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Libro libre

Maquetación actual: Demófilo

Diciembre de 2009

Biblioteca VirtualOMEGALFA

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H. Lebrun - Historia de la conquista de Perú y de Pizarro - pág. 3

Henri Lebrún

Historia de la Conquistadel Perú y de Pizarro

Introducción

El imperio del Perú, en tiempo de su invasión por los españo-les, abrazaba un territorio cuya extensión sorprende, puesto queno bajaba de mil quinientas millas de norte a sur a lo largo delOcéano Pacífico; su anchura de este a oeste era mucho menosconsiderable, sirviéndole de límites las grandes cordilleras delos Andes, que se prolongan del uno al otro de sus extremos entoda su longitud. Como las demás comarcas del Nuevo Mundo,el Perú estaba en su principio habitado por numerosas tribuserrantes de groseros salvajes, para quienes eran desconocidoslos más sencillos procedimientos de la industria. Sus primeroshabitantes, si hemos de dar crédito a las tradiciones que hanllegado hasta nosotros, debieron haber sido uno de los pueblosmás bárbaros de América. Iban errantes en un estado de desnu-dez completa por los bosques y selvas impenetrables que cu-brían el suelo, puesto que no sabían servirse de la produccióndel país sino para satisfacer sus necesidades del momento, y

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carecían de toda noción de los principios que sirven para dis-tinguir el bien del mal. Los goces de la vida animal eran losúnicos objetos de sus pensamientos, y su mayor ambición con-sistía en procurarse los víveres que necesitaban. Transcurrieronmuchos siglos sin que cambiase en nada este deplorable estado;ni los sufrimientos continuos, ni las privaciones extraordinariasa que estaban sujetos pudieron hacer nacer en su espíritu laidea de mejorar su situación.¿Cómo empezó pues a establecerse allí la civilización? Ignóra-se completamente, debiendo atenernos para saberlo a los datospor la tradición transmitidos. Según ella una de sus hordaserrantes fue visitada en las orillas del lago Titicaca por dos se-res de distinto sexo, de majestuoso continente y con decenciavestidos. Aquellos personajes singulares se anunciaron comohijos del sol, encargados por el poder celestial de instruir ycivilizar a los hombres. Declararon que el grande astro del díaveía con dolor el estado miserable a que estaban los naturalespor su ignorancia condenados, y añadieron que si querían se-guir exactamente sus lecciones, aumentarían considerablemen-te los goces de su existencia. Los salvajes en su sencillez, escu-charon con profundo respeto las palabras de aquellos supuestosenviados del sol, y prometieron fácilmente obedecer unos con-sejos que tan grandes ventajas debían proporcionarles. Comen-zaron a reunirse en gran número y pasaron con sus guías aCuzco, donde fundaron el primer establecimiento del país. Lanaciente colonia, gracias a los esfuerzos de los nuevos legisla-dores, eficazmente secundados por los habitantes que de buengrado se habían sometido a su gobierno, empezó a tomar unaspecto próspero, y adquirió sucesivamente bastante extensióne importancia para formar una gran ciudad. Según Garcilaso dela Vega pasaban estos hechos unos cuatro siglos antes de lallegada de los españoles.Manco Capac y Mama Ocollo (que así se llamaban aquellossupuestos hijos del sol), alentados por el buen éxito obtenido,

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prosiguieron en la tarea con tan buenos auspicios empezada.Llegaron nuevos habitantes de todas partes, y como cada unode ellos experimentaba las ventajas de ese nuevo orden de co-sas, no fue difícil persuadir a aquellos sencillos y confiadossalvajes que se sometiesen con una obediencia ciega a los quelos instruían. Manco Capac enseñó a los indios las artes útiles,y en especial la agricultura, y Mama Ocollo adiestró a las mu-jeres en el arte de hilar y hacer tejidos. Gracias al trabajo de losprimeros la subsistencia fue menos precaria, al paso que la in-dustria de las últimas hacía más agradable la vida. Después dehaber atendido a los objetos de primera necesidad para unasociedad naciente, o lo que es lo mismo, después de haber ase-gurado al pueblo grosero que tenía bajo su dirección los mediosde alimentarse, y de haberle proporcionado vestidos y moradas,Manco Capac se ocupó en asegurar su felicidad estableciendouna policía y leyes, de suerte que su colonia ofreció pronto laimagen de un estado gobernado con regularidad. Multitud detribus nómadas se reunieron a las que de tal grado de prosperi-dad disfrutaban; no tardó en hacerse sentir la necesidad de edi-ficar nuevas ciudades, y viéronse levantar en poco tiempo hastatrece al oriente y treinta al occidente de Cuzco.Tal fue el origen del imperio de los incas o señores del Perú.Manco Capac reinó de treinta a cuarenta años, constantementerespetado y ciegamente obedecido por sus súbditos, que le mi-raban como un ser celestial. Cuando vio acercarse su muerte,reunió en torno suyo a los principales habitantes, y les hizo unlargo razonamiento rogándoles que siguiesen con escrupulosoesmero las instrucciones que les diera y las leyes que habíaestablecido para su bienestar y prosperidad. Mandó llamar a suhijo, que debía sucederle, y le dio sabios y prudentes consejossobre el modo como debía conducirse para asegurar su propiafelicidad y la de sus pueblos. El anciano inca murió llorado detodo su pueblo, y tuvo por sucesor a su hijo Sinchi Roca,

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príncipe de carácter belicoso, que extendió considerablementeel primitivo territorio del imperio.El reino fundado por Manco Capac continuó prosperando bajouna serie de doce monarcas respetados no solamente como ta-les, sino como divinidades: su sangre era mirada como sagrada,y no fue manchada jamás por ninguna mezcla, pues estabaprohibido todo matrimonio entre los pueblos y la raza de losincas. Los hijos de Manco Capac se casaban con sus propiashermanas, y no podían subir al trono sin probar antes que notenían más antepasados que los hijos del sol. Tal era el título detodos los descendientes del primer inca, y el pueblo estabaacostumbrado a mirarlos con la veneración debida a seres deuna jerarquía más elevada.Creíase que estaban bajo la protección inmediata de la divini-dad, de quien traían su origen y que todas las voluntades delinca eran las de su padre el sol. Huana Capac, el duodécimoinca después de la fundación del imperio, fue un príncipe degrande habilidad, y no menos distinguido por sus virtudes en lapaz, que por los talentos militares que desplegó durante la gue-rra. Apoderose del vasto imperio de Quito; mas esta conquista,si bien gloriosa, puede considerarse como la causa de la ruinadel Perú, puesto que la guerra civil que entre ambos países es-talló después de su muerte, facilitó no poco el triunfo de losespañoles.El carácter, la religión y las costumbres de los peruanos ofre-cían un contraste notable con las de los mexicanos. Mientrasque los primeros se distinguían por la dulzura y la bondad,mostrábanse los segundos belicosos y sanguinarios. Desde elestablecimiento de la monarquía de los incas habíase verificadouna revolución completa en aquellos lugares por groseros sal-vajes habitados. Según el P. Valdera, los naturales de aquellascomarcas eran, en su estado primitivo, tan crueles y bárbaroscomo los de las demás partes del Nuevo Mundo. Su idolatríaera tan absurda y grosera como la de los mexicanos. Una roca o

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una montaña gigantesca, el mar o un río, animales feroces, unárbol o una flor eran sucesivamente objetos de su adoración.Las tribus de la costa adoraban el mar y la ballena, sin duda acausa de su enorme grandor; al paso que las del interior tribu-taban culto a las fieras. Había también en las fronteras del Perúalgunas hordas que no tenían forma alguna de culto, que pare-cían no conocer la influencia ni del temor, ni de la esperanza, yque, en ese punto, vivían como brutos. La mitología empero delos peruanos, aunque monstruosa, no tenía el carácter marcialque distinguía a la de los mexicanos; y sin embargo manifesta-ban en sus sacrificios y en la elección de las víctimas igual gra-do de ferocidad. Los sacrificios humanos eran frecuentes y elmodo de dar la muerte a la víctima era igualmente cruel yabominable. En las comarcas de Panamá y de Darién, que Val-dera supone haber sido pobladas y colonizadas por tribusnómadas salidas de México, los habitantes eran tal vez, en lorelativo a los sacrificios, los salvajes más bárbaros de América.Cuando tenían que inmolar una víctima, la ataban completa-mente desnuda a un árbol, y luego los individuos y los amigosde la familia que había hecho el prisionero, se reunían en tornode él con sus hachas de piedra, cortaban las partes más carno-sas de su cuerpo y las comían con voracidad, mientras que eldesgraciado contemplaba con sus propios ojos aquel espantosobanquete, hasta que venía la muerte a poner fin a sus tormen-tos. Las mujeres y los niños acostumbraban asistir a esos festi-nes, de suerte que contraían desde sus primeros años los másferoces instintos.El modo como trataban los restos de las víctimas después determinado el sacrificio, merece fijar igualmente la atención. Elque durante su suplicio había lanzado gritos de dolor o dejadoescapar alguna queja, era entregado al desprecio: sus huesoseran sembrados por los campos o arrojados al río. Mas si por elcontrario había soportado sus sufrimientos con valor, sus hue-sos eran llevados a un sitio elevado a fin de que el sol los seca-

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se siendo después objeto de un culto especial. Tales prácticasestaban muy distantes de merecer el nombre de religión, y pue-de decirse que bajo este punto de vista los peruanos eran muyinferiores a los mexicanos, quienes en medio de su barbarieobservaban ceremonias y fiestas religiosas, y poseían un cuer-po de sacerdotes de los falsos dioses.Bajo el gobierno paternal de los incas los peruanos se hicieronmás humanos y más cultos: establecióse una forma de culto tansuave y natural, como horribles habían sido las antiguas cos-tumbres, trayendo para el país los más felices resultados. Losincas fundaron desde el principio su gobierno más bien sobreprincipios de bondad que sobre el miedo.Representaron al sol y a la luna como divinidades bienhecho-ras, que deseaban la prosperidad de la raza humana, y se ale-graban de su felicidad; enseñaron que esas divinidades, lejos dedejarse ganar por la efusión de sangre y los sacrificios bárbarosque los naturales acostumbraban ofrecer a los objetos de suadoración, odiaban tan repugnantes prácticas.Las ofrendas al sol debían estar en armonía con la dulzura pa-ternal de aquellos nuevos principios; así fue que se declaró quelos sacrificios más agradables a la divinidad eran los primerosfrutos de la tierra producidos por su vivificadora influencia:constituía la mayor parte de las ofrendas plantas, frutos, leche yuna bebida llamada anca, y si algunos seres vivientes se sacri-ficaban, eran animales domésticos, notables por su mansedum-bre. Abolióse completamente el uso de los sacrificios humanos;si bien muchos historiadores pretenden que subsistieron aundespués del establecimiento del imperio de los incas. Quizáscontinuaron tales abominaciones en los distritos más apartadosde la vista del soberano y donde no había penetrado la civiliza-ción, mas, según observa Garcilaso de la Vega, no fueronjamás ni sancionadas ni autorizadas por los incas.

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El templo del sol en Cuzco era servido por un cuerpo regularde sacerdotes, que debían ser todos de sangre real, y el gransacerdote tío o hermano del monarca. Al unir el poder civil alreligioso, el legislador había tenido por objeto aumentar lafuerza de la monarquía, y a fin de que los incas, consideradoscomo descendientes del sol y de la luna, tuviesen con esto undoble derecho a la veneración religiosa y al respeto de sussúbditos. Los sacerdotes no se distinguían ni por el traje, ni porningún signo particular, sino que vestían como el resto de lapoblación.En las demás provincias del imperio las personas consagradasal servicio de la divinidad no debían ser de sangre real; bastabaque perteneciesen a las principales familias; pero su jefe debíaser un inca. Todas las vírgenes de real prosapia estaban reuni-das en un edificio especial, y formaban una especie de comuni-dad consagrada al sol.Extraños a las prácticas bárbaras que manchaban los altares delas divinidades de los otros países de América, y a consecuen-cia de la superstición llena de dulzura que habían adoptado, losperuanos llegaron a ser el pueblo más pacífico del NuevoMundo. Hasta en las guerras los incas mostraban un espíritudiferente del que reinaba en las demás comarcas: combatían,hacían conquistas, mas no para destruir a sus enemigos, sinopara civilizarlos. Los vencidos no eran tratados como misera-bles esclavos destinados a ser sacrificados y condenados a unainnoble servidumbre, sino que eran admitidos a participar delas mismas ventajas, y colocados, bajo todos los respetos, en lamisma categoría que los vencedores.El carácter de los peruanos no era belicoso, y su amor a la pazles fue fatal, en cuanto contribuyó a favorecer los triunfos delos españoles. En casi todas las demás regiones del NuevoMundo los naturales opusieron una tenaz resistencia a los ex-tranjeros que invadían su país, y se defendieron con valor yobstinación. Si Cortés logró someter a los mexicanos, debiólo

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a un esfuerzo extraordinario de resolución y de perseverancia,mientras que en el Perú, por el contrario, las armas españolasencontraron tan sólo una débil resistencia. A pesar del escasonúmero de soldados de Pizarro y Almagro; a pesar de la in-mensa población que obedecía a Atahualpa (1), la conquista delPerú se hizo con mucha facilidad; y fuese debilidad o temor, niaun supieron aprovecharse de las ocasiones favorables que paradefender su independencia les dieron con sus disensiones losespañoles.A pesar de la dulzura de su carácter los peruanos conservabantodavía una costumbre bárbara que remontaba a una grandeantigüedad: tal era el inmolar sobre su tumba, a la muerte de uninca o de algún otro personaje de distinción, un gran número deindividuos, a fin de que el ilustre finado hiciese su entrada en elotro mundo con el acompañamiento y el esplendor correspon-dientes a su rango. Observábase esta costumbre con escrupulo-sa exactitud, y se asegura que a la muerte de un inca poderosono bajaban de mil las víctimas que se inmolaban. Era esto cier-tamente un resto de barbarie en contradicción con las nuevascostumbres de los peruanos; mas no el único rasgo que queda-ba de su estado salvaje. Tenían otra costumbre, universalmenterechazada hasta por pueblos que empiezan a civilizarse, a sa-ber, el comer sin cocerlos la carne y el pescado, sin embargo deque conocían el uso del fuego, puesto que se servían de él parapreparar las legumbres y el maíz.El derecho de propiedad no estaba establecido con tanta preci-sión en el Perú como en México. La tierra estaba allí divididaen tres partes, la una consagrada a la divinidad, la otra reserva-da a los incas, y la tercera perteneciente en común al pueblo.La primera servía para la construcción de los templos, el cultoy la manutención de los sacerdotes; los incas empleaban la se-gunda para los gastos del gobierno, y la última, que era muy

1 Jerez lo llama Atabalipa; Zárate y Gomara Atabaliba. (N. del T.)

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considerable, se distribuía entre todo el pueblo. La posesiónempero no era ni hereditaria ni permanente, puesto que se veri-ficaba una nueva división cada año, haciéndose la distribuciónsegún la categoría y las necesidades de las diferentes familias.Las tierras se cultivaban en común: había un empleado encar-gado de llamar el pueblo al trabajo, y mientras que se ocupabaen él se le recreaba con el sonido de instrumentos. Este sistemadaba felices resultados. La necesidad de ayudarse mutuamentey la comunidad de intereses engendraban naturalmente senti-mientos de amistad y de afecto, que estrechaban más y más loslazos de la sociedad. Así pues los peruanos podían ser conside-rados como una gran familia, obrando por los mismos interesesy trabajando de consuno para llegar al mismo fin.No debe deducirse de lo que antecede que existiera una igual-dad perfecta entre todos los miembros de la comunidad; la dife-rencia de clases estaba por al contrario perfectamente marcaday se hallaba extendida en todo el imperio. Un gran número deindividuos, conocidos con el nombre de Jenoconas, eran teni-dos en estado de servidumbre; sus vestidos y habitaciones sediferenciaban de los vestidos y habitaciones de los hombreslibres; se les empleaba en acarrear pesos y en todos los trabajosde fatiga. Superiores a ellos eran los hombres libres que noposeían ningún empleo y ninguna dignidad hereditaria. Seguíandespués los que los españoles llamaban Orejones, a causa delos adornos que llevaban en las orejas. Éstos formaban lo quese podría llamar el cuerpo de los nobles, y ejercían, tanto entiempo de paz como en la guerra, los empleos importantes o demás responsabilidad. Al frente de la nación estaban los hijosdel sol, los cuales por su nacimiento y sus privilegios eran tansuperiores a los orejones, como lo eran éstos a los demás ciu-dadanos.La agricultura era la ocupación preferente de los peruanos, yhabían hecho en ella grandes progresos. Ocupábanse en lamisma con mucho esmero, y daban más importancia a la cultu-

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ra de la tierra que ningún otro pueblo de América. Los trabajosagrícolas eran ejecutados por orden y bajo la vigilancia delgobierno, el cual por medio de sus agentes determinaba la can-tidad de tierras que debían cultivarse, y el modo de hacerlo, sindejar nada al capricho o a la ignorancia de los particulares. Aconsecuencia de este sistema nunca se experimentaban las des-gracias que siguen a un año estéril, porque la porción puestaaparte para el sol y los incas nunca se consumía del todo, y elsobrante, que era depositado en almacenes públicos, formabaun repuesto para los tiempos de carestía. Los peruanos no co-nocían el uso del arado, y en su lugar se servían de una especiede azadas, con las cuales removían la tierra. Este trabajo, aun-que penoso y en apariencia servil, no era considerado comodegradante: ocupábanse igualmente en él los dos sexos, y hastalos incas, a fin de alentar la agricultura y darle importancia,cultivaban un pedazo de tierra por sus propias manos.Si bien las faenas agrícolas eran las principales ocupaciones delos peruanos, aplicábase igualmente su industria a otros obje-tos. Estaban bastante adelantados en la arquitectura: en las pro-vincias situadas en climas calurosos, sus habitaciones estabanconstruidas en la forma más ligera; al paso que en los distritosque no gozaban de las mismas ventajas, eran sus casas mássólidas, de ladrillos cocidos al sol, de forma cuadrada, de ochopies de alto y sin ninguna ventana. Mas en las construccionesde los templos del sol y de los palacios de los incas mostrabanlos peruanos de cuánto eran capaces. Las ruinas que se encuen-tran aún en las diferentes provincias prueban suficientementeque esos monumentos son obra de un pueblo que está muy dis-tante del estado salvaje. Aquellos edificios sin embargo eranmás notables por su solidez y su extensión que por su altura. Eltemplo de Pachacamac, con el palacio del inca y una fortalezaocupaba más de media legua de terreno, sin que su altura pasa-se de doce pies; mas nada tiene eso de extraño, puesto que noteniendo ningún conocimiento en mecánica, los peruanos deb-

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ían hallar mucha dificultad en elevar grandes piedras más arri-ba de cierta altura.Pero lo que sobre todo atestigua la industria de este pueblo esla construcción de dos caminos de Cuzco a Quito, de más dequinientas leguas de extensión cada uno, el mayor de los cualespasaba por los distritos montañosos y el otro por las llanurasinmediatas al mar. Los primeros historiadores del Perú quevieron estos caminos hablan de ellos con tanta admiración yentusiasmo, que se siente uno inclinado a comparar los trabajosde los incas a las antiguas vías militares, que subsisten aún co-mo monumentos del poder romano. «Hemos quedado sorpren-didos, dice el célebre viajero Humbold, al encontrar en alturasque exceden de mucho a la de la cima del pico de Tenerife, losrestos magníficos de un camino construido por los incas delPerú. Aquella calzada, bordada de grandes sillares, puede com-pararse a los más hermosos caminos romanos que he visto enItalia, Francia y España: está perfectamente trazada, y conservala misma dirección en una longitud de seis u ocho miriáme-tros.» El mismo autor dice en otra parte: «El gran camino delinca, una de las obras más útiles a la vez que más gigantescasque los hombres hayan ejecutado, está todavía muy bien con-servado en varios puntos.» Abriendo caminos los peruanos sevieron naturalmente llevados a procurar a su país otra ventajaigualmente desconocida al resto de América. El camino de losincas en su dirección del sur al norte se halla cortado por to-rrentes que salen de los Andes para perderse en el océano occi-dental. Su rapidez, unida a la frecuencia y a la violencia de lasinundaciones que ocasionan, hacía su navegación imposible:era preciso pues inventar algún expediente para atravesarlos.Los peruanos, que ignoraban el arte de construir arcos y nosabían trabajar la madera, no podían hacer puentes ni de estamateria ni de piedra. La necesidad les sugirió un medio de su-plir esta falta: hacían cables de mucha resistencia, entrelazandojuntos el mimbre y los bejucos de que el país abunda; tendían

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de una a otra orilla seis cables paralelos entre sí y fuertementeatados por cada extremo; sujetábanlos unos a otros con otrascuerdas más pequeñas, bastante juntas para formar una especiede red que, cubierta después con ramas de árboles y tierra for-maba un puente por el cual se podía pasar con bastante seguri-dad. Había en cada puente personas encargadas de conservarlosy de ayudar a los viajeros. En los países llanos, donde los ríoseran más hondos y más anchos, y tenían una corriente menosrápida, los pasaban en balsas que construían y guiaban con unadestreza que prueba su superioridad sobre los demás pueblosde América. Toda la industria de éstos se limitaba al uso delremo, al paso que los peruanos se habían atrevido a arbolar suspequeños buques y llevarlos a la vela, de suerte que no tan sólosabían aprovecharse del viento para navegar con más veloci-dad, sino que hasta podían virar de bordo con una prontitudextremada.La industria de los peruanos no estaba limitada a los objetos demera utilidad, sino que habían hecho algunos progresos en lasque se pueden llamar artes de lujo. Trabajaban los metales pre-ciosos, que abundaban en su país, con una habilidad igual, si nosuperior, a la que empleaban los mexicanos para sus adornos; ysi bien los españoles estaban acostumbrados a admirar enMéxico este género de industria, quedaron sorprendidos de loque vieron en el Perú, cuyos naturales fabricaban, con un arteadmirable, espejos por medio de una piedra brillante que lesproporcionaba el suelo, vasos de tierra de diferentes tamaños yforma, e instrumentos de muchas clases; siendo más de admirarla destreza que en la fabricación de aquellos objetos manifesta-ban, cuanto que carecían de medios mecánicos y no conocíanel hierro. A pesar de estas observaciones encaminadas a probarque los peruanos habían dado algunos pasos en la civilización,fuerza es convenir que bajo otros respetos no habían hechograndes progresos en la vida social. El imperio de los incas,aunque de una inmensa extensión y encerrando una población

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numerosísima, carecía de grandes ciudades, indispensablespara asegurar la prosperidad y la cultura de un pueblo. En laépoca de la invasión de Pizarro, Cuzco era el solo lugar quepudiese compararse a una ciudad; todo lo demás era un inmen-so desierto en el cual estaban diseminadas aldeas y habitacio-nes aisladas. La falta de esos grandes centros de moradores eraun obstáculo para que la población pudiese desarrollarse. Elperfeccionamiento de las costumbres y de las artes debió sertan lento y difícil, que, como observa con razón Robertson,«debe extrañarse, no que los peruanos no hubiesen hecho másprogresos en la civilización, sino que hubiesen adelantado tan-to.» La distinción entre las profesiones y la variedad de lostrabajos no eran ni tan completos, ni tan marcados como enMéxico; la única clase separada de la masa general era la de losoperarios que trabajaban en objetos de adorno. Desconocíasetambién todo lo que se parecía a comercio, puesto que las mássimples operaciones de cambio sólo empiezan a establecersecuando los hombres se reúnen en gran número. No había en elPerú ni un solo mercado público, y el trabajo en común hacíaque hubiese pocas comunicaciones entre las provincias, a noser en tiempo de guerra, o cuando los incas visitaban su inmen-so imperio; en cuyo caso los príncipes y su acompañamientohacían alto en los tambos o almacenes colocados de distanciaen distancia en todo el país, para atender a las necesidades delsoberano y de su numerosa comitiva.Si se examina la legislación de los peruanos se ve que debía sertan sencilla como sus costumbres. En efecto el gobierno abso-luto de los incas estaba de tal suerte unido a sus dogmas reli-giosos, que todo delito era considerado como una transgresiónde las leyes humanas a la vez que como una ofensa directa a ladivinidad. Con tales ideas las reglas de legislación eran senci-llas y las penas severas. Dominaba en ellas el rigor: las faltasligeras y los más grandes crímenes recibían el mismo castigo,que en casi todos los casos era la muerte. Pero al propio tiempo

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no se hacía recaer nunca en los hijos la pena del crimen come-tido por los padres, dejándoles que conservasen sus bienes ysus dignidades. Por lo demás aquella severidad excesiva im-ponía a los peruanos un terror respetuoso, siendo en extremolimitado el número de los culpables.La sumisión de este pueblo a sus soberanos era ciega. Los máspoderosos y elevados entre sus súbditos miraban a los incascomo seres de una naturaleza superior; y cuando eran admiti-dos a hablarles, se presentaban ante ellos con un bulto en lasespaldas, como emblema de su servidumbre y de su disposicióna someterse a las voluntades del príncipe.El monarca no tenía necesidad de la fuerza para hacer ejecutarsus órdenes. Todo oficial encargado de ellas era objeto del res-peto de todos, y según Zárate, podía recorrer el imperio en todasu extensión sin encontrar el menor obstáculo; puesto que consólo enseñar una franja del borla, adorno particular del incareinante, era dueño de la fortuna y de la vida de todos los ciu-dadanos.Según la tradición peruana hacía cuatrocientos años que el im-perio subsistía; pero nadie ha podido probar la certeza de estaantigüedad, porque ignorando este pueblo el arte de escribir,carecía del único medio por el cual se puede conservar conalguna exactitud la memoria de los acontecimientos. Algunosescritores han pretendido que los quibos o nudos de cordonesde diferentes colores usados en el Perú, fuesen los anales regu-lares del imperio; mas como los nudos, de cualquier maneraque estuviesen variados y combinados, no podían representarninguna idea abstracta, tampoco podían dar a conocer ni lasoperaciones, ni las cualidades del espíritu. Eran de escasa utili-dad para conservar la memoria así de los antiguos aconteci-mientos como de las instituciones políticas, y por otra parte, yesto es lo más importante, ninguno de los que han tenido esosquibos entre las manos ha podido deducir de ellos el menordato: así pues es una cuestión de pura curiosidad.

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Reasumiendo lo que antecede diremos, que el principio domi-nante en las instituciones, costumbres y carácter de los perua-nos era la dulzura, y que causa extrañeza encontrar un pueblocuyas disposiciones fuesen tan poco belicosas entre las tribussalvajes que poblaban el Nuevo Mundo.Salvo una circunstancia, no veremos en ninguna parte de estahistoria a los peruanos oponerse a la conquista de los españo-les, ni asistiremos, como en la conquista de México, a los es-fuerzos desesperados de los naturales para rechazar a los ex-tranjeros que iban a reducirlos a la esclavitud. No nos faltaránsin embargo escenas de combate y sucesos militares, pero entodos los campos de batalla veremos españoles combatiendocontra españoles: sea cual fuere el vencedor, sólo sangre caste-llana enrojecerá el suelo del Perú; y los peruanos permaneceránespectadores impasibles de esas luchas desastrosas, cuyo resul-tado será siempre el mismo para ellos: la pérdida de la libertad,los trabajos excesivos, los malos tratamientos y la muerte.

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Capítulo I

Primeros proyectos de la conquista del Perú.- Asocíanse Pizarro, Almagro yLuque.- Partida de Pizarro, y su navegación en el mar del Sur.- Descubre elPerú.

Desde que Vasco Núñez de Balboa, descubriendo el mar delSur había adquirido algunas nociones incompletas acerca lasricas comarcas cuyas costas baña, y adquirido algunas vagasnoticias sobre el poderoso y rico imperio del Perú, los ambicio-sos pensamientos de los españoles establecidos en las coloniasde Darién y de Panamá se dirigían hacia aquellos países desco-nocidos. En aquel siglo en que el espíritu aventurero arrastrabaa tantos hombres emprendedores a exponer su fortuna y a des-preciar los mayores peligros para intentar descubrimientos, decuya posibilidad no se estaba aún seguro, el menor rayo deesperanza era acogido con ardor, y nunca faltaba quien porsolos vagos informes se lanzase temerariamente a las expedi-ciones más peligrosas.Balboa no había querido ceder a nadie el derecho de conquistarun país que miraba como propiedad suya: había preparado élmismo una armada para la cual no se habían perdonado afanesni gastos, e iba a tomar el mando de ella cuando sucumbió,víctima de la envidia de Pedrarias. Después de su caída y sumuerte otros aventureros quisieron realizar sus proyectos, y sehicieron muchas expediciones a fin de apoderarse de los paísessituados al este de Panamá. Mas estas empresas confiadas ajefes cuyos talentos y perseverancia eran inferiores a las difi-cultades que ofrecía el vencimiento, no tuvieron ningún resul-tado. Como aquellas excursiones no se extendían más allá delos límites de la provincia llamada por los españoles Tierrafirme, país montañoso, cubierto de bosques, poco poblado ymalsano, los aventureros a su regreso, hacían una pintura des-

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consoladora de los males que habían sufrido y de las pocasesperanzas que ofrecían los lugares que acababan de visitar.Esos relatos y los resultados negativos de todas las tentativascalmaron un poco el ardor de los españoles, y se empezó desdeentonces a creer que Balboa se había dejado engañar por algúnindio ignorante, o que le había comprendido mal.No bastaba sin embargo la opinión general que reinaba a lasazón en Panamá para demostrar a ciertos genios perseverantesque sus proyectos no eran más que quimeras; y lejos de dejarseabatir por el éxito poco lisonjero de las primeras empresas, nofaltaban intrépidos aventureros que desplegaran toda la energíade que se sentían animados, para preparar el resultado de lasque debían seguirlas.Entre esos hombres de resolución había tres que, o porque tu-viesen más confianza en sí mismos, o porque poseyesen másconocimientos que sus compañeros, resolvieron tentar seria-mente y por su propia cuenta una expedición de descubrimien-tos y de conquistas, en el momento mismo en que todo el mun-do miraba como quiméricas las noticias dadas por Balboa. Enese triunvirato fue donde nació la primera idea de la conquistadel Perú. Hay algo que en la actualidad nos parece increíble ycontrario a lo que dicta la razón en el hecho de tres simplesparticulares, establecidos en una colonia que data apenas dealgunos años, que deliberan tranquilamente y toman a sangrefría la resolución de descubrir y subyugar vastos y poderososimperios.El jefe y la principal esperanza de esta extraña confederaciónera un soldado aventurero llamado Francisco Pizarro, que va adesempeñar un importante papel en esta historia. Pizarro erahijo ilegítimo de un gentilhombre de buena familia y de unamujer del pueblo. Nació en Trujillo, población importante deExtremadura, donde pasó sus primeros años, completamenteabandonado por sus padres, que ni siquiera le hicieron dar losprimeros principios de la educación más común. Esta ignoran-

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cia fue para el conquistador del Perú una causa siempre nuevade pesares y de mortificaciones. Sin duda su padre le creía po-co capaz de elevarse sobre la condición de su madre, puestoque desde que tuvo fuerzas para ello, le empleó en guardar loscerdos de sus haciendas. El joven Pizarro no pudo sobrellevarlas molestias de esta innoble ocupación, tan poco en armoníacon los sentimientos de ambición que llenaban su alma, yaprovechando la primera ocasión para substraerse a la vigilan-cia paterna, se alistó en una compañía de infantería que pasabaa Italia. Sirvió por espacio de algunos años, y llegó a ser unbuen soldado; mas hallándose sin apoyo, sin protección, sinfortuna, sin los conocimientos más precisos, es probable quehubiera pasado toda su vida en aquel humilde empleo, si eldescubrimiento de América no hubiese venido a abrir un vastocampo a su espíritu emprendedor y ambicioso.Y en efecto, en aquel siglo, fecundo en fortunas rápidas, nohabía aventurero que no desease pasar al Nuevo Mundo, dondepodía desplegar los talentos que de la naturaleza recibiera yadquirir fortuna y renombre. Por otra parte el carácter noveles-co de las expediciones a América se hermanaba perfectamentecon el genio impetuoso y la imaginación ardiente de un aventu-rero. Así pues Pizarro siguió el ejemplo de un gran número desus hermanos de armas, y se embarcó para el Nuevo Mundo,donde pronto llamó la atención de sus jefes por su carácter re-suelto y por su inclinación a lanzarse a las más arriesgadas em-presas. Acompañó al gobernador Alfonso de Ojeda en la con-quista de Uraba, donde le dejaron al frente del establecimientoque allí se formó. Más adelante siguió a Balboa en la famosaexpedición que tuvo por resultado el descubrimiento del mardel Sur, y hasta es probable que recogería entonces informesespeciales, que sirvieron para dirigir después su conducta.Cuando Pedrarias resolvió sacrificar a Balboa, Pizarro fue elencargado de prender a su antiguo comandante, y las circuns-tancias que acompañaron la ejecución de este encargo, prueban

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que Vasco Núñez había sabido apreciarle en lo que valía, lopropio que Pedrarias. Pizarro fue también uno de los compañe-ros de Hernán Cortés, quien parece haberle tenido en grandeestima, distinguiéndose en muchas circunstancias, y en especialen la lucha contra Narváez. En todas esas ocasiones dio nota-bles pruebas de intrepidez y de vigor: su cuerpo era insensibleal dolor y a la fatiga, y su ánimo ni decaía ante el riesgo, ni sedejaba abatir por los reveses. El primero siempre en los peli-gros, mostrábase infatigable siempre y de una paciencia a todaprueba. A pesar de ser ignorante hasta el punto de no saberleer, túvosele pronto por un hombre nacido para el mando. Sa-lió airoso en todas las operaciones que se le confiaron, uniendoen su persona cualidades que se encuentran raras veces juntas:la perseverancia y el ardor; la audacia en la combinación de susplanes y la prudencia para ejecutarlos. Lanzado muy pronto enmedio de los campamentos y de los consejos, sin más recursosque sus talentos y su habilidad, no podía contar más que consi-go mismo para salir de la oscuridad, y adquirir un conocimien-to tan grande de los negocios y de los hombres, que se hallópronto en disposición de dirigir los unos y gobernar a los otros.Nada tiene pues de extraño que Pizarro alcanzase de sus con-ciudadanos una consideración a la cual tantos derechos tenía, yque fuese mirado como uno de los principales colonos de Pa-namá, donde se había retirado con una fortuna considerableadquirida con sus servicios: «Teniendo, como dice FranciscoJerez, su casa y hacienda y repartimiento de indios como unode los principales de la tierra, porque siempre lo fue y se señalóen la conquista y población en las cosas de los servicios de suMajestad, estando en quietud y reposo, con celo de conseguirsu buen propósito y hacer otros muchos señalados servicios a lacorona real.» Entonces fue cuando se asoció con dos hombresque gozaban de grande influencia en la colonia, Diego de Al-magro y Fernando de Luque. El primero de origen todavía másoscuro que el de su colega, era un huérfano nacido en Almagro,

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de donde tomó el nombre, que no había conocido jamás el desu familia. Como Pizarro, era un soldado de fortuna, educadoen los campamentos, y avezado desde su infancia a las priva-ciones y a la miseria.No cedía a su compañero en virtudes militares, pero le era muyinferior en las cualidades del espíritu: como él tenía un valorintrépido, una actividad infatigable y una constancia a todaprueba; mas Pizarro unía a estas cualidades esa destreza y tinoen hallar expedientes, tan necesarios para formar un hábil polí-tico. Almagro sabía batirse, soportar la adversidad; pero notenía el conocimiento del mundo, ni ese talento de disimularsus designios, que hacía que Pizarro supiese, cuando así con-venía a sus intereses, descubrir los pensamientos de los demásocultando los suyos.Fernando de Luque, el tercer asociado, era un eclesiástico, a lavez cura párroco y maestro de escuela de la colonia; poseíagrandes riquezas y deseaba concurrir con su forma al descu-brimiento de nuevos países y al aumento de las posesiones desu soberano. Tales eran los tres personajes que concibieron elproyecto de conquistar las ricas comarcas cuya existencia habíasido revelada por Balboa. Sometieron su plan a Pedrarias, go-bernador de Panamá, el cual lo aprobó, y obligáronse solem-nemente a obrar de concierto para el buen éxito de la empresa.Pizarro, el menos rico de los tres, que no podía suministrartantos recursos como los otros, tomó sobre sí la parte mayor dela fatiga y del peligro, encargándose de mandar en persona lahueste destinada al primer viaje y a las primeras tentativas dedescubrimiento. Almagro debía conducir los refuerzos de hom-bres y provisiones que Pizarro necesitara, y Luque permaneceren Panamá para entenderse con el gobernador y ocuparse en losintereses comunes.Terminados estos arreglos preliminares, los tres asociados,movidos por ese espíritu religioso que se aliaba en los conquis-

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tadores del Nuevo Mundo a todas las empresas importantes,ratificaron sus compromisos al pie de los altares.En fin, según Herrera y Jerez, Pizarro partió el 14 de noviem-bre de 1524, o en 1525, según Zárate y Garcilaso de la Vega.No llevaba más que un solo buque, tripulado por ciento doce ociento catorce soldados. Los españoles desconocían completa-mente el mar del Sur; así que el tiempo elegido para la partidahallose ser el menos favorable de todo el año, pues los vientosperiódicos que entonces reinaban eran contrarios al camino quePizarro debía seguir.«Setenta días después que salieron de Panamá, dice Franciscode Jerez que hacía parte de la expedición, saltaron en tierra enun puerto que después se llamó de la Hambre; en muchos delos puertos que antes hallaron habían tomado tierra, y por nohallar poblaciones los dejaban; y en este puerto se quedó elcapitán con ochenta hombres (que los demás ya eran muertos);y porque los mantenimientos se habían acabado, y en aquellatierra no los había, envió el navío con los marineros y un ca-pitán a las islas de las Perlas, que están en el término de Pa-namá, para que trajese mantenimientos, porque pensó que en eltérmino de diez o doce días sería socorrido; y como la fortunasiempre o las más veces es adversa, el navío se detuvo en ir yvolver cuarenta y siete días, y en este tiempo se sustentaron elcapitán y los que con él estaban con un marisco que cogían dela costa del mar con gran trabajo, y algunos por estar debilita-dos, cogiéndolo se morían. En este tiempo que el navío tardóen ir y volver murieron más de veinte hombres; cuando el na-vío volvió con el socorro del bastimento, dijeron el capitán ylos marineros que, como no habían llevado bastimentos, a laida comieron un cuero de vaca curtido, que llevaban para zu-rrones de la bomba, y cocido lo repartieron. Con el bastimentoque el navío trajo, que fue maíz y puercos, se reformó la genteque quedaba viva; y de allí partió el capitán en seguimiento desu viaje, y llegó a un pueblo situado sobre la mar, que está en

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una fuerza alta, cercado el pueblo de palenque; allí fallaronharto mantenimiento, y el pueblo desamparado de los naturales,y otro día vino mucha gente de guerra; y como eran belicosos ybien armados, y los cristianos estaban extenuados por el ham-bre y trabajos pasados, fueron desbaratados, y el capitán feridode siete heridas, la menor dellas peligrosa de muerte; y cre-yendo los indios que lo hirieron que quedaba muerto, lo deja-ron; fueron feridos con él otros diez y siete hombres, y cincomuertos; visto por el capitán este desbarato, y el poco remedioque allí había para curarse y reformar su gente, embarcóse yvolvió a la tierra de Panamá, y desembarcó en un pueblo deindios cerca de la isla de las Perlas, que se llama Cuchama; deallí envió el navío a Panamá porque ya no se podía sostener enel agua, de la mucha broma (2) que había cogido. Y hizo sabera Pedrarias todo lo sucedido, y quedose curando a sí y a suscompañeros. Cuando este navío llegó a Panamá, pocos díasantes había salido en seguimiento y busca del capitán Pizarro elcapitán Diego de Almagro, su compañero, con otro navío y consetenta hombres, y navegó hasta llegar al pueblo donde el ca-pitán Pizarro fue desbaratado; y el capitán Almagro hubo otroreencuentro con los indios de aquel pueblo y le quebraron unojo, y hirieron muchos cristianos; con todo esto, ficieron a losindios desamparar el pueblo y lo quemaron. De allí se embar-caron y siguieron la costa hasta llegar a un gran río que llama-ron de san Juan, porque en su día llegaron allí.»

Obligados a abandonar aquella tierra inhospitalaria, desalenta-dos, abrumados de fatigas, sin noticias de la suerte de Pizarro yde los suyos, los españoles navegaron durante algún tiempo sindirección fija, hasta que por una feliz casualidad llegaron en fina Cuchama. Este encuentro inesperado hizo olvidar los pesares

2 Dase este nombre a una especie de caracol de figura cilíndrica, el cualhorada y penetra la madera tanto que a veces inutiliza la quilla de los nav-íos. (N. del T.

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comunes. Renacieron en unos y otros las esperanzas, y juntospensaron en los medios de obtener en lo sucesivo mejores re-sultados. Después de muchas deliberaciones se decidió queAlmagro volvería a Panamá para reunir nuevos refuerzos. Eraen efecto imposible continuar la expedición con el escasonúmero de hombres que habían quedado, puesto que de losciento ochenta y dos soldados de Pizarro y Almagro habíansucumbido ciento treinta. Sólo quedaban pues cincuenta espa-ñoles, y aun éstos estaban de tal suerte extenuados por la fatiga,que eran incapaces de hacer un servicio activo.El abandono empero de una empresa en la cual estaba com-prometida toda su fortuna, parecía a los jefes y a los más ani-mosos de sus compañeros un estreno más humillante y penosoque todas las dificultades que reservarles pudiese su suerte. Ensu consecuencia Almagro regresó a Panamá, y ayudado de suamigo Luque, hizo lo posible para reclutar soldados; mas lascosas no marcharon según sus deseos, y pasó mucho tiempoantes que pudiera reunir un centenar de hombres. Diose por fina la vela y fue a reunirse con Pizarro en Cuchama.«Los dos capitanes, dice Jerez, partieron en sus dos navíos conciento y setenta hombres, e iban costeando la tierra, y dondepensaban que había poblado saltaban en tierra con tres canoasque llevaban, en las cuales remaban sesenta hombres; y asíiban a buscar mantenimientos. De esta manera anduvieron tresaños pasando grandes trabajos, hambres y fríos; y murió dehambre la mayor parte de ellos; que no quedaron vivos cin-cuenta, sin descubrir hasta en fin de los tres años buena tierra,que toda era ciénagas y anegadizos inhabitables; y esta buenatierra que se descubrió fue desde el río de san Juan, donde elcapitán Pizarro se quedó con la poca gente que le quedó, y en-vió un capitán con el más pequeño navío a descubrir algunabuena tierra la costa adelante, y el otro navío envió con el ca-pitán Almagro a Panamá para traer más gente, porque yendolos dos navíos juntos y con la gente no podían descubrir, y la

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gente se moría.» Setenta días después el buque enviado a hacerdescubrimientos volvió trayendo noticias las más favorablespara reanimar el ardor de los aventureros. El capitán había re-conocido comarcas riquísimas en oro y plata, y los españoleshabían sido bien recibidos en todas partes por una poblaciónque parecía más culta que las conocidas hasta entonces. Así encuanto Almagro hubo juntado algunos hombres, las dos navesse dieron a la vela para aquel país con tanto ardor deseado.Después de una serie de obstáculos y de contrariedades desem-barcaron en Tacamez en la costa de Quito, y hallose que losprimeros exploradores no habían exagerado nada. El país erallano y fértil, y sus habitantes iban vestidos de telas de lana yalgodón, y llevaban adornos de oro y plata. Sin embargo laactitud de los indígenas inspiró a los españoles temores justa-mente fundados: reuníanse por doquiera en grandes partidas,bien armados y dispuestos para la resistencia. Pizarro juzgó quesería tan imprudente como peligroso medirse con enemigos tanformidables. En efecto los pocos soldados que la muerte habíaperdonado hallábanse debilitados por el cansancio y las enfer-medades, y la prudencia ordenaba aplazar, por algún tiempo,todo proyecto de conquista. En su consecuencia Pizarro hizoabastecer los buques de vituallas y ganó la isla de Gallo, dondedebía permanecer, en tanto que Almagro iría a dar cuenta de sudescubrimiento y solicitar refuerzos, que más que nunca eranindispensables.

