso. Sabes que me encantaría que me llamaras por mi nombre. Con más
razón con la edad, pero no me voy a preocupar por esas cosas. ¿Quién es
tu amigo?
–Se llama Gerard, le acabo de conocer. Parece simpático, ¿verdad? Es un
ratón de biblioteca. ¡Un ratoncillo! –miraba a Gerard con ternura mientras
hablaba. Él no sabía dónde meterse.
–¡Ven aquí, pequeño Gerard! Quiero saber qué tipo de imprudente tiene
los arrestos de acercarse a mi Mabel. Ella te puede hechizar, jovencito,
date por avisado.
Gerard se acercó al grupo. Tuvo que toser varias veces para conseguir
hablar.
–Encantado señora. Soy Gerard Duprey. A su servicio.
–Es un placer, jovencito. Yo soy Annie.
–¿Annie Besant?
–La misma.
***
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Juan está en un barco militar en mitad del océano Índico. Es un destructor
de la flota de los Estados Unidos que se dirige hacia Hanoi. Queda poco
para Navidad.
Le han asignado a un tutor. El hombre es de ascendencia holandesa y
domina varios dialectos de chino. Se llama John, como él. John Dekker. Le
acompaña también Ronald, que será el que se encargue del buen fin de la
operación hasta que Juan se instale en México.
Desde que zarparon Juan se pasa unas cuantas horas tumbado en una
camilla, pues le van a llenar el brazo derecho de tatuajes. En la cabina
hace siempre un calor infernal, pero su todavía magullado cuerpo
agradece pasar tantas horas tumbado.
Cuando no está con los tatuajes, Ronald le va instruyendo en todo lo
relativo a su nueva vida en México. Juan vivirá en Campeche, en la
península del Yucatán. Ronald tiene incluso fotos de la casa colonial en la
que vivirá con su nueva esposa. Por supuesto que Juan no está obligado a
hacer vida marital con la mujer que elija entre las cincuenta fichas que
lleva Ronald, pero se toma el cuidado de elegir con parsimonia. Ronald le
ha dejado bien claro que podrán divorciarse tras dos años de convivencia
para no levantar ningún tipo de sospechas.
Ronald, en verdad, es un hombre bastante seco y meticuloso. Está lejos de
mantener una actitud animosa hacia Juan. John, sin embargo, es un
personaje entrañable, siempre dispuesto a sonreír y a meterse con él.
–Juan sin nombre, ¿ya has elegido apellido, o te lo vamos a dar todo
hecho?
–Eres muy gracioso, John. Muy gracioso. Creo que me voy a poner
Chamorro. El Juan me lo quedo porque somos muchos.
–Bien, Juan Chamorro. Quiero la decisión definitiva mañana sin demora.
Tenemos que comenzar los ejercicios de condicionamiento ya. ¡No lo
olvides!
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–Lo que tú digas, tocayo. De momento podemos seguir repasando la
cuestión profesional. Dices que voy a ser comerciante de oro… Yo no
sabría por dónde empezar.
–Para eso estamos nosotros, Juan. Para eso estoy yo. Este viaje va a
suponer tu primer contacto con la profesión. No es casualidad que nos
dirijamos al punto más caliente del planeta en este momento. La guerra
de Indochina solo tiene esa razón de ser. No es una disputa política, o no
del todo. La razón mayúscula de esta intervención tiene que ver con el
oro. Como en casi todas las guerras.
Juan mira hacia el horizonte, pensativo.
–¿Y qué vamos a encontrarnos allí?
–A los supuestos dueños de esta parte del mundo, Juan. Demostrando
toda la crueldad de la que el hombre es capaz.
***
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El viejo mago se viste un pesado abrigo gris. Se pone un sombrero, agarra
su maletín y su paraguas y baja hacia el coche que lo está esperando. Le
dirige media sonrisa al chófer y parten hacia palacio. Va mirando por la
ventanilla a través de las gotas de la pesada lluvia que está cayendo sobre
la capital de Támesis. Piensa en lo que va a decir.
No alberga ningún tipo de duda. Él sabe que, por fin, ha llegado el
momento de salir de Londres. Sabe también que este viaje será el último
que haga en calidad de pacificador, pues el abandonar la ciudad va a
hacerle perder el vínculo para siempre.
El mago recibió el vínculo bajo el estruendo de las bombas alemanas,
durante los ataques nocturnos de Hitler a la ciudad. El vínculo le convirtió
en lo que es, y él es un mago de Londres. Todo su poder está íntimamente
ligado a la ciudad, a su historia, a su cultura, a sus muertos. Por eso nunca
había salido de allí.
