Premiere cero: Stone Arabia

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Dana Spiotta ha publicado, previamente, Lightning Field (2001), libro notable del año según el New York Times, que cele-braba su «insólito talento» para captar el absurdo y la tristeza de la vida contemporánea. Su segunda novela, Eat the Document (2006), fue finalista del National Book Award estadounidense.

Kakutani, firma insignia de la crítica internacional, la ha comparado con Joan Didion por su «intensidad en staccato» y con el primer de DeLillo por el lenguaje y la resonancia histó-rica, siguiéndola de cerca y elogiosamente hasta este libro más reciente.

Stone Arabia, tercera novela de Spiotta, fue finalista del Na-tional Book Critics Award en 2011, así como, una vez más, libro notable del año según el New York Times, al que se suman nu-merosas publicaciones estadounidenses. Porque el libro apenas empieza a traducirse a otras (muchas) lenguas.

La autora, que vive con su hija y su marido en Siracusa, en el estado de Nueva York, es profesora de la maestría en Bellas Artes de la Syracuse University, y ha recibido la beca Guggen-heim (2007) y la beca de la New York Foundation for the Arts (2008), además del premio de la Fundación Rosenthal que otor-ga la American Academy of Arts and Letters y el premio Joseph Brods ky, concedido por esta misma institución y la American Aca demy en Roma.

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Traducción de Carles Andreu

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DANA SPIOTTA

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Traducción de Carles Andreu

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Título original: Stone Arabia

Diseño de colección y cubierta: Setantawww.setanta.es© de la ilustración de cubierta: José Luis Merino© de la fotografía de la autora: Jessica Marx

© del texto: Dana Spiotta© de la traducción: Carles Andreu© de la edición: Blackie Books S.L.U.Calle Església, 4-1008024 [email protected]

Maquetación: David AnglèsImpresión: LiberdúplexImpreso en España

Primera edición: septiembre de 2012ISBN: 978-84-938817-0-2Depósito legal:

Todos los derechos están reservados.Queda prohibida la reproducción total o parcialde este libro por cualquier medio o procedimiento,comprendidos la reprografía y el tratamiento informático,la fotocopia o la grabación sin el permiso expresode los titulares del copyright.

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Para Clem Coleman

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La belleza a la que aspiro necesita poco para aflorar, increíblemente poco. Cualquier lugar, incluso el más miserable, basta.

Jean Dubuffet, Landscaped Tables, Landscapes of the Mind, Stones of Philosophy

I just wanna stay in the garage all night.

Mick Jones y Joe Strummer (The Clash),«Garageland»

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Siempre dijo que todo había empezado, o al menos se había hecho patente para ella, cuando su padre le regaló una guitarra a su hermano por su décimo cumpleaños. O ésa era la leyenda familiar, repetida y bruñida hasta que se hubo convertido en un recuerdo que todos compartían. Pero ella creía sinceramente que era cierto: su hermano había cambiado en ese momento concreto, identificable. Hasta entonces, las principales ocupa-ciones de Nik habían consistido en leer la revista Mad y en hacer elaborados dibujos a tinta de perros y gatos comportán-dose como modernillos extravagantes. Tenía varios personajes: Mickey, el chucho greñudo que fumaba hierba e iba en moto; Linda, una perra afgana un poco zorrona con un flequillo que le tapaba un ojo, y Nik Kat, su pequeño álter ego, un gato chu-lo que hacía todo tipo de travesuras y se salvaba siempre por los pelos. Nik Kat se dirigía directamente al lector y le solta-ba comentarios agudos para que no pasara la página. Denise aparecía como la Pequeña Kit Kat, la niña maravilla. Llevaba una capa y hacía todo lo que le decía Nik Kat. Nik dibujaba un libro entero con cada episodio. Hacía tres o cuatro copias con papel carbón y luego, aunque le costaban su dinero, sacaba va-rias más en la tienda de fotocopias, pero todas las carátulas eran únicas y estaban hechas a mano: primero dibujaba las imágenes

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con rotulador y luego las rellenaba con un collage de papeli-tos de colores recortados de revistas. Posiblemente Denise aún conservara los fanzines de Nik en alguna caja. Él les daba un ejemplar a ella y a su madre (tenían que compartirlo) y otro a la novia de turno (Nik siempre tenía novia); otro lo metía en una funda de plástico y lo incorporaba a su incipiente archivo y un último se lo mandaba al padre, que vivía en San Francisco.