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Capítulo II

Apurada situación de los españoles.- Resolución heroica de Pizarro y detrece de sus compañeros.- Pizarro aborda en la costa del Perú.- Su viaje aEspaña: es nombrado gobernador general.- Nueva expedición de Pizarro.-Ocupación de la ciudad de Coaco.- Disensiones civiles que agitaban el Perú.

A las dificultades provenientes de la salud de los soldados aña-diéronse pronto otras de naturaleza más grave, por cuanto nac-ían del desaliento causado por tantos trabajos y fatigas. La ma-yor parte de ellos quejábase de su situación, no acertando a vermás término a sus sufrimientos que una muerte inevitable. Nose le ocultaba a Pizarro que si los descontentos lograban hacerllegar a la colonia la expresión de sus quejas, la expediciónfracasaría, porque en este caso sería imposible a Almagro de-terminar a nuevos aventureros a asociarse a una empresa quetan poco propicias esperanzas ofrecía. Así pues los dos jefestomaron precauciones imaginables para impedir que salieseninguna carta de la isla; pero a pesar de su vigilancia, un talSarabia se encargó de hacer que fuesen conocidos en Panamálos sufrimientos de todos. Para lograrlo valiose de un mediosumamente ingenioso: escribió la reseña de las desgracias de laexpedición, expresando el vivo deseo que tanto él como suscompañeros abrigaban de substraerse a la especie de esclavituden que se les retenía; e hizo con el papel que contenía sus que-jas un ovillo de hilo de algodón que envió a uno de sus amigos,so pretexto de que le mandase hacer un par de medias. El escri-to terminaba con estos versos, citados por Gomara:

Pues, señor gobernador,mírelo bien por entero;

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que allá va el recogedor (3),y acá queda el carnicero (4).

Llegado el escrito a su destino, fue entregado inmediatamente aPedro de los Ríos, que había sucedido a Pedrarias, y cuandoAlmagro se presentó ante él, fue recibido con cierta frialdad yreserva. El gobernador acabó finalmente por decirle que unaexpedición que ocasionaba la pérdida de tantos hombres nopodía menos de ser funesta a una colonia naciente y débil. Ins-tado por otro lado por los amigos de los que querían abandonara Pizarro, el gobernador no sólo prohibió hacer nuevos alista-mientos, sino que envió un buque a la isla de Gallo para quetrajese a aquél y a sus compañeros. Descontentos Almagro yLuque de esas medidas que no habían podido prevenir y a lascuales no osaban oponerse, hallaron medio de hacer saber aPizarro sus sentimientos, exhortándole a que no abandonarauna empresa en la cual tenían puestas todas sus esperanzas, yque no destruyese el único recurso que para reponer su fortunales quedaba. Con la inflexible obstinación que hacía el fondode su carácter, Pizarro no necesitaba que se le excitase a perse-verar en la ejecución de su proyecto.Negóse abiertamente a obedecer las órdenes del gobernador, yempleó toda su habilidad y elocuencia en inducir a sus compa-ñeros a que no le abandonasen. Mas estaba tan reciente el re-cuerdo de los males sufridos, y presentábase por otra parte deuna manera tan seductora a su espíritu la esperanza de volver aver a sus familias y amigos después de una separación tan lar-ga, que no atendieron ni a los discursos ni a las promesas dePizarro, y dispusiéronse con afán a seguir al enviado del go-bernador.

3 Es decir, Almagro.4 Pizarro.

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En aquel momento decisivo el comandante, que veía desvane-cerse de una sola vez sus sueños de gloria y de fortuna, recorrióa una de esas resoluciones que, hiriendo la imaginación de loshombres, acaban muchas veces por arrastrarlos. Pizarro reunióa sus soldados, y sacando su espada trazó una línea en la arena,diciendo en tono firme y resuelto:«Españoles, esta línea es el emblema de las fatigas, de los peli-gros, de los innumerables sufrimientos que tenéis que arrostrarpara cumplir vuestra gloriosa empresa. Que los que se creenbastante animosos y magnánimos; que los que ambicionan lagloria de las conquistas pasen esta línea. Que los que no quie-ren sacrificar el bienestar presente al renombre y a la fortunafutura vuelvan a Panamá. Yo permaneceré aquí, y con el auxi-lio de mis bravos compañeros, por pocos que sean, proseguirémi comenzada empresa, convencido de que con la ayuda deDios y una perseverancia infatigable, nuestros esfuerzos severán coronados de un feliz resultado.»Apenas hubo acabado de hablar cuando sus soldados, aprove-chando el permiso que se les daba corrieron a embarcarse almomento, temerosos de que el comandante cambiase de reso-lución. Sólo trece de ellos tuvieron el valor y noble energía depasar la línea, protestando que unidos a su jefe le seguiríanhasta la muerte. Los historiadores nos han transmitido losnombres de estos héroes. A ellos, a su invencible resolucióndebiéronse el descubrimiento y la conquista del Perú. Pizarromanifestó con lágrimas en los ojos su agradecimiento a tangenerosos y fieles compañeros, y prometioles que serían dig-namente recompensados si salían bien de su empresa. Con sustrece amigos y con el auxilio de una pequeña barca pasó a laisla de la Gorgona que, estando desierta y apartada de la costa,le pareció un asilo cual le convenía. Allí resolvió aguardar losrefuerzos que no podían dejar sus asociados de enviarle encuanto tuviesen noticia de su heroica resolución.

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En efecto, no anduvieron Almagro y Luque remisos en servirle,y sus pretensiones fueron secundadas por la opinión de toda lacolonia; decíase que era vergonzoso dejar perecer como crimi-nales en una isla desierta a unos valientes empeñados en unaempresa útil y gloriosa para la nación, y a los cuales, si de algopodía acusárseles, era tan sólo de un exceso de celo y de valor.Vencido por estas quejas e instancias el gobernador consintióen enviar un pequeño buque a la Gorgona; pero a fin de que nopareciese que alentaba a Pizarro a ninguna nueva empresa, nopermitió que se embarcasen en él más que el número de hom-bres de mar necesarios para la maniobra.Durante este tiempo Pizarro y sus compañeros de fortuna seconsumían en aquella tierra inhospitalaria, conocida por el lu-gar más insalubre de aquella parte de América, y de la cualdice Herrera, que por ser tan desagradable su estancia en ella, acausa de lo malsano del clima, de sus bosques impenetrables,de sus montañas escarpadas y de la multitud de sus insectos yreptiles, se la daba el epíteto de infernal, añadiendo que rarasveces se ve el sol y que llueve en ella casi todo el año. Sin másabrigo que los bosques que cubrían el suelo, sin más víveresque raíces y mariscos, cuando eran bastante afortunados paraprocurárselos, los españoles pasaron cinco meses en una situa-ción horrible. Volvían continuamente los ojos hacia el lado dePanamá, mas cada día que transcurría dejaba burlada su espe-ranza, y hasta el mismo Pizarro dejó ver por vez primerasíntomas de desaliento. Cansados en fin de aguardar inútilmen-te resolvieron abandonarse en una balsa al Océano, antes quepermanecer por más tiempo en aquella horrible morada, dondeno podían esperar más que sufrimientos espantosos y la muer-te; pero en el momento en que iban a tomar este partido deses-perado, mostrose a lo lejos el buque a su vista. En un instantequedaron olvidadas todas las penas y renacieron todas las espe-ranzas. Fuele fácil a Pizarro determinar, no tan sólo a sus pro-pios compañeros, sino a la tripulación del buque a que prosi-

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guiesen con nuevo ardor su primer proyecto. En vez de volvera Panamá dirigiéronse al sudeste, y más afortunados esta vezque en sus tentativas anteriores, descubrieron la costa del Perúel vigésimo día de su partida de la isla.Limitáronse durante mucho tiempo a saltar en tierra y entrar enlas aldeas únicamente para proporcionarse mantenimientos. Suexistencia era difícil y precaria; pero los sufrimientos y las con-tinuas fatigas no hacían ya mella en los cuerpos de aquelloshombres intrépidos, cuyo valor era sostenido y fortalecido portan atrevidas esperanzas.Pizarro llegó de esta suerte delante la rica población deTúmbez, que encerraba un palacio y un gran templo. Allí seofreció por primera vez a los españoles el espectáculo de laopulencia y de la civilización del imperio peruano, siendo loque a sus ojos se presentaba más que suficiente para enardecersu imaginación y su sed de riquezas. No tan sólo eran de orolos adornos del templo, sino hasta los utensilios más comunes.Pizarro se limitó a entablar relaciones amistosas con los natura-les, procurando sobre todo obtener informes útiles sobre elpaís. Proporcionose muestras de los productos, algunos llamas(animales domésticos de que los habitantes sacaban muchoprovecho), y sobre todo cierta cantidad de adornos de oro yplata, que esperaba manifestar como prueba material de lasriquezas acumuladas en la comarca que acababa de descubrir;después de lo cual decidiose a partir para Panamá. Quedabantodavía con él once de sus bravos compañeros, sin que nos seaconocida la suerte de los otros dos. Cuando después de su largaausencia aquellos aventureros desembarcaron en Panamá afines de 1528, fueron recibidos con transportes de alegría porsus amigos, que los creían perdidos para siempre.Las pomposas descripciones que hizo Pizarro de la opulenciacasi increíble de los países que había descubierto, y las quejasamargas que dejó oír sobre el llamamiento de sus soldados enuna ocasión en que tan necesarios le eran para formar una co-

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lonia, no pudieron hacer que el gobernador de Panamá se sepa-rase de sus primeras resoluciones. Insistió siempre en que lacolonia no se hallaba en estado de invadir un imperio tan pode-roso, y se negó a autorizar una expedición que no podía menosde arruinar a la provincia confiada a sus cuidados, obligándolaa hacer esfuerzos que no estaban en proporción con los recur-sos con que contaba.Mas su oposición sirvió tan sólo para exaltar más y más el ar-dor de los tres asociados. Convencidos de que no podrían llevaradelante la ejecución de su proyecto sin el apoyo de una auto-ridad superior, resolvieron ir a solicitar del soberano el permisoque no podían alcanzar de su delegado. A este fin enviaron aEspaña a Pizarro, que se había encargado de sus comunes in-tereses. Hallábase de tal suerte agotada la fortuna de los tressocios por los gastos que llevaban hechos, que tuvieron no po-ca dificultad en procurarse la suma que necesitaban para los deaquel viaje.Según Jerez, Pizarro pidió prestados a sus amigos algo más demil castellanos (unos cuarenta mil reales).No desperdició éste el tiempo: presentose ante el emperadorCarlos V, sin turbarse y con una dignidad cual no debía espe-rarse de él, atendidos su nacimiento y su educación, pero quejustificaban el sentimiento que tenía de su mérito y los servi-cios hasta entonces prestados. El relato de sus padecimientos, ysus descripciones pomposas del Perú, confirmadas por los pre-sentes que traía, hicieron una impresión tal sobre el monarca ysus ministros, que otorgaron sin vacilar su aprobación al nuevoproyecto del intrépido aventurero. Aprovechose de esas buenasdisposiciones para hacerse conceder todos los títulos y toda laautoridad que podía hacerle desear la ambición más insaciable:fue nombrado gobernador, capitán general y adelantado de to-dos los territorios que pudiese descubrir y conquistar; dióseleuna autoridad absoluta tanto en lo militar como en lo civil, contodos los privilegios concedidos hasta entonces a los conquis-

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tadores del Nuevo Mundo. Su despacho llevaba la fecha del 26de julio de 1529. Pero mientras que Pizarro se ocupaba contanta actividad en sus propios intereses, y obtenía para Luqueel título de obispo de los países que pudiese conquistar, descui-daba completamente los de Almagro, cual si temiera crearse unrival peligroso haciendo conferir funciones elevadas a un hom-bre capaz de desempeñarlas. Contentose pues con hacerlonombrar gobernador del fuerte que debía levantarse enTúmbez; siendo este insignificante favor lo único que obtuvo elfiel asociado de Pizarro, quien merecía indudablemente muchomás, así por la capacidad de que tenía dadas hartas pruebas,como por los trabajos y sacrificios con que había tan eficaz-mente concurrido al nuevo descubrimiento.Pizarro se encontraba independiente del gobernador de Pa-namá, y su propia jurisdicción se extendía a doscientas leguasde la costa al sur del río de Santiago. En cambio de estas con-cesiones, que no obligaban a la corte de España a ningún soco-rro pecuniario ni a ninguna especie de asistencia, Pizarro seobligaba a reclutar doscientos cincuenta hombres y a procurar-se las naves, armas y municiones necesarias para posesionarsede su futura conquista.Para cumplir estas condiciones necesitábase encontrar dinero, yésta fue la parte más difícil de su misión, y hasta es probableque no hubiera salido adelante con su empeño sin el apoyo delcélebre Hernán Cortés, que se hallaba entonces en España, yque se hizo generosamente un deber de ayudar con su bolsillo aun bravo compañero de armas, a quien había tenido ocasión deconocer y estimar. Pizarro reunió a su derredor algunos aventu-reros llenos de mérito y de talento, entre los cuales se encon-traban sus cuatro hermanos, destinados todos a desempeñar unpapel importante en los acontecimientos que nos hemos pro-puesto referir. Esos hermanos eran Fernando, Juan, Gonzalo yFrancisco Martín de Alcántara. Este último lo era de FranciscoPizarro, pero tan sólo por parte de madre: tal es al menos la

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opinión de Zárate y de Garcilaso de la Vega, mientras que otroshistoriadores, y entre ellos Robertson, pretenden que Franciscode Alcántara era hermano de la madre de Pizarro, lo que noestaría muy conforme con lo que se dice acerca el bajo origende la familia materna de nuestro héroe. Por lo demás, hallában-se los cuatro en la flor de la edad, y su valor y sus talentos ha-cían que fuesen los más aptos para secundar al jefe de la expe-dición en todo cuanto pudiese emprender de difícil y grande.A su llegada a Panamá (1530), Pizarro encontró a Almagroaltamente disgustado por el modo como habían sido conduci-das las negociaciones en la corte de España, llegando su resen-timiento hasta a negarse a obrar de concierto con un hombrecuyos poco leales manejos le habían apartado del poder y delos honores [52] a que tan legítimos derechos tenía. Hasta pa-rece que se ocupó en formar una nueva sociedad, a fin de obrarindependientemente de Pizarro. Tenía éste empero demasiadaprudencia y habilidad para no evitar un rompimiento que podíaserle funesto, ya que Almagro contaba con numerosos partida-rios en Panamá, y tanto por su categoría como por sus cualida-des hubiera sido un rival peligroso.Interpusiéronse amigos comunes; secundolos poderosamente elobispo Luque, y habiendo consentido Pizarro en ceder a suantiguo socio el cargo de adelantado, Almagro, que a sus pa-siones ardientes y fuertes unía una gran franqueza, se dejó ven-cer al momento. Siguiose a esto una reconciliación, y se renovóla alianza con las anteriores condiciones. Todos los gastos de-bían hacerse en común, y observarse una igualdad perfecta enel reparto de los provechos.A pesar de esta unión y de que los asociados hicieron todos losesfuerzos de que eran capaces, no pudieron reunir más queciento ochenta soldados y treinta y siete caballos, y fueronequipados tres pequeños buques cargados de armas, de muni-ciones y de vituallas, para transportar a esos hombres tan poconumerosos, como resueltos. Tales eran los menguados recursos

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con que contaba Pizarro; mas la experiencia de lo que habíapasado ya en América parecía autorizar los sueños más extra-vagantes, y los triunfos por Cortés alcanzados justificaban has-ta cierto punto las audaces esperanzas de Pizarro.Éste partió en febrero de 1531, y como la estación era a propó-sito, hizo el viaje en trece días, a pesar de haber sido arrastradopor los vientos y las corrientes a cien leguas al norte deTúmbez, y obligado a desembarcar sus tropas en la bahía deSan Mateo. No queriendo perder tiempo empezó a avanzar porel sur sin desviarse de la orilla, tanto para que pudiese reunírse-le más fácilmente el refuerzo que esperaba de Panamá, comopara asegurarse una retirada a sus naves en caso de algún des-calabro.Esta marcha no fue ni fácil, ni venturosa. La costa del Perú esen diferentes puntos estéril, malsana y poco poblada, y los es-pañoles tenían además que atravesar los ríos cerca de su des-embocadero, donde su anchura hacía su paso más difícil. Piza-rro en vez de ganar la confianza de los naturales, los había im-prudentemente atacado y obligado a abandonar sus moradas: elhambre, el exceso de la fatiga y enfermedades de diferentesgéneros, redujeron a los españoles a tan duros extremos comolos que sufrieran en la primera expedición. Correspondía tanpoco lo que padecían a las descripciones seductoras que leshiciera Pizarro del país a donde los conducía, que muchos desus compañeros comenzaron a hacerle cargos, y que sus solda-dos hubieran perdido toda confianza en él, si hasta en aquellaparte estéril del Perú, no hubiesen encontrado algunas huellasde riquezas y de cultura, que parecían justificar los relatos desu jefe. Por otra parte Pizarro persistía con tesón en su empre-sa, y a los acentos de las quejas oponía palabras de gloria y deesperanza. Por fin el 14 de abril llegó a la provincia de Coaco,y habiendo los españoles sorprendido a los habitantes de suprincipal población, encontraron en ella vasos y adornos de oroy plata por valor de más de treinta mil pesos, con otras riquezas

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que desvanecieron todas sus dudas y reanimaron el valor hastade los más descontentos, dispertando sus ambiciosas esperan-zas.Transportado de gozo Pizarro a la vista de aquellos ricos des-pojos, que consideraba como los primeros dones de una tierrainagotable en tesoros, envió inmediatamente una nave a Alma-gro con una gran parte del botín. Al propio tiempo hizo partirpara Nicaragua otro buque con sumas considerables, destinadasa personas influyentes de aquella colonia: medida que tomó,según Zárate, para dar una alta idea de la riqueza del país, ycon la esperanza de dispertar en un gran número de aventurerosel deseo de ir a reunírsele.Púsose en seguida nuevamente en marcha; pero faltábale esecarácter conciliador que tanto había secundado los planes delanimoso y prudente conquistador de México. Pizarro igual aeste caudillo en todas las cualidades que constituyen el hombrede guerra, carecía completamente de esa política hábil y pro-funda que había formado uno de los principales rasgos de laconducta de Cortés, y desdeñándose de emplear otros mediosque la fuerza, atacaba abiertamente a los naturales y les obliga-ba a someterse o a refugiarse en las regiones del interior.Pizarro avanzó sin oposición hasta la isla de Puna en la bahíade Guayaquil; pero los habitantes de dicha isla, más aguerridosy animosos que los del continente, le opusieron una viva resis-tencia que duró cerca de seis meses. Cuando por fin fueronsometidos, Pizarro se trasladó a Túmbez, donde dio a sus sol-dados un reposo de tres meses, de que tenían absoluta necesi-dad después de las fatigas que habían pasado, y sobre todo aconsecuencia de las enfermedades por muchos contraídas.Durante este tiempo el general empezó a recoger los frutos delcuidado que había puesto en esparcir por todas partes las noti-cias de sus primeros triunfos. En 1532 le llegó un refuerzo deNicaragua, y aunque no se componía más que de sesenta hom-

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bres, fue recibido con tanta más alegría, cuanto que los dosoficiales que los mandaban, Fernando de Soto y Sebastián Be-nalcázar, gozaban de una gran reputación y eran tenidos pordos de los mejores capitanes que había en América.El 16 de mayo Pizarro volvió a emprender sus operacionesdirigiéndose hacia la ribera del Piura, donde resolvió fundar unestablecimiento que pudiese servirle de plaza de depósito. Es-cogió un sitio a propósito y echó en ella los cimientos de lapoblación de San Miguel, que fue la primera colonia españoladel Perú; y luego se adelantó atrevidamente hacia el centro delvasto imperio que había invadido, sin temer y teniendo en muypoco los peligros a que podía exponerle su temeridad.Pizarro no dejaba perder ninguna ocasión de tomar informesacerca el país, cuyo conocimiento le era indispensable para laejecución de sus planes; y aunque le era sumamente difícilhacerse comprender de los naturales, puesto que no tenía intér-prete, supo que se hallaba en las posesiones de un monarcapoderosísimo, dueño de un territorio extenso, rico y fértil, peroque el país era presa de disensiones civiles, circunstancia que lepareció del mejor agüero y a la cual debió en efecto el que fue-sen tan rápidos sus triunfos.He aquí el cuadro trazado por Robertson de la situación en quese hallaba entonces aquella comarca. «Cuando los españolesabordaron por vez primera la costa del Perú en 1526, ocupabael trono Huana Capac, el duodécimo monarca desde la funda-ción de la monarquía, al cual nos representan como un príncipeque reunía los talentos militares a las virtudes pacíficas [57]que distinguieran a sus antepasados. Había sometido el reino deQuito, conquista que dobló casi la riqueza y la extensión delimperio. Quiso residir en esta hermosa provincia, y contra laley antigua y fundamental de la monarquía que prohibía man-char la sangre real con ninguna alianza extranjera, se casó conla hija del rey vencido. Tuvo de ella un hijo llamado Atahual-

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pa,(5) a quien legó el reino de Quito a su muerte, acaecida haciael año 1525, dejando sus demás estados a otro hijo suyo llama-do Huáscar, cuya madre era de sangre real.Por grande que fuese el respeto que tuviesen los peruanos a lamemoria de un monarca que había reinado con más gloria queninguno de sus predecesores, sus disposiciones relativas a lasucesión de la corona excitaron en Cuzco un descontento gene-ral, porque estaban en contradicción con una costumbre tanantigua como la monarquía, y fundada sobre una autoridadmirada como sagrada. Alentado Huáscar por la opinión de sussúbditos, quiso obligar a su hermano a que renunciase al reinode Quito, y a que le reconociese por su soberano; pero lo pri-mero que había procurado Atahualpa había sido ganarse la vo-luntad de un gran cuerpo de tropas que acompañara a su padrea Quito. Componíase de la flor de los guerreros peruanos, yHuana Capac les debía todas sus victorias. Fuerte con semejan-te apoyo, Atahualpa eludió primero la pretensión de su herma-no, marchando luego después contra él con un ejército formi-dable.«No era difícil preveer en tal situación lo que acontecer debía:Atahualpa quedó vencedor y abusó cruelmente de su victoria.Convencido él mismo de la poca validez de sus derechos a lacorona, propúsose extinguir la raza real, haciendo perecer atodos los hijos del sol que cayesen en sus manos. Conservó sinembargo la vida a su infortunado rival: Huáscar, hecho prisio-nero en la batalla que había decidido de la suerte del imperio,fue perdonado por un motivo de política, a fin de que Atahual-pa, mandando en nombre de su hermano, pudiese establecermás fácilmente su gobierno.»

5 Este Atahualpa, nombrado aquí por Robertson, es el mismo inca al cualllaman Jerez, Alabatipa, y Gomera y Zárate, Alabatiba. Nosotros hemosadoptado este nombre, ya que es el que se encuentra en los primitivos his-toriadores de Indias, por más que tengamos que separarnos en esto delhistoriador inglés y del autor del compendio que traducimos. (N. del T.)

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La autoridad del usurpador parecía entonces sólidamente esta-blecida; pero su trono se hallaba cercado todavía de peligros.El partido que sostenía a Huáscar, a pesar de los descalabrossufridos, no estaba ni subyugado, ni completamente abatido, yera de presumir que empezara pronto una nueva lucha en favordel soberano legítimo.

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Capítulo III

Marcha de Pizarro al interior.- Hace prisionero al inca Atahu-alpa.- Proceso y muerte de este príncipe.

Gracias a esta disensión entre los dos hermanos, los españolesllegaron hasta treinta leguas tierra adentro, sin que nadie inten-tase detenerlos. Pizarro no sabía cómo explicarse la apatía delos indígenas, cuando llegaron a él mensajeros enviados porHuáscar implorando la asistencia de los extranjeros contra elusurpador. El general comprendió en seguida toda la importan-cia de este paso, y previó las ventajas todas que podría sacar dela guerra civil que destrozaba el país. Determinó en su conse-cuencia avanzar mientras que la discordia ponía a los peruanosen la imposibilidad de atacarle con todas sus fuerzas, esperandoque tomando la defensa de uno o otro de los competidores,según las circunstancias, lograría más fácilmente destruir a losdos.No podía sin embargo disponer de toda su gente: debía dejar enSan Miguel una guarnición capaz de defender este puesto, tanimportante como plaza de retirada y como puerto, donde de-bían llegar los refuerzos que aguardaba de Panamá. En su con-secuencia dejó en él cincuenta y cinco hombres, y partió el 24de septiembre al frente de sesenta y dos caballos y ciento dospeones, de los cuales había veinte armados de arcabuces y tresde mosquetes, llevando además sus dos cañones.Entretanto Atahualpa hallábase acampado en Caxamalca, ciu-dad situada a unas doce jornadas de marcha de San Miguel.Aunque sabía que el ejército enemigo era muy numeroso, Piza-rro avanzó con el mayor denuedo. Poco había andado aún,cuando se presentó a él un enviado del inca con un rico presen-

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te de parte de este príncipe, convidándole con su amistad e in-vitándole a pasar a Caxamalca. Acordándose entonces Pizarrode las medidas políticas adoptadas por Cortés en iguales cir-cunstancias, recibió al enviado con la mayor benevolencia;diose él mismo por embajador de un príncipe poderoso, y de-claró que iba con la intención de ofrecer a Atahualpa su auxiliocontra los facciosos que le disputaban la corona.Esta declaración logró disipar los recelos y temores de los pe-ruanos, los cuales, como los demás pueblos de la América,habían concebido las más vivas inquietudes desde la primeraaparición de los extranjeros. ¿Debían considerarlos como serescelestiales o como formidables enemigos? ¿no era más pruden-te conciliarse su amistad con la sumisión, que aumentar su eno-jo con la resistencia? Tales eran las dudas que venían a disiparlas palabras conciliadoras de Pizarro, y desvanecido todo rece-lo se permitió a los extranjeros que marchasen hacia Caxamal-ca.Antes de llegar allí tuvieron los españoles que arrostrar todavíacrueles sufrimientos: fue preciso atravesar un desierto estérilque se extiende entre San Miguel y Motapé, en un espacio deunas veinte y siete leguas, compuesto de llanuras arenosas, sinbosques ni agua. Los abrasadores rayos del sol hacían la traves-ía sumamente penosa, y el menor esfuerzo de los naturaleshubiera podido ser fatal a la hueste de Pizarro.En seguida tuvieron que pasar por un desfiladero tan estrecho einaccesible, que hubieran bastado unos pocos hombres paradefenderlo contra un ejército numeroso. La imprudente credu-lidad de los peruanos no les permitió aprovecharse de estasventajas, y Pizarro entró tranquilamente en Caxamalca el 25 denoviembre de 1532. Inmediatamente tomó posesión de un granpatio que fortificó para ponerse a cubierto de un golpe de ma-no; y sabiendo que Atahualpa celebraba una gran fiesta en sucampamento a una legua de la ciudad, mandó allí a su hermanoFernando y Fernando de Soto. Llevaban el encargo de confir-

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mar las seguridades dadas por Pizarro acerca de sus intencionespacíficas y pedir para su jefe una entrevista con el inca, a fin deexplicarle las intenciones que habían movido a los españoles avenir a su país. Engañado Atahualpa por estas protestas, recibióa los enviados con respeto y amistad, y les hizo comprenderque iría él mismo al día siguiente a visitar al caudillo extranje-ro. El porte noble del monarca, el orden que reinaba en su cor-te, el respeto con que se acercaban sus súbditos a su persona yejecutaban sus órdenes, admiraron a los españoles. Mas suscodiciosas miradas fijáronse principalmente en las inmensasriquezas con profusión amontonadas en el campo. Los adornosque llevaban sobre sus personas el inca y los nobles de suséquito, los vasos de oro y plata en que fue servida la comida,la multitud de utensilios de todas clases fabricados con aque-llos preciosos metales les ofrecieron un espectáculo que exced-ía a todas las ideas de opulencia que había podido crearse suimaginación.Por el relato que hicieron a Pizarro, éste fijó todos sus pensa-mientos en las medidas que debían tomarse para llevar a caboun proyecto que desde su salida de San Miguel meditaba: llamóa su consejo a sus hermanos, a Soto y a Benalcázar y les ex-plicó el plan que había concebido. Después de haberles demos-trado cuánto les importaba tener al inca en su poder, y recorda-do las ventajas que había traído en México el cautiverio deMoctezuma, acabó por proponerles una medida semejante yque fue adoptada sin titubear.En su consecuencia dividió sus sesenta jinetes en tres pelotonesal mando de Soto, Benalcázar y su hermano Fernando; formóuna sola masa de la infantería, excepto veinte hombres escogi-dos que debían ir con él dondequiera que el peligro lo exigiese,y mandó colocar las dos piezas de artillería delante del caminopor donde debía llegar el inca.Al día siguiente, 16 de noviembre, Atahualpa partió de su cam-pamento para ir a visitar a Pizarro; pero queriendo dar a los

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extranjeros una alta idea de su poder y de sus riquezas, se pusoen marcha con toda la pompa que desplegaba en las más gran-des solemnidades. Jerez, testigo ocular, describe aquella escenaen estos términos:«La gente que traía en la delantera traían armas secretas debajode las camisetas, que eran jubones de algodón fuertes, y talegasde piedras y hondas; que parecía que traían ruin intención.Luego la delantera de la gente comenzó a entrar en la plaza;venía delante un escuadrón de indios vestidos de una librea decolores a manera de escaques; éstos venían quitando las pajasdel suelo y barriendo el camino. Tras éstos venían otras tresescuadras vestidos de otra manera, todos cantando y bailando.Luego venía mucha gente con armaduras, patenas y coronas deoro y plata. Entre éstos venía Atahualpa en una litera aforradade plumas de papagayos de muchos colores, guarnecida dechapas de oro y plata. Traíanle muchos indios sobre los hom-bros en alto, y tras de ésta venían otras dos literas y dos hama-cas, en que venían otras personas principales; luego venía mu-cha gente en escuadrones con coronas de oro y plata.»En cuanto Pizarro descubrió al inca envió a su encuentro alpadre Valverde, limosnero de la expedición. Según Jerez elpadre Valverde se adelantó llevando un crucifijo en una manoy la Biblia en la otra. Llegado cerca del inca, le dijo por mediode su intérprete:«Yo soy un sacerdote de Dios; yo enseño a los cristianos lascosas del Señor, y vengo a enseñároslas a vosotros. Yo enseñolo que nos ha enseñado Dios y que está contenido en este libro.En cualidad de tal te ruego de parte de Dios de los cristianosque seas su amigo, porque Dios lo quiere, y será para tu bien:ve a hablar al gobernador que te aguarda.»Atahualpa pidió que se le permitiera ver el libro que tenía elpadre Valverde, y fuele entregado cerrado. Como no pudieseabrirlo, el religioso alargó la mano para enseñarle cómo debía

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hacerlo; mas Atahualpa, no queriendo recibir sus instrucciones,le dio con desprecio un golpe en el brazo, esforzándose enabrirlo, lo logró. No se admiró, como los otros indios, al ver loscaracteres en el papel; tiró el libro santo a cinco o seis pies dedistancia, y luego dijo con acento lleno de orgullo:«Estoy bien instruido de lo que habéis hecho en el camino, y decómo habéis tratado a mis caciques y pillado las casas.»«Los cristianos no han hecho esto, respondió el padre Valver-de; sino que habiéndose algunos indios llevado sus efectos sinque el gobernador lo supiese, éste los ha despedido.-¡Pues bien! -replicó Atahualpa, no me moveré de aquí hastaque me sea todo devuelto.»El religioso se volvió al gobernador con esta respuesta, mien-tras que el inca poniéndose de pie en su litera exhortaba a lossuyos a que estuviesen preparados para lo que acontecer pudie-se.Zárate refiere este hecho con circunstancias casi semejantes,sólo que añade que cuando el padre Valverde vio las santasEscrituras profanadas por el inca, que había arrojado el librosanto al suelo, exclamó lleno de indignación: «¡A las armas,españoles! ¡a las armas!»Nos hacemos un deber en hacer observar que el exacto y con-cienzudo G. de la Vega desmiente formalmente este llama-miento a la fuerza, de que algunos historiadores han acusado alpadre Valverde con más pasión que justicia.Sea de ello lo que fuere, Pizarro, que durante esta conferenciahabía tenido no poco que hacer para contener a sus soldados,impacientes por lanzarse sobre las riquezas que tenían a la vis-ta, dio la señal del combate. Dejáronse oír al instante los ins-trumentos guerreros de los españoles, vomitaron fuego losmosquetes y los cañones, embistieron los caballos, y la infan-tería cayó espada en mano sobre los peruanos. Los pobres indi-os, admirados de un ataque tan brusco e inesperado, turbados

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por los terribles efectos de las armas de fuego y por la irresisti-ble arremetida de aquellos monstruos, desconocidos para ellos,que llevaban los españoles, diéronse a huir por todas partes, sinprobar siquiera defenderse. Pizarro a la cabeza de su tropa es-cogida, lanzose en derechura sobre el inca, y si bien los gran-des de su acompañamiento, apiñándose en torno del monarca,le hacían un escudo con sus cuerpos, sacrificándose en su de-fensa, llegó muy pronto hasta él, y cogiéndole por el brazo, lehizo bajar de su litera y le llevó a su tienda. La prisión del mo-narca aceleró la derrota de sus tropas. Los españoles las persi-guieron por todas partes, y continuaron degollando a sangrefría a los fugitivos que no oponían la menor resistencia. Lanoche puso fin a la matanza en la que perecieron más de cuatromil peruanos (6). No murió ningún español, y sólo Pizarro fueligeramente herido en la mano por uno de sus propios soldados,en la prisa que se dio para apoderarse de la persona del inca.Las riquezas recogidas en el pillaje del campamento excedierona la idea que se habían formado los españoles de la opulenciadel Perú; los vencedores se entregaron a los transportes de gozoque debían experimentar unos miserables aventureros, que ex-perimentaban en un solo día un cambio tan extraordinario en sufortuna.Atahualpa no podía sobrellevar con calma un cautiverio taninicuo como cruel. La terrible e imprevista calamidad que su-fría habíale de tal manera abatido, que durante algún tiempo lefue imposible pensar en los medios de hacer menos miserablesu suerte. Pizarro, temiendo perder las ventajas que podía sacarde un preso de tal importancia, procuró disminuir el dolor delvencido con algunas palabras consoladoras; pero viendo el incaque las acciones del vencedor no estaban en armonía con susmanifestaciones de respeto, le rechazó con desprecio. Estando

6 Jerez fija en 2000 el número de muertos; Garcilaso lo hace subir a 5000, ya 7000 Sancho. Nosotros hemos adoptado un término medio.

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entre los españoles no tardó en descubrir que la sed de oro erasu pasión dominante, y concibió la esperanza de obtener sulibertad satisfaciendo su avaricia.En su consecuencia ofreció un rescate tal, que llenó de admira-ción la imaginación de Pizarro, a pesar de lo que conocía ya delas riquezas de aquel reino.«Atahualpa, escribe Jerez, dijo que daría de oro una sala quetiene veinte y dos pies en largo y diez y siete en ancho, llenahasta una raya blanca que está a la mitad del altor de la sala,que será lo que dijo de altura de estado y medio, y dijo quehasta allí henchiría la sala de diversas piezas de oro, cántaros,ollas y tejuelas, y otras piezas, y que de plata daría todo aquelbohío dos veces lleno, y que esto cumpliría dentro de dos me-ses.»Esta propuesta fue aceptada, y Atahualpa, no cabiendo en sí degozo a la idea de recobrar pronto su libertad, tomó las más ac-tivas medidas para cumplir sus compromisos, y envió a todaslas provincias mensajeros encargados de reunir los prometidostesoros. Fernando de Soto y Pedro del Barco obtuvieron elpermiso de acompañar a los enviados que iban a Cuzco.Sabían que mientras que el inca estuviese en poder de Pizarronada se intentaría contra ellos, y en efecto por todas partes pordonde pasaron fueron recibidos con el más profundo respeto.El buen éxito completo y rápido que acababan de alcanzar,inspiró a los españoles tanta confianza como audacia, y dabanya por terminada la conquista del Perú. Acaboles de confirmaren esta idea la noticia que se recibió por entonces de que Al-magro había desembarcado en San Miguel con ciento cincuentahombres y ochenta y cuatro caballos; refuerzo que doblaba deun golpe el número de los combatientes. El monarca prisione-ro, ignorando de dónde venían y con qué medios habían llega-do al Perú aquellos nuevos extranjeros, no podía preveer dóndese detendría aquella invasión y cuáles serían sus consecuencias.

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Mientras que se hallaba agitado por estas inquietudes, vinierona turbarle por otro lado nuevos motivos de alarma.Supo que sus opresores habían entrado en relaciones con Huás-car, su hermano. En efecto, al llegar Fernando de Soto a la ciu-dad donde estaba el príncipe preso, pidió verle. La visita delespañol reanimó las esperanzas del desgraciado príncipe, elcual imploró la protección de los extranjeros contra Atahualpa,y sabiendo la promesa hecha por éste para obtener su libertad,se obligó, si se le restituía su trono, a llenar de oro hasta el te-cho el cuarto en que estaba preso. Por seductor que fuese esteofrecimiento, superior en mucho al de Atahualpa, Soto no pudoaceptarlo, pero prometió al príncipe que haría todos los esfuer-zos posibles para determinar a Pizarro a que escuchase sus pro-posiciones.Los oficiales encargados de la custodia de Huáscar, y que eranadictos a su rival, se apresuraron a informar a su monarca de laentrevista de Huáscar y Soto, y esta noticia hizo nacer en suespíritu las más vivas inquietudes. Estaba convencido de quelos españoles no rehusarían tan brillantes proposiciones, y deque aprovecharían de buena gana el menor pretexto para daruna apariencia de justicia a sus miras interesadas. Por otra par-te, como su propia conducta para con su hermano podía bastarpara justificar la falta de fe de los españoles, pensó que su per-dición era inevitable, si Huáscar conservaba la vida.Impresionado por esta idea envió orden formal de dar muerte asu hermano, orden que fue con toda puntualidad ejecutada; yluego temiendo que sus vencedores no le hiciesen un cargo deeste crimen, puesto que les quitaba la esperanza de un nuevorescate, afectó el mayor dolor, y sostuvo que sus capitanes hab-ían cometido aquel delito sin su consentimiento.En esto llegó Almagro a Caxamalca, y sus soldados exaltados ala vista del oro que de todas partes traían, pidieron la reparti-ción del botín; uniéronse a ellos los de Pizarro, y fundiose

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aquella enorme masa de metal, después de haber separado al-gunos vasos, preciosos por su trabajo, que fueron destinados alemperador.El día de Santiago de 1533, Pizarro mandó celebrar una misasolemne, y se procedió al reparto de aquellas inmensas rique-zas. «Hecha la cuenta, dice Jerez, reducido todo a buen oro,hubo en todo un cuento y trescientos y veinte y seis mil y qui-nientos y treinta y nueve pesos de buen oro, de lo cual pertene-ció a su Majestad su quinto, después de sacados los derechosde fundidor, doscientos y sesenta y dos, y doscientos y cin-cuenta y nueve pesos de buen oro. Y en plata hubo cincuenta yun mil y seiscientos y diez marcos, y a su Majestad perteneciódiez mil y ciento y veinte y un mil marcos de plata. De todo lodemás, sacado el quinto y los derechos del fundidor, repartió elgobernador entre los conquistadores que lo ganaron, y cupierona los de caballo a ocho mil y ochocientos y ochenta pesos deoro y a trescientos y sesenta dos marcos de plata, y a los de apie a cuatro mil y cuatrocientos y cuarenta pesos y a ciento yochenta y un marcos de plata, y a algunos más y a otros menos,según pareció al gobernador que cada uno merecía, según lacalidad de las personas y trabajos que habían pasado.» Como elpeso de aquella época equivalía a 100 de nuestros reales, resul-ta que cada jinete recibió, aun sin contar los marcos de plata,888,000 reales. La parte de Pizarro y la de los oficiales fueronproporcionadas a sus grados, y por consiguiente muy conside-rables.La historia no ofrece otro ejemplo de semejante fortuna adqui-rida en el servicio militar, y jamás fue repartido tan gran botínentre tan escaso número de soldados. Muchos de ellos, viéndo-se más ricos de lo que nunca se habían imaginado, pidieron agritos su licencia a fin de ir a pasar el resto de sus días en Es-paña. Pizarro, viendo que no podía esperar ya de ellos ni arrojoen los combates, ni en los trabajos paciencia, y convencido quedondequiera que fuesen la vista de sus riquezas movería a una

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multitud de aventureros a ir a alistarse bajo sus banderas, per-mitió a más de sesenta de ellos que acompañasen a España a suhermano Fernando, a quien enviaba para llevar al emperadorlos tesoros que le correspondían, con el encargo de relatarle losucedido.Después del reparto de su rescate el inca requirió a Pizarro paraque le pusiese en libertad; pero el general estaba muy distantede pensar en hacerlo. En su convenio con Atahualpa no habíatenido más objeto que apoderarse de todas las riquezas del re-ino, y una vez logrado su objeto, lejos de cumplir lo prometido,había resuelto secretamente hacer perecer al desgraciado mo-narca. Muchas fueron las circunstancias que le determinaron, alparecer, a cometer este crimen, uno de los más atroces con quese mancharon los españoles en la conquista de América.Al imitar Pizarro la conducta observada por Cortés con Mocte-zuma, carecía de los talentos necesarios para seguir con igualarte el plan adoptado por el conquistador de México. No habíantardado a nacer las sospechas y la desconfianza entre el inca ylos españoles; el cuidado con que era preciso guardar a un pre-so de tanta importancia aumentaba mucho las dificultades delservicio militar, al paso que era poca la ventaja que el conser-varle reportaba; de suerte que pronto Pizarro no vio en el incamás que un estorbo del cual deseaba librarse.Sin embargo de que se había dado a los soldados de Almagroen el reparto cien mil pesos, a los cuales ningún derecho tenían,estaban todos descontentos: temían que mientras permanecieseAtahualpa cautivo, los soldados de Pizarro considerasen lostesoros que se podrían recoger en lo sucesivo como suplementoal rescate del príncipe, y que bajo este pretexto, quisieran apro-piárselo todo. Así pues pedían con instancia su muerte a fin deque todos los soldados de la hueste corriesen los mismos azaresy tuviesen iguales derechos.