En cuanto suba al avión que aguarda para llevarle al otro lado del mundo,
el vínculo comenzará a disiparse y –tras tres lunas llenas– otro mago
recibirá el vínculo. Así es como ha sido siempre, así es como debe ser.
Está tranquilo. Sabe que ha cumplido adecuadamente su propósito. Él es
impasible a las emociones, aunque la curiosidad le produce un cierto
cosquilleo.
El coche se detiene en el patio principal del palacio de Buckingham. La
reina y su consorte le esperan a desayunar. Los tres ya se conocen desde
hace mucho tiempo. No es de extrañar que el duque de Edimburgo le
reciba con un caluroso y nada protocolario abrazo. Ella le tiende la mano,
dedicándole una amplia sonrisa.
–Maestro Duprey, siempre es un gusto verle. Del consejo de los siete
sabios de Inglaterra, es usted, sin duda, el miembro más ilustre, y el más
veterano.
–Gracias, majestad. Este anciano ha perdido ya todo atisbo de vanidad.
Siempre es agradable para mí venir a palacio. En estos tiempos urgentes y
misteriosos reconforta comprobar que todo sigue en su sitio.
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Los tres pasan a la mesa y les sirven un tradicional desayuno inglés.
Intercambian conversaciones banales hasta que el ayuda de cámara cierra
las puertas del salón. En cuanto se quedan solos, la reina toma la palabra:
–El vínculo está presente, caballeros.
–El vínculo está con nosotros, mi señora –contesta, solemne, Gerard
Duprey– y todo parece indicar que vienen tormentas por el horizonte que
yo no estaré más en condiciones de enfrentar. Estoy dispuesto a ofrecer,
al mundo y a Inglaterra, un digno canto del cisne.
–Todo lleva a pensar que el suyo será un canto de dragón, maestro. Esta
guerra quemará montañas.
La reina deja su taza sobre la mesa, cierra los ojos, coloca sus manos sobre
las rodillas y entona, muy bajito, en escalas imposibles, un canto celta que
los tres conocen bien. Ya había sido cantado en otras ocasiones. Muy
pocos oídos han asistido al canto real, que enciende llamas ocultas en los
corazones de sus súbditos.
***
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Desde que la hermosa Mabel le había hablado de los dragones, el joven
Duprey mal conseguía conciliar el sueño. Se preguntaba si era efecto del
monstruo medieval, de la cautivadora sonrisa de Mabel, o de los dos a la
vez.
Mabel le había escrito una carta para avisarle de su regreso a Londres en
primavera, invitándole a casa de su madre a tomar té. Acudía a la cita con
un nudo en el estómago y una cajita de pastas de mantequilla en la mano.
Fue Mabel quien le abrió la puerta.
–¡Hola, Gerard! ¡Me alegro mucho de verte!
–Hola, Mabel. Estoy muy agradecido por tu invitación. ¿Puedo pasar?
–Pasa, por favor. ¿Has traído pastas? ¡Me encantan! No debiste
molestarte. Vamos al primer piso, he preparado un cuarto para tomar el
té. Mi madre tiene una reunión en el piso de abajo con unos amigos.
–No es molestia, gracias a ti. Espero que te gusten.
–Las vamos a abrir ahora mismo. Vamos, ven.
Se instalaron en una habitación impecable. Era notorio que la casa entera
era de nueva factura. En el centro, bajo una impresionante lámpara de
velas, había una mesa de mármol con un servicio de té y dos sillas de
madera que contrastaban con el suntuoso decorado.
–No te fijes en las sillas, mamá ha llevado todas las que había para su
reunión, y he tenido la suerte de encontrar estas para nosotros –comentó
Mabel.– ¿Cómo te gusta el té?
–Con una nube de leche, gracias. ¿Sabes? Me quedé muy impresionado
por tu pregunta sobre los dragones el día que nos conocimos.
–¡Ah! ¿Qué te dije? Aquel día fue muy ajetreado.
–Me preguntaste si alguna vez había visto uno.
–Pues francamente… No sé en que andaba yo pensando.
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Ambos adolescentes se espiaban cada movimiento, comportándose como
perfectos cortesanos en cada gesto. El joven sacó de su ajada bolsa de
cuero un bloc de notas y un camafeo que colocó encima de la mesa.
–Lo cierto es que he estado todo este tiempo investigando sobre ellos, y
se me antojó una feliz idea hablar contigo sobre el tema. He traído mi
cuaderno de apuntes y quiero regalarte esto, que encontré por casualidad
trasteando en una tienda de productos orientales. El chino que la atendía
me dijo que no tenía ningún valor, pero yo creo que es una talla de jade.