Nik cogía el ejemplar de su padre, lo firmaba y escribía un número de edición limitada antes de envolverlo cuidadosa-mente con un recorte de una bolsa marrón de supermercado. Se lo mandaba al señor Richard Kranis. (Siempre con la pala-bra Cronos escrita en letras microscópicas junto al nombre. Eso remitía a una época anterior en la que Nik asignaba el nombre y la identidad de una divinidad a todas las personas presentes en su vida. Naturalmente, su padre era Cronos, y aunque ya hacía tiempo que Nik había superado la fase infantil de mitos y divinidades, su padre había conservado el apodo de Cronos en un sutil subíndice.) Nik cubría todo el paquete de dibujos y convertía el envoltorio en una extensión de la historia que contenía. Después de enviárselo a su padre, anotaba los nú me -ros de edición y a quién correspondía cada uno en el libro de registro. Ya entonces parecía estar indexando su propia vida para futuras consultas. «Autocomisariarse o desaparecer», diría cuando fuera mayor y Denise empezara a burlarse de su obse-sión por los archivos.

Denise no creía que su padre respondiera nunca a esos pa-quetes, aunque a lo mejor sí lo hacía. Nunca se lo había pre-guntado a Nik. Su padre les mandaba un par de juguetes por correo el día de su cumpleaños, aunque no siempre y no cada cumpleaños. Recordaba una vez en que había ido a visitarlos una semana después de Navidades con el coche cargado de re-galos. Pero la mayor sorpresa fue cuando se presentó por el dé-cimo cumpleaños de Nik.

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Nik y Denise vivían en Vista del Mar, a unas dos manza-nas de la autopista de Hollywood. Su madre tenía alquilado un pequeño bungalow blanco. (En los cómics, Nik lo llamaba casa El Camino Real, que más tarde se convertiría en Casa Real —pronunciado reyal o riil dependiendo de si te sentías menos o más sarcástico—. El nombre les parecía tan gracio-so que nunca dejaron de utilizarlo; con el tiempo incluso su madre terminó llamándola Casa Real. Para cuando entró en el instituto, Nik se había convertido en una de esas personas que le ponen nombre a todo: al coche, al instituto, a los gru-pos, a los amigos... Alguien que lo conociera bien —Denise, por ejemplo— podía adivinar su estado de ánimo en función del apodo que utilizara. Lo único que no bautizaba eran sus instrumentos, a los que se refería bien por la marca —la Gib-son—, bien por la categoría —el bajo—, y nunca, pongamos, como el «hacha». Ponerles apodos a sus guitarras le habría pa-recido poco serio.)

Cuando se mudaron a Casa Real, Nik tenía su propio dor-mitorio, mientras que Denise debía compartir habitación con su madre. Más tarde Denise se instaló en el cuarto de Nik y éste transformó el comedor trasero, que contaba con una puerta que daba al exterior, en su espacioso dormitorio|fumadero|enclave privado. Más tarde se apropiaría también del garaje entero. Nik cubrió las paredes con restos de moqueta grapados y creó un estudio de grabación y ensayo insonorizado.

Para su décimo aniversario, Nik quería ir al cine con un par de amigos y luego montar una barbacoa en el jardín, con pas-tel y regalos. Ése era el plan. Quería ver ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú, pero Denise era demasiado pequeña, de modo que fueron al Campus de Vermont Avenue a ver la película de los Beatles, ¡Qué noche la de aquel día! Nik era un poco escéptico en cuanto a los Beatles; tenía todos sus singles, pero aún no estaba seguro de si su música iba o no iba excesivamente orientada a

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las chicas. La película borró sus dudas de un plumazo. Denise recordaba todo lo que los había fascinado: la música, desde lue-go, pero también los cortes rápidos, los sutiles golpes de inge-nio, el estilo mod y los divertidos apartes con la cámara. Cada canción fue un subidón, y les quedaron permanente mente gra-badas en el cerebro gracias a que el estribillo se repetía siempre dos veces. No se levantaron de la butaca hasta que se termi-naron los créditos. Si no llega a ser por la fiesta, desde luego se habrían quedado a verla otra vez.

Denise siguió a Nik de mala gana y al salir a la luz de la tar-de la sorprendió descubrir que todo seguía tal como lo habían dejado: un mundo caluroso, brumoso, sin Beatles y en color. Sin cámara rápida ni guitarras pegadizas. Pero daba igual, por-que aún tenían las canciones en la cabeza y sabían que podían volver a ver la película cuando quisieran. Cogieron el bus a Hollywood Boulevard y fueron a mirar discos. Luego siguieron caminando desde Hollywood Boulevard hasta Franklin Ave-nue y Nik empezó a cantar a capela las canciones de la película. Era capaz de reproducir a la perfección todas las voces de los Beatles. También sabía imitar el acento de Liverpool e incluso se sabía ya algunas de las frases de memoria («¡Sabemos cómo comportarnos! ¡Nos han dado clases!»). Cruzaron en fila india el túnel que pasaba por debajo de la autopista («Es muy suyo con la batería. Pende amenazadoramente sobre su leyenda»). Al llegar a Vista del Mar, Nik y Denise seguían embriagados por la película.

El coche del padre estaba aparcado en el caminito de acce-so a la casa, un Chrysler Imperial blanco. Al verlo, Nik echó a correr calle abajo.