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El mismo Pizarro empezaba a alarmarse por las noticias que lellegaban de las provincias apartadas del imperio: reuníansetropas y sospechaba que el inca había expedido órdenes al efec-to. Avivaban estos temores y sospechas los artificios de Filipi-llo, indio que servía de intérprete. Este hombre, a quien susfunciones daban también un título en la casa del monarca cau-tivo, atreviose, a pesar de lo bajo de su nacimiento, a poner susojos en una de las parientas de Atahualpa, salida de sangre real,y no viendo ninguna esperanza de obtenerla mientras viviese elmonarca, excitó a los españoles a que le quitasen la vida,alarmándolos con los designios secretos del preso, de que pre-tendía tener conocimiento.A estas diferentes causas que concurrían a perder al desventu-rado Atahualpa, añadiose pronto otra, la más poderosa de to-das, porque tuvo su principio en el orgullo humillado de Piza-rro. Entre las artes de Europa, excitaba sobre todo la admira-ción del inca la de la lectura, y quería tiempo hacía descubrir siera una habilidad natural o adquirida. Para aclarar sus dudaspidió a uno de los soldados que le guardaban que escribiese enla uña de su pulgar el nombre de Dios, y enseñó en seguidaaquellos caracteres a diferentes españoles, preguntándoles loque significaban; y con grande admiración suya, todos le die-ron sin vacilar la misma respuesta. Un día como se presentasePizarro ante el príncipe, éste le alargó su pulgar, rogándole queleyese lo que en él estaba escrito: el gobernador se puso colo-rado, y se vio obligado a confesar lleno de confusión su igno-rancia; desde aquel instante Atahualpa lo miró como un hom-bre vulgar, menos instruido que sus soldados, y no tuvo lahabilidad de ocultar los sentimientos que aquel descubrimientole había inspirado. El general se sintió picado tan al vivo alverse objeto del desprecio de un bárbaro, que se decidió ahacerle perecer.Mas a fin de dar alguna apariencia de justicia a una acción tanviolenta y que podía ser severamente reprendida por el empe-

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rador, Pizarro quiso que el inca fuese juzgado según las formasobservadas en España en las causas criminales. Él mismo, Al-magro, y dos oficiales fueron los jueces; un procurador generalacusó en nombre del rey; fue encargado de la defensa un abo-gado, y nombráronse secretarios para redactar las actas deaquel proceso extraordinario.Las deposiciones de los testigos, interpretadas por el traidorFilipillo, fueron todas contrarias al monarca, y los jueces, cuyaopinión estaba ya fijada de antemano, le condenaron a serquemado vivo.Al llegar al lugar del suplicio Atahualpa declaró que queríaabrazar la religión cristiana: se hizo saber al gobernador, elcual ordenó que se le bautizase, y el reverendo padre Vicentede Valverde, que trabajaba en su conversión, le administró elsacramento del bautismo. Conmutósele entonces la pena, y envez de ser quemado, según disponía la sentencia, fue ahorcado.Al día siguiente fue descolgado su cadáver de la horca fatal, ylos religiosos, el gobernador y los demás españoles le conduje-ron a la iglesia para sepultarle en ella con los mayores honores.«Felizmente para el honor de la nación española, dice Robert-son, había todavía hombres que conservaban sentimientos dehonor y de generosidad dignos del nombre castellano. AunqueFernando Pizarro había salido para España, y que Soto habíasido alejado, este suplicio no se llevó a cabo sin oposición.Muchos capitanes protestaron enérgicamente contra aquel pro-ceso, que miraban como deshonroso para su patria y contrario atodas las máximas de equidad, como una violación de la fepública y como una usurpación de jurisdicción sobre un sobe-rano independiente. Inútiles fueron sin embargo todos sus es-fuerzos: triunfó la opinión de los que consideraban como legí-timo todo lo que creían serles ventajoso. La historia empero secomplace en conservar el recuerdo de los generosos designiosde los que trabajaron en librar a su patria de la infamia de tangran crimen.»

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Capítulo IV

Recibe Pizarro refuerzos.- Apodérase de Cuzco.- Expedición de Benalcázara Quito.- Llegada de Alvarado.- Consiente en retirarse.- Fundación de laciudad de Lima.- Expedición de Almagro a Chile.- Levantamiento de losperuanos.

La muerte de Atahualpa aseguró la dominación de los españo-les. Los naturales, aterrados por los espantosos ejemplos quetenían a la vista, y o sobrados indolentes o débiles para tentarde expulsar a los extranjeros, lejos de hacer nuevos esfuerzoscontra ellos, procuraban tan sólo ganarse su buena voluntad.Encontrábanse con la muerte de los dos incas sin jefes, sinbandera bajo la cual reunirse; y como si esto no fuese bastante,hallábanse además divididos en dos partidos poderosos, el unode los cuales sostenía los derechos de Manco o Mango, herma-no de Huáscar, al paso que el otro apoyaba las pretensiones delhijo de Atahualpa. Este último era joven y carecía de experien-cia, y éste fue el que reconoció Pizarro, persuadido que estaríamás dispuesto a dejarse dirigir por él, que su competidor demás edad y experiencia.Los dos partidos hacían con actividad sus preparativos de gue-rra, y durante este tiempo simples generales aspiraban en otrasprovincias a la independencia y a la monarquía absoluta. Elmismo Atahualpa, sacrificando a su ambición a todos los des-cendientes de la raza real, había enseñado a los peruanos a norespetar los privilegios de los hijos del sol.Los partidarios de aquel inca conservaban sin embargo unagrande veneración a su difunto monarca, y en cuanto Pizarrosalió de Caxamalca desenterraron su cuerpo para trasladarlo a

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Quito. El gobernador de la ciudad, llamado Ruminiani, tan no-table por su ambición como por sus talentos y su valor, apenassupiera la muerte de su soberano, resolvió hacerse indepen-diente. La traslación de los despojos mortales de Atahualpa aQuito sirvió a sus proyectos. Bajo pretexto de celebrar los fu-nerales de su señor con la pompa y solemnidad dignas de surango, invitó a la magnífica ceremonia que preparaba a todoslos parientes del inca y a los jefes que le habían sido adictos, desuerte que se encontraron reunidos en Quito todos los persona-jes del imperio. Ruminiani los invitó a un banquete, donde,según él decía, debía tratarse de las medidas que convendríatomar para expulsar a los españoles. Hizo servir a sus convida-dos una bebida embriagadora llamada sora, y cuando huboproducido su efecto, Ruminiani cayó con sus partidarios sobresus indefensos convidados, y los degolló sin piedad.Las revueltas que agitaban al país y que no podían menos deser provechosas a los españoles, animaron a Pizarro a marcharsobre Cuzco, emprendiendo esta conquista con tanta mayorconfianza cuanto que acababa de recibir considerables refuer-zos.Los soldados a quienes había permitido acompañar a su her-mano Fernando, en cuanto llegaron a Panamá, hicieron osten-toso alarde ante sus compatriotas de los tesoros que del Perútraían. Derramose en poco tiempo la noticia de sus victorias, yen especial de sus riquezas, por todas las colonias del mar delSur; los aventureros de Panamá, Guatemala y Nicaragua sintié-ronse todos inflamados del deseo de ir a reunirse con Pizarro, ytal fue el número de ellos que, después de haber dejado en SanMiguel una guarnición imponente al mando de Benalcázar, elgobernador se encontró todavía al frente de quinientos hom-bres. Pareciole esta hueste tan considerable, que hasta descuidótomar las precauciones necesarias contra la traición y la sorpre-sa. Noticioso de ello Ben Quizquiz, general peruano, reunió unejército numeroso y convencido de que no podría resistir a los

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extranjeros en batalla campal, se puso en emboscada cerca delcamino por donde debían pasar los españoles, y cayendo derepente sobre la retaguardia, mató diez y siete hombres e hizoocho prisioneros; después de lo cual marchó en retirada, bur-lando la vigilancia y actividad de Pizarro. Afortunadamentepara los prisioneros había entre ellos dos de los oficiales quehabían intentado salvar a Atahualpa, y por respeto a ellosQuizquiz no sólo perdonó la vida a los cautivos, sino que losmandó poner en libertad.Después de muchos combates, en que obtuvo siempre la venta-ja, Pizarro entró en Cuzco, y los tesoros que allí encontró, restode lo que los habitantes habían sacado u ocultado, excedieronen valor al rescate de Atahualpa. Herrera dice, que separado elquinto perteneciente al rey, quedaron para repartirse 1.920,000pesos de oro; y sin embargo los soldados no quedaban todavíasatisfechos, a pesar de haber recibido cada uno de ellos cuatromil pesos.En esto murió el hijo de Atahualpa sin que Pizarro pensase endarle sucesor. Mango Capac le inspiraba poco cuidado, por loque dejó que fuese reconocido como soberano legítimo portoda la nación.Mientras que las tropas de Pizarro estaban de esta suerte ocu-padas, el bravo y emprendedor Benalcázar soportaba con dis-gusto la inacción a que estaba condenado; así pues aprovechosede la llegada a San Miguel de algunas tropas de refresco parasatisfacer sus instintos aventureros.Después de haber dejado suficientes fuerzas para la seguridaddel fuerte confiado a su custodia se puso al frente de las tropasque quedaban disponibles, y que consistían, según Herrera, enciento cuarenta hombres, contando peones y caballos, y endoscientos, según Zárate, entre ellos ochenta jinetes. Su inten-ción era someter a Quito, donde según se decía había reunidoAtahualpa todos sus tesoros. Ni la distancia a que se hallaba

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aquella ciudad, ni las dificultades del camino a través de lasmontañas, ni los esfuerzos de Ruminiani, nada bastó a enfriarel ardor de Benalcázar y de sus compañeros: triunfaron en mu-chos encuentros de sus enemigos, y Ruminiani, obligado aabandonar a Quito, tuvo que refugiarse en las montañas. Losvencedores sin embargo no sacaron de la toma de la ciudad lasganancias que se prometieran, porque en su fuga los habitantesse habían llevado todas sus riquezas.La alegría que experimentó Pizarro por estos fáciles triunfosfue turbada por la noticia de un acontecimiento de la mayorimportancia, y que le hizo concebir las más vivas inquietudes;tal era la llegada al Perú de un cuerpo numeroso de españoles,mandado por Pedro Alvarado. Este capitán que se distinguieraparticularmente en la conquista de México, había sido nombra-do gobernador de Guatemala y de toda la parte del Perú quepudiera descubrir fuera de la jurisdicción de Pizarro. Vivíatranquilo y aburrido en su gobierno, cuando la gloria y las ri-quezas adquiridas por los compañeros de Pizarro, excitaron enél el deseo de lanzarse de nuevo a las agitaciones de la vidamilitar. Creyendo o fingiendo creer que el reino de Quito esta-ba fuera de la jurisdicción de Pizarro resolvió invadirlo. Sugrande reputación atrajo de todas partes voluntarios que iban aponerse a sus órdenes, y se embarcó con quinientos hombres,de los cuales más de doscientos eran nobles y servían a caballo.Desembarcó en Puertoviejo, y conociendo imperfectamente elpaís, marchó sin guías en derechura hacia Quito, siguiendo elcurso del Guayaquil y atravesando los Andes hacia su naci-miento. Durante esta marcha por uno de los sitios más agrestesde América, sus tropas debieron abrirse caminos por entre bos-ques y pantanos: además de estas fatigas sufrieron de tal suertea causa de los rigores del frío en las alturas de las montañas,que antes de llegar al llano de Quito habían perdido una quintaparte de la gente y la mitad de los caballos. Los que quedabanestaban desalentados y fuera de estado de pelear.

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Noticioso Pizarro de la marcha de Alvarado hizo salir inmedia-tamente a Almagro con todos los soldados que no le eran abso-lutamente necesarios, con orden de que fuese a oponerse a losprogresos de su rival, después de haberse reunido con las tro-pas de Benalcázar.Almagro y Alvarado se encontraron en presencia el uno delotro en la llanura de Riobamba, desplegaron uno y otro susfuerzas; pero los amigos de Pizarro no estaban muy dispuestosa venir a las manos, porque veían delante de ellos una huestemucho más numerosa que la suya, e ignoraban el estado dedebilidad a que se hallaba reducida. Alvarado se adelantó arro-jadamente para empezar el ataque, mas los soldados de los dosbandos se negaron a combatir, y se mezclaron los unos con losotros, conversando como antiguos camaradas. La mayor partede ellos eran oriundos de Extremadura, y los había en las doshuestes que estaban unidos por lazos de parentesco o de amis-tad. El licenciado Coldera se apresuró a terminar una reconci-liación tan felizmente por la casualidad comenzada; sirvió deintermediario entre ambos partidos, y después de algunas pláti-cas terminó con satisfacción de todos en amistosas paces lo queamenazaba ser comienzo de una guerra civil.A consecuencia del tratado que siguió a aquella avenencia,Alvarado se obligaba a salir de la provincia de Quito y a dirigirsus armas hacia el sur: convínose igualmente en que Alvarado,Pizarro y Almagro obrarían de concierto y partirían entre sí lasganancias de sus conquistas futuras.Tales eran las cláusulas públicas; mas existía un artículo secre-to, que no se creyó prudente divulgar por el temor de excitar eldescontento de los soldados de Alvarado, y era el que Almagropagaría a este jefe cien mil pesos en pago de su retirada.Después de este arreglo Alvarado permitió a sus soldados quequisieron hacerlo, el que pasasen al servicio de Pizarro, yademás manifestó deseos de tener una entrevista con el gober-

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nador, tanto para felicitar al que había sido su antiguo compa-ñero de armas, como para conocer el país sometido a los espa-ñoles. Pizarro sin embargo, aunque satisfecho de aquel resulta-do, gracias al cual una expedición que parecía deber arruinarlehabía contribuido por el contrario a aumentar sus fuerzas, veíano sin inquietud a un rival tan temible prolongar su permanen-cia en el país. Temía que si Alvarado entraba en Cuzco la vistade las riquezas que encerraba no le hiciese cambiar de resolu-ción; por lo que diose prisa en reunir la suma prometida, queAlmagro no había podido pagar, y dejando el mando de Cuzcoa sus hermanos, se trasladó a Pachacamac para aguardar allí aAlvarado, que llegó a los pocos días.Ya fuese por política, o que en realidad estimase el carácter delafamado capitán que había sido su compañero de armas, Piza-rro no empleó en aquella circunstancia la pérfida doblez de quehabía dado hasta entonces tantas pruebas. Algunos amigos desu confianza le aconsejaban que mandase prender a Alvarado yle enviase a España sin pagarle la suma convenida.Lejos de seguir este parecer, el gobernador no tan sólo pagó aAlvarado los cien mil pesos prometidos, sino que le dio veintemil más para los gastos de su viaje. Los dos caudillos pasaronjuntos algunos días, como antiguos camaradas, hablando de suspeligros pasados y de sus esperanzas para lo porvenir, y separá-ronse haciéndose las más vivas protestas de amistad. Alvaradoregresó a Guatemala, Pizarro se quedó en Pachacamac con laidea de establecer el asiento del gobierno en aquella costa.Cuzco en efecto, antigua residencia de los incas, estaba situadoen un rincón del imperio, a más de cuatrocientas millas delmar, y a más distancia aun de Quito. Fuera de estas dos pobla-ciones no había en el Perú ningún otro establecimiento quemereciera el nombre de ciudad y que pudiese determinar a losespañoles a fijar en él su morada.Recorriendo el país quedó Pizarro prendado de la belleza yfertilidad del valle de Rimac, y resolvió establecer en él la capi-

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tal de su gobierno, en las riberas de un pequeño río del mismonombre del valle que riega, a seis millas de Callao, ensenada lamás cómoda del Pacífico. Diole el nombre de Ciudad de losReyes, porque puso su primera piedra el día en que celebra laIglesia la fiesta de la Epifanía (enero de 1535). Mientras que elPerú perteneció a España se conservó este nombre en los actospúblicos; pero la ciudad es más conocida por el de Lima, queserá el que le daremos en el curso de nuestra historia. Elevá-ronse con tanta rapidez los edificios de la nueva ciudad, quetomó pronto un aspecto imponente: el palacio magnífico quePizarro había mandado construir para él y las soberbias casasdestinadas a sus principales oficiales, parecían anunciar desdeentonces el alto puesto de grandeza a que debía llegar un díaaquella población.Antes de esta época habíase recibido la noticia de la llegada deFernando Pizarro a España. La inmensa cantidad de oro y plataque traía excitó aquí tanta admiración, cual la había causado enPanamá y demás colonias españolas. Pizarro fue recibido por elemperador con las atenciones debidas a quien le ofrecía unpresente, cuyo valor excedía al concepto que se formaran losespañoles de las riquezas de sus adquisiciones en América, aundespués de haber transcurrido diez años de la conquista deMéxico. El rey recibió 153,300 pesos de oro, 34,000 marcos deplata, con una gran cantidad de vasos y otros adornos precio-sos, independientemente de 499,000 pesos y 54,000 marcos deplata, producto de diferentes regalos que le fueron hechos. Car-los no dudó en colmar de honores a unos hombres que some-tían a su imperio un país tan vasto y tan rico. Confirmó todoslos privilegios anteriormente concedidos a Pizarro y aumentósu jurisdicción en 70 leguas de costa hacia el norte: toda la co-marca debía llamarse la Nueva Castilla. Concediose a Alma-gro, con el título de adelantado, un territorio de 200 leguas deextensión con el nombre de Nueva Toledo. Fernando Pizarrofue nombrado caballero de Santiago, la primera de las órdenes

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militares españolas, y objeto en todos tiempos de las más no-bles ambiciones. Por último Francisco Pizarro fue elevado a lanobleza y recibió el título de marqués. Satisfecho Fernandovolvió al Perú, acompañado de muchos voluntarios más distin-guidos por su nacimiento que la mayor parte de los que habíanhasta entonces servido en América.Hallábase Almagro en Cuzco cuando tuvo noticia de los privi-legios que acababan de concedérsele. En cuanto se vio dueñode un gobierno propio creyó que era tiempo de sacudir la de-pendencia en que había estado siempre con respecto a Pizarro.Pretendió al principio que Cuzco hacía parte de su jurisdicción,y quiso ejercer en él una autoridad absoluta que dispertó losrecelos de los amigos de Pizarro. Sus dos hermanos, Juan yGonzalo, auxiliados por muchas personas de distinción, quisie-ron dirigir a Almagro algunas quejas sobre la ilegalidad de suconducta, mas este jefe, excitado por los que se habían declara-do partidarios suyos, se negó a escucharlos. Tal fue el principiode esas disensiones que debían agitar todo el país, y que tanfatales fueron a los dos competidores.Suscitáronse disputas entre los amigos de los dos jefes, y lasluchas que fueron su consecuencia costaron la vida a no pocossoldados. Informado Pizarro del triste estado en que se hallabanlas cosas, apresurose a partir para Cuzco: hizo el viaje con unarapidez sorprendente, y su presencia bastó, siquiera por el mo-mento, para restablecer el orden.La reconciliación entre Pizarro y Almagro no había sido since-ra. Éste no podía olvidar la conducta de su consocio cuando suviaje a España; y fuerza es confesar que habíase portado con élcon perfidia e ingratitud.La política y el interés común habían traído una reconciliación;pero Almagro se acordaba siempre de que había sido engañado,y deseoso de vengarse, aguardaba tan sólo la oportunidad dehacerlo. Cada uno de los dos jefes estaba rodeado de subalter-

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nos interesados en lisonjearlos, quienes con el arte y la maldadpropias de esta clase de hombres, agriaban sus mutuos recelos,y hacían que las más ligeras faltas fuesen tomadas como insul-tos los más graves. A pesar de esto se temían el uno al otro, yninguno de ellos se creía bastante fuerte para llegar a un rom-pimiento.Pizarro, con una mezcla de dulzura y de firmeza, insistiendocon energía en los funestos efectos que tendrían aquellas dispu-tas para el bien de todos y para su interés personal, y calmandoel enojo de Almagro con protestas y promesas, logró hacerlerenunciar a sus proyectos de ambición y de independencia. Asípues verificose una nueva reconciliación; pero Pizarro, paraquien Almagro era siempre un rival peligroso, quiso alejarle deCuzco, ocupándole en algo. Presentole la conquista de Chilecomo una empresa digna de sus esfuerzos, y para más determi-narle a intentarla, le prometió que si esa conquista no corres-pondía a sus esperanzas, le indemnizaría cediéndole una partedel Perú. Almagro se apresuró a aceptar esta propuesta, queinflamando su ambición, caldeó su natural ardor por las expe-diciones y las aventuras; y como para los españoles no teníalímites la idea que se habían formado de las riquezas y la ex-tensión de aquellas comarcas, Almagro se lisonjeó de conquis-tar provincias muy superiores, bajo todos conceptos, a las so-metidas hasta entonces.Empezaron al momento los preparativos de la expedición, ycomo el número de los aventureros había aumentado conside-rablemente, Almagro reunió en poco tiempo hasta quinientoscincuenta hombres. Además de esta hueste, fueron enviados endiferentes direcciones destacamentos mandados por jefes esco-gidos a fin de reconocer y conquistar otros territorios.Almagro partió a principios de 1535. A pesar de la amistad queparecía reinar entre él y Pizarro, tuvo cuidado, antes de su par-tida, de tomar todas las precauciones que pudieran ponerle acubierto de la doblez de su colega. Al efecto dejó en Cuzco a

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Juan de Herrada, su amigo fiel, que tenía a sus órdenes un grannúmero de hombres de lealtad probada, y que debía informar asu jefe de todos los acontecimientos que tuviesen lugar.Almagro llevó consigo un hermano del inca llamado Pallu, elgran sacerdote, muchas personas de distinción y un cuerpo detropas de quince mil indios. Al frente de este considerable ejér-cito púsose en marcha para descubrir y subyugar el reino deChile, que hacían igualmente famoso sus riquezas y las dispo-siciones belicosas de sus habitantes.La expedición llegó sin dificultad a Charloy; mas al deliberaracerca el camino que debía seguirse, Almagro eligió el queofrecía más obstáculos y peligros, y a pesar del consejo de Pa-llu resolvió atravesar las montañas en vez de marchar por elpaís que se extiende a lo largo de la costa. Varios eran los mo-tivos que para ello tenía: en primer lugar el camino elegido erael más corto; por otra parte su genio emprendedor le hacía des-preciar las dificultades, y por último temía, siguiendo el cami-no indicado por Pallu, caer en emboscadas concertadas de an-temano entre los indios. Después de algunos días de marchapudo reconocer el yerro cometido: los españoles encontraron lanieve acumulada en tan gran cantidad, que no podían abrirsecamino sino a costa de los más grandes esfuerzos. Empezaron adejarse sentir los efectos del frío más intenso; los días erancortos, y después de haber permanecido expuestos por espaciode tres crueles noches a todo el rigor del clima, un gran númerode soldados sucumbieron. Habíanse agotado los mantenimien-tos, y era imposible encontrar víveres en aquellas agrestes re-giones. El ejército disminuía sensiblemente bajo el triple azotedel frío, el hambre y la fatiga, y según G. de la Vega, no bajóde cincuenta españoles y de diez mil indios el número de losque perecieron en aquella marcha desastrosa.Almagro llegó por fin a las llanuras de Chile, y reconoció queno le habían engañado al ponderarle la fertilidad del suelo y lasriquezas del país. En los distritos sometidos al inca recibió la

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más favorable acogida, porque los naturales le veían acompa-ñado del hermano de su señor, pudiendo hacerse de esta suertecon una gran cantidad de oro, que distribuyó generosamenteentre sus compañeros, para recompensarles por los serviciosprestados y alentarles a perseverar en su empresa.A medida empero que fue internándose las cosas cambiaron deaspecto:los chilenos, sorprendidos al principio por el singular aspectode los extranjeros, no tardaron en volver en sí de su admiracióny terror, y atacaron a los españoles con una resolución, de lacual no había habido aún ejemplo en aquella parte de América.Por último, después de muchas fatigas y peligros, Almagrotuvo que dejar su empresa sin terminar, llamado al Perú poruna revolución tan repentina como inesperada que estallara enel país y que amenazaba anonadar el poder de los españoles.Convencido Pizarro de que nada tenía que temer de los perua-nos mientras tuviese en su poder el inca, obligaba a MancoCapac a residir en Cuzco, bajo pretexto de que esta ciudad erala residencia del soberano, pero en realidad para que estuvierea la vista de Juan y de Gonzalo Pizarro, a quienes su hermanorecomendaba particularmente que le vigilasen cada vez que élse ausentaba de Cuzco.El inca había instado repetidas veces a Pizarro para que le res-tableciese en todas las prerrogativas de su dignidad: habíasequejado vivamente de los honores irrisorios que se le tributa-ban, afectando reconocerle en público como soberano, mientrasque en realidad era menos libre que el más miserable de sussúbditos. Pizarro, que tenía poderosos motivos para querer evi-tar un rompimiento, eludió al principio el satisfacer a estas que-jas, y luego para sustraerse a nuevas reclamaciones, pretextóser necesaria su presencia en Lima, y salió de Cuzco. El incaresolvió aprovecharse de su ausencia para ejecutar un proyectoque meditaba tiempo hacía: había observado que las fuerzas de

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los españoles estaban diseminadas, y que sólo había en Cuzcoun corto número de hombres.Por medio de inteligencias que mantenía con las provincias,mandó hacer secretamente los preparativos de una sublevacióngeneral, aguardando tan sólo una ocasión favorable para esca-parse y ponerse al frente de sus tropas, al propio tiempo que, afin de no dispertar las sospechas de sus guardadores, fingía unaciega sumisión a las órdenes de Pizarro.Por esta época (1536) llegó Fernando Pizarro a Cuzco: el incase manifestó más que nunca resignado y sumiso, y cuando vioque éste no abrigaba la menor desconfianza, pidiole permisopara ir a Jucay, donde tenía sus jardines de recreo, y donde,según decía, debía celebrarse una gran fiesta nacional, prome-tiendo además a Fernando traerle la estatua de oro macizo desu padre Guaynacaba, que estaba en aquel sitio. Seducido porla esperanza de tan gran regalo, Fernando Pizarro consintió enlo que le pedía el inca, y le dejó salir de Cuzco acompañado tansólo de algunos criados. Hallábanse reunidos ya en Jucay lospersonajes principales del imperio, sin que su presencia excita-se la menor sospecha a causa de la fiesta anunciada. Todo esteasunto había sido conducido con tanto orden, y con tanta pron-titud y sigilo, que los españoles no tuvieron noticia de la explo-sión hasta que se hubo propagado en todo el país el incendio.Manco Capac arengó a los caciques, les conjuró que extermi-nasen a toda la raza de sus enemigos, recomendoles que ataca-sen a los pequeños destacamentos que recorrían el país dego-llando hasta el último soldado, mientras que dos ejércitos for-midables sitiarían a Cuzco y a Lima.Las órdenes del inca fueron con religiosa puntualidad ejecuta-das:desplegose en todas partes el estandarte de la guerra, y donde-quiera los peruanos tomaron las armas con una resolución iguala la apatía que hasta entonces habían manifestado. Marchó so-

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bre Lima un poderoso ejército, mientras que una inmensa mul-titud, que hace subir Zárate a doscientos mil hombres, manda-da por el mismo inca, sitiaba a Cuzco. Al propio tiempo habíansido sorprendidos y destrozados algunos destacamentos espa-ñoles, y estas primeras ventajas habían inflamado a los indios,que ardían en deseos de librar al país de la presencia de losextranjeros.Advertidos los tres hermanos de Pizarro del peligro que ame-nazaba a Cuzco, se apresuraron a enviar un mensajero al go-bernador pidiéndole socorros, en tanto que hacían los más vi-gorosos esfuerzos para oponer al enemigo una resistencia dignadel renombre de las armas españolas y del valor que distinguíaa su familia. Mas el gobernador no recibió el mensaje: Limaestaba ya sitiada, y los peruanos impedían las comunicacionesentre las dos ciudades, de suerte que los españoles que había encada una de ellas empezaban a temer que eran ellos los únicoseuropeos que en el Perú existían. Proseguíase en especial elsitio de Cuzco con el mayor vigor: las fuerzas de Pizarro, queconsistían tan sólo en doscientos hombres, ochenta de los cua-les eran de a caballo, tenían que defenderse contra un ejércitode más de doscientos mil indios. Ni siquiera estaba compensa-da esta desigualdad por la superioridad de las armas. Los ame-ricanos no se asustaban ya de las de fuego, ni a la vista de loscaballos. Los que habían cogido espadas y picas a los españo-les servíanse de ellas; otros, y el inca era de este número, mon-taron los caballos de que se habían apoderado, y corrían conellos al combate, cual si estuviesen acostumbrados a manejar-los desde su infancia.Durante los nueve meses que duró el sitio de Cuzco, los perua-nos desplegaron talentos superiores a los de los mexicanos yredujeron a los españoles a un estado casi desesperado. Nohabía para éstos ningún momento de reposo, y mientras que elenemigo podía llevar todos los días tropas de refresco al ata-que, los sitiados, reducidos a un escaso número, desalentados y

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rendidos de fatiga, se veían obligados a sobrellevar de continuonuevas penalidades. Sin embargo en este estado de desolaciónestaban más que descorazonados rabiosos, y preparáronse areunir sus postreros recursos, dispuestos a perecer todos,haciendo contra sus enemigos un esfuerzo desesperado, antesque rendirse. Su posición era cada vez más crítica, cuando vinoa salvarlos de repente un acontecimiento inesperado.Almagro había llegado a las inmediaciones de la ciudad. Dete-nido en sus proyectos de conquista, había sabido el levanta-miento de los peruanos y venido a Cuzco, sin determinaciónfija, si bien había realmente concebido el proyecto de apoderar-se de la ciudad. Cuando hubo reconocido el estado de las cosas,vaciló acerca el plan de conducta que debía seguir. Al ver elejército formidable de los sitiadores comprendió que tendríaque combatir en los peruanos a enemigos poderosos, al pasoque haciendo alianza con ellos, le sería fácil vencer a Pizarro,cuya situación era desesperada. Sin embargo su corazón decastellano se negaba a cometer este acto de felonía: por grandesque fuesen sus motivos de odio contra Pizarro, repugnábalevolver sus armas contra sus compatriotas, y por otra parte erade temer, que en el caso de tomar este partido violento, losindígenas, tranquilos espectadores de aquella terrible lucha,fuesen los únicos en aprovecharse de ella.El inca por su parte quería impedir la unión de los dos ejércitosespañoles, y acudiendo a la astucia, hizo pedir a Almagro unaentrevista a fin de fijar las bases de un tratado. Su objeto secre-to era hacerle asesinar; pero Almagro era sobrado prudentepara entregarse ciegamente a su enemigo, y fue a la entrevistaescoltado por un número considerable de sus mejores soldados,con lo que burló el plan tramado contra su existencia. Mientrasque el inca y Almagro se entregaban a inútiles negociaciones,Fernando Pizarro resolvió valerse también de la astucia.Envió mensajeros a Juan de Saavedra, que mandaba las tropasen ausencia de Almagro, que estaba entonces al lado del inca, y

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le hizo los más seductores ofrecimientos si consentía en aban-donar el partido de su jefe.Mas Saavedra rechazó con desprecio todas las proposicionesque se le hicieron. De esta suerte los tres partidos permanecie-ron algún tiempo en la incertidumbre, observándose los unos alos otros, y no atreviéndose a tomar ninguna resolución decisi-va.Por fin el inca atacó a Almagro y fue rechazado con granpérdida:desesperando entonces del triunfo, suspendió las hostilidades ydispersó su ejército. La indomable resistencia que le habíanopuesto los españoles durante más de un año le había disgusta-do de una guerra que no le ofrecía ya ninguna esperanza debuen éxito, y al ver a sus enemigos reunidos se retiró del cam-po de batalla, dejando que los dos partidos se disputasen lavictoria.

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Capítulo V

Apodérase Almagro de Cuzco.- Hace prisionero a Fernando y GonzaloPizarro.- Derrota a Alvarado.- Negociaciones con Francisco Pizarro.- Surompimiento.- Batalla de Salinas.- Prisión de Almagro.- Su proceso y muer-te.- Retrato de este caudillo.

No teniendo nada que temer ya de los naturales, Almagroavanzó rápidamente hasta las puertas de Cuzco, y envió mensa-jeros a los hermanos Pizarro para intimarles que evacuasen unaciudad donde sólo él tenía derecho de mandar. Fernando con-testó con dignidad y cordura que mandaba en Cuzco en nombredel gobernador, y que no abandonaría su puesto sin sus órdenesexpresas; a más de que añadió, no era por la fuerza de las ar-mas como debía hacer valer sus pretendidos derechos, sino pormedio de negociaciones leales tratar con el gobernador.Estos argumentos apoyados por la mediación de los capitanesmás distinguidos de los dos bandos que se veían con horroramenazados de una guerra civil, movieron a Almagro a con-cluir una tregua. Convínose en que Fernando enviaría un men-sajero a Lima para dar cuenta a Pizarro de lo que había pasado,y que hasta que llegase la respuesta los dos partidos se abs-tendrían de todo acto de hostilidad. Esta tregua no fue de largaduración; los amigos de Almagro le echaron en cara que lleva-ba hasta el exceso la debilidad y la confianza; recordándole laconocida doblez de los Pizarros, le hicieron creer que Fernandosólo se había propuesto ganar tiempo para recibir refuerzos quele permitiesen continuar la guerra con ventaja, persuadiéndolepor fin de que no debía dejar escapar una ocasión tan propiciade apoderarse de Cuzco.Almagro se dejó convencer por estas razones, y como muchosde los soldados de Pizarro se habían pasado a sus banderas,

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creyó que arrastraría fácilmente a los demás. Decidiose pues asorprender la ciudad y apoderarse de los jefes. Este plan le sa-lió a medida de sus deseos: la guarnición de Cuzco dormía des-cuidada, y cuando un soldado corrió a anunciar a Fernando quelas tropas de Almagro entraban en la ciudad, aquél le respondióque debía equivocarse, puesto que un soldado y hombre dehonor no podía faltar así a su palabra. En esto Almagro habíaseapoderado de la población: llegó sin obstáculo a la morada delos dos hermanos y les intimó que se rindiesen; mas éstos senegaron a ello, y atracando las puertas, preparáronse a una de-fensa obstinada. Almagro mandó pegar fuego a la casa, y lasllamas hicieron tan rápidos progresos, que los Pizarros, no te-niendo otro medio de evitar una muerte horrible, se rindieron adiscreción. Cargóseles de cadenas, lo mismo que a los princi-pales capitanes, y la autoridad de Almagro fue reconocida portodos.A la primera noticia de la insurrección de los peruanos, Fran-cisco Pizarro había enviado a pedir socorros a todas las colo-nias españolas, y mientras los aguardaba, había defendido aLima con bravura. Cuando llegaron refuerzos dispersó al mo-mento al ejército enemigo, y se halló en estado de enviar uncuerpo de tropas de quinientos hombres a las órdenes de Alfon-so Alvarado y de Garcilaso de la Vega, el padre del historiador,para socorrer a Cuzco, si todavía era tiempo. Aquella pequeñahueste llegó a muy corta distancia de la capital, antes de quepudiese sospechar que tuviese que combatir otros enemigosque los indios; así que causó grande admiración a Alvarado y alos suyos ver a sus compatriotas apostados en las orillas delAbancay resueltos a disputarles el paso. Almagro sin embargohallábase todavía indeciso: temía empeñar una acción con tro-pas más numerosas que las suyas, con tanta más razón, cuantoque teniendo en sus filas a algunos soldados de Pizarro, podíanéstos abandonarle en el momento del combate. Una circunstan-cia del todo inesperada vino a sacarle de su irresolución.

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Había en la hueste venida de Lima un oficial llamado Pedro deLerma, que quejoso de Pizarro, quería vengarse de él pasándo-se a Almagro.Escribiole pues para darle a conocer sus intentos, y le aseguróque en cuanto se acercase, se le reuniría con cien hombres.Almagro no despreció el aviso; púsose de acuerdo con Lerma,y atacó por la noche a Alvarado que, abandonado de parte desus soldados, fue fácilmente vencido y hecho prisionero consus principales jefes.Con esta ventaja hubiera quedado resuelta la contienda parasiempre, si Almagro, como sabía vencer, hubiese poseído elarte de aprovecharse de su victoria. Rodrigo Orgoñez, oficialde gran talento, que militando las órdenes del condestable deBorbón, en sus guerras en Italia, se había acostumbrado a lasresoluciones atrevidas y decisivas, le aconsejó que hiciese mo-rir a Fernando y Gonzalo Pizarro, a Alvarado y algunos otros aquienes no podía prometerse ganar, y marchase en seguida so-bre Lima con sus tropas victoriosas, antes que el gobernadortuviese tiempo de prepararse para la defensa. Almagro conocíatodas las ventajas de este consejo y no carecía de la resoluciónnecesaria para seguirlo; pero cedió a sentimientos que no pa-recían convenir a su posición, deteniéndose ante escrúpulos,honrosos sí, pero que parecían extraños en un jefe de partidoque había desenvainado la espada para provocar una guerracivil. Su humanidad le impidió derramar la sangre de sus ad-versarios, al paso que el temor de ser tenido por rebelde no lepermitía entrar espada en mano en una provincia que su sobe-rano había dado a otro. Sabía muy bien que la querella entre ély Pizarro sólo podía terminarse por medio de las armas, y norehusó este modo de resolverla; pero quería que su rival fueseconsiderado como agresor, por cuya razón tomó tranquilamenteel camino de Cuzco, para aguardar que Pizarro fuese allí a bus-carle (julio de 1537).

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Éste ignoraba aún todo lo que había pasado: la vuelta de Alma-gro, la toma de Cuzco, la muerte de uno de sus hermanos, elcautiverio de los otros dos y la derrota de Alvarado, todas estasnoticias llegaron a él al mismo tiempo, cual si la fortuna hubie-se querido abatir de una sola vez su ánimo altivo y resuelto.Fue aquello un golpe terrible para el gobernador, quien a la parque deploraba la muerte de su querido hermano y temía por laexistencia de los otros dos, sentía atormentado su espíritu porel orgullo, la humillación y la sed de venganza, y parecía debersucumbir bajo el peso de tantos infortunios. Mas su valor in-domable le dio fuerzas para resistir a este terrible golpe, yllamó en su auxilio toda su energía para detener los progresosdel mal. Como era dueño de la costa y aguardaba considerablesrefuerzos en hombres y provisiones, importábale tanto ganartiempo y evitar una batalla, como conveniente hubiera sidopara Almagro activar sus operaciones y llegar pronto a unaacción decisiva. En su consecuencia Pizarro entabló negocia-ciones con su rival, y con tal habilidad las condujo, que dura-ron muchos meses sin dar ningún resultado.Cansado de esas dilaciones Almagro se adelantó con su ejércitohasta las fronteras de la jurisdicción de Lima, donde se detuvopara aguardar la respuesta definitiva de Pizarro. Al salir deCuzco se había hecho acompañar por Fernando, que sabía queera enemigo suyo declarado, y de este modo tenía siempre ensu poder un rehén importante. Confió el mando de la ciudad aGabriel Rojas, cuya adhesión y valor le eran conocidos. Pormás activa que fuese la vigilancia de este capitán, no pudo bur-lar los esfuerzos que hacían Gonzalo Pizarro y Alvarado pararecobrar su libertad.Los dos presos ganaron a los soldados encargados de su custo-dia, los cuales les proporcionaron en secreto armas y herra-mientas por medio de las cuales les fue fácil romper sus cade-nas. Una noche, en el momento en que Rojas había ido a visitara los presos, éstos le cercaron, apoderáronse de él y le amena-

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zaron con la muerte si gritaba. Rojas se sometió; Gonzalo yAlvarado salieron de la ciudad con un centenar de hombres, yno tardaron en reunirse con el gobernador. Esta fuga causógrandísima alegría a Pizarro, pero el cautiverio de Fernando leimponía la necesidad de continuar siguiendo la marcha políticaque le había salido tan bien hasta entonces. Almagro por suparte desalentado por la fuga de sus presos y la defección desus soldados, y asustado de los grandes preparativos que hacíaPizarro, parecía dispuesto a venir a un acomodamiento. Estoera lo que Pizarro deseaba; así pues nombró cada uno de ellosdos parlamentarios con plenos poderes para tratar. Los prime-ros artículos del convenio establecían que Fernando sería pues-to en seguida en libertad y que pasaría a España, acompañadode un criado de Almagro para someter al rey la causa de sucontienda, y que entre tanto los dos rivales permanecerían enposesión de los territorios que cada uno de ellos ocupaba. Al-magro no vio el lazo que se le tendía: firmó el convenio y pusoal momento a Fernando en libertad. Desde el instante en quePizarro no tuvo que temer por la vida de su hermano, se quitóla máscara y declaró que sólo con las armas en la mano debíadecidirse quién de los dos entre él y Almagro sería dueño delPerú. Hizo los preparativos con la prontitud que resolución tanatrevida reclamaba y convenía a su carácter. Pronto tuvo sete-cientos hombres en estado de marchar sobre Cuzco, y dio elmando de ellos a sus dos hermanos, en quienes podía contarpara la ejecución de las medidas más violentas, puesto que,además de su ambición, se hallaban animados por el recienterecuerdo de su prisión y de sus sufrimientos.Después de haber intentado, aunque sin éxito, atravesar lasmontañas para llegar por un camino directo a Cuzco, marcha-ron por la costa hasta Nasca, desde donde torciendo a la iz-quierda, penetraron en los desiertos del ramal de los Andes quelos separaba de la capital. Almagro, en vez de seguir el consejode los capitanes que querían que procurase defender los pasos

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difíciles, aguardó a su enemigo en la llanura de Cuzco. Dosrazones habíanle determinado a tomar esta resolución; no teníamás que quinientos hombres, y temía debilitarse más enviandodestacamentos a las montañas; y como por otra parte su caba-llería era más numerosa que la de los Pizarros, no podía apro-vecharse de esta ventaja sino combatiendo en un país llano.No tardaron los dos ejércitos en encontrarse, mostrando igualimpaciencia para poner fin a una querella que duraba tantotiempo hacía.Compatriotas y combatiendo poco antes bajo el mismo estan-darte, los españoles podían ver las montañas que rodeaban lallanura cubiertas de numerosas partidas de indios, reunidospara gozar del placer de verlos degollarse mutuamente, y dis-puestos a atacar en seguida al partido que quedase vencedor.Mas todas esas consideraciones de nada servían ante el cruelrencor de que se hallaban animados; no se dio en uno y otrobando ningún consejo de paz; no se dejó oír ninguna propuestade arreglo.Desgraciadamente para Almagro su edad avanzada no le per-mitía soportar largos trabajos, y extenuado en aquel momentocrítico por las fatigas y privado de su actividad ordinaria, se vioobligado a confiar el mando a Orgoñez, el cual, aunque exce-lente capitán, no era tan amado de sus soldados ni ejercía sobreellos tanto ascendiente como el jefe, a quien estaban acostum-brados a seguir y a respetar.El 6 de abril de 1538 diose pues la sangrienta batalla de Sali-nas, la cual empezó por una carga de caballería sostenida deuna y otra parte con indecible tesón. Fernando fue derribado decaballo con no poco riesgo de su vida. El combate se hizopronto general y terrible. Almagro tenía mayor número de vete-ranos y de jinetes; mas estas ventajas estaban compensadas porparte de los Pizarros, por dos compañías de mosqueteros biendisciplinadas, que el emperador había enviado de España al

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saber el levantamiento de los indios. En aquella época el uso delas armas de fuego estaba poco generalizado en América entrelos aventureros, que se equipaban sin regularidad y a sus ex-pensas; así pues aquella pequeña partida de mosqueteros fue laque decidió la suerte de la jornada:dondequiera que llevaba su fuego, bien dirigido y sostenido,derribaba todo cuanto tenía delante. Cuando el enemigo co-menzó a batirse en retirada, los Pizarros reunieron todos susrecursos para hacer un último esfuerzo. En aquél momentoOrgoñez fue herido y cayó de caballo: aquélla fue la señal de laderrota: las tropas de Almagro se dispersaron en todas direc-ciones, y los que escaparon a la matanza debieron tan sólo susalvación a la fuga.Demasiado débil para tenerse a caballo y para tomar una parteactiva en el combate, Almagro, llevado en una litera, seguíadesde lo alto de una colina el movimiento de los dos ejércitos,y presenció la derrota de los suyos con la indignación de unviejo capitán acostumbrado tiempo hacía a la victoria. Viéndo-lo todo perdido intentó huir; mas Gonzalo y Alvarado lanzá-ronse ellos mismos en su seguimiento, y lograron apoderarsede su persona.Una de las circunstancias más notables de esta desastrosa jor-nada, fue la inacción de los indios, que dejaron perder una oca-sión tan propicia para exterminar de un solo golpe a casi todossus enemigos. Habían muerto ciento cuarenta españoles, yhallábanse los demás tan extenuados por sus heridas y el can-sancio, que les hubiera sido imposible defenderse contra lamultitud de los peruanos. Nada en la historia del Nuevo Mundoprueba quizás mejor que este hecho el admirable ascendienteque habían tomado los españoles sobre los americanos. Éstosse contentaron con despojar a todos los que encontraron en elcampo de batalla, así a los muertos como a los heridos.