–¿De jade? A ver… –Mabel inspeccionó detenidamente el objeto, que
representaba un dragón chino– Puede que tengas razón, Gerard. ¡Me
encanta tu regalo! Yo también me he acordado de ti, pero tendrás que
esperar un poco.
–Para los chinos, el jade es esperma de dragón, y tiene, según ellos, un
montón de propiedades de buen augurio.
–¡Veo que te has documentado a conciencia! Y que te tomas las cosas en
serio. Eso es muy bueno, Gerard, muy bueno de verdad. Háblame de tus
dragones, venga. ¿Qué has estado indagando?
Gerard comenzó a enumerar toda la erudición que había sido capaz de
condensar en su bloc de notas. No tanto para impresionar a Mabel, como
para satisfacer su naciente y creciente curiosidad sobre el tema. Ella, no
obstante, se mostraba de lo más interesada, alternando regularmente
periodos de atención con baterías de preguntas.
Explicó la historia de San Jorge, patrón de Inglaterra, y de cómo el propio
papa Clemente –en el siglo XVI– había intentado, en vano, retirar al
dragón de la historia oficial del santo. Contó la historia de cómo Hércules
había acabado con la Hidra de Lerna. Desgranó la relación de estos seres
con el elemento acuático, presente en distintas culturas. Hizo un intento
de enumerar los poderes y atributos de los dragones chinos, contando
como a éstos les crecían dedos a medida que se desplazaban hacia el
Oeste y les menguaban al viajar en el sentido contrario.
Luego trazó un semblante entre los dragones de la mitología y la fiebre
por los dinosaurios, que se había adueñado del imaginario colectivo desde
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la exposición universal de Londres, y de los que todavía se conservaban las
maquetas de tamaño natural en Crystal Palace. Manejaba un sinfín de
anécdotas y detalladas leyendas. No quería dejarse nada en el tintero.
Habló del dragón rojo de la bandera de Gales. Explicó incluso la diferencia
entre los dragones de dos patas, los más frecuentes en los blasones de
armas, y los de cuatro.
Después de casi dos horas de dragones, pastas y té, Mabel se puso a
aplaudir.
–¡Es fantástico, Gerard! Este esfuerzo le da un increíble valor a tu regalo,
sea este de jade o no.
–No es nada. Mientras iba buscando información, nuevas preguntas
asaltaban mi espíritu. Estoy dando los primeros palos de ciego en un
campo de estudio que me resulta muy vasto y original. Lo que más me
interesa de la Edad Media es, precisamente, ese halo de misterio que la
envuelve.
Súbitamente, la joven se puso seria y miró fijamente a Gerard, como
queriendo leerle el alma. Él sintió un frío en el espinazo.
–¿Pasa algo, Mabel? ¿Por qué me miras así?
–¿Te das cuenta, Gerard? ¿Te das cuenta del embelesamiento que
producen los dragones? ¿Te has fijado alguna vez como los niños –en
especial los varones– se quedan frente a cualquier referencia a los
dinosaurios? ¿Ves como esta pasión reptil atraviesa las edades y las
distintas culturas? ¿Qué llevamos en la sangre, Gerard? ¿Qué tipo de
memoria nos impone este atavismo? ¿Qué tanto hipnotiza esa serpiente
al mamífero con su devaneo?
Entonces, en un alarde de coquetería victoriana, Mabel se levantó de la
silla y se puso a andar por el salón bamboleando ligeramente las caderas.
Como no podría hacerlo una bailarina del Royal Opera House, Mabel iba
hablando al ritmo de su cadencia, acentuando las eses e imitando a la
cobra en posición de ataque. A ratos de perfil, a ratos de frente, mantenía
la mirada puesta en los ojos de Gerard, que contemplaba, mordiéndose el
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labio superior y con la frente cada vez más brillante, semejante despliegue
de inesperada voluptuosidad.
–Lo que estás sintiendo ahora, Gerard, es el principio y el final de todo.
Date cuenta de cómo se remueve tu interior mientras evoco al reptil con
mi cuerpo de mujer. Esta asociación va más allá de los idiomas hablados.
Esta inteligencia es pura y animal. ¿Has visto alguna vez bailar a la mujer
hindú, Gerard?
–No… –contestó en un susurro.
–Esto te va a gustar.
Mabel se acercó a una gramola del mueble de la pared, colocó un disco de
cera y del aparato comenzaron a brotar sonidos exóticos importados de la
gran colonia imperial. La India. La joya de la corona de Su Majestad.
Continuará…