Lo encontraron en el jardín, con la madre. No había lleva-do a su novia, y vestía una chaqueta deportiva a pesar de que el sol de última hora de la tarde calentaba con fuerza. Nik llegó corriendo hasta él y se abrazaron. Denise se lo quedó mirando.

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Ella tenía siete años, y era menuda y de rasgos delicados. No parecía una niña, sino más bien un adulto perfecto en minia-tura. Llevaba mucho tiempo sin ver a su padre y, a decir verdad, no le tenía demasiada confianza. Él se levantó y la cogió por la cintura con las dos manos. Era muy alto. A Denise siempre le costaba acordarse de su cara; no tenía problemas para recordar-lo en fotografías, pero era incapaz de evocar el aspecto que te-nía en la vida real. En cambio, recordaba perfectamente lo que sintió cuando la cogió por la cintura, la levantó del suelo y la abrazó contra su pecho. Luego la sentó sobre su brazo doblado y le acarició la mejilla con la mano.

—Qué suave —dijo, esbozando una ancha sonrisa.En las fotos, el padre de Denise parece uno de esos acto-

res con carácter de los cincuenta: alto, fornido y de rasgos muy pronunciados. No le falta encanto. Tiene la piel aceitunada y el pelo espeso y lustroso. Pero también tiene la cara levemente hinchada alrededor de los ojos y la nariz, y parece más viejo de lo que debería. Ahora, cuando Denise estudia sus fotos, le pa-rece un hombre al borde de sufrir un infarto, un hombre que evidentemente come y bebe demasiado. Sin embargo, cuan-do aquel día la cogió en brazos, ella solo se fijó en lo bien que olía y en lo grande que era. Cuando te abrazaba se convertía en todo tu paisaje. Aunque le daba un poco de ver güenza, dejó que la llevara en brazos, que la besara en la mejilla y que le tirara suavemente de las trenzas.

Nik y Denise coincidirían más tarde en que había sido un padre espantoso. Sus apariciones eran totalmente aleatorias y un día, de pronto, desapareció para siempre.

—Habría sido un tío genial —le dijo Nik a su hermana el último día que hablaron del tema—. El tío perfecto al que ves una vez al año, te cubre de regalos, te dice lo mucho que has crecido y hace como que lucha contigo durante un minuto an-tes de servirse un whisky y marcharse.

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Su padre había dejado a su madre cuando Nik tenía cin-co años, de modo que éste conservaba algunos recuerdos de su vida con él. Denise tenía dos años y no recordaba nada. Un sá-bado por la mañana, antes de que Nik cumpliera los once, su madre los reunió y les contó que su padre había muerto. Nik lloró, sentado en pijama en el sofá. La madre de Denise tam-bién lloró. Denise tuvo que ir a su cuarto, sacar el álbum de fotos y mirar el retrato de su padre. Tuvo que concentrarse mu-cho: «Está muerto y ya no lo volveré a ver nunca más». Final-mente, mirando la foto, también ella empezó a llorar.

Su padre no podía quedarse para la barbacoa de cumplea-ños. Estaba en la ciudad por asuntos de negocios.

—Quería darte una sorpresa —dijo—. Me tomaré una copa.Se sentó al sol y se bebió un vaso de bourbon con hielo. Se

fumó un cigarrillo mientras sudaba en el jardín sin sombra. Llevaba un grueso anillo que soltaba destellos bajo la luz del sol. Nik y sus amigos bebían coca-cola y hablaban entre su-surros, mientras observaban al padre de Nik de reojo. Su madre preparó las hamburguesas a la parrilla. Denise le dijo a Nik que abriera los regalos.

—Aún no —dijo su madre—. Después del pastel.—Yo tengo algo que puedes abrir ahora —dijo su padre.Se levantó con una sonrisa y fue hasta la verja delantera,

donde tenía aparcado el coche. Todos se quedaron con la vista fija en la verja, hasta que el padre regresó con un gran estuche de piel negra en forma de guitarra. Lo llevó hasta donde estaba Nik y lo dejó ante él, encima del césped. Nik se lo quedó mi-rando. Aunque ya antes le había hecho buenos regalos, el tama-ño y el peso de aquél indicaban una extravagancia que superaba cualquier cosa que hubieran experimentado previamente.

—Ábrelo, hijo.Nik abrió los cierres y levantó la tapa. La madera de palo

de rosa lacada brilló bajo el sol. Su padre se agachó y sacó la

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guitarra, con una mano en el mástil y la otra debajo de la caja. Tenía incrustaciones de nácar entre los trastes, a juego con un ribete que bordeaba la caja y una roseta adornada alrededor de la boca. Se la tendió a Nik, que se la acercó al pecho y se la que-dó mirando.

Cuando finalmente habló, lo hizo con un susurro reverente:—Gracias —dijo.Y eso fue todo.