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Los Pizarros mancharon su victoria con actos de atroz cruel-dad.Orgoñez, de Lerma y muchos otros partidarios de Almagrofueron muertos a sangre fría, si no por orden de los jefes, almenos con su aprobación.Cuzco fue entregado al pillaje, y los vencedores encontraron unbotín considerable formado en parte de lo que quedaba de lostesoros de los indios, y en parte de las riquezas recogidas porsus adversarios tanto en el Perú como en Chile.Sólo faltaba entonces ocuparse en la suerte de Almagro, la cualno parecía dudosa, puesto que desde los primeros momentos sehabía resuelto su muerte. No atreviéndose sin embargo a hacer-le perecer secretamente, los Pizarros quisieron cubrir su ven-ganza con un simulacro de justicia, y resolvieron hacerle com-parecer ante una comisión encargada de juzgarlo.Temieron sin embargo que los antiguos partidarios del acusa-do, incorporados a sus tropas, no verían a sangre fría a su in-trépido e infortunado caudillo conducido como un vil criminala una muerte ignominiosa, después de los grandes servicios quehabía prestado; por cuyo motivo Fernando Pizarro creyó deberretardar el momento en que podría satisfacer el odio que contraAlmagro alimentaba. No tardó en presentarse la ocasión quedeseaba. El botín recogido en el saqueo de Cuzco no había co-rrespondido a las esperanzas de los vencedores, y murmurabanya de la inacción en que se les tenía. Fernando propuso en suconsecuencia a varios capitanes que se pusiesen al frente dealgunos destacamentos a fin de recorrer el país. Esta proposi-ción, tan conforme con el carácter y el deseo de los aventure-ros, fue recibida con alegría; preparáronse algunas expedicio-nes, y Fernando tuvo buen cuidado de hacer que tomasen parteen ellas todos los antiguos soldados de Almagro y aquellos desus compañeros de quienes no estaba enteramente seguro.

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En cuanto hubieron partido los destacamentos, Fernando seapresuró a llevar a cabo sus proyectos: nombró un tribunal en-cargado de examinar la conducta de Almagro, procesado comoculpable de traición y rebeldía. Entre los cargos que se le hicie-ron, se le acusaba de haber entrado a la fuerza en Cuzco, enta-blado negociaciones con el inca contra los españoles, y hechoderramar la sangre de sus compatriotas en los combates deAbancay y Salinas. Estos cargos fueron fácilmente probados yAlmagro fue condenado a muerte. La noticia de la sentenciapronunciada contra él fue para el viejo caudillo un golpe terri-ble. Por grande que fuese la animosidad y el odio de Fernando,Almagro no había pensado nunca que le hiciese morir, en elmomento sobre todo en que se hallaba imposibilitado de tentarel menor esfuerzo para alcanzar de nuevo el poder: y entoncesaquel anciano desafortunado, luchando a la vez contra la en-fermedad, el pesar, la debilidad y la vergüenza, faltó a su carác-ter implorando la compasión de un hombre cuyo corazón nosoñaba más que con la venganza.Fue para el ejército un doloroso y desgarrador espectáculo vera ese bravo veterano, a ese hombre que había pasado toda suvida en el servicio de su patria, a ese caudillo a quien, despuésde Pizarro, debía España la conquista del Perú, echarse a lospies de su venturoso rival, y suplicarle con lágrimas en losojos, que le dejase un resto de vida. Almagro recordó a Fer-nando que también él había estado en su poder y que sin em-bargo había respetado sus días; le hizo presente los servicioshechos a su patria, la antigua amistad que le unía con el gober-nador a cuya elevación y fortuna había tan poderosamente con-tribuido. Fernando eludió el contestar a estas razones, que noadmitían réplica, y manifestó sorpresa y vergüenza de que unsoldado español, de un mérito tan señalado como Almagro, semostrase tan apocado en presencia de la muerte. Este sangrien-to insulto desgarró el corazón del anciano y le devolvió toda suenergía: dejó de suplicar y se dispuso a sufrir su suerte con

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calma y firmeza. El único alivio que alcanzó en el rigor de susentencia fue que sería ahorcado en la cárcel y decapitadopúblicamente. Ejecutose la sentencia, y Almagro recibió lamuerte con una tranquilidad y valor dignos de su renombremilitar y de sus antiguas hazañas. Tenía entonces setenta y cin-co años de edad. Antes de morir nombró para sucederle en sugobierno, en virtud de los poderes que tenía del emperador, asu hijo Diego, preso entonces en Lima. Francisco Pizarro nodio la menor importancia a este testamento, que fue más ade-lante un manantial fecundo de disensiones y calamidades.Tal fue el deplorable fin de D. Diego de Almagro, uno de losmás distinguidos conquistadores del Nuevo Mundo. No era tansólo un soldado de un mérito superior; era además un hombredotado de grandes talentos, y que ofrecía bajo este punto devista un singular contraste con Pizarro. La conducta de Alma-gro iba acompañada de cierta franqueza y generosidad caballe-resca, mientras que en la de Pizarro se veía a menudo una do-blez refinada, y la determinación fija de sacrificarlo todo a susmiras políticas. La vida de Almagro no está ciertamente alabrigo de justas acusaciones; pero si bien cometió muchas fal-tas, no tuvo jamás que echarse en cara esos excesos de crueldadque manchan la memoria de Pizarro. Independientemente delos importantes servicios que prestó en la conquista del Perú,España le debe el descubrimiento del reino de Chile, que fuecon el tiempo una de sus más productivas posesiones en Amé-rica.

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Capítulo VI

Viaje de Fernando Pizarro a España.- Su prisión.- Medidas que tomó elgobierno.- Expedición de Gonzalo Pizarro a la Canela.

La muerte de Almagro y la dispersión de sus partidarios pusie-ron término por algún tiempo a las disensiones civiles de losespañoles. El gobernador, disfrutando por fin de una tranquili-dad completa, empleó aquellos momentos de reposo en organi-zar con regularidad las provincias a que su jurisdicción se ex-tendía. Sometió en poco tiempo el territorio de Callao, y fue aCuzco a fin de consultar con sus hermanos sobre las medidasque para lo futuro convenía adoptar. El primer objeto en que seocuparon fue en los medios que emplearse debían para prevenirla impresión desfavorable que podía producir en el ánimo delemperador la muerte de Almagro. Resolviose que Fernandopasaría inmediatamente a España para justificar su conducta yatribuir toda la falta a la rebelión de aquel caudillo; y en suconsecuencia partió en 1539, contra el parecer de sus más fie-les amigos, que hacían observar lo imprudente que era enviar aEspaña, precisamente aquél sobre quien en especial recaía laacusación de la muerte de Almagro.Fernando apareció en la corte con una pompa y magnificenciaque admiró al pueblo, mas a pesar de la audacia con que sepresentó ante el monarca, apercibiose pronto que no podía con-tar con el favor imperial. En efecto, Diego de Alvarado y algu-nos amigos de Almagro, que lograron escaparse después de labatalla de Salinas, habían pasado inmediatamente a España,donde no habían dejado de instar a los ministros para que seprocesara a los Pizarros. Conocidos de todos eran los hechosque se alegaban, habiendo logrado alarmar al gobierno sobre la

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tiranía que ejercían los tres hermanos. Acusábaseles de haberestablecido en América el más violento despotismo, no sólocon los indios, sino hasta con los españoles: decíase que habíansido los agresores en las contiendas con Almagro, en las cualesse habían conducido con una crueldad y una perfidia inauditas.Nada en una palabra se había olvidado de lo que podía hacerlesparecer culpables. Estas acusaciones, con frecuencia repetidas,produjeron su efecto, y el monarca indignado mandó que seabriese al momento una información acerca los asuntos delPerú.Fernando no era hombre para ceder ante las amenazas y anteacusaciones que ningún testigo apoyaba: defendió su causa conuna sangre fría imperturbable, y rechazando sobre sus adversa-rios todo lo odioso de la guerra civil, movió por fin a Carlos Va que escuchase sus recriminaciones. El gobierno por otra partetemía exasperar a Francisco Pizarro, quien a tan larga distanciay con los recursos de que disponía, podía muy bien declararseindependiente. El ministerio, completamente imparcial en estaocasión, sacaba de los relatos que uno y partido le hacían laconsecuencia natural de que los asuntos del Perú estaban su-mamente embrollados, y que era más que probable que los in-dios acabarían por aprovecharse de la desunión de los españo-les para sacudir su yugo. Era sin embargo más fácil conocer elmal que hallar el remedio. Estaba tan distante el sitio dondeaquellos hechos pasaban que era poco menos que imposibleseñalar a un administrador la conducta que seguir debía; y an-tes que pudiese seguirse en el Perú plan alguno aprobado enEspaña, su ejecución podía ser funestísima a causa del cambiode las circunstancias y de la situación de los partidos. El únicomedio de averiguar la verdad era enviar al Perú un hombre in-fluyente que tomase informes exactos sobre el estado del país.No era fácil la elección de ese enviado:necesitábase un hombre de elevada categoría para desempeñaraquella misión con la dignidad e importancia convenientes;

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bastante imparcial para no ceder a las influencias locales, y queestuviese dotado del talento necesario para llegar al conoci-miento exacto de la verdad en medio de los informes contradic-torios que naturalmente debía recibir. La elección del monarcarecayó en D. Cristóbal Vaca de Castro, magistrado de la canci-llería de Valladolid, e igualmente recomendable por sus talen-tos, su integridad y su energía. No se señaló a su misión ningúncarácter particular; sino que debía ejercer poderes diplomáti-cos, políticos, judiciales o absolutos, según las circunstancias.Si a su llegada al Perú encontraba vivo a Francisco Pizarro,debía desempeñar tan sólo las funciones de juez y obrar en apa-riencia de concierto con el gobernador; mas en el caso de queéste no existiese Vaca de Castro debía ejercer una autoridadilimitada.Veíase manifiestamente en estas instrucciones la intención deno herir el orgullo de Pizarro, cuyo carácter y poder se temían:distintos eran empero los sentimientos del gobierno con respec-to a Fernando. Las acusaciones dirigidas contra él en particulareran de tal naturaleza que no se las podía mirar con indiferen-cia. Por otra parte, sacrificándole se daba una satisfacción a losenemigos de Pizarro, al público un ejemplo imponente de justi-cia, y se impedía a un hombre peligroso el que fuese a reunirsecon su hermano. La política aconsejaba esta medida, y el rey,sin miramiento a los derechos que a su indulgencia tuvieseFernando, y olvidando sus grandes servicios pasados y sus lar-gos infortunios, le mandó cargar de cadenas y encerrarle en uncalabozo. Tal es al menos la versión de Garcilaso de la Vega yde Gomara; si bien otros historiadores dan a esa orden un mo-tivo de muy distinta naturaleza: pretenden que Fernando fuepreso y aherrojado porque se tuvieron vehementes sospechasde haber hecho envenenar a Diego de Alvarado, que le habíapropuesto cinco días antes un combate singular; hecho que nosparece de tal suerte contrario al carácter de Fernando, que lotrasladamos y sin darle crédito.

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Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que estuvo veinte y tresaños preso, y que cuando fue puesto en libertad tenía el cuerpoy el ánimo quebrantados por la vejez y los sufrimientos. Quedópobre y sin influencia, y pasó el resto de sus días en el abando-no, como casi todos los que, habiendo contribuido a la conquis-ta de América, no perecieron en los combates o en el cadalso.Durante este tiempo Francisco Pizarro, que no tenía que temerya ni a la facción de Almagro, ni a los indios, empezaba a des-confiar de sus propios soldados, descontentos de la maneracomo acababa de repartir las tierras. Si hubiese hecho este re-parto con imparcialidad, era bastante extensa la comarca paraproporcionarle con qué recompensar a sus partidarios y ganar asus enemigos; mas Pizarro se condujo con toda la injusticia deun jefe de partido, y no con la equidad de un juez que aspira arecompensar el mérito. Empezó por tomar para sí, o para sushermanos y favoritos, grandes distritos en los puntos mejorcultivados y más poblados. Los demás no recibieron en lotessino los terrenos menos fecundos o peor situados. Los soldadosde Almagro, entre los cuales se hallaban muchos de los prime-ros aventureros, a cuyo valor y perseverancia debiera Pizarro lamayor parte de sus triunfos, fueron totalmente excluidos de lapropiedad de las tierras por ellos conquistadas. Como la vani-dad de cada cual le hacía dar un valor excesivo a sus servicios,todos los que se creyeron burlados en sus esperanzas pusieronel grito en el cielo contra la injusticia y la rapacidad del gober-nador, mientras que los partidarios de Almagro murmuraban ensecreto y meditaban vengarse. A fin de apaciguarlos Pizarroacudió al arbitrio que había sido ensayado ya otras veces conbuen éxito: tal fue el disponer diversas expediciones, que tuvobuen cuidado de formar en gran parte con los descontentos.De todas aquellas expediciones ninguna fue más notable y tuvomás importantes resultados que la de Gonzalo Pizarro. Encar-gado por su hermano de conquistar las provincias de Callao yChanas, más de doscientas leguas distantes de Cuzco, tuvo que

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luchar contra numerosas partidas de indios que defendieron supaís con valor y obstinación. En uno de los combates que tuvoque sostener, Gonzalo se vio cercado por una multitud de indi-os, y sólo debió la vida al arrojo de cuatro de sus caballeros.Por fin después de un sinnúmero de peligros, de combates y desufrimientos, Gonzalo logró someter aquellas provincias, don-de echó los cimientos de una colonia que fue llamada despuésla Plata, a causa de las minas que se descubrieron en el territo-rio.En este intermedio, Francisco Pizarro, ocupado siempre enengrandecer su poder y aumentar sus riquezas, y que no cesabade tomar informes acerca los países situados fuera del imperiode los incas, supo que más allá de las fronteras del reino deQuito existía un país rico y extenso, conocido con el nombre detierra de la Canela, a causa del inmenso número de canelos quehabía en ella; en su consecuencia llamó a Gonzalo y le propusoque ensayase una expedición a dicho país. Esta proposición fueaceptada con gusto: Gonzalo, el más joven de los tres herma-nos, igualaba a los otros dos en valor, en audacia y en ambi-ción. El deseo de crearse un gobierno extenso e independientele hizo olvidar los sufrimientos que acababa de experimentaren su todavía reciente expedición, y su ardor guerrero no hizomás que exaltarse con la idea de los nuevos peligros que iba aarrostrar. A fin de ayudarle cuanto posible fuese, su hermano ledio el gobierno de Quito, donde debía encontrar soldados yprovisiones.Habiendo de esta suerte reunido trescientos cincuenta hombres,la mitad de ellos jinetes, y cuatro mil indios, partió para suarriesgada expedición a principios de 1539. Mientras que losespañoles marcharon por las provincias sometidas a los incas,fueron por todas partes tratados con cordialidad y respeto porlos indios; mas en cuanto pusieron los pies en el territorio delos quizos, viéronse atacados con furor por los naturales. Com-prendieron desde entonces que debían esperar encontrar una

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obstinada resistencia, y sin embargo los fenómenos físicos quepresenciaron los asustaron mucho más que los enemigos conquienes tenían que combatir: los terremotos, los huracanes másterribles mezclados con truenos, llenaron de terror hasta a losmás animosos. Por espacio de dos meses que duró aquel espan-toso temporal, no pudieron hallar ningún abrigo, y ni siquierapodían hacer secar sus vestidos. Para mayor desgracia empeza-ron entonces a subir los Andes, y el frío llegó a ser pronto tanintenso, que arrebató a un gran número de indios, poco acos-tumbrados a una temperatura tan baja.Entraron en seguida en una llanura de una extensión inmensa,que atravesaron con la mayor dificultad. En Cumaco, poblaciónsituada al extremo de aquella llanura, encontraron víveres, deque carecían tiempo hacía, y los soldados, abrumados de fatiga,tomaron un descanso de que tenían extrema necesidad. Gonza-lo dejó allí la mayor parte de su gente, y al frente de un escasonúmero de compañeros más vigorosos o más avezados a lasfatigas que los otros, partió para buscar un camino por el cualsu reducida hueste pudiese continuar con más facilidad su via-je. En esa marcha los españoles se vieron obligados a alimen-tarse de frutos silvestres y de raíces, y no podían dar un pasosin tener que abrirse camino por entre bosques o en medio depantanos. Trabajos tan continuos, en medio de tan grandes pri-vaciones, parecen superiores a la naturaleza humana; mas ¿quéno vencía la constancia de aquellos soldados del siglo XVI?Después de haber superado estas dificultades, llegaron a laprovincia de Cuca, y descubrieron el Cuca o Napo, uno de losgrandes ríos que desembocan en el Marañón. Gonzalo resolvióaguardar allí la llegada de la gente que había quedado rezagaday que debía seguirle a cortas jornadas. Pronto estuvieron todosreunidos, y después de muchos días de reposo, descendieron alo largo del río que siendo ancho y profundo, no podía ser atra-vesado: cerca de cien leguas más abajo las orillas se aproximangradualmente, y el río pasa por una especie de canal abierto en

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la roca. El país que acababan de recorrer era tan pobre, árido ydesierto que Gonzalo se decidió a aprovecharse de la ventajaque la naturaleza de los lugares le ofrecía para reconocer lasregiones situadas en la opuesta orilla. Sus capitanes reunidos enconsejo fueron de su mismo parecer, y resolviose echar unpuente sobre el río.Todos pusieron con ardor manos a la obra y fijose en fin elpuente con inmensas dificultades, aumentadas por la presenciade los naturales, que desde la orilla opuesta lanzaban de conti-nuo nubes de flechas sobre los trabajadores. Dispersáronlos atiros y pasaron el río, sin haber perdido más que un solo hom-bre que cayó en el abismo, arrastrado por el vértigo por habercometido la imprudencia de mirar abajo desde aquella alturaprodigiosa.No por haber vencido este obstáculo mejoró la situación de losespañoles: el país era tan árido y tan desierto como el que aca-baban de dejar. El hambre era más terrible que nunca, teniendopor único alimento frutos y raíces silvestres; sucumbió un grannúmero de indios, y perecieron de inanición muchos españoles.Reducidos al último extremo, y no hallándose ya en estado desoportar nuevas fatigas, los soldados invocaban desesperados lamuerte para que pusiese término a sus males, cuando un nuevoproyecto del comandante, dándoles una vislumbre de esperan-za, volvió a reanimar su valor abatido. Propúsoles construir unalancha con la cual bajaría un destacamento por el río para reco-nocer el país y procurarse vituallas. Los esfuerzos inauditosque en aquella ocasión hicieron los españoles pueden servirpara dar una idea de que nada hay imposible a la voluntad delhombre: fue preciso desde luego construir una especie de fra-gua, en la cual costaba mucho conservar el fuego a causa de lalluvia que caía sin cesar. Las herraduras de los caballos fueronconvertidas en clavos, las mantas viejas y los vestidos que secaían a pedazos suplieron al cáñamo; en una palabra los espa-ñoles lo sacrificaron todo a la ejecución de un plan, que les

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parecía el único medio de mejorar su situación, y trabajaroncon tanto afán, que hubieron construido en poco tiempo unabarca de bastante porte. Gonzalo eligió para tripularla a cin-cuenta de los más resueltos entre los suyos, y les dio por co-mandante a Francisco de Orellana, su primer capitán, oficial degran mérito y justamente citado por su valor e intrepidez. Me-tieron en la embarcación todo cuanto los soldados poseían,junto con todo el botín hasta entonces recogido, que era consi-derable; Orellana costeaba el río sin perder de vista a sus com-pañeros, y cada noche se reunían y la pasaban juntos. Los es-pañoles marcharon de esta suerte por espacio de dos meses,pasando algunas veces el río, según el terreno les parecía máspracticable o más fértil en una orilla que en la otra. Al cabo deeste tiempo nuevas circunstancias vinieron a cambiar este plande conducta, que parecía sin embargo el más prudente y el másventajoso.Encontraron a algunos naturales de un carácter dulce y pacífi-co, y Gonzalo supo por ellos que el río que hasta entonces si-guieran desembocaba en otro mayor, que atravesaba un paíspoblado, abundante en víveres y rico en toda clase de produc-tos. Pizarro mandó a Orellana que descendiese por el río hastaque llegase a su confluente: allí debía descargar su barco, yvolver con víveres a buscar al resto de sus compañeros. Orella-na se puso en el centro del río y se abandonó a la corriente, quele arrastró con una velocidad tal, que al cabo de tres días llegóal lugar señalado, distante más de cien leguas. Mas viosecruelmente burlado en su esperanza de hallar un terreno fértil ycultivado: reinaba en todas partes la misma esterilidad, la mis-ma desolación.Lejos de su comandante, joven y ambicioso, Orellana empezó aconsiderarse como independiente, y deseoso de ilustrar sunombre con algún notable descubrimiento, concibió el atrevidoy pérfido proyecto de seguir el curso del Marañón hasta el mar,reconociendo los vastos países que riega este río. Este proyecto

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era atrevido, porque no tenía para ejecutarlo más que su débilesquife, y pérfido, puesto que abandonando a su jefe y a suscompañeros los entregaba a una muerte casi inevitable.Garcilaso de la Vega pretende que no fue la ambición quiendirigió la conducta del joven oficial, al cual supone movido porlas siguientes razones: para el viaje que acababa de hacer entres días siguiendo el curso del río, necesitaba al menos un añoteniendo que luchar con su rápida corriente; su regreso pues nopodía ser de ninguna utilidad a sus compatriotas, aun cuandohubiese vuelto cargado de los víveres con que aquellos conta-ban y que no había encontrado. Cualesquiera que fuesen losmotivos que tuviese Orellana, en cuanto hubo formado su pro-yecto lo participó a sus compañeros, mas no fue por todosaprobado. Sánchez de las Vargas y el fraile dominico Carvajalle dirigieron vivas recriminaciones sobre lo que semejante ac-ción tenía de cruel y de pérfida. Era sin embargo demasiadotarde para retroceder: el joven capitán comprendía que la solaidea de haber querido abandonar a su jefe sería mirada comoun crimen; así pues persistió en su plan, y a fin de castigar aSánchez por su oposición, le abandonó cobardemente en aquelpaís desierto; castigo que si no ejecutó en el fraile fue sólo porrespeto al carácter de su persona.«Orellana, dice Robertson, fue sin duda culpable desobede-ciendo a su jefe y abandonando a sus compañeros en aquellosignorados desiertos, donde no tenían otra esperanza de salva-ción que la que fundaban en el barco que aquél les arrebataba.Mas su crimen se halla en algún modo expiado por la osadíacon que se aventuró a seguir una navegación de cerca de dosmil leguas por entre naciones desconocidas, en un buque hechode prisa, de madera verde y mal construido, sin provisiones, sinbrújula, sin piloto, supliendo con su audacia y su ardor a todolo que le faltaba.» Abandonose pues audazmente al curso delNapo, y fue llevado al sur hasta su unión con el Marañón. Esteviaje fue acompañado de muchos peligros y fatigas. Los espa-

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ñoles se veían obligados a menudo a bajar a tierra para procu-rarse provisiones, y cuando no las alcanzaban buenamente,tenían que emplear la fuerza y combatir con enemigos numero-sos y resueltos. En muchos lugares, hasta las mujeres opusieronuna viva resistencia, circunstancia que dio lugar a las narracio-nes fabulosas, y que adquirieron crédito, sobre una supuestaisla de amazonas. Después de muchos padecimientos y peli-gros, que Orellana arrostró con una constancia inalterable,llegó por fin al Océano el 26 de agosto de 1541, habiendo em-pleado más de siete meses en hacer aquel viaje. Trasladoseinmediatamente a la Trinidad, donde se procuró un buque,dándose a la vela para España con muchos de sus compañeros.En cuanto llegó quiso que el público gozase del fruto de susdescubrimientos. Fuese por vanidad o por política mezcló ma-ravillosos relatos a la narración de su viaje, que más que histo-ria parece una novela y no de las menos extravagantes. Preten-dió haber descubierto naciones tan ricas, que los techos de lostemplos estaban cubiertos de planchas de oro y las calles em-pedradas de este mismo metal; aun hizo más, y fue dar la des-cripción detallada de una república de mujeres guerreras queno admitían a ningún hombre entre ellas. Estos cuentos ridícu-los dieron origen a las fábulas del país de El Dorado, en cuyabusca se anduvo tanto tiempo. La inclinación natural del hom-bre a lo maravilloso favoreció esas patrañas, y aunque muchosno admitiesen la posibilidad de lo que contaba, la mayor parte,ya que no diesen entero crédito a su relato, admitían como ver-dadero una gran parte. Sólo después de mucho tiempo y de noescaso trabajo la razón y la experiencia destruyeron aquellasfábulas. Aquella navegación sin embargo por el Marañón, des-pojada de sus circunstancias novelescas, merece ser notada, nosolamente como una de las expediciones más memorables deaquel siglo, tan fecundo en grandes empresas, sino como elprimer viaje que diese un conocimiento cierto de la existencia

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de esas inmensas regiones que se extienden al este, desde losAndes hasta el Océano.Orellana fue favorablemente acogido por el soberano, que, apetición suya, le nombró gobernador de los países recientemen-te descubiertos. El botín hecho por los soldados de Gonzalo yque, como dijimos, había sido cargado en el barco, sirvió paralos preparativos de una expedición fuerte y poderosa. En pocotiempo Orellana se encontró al frente de quinientos hombresresueltos y bien equipados; mas le sorprendió la muerte antesde hacerse a la mar la flota, y sus compañeros se dispersaron.Tiempo es ya que volvamos a ocuparnos en Gonzalo Pizarro, aquien hemos dejado siguiendo la orilla del río para llegar a suconfluencia, donde esperaba encontrar la embarcación. Grandefue su sorpresa no encontrándola en el lugar designado; sinembargo ni siquiera le pasó por la mente la idea de que Orella-na hubiese podido hacerle traición, sino que por el contrariosupuso que había acontecido a la tripulación algún incidente, oque alguna circunstancia imprevista había obligado a su tenien-te a aguardarle en otra parte. En esta convicción, púsose denuevo en marcha siguiendo el Marañón, creyendo a cada ins-tante que iba a encontrar a sus compañeros. Cincuenta leguasmás abajo de la unión de los dos ríos halló al desgraciadoSánchez de Vargas, por el cual supo la traición de Orellana.Esta noticia fue un golpe fatal para los españoles.Privados del barco en que tenían fundadas todas sus esperan-zas, se abandonaron al más profundo y legítimo dolor: los unosse tiraban al suelo con toda la indiferencia de la desesperación;los otros pedían volver a Quito; y todos tenían la vista fija ensu comandante, como para suplicarle que buscase un remedio atan largas y terribles calamidades.Gonzalo Pizarro se condujo en esta crítica ocasión con unaprudencia superior a todo encarecimiento: olvidó sus temorescomo hombre, para cumplir con sus deberes como comandante.

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Arengó a sus soldados con calor y les dijo que estaba dispuestoa conducirlos de nuevo a Quito; pero al propio tiempo les hizoobservar que estaban a mil doscientas millas de esta ciudad, yque para volver a ella tenían que experimentar los mismos ma-les que habían ya sufrido. Era pues indispensable que llamasenen su auxilio toda su energía para ponerse en estado de lucharcontra las fatigas y los sufrimientos, a fin de que cuando sehallasen de nuevo entre sus conciudadanos, su gloria fueseproporcionada a las calamidades de que habrían triunfado.Los soldados escucharon con respeto las palabras de un jefe enel cual tenían puesta una confianza sin límites. La experienciales había hecho ver que Gonzalo los aventajaba a todos en fir-meza, en valor y perseverancia; le habían visto poner la manoen los trabajos más penosos, y olvidar su dignidad de coman-dante para ayudar los esfuerzos de los últimos de sus compañe-ros. Su situación empero era en extremo crítica:habían visto perecer a un gran número de sus amigos, y los quequedaban se hallaban debilitados, abrumados por las enferme-dades, extenuados por las fatigas y sumergidos en el desaliento.Nada de lo que habían hasta entonces sufrido los españoles enAmérica puede compararse con los males horribles que abru-maron a Gonzalo y a su gente en su largo viaje. El hambre losredujo a la horrible necesidad, no tan sólo de alimentarse deraíces silvestres y malsanas, sino hasta de devorar los más in-mundos reptiles: las serpientes, los sapos, los gusanos, todo serviviente, por repugnante que fuese, era buscado con avidez. Sehabían comido ya todos los caballos, todos los perros, y algu-nos desgraciados royeron el cuero de las sillas de montar y delos cinturones para sostener su miserable vida.Una abstinencia tan prolongada debía producir necesariamenteenfermedades, que destruían prontamente unos cuerpos debili-tados ya por tantos sufrimientos. Cada día morían algunos deentre ellos: sus filas se iban aclarando más y más. De los cuatromil indios perecieron más de la mitad, y gran parte de los res-

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tantes se dispersó por el país. No era menos deplorable la suer-te de los españoles, de trescientos cincuenta hombres, no que-daban más que ochenta, cincuenta habían partido con Orellana.Así pues perecieron doscientos veinte bravos en esta empresadesastrosa, que duró cerca de dos años.Cuando entraron de nuevo en Quito los que habían sobrevivi-do, su primera diligencia fue ir a la iglesia, donde hicieron ce-lebrar una misa solemne para dar gracias a la divina Providen-cia por su milagrosa conservación. Luego se derramaron por laciudad, presentando un aspecto tan deplorable, que les costabaa sus compatriotas trabajo reconocerlos.Estaban completamente desnudos, llevaban las barbas en ex-tremo largas, y tenían los cuerpos tan sucios, que causaba re-pugnancia mirarlos.Extenuados por el hambre y el cansancio parecían más bienespectros que seres humanos.De esta suerte terminó la expedición de Gonzalo Pizarro. Mascuando aguardaba este intrépido caudillo gozar de un reposo atanto precio comprado, viose obligado a hacer frente a los nue-vos peligros que le amenazaban, a consecuencia de la espanto-sa catástrofe que había cambiado el aspecto de las cosas en elPerú.

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Capítulo VII

Descontento de los partidarios de Almagro.- Conspiración contra FranciscoPizarro.- Es asesinado.- Carácter de este gran capitán.

Después de la muerte de Almagro, Francisco Pizarro, dueño deun poder sin límites, había descuidado las medidas necesariaspara mantener la tranquilidad en un país que acababa de verseagitado por tantos disturbios. Lejos de atraerse a los antiguospartidarios de su competidor, los había alejado constantementede sí; manifestaba por ellos el mayor desprecio y hasta los creíatan poco peligrosos, que los dejaba conspirar a su gusto en reu-niones que tenían lugar en Lima en casa del joven Almagro. Sudebilidad hacía la seguridad de Pizarro, y esta seguridad le per-dió.La ciega parcialidad que manifestara el gobernador en el repar-to de las tierras, del cual excluyera a los partidarios de Alma-gro, les había dado a conocer que no podían esperar de él niamistad, ni olvido. Así pues todos los que estaban libres pasa-ron a Lima, donde el hijo de aquel caudillo les ofrecía un asiloy cuantos socorros podían necesitar. Estas pruebas de gratitud yde generosidad movían poderosamente los ulcerados corazonesde aquellos viejos soldados, que, fieles a la memoria del padre,se adhirieron al hijo, y resolvieron ensayar una tentativa arries-gada para hacer que pasase la autoridad a sus manos.El hijo de Almagro poseía las dotes necesarias para hacersequerer y respetar. A un exterior el más agradable, a unas mane-ras dulces y seductoras, a un carácter franco y abierto, reuníatodas las cualidades militares que habían adornado a su padre ylas ventajas de una educación mejor dirigida, puesto que elanciano capitán, conociendo lo mucho que le faltaba en estepunto, nada había olvidado para que no lo echase de menos suhijo. Así pues cuando el joven llegó a la edad en que sus cuali-

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dades naturales, cultivadas con esmero, pudieron desenvolver-se, se manifestó muy superior a todos sus compatriotas. No sele escapaba al gobernador la importancia, siempre creciente,que iba adquiriendo Almagro, y sin embargo nada emprendiópara detener los progresos de su influencia. Verdad es que hizoalgunas proposiciones a sus partidarios ofreciéndoles destinoslucrativos; mas todos se negaron a aceptar nada de su antiguoenemigo, cuya pérdida habían secretamente jurado.El contrario más temible de Pizarro era ese Juan de Herrada enquien, como vimos, tenía puestas Almagro su amistad y su con-fianza. Tutor del hijo de su amigo, habíase esmerado en perfec-cionar su educación; mas a la sazón todos sus esfuerzos se en-caminaban a aumentar el número de sus partidarios. Dotado detalentos superiores y gozando de grande influencia entre suscompatriotas, Herrada había logrado reunir en Lima un tancrecido número de descontentos, que era preciso estar tan ciegocomo Pizarro lo estaba para no alarmarse. Como los amigos delgobernador le hubiesen hecho algunas observaciones acerca elparticular, contestoles:«Tranquilizaos, estaré seguro mientras haya en el Perú quiensepa que puedo en un momento quitar la vida al que se atrevie-se a concebir el proyecto de atentar a la mía.»Sin embargo tomó una medida violenta, que sirvió únicamentepara irritar a sus enemigos: privó al joven Almagro del númerode indios que le habían sido concedidos, y que trabajando paraél, constituían la fuente principal de sus rentas.El gobernador creía que disminuyendo la fortuna del jefe, obli-garía a los que vivían a expensas suyas a salir de Lima parabuscar en otra parte medios de existencia; mas era un grandeerror. Los amigos de Almagro prefirieron sufrir la más humi-llante pobreza, antes que dejar la ciudad; y exasperados poresta nueva vejación, escribieron a todos sus nuevos amigos que

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fuesen a juntárseles, y en poco tiempo encontráronse reunidosdentro de la ciudad hasta doscientos conjurados.Aquella multitud componíase en su mayor parte de aventurerossin principios y sin medios de existencia, disolutos, jugadores,dispuestos a meterse en todas las conspiraciones sin más objetoque restablecer su perdida fortuna. Vivían en la mayor miseriasin más recursos que las sumas que ganaban en el juego. Herre-ra nos ha dejado un cuadro lleno de vida de su miseria en lapintura de aquellos doce individuos, que habiendo sido oficia-les de distinción a las órdenes de Almagro, vivían en un mismoaposento, y no tenían más que una sola capa, que llevaban al-ternativamente cuando debían presentarse en público, mientrasque los demás se veían obligados a permanecer en su casa. Lapobreza había de tal suerte agriado el carácter de aquellos des-graciados, que no miraban al gobernador sino con desprecio, yrehusaban darle las muestras de deferencia debidas, ya que noal hombre, al menos a su dignidad.Hasta llevaron más allá su insolencia: una mañana aparecieronen la plaza principal de la ciudad tres horcas en la dirección delas habitaciones de Pizarro, de su secretario Picado, y del alcal-de Velázquez.Los amigos del gobernador le aconsejaron entonces que casti-gase a los culpables; mas despreció sus avisos, contentándosecon responderles que eran los vanos esfuerzos de una rabiaimpotente, y que era preciso perdonar la irritación de gentesvencidas y desgraciadas. Esta indulgencia no hizo más queenvalentonar a los conjurados, los cuales celebraron numerosasreuniones, y después de largos debates resolvieron asesinar aPizarro. Este crimen era muy fácil de cometer, puesto que elgobernador no tomaba ninguna precaución para su seguridadpersonal. Nunca había tenido más compañía que un solo paje.En vano sus amigos le instaron para que tomase una escoltaconveniente a su rango, pues se negó a ello, diciendo que

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aguardaba de un día a otro la llegada de Vaca de Castro, y queparecería que le temía si hacía algún cambio en su conducta.Los conjurados fijaron por último el día en que debía llevarse acabo su criminal proyecto, y se comprometieron con juramentoa ejecutarlo con firmeza y resolución. Juan de Herrada, jefe dela trama, eligió entre los conjurados diez y ocho de los másdecididos para ejecutar aquel acto de venganza. El secreto deaquella tenebrosa reunión no se guardó sin embargo tan fiel-mente, que no llegase algo a los oídos del gobernador.Un sacerdote diole parte del peligro que le amenazaba, y sibien no pudo dar detalles positivos, dijo lo bastante para dis-pertar por fin las sospechas de Pizarro, que saliendo de repentede su apatía, resolvió obrar con prudencia. El día de la fiesta desan Juan se abstuvo de ir a misa, con admiración de todos, por-que el gobernador cumplía siempre y en todos tiempos sus de-beres religiosos, a menos de impedírselo alguna grave circuns-tancia. Desconcertados los conspiradores creyeron al principioque había sido descubierto el complot, mas viendo que se lesdejaba tranquilos, aplazaron la ejecución para el domingo si-guiente. Aquel día Pizarro pretextó una indisposición y tampo-co fue a la iglesia; mas los conjurados, conociendo el verdade-ro motivo de su ausencia, juzgaron que había llegado el mo-mento de obrar, y tomaron su partido con tanta prontitud comoresolución.El mismo domingo 26 de junio de 1541, hacia el medio día,hora de la siesta en los países calurosos, Juan de Herrada, se-guido de sus diez y ocho cómplices, salió de la casa de Alma-gro, y dirigiéronse todos, espada en mano y corriendo al pala-cio del gobernador, atronando la ciudad con los gritos de: ¡Vi-va el rey! ¡Muera el tirano Pizarro!Los demás conspiradores, advertidos por aquella señal, acudie-ron a los puestos que les habían sido señalados. Pizarro, rodea-do por lo regular de un acompañamiento numeroso, no tenía

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entonces casi nadie a su lado, porque acababa de levantarse dela mesa, y la mayor parte de los criados se habían retirado a suscuartos. Los conjurados atravesaron los dos primeros patios sinobstáculo. Hallábanse ya al pie de la escalera, cuando un pajedio la señal de alarma a su señor, que estaba conversando en unsalón con algunos amigos. El gobernador, que no se alterabaante ningún peligro, mandó a Francisco de Chaves, uno de susoficiales, que fuese a barrear la puerta; mas de Chaves, no con-servando bastante presencia de espíritu para ejecutar una ordentan prudente, se detuvo en lo alto de la escalera y preguntó alos conjurados qué querían y adónde iban. En vez de respon-derle, uno de los que marchaban delante le dio un golpe con laespada, y los demás se precipitaron sobre él y le remataron enun momento.Reinaba en palacio la mayor confusión; una gran parte de lagente de la casa huyó, y Pizarro se encontró tan sólo con Fran-cisco de Alcántara, su hermano uterino, el alcalde Velázquez ydoce o trece de sus criados. El gobernador, sin asustarse por susituación, resolvió defenderse hasta el último trance. Colocosecon su hermano a la puerta del aposento, armado tan sólo consu espada y escudo, y empeñose un combate terrible en aquelestrecho espacio. Pizarro, lleno de indignación y de rabia, nocesaba de gritar: «¡Ánimo, amigos, ánimo; somos todavía bas-tantes valientes para hacer arrepentir de su traición a esos re-beldes!»El gobernador y sus amigos defendieron vigorosamente lapuerta durante algún tiempo, mas aquél no tenía más que suescudo al paso que sus enemigos se hallaban protegidos por susarmaduras. Por último Alcántara cayó muerto a los pies de suhermano Pizarro, y éste herido, tuvo que meterse en el aposen-to, donde continuó defendiéndose con valor; mas habiéndosequedado solo, viose rodeado de todos sus enemigos, y las fuer-zas le abandonaron. Abrumado por el cansancio y debilitadopor la pérdida de la sangre, podía apenas sostener la espada. «Y

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así, dice Zárate, le acabaron de matar con una estocada que ledieron por la garganta, y cuando cayó en el suelo pedía a vocesconfesión; y perdiendo los alientos, hizo una cruz en el suelo yla besó, y así dio el alma a Dios.» Un grito bárbaro de triunfodio a conocer la muerte del gobernador, y la muchedumbre seprecipitó al palacio, que fue entregado al pillaje con las casasde los principales capitanes adictos a Pizarro. Nada quedó delas inmensas riquezas que contenía. «Al Marqués, añade Zára-te, llevaron unos negros a la iglesia casi arrastrando, y nadie loosaba enterrar, hasta que Juan Barbarán, vecino de Trujillo(que había sido criado de Pizarro), y su mujer sepultaron a él ya su hermano lo mejor que pudieron, habiendo tomado primerolicencia de D. Diego para ello. Y fue tanta la priesa que se die-ron, que apenas tuvieron lugar para vestirle el manto de la or-den de Santiago, según el estilo de los caballeros de la orden,porque fueron avisados que los de Chili venían con gran priesapara cortar la cabeza del Marqués (Pizarro) y ponerla en la pi-cota.» Francisco Pizarro tenía 65 años cuando fue de esta suer-te tan cobardemente asesinado. Su muerte correspondió a suexistencia tempestuosa, y en sus últimos momentos desplegóese valor de que tantas pruebas había dado en el curso de suvida. Al contemplar las diferentes fases de aquella existenciatan fecunda en hechos, el ánimo se encuentra sobrecogido deespanto a la vez que de admiración. Fue cruel y vengativo, maslos defectos de su carácter desaparecen ante el brillo de algunasde sus virtudes. Habrá pocos, o tal vez ningún hombre quehaya hecho mayores servicios a su soberano: era infatigable enla realización de sus proyectos, paciente en medio de las másterribles calamidades, y parecía superior a los peligros y a lossufrimientos.Pizarro tomó una parte considerable en todas las empresas im-portantes que tuvieron lugar en América. Sucesivamente com-pañero de Núñez, de Balboa y de Hernán Cortés, igualó ennombradía a estos célebres capitanes. España le debe el descu-

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brimiento y la conquista del Perú. En ninguna página de la his-toria del Nuevo Mundo, ni aun en aquellas que cuentan lashazañas novelescas y casi increíbles de los conquistadores deMéxico, se hallará un rasgo más grande y heroico, que la reso-lución tomada por Pizarro y sus trece compañeros de permane-cer en una isla desierta, aunque debilitados por las fatigas, lasenfermedades y la pérdida de sus esperanzas, antes que renun-ciar a la empresa que habían comenzado.Mas por notables que fuesen las cualidades militares de Piza-rro, por grandes que hayan sido sus servicios durante el cursode una vida tan larga y laboriosamente empleada, los actos derapacidad, de injusticia y de crueldad que mancharon sus haza-ñas, le hicieron perder gran parte de sus derechos a la admira-ción de la posteridad.

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Capítulo VIII

Es reconocido gobernador del Perú el joven Almagro.- Oposición que en-cuentra.- Llegada de Vaca de Cabra.- Renuévase la guerra civil.- Batalla deChupas.- Proceso y suplicio de Almagro.

En cuanto Pizarro hubo exhalado el último aliento los conspi-radores se diseminaron por la ciudad, blandiendo sus espadas yproclamando la caída del tirano. Mientras que los amigos dePizarro y los indiferentes, sobrecogidos de espanto, no sabíanqué partido tomar, Herrada, aprovechándose sin pérdida detiempo de aquella primera ventaja, hizo montar a caballo aljoven Almagro y le hizo recorrer todas las calles, en medio delas aclamaciones de sus amigos. Los conjurados convocaronacto continuo al cabildo o ayuntamiento, y le obligaron a reco-nocer a Almagro gobernador del Perú, en virtud de los dere-chos que tenía por su padre. Esta ceremonia, con tanta violen-cia exigida, no encontró ninguna oposición, y en atención a queAlmagro era demasiado joven para encargarse él mismo delmando, Herrada fue investido con las funciones de vicegober-nador, objeto secreto de sus ambiciosas miras.Muchos de los partidarios del antiguo caudillo fueron desterra-dos o presos por los más fútiles pretextos, y otros, entre ellos elsecretario Picado y el alcalde Velázquez, que habían escapadoa la matanza, fueron ajusticiados sin formación de causa. Elbuen éxito de la conspiración arrastró a un buen número desoldados de Pizarro a las banderas del nuevo gobernador, quese halló muy pronto al frente de ochocientos hombres de lasmejores tropas del Perú.A pesar de sus primeros logros, los conspiradores no tardaronen apercibirse que los españoles de las otras colonias no apro-baban el cambio brusco que acababa de verificarse. Es verdadque Pizarro era más temido que amado; pero los que no tenían

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motivos personales para aborrecerle, llenáronse de horror a lanoticia de su asesinato, y olvidaron lo que pudo haber habidoen su conducta de reprensible, para no acordarse más que desus anteriores servicios. Cuando Almagro envió mensajerospara que su autoridad fuese reconocida, muchos capitanes,mirándole como un usurpador, se negaron a someterse a sujurisdicción, hasta que fuese por el emperador sancionada.En Cuzco fue sobre todo donde se manifestó la oposición másabiertamente. Nuño de Castro, Pedro Anzares y Garcilaso de laVega, capitanes todos de un mérito distinguido, y todos amigosde Pizarro y fieles a su memoria, se declararon contra los re-beldes y preparáronse para la resistencia.Reuniéronse las autoridades, y después de haber oído una misasolemne, procedieron al nombramiento de su comandante, quedebía ejercer el poder hasta la llegada del comisario real, Vacade Castro. La elección recayó en Álvarez de Holguín, que sehabía manifestado constantemente hostil a la facción de Alma-gro. El primer acto de este jefe fue reclutar soldados, a cuyoefecto publicó proclamas invitando a los buenos españoles aque se agrupasen en torno del estandarte real para combatir alos traidores y rebeldes. Este llamamiento a la lealtad castellanafue favorablemente acogido: por respeto a la autoridad real, opor efecto tal vez de su genio turbulento, muchos colonos re-nunciaron a su indolente tranquilidad y quisieron tomar parteen la nueva lucha que se preparaba. Los dos partidos tenían unaidea demasiado elevada de sus respectivas fuerzas para que niuno ni otro cediese, y en vez de ocuparse en entablar negocia-ciones sin resultado, no pensaron más que en aumentar los re-cursos con que para el triunfo contaban.En medio de tan críticas circunstancias fue cuando llegó alPerú Vaca de Castro, después de un largo y penoso viaje. Arro-jado por la tempestad a una pequeña ensenada de la provinciade Popayán, se trasladó por tierra a Quito. En el camino supo elasesinato de Pizarro y los diversos acontecimientos que acaba-

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ban de tener lugar; publicó al momento el real decreto que lenombraba gobernador del país y le confiaba iguales poderes alos que había gozado su predecesor, siendo reconocido sin difi-cultad por Benalcázar, que mandaba en Popayán, y por Pedrode Puelles, a quien Gonzalo había dejado encomendada su au-toridad al salir de Quito. Vaca de Castro dio muestras de queposeía talentos, cual los requerían las difíciles circunstancias enque se hallaba. Con su crédito y su habilidad reunió muy pron-to un cuerpo de tropas suficientes para hallarse en estado dehacer respetar su poder. Mandó jefes de su confianza a las di-versas colonias para hacer notificar legalmente en todas ellassu llegada y misión, al propio tiempo que enviaba emisariossecretos que alentaban a los oficiales descontentos de Almagroa mostrarse fieles a su soberano, sosteniendo al nuevo jefe quele representaba. Estas medidas produjeron su efecto. Animadospor la presencia del nuevo gobernador, los súbditos fieles semantuvieron en sus principios y los confesaron más abierta-mente.Los que todavía vacilaban o se mantenían neutrales, apuradospor la necesidad de tomar un partido, comenzaron a ladearsehacia aquél que les pareció entonces el más seguro a la par queel más justo.El joven Almagro vio no sin alarmarse los progresos de Vacade Castro. El descontento y la apatía que se manifestaban ya ensu propio partido, justificaban sobradamente sus recelos, au-mentados más y más por las enérgicas y decisivas medidas deVaca de Castro, y por la prisa que en ir a ponerse a sus órdenesse habían dado sus principales capitanes. Sin embargo lejos deceder a sus temores, debía por el contrario ocultarlos a fin deno desalentar a los que le permanecían todavía fieles. Así puesresolvió atacar a Cuzco antes que llegara Vaca de Castro, y quese hallasen concentradas allí las fuerzas enemigas.Un acontecimiento inesperado vino a dar un golpe fatal al par-tido de Almagro; tal fue la muerte de Herrada, alma y cabeza

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de este partido. Desde aquel momento se dejó ver un cambiocompleto en la conducta del joven caudillo. Eligió a CristóbalSotelo para reemplazar a Herrada; mas este oficial, valiente ybuen militar, no poseía las grandes cualidades que distinguían asu predecesor. Almagro le mandó partir al momento para quetomase posesión de Cuzco, lo que logró este capitán sin ningu-na dificultad, porque Holguín, creyendo que la división de lasfuerzas reales podía ser fatal a la causa que abrazara, habíapreferido abandonar la ciudad para unirse con Alvarado. Al-magro entró en la plaza y se apresuró a ponerla en estado dedefensa, desplegando en esta circunstancia todos los talentosque debía a su instrucción. Con el auxilio de Pedro de Candía,hábil ingeniero y uno de los trece que se habían quedado en laGorgona con Pizarro, mandó fabricar una cantidad considera-ble de pólvora, e hizo fundir muchas piezas de artillería.A esta ventaja Almagro juntó muy pronto otra: el inca MancoCapac, que se había retirado a las montañas, le hizo ofrecer suamistad y su alianza, y en prueba de ser ésta sincera le envióescudos, armaduras, espadas, mosquetes y otras armas que ca-yeron entre sus manos durante el largo sitio de Cuzco. Losasuntos empezaban por consiguiente a tomar un aspecto favo-rable a los designios de Almagro, cuando el espíritu de envidiay de discordia, que tantos males causó a los españoles, vino aechar por el suelo todas sus esperanzas.Dos de sus principales jefes, Cristóbal de Sotelo y Diego deAlvarado alimentaban tiempo hacía una enemistad secreta; yhabiéndose suscitado entre ellos una querella por un motivo delos más fútiles, batiéronse, quedando Sotelo muerto. Los ami-gos de los dos adversarios tomaron las armas unos contra otros,y se entregaron a actos de violencia que le costó a Almagro nopoco reprimir. Advirtiendo Diego de Alvarado que el coman-dante sentía mucho la pérdida de Sotelo, y no creyéndose segu-ro, formó el proyecto de asesinarle; mas prevenido Almagropor una indiscreción de su enemigo, tuvo tiempo para prevenir-

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se, y cuando Alvarado se presentó a su palacio para invitarle aque fuese a comer a su casa, fingió aceptar; mas a una señalconvenida, cayeron sobre él algunos hombres apostados alefecto y le mataron.En este intermedio había llegado a Quito Gonzalo Pizarro. Allísupo los graves acontecimientos que habían tenido lugar duran-te su ausencia, el asesinato de su hermano, la usurpación deAlmagro, la llegada de Vaca de Castro, y los diversos manejosde los dos partidos. Pizarro no podía dudar un instante acerca laconducta que seguir debía; y aunque extenuado y casi abatidopor los sufrimientos físicos y morales que acababa de experi-mentar, resolvió tomar una parte activa en la lucha que se pre-paraba; y en su consecuencia ofreció a Vaca de Castro sus ser-vicios y los de sus veteranos. El gobernador respondió con lamayor atención y bondad, que su presencia en Quito era nece-saria para proteger esta importante plaza, y para reparar lasfuerzas de sus soldados, cuyos servicios debían serle prontonecesarios.Esta especie de desaire a los ofrecimientos de Pizarro era resul-tado de una sabia política. Aunque estaba preparado para laguerra, Vaca de Castro no había perdido toda esperanza de ve-nir a un arreglo, y hasta se hallaba dispuesto a hacer concesio-nes y sacrificios para evitar una nueva guerra, que no podíamenos de ser perjudicial, cualquiera que fuese su resultado, alas fuerzas españolas en el Perú. La presencia de Gonzalo en suejército hubiera sido un obstáculo para todo acomodamiento:este caudillo violento y vengativo no hubiera transigido jamáscon los matadores de su hermano, y los partidarios de Almagrono podían dejar de exasperarse al verse en presencia de su másenconado y constante enemigo.Quizás también Vaca de Castro temía al célebre capitán, cuyostalentos y valor admiraba todo el ejército, y a quien los solda-dos hubieran querido elevar acaso al mando supremo.

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Almagro había adoptado un nuevo plan de campaña: en vez deaguardar a Vaca de Castro, había resuelto ir atrevidamente a suencuentro y ofrecerle el combate, y partió de Cuzco al frente dequinientos hombres animados del mayor ardor. Distinguíanseen este cuerpo de ejército muchos de los primeros conquistado-res del Perú, que tenían que mantenerse a la altura de su anti-gua reputación, y muchos de los que, habiendo tomado unaparte más o menos directa en el asesinato de Pizarro, se halla-ban reducidos a la necesidad de vencer o morir.Los dos ejércitos se encontraron en la llanura de Chupas, adoscientas millas de Cuzco. Antes sin embargo de llegar a lasmanos Vaca de Castro quiso tentar un arreglo, y propuso a Al-magro, que si consentía en volver a su deber, olvidaría todo lopasado y le daría un empleo capaz de halagar su orgullo y suambición. Poco satisfecho Almagro de unos ofrecimientos quele parecían vagos, respondió que estaba dispuesto a deponer lasarmas, si se le reconocía como gobernador de la Nueva Toledoy se le reponía en todas las posesiones de su padre. Pedíaademás que fuese concedida una completa amnistía a todos suspartidarios, cualquiera que hubiera sido su conducta anterior. Sihubiese limitado sus pretensiones a estos dos puntos, es proba-ble que el gobernador hubiera aceptado; mas a estas demandasañadía una tercera del todo inadmisible, tal era el que se obli-gase a Álvarez de Holguín, Garcilaso de la Vega, Alonso deAlvarado y otros amigos de Pizarro a residir en diferentes pun-tos apartados del país, atendido, decía, que tendría que temerlotodo para su seguridad personal, mientras que Vaca de Castroestuviese rodeado de sus declarados e implacables enemigos.Mas la fuerza del enviado real estribaba principalmente en elapoyo de estos jefes, y separarse de ellos hubiera sido entregar-se a merced del partido opuesto. Imposible era tratar sobre se-mejantes bases, y una vez destruida toda esperanza de acomo-damiento, pensose tan sólo en venir a las manos. Vaca de Cas-tro arengó a su ejército, y después de haberle exhortado a per-

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sistir en su deber, en virtud de los poderes reales de que sehallaba revestido declaró a Almagro traidor y rebelde, y pro-nunció contra él la pena de muerte y de confiscación de susbienes.Vaca de Castro dispuso su ejército con un arte que admiró a susveteranos, los cuales no podían comprender cómo un hombre,cuya vida había sido consagrada al estudio, conocía tan bien latáctica militar. Álvarez de Holguín y Garcilaso de la Vegamandaban las dos alas, Alonso de Alvarado llevaba el estandar-te real, Nuño de Castro conducía la vanguardia, compuesta deuna compañía de mosqueteros escogidos: el gobernador quisoal principio ocupar este puesto, mas cediendo a las amonesta-ciones de sus capitanes, se quedó en la reserva con treinta desus mejores jinetes: estaba para ponerse el sol (16 de septiem-bre de 1542), cuando empezó el combate. Los dos partidoscombatieron con el encarnizamiento ordinario en las guerrasciviles, aumentado a la sazón con el furor de los odios particu-lares, el deseo de la venganza y los últimos esfuerzos de la de-sesperación. La victoria fue largo tiempo disputada; mas latraición de Pedro de Candía, que mandaba la artillería de Al-magro, y que dirigió los tiros por encima de las cabezas de losenemigos, dio a éstos una gran ventaja. Almagro se apercibióde esta infame maniobra, y él mismo atravesó al traidor con suespada; mas era ya tarde. Los soldados se batían cuerpo a cuer-po; la lucha, terrible ya de por sí, parecíalo más en medio de lastinieblas. Por último a eso de las nueve Vaca de Castro, diri-giendo una carga de caballería al sitio donde combatía Alma-gro, decidió la suerte de la jornada: la derrota de los partidariosde éste fue completa. De mil quinientos hombres que tomaronparte en la acción, quedaron la tercera parte muertos y otrostantos heridos. Almagro fue el que experimentó mayor pérdida,porque muchos de sus soldados, no esperando cuartel, se preci-pitaron sobre las espadas de sus enemigos, prefiriendo perecera rendirse.

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Almagro peleó con un valor digno de su padre. Cuando vio labatalla perdida sin remedio, tomó la fuga con algunos amigos,y se metió en Quito; pero fue inmediatamente preso por lasautoridades nombradas poco antes por él mismo, y encarceladoínterin se aguardaban las órdenes del gobernador. Vaca de Cas-tro, que desplegó un gran valor y consumados talentos durantela batalla, observó después de la victoria una conducta no me-nos digna de elogios. Severo administrador de la justicia, esta-ba persuadido que eran necesarios ejemplos de rigor para dete-ner el espíritu de licencia que se había introducido en las colo-nias americanas. Cuarenta de los prisioneros, conocidos por sucarácter turbulento y que se habían particularmente señalado enlas últimas revueltas, fueron procesados y condenados a muertecomo traidores y rebeldes; algunos menos culpables fueronarrojados del Perú, y otros alcanzaron completo perdón.El proceso del desventurado Almagro fue corto: tratábase úni-camente de poner en ejecución la sentencia pronunciada contraél en el campo de batalla de Chupas. Fue públicamente decapi-tado en Cuzco, en el sitio mismo y por el mismo verdugo quecinco años antes había cortado la cabeza de su padre. Almagrotenía entonces veinte y cuatro años: su muerte fue muy sentida,porque había manifestado cualidades que le hubieran asegura-do una carrera brillante, a no haberse lanzado tan joven en unasenda fatal. Con él se extinguieron el nombre de Almagro y elespíritu de facción que había por tanto tiempo desolado al Perú.

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Capítulo IX

Leyes y reglamentos promulgados por el emperador acerca los asuntos delPerú.- Es enviado a él Núñez Vela en calidad de virrey.- Mal efecto produ-cido por los nuevos reglamentos.- Violenta conducta del virrey con Vaca deCastro.

Mientras que ensangrentaban el Perú estas escenas de violen-cia, el emperador y sus ministros preparaban leyes con las cua-les creían restablecer el orden y la tranquilidad en las coloniasespañolas del Nuevo Mundo. Las numerosas revueltas que ha-bían agitado al Perú, y que hubieran comprometido la con-quista a tener los naturales un carácter más belicoso, llamabanhacía algunos años la atención de la corte de España. Todo elmundo sentía la necesidad de poner término a esas envidiasparticulares, a esas facciones, a esas tramas, origen de tantascalamidades. Mas el carácter especial de aquel país, su distan-cia de la metrópoli, y el genio inquieto y violento de los con-quistadores hacían esta tarea difícil y delicada.Desde que fue descubierta América hasta la época a que serefiere nuestra historia, las diferentes conquistas llevadas a ca-bo en aquellas regiones lo habían sido por simples particularesy a sus propias expensas, y sin que la corona hubiese coopera-do a ellas en nada. Los importantes sucesos que tuvieran lugaren Europa durante los reinados de Fernando y de Carlos, ha-bían impedido a estos soberanos atender a los nuevos interesesque debían resultar de tantos y tan notables descubrimientos yconquistas.Aquellas expediciones tenían muchas veces lugar sin conoci-miento del gobierno, y los aventureros, sabiendo que única-mente podían hallar la justificación de su conducta en el favo-rable resultado de sus tentativas, mostrábanse infatigables ensus esfuerzos.

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La corona sacaba un provecho inmenso de esas empresas quenada le habían costado, porque la soberanía de los países con-quistados y el quinto del botín pertenecían de derecho al mo-narca. Mas este sistema de guerra independiente ofrecía porotra parte muchos inconvenientes. Los conquistadores de cadapaís se repartían el territorio entre sí como recompensa de susservicios, y estas distribuciones irregulares daban origen a nu-merosos actos de violencia y de injusticia, que no estaba enmanos del gobierno evitar. Los aventureros, demasiado codi-ciosos e ignorantes para tener ideas de orden y ocuparse en loporvenir, no pensaban sino en acumular de prisa riquezas, sintener el menor escrúpulo acerca el modo de adquirirlas, y sinexaminar si su rapacidad podía traer en pos de sí la ruina de lospaíses que acababan de descubrir. Existía sobre todo un abuso,cuya pronta reforma reclamaban, no menos que la política, lajusticia y la humanidad: tal era el que los aventureros conside-raban como propiedad suya a los naturales del país que des-cubrían, y se los repartían como rebaños, imponiéndoles traba-jos excesivos, que eran una fuente de riquezas para los cruelesdominadores del Nuevo Mundo.Los indios, naturalmente indolentes y poco a propósito por suconstitución para soportar semejantes trabajos, perecían en tangran número, que el Consejo de Indias llegó a temer seriamentever llegar el momento en que el soberano en vez de reinar so-bre extensas y pobladas comarcas, no gobernaría más que enestériles y áridos desiertos.La deplorable situación de los indios de la Española había exci-tado ya la compasión de un piadoso eclesiástico, cuyo nombrebrilla con un resplandor más vivo que el de ninguno de losconquistadores del Nuevo Mundo. El venerable P. Bartoloméde las Casas había reclamado con todo el ardor de la caridadcristiana en favor de los americanos. El interés personal de al-gunos cortesanos influyentes había impedido al Consejo deIndias escuchar sus justas reclamaciones; pero esto no había

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hecho sino enardecer más y más el celo del religioso, que sóloaguardaba una ocasión propicia para renovar con mayor calorsus cargos. Las Casas se encontraba de misión en Madrid,cuando recibió los informes que llegaban del Perú, contestestodos en señalar la prodigiosa mortandad de los indios. El mo-mento le pareció favorable, y resolvió redoblar sus esfuerzos yno dejarse detener por ningún obstáculo en el cumplimiento desus caritativos proyectos.La penetrante elocuencia de que estaba este religioso dotadosacaba mayores bríos de su carácter de testigo ocular de lasescenas de desolación, cuyo cuadro trazaba. Describía con irre-sistible indignación los horribles tormentos con que había vistoabrumados a los indios, y hacía estremecer al demostrar que enmenos de cincuenta años había desaparecido casi por completola población de las islas y que amenazaba igual suerte a la delcontinente. En sus memoriales a la corte y en sus sermones nocesaba de pedir la emancipación de los indios, como el únicomedio de impedir la total extinción de su raza. Hacia la mismaépoca publicó su obra titulada: La destrucción de América, enla cual pinta con los más vivos colores la influencia fatal de losespañoles en el Nuevo Mundo, y el horrible destino de sus na-turales.Inmensa fue la sensación que este libro produjo en toda Espa-ña. El virtuoso prelado, aprovechando un momento en que Car-los había vuelto a Madrid después de una larga ausencia, pre-sentose ante él, y con su vigorosa elocuencia le hizo presenteque era para él un deber de conciencia el mejorar la suerte delos indios. Los ocios de la paz permitieron en fin al monarcaocuparse en los asuntos del Nuevo Mundo.Prometió a Las Casas examinar su petición; mas su intento nose reducía tan sólo a endulzar la desgraciada situación de losindios; quiso, al tomar medidas legislativas en su favor, apro-vecharse de esta circunstancia para poner un freno a la licenciade los españoles, formulando para sus nuevos estados un códi-

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go de leyes, y nombrando funcionarios encargados de hacerlasejecutar, sin que hubiese necesidad de acudir al gobierno deMadrid para recibir instrucciones en las circunstancias graves.Habíase en efecto hecho necesaria una legislación especial: elgobierno veía no sin recelo las inmensas riquezas adquiridaspor algunos aventureros, y que podían convertirse en sus ma-nos en instrumentos peligrosos. Carlos creyó necesario refor-mar este abuso, que excitaba ya la envidia y la indignación delos grandes de su corte. Así pues reunió el Consejo de Indias ycon su asistencia redactó un código de leyes y de reglamentosque le parecieron satisfacer las necesidades del momento. Estecódigo fue firmado el 20 de noviembre de 1542, dos mesesdespués de la batalla de Chupas, y antes que fuese ésta conoci-da en Europa. Estas leyes arreglaban la constitución y los pode-res del Consejo supremo de las Indias, la extensión de la juris-dicción y la autoridad de las audiencias reales en las diferentespartes de América, y por último todo lo que se refería a la ad-ministración de justicia y al gobierno eclesiástico o civil. Di-chas leyes fueron por lo general bien recibidas, mas añadiéron-se a ellas reglamentos que excitaron una alarma universal ycausaron las más violentas agitaciones. Como se creyó que lasconcesiones de terreno habían sido hechas sin discreción, seautorizó a las Audiencias reales para reducirlas a una extensiónmás moderada. A la muerte de su actual poseedor las tierras ylos indios que le habían sido concedidos no debían pasar a laviuda y a sus hijos, sino volver a la corona. Los indios debíanestar en adelante exentos del servicio personal, y no se les po-día obligar a llevar los equipajes en las marchas, ni a trabajaren las minas, emplearlos como buzos en la pesca de las perlas:fijábase el tributo que debían satisfacer a sus señores, y debíapagárseles como sirvientes alquilados por todos los trabajosque hiciesen voluntariamente. Toda persona que hubiese ejer-cido o ejerciese todavía destinos públicos, los hospitales y mo-nasterios debían ser despojados de las tierras y de los indios

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que poseyesen, y ser aquéllas incorporadas a la corona. Porúltimo todos los habitantes del Perú implicados en la querellade Pizarro y de Almagro, debían ser desposeídos también desus tierras y de sus indios, en provecho del monarca.En vano los ministros representaron al rey que los españolesestablecidos en el Nuevo Mundo no podían convertir en valo-res los extensos terrenos de que se habían apoderado, y que losindios naturalmente indolentes y perezosos se negarían al tra-bajo desde el momento que no se los obligase a él; en vanomanifestaron el temor de ver secarse de esta suerte fuentes deriquezas, que tan productivas empezaban a ser para la metrópo-li; Carlos, fuertemente aferrado a sus ideas, rehusó escucharaquellos avisos, y eligió para hacer ejecutar sus decretos hom-bres conocidos por su carácter firme y despótico, nombrandogobernador del Perú, con el título de virrey, a Blasco NúñezVela. A fin de que su autoridad fuese más imponente de darfuerzas a su administración, estableció en Lima una audienciareal, donde debían funcionar como jueces cuatro afamados ju-risconsultos.En cuanto fueron conocidos en el Perú los nuevos reglamentosmanifestose un profundo disgusto. Los conquistadores de esepaís, nacidos en su mayor parte en las clases inferiores y em-briagados por sus inmensas riquezas en poco tiempo adquiri-das, se entregaban a una licencia sin límites, licencia que favo-recían la distancia de la metrópoli y su estado de anarquía y deconfusión, consecuencia precisa de tantas guerras civiles.Concíbese por consiguiente el despecho y consternación quedebió producir entre aquellos turbulentos aventureros el anun-cio de una legislación severa que iba a poner un freno a suspasiones, y arrebatarles una fortuna que miraban como justarecompensa de sus trabajos y de sus sufrimientos. En cuantolos reglamentos fueron conocidos, juntáronse todos, hombres ymujeres, éstas llorando, aquellos declamando contra la injusti-cia y la ingratitud del soberano que les privaba de sus bienes,

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sin siquiera haberles oído. «¿Es éste, decían, el premio de tan-tos males como hemos sufrido, de tantos peligros como hemosarrostrado para servir a la patria? ¿Cuál de nosotros hay, porgrande que sea su mérito, por irreprochable que haya sido suconducta, que no pueda ser condenado en virtud de alguna deesas nuevas leyes, en términos tan vagos y generales concebi-das, que al redactarlas no parece sino que se ha tenido la inten-ción de tendernos a todos un lazo?» Fue tal la exasperaciónpública, que los descontentos se reunieron para concertar losmedios de oponerse con la fuerza a la entrada del virrey y a quela nueva legislación fuese promulgada; Vaca de Castro, con laprudencia y la habilidad que le caracterizaban, esforzose enconjurar la tormenta que amenazaba estallar. Había resueltoconformarse a las disposiciones tomadas por el rey, pero sabíaque era preciso desplegar una grande habilidad para determinara los españoles a someterse a los grandes sacrificios que se lesexigía. Convocó a los principales habitantes, y les prometióque en cuanto llegasen el virrey y los individuos de la Audien-cia les presentaría él mismo las quejas de los colonos, y que lespediría que permitiesen llegar sus humildes representaciones alsoberano, para suplicarle que tuviese a bien modificar las dis-posiciones que más lastimaban los intereses de los colonos.Vaca de Castro esperaba aún que algunas ligeras concesionespodrían disipar aquellos síntomas alarmantes que amenazabanal Perú; mas para alcanzar este resultado hubiera sido precisoque el virrey juntase la moderación a la firmeza, y poseyeseuna prudencia exquisita. Desgraciadamente Núñez Vela carecíade todas estas cualidades. De áspero carácter y de una rígidaseveridad, considerábase únicamente como encargado de hacerejecutar las órdenes de su soberano, y creía que debían emple-arse, si preciso era, los medios más violentos para llegar a esteresultado.En cuanto el virrey tomó tierra en Túmbez, el 4 de marzo de1544, comenzó a obrar de manera que quitaba toda esperanza

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de un acomodamiento. Por todas partes a su paso puso a losindios en libertad, privó de sus tierras y de sus trabajadores atodos los que desempeñaban algún destino, y para dar un ejem-plo notable de la estricta observancia de las nuevas leyes, noquiso permitir que su equipaje fuese llevado por los indígenas.Su marcha parecía más bien una invasión hostil, que la entradade un virrey que iba a tomar posesión de su gobierno. Su llega-da produjo en los pueblos una consternación que aumentó to-davía más al contestar a las primeras representaciones que lefueron dirigidas que había venido, no para discutir el mérito delos reglamentos, sino con la firme resolución de hacerlos ejecu-tar en todas sus partes. Esta declaración severa iba acompañadade maneras altivas y arrogantes, que chocaron grandemente alos veteranos del Nuevo Mundo, poco acostumbrados a respe-tar la autoridad civil.Desde entonces Vaca de Castro perdió toda esperanza; masestaba lejos de aguardar la suerte que le estaba reservada. Ha-bía partido para salir al encuentro del virrey, y a fin de dar unaprueba mayor de respeto hacia el representante de su soberano,se había hecho acompañar por un numeroso cortejo compuestode los más distinguidos habitantes. En el camino recibió unmensaje de Núñez Vela intimándole que depusiese su autori-dad. Vaca de Castro obedeció al momento, y continuó ade-lantándose resuelto a obedecer al nuevo virrey; mas si él seresignó de buen grado, los que le acompañaron no pudieron versin enojo el orgullo y la dureza de Núñez Vela. Volviéronse aCuzco indignados de su conducta, y llenos de terror al verpuestos en tales manos la vida y los bienes de los españoles.Sabedor Vaca de Castro de que habían informado al virrey con-tra él, y que le habían dicho que venía al frente de un partidoarmado, rogó a los amigos que le acompañaban que le dejasen,para no dar lugar a que se sospechase de su conducta, y envióun mensajero al virrey para asegurarle de su perfecta sumisión.

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El ex gobernador encontró al virrey a tres leguas de Lima y sepresentó a él con las manifestaciones del más profundo respeto.Los diputados de la ciudad de Lima dirigieron a Núñez Velaalgunas observaciones llenas de moderación sobre los regla-mentos, mas éste manifestó en los términos más precisos sudeterminación de cumplir rigurosamente sus funciones, y hastadeclaró que consideraría como un acto de traición y de rebeldíatoda tentativa que se hiciese para obligarle a desviarse de lalínea de conducta que se había propuesto seguir. A pesar de laspenosas sensaciones causadas por esta respuesta, Núñez Velaobtuvo una acogida digna de su rango; recorrió las calles ro-deado de una gran pompa, y luego pasó a la catedral, desdedonde, después de haber asistido al santo sacrificio de la misa,se dirigió al palacio de Pizarro, destinado para su morada.A pesar de haber aparentado que quedaba satisfecho de la con-ducta por Vaca de Castro observada, no dejaba el virrey de des-confiar de él, y como supiese al día siguiente que los jefes quehabían regresado a Cuzco habían promovido en esta ciudad unaespecie de asonada, atribuyó este movimiento a la influencia desu predecesor.En su consecuencia le hizo arrestar y se apoderó de todos susbienes.Sin embargo y a consecuencia de las observaciones que se lehicieron, le mandó sacar de la cárcel pública y retenerle en unsitio más decente, después de haber recibido de los principaleshabitantes de Lima una fianza de cien mil escudos, que éstosconsintieron en entregarle, a pesar de no estar en perfecta ar-monía con Vaca de Castro.No se limitó el virrey a este acto de rigor; muchos ciudadanosdistinguidos fueron presos, otros desterrados, y algunos conde-nados a muerte por haberse resistido a sus disposiciones tiráni-cas. Mas esta severidad intempestiva, lejos de producir el efec-to que de ella esperaba, sólo sirvió para arrastrar al país a un

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abismo de males. Agotose el sufrimiento de los españoles,quienes resolvieron seriamente sacudir el yugo tiránico que losabrumaba.

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Capítulo X

Gonzalo Pizarro es nombrado procurador general de los indios y comandan-te en jefe del Perú.- Muerte del inca Manco Capac.- Odio general contra elvirrey.- Sus disidencias con los magistrados de la Audiencia real.- Es de-puesto y preso por ellos.

El arresto de Vaca de Castro había producido una indignacióngeneral; es probable sin embargo que el virrey hubiera tenidosuficiente autoridad para impedir que estallase de una maneraviolenta, si los descontentos no hubiesen encontrado un jefecapaz por su crédito y su rasgo de reunir sus voluntades y dedirigir sus esfuerzos. Desde que eran conocidas en el Perú lasnuevas leyes, todos los españoles habían puesto los ojos enGonzalo Pizarro, como el único hombre capaz de evitar lasdesgracias que amenazaban a la colonia.Gonzalo Pizarro, inferior a sus hermanos en talentos, los igua-laba en resolución y firmeza; habíase además hecho querer dela mayor parte de los aventureros por su franqueza y su genero-sidad, cualidades que los soldados estiman, y de que carecíanFrancisco y Fernando. Los eminentes servicios que prestaradurante la conquista del Perú, y el renombre que adquiriera ensu extraordinaria expedición a la Canela, hacíanle aparecercomo el jefe más a propósito para dirigir una empresa difícil.De todas partes recibía cartas y diputaciones invitándole a de-fender a los españoles contra las medidas que los oprimían,prometiendo todos compartir con él su fortuna o morir en sudefensa.Gonzalo Pizarro era ambicioso y resuelto, y sin embargo per-maneció algún tiempo indeciso acerca la marcha que debíaseguir. Pensaba, no sin temor, en una demostración que le obli-

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garía sin duda a tomar las armas contra las tropas reales; maspor otra parte no podía olvidar la ingratitud del emperador paracon su familia. Su hermano Fernando gemía en un calabozo;los hijos de Francisco estaban bajo la vigilancia del virrey; élmismo se hallaba reducido a la condición de un simple particu-lar y expuesto además a ser despojado del fruto de sus servi-cios, por la aplicación de los nuevos reglamentos. Todas estasconsideraciones le disponían a responder al llamamiento de suscompañeros de armas, y le determinaron a salir de Chuquisacade la Plata, lugar de su residencia, para trasladarse a Cuzco,donde fue acogido con transportes de alegría, y como en triun-fo. Mirábasele como al salvador de su país, y en el primer calorde su entusiasmo los habitantes le nombraron procurador gene-ral de los españoles en el Perú, encargado de alcanzar la refor-ma de los desastrosos reglamentos. Las demás ciudades seapresuraron a imitar este ejemplo, y parecían competir entre sísobre cuál le daría más pruebas de confianza. Mientras que lasmunicipalidades le concedían el poder, los soldados, de comúnacuerdo, le proclamaban general en jefe de todas las fuerzas delPerú, título que halagaba más al viejo capitán que todas lasdignidades que le concedían los cabildos.Pizarro recibió con vivo agradecimiento estos testimonios de laconfianza pública; prestó solemnemente el juramento de des-empeñar con toda fidelidad los cargos que acababan de con-ferírsele, y defender hasta la última gota de su sangre los dere-chos del pueblo. Juzgaba con razón que la consecuencia nece-saria de ese movimiento sería una guerra, y por lo tanto tomólas medidas más enérgicas para intimidar a sus enemigos. Le-vantó un cuerpo de cuatrocientos hombres, a quienes equipócompletamente; apoderose en seguida del tesoro real, y nombrólos capitanes del ejército y los funcionarios civiles, impusocontribuciones, publicó decretos, y aunque tomó en sus manosla autoridad absoluta, nadie se manifestó descontento. Pro-pagábase por el contrario el espíritu de hostilidad contra el vi-

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rrey; varios oficiales distinguidos fueron de diferentes partesdel Perú a agruparse bajo el estandarte de Pizarro, quien seencontró en estado de desafiar las fuerzas de Núñez Vela. En-tonces salió de Cuzco al frente de un ejército lleno de ardor yentusiasmo, y se puso en marcha hacia Lima, aunque sin estarbien decidido sobre el plan de conducta que debía adoptar.

El orden de los tiempos nos obliga a interrumpir la relación deestos sucesos para referir la muerte del desgraciado MancoCapac, que aconteció por esta época. Algunos españoles, entrelos cuales se hallaba uno llamado Gómez Pérez, habían huidode Cuzco para escapar de la tiranía de los Pizarros, y hallado allado del inca protección y seguridad. Para jugar con los espa-ñoles, este príncipe se había mandado hacer un juego de bolosbajo la dirección de éstos, porque los indios no conocían estadiversión, en la cual gustaba al inca ejercitarse. Gómez Pérez,tan grosero como maleducado, suscitaba siempre disputas so-bre las jugadas, y un día entre otros contrarió con tanta insolen-cia y obstinación al inca, que éste le pegó recordándole a quiénhablaba. Furioso el español levanta en alto la bola que tenía enla mano, y la arroja con tanta fuerza a la cabeza del príncipe,que el desgraciado cae sin vida en el suelo. Al ver esto los in-dios se arrojan sobre los españoles, que haciéndose fuertes enuna cabaña, resistieron al principio a sus ataques; mas habiendoaquéllos pegado fuego a la habitación que les servía de refugio,quisieron huir, y sucumbieron todos bajo las flechas de los sal-vajes. Tal fue el fin de aquel desgraciado inca, a quien su retiroen las más escarpadas montañas de su reino no pudo librar delas manos de los españoles, y que murió víctima de los mismosa quienes colmara de beneficios.Entretanto la posición de Núñez Vela en Lima era de cada díamenos halagüeña. Su carácter violento le había enajenado lavoluntad de la mayor parte de sus oficiales, y afirmado a susenemigos en sus proyectos hostiles. Su administración era de-

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testada por el pueblo, por los ciudadanos de todas clases, ysobre todo por los oidores de la Audiencia real a quienes sualtivez indignaba. Ya durante la navegación habíanse manifes-tado entre ellos y el virrey síntomas de frialdad y de descon-fianza; esta falta de armonía había ido en aumento desde sullegada, y éste fue un nuevo elemento de discordia que vino aacrecentar los que existían ya en la comarca.Instruido Núñez Vela de la marcha de Pizarro y de la formida-ble actitud que tomara, comprendió que no debía perder unmomento en reunir fuerzas que pudiesen resistir a las de susadversarios; mas viose flojamente secundado por los funciona-rios públicos que había nombrado. No fue éste sin embargo elpeor desengaño que tuvo que deplorar. Pronto echó de ver queno podía fiarse de sus oficiales, y vio a muchos de ellos pasarsea las banderas de Pizarro con los soldados que capitaneaban.Pedro Puelles, jefe de distinción, que había sido teniente deGonzalo en Quito, apenas supo que su antiguo comandantemarchaba hacia Lima, cuando se apresuró a ir a reunírsele, lle-vando consigo más de cien hombres, la mayor parte de ellosmontados. La noticia de esta defección llenó de despecho alvirrey, el cual envió al momento a Gonzalo Díaz con fuerzassuficientes para impedir la unión de Puelles con Gonzalo; masen lugar de desempeñar su misión, Díaz determinó a sus solda-dos a seguir el ejemplo de Puelles, y fueron juntos a reunirsecon el ejército de Pizarro en Guamanga. Estas defecciones, queno fueron las únicas, dieron a conocer a Núñez Vela que nodebía fiarse en ninguno de sus capitanes, y en su consecuenciatomó la resolución de dirigir él mismo todas las operaciones.Detestado del pueblo, abandonado de sus soldados, en todocontrariado por los jueces, manifestose más que nunca severo,hasta que un acto de crueldad llenó la medida del odio de queera objeto y apresuró su caída.

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Habiéndose pasado a Pizarro dos parientes del comisario IllánSuárez, Núñez Vela sospechó que este hombre honrado habíafavorecido su fuga, y mandó a un oficial que fuese de nochecon algunos soldados a la habitación de Suárez, y lo trajese alinstante a su presencia. Esta orden fue puntualmente ejecutada,intimose a Suárez, sorprendido en la cama, que se levantara, yfue conducido ante el virrey. En cuanto tuvo delante a Suárez,Núñez Vela le dijo con acento descompasado: «¡Traidor! ¿con-que has enviado a tus sobrinos al servicio de Pizarro? -No soytraidor, señor,» respondió con calma Suárez. El virrey replicójurando: «Eres traidor al rey.- Señor, replicó el comisario, soytan bueno y leal servidor del rey como vos.» Núñez Vela, inca-paz de moderar su furor, lanzose sobre él, y le hundió su puñalen el pecho; los soldados que estaban presentes se arrojaronentonces sobre aquel desgraciado y le remataron sin que pudie-se resistirse.En cuanto este acto de crueldad fue conocido, conmoviose todala ciudad: sabíase que el comisario había sido siempre uno delos más celosos partidarios del virrey, y si tal tratamiento re-servaba para sus amigos, ¿qué podía esperarse que haría consus contrarios? Los jueces de la Audiencia comenzaron unainformación, a consecuencia de la cual tuvo el virrey que jurarque el crimen había sido cometido sin participación suya.Otra medida causó también una gran sensación en Lima: elvirrey dio orden a Cueto que prendiese a los hijos de FranciscoPizarro, y que los llevase a bordo de una nave, donde los ten-dría bajo su custodia, con el licenciado Vaca de Castro. Coneste motivo dio a Cueto el mando de la flota, porque temía queAntonio de Ribera ocultase aquellos jóvenes confiados a suvigilancia. Esta traslación hizo mucho ruido: el pueblo se con-movió, y los oidores enviaron a uno de ellos, el licenciadoZárate, a suplicar al virrey que no retuviese a la hija de Pizarro,doña Francisca, en un lugar donde no podía permanecer sindesdoro suyo, entre marinos y soldados. No tan sólo no pudo

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alcanzar nada acerca de esto, sino que el virrey le manifestó suintención de retirarse a Trujillo. Respecto de esto los magistra-dos le respondieron que habiéndoles su Majestad enviado pararesidir en Lima, estaban resueltos a no salir de esta ciudad sinopor una nueva orden del monarca. El virrey formó entonces eldesignio de apoderarse del sello real y llevarlo consigo a Truji-llo, a fin de que si los oidores no querían seguirle, quedasen enLima como simples particulares, sin poder dar audiencia nidespachar ningún negocio.Conocedores los magistrados de este designio, enviaron a lla-mar al canciller, le quitaron el sello, y lo pusieron en manos dellicenciado Cepeda, como el más antiguo de todos. Redactaronen seguida una acta protestando contra toda violencia que se leshiciese para obligarles a salir de Lima, e invitando a todos losbuenos ciudadanos a defenderlos. De esta suerte encontrose elpueblo dividido en dos partidos: uno que sostenía al virrey, yotro que defendía a los oidores. Éste era el más popular y másnumeroso, si bien el primero se apoyaba en la fuerza.El virrey empezó por hacer levantar barricadas en muchas ca-lles y fortificar su palacio, rodeose de guardias y sus patrullasrecorrían continuamente la ciudad. Entre tanto reuniéronse ensecreto los más fogosos partidarios de los oidores; mas comohubiesen fracasado en su tentativa de ganar la tropa del virrey,hallábanse en extremo indecisos, mirando su causa como per-dida. El peligro era urgente, cuando Francisco de Escobar,hombre distinguido y que gozaba de gran crédito, propuso osa-damente tomar las armas, bajar a la calle y morir como valien-tes, antes que dejarse prender sin defensa. Sus palabras electri-zaron los ánimos, y todos los que asistieron a aquella reuniónsalieron de ella para correr a la plaza pública, aunque sin saberfijamente qué era lo que iban a hacer.Era media noche, y el virrey fatigado de los trabajos del díaacababa de retirarse para entregarse al sueño. Hallábase el pa-lacio rodeado de fuertes destacamentos de soldados, que era

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imposible forzar. En aquel momento crítico y cuando los oido-res y sus partidarios empezaban a perder toda esperanza, vieroncon tanta sorpresa como alegría a dos oficiales, Robles y Ribe-ra, que estaban de guardia en la puerta del palacio, abandonarsu puesto con sus soldados y venir a reunirse con ellos. Esteejemplo fue seguido por otros, y la deserción se hizo en pocosinstantes tan general, que sólo quedaron para defender el pala-cio del virrey unos cien hombres apostados en el interior.Este cambio inesperado puso a los oidores en estado de tomarla ofensiva, y creyendo inútil disimular sus intenciones, hicie-ron publicar una proclama que atrajo a una gran multitud delpueblo. En aquel momento fueron disparados algunos tirosdesde las ventanas del palacio, y los soldados, irritados conaquel acto de hostilidad, declararon a gritos que iban a tomar elpalacio por asalto. No queriendo los jueces recurrir a la violen-cia hasta que no les quedase otro recurso, emplearon todos susesfuerzos para calmar la exasperación de los soldados, lo quefelizmente alcanzaron. Entonces enviaron un oficial, Antoniode Robles y a fray Gaspar de Carvajal, superior de santo Do-mingo, para entrar en tratos con el virrey. Invitáronle a quefuese a la iglesia mayor para tener en ella una entrevista con losjefes del movimiento, suplicándole que dejara de tentar unaresistencia imprudente, que podría ser fatal a él y a los suyos.Esta recomendación era inútil, porque al acercarse los parla-mentarios a doscientos hombres, que habían permanecido hastaentonces en su puesto, lo abandonaron de repente. En esto sol-dados y populacho, a quienes nada contenía ya, entraron en elpalacio y lo saquearon. Alarmado por este ataque repentino ytemiendo por sus días, Núñez Vela tomó el único partido que lequedaba, y fue salirse por una puerta secreta para ir a la cate-dral, donde le aguardaban ya los oidores.Pasaba esto el 28 de septiembre de 1544, y desde aquel mo-mento los magistrados miraron su triunfo como seguro. NúñezVela era tan generalmente odiado, que su caída no fue endul-

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zada por la menor muestra de compasión; sino que por el con-trario todo el pueblo se entregaba por todas partes a la alegría.Después de una corta deliberación, los oidores determinaronenviar al virrey a España, y acto continuo fue conducido a lacosta para ser embarcado. Topose empero con un obstáculoinesperado. El almirante Cueto negose a obedecer una ordenque consideraba como ilegal, y hasta amenazó declararse con-tra los que acababan de usurpar la autoridad.Los oidores contestaron a esto que Núñez Vela respondería consu cabeza de la obediencia del almirante, quien consintió porfin en lo que tan imperiosamente se le exigía, soltando a loshijos de Pizarro y recibiendo al virrey a bordo. Sin embargocomo las naves no estaban en disposición de hacerse a la vela,el virrey fue enviado a una pequeña isla ínterin se disponía suregreso a España, a donde se dispuso que le acompañase eloidor Álvarez, a quien dieron sus colegas el encargo de apoyarante el emperador las acusaciones contra aquél dirigidas, y de-fender sus propias acciones.

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Capítulo XI

Desavenencias de los oidores con Gonzalo Pizarro.- Entrada de éste enLima.- Se hace nombrar gobernador general.- Aparece de nuevo en escenaNúñez Vela.- Levantamiento de Diego Centeno.- Retirada del virrey.- Bata-lla de Quito.- Muerte de Núñez Vela.

El primer cuidado de los oidores, en cuanto fue reconocido enla ciudad su poder, fue ocuparse en los nuevos reglamentos,para cuya ejecución proclamaron una prórroga. Movíales aobrar así un doble motivo, a saber, dar una satisfacción al pue-blo exasperado con aquellos reglamentos, y encontrar un pre-texto para alejar a Gonzalo Pizarro, cuya ambición y poder lescausaban no infundadas zozobras. Mas como por otra parte nopodían esperar que un hombre del carácter de Pizarro se avinie-se a abandonar tranquilamente la posición formidable en que secolocara, quisieron ante todo sondear sus intenciones. Tomaronen su consecuencia el partido de enviarle un mensaje oficialpara darle a entender que, no existiendo ya el motivo que lehabía impulsado a tomar las armas, licenciara su ejército y fue-se sin tardanza a Lima acompañado tan sólo de veinte hombres.No era fácil encontrar personas bastante resueltas para desem-peñar una misión tan peligrosa con un jefe del carácter de Gon-zalo; mas Agustín de Zárate (el historiador del Perú) y Riberaconsintieron en encargarse de ella y partieron para el valle deZanja, donde se hallaba aquél acampado. Pizarro tenía ya noti-cia de la embajada que se le mandaba, y temiendo que si losenviados de los oidores se presentaban ante el ejército y notifi-caban públicamente la orden de los magistrados, se promoviesealguna asonada entre sus soldados, que deseaban entrar en Li-ma en son de guerra, mandó al momento a Villegas, uno de suscapitanes, con un fuerte destacamento para detener a los men-

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sajeros. Esta orden fue ejecutada sin dificultad, y Zárate, porta-dor de los despachos, fue preso y conducido a Pariacuca, paraque aguardara allí al general, que llegó a los diez días.Pizarro estaba muy distante de querer someterse a lo que man-daban los oidores: su ambición, excitada por las favorablescircunstancias que le rodeaban, le mostraba cercano el día enque podrían realizarse todos sus sueños de gloria y de poder:creía que en medio de la confusión que reinaba en el Perú, to-caba al momento en que podría llegar a la autoridad absoluta.Parecíale en efecto que el prestigio de su nombre y su propiacelebridad debían ganarle todos los sufragios, y que el pueblono podía dejar de preferirle a unos magistrados recientementellegados al país y sin ningún conocimiento militar. Alentábaleen estas ideas ambiciosas Francisco Carvajal, quien habiendopasado su vida en los campamentos estaba por las medidasosadas y decisivas. «El simple título de procurador general,decía, no puede bastar a un Pizarro; preciso es que se haganombrar gobernador general y comandante en jefe de los ejér-citos del Perú.» Costole poco a Pizarro adherirse a unas ideasque tan en consonancia estaban con las suyas, y que se hallabanrobustecidas por el apoyo que le prestó uno de los oidores.Cepeda, presidente a la sazón de la Audiencia, y consagrado enapariencia a los intereses de su partido, mantenía tiempo hacíauna correspondencia secreta con Pizarro. Hábil y astuto, habíavisto que el poder de sus compañeros no descansaba en ningu-na base sólida, y convencido de que la fortuna brindaría consus favores a Pizarro, había procurado conciliarse las buenasgracias de este jefe, dándole seguridades de su activa coopera-ción.Entretanto Gonzalo se había acercado hasta una milla de Lima,e intimado a los oidores que le reconociesen como gobernadory capitán general del Perú; mas como éstos vacilasen, Pizarro,impaciente, quiso poner término de una vez a sus dudas.

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Carvajal entró en la ciudad con un fuerte destacamento, mandóprender a veinte y ocho habitantes de los más notables y cono-cidos como enemigos de Pizarro, y al día siguiente hizo salir desus calabozos a tres de los presos, y sin formación de procesomandó colgarlos de un árbol a la entrada de la ciudad, amena-zando tratar de la misma manera a todo el que se opusiese alnombramiento de Pizarro. Aterrorizados los oidores y sabiendoque Carvajal era hombre para realizar sus amenazas, consintie-ron en todo lo que se exigió de ellos. Los habitantes, asustados,enviaron muchas diputaciones a Pizarro para suplicarle quepusiese freno a la crueldad de su capitán; y el general, que nohabía expedido tales órdenes, deploró vivamente aquel funestoacontecimiento, que podía serle muy perjudicial, y mandó almomento a Carvajal que cesase en sus rigurosas ejecuciones,que pusiese en libertad a todos los presos, y hasta que se quita-ran del árbol los cadáveres de los que habían sido ahorcados.Pizarro ordenó después de esto su hueste, e hizo su entrada enLima con gran pompa el 28 de octubre de 1544. Dirigiose enseguida, acompañado de sus principales jefes, a la habitaciónde Zárate, donde estaban los oidores, los cuales le reconocieroncomo gobernador y capitán general del Perú.Recibidos sus juramentos, Pizarro se trasladó a la municipali-dad donde tuvo lugar la misma ceremonia; y desde aquel mo-mento fue reconocido su poder primero en la ciudad, y luegoen las provincias cercanas.Viéndose ya Pizarro dueño de un poder que nadie le disputaba,nombró para los principales empleos a sus más fieles partida-rios. Proveyó además, por el ministerio de los magistrados dela Audiencia, al despacho de los negocios públicos y a la admi-nistración de justicia. Mas aunque puso mucho cuidado en elpuntual cumplimiento de sus deberes, no dejó de hacer descon-tentos. Fue uno de ellos el capitán Diego Gumiel, apasionadoservidor que había sido hasta entonces de Pizarro, el cual leabandonó repentinamente porque no había obtenido de él un

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departamento de indios que le pidiera para uno de sus amigos.Empezó entonces a quejarse abiertamente del general y de losoidores, diciendo que habían usurpado el gobierno que tocabade derecho al hijo de Francisco Pizarro, y que los buenos espa-ñoles debían reunir sus esfuerzos para hacer que fuese dada laautoridad al legítimo heredero de su antiguo gobernador. Comollegasen estos rumores a oídos de Gonzalo, encargó a Carvajalque tomase averiguaciones e impusiese silencio al capitán.Daríale probablemente esta orden sin intención de mandar unaejecución violenta; mas Carvajal, naturalmente inclinado a em-plear los medios extremos, fuese en derechura a casa de Gu-miel, y sin más forma de proceso, le mandó estrangular y ex-poner su cadáver en la plaza pública. Tales actos de crueldad,con harta frecuencia repetidos con menoscabo del buen nombrede Pizarro, que cerraba los ojos a los actos bárbaramente atro-ces de su principal consejero, empezaron a suscitarle muchosdescontentos.Apenas estuvo Pizarro en el poder cuando vio que en vez degobernar pacíficamente una comarca feliz, se vería prontoobligado a acudir a las armas para sostener su autoridad, masde todos modos no creía que estuviese tan cerca el momento dela lucha, así como estaba muy distante de pensar en el enemigoformidable que contra él iba a levantarse.Dejamos apuntado más arriba que el virrey había sido puesto abordo de una nave bajo la custodia de un individuo de la Au-diencia, que debía llevarlo a España. En cuanto estuvo el buquefuera del puerto, Álvarez se acercó al virrey con los ojos baña-dos en llanto y, ora fuese que sintiese en realidad remordimien-tos de haber tomado parte en un acto ilegal, o que temiera lasconsecuencias de su conducta a su llegada a España, echose asus plantas, y manifestándole su sentimiento por la parte quetomara en todo lo que acababa de pasar, declarole que desdeaquel momento era libre, y que sólo él tendría el mando delbuque. Juntósele pronto otra nave tripulada por amigos suyos,

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y el virrey aprovechándose de estas circunstancias favorablesmandó dirigir las dos embarcaciones hacia Túmbez.En cuanto llegó a este puerto empezó a obrar con tanta activi-dad como energía; hizo que fuese reconocida su jurisdicciónsobre esta colonia, y envió emisarios a todas las provinciaspara denunciar la conducta ilegal de Pizarro, e intimar a lasautoridades de los establecimientos cercanos que viniesen aponerse bajo sus banderas, amenazando con tratar como rebel-des a los que no obedeciesen. Comprendiendo cuán necesarioera reunir fuerzas suficientes antes que pudiese Pizarro marcharcontra él, nada descuidó para juntar un ejército, y sus esfuerzosno fueron infructuosos.Reuniéronsele un gran número de españoles, unos por inclina-ción, descontentos otros de la conducta violenta de Pizarro.Núñez Vela se encontró pronto al frente de una hueste, poconumerosa sin duda para arriesgar una batalla, pero bastanteconsiderable para servir de punto de reunión a los que se sintie-sen inclinados a abrazar su causa. No pudo sin embargo per-manecer mucho tiempo en Túmbez: un oficial de Pizarro lla-mado Bachicao, que se hallaba casualmente en esta comarcacon una misión particular, apoderose de las dos naves, y obligóal virrey a retirarse al interior.Habiendo llegado a noticia de Pizarro que Núñez Vela, puestoen libertad, trabajaba para recobrar el poder, envió a todas par-tes los oficiales que le eran más adictos, con el doble objeto dereclutar soldados para él e impedir que el virrey recibiera re-fuerzos. Esperaba destruirle fácilmente en cuanto lograse inter-ceptar toda comunicación con la costa, puesto que Núñez Velacarecía de medios para sostener largo tiempo la lucha en elinterior de las tierras.Sobrevino por este tiempo un suceso que, dividiendo las fuer-zas de Pizarro, favoreció grandemente la causa del virrey.Francisco Almandras, comandante por Gonzalo en la Plata,

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llevado de un celo indiscreto, había hecho prender por merassospechas a Gómez de Lema, uno de los habitantes más distin-guidos de la ciudad. Esta severidad exagerada descontentó a losdemás moradores, que dirigieron representaciones a Almandrasrogándole que pusiese en libertad al preso. Negose éste a escu-char sus reclamaciones, y como hubiese oído a algunos amigosde Lema decir en tono amenazador que ellos sabrían libertarle,dio orden para que el desgraciado fuese estrangulado durante lanoche, y que su cabeza fuese expuesta en la plaza pública. Esteespectáculo llenó de indignación y de sorpresa a los habitantesde la Plata, y convencidos de que sus vidas no estarían segurasmientras estuviesen en poder de un hombre tan cruel, reunié-ronse muchos de ellos en secreto y trazaron una conspiracióncontra Almandras. El más distinguido entre los conjurados porsus talentos y categoría era Diego Centeno, antiguo partidariode Pizarro, y que le había vuelto la espalda al verle arrogarseun poder arbitrario. Centeno excitó a los más exaltados, yquedó resuelta la muerte del comandante. Los conjurados sereunieron un domingo en casa de su víctima con la intenciónaparente de acompañarle a misa, y lanzándose de repente sobreél le apuñalaron, aunque teniendo la bárbara complacencia deno rematarlo, y arrastrándole hasta la plaza, le hicieron decapi-tar como rebelde y traidor al rey de España.Esta insurrección, pues realmente lo era, necesitaba un jefe, yfue elegido Centeno. Envió al momento a López de Mendoza aArequipa para sorprender al jefe que mandaba allí en nombrede Pizarro; aquél huyó y Mendoza se apoderó de todas las ar-mas y provisiones que pudo encontrar, alistó nuevos soldados yvolvió a la Plata. Centeno se encontró con esto a la cabeza dedoscientos cincuenta hombres.Al acaecer esta rebelión Pizarro no estaba ya en Lima, sino quemarchaba contra el virrey resuelto a presentarle un combate,cuyo resultado no podía ser dudoso, atendida la diferencianumérica de los dos ejércitos. En posesión de las rentas públi-

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cas, teniendo bajo su jurisdicción las principales ciudades delPerú, y estando al frente de un ejército valiente, numeroso yadicto, encontró desde luego tantos recursos como se presen-taban al virrey obstáculos. Decidido empero éste a no aceptarla batalla se retiró a Quito para aguardar allí los refuerzos conque contaba.Pizarro marchó en su seguimiento, y Carvajal, que mandaba lavanguardia, hubiera más de una vez caído sobre los contrarios,a no estorbárselo la vigilancia de Núñez Vela, que quería evitarun encuentro que le hubiera sido funesto. De esta suerte los dospartidos recorrieron, el uno marchando en retirada y el otropersiguiéndole, un espacio de más de mil leguas. Durante estamarcha extraordinaria, de que hay pocos ejemplos en la histo-ria, fueron indecibles las fatigas y los padecimientos por una yotra parte: unos y otros sufrieron los rigores del hambre y vié-ronse reducidos muchas veces a comerse sus caballos. Las tro-pas de Pizarro eran sin embargo las que más padecían, puestoque Núñez Vela nada dejaba en pos de sí, y Gonzalo vio reno-varse todos los desastres de su expedición a la Canela. Los sol-dados de uno y otro bando manifestaron una constancia a todaprueba, y ninguno se quejó de un destino tan cruel. El virreyinvitó muchas veces a los que estaban extenuados a que aban-donasen su servicio, mas ninguno de ellos quiso aprovecharsede este permiso, a pesar de la suerte que les amenazaba. Carva-jal se apoderaba de los rezagados, y ¡ay de ellos si eran de al-guna categoría! pues eran muertos en el acto. El ejército delvirrey llegó por fin a Quito en el estado más deplorable.Aquel mismo día la vanguardia de Carvajal apareció bajo lasmurallas, y Núñez Vela tuvo que evacuar aquella plaza que leera imposible defender; saliendo de ella con tanta precipita-ción, que su marcha más que una retirada, parecía una derrota.Su ejército no experimentó ningún alivio, porque Pizarro con-tinuó persiguiéndole con la misma rapidez y perseverancia.Núñez Vela pudo escapar por fin a su enemigo, metiéndose

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después de muchas fatigas en la provincia de Popayán, y Gon-zalo, perdida la esperanza de darle alcance dejó de perseguirley volvió a Quito, donde era necesaria su presencia para hacerrostro a nuevos peligros.Diego Centeno había sido después de su rebelión infatigable ensus esfuerzos, y tomado una actitud temible: casi todas las pro-vincias del sur le eran adictas y disponía de considerables fuer-zas. Pizarro no perdió ni un solo instante para detener a tanpeligroso enemigo, y envió al sur al fiel Carvajal, mientras queél permanecía en Quito para observar los movimientos del vi-rrey, y dar a sus soldados el descanso de que tanto necesitaban.Núñez Vela no permanecía entre tanto inactivo: en cuanto tuvoun momento de respiro empleó toda su energía en aumentar susmedios de resistencia. Benalcázar, capitán de grande influen-cia, cuyo nombre hemos citado tantas veces, había ido a reunír-sele y levantado con su activa cooperación más de cuatrocien-tos hombres en la sola provincia de Popayán.El virrey mandó entonces intimar a todas las autoridades civi-les y militares de las ciudades inmediatas que prestasen su apo-yo a la causa legítima. Algunos de su bando, con el objeto deevitar los desastres que son consiguientes en toda guerra civil,le aconsejaban que entrase en negociaciones con Pizarro; masNúñez Vela rechazó este parecer con indignación, declarandoque no transigiría jamás con traidores y rebeldes, y que nohabría entre él y ellos más árbitro que la espada.Pizarro conocía la firme resolución de su antagonista, y con-veníale por otra parte poner fin a tan porfiada contienda. Comoveía claramente que el virrey no saldría de Popayán ínterin nose encontrase al frente de fuerzas superiores o cuando menosiguales a las suyas, Gonzalo resolvió valerse de la astucia parahacerle salir de su retiro y atraerle al campo de batalla que élmismo eligiese. En su consecuencia hizo correr la voz de queiba a marchar contra Centeno, y que Pedro Puelles se quedaría

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en Quito con solos trescientos hombres. Fingió ponerse élmismo en disposición de ejecutar este designio: señaló a losque debían formar parte de la expedición y los que quedar de-bían con Puelles, y después de una revista general salió de Qui-to, aunque deteniéndose a tres jornadas so pretexto de enfer-medad. Su plan hubiera fracasado completamente a haber teni-do el virrey noticia de estos hechos por un conducto menossospechoso; y en esto la casualidad sirvió a Pizarro a medidade sus deseos. Núñez Vela tenía en Quito un espía encargadode seguir los pasos del enemigo; mas este espía, haciendo trai-ción al que le empleaba, descubriose a Gonzalo, y le dio a co-nocer las cifras de que se servía en su correspondencia con elvirrey. Pizarro le mandó escribir todo lo que pasaba y entrególa carta al indio portador ordinario de aquellas comunicaciones:además de esto y por consejo suyo Pedro de Puelles escribió alejército de Popayán que se había quedado en Quito con solostrescientos hombres, y que si quería moverse hacia esta ciudadpodía hacerlo sin temor puesto que el país había quedado sindefensa con la ausencia de Pizarro. Puelles encargó esta comi-sión a indios que habían sido testigos de la marcha del ejércitode Gonzalo para que pudiesen afirmarlo, y lo preparó todo desuerte que las cartas fuesen fácilmente sorprendidas por losagentes del virrey, como así sucedió en efecto.Núñez Vela dio crédito a estas cartas, que le parecían procederde conductos tan diferentes, y figurose que con sus cuatrocien-tos hombres vencería fácilmente a Pedro de Puelles, y que laderrota de éste llevaría en pos de sí la de Pizarro. Salió pues dePopayán y marchó rápidamente sobre Quito. Conocedor Gon-zalo de todos los movimientos del enemigo y sabiendo queestaba a doce leguas de la ciudad, reuniose con Puelles, y seadelantó al encuentro del virrey, aunque por un camino distintodel que éste había seguido. Núñez Vela llegó delante de Quitosin sospechar siquiera la estratagema empleada contra él, yfirmemente convencido de que no tendría que combatir más

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que con Pedro de Puelles, entró sin la menor oposición en laciudad, donde supo el lazo que le habían tendido y la reuniónde los dos jefes. Esta noticia era para él un golpe terrible, por-que Gonzalo, con su último movimiento acababa de cortarle laretirada, y no había más recurso que rendirse o combatir. Elvirrey optó por este último partido.Al día siguiente, 18 de enero de 1546, el virrey reunió sus tro-pas, las arengó para alentarles a que se mantuvieran fieles a susoberano, y dio en seguida la señal del combate. «Llegados losescuadrones a vista uno de otro, dice Garcilaso de la Vega,salieron arcabuceros de una parte y otra a trabar la escaramuza.Los de Pizarro hacían mucha ventaja a los del visorrey, por lamucha y muy buena pólvora que llevaban, y los arcabucerosmuy diestros por el mucho ejercicio que habían tenido; y losdel visorrey todo en contra. Los escuadrones se acercaron tan-to, que fue necesario recogerse los sobresalientes a sus bande-ras. De parte de Gonzalo Pizarro salió a recoger los suyos elcapitán Juan de Acosta, y con él otro buen soldado llamadoPáez de Sotomayor: entonces mandó Gonzalo Pizarro al licen-ciado Carvajal, que con su compañía acometiese por el ladodiestro de los enemigos, y él se puso delante de su gente decaballo; mas sus capitanes no lo consintieron, y lo pusieron aun lado del escuadrón de la infantería, y con otros siete u ochoen su compañía, para que de allí gobernase la batalla. La gentede caballo del visorrey, que serían hasta ciento y cuarentahombres, viendo que los del licenciado Carvajal iban a ellos,les salieron al encuentro y arremetieron todos juntos de tropel,tan sin orden y tan sin tiempo, que cuando llegaron a los ene-migos iban ya casi desbaratados, porque una manga de arcabu-ceros que los esperaba por un lado, les hizo mucho daño, y ellicenciado Carvajal y los suyos los maltrataron mucho, queaunque eran pocos tenían ventaja a los del visorrey, porqueellos y sus caballos estaban descansados y fuertes para pelear;y los del visorrey, por el contrario, cansados y debilitados, y así

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cayeron muchos de los encuentros de las lanzas; y juntándosetodos pelearon con las espadas y estoques, hachas y porras, yfue muy cruel la batalla. A esta sazón acometió el estandarte deGonzalo Pizarro con hasta cien hombres de caballo, y hallandolos enemigos tan mal parados, los acabó de desbaratar con mu-cha facilidad. Por otra parte era grande la pelea de la infanteríacon tanta vocería y ruido, que parecía de mucha más gente dela que era... El visorrey andaba peleando entre su gente de ca-ballo, había hecho muy buenas suertes, que del primer encuen-tro derribó a Alonso de Montalvo, y hizo otros lances con mu-cho ánimo y esfuerzo; andaba disfrazado, que sobre las armastraía una camiseta de indio, que fue causa de su muerte; viendolos suyos ya perdidos quiso retirarse, mas no le dejaron, porqueun vecino de Arequipa, llamado Hernando de Torres, se en-contró con él; y no le conociendo, le dio a dos manos con unahacha de armas un golpe en la cabeza, de que lo aturdió y diocon él en tierra... El licenciado Carvajal, viendo vencidos loscontrarios, anduvo con gran diligencia corriendo en el campoen busca del visorrey, para satisfacer su ira y rencor sobre lamuerte de su hermano:halló que el capitán Pedro de Puelles le quería matar, aunqueestaba ya casi muerto, así de la caída, como de un arcabuzazoque le habían dado. A Pedro de Puelles dio a conocer al viso-rrey un soldado de los suyos, que si no fuera por el aviso queéste le dio, no le conociera según iba trocado el hábito... En-tonces mandó el licenciado a un negro suyo que le cortase lacabeza, y así se hizo y la llevaron a Quitu (sic), y la pusieron enla picota, donde estuvo poco espacio hasta que lo supo GonzaloPizarro, de que se enojó mucho, y la mandó quitar de allí yjuntarla con el cuerpo para enterrarlo... Algunos soldados hubomuy desacatados que le pelaron parte de las barbas... y un ca-pitán de los que yo conocí trajo algunos días por pluma partede las barbas, hasta que también se las mandaron quitar. Asíacabó este buen caballero, por querer porfiar tanto en la ejecu-

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ción de lo que ni a su rey ni a aquel reino convenía etc.» Estabatalla costó la vida a cerca doscientos hombres del partido delvirrey, al paso que Pizarro, según el testimonio nada sospecho-so de Agustín de Zárate, no perdió más que siete.La conducta de Gonzalo Pizarro después de la victoria fue muydistinta de lo que de él se esperaba, puesto que no manchó sutriunfo con la muerte de ninguno de sus prisioneros, y mostróuna clemencia cual no podía esperarse de su carácter. Repusoal bravo Benalcázar en el empleo de que gozaba antes, mos-trando la misma inteligencia con otros capitanes que le juraronobediencia. Mandó celebrar magníficos funerales en honor deNúñez Vela y de otros personajes distinguidos que perecieronen el combate, asistiendo él mismo de gran luto a la fúnebreceremonia, con sus principales jefes. Aquellos actos de cle-mencia, el perdón concedido al hermano de Núñez Vela y suconducta en general eran a propósito para hacer nacer las máslisonjeras esperanzas, así que la mayor parte de los españolesconsideró aquella batalla como un acontecimiento venturoso,que iba a volver en fin la tranquilidad al país.

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Capítulo XII

Dispersión de la partida de Centeno.- Carta de Carvajal a Pizarro brindándo-le a que se proclamara rey del Perú.- Cepeda le aconseja en el mismo senti-do.- Negativa de Pizarro.- Su entrada triunfal en Lima.

Libre de su más terrible enemigo, y terminada la guerra civil enaquella parte del Perú, Pizarro aprovechó su permanencia enQuito para ocuparse en todo lo que era necesario al restableci-miento del orden. Como no se le ocultaba la ilegalidad de suconducta, deseaba conciliarse los ánimos de todos tomandomedidas justas y prudentes. La real Audiencia se hallaba com-pletamente desorganizada, y por lo tanto se creyó con derechopara publicar las indispensables ordenanzas a fin de imprimiruna marcha regular a los negocios públicos. Consagró todo sutiempo al examen de la situación interior del país, y auxiliadopor Cepeda, su principal consejero y su confidente, adoptó sa-bias medidas y cuales nadie hubiera podido esperar de un sol-dado que había hasta entonces vivido en los campamentos.Sin embargo de que por la parte del sur Carvajal había obradocon actividad, no había podido dispersar las tropas de Centeno,ni causarles una derrota decisiva. El joven caudillo del movi-miento de la Plata había dado muestras de grandes talentos enlas evoluciones militares que tenía que hacer todos los días, yapara burlar a su enemigo, ya para evitar su persecución, en quese empeñó aquél por espacio de más de doscientas leguas. Nole quedaban ya más que ochenta hombres: el resto de su gentehabía sucumbido a las fatigas y en las repetidas escaramuzas deCarvajal.Convencido de que no podría hallar asilo seguro en tierra quisobuscar uno en el mar, y siguió la costa hasta Arequipa, dondeesperaba encontrar una nave; mas viose de tal suerte acosadopor su perseguidor, que, no pudiendo embarcarse, despidió a

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sus soldados y huyó acompañado tan sólo de un oficial y uncriado. Los fugitivos hallaron un asilo en una caverna dondepermanecieron ocultos por espacio de ocho meses. López deMendoza, uno de los capitanes de Centeno, que había logradoescaparse con algunos hombres, se refugió en el gobierno deuno de sus amigos, donde su reputación atrajo en torno de élciento cincuenta hombres, con los cuales abrió de nuevo lacampaña. Una noche atacó el campo de Carvajal y pilló todossus bagajes; mas cuando estuvo a unas treinta leguas del cam-pamento se detuvo para descansar en un pueblo, creyendo queCarvajal no habría podido seguir sus huellas; pero el ancianocaudillo, activo e infatigable como un joven, y picado dehaberse dejado sorprender, había montado a caballo y perse-guido con tanto afán a Mendoza, que en la noche segunda de sumarcha, al amanecer, llegó al pueblo donde Mendoza descan-saba. Acompañado de solos dos hombres penetró en el aposen-to de su enemigo, y le prendió con todos los que con él estaban.Siguiendo sus instintos crueles le hizo cortar inmediatamente lacabeza, que envió a Arequipa para ser expuesta en una picota,por ser aquella ciudad donde Mendoza y Centeno habían levan-tado el estandarte de la rebelión contra Pizarro. Después deesto Carvajal se dirigió hacia la Plata, donde resolvió permane-cer algún tiempo, a fin de recoger cuanto pudiese de aquel ricometal en las abundantes minas del Potosí.Allí fue donde recibió los despachos de Pizarro anunciándole laderrota y muerte del virrey, e invitándole a que pasara a Limapara que juntos pudiesen concertar los planes que conveníaadoptar. Hacía tiempo que Carvajal instaba a su jefe a que sa-cudiese toda dependencia del gobierno español, y se declarasedueño absoluto del país; al recibir las comunicaciones de Piza-rro, quiso tentar un nuevo esfuerzo en el ánimo de su amigo, yle escribió en el mismo sentido. Empezaba por recordarle quese había comprometido demasiado, empuñando las armas con-tra las tropas reales y matando al virrey, para esperar encontrar

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jamás gracia en la corte de España y proseguía diciendo: «Nohay que fiar de promesas ni de palabras por certificadas quevengan, sino que vuesa señoría se alce y se llame rey; y la go-bernación y el mando que espera de mano ajena se lo tome dela suya, y ponga corona sobre su cabeza y reparta lo que hayvaco en la tierra, por sus amigos y valedores; y lo que el rey lesda temporal por dos vidas se lo dé vuesa señoría en mayorazgoperpetuo... que por sustentar y defender ellos sus estados, de-fenderán el de vuesa señoría...Y para atraer a los indios a su servicio y devoción, para quemueran por vuesa señoría, con el amor que a sus reyes incastenían, tome vuesa señoría por mujer y esposa la infanta queentre ellos se hallare más propincua al árbol real, y envíe susembajadores a las montañas, donde está encerrado el inca here-dero de este imperio... Y no repare vuesa señoría en que le di-gan que hace tiranía al rey de España, que no se la hace. Por-que como el refrán lo dice, no hay rey traidor.«Esta tierra era de los incas, señores naturales de ella, y nohabiendo de restituírsela a ellos, más derecho tiene vuestra se-ñoría a ella que el rey de Castilla, porque la ganó por su perso-na, a su costa y riesgo, juntamente con su hermano; y ahora enrestituírsela al inca, hace lo que debe en ley natural; y en que-rerla gobernar y mandar por sí, como ganador de ella, y no co-mo súbdito y vasallo de otro, también hace lo que debe a sureputación: que quien puede ser rey por el valor de su brazo, noes razón que sea siervo por flaqueza de ánimo. Todo está endar el primer paso y la primera voz.»Tales razones eran convincentes; y un hombre tan ambiciosocomo Pizarro no podía menos de escucharlas favorablemente.A las instancias del viejo soldado uníanse otras representacio-nes de no menos peso. El antiguo presidente de la Audiencia,Cepeda, apoyaba sin descanso los consejos que no cesaba dedarle Carvajal. Pedro de Puelles, que de todos los capitanes dePizarro era el que más había contribuido a su elevación, y un

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gran número de otros amigos del general, participaban de losmismos sentimientos.Gonzalo Pizarro recibió con grandes muestras de alegría estosconsejos, y hasta se manifestó al principio dispuesto a dejarsedirigir por el celo de sus amigos. «Mas afortunadamente para elreposo del género humano, dice Robertson, pocos hombresestán dotados de esa fuerza de espíritu y de los talentos necesa-rios para concebir y ejecutar proyectos arriesgados, que sólopueden ser llevados a cabo trastornando el orden establecido enlas sociedades, y violando las máximas que se miran comosagradas.» Pizarro era resuelto y ambicioso, pero carecía delgenio y del talento necesarios para desempeñar el papel conque se le brindaba.Intimidole sin duda la magnitud de semejante empresa, y diootro rumbo a sus ideas. Imaginose que la corte de España noquerría acudir a medidas violentas contra él y que consentiríaen dejarle gobernar el Perú. El inmenso poder que poseía ya ysu influencia en el país parecían que debían determinar a losministros a confirmarle en su título, más bien que lanzar alNuevo Mundo en una nueva era de combates y de calamidades.Pensó por fin que mostrándose sumiso y deferente con el em-perador, el brillo de sus triunfos y su actitud imponente haríanolvidar lo que hubiese de ilegal en su conducta pasada.Dominado por este pensamiento envió a España a Maldonado,otro de sus capitanes, con el encargo de dar cuenta a la corte detodo lo que había pasado en el Perú, cuidando de presentar loshechos bajo el punto de vista más favorable. Debía insistirprincipalmente sobre los servicios prestados por Gonzalo, ysobre los que podría prestar aún en el caso de conservarle en sugobierno; y por último debía protestar en nombre de su jefe desu sumisión y obediencia a la autoridad real.Gonzalo Pizarro pasó después de esto a Lima, donde hizo suentrada con toda la pompa de un triunfo militar, acompañado

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de sus bravos capitanes y de sus veteranos, todos a pie, monta-do él en un magnífico caballo. El cabildo municipal salió de laciudad para recibirle y felicitarle. Pizarro se encaminó en dere-chura a la catedral para adorar al santísimo Sacramento; entodas las calles por donde pasaba era saludado por las aclama-ciones del pueblo, que le llenaba de bendiciones y de accionesde gracias. Pizarro fijó su morada en el palacio de su hermano,y desplegó en todos sus actos el mayor fausto. Algunos escrito-res pretenden que su altanería llegó a hacerse intolerable, y quemanifestó una arrogancia tal, que empezó a enfriarse la ad-hesión de no pocos de sus más antiguos partidarios. El hecho esque aquel ignorante aventurero no había nacido para brillar entan elevado puesto. Las cualidades de que la naturaleza le dota-ra y que habían desarrollado el tiempo y sus hábitos, eran ente-ramente distintas de las que la corte exige. Gonzalo Pizarro eraun soldado atrevido, un aventurero lleno de arrojo y firmeza;hasta se había hecho un general experimentado y no falto decapacidad para dirigir una guerra; pero no había recibido ni dela naturaleza, ni de la educación, las cualidades propias parabrillar en una sociedad culta. Sus maneras groseras, disculpa-bles en un soldado, repugnaban en un gobernador, y el lustre desus hazañas hacía resaltar todavía más su ignorancia, del todoincompatible con el puesto que ocupaba.En esto llegó a Lima Carvajal, a quien Gonzalo acogió de lamanera más lisonjera y brillante, yendo a su encuentro, seguidode un numeroso acompañamiento, hasta larga distancia de laciudad, para manifestar su respeto y agradecimiento al viejocaudillo que tan señalados servicios le prestara. El regreso deCarvajal no hizo más que estrechar los lazos que a Pizarro leunían. Los trabajos que el anciano jefe había mandado hacer enlas minas del Potosí le habían valido un millón de pesos, quedepuso en el tesoro del gobernador. Renovó entonces sus ins-tancias para que se declarase soberano del Perú; mas éste senegó a seguir el consejo de su amigo, aguardando confiada-

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mente la vuelta de su enviado, y más que nunca persuadido deque el gobierno no querría comprometer la tranquilidad de quegozaba el país, despojándole a él de su autoridad.

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Capítulo XIII

Planes propuestos en el Consejo en España para terminar las revueltas delPerú.- Es enviado a él Pedro de La Gasca.- Sus primeros actos.- Cartas delrey a Gonzalo Pizarro.- Indecisión del gobernador.

Desde la salida de Núñez Vela el ministerio español no habíarecibido ninguna noticia del Perú; ignoraba completamente losacontecimientos que allí habían tenido lugar, y la insurrecciónpor las ordenanzas relativas a los indios producida. Sacole de laseguridad en que se hallaba el arribo simultáneo de ÁlvarezCueto y Francisco Maldonado, enviados el uno del virrey, elotro de Pizarro, que se presentaron juntos en Valladolid, donderesidía entonces la corte. Los despachos que traían eran de na-turaleza bastante alarmante para excitar la solicitud de Felipe,que gobernaba en ausencia de su padre, ocupado a la sazón enlos asuntos de Alemania. El príncipe convocó a los ministros,al Consejo de Indias y a muchos de los personajes más influ-yentes de la corte, y sometió a su deliberación las graves cues-tiones suscitadas por los hechos que acababan de llegar a sunoticia. Era en efecto evidente que el Perú se hallaba en unestado completo de anarquía, y la habilidad con que el enviadode Gonzalo procuraba paliar la conducta de su jefe, no pudoengañar al Consejo sobre la verdadera situación de los asuntos,y sobre la ilegalidad del poder de que se había apoderado Piza-rro.Escandalizáronse todos al saber que la autoridad real había sidotan abiertamente despreciada, y la muerte de Núñez Vela ins-piró un sentimiento profundo de horror y de indignación. Larebelión había sido tan osada que parecía que en circunstanciastales no había más remedio que acudir a las medidas fuertes:así pues la mayor parte de los individuos propuso los medios

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más violentos y más enérgicos. Era de absoluta necesidad po-ner coto a la licencia que en el Perú reinaba, y no debía espe-rarse nada de entrar en avenencias con aventureros, que habíandado sobradas pruebas de lo poco que había que fiar en susprotestas. Sólo con la fuerza podía domarse a los rebeldes eimponerles el castigo que merecían. Resolviose en su conse-cuencia enviar una expedición al Perú. No había que perdertiempo.Desde el momento en que Pizarro y los suyos fuesen declara-dos traidores y rebeldes a la corona, era preciso proceder convigor y actividad, y no dejar tiempo al jefe de la rebelión paratomar la iniciativa y proclamarse soberano independiente. Nobastaba empero formar esta resolución; era preciso ejecutarla, yEspaña no se hallaba entonces en estado de obrar con la ener-gía necesaria: las arcas del tesoro estaban exhaustas, y los vete-ranos no podían abandonar a Alemania, donde su presencia eraindispensable. Para enviar gente al Perú era pues necesarioalistar reclutas, lo que ofrecía graves inconvenientes. Era detemer en efecto que aquellos soldados bisoños, seducidos por laperspectiva de un rico botín y por los atractivos de una vidamás independiente, abandonaran sus banderas para pasarse alos rebeldes; a más de que para transportar aquellas fuerzasnecesitábase una flota considerable, y la marina de Carlos V noofrecía bastantes recursos. Tales eran los obstáculos con quepara la ejecución del plan se tropezaba; mas aun dado caso quese hubieran podido reunir bastantes hombres y naves, ¡concuán graves y serias dificultades no hubiera sido preciso lucharal llegar al Perú! Gonzalo podía ponerse en guardia contra lospeligros de una invasión la más poderosa: era dueño del mardel Sur; podía cerrar el paso por Nombre de Dios y Panamá; yla experiencia había demostrado ya las dificultades inmensasque se oponían a la marcha de una expedición a Quito. Másaún, y suponiendo vencidos todos estos obstáculos, el ejército,lanzado de esta suerte a una comarca extensísima y desconoci-

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da, tendría que combatir con hombres avezados a los sufri-mientos y a los peligros, endurecidos en las fatigas, mandadospor jefes distinguidos por su valor y por su experiencia en laguerra.Pizarro había recorrido la mayor parte del país, y lo conocíaperfectamente; lo que debía darle una inmensa ventaja sobre elgeneral que contra él se mandase. Por último si la expediciónfracasaba, sería un golpe mortal para España; Pizarro se veríasólidamente establecido en su autoridad usurpada, dando unpernicioso ejemplo a los jefes de las otras comarcas del NuevoMundo, que aprovecharían la primera ocasión que se les ofre-ciese para hacerse independientes. Estas reflexiones explanadasen el Consejo modificaron la opinión de los más calurosos par-tidarios de las medidas extremas. Faltaba ensayar el camino dela conciliación: un examen más detenido de los asuntos y algu-nas conferencias con los enviados convencieron a todos queuna marcha menos rigurosa traería mejores resultados. Era evi-dente, según la conducta observada por Gonzalo, que existíaaún en su corazón un sentimiento de respeto y temor a su mo-narca, puesto que a no tenerlo no se hubiera dado tanta prisa enjustificarse con él. Así pues, todo bien considerado era másconveniente recurrir a los artificios de la política que a la fuer-za. Aprovechándose de las favorables disposiciones de Pizarro,y concediéndole bastante para demostrarle que el gobierno eramoderado e indulgente con él, se podía volverle aún a su deber;o bien podían dispertarse entre sus partidarios los sentimientosde fidelidad, tan naturales a los españoles, y determinarlos aabandonar a un usurpador.El éxito de esta negociación, tan importante como delicada,dependía enteramente de la habilidad y destreza del que de ellase encargase. El ejemplo de la administración de Núñez Velaera una prueba convincente de que semejante misión no debíaconfiarse a un hombre de carácter severo e inflexible. Más quetalentos militares y un rigor excesivo necesitábanse maneras

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persuasivas, elocuencia suave, conocimiento de los hombres yuna profunda discreción. Después de muchas deliberacionesrecayó la elección de los ministros en un hombre que por suvida retirada y por su modesto mérito parecía el menos apropósito para un puesto tan importante. Tal era Pedro de LaGasca, eclesiástico que no tenía más título que el de consejerode la santa Inquisición. El gobierno le había empleado ya encomisiones delicadas, que había desempeñado siempre a satis-facción de todos. Aunque no estaba revestido de ningún cargopúblico no por esto eran sus talentos menos conocidos y apre-ciados. Distinguíase por una grande elocuencia y maneras afa-bles; era de carácter apacible sin ser débil, y estaba dotado deuna probidad superior a toda sospecha y de una prudencia con-sumada. La naturaleza empero no había sido con él tan pródigaen las perfecciones del cuerpo, como en las dotes del espíritu,ya que según Gomara, era de escasa estatura y tan mal consti-tuido que parecía de medio cuerpo abajo un gigante, y un ena-no de la cintura arriba, y que su rostro era tan feo como des-proporcionado su cuerpo.La Gasca no retrocedió ante la honra que se le dispensaba, perono admitió el título de obispo que se le quiso dar, contentándo-se con el de presidente de la Audiencia de Lima. He aquí lascondiciones que puso a su aceptación, según Garcilaso de laVega: pidió que se le diese en todo y por todo el mismo poderque tenía su Majestad en las Indias, a fin de que teniendo suautoridad nadie se negase a proporcionarle, en un caso dado,las tropas, caballos, dinero, armas y naves que necesitase; pidióademás que fuesen revocadas las ordenanzas; que se concedie-se una amnistía general para lo pasado; que no se pudiese pro-ceder contra nadie de oficio, ni a petición de ninguna parte con-traria, dejando que cada cual gozase en toda seguridad de susderechos y bienes; que le fuese permitido enviar a España elgobernador, si lo juzgaba a propósito para la tranquilidad delreino; que se le autorizara para sacar del real tesoro todo el

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dinero que necesitase para pacificar el país, y reducirle a laobediencia por el buen gobierno y la recta administración dejusticia; que pudiese disponer, durante su permanencia en elPerú, y en favor de quien quisiese, de todos los departamentosde los indios que estuviesen vacantes, como también de todoslos destinos del imperio, y del gobierno de las conquistashechas y por hacer. A todas estas peticiones añadió por conclu-sión, «que a él no le habían de dar salario sino una persona,como contador y ministro de su Majestad, que gastase lo que élle mandase y conviniese, y después diese cuenta de ello a losministros de la hacienda real.» Sin embargo, y como era el úni-co sostén de su familia, pidió que durante su ausencia fuesemantenida por el rey, declarando solemnemente que no queríani paga ni gratificación de ninguna clase por llenar los deberesde su destino; limitó su acompañamiento al número de criadosabsolutamente necesario, y partió, dice Robertson, «no llevan-do consigo más que su sotana y su breviario.»La Gasca desembarcó en Nombre de Dios el 27 de julio de1546.Fernando Mejía, que mandaba allí en nombre de Pizarro, esta-ba al frente de fuerzas considerables, y tenía orden de oponersea toda invasión hostil; pero la vista de un simple eclesiástico,de edad avanzada, y que no traía consigo ningún soldado noofrecía ningún motivo de temor, y fuele permitido que desem-barcara tranquilamente. Su presencia excitó la burla y el des-precio de los soldados, y hasta hubo, según Fernández, quienesse propasasen a faltarle al respeto. Mas el venerable sacerdoteno contestó sino con actos llenos de dulzura y de humildad, loque hizo que la multitud cambiase de conducta respecto a supersona. En una entrevista secreta que tuvo con Mejía inclinó aeste caudillo a secundar las miras de su soberano, y a que leprometiese declararse en su favor cuando fuese ocasión opor-tuna.

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Desde allí trasladose a Panamá, donde se hallaba Hinojosa conuna fuerte guarnición, independientemente de la flota que teníaa sus órdenes.Allí recibió una acogida de las más favorables, e Hinojosa secondujo con él con la mayor atención y respeto. La Gasca seanunció como un mensajero de paz, y toda su conducta tendía aprobar que lo era. Dijo que estaba encargado por su Majestadde ver cuál era el estado de las cosas en el Perú, no para casti-gar y ejercer una autoridad hostil, sino para curar los males delpaís, y tomar las medidas más oportunas para asegurar unapacificación general y el olvido de lo pasado. Añadió que esta-ba autorizado para revocar las leyes, causa primera de tantasturbulencias, y que el pueblo obtendría la reparación de todossus agravios y el perdón de todas sus faltas, con tal que volvie-se a entrar en el orden y se sometiese a las leyes y a la autori-dad legítima.La edad respetable, el carácter oficial y las benévolas manerasde La Gasca dieron gran peso a sus declaraciones, que fueronfavorablemente acogidas. Hinojosa y otros jefes distinguidossiguieron el ejemplo de Mejía, de suerte que La Gasca tuvo asu disposición las guarniciones de Nombre de Dios y de Pa-namá, y toda la flota. Alentado por este feliz comienzo, des-pachó un enviado al virrey de México, requiriéndole que leprestase su ayuda para el servicio de su Majestad, y envió co-rreos por todo el país para dar a conocer la naturaleza de lasfunciones que venía a desempeñar. Como repugnaban a sucarácter naturalmente bondadoso las medidas violentas, y lehorrorizaba la sola idea de derramar sangre quiso, antes deacudir a tan terrible extremo, ensayar los medios de concilia-ción. Así pues escribió a Pizarro para anunciarle su llegada, lossentimientos que le animaban y el deseo que tenía de que pu-diesen trabajar de consuno en secundar las miras de su Majes-tad. Dentro de aquella carta iba otra escrita por el mismo rey aPizarro, concebida en los siguientes términos:

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«Gonzalo Pizarro, por vuestras letras y por otras relaciones heentendido las alteraciones y cosas ocasionadas en esas provin-cias del Perú después que a ellas llegó Blasco Núñez Vela,nuestro visorrey y los oidores de la Audiencia real que con élfueron, a causa de haber querido poner en ejecución las nuevasleyes y ordenanzas por Nos hechas para el buen gobierno deesas partes y buen tratamiento de los naturales de ellas. Y bientengo por cierto que en ello vos ni los que os han seguido nohabéis tenido intención a nos de servir, sino a excusar la aspe-reza y el vigor que el dicho visorrey quería usar, sin admitirsuplicación alguna; y así estando bien informado de todo, yhabiendo oído a Francisco Maldonado lo que de vuestra parte yde los vecinos de esas provincias nos quiso decir, habemosacordado enviar a ellas por nuestro presidente al licenciado deLa Gasca, del nuestro consejo de la santa y general Inquisición,al cual habemos dado comisión y poderes para que ponga so-siego y quietud en esa tierra, y provea y ordene en ella lo queviere que conviene al servicio de Dios nuestro Señor y enno-blecimiento de esas provincias, y al beneficio de los pobladoresvasallos nuestros que las han ido a poblar, y de los naturales deellas; por ende yo os encargo y mando que todo lo que de nues-tra parte el licenciado os mandare, lo hagáis y cumpláis comosi por Nos os fuese mandado, y le dad todo el favor y ayudaque os pidiere y menester hubiere para hacer y cumplir lo quepor Nos le ha sido sometido, según y por la orden y de la ma-nera que él de nuestra parte os lo mandare, y de vos confiamos,que yo tengo y tendré memoria de vuestros servicios y de loque el marqués D. Francisco de Pizarro, vuestro hermano, nossirvió, para que sus hijos y hermanos reciban merced.«De Venelo, a 26 días del mes febrero de 1546 años.- YO ELREY.- Por mandado de su Majestad, FRANCISCO DE ERA-SO.»

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En cuanto llegaron a manos de Gonzalo Pizarro las dos cartasllamó a sus amigos, Carvajal y Cepeda, se las leyó y les pidiócon alguna inquietud su consejo; tal era la irresolución que ensu ánimo habían causado. Carvajal fue el primero en dar suparecer, y dijo que puesto que La Gasca venía como mensajerode paz, que su Majestad le había conferido poderes para revo-car las odiosas leyes causantes de los anteriores disturbios, queiban a entrar de nuevo en posesión de los privilegios y de losbienes que se les debía por derecho de conquista, no veía moti-vo alguno para manifestar al enviado del rey la más ligeramuestra de hostilidad; y que opinaba por el contrario que LaGasca debía ser recibido como portador de felices nuevas, yacogido por demostraciones de alegría y de respeto; terminan-do por proponer que se le saliese al encuentro y se le llevase entriunfo a Lima.Cepeda, más conocedor de los hombres que su colega, fue dedictamen diametralmente opuesto: hizo presente que era verdadque el enviado hacía magníficas promesas; pero que como nohabía dado ninguna garantía para su ejecución, podía violarlasa su gusto en cuanto se le ofreciese ocasión de hacerlo; quesería una locura en Pizarro meter en su redil al lobo únicamenteporque se presentaba cubierto con piel de oveja; que siendodueño de todo el país no debía permitir que le impusiesen le-yes; y por último que la aparente dulzura de La Gasca no eramás que una máscara para ocultar la doblez de sus designios yllegar más fácilmente a su objeto.Dos pareceres tan opuestos no podían menos de aumentar lasdudas de Pizarro, el cual se retiró sintiéndose sin valor paratomar una decisión, si bien se inclinaba al dictamen de Cepeda.Poco tiempo después reunió otro consejo, compuesto de losjefes más distinguidos y de los principales habitantes, quecomponían juntas ochenta personas. Carvajal y Cepeda expu-sieron de nuevo delante de aquella reunión las razones que di-eran antes a Pizarro; discutiose largo tiempo, y si bien no falta-

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ron quienes se inclinasen al parecer de Cepeda, la mayoríaadoptó el de Carvajal, que en realidad era el único que podíasalvar a Pizarro. Mas éste no tuvo ni la fuerza de carácter, ni lafranqueza necesarias para seguirlo enteramente, y contestó a LaGasca ponderando su fidelidad, los servicios que sus hermanosy él habían hecho al soberano, y quejándose del modo injustocomo habían sido recompensados por todos sus trabajos; citan-do como prueba de ello la prisión de su hermano Fernando, y elestado de indigencia a que se hallaban reducidos los hijos dedon Francisco. Esta mezcla de protestas de fidelidad y de que-jas estaba combinada diestramente y de tal suerte, que dejabalas cosas en el estado mismo en que se hallaban. Mas a los querodeaban a Pizarro no se les ocultaba que, a pesar de sus incer-tidumbres, hallábase más inclinado a la guerra, y en efecto po-co tiempo después dio ya a conocer abiertamente los verdade-ros sentimientos de que se hallaba animado. No le movían mo-tivos de interés público, puesto que no dudaba de la sinceridadde La Gasca al prometer la revocación de las leyes que todosodiaban, sino el temor de verse privado de su gobierno, de suautoridad, y acaso de su fortuna. Hizo entonces lo que no habíaquerido hacer un año antes, y no dudó en romper los débileslazos de dependencia que le unían todavía a la corona de Espa-ña. Reconocía cuán fundados eran los consejos de Carvajal,cuando le amonestaba que se declarase independiente: y enefecto, en aquella época hubiérase mandado contra él un ejérci-to, a cuyo desembarco le hubiera sido fácil oponerse, al pasoque ahora iba a combatir, no contra soldados, sino contra latraición que le envolvía ya por todas partes, y que hasta tomabaasiento a su lado en el consejo.

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Capítulo XIV

Preparativos de Pizarro y de La Gasca.-Sale de nuevo a campaña DiegoCenteno -Es derrotado en la batalla de Huarina.-Hermoso rasgo de Carvajal.

En cuanto Pizarro hubo por fin tomado la resolución de impe-dir por la fuerza de las armas que el presidente estableciese suautoridad en el Perú, reunió a sus principales partidarios y lesmanifestó sus intenciones. Carvajal declaró terminantementeque había aconsejado hasta entonces una marcha distinta; peroque puesto que el gobernador juzgaba a propósito acudir a lasarmas, hallábase dispuesto a apoyar a su jefe con su celo y suintrepidez ordinarias. Todos los asistentes prometieron igual-mente sus auxilios, y en su consecuencia se expidió una ordena La Gasca para que saliese de Panamá y volviese a España.Gonzalo Pizarro abandonose entonces a su carácter violento ytiránico, y tomó medidas que nada puede justificar. Envió aEspaña nuevos diputados encargados de disculparle y de pedirpara él, en nombre de todos los ayuntamientos del Perú, sugobierno para mientras viviese, como único medio de estable-cer y conservar allí la tranquilidad. Los mismos diputados die-ron a conocer las intenciones de Pizarro al presidente, y le noti-ficaron la orden de salir del Perú. Eran igualmente portadoresde instrucciones secretas para Hinojosa, en las cuales Pizarro leautorizaba para que ofreciese a La Gasca un presente de cin-cuenta mil pesos, si es que quería hacer de buen grado lo que sele pedía, y le ordenaba que se desembarazase de él con el hie-rro o el veneno en caso de que se resistiera.El carácter pacífico del presidente y las circunstancias todasrelativas a su misión daban lugar a que Pizarro creyese, que siel emperador había elegido a un ministro de paz para hacer unaaveriguación sobre el estado de los asuntos, no era porque de-

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sease sinceramente adoptar medidas de conciliación sino por-que le era imposible enviar un ejército suficiente para someterel país. En cuanto a él creíase entonces en la posición más ven-tajosa: había a la sazón seis mil españoles al menos en el Perú,y todos habían abrazado abiertamente su causa; así pues elejército de La Gasca no debía inspirarle el menor recelo, y eléxito desgraciado de la misión del presidente debía ser un mo-tivo más para que el gobierno español le concediese lo quedeseaba.La actitud hostil que tomó Pizarro, sin haber sido provocadapor ninguna demostración de parte del enviado, perjudicó no-tablemente su causa. Muchos de sus partidarios, indignados deverle tomar las armas contra su soberano, declararon abierta-mente su resolución de sostener la causa de éste. Mejía, Hino-josa y otros muchos, que sólo aguardaban una ocasión oportu-na, aprovecharon la que se les ofrecía, y emplearon sus esfuer-zos todos para determinar a los que se mostraban aún indecisosa que siguieran su ejemplo. Lorenzo de Aldana fue a reunirsecon La Gasca, y habiendo pasado a Túmbez, decidió al coman-dante de esta plaza y a su guarnición a que se pusiesen a lasórdenes del presidente. Otras defecciones hubo del mismogénero, de suerte que en el momento en que Gonzalo abrigabala ilusión de que La Gasca estaba de vuelta para España o habíasucumbido víctima de su obstinación, hiriole como un rayo lanoticia de que el presidente era dueño de la flota, que se halla-ba al frente de las tropas que formaban las guarniciones de lasciudades de la costa, y que se disponía a avanzar hacia el inte-rior, donde el descontento que se manifestaba en diferentespuntos, le brindaba con esperanzas favorables.Por más que Pizarro no se hallase preparado a tan desastrosasnoticias, no se dejó acobardar por ellas, antes sintió rebosarle elcorazón de indignación y de despecho. Hizo al momento losmayores preparativos para la guerra, hallose en poco tiempo alfrente de mil hombres, todos veteranos y bien equipados. A fin

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de alcanzar este resultado no retrocedió ante ningún sacrificio,y Zárate pretende que aquel armamento le costó más de qui-nientos mil escudos. Con tales fuerzas podía ponerse sin temoren campaña; mas antes de dar principio a las hostilidades, qui-so cubrir con un barniz de justicia la violencia de su proceder.Estableció en Lima una audiencia, de la cual nombró presi-dente a Cepeda, que a la sazón le era enteramente adicto. Estetribunal debía fallar acerca la acusación formulada contra LaGasca, Hinojosa y muchos otros, de haber quitado por traiciónla armada al gobernador y apartado de su deber a sus soldados.Todos los acusados fueron declarados culpables y condenadosa muerte. Cepeda firmó la sentencia en seguida, pero los demásjueces se negaron a hacerlo, alegando el carácter sagrado de LaGasca, y temiendo incurrir en la excomunión poniendo su fir-ma a la sentencia. Uno de los individuos del tribunal hizo pre-sente estas razones a Pizarro, y añadió que si llegaba a publi-carse aquella sentencia muchos de los comprendidos en ella sehallarían imposibilitados de volver a ellos, si algún día se dis-gustaban de servir al presidente. Pizarro no se ocupó más enaquel proceso, que no dejó de producir algún resultado, puestoque los aventureros, viendo que habían sido observadas lasformas judiciales, se dieron por satisfechos con ello, y creyeronrealmente que reuniéndose con Pizarro iban a combatir contratraidores y rebeldes.Concurrieron de todas partes a Lima con gran contentamientode Pizarro, que se halló al frente de una hueste, que por la nu-merosa y valiente no había tenido aún igual en el Perú. Prontosin embargo empezaron a tomar las cosas un aspecto muy dis-tinto. Perdida por La Gasca toda esperanza de traer a Pizarro auna avenencia, y convencido de la necesidad de emplear lafuerza para ejecutar su comisión, ocupose en reunir un cuerpode tropas, mandando venir soldados de Nicaragua, Cartagena yotros establecimientos del continente. Reunidos todos esos re-fuerzos, salió de Panamá para ir a Túmbez, mientras que Alda-

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na, acampado en el valle de Santa, espiaba los movimientos dePizarro. El presidente veía aumentar todos los días el númerode soldados que iban a reunírsele, unos huyendo de las violen-cias de Gonzalo, otros porque querían aprovecharse de las con-diciones ofrecidas en nombre del monarca por su representante.Mas los recelos del gobernador aumentaron mucho más cuandosupo que el intrépido Diego Centeno se había puesto nueva-mente en campaña. Dijimos más arriba de qué manera estehombre animoso había burlado las persecuciones de Carvajal yrefugiádose a una caverna, aguardando la ocasión de prestarnuevos servicios a la causa por la cual con tanto arrojo peleara.Aquella ocasión había llegado.Un habitante de Arequipa se había levantado con trece hom-bres en favor de La Gasca, y puesto al frente de esta pequeñapartida se fue al lugar donde se habían refugiado muchos de loscompañeros de Centeno, los cuales se le reunieron en seguida.El mismo Centeno, sabedor de este movimiento, salió de suescondite y tomó el mando de una cincuentena de soldados malequipados, pero de un valor a toda prueba. Centeno les propusomarchar sobre Cuzco y apoderarse de esta ciudad por sorpresa.Los soldados aceptaron con entusiasmo este proyecto de ejecu-ción tan difícil como peligroso.Cuzco estaba defendido por Antonio de Robles, joven e in-trépido capitán, y por una guarnición de trescientos cincuentahombres de tropas regulares. A pesar de esta desigualdadnumérica Centeno y sus bravos compañeros se pusieron con-fiadamente en marcha, cual si fuesen a una victoria cierta. Afin de aumentar sus esperanzas, Centeno dijo a los suyos quesabía de positivo que los habitantes de aquella ciudad se decla-rarían en su favor y que la guarnición seguiría su ejemplo. Apesar de las seguridades que les daba, estaba cierto que loshabitantes no harían ninguna demostración en favor suyo hastahaber salido bien con su empeño; y por lo tanto resolvió apode-rarse de la plaza por sorpresa y a favor de la noche. El escaso

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número de sus soldados le permitió avanzar con el mayor se-creto hasta las inmediaciones de Cuzco, y a la entrada de lanoche puso en planta el ardid que había concebido y fue el si-guiente:después de haber mandado quitar las riendas a sus caballos,hizo atar a sus cabezadas y a los arzones de las sillas mechasencendidas, y dio orden a los criados indios que los hicierencorrer tanto como pudiesen, a fin de abrirse paso en la ciudad.Antonio de Robles, sabiendo que debía ser atacado, había for-mado su gente en batalla en la plaza, dando el frente a la únicacalle por la cual creía que podía Centeno penetrar. En esto losindios se metieron en la ciudad con tanta furia, que rompieronel batallón de Robles, sin que los suyos pudiesen saber contraquiénes peleaban, extrañando no poco el ver los caballos sinsus jinetes. En esto acudieron Centeno y sus soldados por otracalle, y cargaron a Robles por la derecha, disparando sin cesarsus arcabuces y dando fuertes gritos para hacer creer que eranmuchos en número. Introdújose el desorden en las filas, lossoldados se dispersaron y Centeno se encontró dueño de la ciu-dad sin derramamiento de sangre. Después de su victoria mani-festó una gran moderación, y hasta hubiera perdonado a Ro-bles, que había sido hecho prisionero; mas presentado a Cente-no le habló con tanta insolencia, afeando su conducta, que in-dignado éste le mandó cortar la cabeza. La guarnición de Cuz-co se puso casi toda a las órdenes de Centeno, quien se en-contró de repente jefe de una partida bastante numerosa parainspirar serias inquietudes a Pizarro.Encontrábase éste estrechado por tierra y por mar, puesto queAldana habíase presentado con su flota en la bahía de Lima.Mas no era Gonzalo hombre que se dejase acobardar fácilmen-te por las vicisitudes de la fortuna. Había estado expuesto porespacio de diez años a tantos peligros, había soportado calami-dades tan extraordinarias, que nada era ya capaz de hacer naceren su alma intrépida el menor sentimiento de alarma o de pos-

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tración. Como el peligro con que le amenazaba Centeno era elque más convenía alejar, quiso acelerar su marcha contra él afin de dispersar sus tropas antes de que pudiese reunirse con LaGasca. Por otra parte las deserciones diarias le ponían en lanecesidad de vencer a toda costa.Antes de partir exigió de los capitanes, y después de los solda-dos, el juramento solemne de permanecer hasta la muerte fielesa su estandarte.Los que más resueltos estaban ya a abandonarle fueron losprimeros en jurar lo que se les exigía, con cuyo motivo decía elviejo Carvajal: «No se pasará mucho tiempo sin que veáis elcaso que se hace de esas promesas, y el cuidado que se tiene enrespetar la santidad del juramento.» Pizarro emprendió su mar-cha con una rapidez extraordinaria; pero la defección era decada vez más alarmante. Cada día abandonaba sus filas o unjefe distinguido o una partida de soldados; y lo que más au-mentaba su despecho era verse abandonado por muchos de losque habían recibido de él mayores pruebas de cariño. No tardóen encontrarse con Acosta, a quien había mandado adelante.Desanimado y sin fuerzas Acosta se presentó a su comandanteen Arequipa, con el escaso número de los que le habían perma-necido fieles. Pizarro redobló su vigilancia, sobre todo durantela noche, mas a pesar de sus infatigables esfuerzos, no pudocontener los progresos del mal, y cuando llegó a la vista delenemigo, en las cercanías de Huarina, no tenía más que cuatro-cientos soldados. Verdad es que podía mirarles como hombresde lealtad bien probada y contar enteramente con ellos. Eranlos más audaces y resueltos de sus partidarios, los cuales cono-ciendo, como él mismo, toda la extensión de su crimen, deses-peraban de alcanzar su perdón, y tan sólo podían escapar delcastigo con el triunfo.El enemigo estaba apostado cerca del lago de Titicaca, y Cen-teno, confiado en la superioridad de sus tropas, dos veces másnumerosas que las de Gonzalo, resolvió presentarle la batalla.

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Antes sin embargo de llegar a las manos, Pizarro quiso ensayarde venir a un acomodamiento. Al hacerlo ni obraba por miedo,ni porque temiese la deserción, puesto que sabía cuán adictos leeran los soldados que le quedaban; movíale tan sólo la esperan-za de que atraería a Centeno, por el recuerdo de su antiguaamistad, a hacer causa común con él. Escribiole pues recordán-dole ingeniosamente que habían sido compañeros de armas enempresas tan importantes como gloriosas. Invitole a que noolvidase su antigua amistad, los favores que le debía, el desin-terés con que le había en una circunstancia memorable salvadola vida, y rogole por todos estos motivos que consintiese en unarreglo que pusiese término a sus diferencias, sin fiarlas a lasuerte de una batalla. Centeno contestó en términos que dabana conocer su moderación y su política. Deseaba tanto comoPizarro, decía, ver terminarse amigablemente la querella que alos españoles dividía, y estaba dispuesto a concurrir a un resul-tado tan feliz por cuantos medios estuviesen a su alcance; aña-día que no había olvidado ni la amistad que en otro tiempo losuniera, ni los favores que le debía; que su mayor deseo era pro-barle su reconocimiento, y que por lo tanto nada había que noestuviera dispuesto a hacer para servirle, sin menoscabar suhonor o faltar a sus deberes para con el rey. Invitábale en suconsecuencia a que se pasase a su campo y reconociera la auto-ridad real; el presidente La Gasca, echando el velo del olvidosobre lo pasado, no se acordaría más que de los grandes servi-cios prestados por Gonzalo Pizarro; aguardábale un destinohonroso, y el mismo Centeno no perdonaría medio alguno paraacelerar la negociación.Esta respuesta estaba muy distante de satisfacer al gobernador:le era imposible aceptar tales condiciones sin empañar su glo-rioso renombre; hubiérasele acusado de que había tenido miedoa su antagonista. Quedó resuelto el que se diera la batalla; susoficiales secundaron sus intentos, y marchó hacia Huarina condecisión y valor. Centeno, contando con la victoria, se adelantó

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a su encuentro; Carvajal, cuyos talentos militares y larga expe-riencia inspiraban a Pizarro una entera confianza, recibió elencargo de formar su reducida hueste en batalla.Juan de Acosta debía acosar al enemigo con un pequeño desta-camento; aquél se puso al frente de la caballería; Pizarro tomóel mando de la infantería; sus principales capitanes, Cepeda,Bachicao y Guevero, tuvo cada uno un puesto importante.La batalla de Huarina tuvo lugar el 20 de octubre de 1547. Fueel combate más sangriento y decisivo que se había dado hastaentonces en el Perú. Los dos ejércitos, después de haber avan-zado el uno contra el otro en el mayor orden, se detuvieron aalguna distancia, como en la incertidumbre de quién debía em-pezar el ataque. En este momento Pizarro envió al P. Herrera,capellán de su ejército, para conferenciar con Centeno, y reque-rirle que no se opusiese a su paso, haciéndole responsable detodas las calamidades que sobreviniesen si se obstinaba enrehusarlo.Semejante proposición en aquel momento no podía menos deser rechazada; creyose que tan sólo el miedo había determinadoa Pizarro a dar aquel paso, y Centeno, confiando cada vez másen sus fuerzas, dio la señal del ataque.Carvajal mandó entonces a Juan de Acosta que comenzara elcombate con treinta arcabuceros y que se retirase inmediata-mente a fin de que el enemigo le persiguiese. Pasose muchotiempo antes que la acción se hiciese general; Carvajal se valíade todos los medios imaginables para retardar ese momento, suplan era fatigar al enemigo con repetidas escaramuzas, a fin deagotar las fuerzas de los soldados de Centeno e introducir eldesorden en sus filas. Mas Centeno conocía bastante el arte dela guerra para adivinar el objeto de su prudente antagonista, ysabía además cuánta ventaja le daban sus fuerzas superiores enun terreno igual y tan favorable a sus evoluciones; así pues dioorden a su caballería para que cargase con vigor el ala mandada

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por Pizarro, mientras que la infantería la seguía para secundarsus esfuerzos.Diose el ataque con un ímpetu extraordinario: la carga fue tanrápida y terrible, que los soldados de Pizarro no pudieron sos-tener el choque.Quedaron las filas aportilladas y desordenadas, y el generalsólo debió la vida al buen temple de su armadura, viéndoseobligado a refugiarse en el centro de su infantería. Cepeda fuederribado del caballo y gravemente herido. Empezaban ya aresonar los gritos de victoria en el ejército de Centeno; Pizarro,dando por perdida la jornada, quería lanzarse en medio de lasfilas enemigas y buscar en ellas una muerte gloriosa; pero Car-vajal, con la calma y sangre fría de un veterano, mandó a sussoldados que permaneciesen firmes en su puesto y que hiciesenfuego sin tregua a espaldas del enemigo mientras estaba com-batiendo con la otra ala del ejército. A consecuencia de estahábil maniobra cambió el aspecto del combate. Los arcabuce-ros, apuntando con un acierto admirable, continuaron hostigan-do al enemigo, al cual cargó entonces Carvajal con vigor alfrente de la caballería. Alentado Pizarro por aquella venturosadiversión hizo nuevos esfuerzos, y la victoria empezó a incli-narse en favor suyo. Fue sin embargo disputada largo tiempo,puesto que los de uno y otro bando peleaban con igual encarni-zamiento; hasta que por fin el ejército de Centeno fue derrotadodespués de haber sufrido una pérdida considerable.Quedaron sobre el campo de batalla trescientos cincuenta delos suyos, entre ellos su segundo comandante y la mayor partede sus oficiales; el número de los que quedaron fuera de com-bate fue igual al de los muertos, y de ellos sucumbieron más deciento a consecuencia de las heridas recibidas. Pizarro perdiótambién mucha gente con relación al escaso número de sussoldados, pues tuvo cerca un centenar de muertos y muchosheridos.

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Los vencedores encontraron en el campo enemigo un ricobotín, cuyo valor hace subir Fernández a un millón cuatrocien-tos mil pesos. Diego Centeno, que hacía algunos meses queestaba enfermo, no pudo tomar parte activa en el combate, y sehizo llevar en una litera. Cuando vio que no quedaba ningunaesperanza, montó en un caballo que llevaba siempre cerca, yhuyó a fin de evitar la persecución de Carvajal, cuya obstina-ción le era harto conocida. No tomó el camino de Cuzco ni elde Arequipa, sino que atravesó los desiertos acompañado de unsacerdote llamado el P.Biscoin, con el cual se trasladó a Lima.En el decurso de esta historia hemos tenido que referir tantascrueldades con que se deshonraron muchas veces los vencedo-res, que tenemos ahora un gusto en citar un hecho que hacehonor a la generosidad y al agradecimiento de Carvajal, cuyorelato copiamos de la historia de G. de la Vega, quien en susencillez nos ha dejado cuadros de costumbres sumamente cu-riosos.«Atrás le dejamos, que iba camino de Arequipa en seguimientode los que había vencido. Los de aquella ciudad, así de los queescaparon de la batalla de Huarina como de los pocos que enella vivían, que por todos serían hasta cuarenta hombres, sa-biendo que Carvajal iba hacia ellos, huyeron de la ciudad ytomaron el camino de los Reyes por la costa de la mar. Fran-cisco de Carvajal que supo la huida de ellos, luego que entró enla ciudad envió tras ellos a un famoso soldado suyo, con otrosveinte y cinco arcabuceros de los que se tenían por discípulosde tal maestro; y él por excelencia los llamaba hijos... y sin quealguno de ellos (los fugitivos) se escapase, los volvieron todosa Arequipa. Entre ellos venía un hombre noble, conquistadorde los primeros, y vecino de aquella ciudad, llamado MiguelCornejo. El cual en años pasados había hecho un regalo y bene-ficio a Francisco de Carvajal, luego que entró en el Perú antesque tuviera indios ni fama en la tierra. Y fue que caminandoFrancisco de Carvajal con su mujer D.ª Catalina Leytón y una

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criada y dos criados que iban a las Charcas llegaron a Arequi-pa; y como en aquellos tiempos y muchos años después nohubiese mesones de hospedería en todo el Perú, sino que loscaminantes se iban a posar a casa de los vecinos naturales de sutierra o de su provincia, que en aquellos tiempos había tantagenerosidad en los señores de vasallos de aquella tierra, quebastaba este título para recibirlos en sus casas y hacerles todobuen hospedaje, no solamente días y semanas, sino tambiénmeses y años, dándoles de comer y vestir hasta que se habilita-ban a ganar de comer por sus personas, ejercitándose en gran-jerías como todos hacían. Pues como Francisco de Carvajal notuviese en aquella ciudad pariente, ni amigo, ni conocido dondeir a recogerse, se estuvo mucho espacio, que pasó de tres horas,en un rincón de aquella plaza a caballo con toda su familia. Locual notado por Miguel (que miró en ello yendo a la iglesia yvolviendo segunda vez a la plaza) se fue a él y le dijo: ¿quéhace vuesa merced aquí, que ha más de tres horas que le vicomo ahora está? Carvajal dijo: señor, como no usan mesonesen esta tierra, ni yo tengo pariente ni hombre conocido en estaciudad, no sé dónde irme a posar; y así me estoy aquí.Miguel Cornejo replicó: teniendo yo casa no hay necesidad demesón para vuesa merced, que mi posada será casa suya, dondele serviremos con todas nuestras fuerzas, como lo verá. Dicien-do esto los llevó a su casa y les hizo buen hospedaje, y los tuvoen ella hasta que el marqués D.Francisco Pizarro dio un repar-timiento de indios a Francisco de Carvajal en aquella ciudad.«Sabiendo Francisco de Carvajal que entre los que traían pre-sos venía Miguel Cornejo mandó que se los llevasen todosdonde él estaba, y habiéndolos reconocido, se apartó con Mi-guel Cornejo en un aposento a solas, y se le querelló tierna-mente diciendo: señor Miguel Cornejo, ¿por tan ingrato y des-conocido me tiene vuesa merced, que habiéndome hecho lamerced y beneficios que en años pasados en esta misma ciudadme hizo, no esperase de mí que se los había de agradecer y

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servir en cualquiera ocasión que me hubiese menester?... ¿Tande poco momento fueron los regalos que vuesa merced noshizo en su casa, que los había de olvidar en ningún tiempo?Pues para que vuesa merced sepa cuán en la memoria los hetraído y traigo siempre, le hago saber que tuve muy larga ycierta noticia de dónde y cómo se escondió Diego Centeno enel repartimiento de vuesa merced, y la quebrada y cueva dondeestuvo encerrado, y los indios de vuesa merced le alimentaban.«Todo lo cual disimulé por no dar pena a vuesa merced, y porno enemistarle con el gobernador mi señor que le tenía consi-go; que bien pudiera yo enviar dos docenas de soldados quefueran divididos por tres o cuatro partes y me trajeran a DiegoCenteno, y por vuesa merced le hice aquel beneficio con ser tanmi enemigo... Pues habiendo respetado por vuesa merced a unenemigo tan grande como Diego Centeno, ¿cuánto más respe-taré su persona y la de sus amigos y conocidos y a toda estaciudad por vivir vuesa merced en ella? Cierto no perderé estaqueja de vuesa merced mientras viviere; y para que se certifi-que en lo que he dicho, le doy licencia para que se vaya a sucasa y mire por su salud con toda quietud, y asegure a esta ciu-dad y a todos los que trajo consigo, que por vuesa merced que-dan libres y exentos de todo el castigo y pesadumbre que lespudiera hacer.» La victoria de Huarina cambió por algún tiem-po el estado de las cosas; el partido del presidente experimentóa consecuencia de ella un golpe terrible, al paso que se robuste-ció el de Pizarro. El lustre de aquella hazaña era para imponeradmiración e inspirar temores a los que habían abandonado sucausa. Muchos consideraron a Pizarro como invencible en elcampo de batalla, tanto más cuanto que tenía a su lado a Carva-jal, el primer hombre de guerra del Perú. Verificose por consi-guiente una reacción en los ánimos, y las filas del gobernadoraumentaron con la misma rapidez con que algunos días anteshabían disminuido.

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Capítulo XV

Situación de los dos partidos.- Batalla de Xaguixaguana.- Caída definitivade Pizarro y de los suyos.

Entretanto tenían lugar otros acontecimientos en diferentespartes del Perú que compensaban, con no poca ventaja para LaGasca, la brillante victoria de Pizarro en Huarina. Apenas hubosalido éste de Lima para marchar contra Centeno, cuando loshabitantes, hasta entonces contenidos por el temor, manifesta-ron abiertamente sus sentimientos. Estalló un levantamiento,fue enarbolado el estandarte real, y Lorenzo de Aldana tomóposesión de la ciudad. Por el mismo tiempo La Gasca habíadesembarcado con quinientos hombres en Túmbez. Alentadoscon su presencia habíanse declarado por el rey todos los paísesde la costa, y la situación de los partidos había completamentecambiado. Cuzco y las provincias adyacentes estaban en poderde Pizarro, mientras que todo lo restante del imperio desdeQuito al Sur reconocía la autoridad del presidente.La Gasca continuaba dando pruebas de ese espíritu de dulzuray moderación a que tan buenos resultados había debido hastaentonces.Procurando más bien que castigar volver a los extraviados alcamino del deber; con más deseos de persuadir que de vencer,parecía en todas las ocasiones poner más confianza en su carác-ter de ministro de un Dios de paz, que en sus elevadas funcio-nes como delegado de un poderoso monarca.Manifestaba sobre todo un deseo ardiente de terminar la quere-lla sin efusión de sangre. Sin embargo y aunque en toda suconducta demostrase esos sentimientos pacíficos, no descuida-ba el tomar sus medidas para hallarse preparado para la guerra,y esas medidas probaban que poseía tantos talentos militares,

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como virtud y benevolencia. El pueblo empezó a mirar al pre-sidente, no sólo con cariño, sino con esa especie de veneraciónprofunda que todo hombre de un mérito eminente está segurode inspirar, cuando reúne a él la sencillez de costumbres y unamodestia sin afectación. La pequeña estatura de La Gasca, suexterior poco ventajoso, su desprecio por toda clase de pompafueron olvidados, y no pocos de los que habían intentado atraerel ridículo y el desprecio sobre un magistrado humilde y sinapoyo, como le consideraban a su llegada, cambiaron comple-tamente de sentimientos y le colmaron de manifestaciones derespeto y obediencia.Viéndose sostenido por la opinión el presidente no vaciló enavanzar hacia el interior del país, y púsose en marcha con di-rección al hermoso valle de Jauja, que señaló como punto dereunión de los realistas.Este valle, situado en el camino de Cuzco, convenía admira-blemente a sus proyectos, a causa de su posición y su fertilidad.Determinose por muchas consideraciones a permanecer en éllargo tiempo: ocupábale constantemente su plan favorito determinarlo todo por medio de un convenio amistoso, y no per-día la esperanza de lograrlo. Estaba resuelto a probar una nuevatentativa con Pizarro antes de aventurar el éxito de una batalla;por otra parte, y aunque sus tropas manifestaban estar animadasde un gran celo y de las más favorables disposiciones, no podíamenos de reconocer que no bastan la adhesión y el valor paraalcanzar la victoria, que se necesitaban además la disciplina ylos hábitos militares, y que su ejército carecía de estas cualida-des. Compuesto en su mayor parte de jóvenes voluntarios y dehombres poco avezados al oficio de las armas, su hueste, aun-que conducida por oficiales distinguidos, parecía muy inferiora la de Gonzalo, que se componía de lo más escogido de losveteranos del Perú. Así pues el primer cuidado del presidentefue ejercitar a sus soldados en las maniobras militares, a cuyoefecto se detuvo dos meses en Jauja.

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En cuanto Pedro de Valdivia, gobernador de Chile, recibió lanoticia de la llegada de La Gasca y de la rebelión de Pizarro,apresurose a prestar su auxilio a la causa real, y llegó por aque-llos días con un refuerzo considerable. Su presencia en el cam-po fue utilísima, puesto que sirvió para disipar los temores quehabían nacido en el corazón de los soldados, y que empezaba adesanimarlos, sobre todo después de la desastrosa batalla deHuarina. Los que habían escapado a la matanza de aquella jor-nada pintaban con tan exagerados colores el valor y la fortunade Pizarro, y las hazañas de Carvajal, que estos dos nombreshabían llegado a ser un objeto de terror para los soldados; masla llegada de Valdivia logró prevenir los malos efectos quesemejante impresión hubiera acabado por producir. La Gascadio diferentes fiestas militares con el objeto aparente de cele-brar la llegada de aquel caudillo, pero en realidad para ocupar alos suyos y no dejarlos en una fatal inacción.Orgulloso Gonzalo Pizarro con el resultado de la batalla deHuarina, se hallaba poco dispuesto a dar oídos a proposicionesde paz. Mirábase casi como invencible, y hasta tal punto leembriagaba esta ilusión, que no cuidaba de escuchar los conse-jos de aquellos a quienes mostraba antes más deferencia y res-peto. Cepeda, que hasta allí ejerciera sobre él tan grande in-fluencia, no tenía ya ninguna: después de la victoria de Huarinamostrábase tan celoso partidario de la paz, cual lo había sido dela resistencia. Según él las circunstancias eran las más a propó-sito para entablar negociaciones: la actitud de Pizarro, decía, nopodía dar lugar a que se sospechase que cedía al temor al pediruna avenencia, y como por otra parte La Gasca la deseaba ar-dientemente, podría aquel obtener condiciones que pusiesen suhonor a cubierto, y le asegurasen el goce de su fortuna.El gobernador no hizo el menor caso de las observaciones deCepeda.

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Tampoco fue Carvajal más afortunado en las suyas. Este viejoguerrero hallábase también muy dispuesto a escuchar proposi-ciones de acomodamiento.Esta opinión, que tan en oposición parecía estar con los hábitosde toda su vida y con su carácter, puede explicarse fácilmente.Carvajal, partidario al principio de las medidas más enérgicas,había acabado por reconocer que Pizarro no era a propósitopara dirigir la importante y difícil empresa en que se hallabanempeñados. Al desembarcar La Gasca en el Perú había aconse-jado la sumisión, porque no veía en Pizarro los talentos y laresolución necesarios para oponer la fuerza abierta a las volun-tades de su soberano. Gonzalo, aunque dotado de una intrepi-dez extraordinaria, carecía de valor político. En rebelión abiertacontra su rey, parecía que buscaba engañarse a sí mismo sobrela magnitud de su crimen, y no tenía resolución bastante paraarrepentirse de él, ni suficiente fuerza de alma para despreciarsus remordimientos. Esta disposición de espíritu era un manan-tial de inminentes peligros, y Carvajal, que lo conocía, deseabaseguir la marcha más prudente. A pesar de la victoria de Huari-na el ojo previsor del veterano veía de lejos la tempestad queiba a estallar sobre ellos y que era todavía posible desviar; masviendo que Pizarro cerraba los oídos a los consejos que susamigos le daban, cesó de hacerle observaciones, aunque con lafirme resolución de permanecer fiel a su fortuna hasta la muer-te.Desde entonces empleó toda su actividad en los medios dehacer con buen éxito una guerra que hubiera querido evitar;aconsejó a Pizarro que licenciase a todos los soldados que ha-bían formado parte de la hueste de Centeno, diciendo que no sepodía confiar en hombres manchados con el borrón de una de-rrota; y que en vez de ser útil a la causa, su presencia en elejército no podía menos de producir los más perniciosos efec-tos. A este consejo añadía otro, terrible en verdad, pero cuyasconsecuencias, si hubiese sido adoptado, hubieran sido eficací-

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simas. Carvajal sabía que el ejército de La Gasca se componíaen su mayor parte de aventureros licenciados, de marinos y degente de la hez del pueblo. La mayor parte, aunque inflamadosen apariencia de un gran celo por la causa que defendían, esta-ban muy distantes de obrar de buena fe, y tan sólo se habíanalistado con la esperanza de un rico botín. Marchaban haciaCuzco con la esperanza de que el pillaje de esta ciudad les pro-porcionaría tesoros inmensos. A fin de destruir las esperanzasdel enemigo, Carvajal aconsejaba a Pizarro que arruinase aCuzco, que se sacaran todos los objetos preciosos que se pudie-sen, y que se quemase lo restante.Aconsejaba también arrebatar todos los ganados y todos losvíveres en los sitios por donde debía pasar el enemigo, a fin deque aquellos hombres indisciplinados e incapaces de soportarlas privaciones abandonasen sus banderas.Pizarro, lleno de confianza en su superioridad, no pudo conce-bir la urgencia de esta medida y la necesidad de recurrir a tandesastroso expediente. Alegó que abandonar a Cuzco, aunquefuese después de haberlo destruido, y retirarse ante el enemigo,era una maniobra indigna de veteranos acostumbrados a la vic-toria, y que esto sería demostrar una pusilanimidad indigna desu reputación. Sabiendo que La Gasca había levantado su cam-po y se dirigía hacia Cuzco, Pizarro encargó a Juan de Acostaque defendiese el paso de Apurimal, río que debía aquél atra-vesar.Acosta llegó demasiado tarde, y regresó a toda prisa; y enton-ces Gonzalo hizo marchar su ejército a tomar posiciones enXaquixaguana a cuatro leguas de aquella ciudad.Esta resolución fue tomada contra el parecer de Carvajal y delos jefes más experimentados que le hicieron presente, que eramejor esperar tranquilamente al enemigo, que fatigar las tropascon una marcha forzada.

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Pero Gonzalo y sus jóvenes oficiales, que tenían prisa porcombatir, despreciaron aquellos consejos, resultando de ello undescontento que no se había desvanecido aun cuando se estabaya en presencia del enemigo.Pizarro contaba entre sus filas más de trescientos soldados deCenteno, de cuya fidelidad empezaba él mismo a dudar: eraempero demasiado tarde para aprovecharse de los consejos deCarvajal.Los dos ejércitos presentaban un aspecto singular. En el dePizarro, compuestos de hombres enriquecidos con los despojosdel país más opulento de América, todos los oficiales y hastalos soldados iban vestidos de telas de seda y brocado y cubier-tos de bordados de oro y de plata: sus caballos, sus armas, susbanderas estaban adornadas con toda la magnificencia militar.El ejército de La Gasca no era tan brillante, pero ofrecía ungolpe de vista no menos singular. Él mismo, acompañado delarzobispo de Lima, de los obispos de Quito y de Cuzco y de ungran número de eclesiásticos, recorría las filas bendiciendo asus soldados y exhortándolos a que cumpliesen valerosamentecon su deber.Todo hacía esperar al presidente un feliz remate. Hacía algúntiempo que estaba en inteligencia con el astuto Cepeda, quienle había hecho asegurar por su último emisario que si Pizarrose negaba a entrar en acomodamientos, desertaría con una par-tida considerable de soldados y reconocería su autoridad.Por sugestión de Cepeda Gonzalo envió dos sacerdotes al pre-sidente para llevarle sus últimas proposiciones, y requerirle quele manifestase la orden original firmada por el rey que le quita-ba el gobierno del Perú, diciendo que entonces se someteríapacíficamente; pero que de lo contrario le hacía responsable detodos los desastres que ocasionara el combate que se iba a dar.Los dos emisarios llevaban además una misión secreta: debíanprocurar seducir algunos antiguos amigos de Pizarro. Instruido

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el presidente de esos manejos, los hizo arrestar, manifestandosin embargo mucha blandura en su conducta. Respondió a laintimación de Pizarro en los términos más moderados, con-jurándole por última vez que depusiese las armas y no se expu-siese a ser considerado como traidor y rebelde. Díjole que esta-ba facultado para conceder el perdón de las pasadas faltas, yque se lo concedería gustoso a él y a todos sus partidarios siprestaban juramento de fidelidad al rey. Añadió que no queda-ba a Pizarro el más ligero pretexto para persistir en la culpableconducta que había seguido, puesto que la revocación de lasleyes y de los reglamentos había hecho desaparecer todo moti-vo de queja en el Perú; concluyendo por instar a Gonzalo a queevitase las espantosas desgracias que iban a caer de una maneratan desastrosa sobre una multitud de sus compañeros, que envez de ponerse de acuerdo para ayudarse y socorrerse, se dis-ponían a destruirse los unos a los otros.Este lenguaje lleno de dulzura y de moderación fue acogido porPizarro con insultante desdén, siendo tal su ceguedad, que en-contró las palabras del presidente llenas de arrogancia y noquiso consentir en ningún arreglo. Depúsose por consiguientetoda idea de paz, y los dos ejércitos se prepararon para uncombate, que debía ser el último de esta larga lucha.El 9 de agosto de 1548 al amanecer, Pizarro empezó a formarsu hueste en batalla: Carvajal, disgustado de la obstinación delgobernador resignó sus funciones, de cuyo desempeño se en-cargó Cepeda, y se puso en las filas para combatir como simpleoficial. La batalla comenzó por descargas de artillería, que noprodujeron ningún efecto. Entonces Cepeda, fingiendo avanzarpara hacer un reconocimiento, atravesó el campo de batalla yse pasó al enemigo. La Gasca le esperaba, y le recibió congrandes demostraciones de alegría. Este ejemplo fue tan rápi-damente seguido por otros, que se desvanecieron por fin lasilusiones de Gonzalo.

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Carvajal, que había previsto lo que estaba pasando, repetía can-tando en alta voz:

Estos míos cabellicos, madre,dos a dos me los lleva el aire.

En poco tiempo ni rastro quedó de disciplina, y los soldadosempezaron a desbandarse a pesar de los esfuerzos de Pizarro,los unos lanzando las armas, los otros huyendo, y pasándose alenemigo los más. En medio de este contratiempo y viéndosesin esperanza, Pizarro se volvió a un grupo de oficiales que lerodeaba: «¿Qué debemos hacer, señores? exclamó.- Precipité-monos sobre el enemigo, respondió Juan de Acosta con resolu-ción, y muramos como los antiguos romanos.»Pizarro no tuvo bastante fuerza de espíritu para seguir el conse-jo de su antiguo compañero. «Puesto que mis soldados, replicótranquilamente, se pasan al estandarte real, yo seguiré su ejem-plo»; y acompañado de Juan de Acosta, de Maldonado y deGuevara, que le fueron fieles hasta el último momento, se en-tregó al primer oficial del presidente que encontró, y fue inme-diatamente conducido a su presencia. Garcilaso de la Vegarefiere en estos términos aquella memorable entrevista, cuyosdetalles conocía por testigos oculares: «Llegando Gonzalo Pi-zarro donde el presidente estaba, que lo halló solo con el ma-riscal, que los demás magnates se habían retirado lejos por nover al que habían negado y vendido, le hizo su acatamiento acaballo como iba, que no se apeó porque todos estaban en suscaballos, y el presidente hizo lo mismo; y le dijo: si le parecíabien haberse alzado con la tierra del emperador, y héchose go-bernador de ella contra la voluntad de su Majestad, y muerto enbatalla campal a su visorrey. Respondiole: que él no se habíahecho gobernador, sino que los oidores, a pedimento de todaslas ciudades de aquel reino se lo habían mandado y dádole pro-visión para ello en confirmación de la cédula que su Majestadhabía dado al marqués su hermano, para que nombrase gober-

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nador que lo fuese después de sus días; y que su hermano lehabía nombrado a él como era público y notorio; y que no eramucho que fuera gobernador de la tierra que ganó; y que lo delvisorrey también se lo mandaron los oidores que lo echase delreino, diciendo que así convenía a la paz y quietud de todoaquel imperio y al servicio de su Majestad, y que él no lo habíamuerto, sino que los agravios y muertes que hizo tan aceleradasy tan sin razón y causa, habían forzado a que los parientes delos muertos las vengasen; y que si dejaran pasar los mensajerosque él enviaba a su Majestad a darle cuenta de los sucesos pa-sados, su Majestad se diera por muy servido, y proveyera deotra manera, porque todo lo que entonces hizo y ordenó, habíasido por persuasión y requerimiento de los vecinos y procura-dores de las ciudades de todo aquel reino, y con parecer y con-sejo de los letrados que en él había.«Entonces le dijo el presidente que se había mostrado muy in-grato y desconocido a las mercedes que su Majestad habíahecho al marqués su hermano, con las cuales los había enrique-cido a todos ellos, siendo pobres como lo eran antes, y le-vantándolos del polvo de la tierra, y que en el descubrimientode la tierra él no había hecho nada. Gonzalo Pizarro dijo:para descubrir la tierra bastó mi hermano solo, mas para ganar-la como la ganamos a nuestra costa y riesgo, fuimos menestertodos los cuatro hermanos, y los demás nuestros parientes yamigos. La merced que su Majestad hizo a mi hermano fuesolamente el título y nombre de marqués sin darle estado algu-no, si no, ¿díganme cuál es? Y no nos levantó del polvo de latierra, porque desde que los godos entraron en España, somoscaballeros hijosdalgo de solar conocido. A los que no son,podrá su Majestad con cargos y oficios levantar del polvo enque están, y si éramos pobres, por eso salimos por el mundo yganamos este imperio y se lo dimos a su Majestad pudiéndonosquedar con él, como lo han hecho otros que han ganado nuevastierras.

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«Entonces ya enojado el presidente, dijo dos veces en alta voz:quítenmelo de aquí, quítenmelo de aquí, que tan tirano está hoycomo ayer. Entonces se lo llevó consigo Diego Centeno, quecomo se ha dicho, se lo había pedido al presidente.»Entretanto Carvajal había procurado ponerse en salvo porquesabía que no debía contar con el perdón; y si bien logró, aun-que con mucha dificultad, escaparse del campo de batalla, alatravesar un arroyo cuyas orillas eran bastante elevadas, sucaballo cayó encima de él. Carvajal, que era muy anciano ygordo, no pudo levantarse, siendo hallado en este estado porvarios desertores que formaban parte de su compañía. Aquellosmiserables, en vez de socorrer a su jefe, se apoderaron de élcon la esperanza de que llevándole al presidente alcanzarían superdón y una buena recompensa.«A la grita de que llevaban preso a Carvajal se juntaron otrosmuchos de los del presidente, por ver y conocer un hombre tanfamoso como Francisco Carvajal; y en lugar de consolarle ensu aflicción, le pegaban las mechas encendidas en el pescuezo,y procuraban meterlas entre la camisa y las carnes. Yendo asívio al capitán Diego Centeno que habiendo puesto a buen re-caudo en su tienda a Gonzalo Pizarro, que le dejó encomenda-do a media docena de amigos suyos, soldados principales quemirasen por él, se volvía al campo, y viendo Carvajal que pa-saba Diego Centeno, sin mirar en él le llamó en voz alta y ledijo: señor capitán Diego Centeno, no tenga vuesa merced apequeño servicio éste que le hago en presentarme a vuesa mer-ced... Diego Centeno volviendo el rostro a él le dijo: que lepesaba mucho de verle en aquel trabajo. Carvajal respondió: yocreo a vuesa merced, que siendo tan caballero y tan cristianohará como quien es; y no hablemos más en ello, sino que vuesamerced mande que estos gentiles hombres no hagan lo que vie-nen haciendo, que era lo de las mechas. Viendo algo de elloDiego Centeno, que aun en su presencia se desvergonzaban dehacerlo, porque les parecía que siendo Carvajal tan su enemigo

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holgaría Diego Centeno de cualquiera mal que le hiciesen,arremetió a ellos y les dio muchos cintarazos, porque todo eragente vil y baja de los marineros y grumetes que iban en aquelejército, pues hacían obras y cosas tan viles a quien las merecíamuy en contra.«Diego Centeno, habiendo apartado de Carvajal aquella pi-cardía, mandó a dos soldados de los que iban con él que leacompañasen y no consintiesen que se le hiciese maltrato al-guno. Yendo todos así tropezaron con el gobernador Pedro deValdivia, el cual sabiendo que traían a Francisco Carvajal, qui-so llevárselo a presentar al presidente por ir ante él con tal pri-sionero, y se lo pidió a Diego Centeno, el cual se lo dio y ledijo: que habiéndolo presentado se lo enviase a su tienda por-que quería ser alcaide de Francisco Carvajal: dijo esto DiegoCenteno por parecerle que en cualquiera otra parte que estuvie-se, no faltarían desvergonzados y descomedidos que le maltra-tasen por vengarse de algunos agravios recibidos. Pedro deValdivia lo puso ante el presidente, el cual le reprendió sustiranías y crueldades, y que las hubiese hecho en deservicio desu rey; a todo lo cual Francisco de Carvajal no respondió pala-bra, ni hizo semblante de humillarse, ni muestra de escuchar loque le decían, como que no hablasen con él, antes estuvo mi-rando a una parte y a otra, con una mirada tan grave y varonil,como que fuera señor de cuantos tenía delante; lo cual visto porel presidente, mandó que lo llevasen de allí, y lo llevaron a latienda de Diego Centeno, y le pusieron en un toldo de por sí,aparte, donde no se vieron más él y Gonzalo Pizarro.«A los demás capitanes y oficiales prendieron todos de ellosaquel día, y de ellos otros adelante, que no se escapó ninguno;sólo el capitán Juan de la Torre estuvo escondido en el Cuzcocuatro meses en una choza pajiza de un indio criado suyo, detal manera, que en todo ese tiempo no se supo de él cosa algu-na, como si se le hubiera tragado la tierra, hasta que un españollo descubrió por desgracia, no sabiendo que era él, y lo ahorca-

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ron como a los demás, aunque tarde.» La batalla de Xaquixa-guana, si es que puede dársele este nombre, fue de tan breveduración, que a las diez de la mañana todo estaba tan tranquilo,cual si nada hubiese pasado; jamás acción más decisiva habíacostado la vida a menos gente; sólo hubo diez hombres muertosdel partido de Pizarro, y uno sólo en el ejército del presidente,y aun ése fue víctima de la imprudencia de uno de sus camara-das. La Gasca envió en seguida dos de sus oficiales a Cuzcopara llevar la noticia de su victoria e impedir que los fugitivospillasen la ciudad, como hubieran podido hacerlo; y luego reti-rose a su tienda, rodeado de los venerables prelados que for-maban su consejo, a fin de resolver la conducta que debía se-guirse después de aquella memorable jornada.

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Capítulo XVI

Muerte de Carvajal y de Gonzalo Pizarro.- Reflexiones acerca las guerrasciviles del Perú.- Prudente administración del presidente La Gasca.- Suvuelta a España.- Conclusión.

Satisfecho La Gasca de un triunfo que no había costado sangre,no lo manchó con actos de crueldad: sin embargo el sosiego delPerú y la necesidad de un escarmiento exigían el sacrificio deGonzalo Pizarro y de algunos de sus principales cómplices.Desde el día siguiente el oidor Cianca y D. Alfonso de Alvara-do recibieron el encargo de instruir el proceso, y como los car-gos de que se les acusaban estaban completamente probados,fueron condenados a muerte. La conducta de Carvajal duranteel tiempo que medió entre la sentencia y su ejecución fue enextremo singular, mostrando una ligereza inconcebible de partede un hombre de su edad condenado a muerte. Muchas perso-nas fueron a verle en la cárcel, unos por curiosidad y otros porinterés. Un comerciante le pidió la restitución de una cantidadconsiderable de dinero, haciéndole un cuadro patético de lospeligros que corría su alma en el otro mundo, si dejaba de pa-gar sus deudas antes de salir de éste. Carvajal respondió a estademanda, dirigida a un hombre que no podía disponer de unsolo real, diciéndole que tomase la vaina de su espada, que erala única prenda que le quedaba. A otro que se le presentó conotra demanda de la misma clase, contestó: que no se acordabadeber otra deuda, sino medio real a una bodegonera de la puer-ta del Arenal de Sevilla. Habiéndole notificado la sentencia ytodo lo que en ella se contenía, dijo sin alteración ninguna:«¡basta matar!» «Después de medio día, dice Garcilaso de laVega, el secretario le envió un confesor, que se lo había pedidoCarvajal, con el cual estuvo confesándose toda la tarde, queaunque los ministros de la justicia fueron dos o tres veces a dar

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priesa para ejecutar la sentencia, Carvajal se detuvo todo lo quepudo, por no salir de día, sino de noche. Mas no pudo alcanzarsu deseo, porque al oidor Cianca, y al maese de campo Alonsode Alvarado, que eran los jueces, se les hacían días y semanaslos momentos. Al fin salió, y a la puerta de la tienda lo metie-ron en una petaca en lugar de serón y lo cosieron, que no lequedó fuera más de la cabeza, y ataron el serón a dos acémilas,para que lo llevasen arrastrando. A dos o tres pasos, los prime-ros que las acémilas dieron, dio Carvajal con el rostro en elsuelo; y alzando la cabeza como pudo, dijo a los que estaban enderredor:señores, miren vuesas mercedes que soy cristiano. Aún no lohabía acabado de decir, cuando lo tenían en brazos levantadodel suelo más de treinta soldados principales de los de DiegoCenteno. A uno de ellos en particular le oí decir en este paso,que cuando arremetió a tomar el serón pensaba que era de losprimeros, y cuando llegó a meter el brazo debajo de él, lo hallótodo ocupado, y asió de uno de los brazos que habían llegadoantes; y que así lo llevaron en peso hasta el pie de la horca quele tenían hecha. Y que por el camino iba rezando latín; y quepor no entender este soldado latín, no sabía lo que rezaba; yque dos clérigos sacerdotes que iban con él le decían de cuandoen cuando: encomiéndese vuesa merced a Dios. Carvajal res-pondió: así lo hago, Señor, y no decía otra palabra. De estamanera llegaron al lugar donde lo ahorcaron, y él recibió lamuerte con toda humildad, sin hablar palabra ni hacer ademánalguno.» Carvajal tenía entonces ochenta y cuatro años deedad. Su larga carrera había sido consagrada a la profesión delas armas, habiendo adquirido un grande conocimiento en elarte de la guerra. Había servido en Italia a las órdenes del GranCapitán, habiéndose hallado en la batalla de Pavía, donde fuehecho prisionero el rey Francisco I, y en el saco de Roma, almando del condestable de Borbón. Militó después en Méxicode donde pasó al Perú, siendo de los más famosos y experimen-

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tados guerreros que habían pasado a las Indias. Empañó sinembargo esas cualidades con la ferocidad de su carácter; puestoque condenó a muchos a muerte por las faltas más leves, y nopocas veces con un pretexto cualquiera, si es que creía necesa-rio un escarmiento. En lo que atañía a la disciplina militar, lle-gaba a tal punto la severidad, que había logrado que le temie-sen aquellos aventureros acostumbrados a la insubordinación ya la licencia.Su nombre llegó pues a ser un objeto de terror, y si bien suseveridad tuvo ventajosos resultados para el ejército en cuantorestableció la disciplina, fue sin embargo causa de muchas de-serciones, y su muerte no fue de nadie sentida.Carvajal no ofrecía en su exterior nada de notable. «Era, diceZárate, hombre de mediana estatura, muy grueso y colorado,diestro en las cosas de la guerra por el grande uso que de ellatenía. Fue mayor sufridor de trabajos que requería su edad,porque a maravilla se quitaba las armas de día ni de noche, ycuando era necesario tampoco se acostaba ni dormía más decuanto recostado en una silla se le cansaba la mano en quearrimaba la cabeza. Fue muy amigo del vino; tanto que cuandono hallaba de lo de Castilla bebía aquel brebaje de los indiosmás que ningún otro español que se haya visto. Fue muy cruelde condición, mató mucha gente por causas livianas, y algunossin ninguna culpa, salvo por parecerle que convenía así paraconservación de la disciplina militar, y a los que mataba era sintener de ellos ninguna piedad, antes diciéndoles donaires y co-sas de burla, mostrándose con ellos muy bien criado y comedi-do, en forma de irrisión o escarnio. Fue muy mal cristiano, yasí lo mostraba de obra y de palabra. Era muy codicioso y robólas haciendas a muchos, tanto que poniéndoles en estrecho demuerte les rescataba las vidas.» Los principales partidarios deGonzalo Pizarro sufrieron la misma muerte que Carvajal, sien-do víctimas de las circunstancias y de la necesidad, porque elpresidente juzgó, y con razón, que unos hombres que habían

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desempeñado un papel tan activo en la rebelión, no debían sertratados con la misma indulgencia que rebeldes menos peligro-sos y de una clase inferior. Las cabezas de Acosta y de Maldo-nado fueron expuestas en jaulas de hierro en la plaza pública deCuzco, y las de otros oficiales enviadas a diferentes ciudadesdel reino.He aquí cómo refiere la muerte de Pizarro Garcilaso de la Ve-ga:«Gonzalo Pizarro, el día de su prisión, estuvo en la tienda delcapitán Diego Centeno, donde le trataron con el mismo respetoque en su mayor prosperidad y señorío. No quiso comer aqueldía aunque se lo pidieron; casi todo él lo gastó en pasearse asolas muy imaginativo; y a buen rato de la noche dijo a DiegoCenteno: señor, ¿estamos seguros esta noche?Quiso decir si le matarían aquella noche o aguardarían al díavenidero, porque bien entendía Gonzalo Pizarro que las horaseran años para sus contrarios hasta haberle muerto. Diego Cen-teno, que lo entendió, dijo:vuesa señoría puede dormir seguro, que no hay que imaginaren eso. Ya pasada la media noche se recostó un poco sobre lacama y durmió como una hora: luego volvió a pasearse hasta eldía, y con la luz de él pidió confesor, y se detuvo con él hastamedio día... Lo mismo hizo después que comieron los minis-tros, mas él no quiso comer, que se estuvo a solas hasta quevolvió el confesor, y se detuvo en la confesión hasta muy tar-de.Los ministros de la justicia yendo y viniendo daban muchapriesa a la ejecución de su muerte. Uno de los más graves, en-fadado de la dilación que había, dijo en alta voz: ea ¿no acabande sacar ya este hombre? Todos los soldados que lo oyeron, seofendieron de su desacato de tal manera, que le dijeron milvituperios y afrentas... Poco después salió Gonzalo Pizarro,subió en una mula ensillada que le tenían apercibida; iba cu-

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bierto con una capa; y aunque un autor dice, con las manosatadas, no se las ataron; un cabo de una soga echaron sobre elpescuezo de la mula por cumplimiento de la ley. Llevaba en lasmanos una imagen de nuestra Señora, cuyo devotísimo fue, ibasuplicándole por la intercesión de su ánima. A medio caminopidió un crucifijo; un sacerdote, de diez o doce que le ibanacompañando, que acertó a llevarlo, se lo dio. Gonzalo Pizarrolo tomó y dio al sacerdote la imagen de nuestra Señora, besan-do con gran afecto lo último de la ropa de la imagen. Con elcrucifijo en las manos, sin quitar los ojos dél, fue hasta el ta-blado que le tenían hecho para degollarle, do subió; y ponién-dose en un canto dél, habló con los que le miraban, que erantodos los del Perú, soldados y vecinos, que no faltaban sino losmagnates que le negaron; y aun dellos había algunos disfraza-dos y rebozados; díjoles en alta voz:señores, bien saben vuesas mercedes que mis hermanos y yoganamos este imperio: muchos de vuesas mercedes tienen re-partimientos de indios, que se los dio el marqués mi hermano:otros muchos los tienen que se los di yo. Sin esto muchos devuesas mercedes me deben dinero, que se los presté; otros mu-chos los han recibido de mí, no prestados sino de gracia. Yomuero tan pobre que aun el vestido que tengo puesto es delverdugo que me ha de cortar la cabeza, no tengo con qué hacerbien por mi ánima. Por lo tanto suplico a vuesas mercedes quelos que me deben dineros, de los que me deben, y los que nome los deben, de los suyos, me hagan limosna y caridad detodas las misas que pudieren que se digan por mi ánima; queespero en Dios, que por la sangre y pasión de nuestro SeñorJesucristo su hijo, y mediante la limosna que vuesas mercedesme hicieren, se dolerá de mí y me perdonará mis pecados: qué-dense vuesas mercedes con Dios.«No había acabado de pedir su limosna cuando se sintió unllanto general con grandes gemidos y sollozos, y muchaslágrimas que derramaron los que oyeron palabras tan lastime-

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ras. Gonzalo Pizarro se hincó de rodillas delante del crucifijoque llevó, que lo pusieron sobre una mesa que había en el ta-blado. El verdugo, que se decía Juan Enríquez, llegó a ponerleuna venda sobre los ojos. Gonzalo Pizarro le dijo: no es menes-ter, déjala. Y cuando vio que sacaba el alfanje para cortarle lacabeza, le dijo: haz bien tu oficio, hermano Juan. Quiso decirleque lo hiciese liberalmente, y no estuviese martirizándole, co-mo acaece muchas veces. El verdugo respondió: yo se lo pro-meto a vuesa merced. Diciendo esto, con la mano izquierda lealzó la barba, que la tenía larga cerca de un palmo y redonda,que se usaba entonces traerlas sin quitarles nada, y de un revésle cortó la cabeza con tanta facilidad, como si fuera una hoja delechuga, y se quedó con ella en la mano, y tardó el cuerpoalgún espacio en caer al suelo. Así acabó este buen caballero.«El verdugo como tal, quiso desnudarle por gozar de su despo-jo; mas Diego Centeno, que había venido a poner en cobro elcuerpo de Gonzalo Pizarro, mandó que no llegase a él, y leprometió una buena suma de dinero por el vestido, y así lo lle-varon al Cuzco y lo enterraron con el vestido, porque no huboquien se ofreciese a darle una mortaja. Enterráronlo en el con-vento de nuestra Señora de las Mercedes, en la misma capilladonde estaban los don Diegos de Almagro, padre y hijo, porqueen todo fuesen iguales y compañeros, así en haber ganado latierra igualmente como en haber muerto degollados todos tres,y ser los entierros de limosna, y las sepulturas una sola habien-do de ser tres, y aun la tierra parece que les faltó para haberlosde cubrir.«Fue Gonzalo Pizarro gentilhombre de cuerpo, de muy buenrostro, de próspera salud, gran sufridor de trabajos, como por lahistoria se habrá visto. Lindo hombre de a caballo, de ambassillas, diestro arcabucero y ballestero, con un arco de bodoquespintaba lo que quería en la pared. Fue la mejor lanza que hapasado al Nuevo Mundo, según conclusión de todos los quehablaban de hombres famosos que a él habían ido.

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«Fue de ánimo noble, y claro y limpio, ajeno de malicias, sincautelas ni dobleces; hombre de verdad, muy confiado de susamigos o de los que pensaba que lo eran, que fue lo que le des-truyó. Y por ser ajeno de astucias, maldades y engaños, dicenlos autores que fue de corto entendimiento. No lo tuvo sinomuy bueno, y muy inclinado a la virtud y honra. Afable decondición, universalmente bien quisto de amigos y enemigos;en suma tuvo todas las buenas partes que un hombre noble de-be tener.

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«Fue Gonzalo buen cristiano, devotísimo de nuestra Señora lavirgen María, madre de Dios; y el presidente lo dijo en la cartaque le escribió.Jamás le pidieron cosa, diciendo por amor de nuestra Señora,que la negase por muy grave que fuese. Teniendo experienciade esto Francisco de Carvajal y sus ministros, cuando habíande matar alguno de sus contrarios que lo mereciese, apercibíany proveían con tiempo que no llegase nadie a pedir a GonzaloPizarro la vida de aquel tal, porque sabían que pidiéndosela pornuestra Señora, que no se la había de negar aunque fuese quienquisiese. Por sus virtudes morales y hazañas militares fue muyamado de todos; y aunque convino quitarle la vida (dejandoaparte el servicio de su Majestad), a todos en general les pesóde su muerte, por sus muchas y buenas partes; y así despuésjamás oí que nadie hablase mal de él, sino todos bien y conmucho respeto como a superior. Y decir el Palentino que huboalgunos que dieron parecer, e insistieron que se debía hacercuartos y ponerlos por los caminos del Cuzco, y que el presi-

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dente no lo consintió, fue relación falsísima que dieron al autor,porque nunca tal se imaginó.»Después que quedaron sosegadas las agitaciones del Perú, to-dos los principales habitantes hicieron celebrar, cada cual en suciudad, muchas misas por el alma de Gonzalo Pizarro, ya por-que las había él pedido por caridad, ya para corresponder a laobligación en que con él estaban, por haber muerto en sucomún defensa.Al licenciado Cepeda, que había sido tan culpable por lo menoscomo Pizarro y Carvajal, se le perdonó la vida a causa del ser-vicio que había prestado al partido real desertando en un mo-mento tan crítico; pero su traición no podía ni atraerle el respe-to, ni alcanzarle el honor de una recompensa. Cepeda se habíadistinguido durante toda su vida por un olvido tal de todos losprincipios, que su memoria debe ser objeto del más infamantedesprecio. Comenzó por hacer traición al virrey Núñez Vela,habiendo contribuido con su influencia y sus esfuerzos a larebelión de la Audiencia y a las agitaciones que vinieron en posde ella. Luego entró en negociaciones con Gonzalo Pizarro,haciendo a su vez traición a sus colegas. Después de haber ob-tenido la confianza de éste y sido elevado a uno de los puestosmás eminentes de su gobierno, acabó también por serle traidorpara pasarse al partido de La Gasca, a quien había él mismocondenado a muerte poco tiempo antes. Semejante hombre noera tan sólo despreciable; era también peligroso: así que fueenviado preso a España donde acabó miserablemente sus díasen el cautiverio.Tal fue la suerte de los principales compañeros de GonzaloPizarro.

Al contemplar este cuadro de turbaciones, de excesos de todaespecie, de desastres y de suplicios el ánimo se siente sobreco-gido de horror a la vez que de admiración. La historia del des-

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cubrimiento y de la conquista del Perú, se distingue por unnúmero de violencias mucho mayor que el que pueden registraren sus páginas los anales de las demás comarcas del NuevoMundo: parte empero de la admiración por tales acontecimien-tos causada, desaparece al examinar las causas que los produje-ron; y esto es lo que ha hecho Robertson en el enérgico pasajeque copiamos en su totalidad.«Si bien los primeros españoles que invadieron el Perú eranhombres de las últimas clases de la sociedad, y aventureros sinfortuna la mayor parte de los que más adelante se unieron aellos, sin embargo, en todas las partidas de tropa conducidaspor los diferentes jefes que se disputaban el mando, no sehallaba un solo hombre que sirviese por la paga. Todo aventu-rero se consideraba a sí mismo como conquistador, y con dere-cho por sus servicios a un establecimiento en el país por suvalor conquistado. En las querellas entre los jefes cada unoobraba según su propio juicio o sus afecciones, miraba a sugeneral como a su compañero de fortuna, y hubiera creído de-gradarse recibiendo un sueldo a guisa de mercenario. La mayorparte de sus jefes debía su elevación a su valor y a sus talentos,no a su cuna; y cada uno de sus compañeros de guerra esperabaabrirse por los mismos medios un camino a la riqueza y al po-der.«Mas para levantar esas tropas que servían sin paga necesitá-banse gastos inmensos. Entre hombres acostumbrados a repar-tirse los despojos de un país tan rico, la sed de riquezas era decada día más ardiente a proporción de que crecía la esperanzadel triunfo. Como todos tendían al mismo objeto y hallábansedominados por la misma pasión, no había más que un medio deganar a esos hombres y de adherírselos fuertemente.«Los oficiales que tenían un nombre conocido e influencia,además de la promesa de grandes establecimientos, recibíanconsiderables sumas del jefe con quien se alistaban. A GonzaloPizarro le costó quinientos mil pesos levantar una hueste de mil

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hombres, y La Gasca gastó novecientos mil para formar elejército que condujo contra los rebeldes. Las concesiones detierras y de indios que se hacía a los vencedores como una re-compensa después de la victoria, eran más exorbitantes to-davía. Cepeda, por la habilidad y perfidia que había empleadoen persuadir a los oidores de la real Audiencia que sancionasenla usurpación de Pizarro, obtuvo una concesión que le valíacincuenta mil pesos de renta al año. Hinojosa, que fue de losprimeros en apartarse de Gonzalo y entregó a su enemigo laflota que decidió del destino del Perú, obtuvo una renta de dos-cientos mil pesos; y al mismo tiempo que se premiaba a losprincipales oficiales con una magnificencia más que regia, serecompensaba en igual proporción a los simples soldados.«Unos cambios tan rápidos de fortuna producían los efectosque era de esperar, y engendraban nuevas necesidades y deseosnuevos. Aquellos veteranos acostumbrados a las mayores fati-gas, adquirían durante las temporadas de ocio todos los hábitosde la profesión, y se abandonaban a los excesos todos de lalicencia militar. Los unos se entregaban a la más vergonzosarelajación; los otros se daban a un lujo el más dispendioso. Elúltimo soldado del Perú se hubiera creído degradado caminan-do a pie, y a pesar del precio exorbitante a que se vendían loscaballos en América, todos en aquella época querían tener unoantes de ponerse en campaña.«Mas aunque se habían vuelto menos que antes capaces desobrellevar las fatigas del servicio, despreciaban con la mismaintrepidez los peligros y la muerte, y, animados por la esperan-za de nuevas recompensas, no dejaban nunca en un día de bata-lla de desplegar todo su antiguo valor.«A la par de su intrepidez conservaban su primera ferocidad.En ningún país se ha hecho la guerra civil con el furor que en elPerú. A las pasiones que hacen atroces las querellas entre con-ciudadanos añadíase allí la de la avaricia, la cual daba a susenemistades más encono y duración.

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Como la muerte de un enemigo llevaba consigo la confiscaciónde sus bienes, no se daba cuartel en los combates. Después dela victoria todo hombre opulento hallábase expuesto a las acu-saciones y a los castigos. Pizarro condenó a muerte por las másligeras sospechas a muchos de los más ricos habitantes delPerú, y Carvajal hizo morir mayor número sin buscar siquieraun pretexto para justificar su crueldad. Perecieron casi tantoshombres a manos del verdugo como en los campos de batalla, ycasi todos fueron sentenciados sin formación de proceso (7).«La violencia con que los partidos opuestos se despedazabanno iba acompañada, como acontece de ordinario, de la fideli-dad y la adhesión hacia aquellos con quienes se combatía; loslazos formados por el honor, que son tenidos como sagradospor los soldados, y la lealtad que domina en el carácter españoltanto como en el de ninguna otra nación, estaban igualmenteolvidados: hacíase la traición sin vergüenza y sin remordimien-tos. Durante aquellas disensiones apenas hubo en el Perú unsolo español que no abandonase el partido que había primeroabrazado y que no violase todos sus compromisos. El virreyNúñez Vela fue derribado por la traición de Cepeda y de losotros oidores de la Audiencia real, que sin embargo estabanobligados, por el deber de su destino, a sostener su autoridad.Los instigadores principales y los cómplices de la sublevaciónde Gonzalo Pizarro fueron los primeros en abandonarle y ensometerse a sus enemigos. La flota fue entregada a La Gascapor el hombre que había elegido entre todos sus capitanes paraconfiarle este mando importante. En la jornada que decidió desu suerte viose a veteranos lanzar sus armas a la vista del ene-migo, y abandonar a un jefe que les había conducido tantasveces a la victoria. La historia ofrece pocos ejemplos de un

7 Según Herrera durante la sublevación de Gonzalo Pizarro fueron muertosen el campo de batalla setecientos hombres y trescientos ochenta ahorca-dos o decapitados. Fernández dice que más de trescientos de estos últimoslo fueron por orden de Carvajal.

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desprecio tan general y tan poco disimulado de los principiosdel honor, y de las obligaciones que ligan a los hombres entresí y que constituyen la unión social. Encuéntranse tan sólo talescostumbres en gentes que habitan países apartados del centrode la autoridad, donde sólo débilmente se siente la fuerza de lasleyes y del orden, donde la esperanza del lucro no reconocelímites; donde en fin riquezas inmensas pueden hacer olvidarlos crímenes por cuyo medio han sido adquiridas. Sólo en se-mejantes circunstancias es posible encontrar tanta inconstancia,avidez, perfidia y corrupción cual se ve en los conquistadoresdel Perú.»

Aquí termina, propiamente hablando, la historia de la conquistade esta parte del Nuevo Mundo. Para completarla sin embargoconviene decir en pocas páginas cuál fue la conducta del presi-dente La Gasca, que fue el que tuvo la gloria de pacificar tanhermoso país.Después de la muerte de Pizarro los descontentos depusieronen todas partes las armas, y se sometieron sin dificultad al go-bierno del presidente. Éste sabía no obstante que existían aúnmuchos obstáculos para el completo restablecimiento de latranquilidad; pues estaba muy distante de lisonjearse que unosaventureros violentos, audaces y sin principios, mal avenidoscon la obediencia y acostumbrados al desorden, habían decambiar repentinamente de carácter y convertirse de una vez ensúbditos prudentes y sumisos.A fin de impedir a los aventureros que provocasen nuevas aso-nadas, empleó un medio que había producido siempre buenefecto, y fue tenerlos constantemente ocupados. Volvió a en-viar a Pedro de Valdivia a su gobierno de Chile, para que pro-siguiese su conquista, y confió a Diego Centeno una empresano menos importante, la de reconocer las inmensas regionessituadas a las orillas del río de la Plata. La nombradía de estos

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dos jefes, la esperanza de adquirir riquezas, y la idea de no es-tar sometidos a una disciplina severa movieron a todos losaventureros pobres a alistarse en una u otra de aquellas dosexpediciones. De esta suerte La Gasca se encontró desembara-zado de aquellos atrevidos soldados, que eran para él una con-tinua causa de inquietudes.Entonces pudo entregarse a una operación mucho más difícil ydelicada, cual era la de los repartimientos de las tierras de losindios, que era preciso distribuir entre los vencedores. Lamuerte o la fuga de los partidarios de Pizarro y la confiscaciónde sus bienes habían puesto a disposición del presidente más dedos millones de pesos de renta anual.Por grandes que fuesen estas riquezas y por más que La Gascamanifestase un desinterés inaudito, no reservándose nada paraél, los pretendientes eran tan numerosos y tan altas las deman-das, que parecía imposible satisfacer el amor propio o la codi-cia de todos.Para desembarazarse de pretendientes y a fin de poder con másdetenimiento examinar la justicia de las diversas solicitudes ysatisfacerlas con imparcialidad, el presidente acompañado delarzobispo de Lima y de un solo secretario, se retiró a una aldea,a doce millas de Cuzco. En aquel retiro pasó tres meses, y des-pués de haber hecho su trabajo a paciencia y conciencia suyas,partió para Lima mandando que no se publicase su decreto derepartición hasta algunos días después de su partida, a fin deevitar reclamaciones.Sucedió en efecto lo que había previsto; la publicación del de-creto (24 agosto de 1548) excitó el descontento general. Lavanidad, la avaricia, la envidia, cuantas pasiones obran con másvehemencia en el corazón del hombre al ponerse en juego suhonor y su interés, todo concurrió a aumentar su explosión:ésta estalló en su consecuencia con todo el furor de la insolen-cia militar. La Gasca fue blanco de la calumnia, de las amena-

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zas y de las maldiciones: acusósele de ingratitud, de parcialidady de injusticia. Entre soldados siempre dispuestos a llegar a lasmanos, tales quejas no podían menos de convertirse en actos deviolencia. Renació la costumbre tan común en el Perú de acudira la sedición y a la revuelta, y los más atrevidos empezaron abuscar un jefe en torno del cual pudiesen agruparse, a fin deobtener por la fuerza de las armas el enderezamiento de lo quellamaban ellos sus agravios.Afortunadamente La Gasca estaba dotado de una firmeza atoda prueba, y se distinguía por su actividad tanto como por suprudencia. No dejó pasar un instante sin aplicar remedio almal: la ejecución de un soldado turbulento y el destierro deotros tres restablecieron por el momento la tranquilidad enCuzco.El presidente consideró sin embargo que el fuego, más queapagado, estaba tan sólo cubierto, y por lo tanto trabajó con lamayor asiduidad en ablandar a los descontentos, dando a losunos gratificaciones considerables, a otros prometiéndoles re-partimientos cuando los hubiese vacantes, acariciándolos yhalagándolos a todos. Mas a fin de establecer la tranquilidadpública sobre más sólidas bases, se ocupó en robustecer la au-toridad de sus futuros sucesores, organizando una administra-ción regular en todas las partes del imperio.Introdujo el orden y la sencillez en la percepción de las rentasreales; hizo reglamentos sobre el tratamiento de los indios paraponerlos a cubierto de la opresión, y hacerlos instruir en losprincipios de nuestra santa religión, sin privar a los españolesdel beneficio que pudiesen sacar de sus trabajos.Después de haber tan gloriosamente desempeñado su misión,La Gasca sintió deseos de volver a su país natal. Su edad, susenfermedades y los penosos trabajos a que se había entregadole hacían necesario el reposo.

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En su consecuencia confió el gobierno del Perú a la real Au-diencia, y partió para España el 1.º de febrero de 1550. Traía unmillón trescientos mil pesos, que ahorró con su economía ybuena administración, después de haber atendido largamente alos inmensos gastos que había tenido que hacer para el logro desu cometido; y esta suma fue entregada por entero al real teso-ro.«La Gasca fue recibido en su patria, dice Robertson, con laadmiración universal que merecían sus talentos y las virtudestan puras de que acababa de dar tan brillantes pruebas. Habíapartido de Europa para calmar una sublevación amenazadora,sin ejército, sin flota, sin dinero, con un tren tan modesto quesólo costó al Estado tres mil ducados el equiparlo. Con su pru-dencia y habilidad suplió los medios que le faltaban y creó, pordecirlo así, instrumentos propios para ejecutar su empresa. Ad-quirió una fuerza marítima bastante grande para hacerle dueñodel mar; puso en pie un cuerpo de tropas capaz de medir susfuerzas con los veteranos que dominaban en el Perú; triunfó desu jefe, cuyos pasos había seguido hasta entonces la victoria, yestableció en el lugar donde reinaban antes la anarquía y lausurpación, el poder de las leyes y la autoridad del legítimosoberano.«Mas los elogios dados a sus talentos distan mucho de ser talescuales los merecen sus virtudes. Después de haber residido enun país donde el cebo de las riquezas había seducido hasta en-tonces a todos los que habían estado revestidos de alguna auto-ridad, dejó su puesto delicado sin que hubiese podido sospe-charse siquiera de su integridad. Había repartido entre suscompatriotas posesiones de una extensión y de una renta in-mensa, mientras que él conservaba su primera pobreza; y alpropio tiempo que traía al tesoro real sumas enormes se hallabaen la necesidad de pedir a su soberano que se satisficiesen al-gunas deudas que había contraído durante su expedición.

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«Carlos reconoció un mérito tan superior y tanto desinterés.Dio a La Gasca las mayores muestras de la más distinguidaestimación, y le nombró obispo de Palencia, en cuyo honrosopuesto pasó este hombre extraordinario el resto de sus días enel retiro y en el ejercicio de todas las virtudes religiosas, respe-tado de sus compatricios, honrado por su soberano y amado detodos.»

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