Torquemada y San Pedro

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Torquemada y San Pedro Benito Pérez Galdós Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Torquemada ySan Pedro

Benito Pérez Galdós

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Primera parte

-I-

Las primeras claridades de un amanecer len-to y pitañoso, como de Enero, colándose porclaraboyas y tragaluces en el interior del quefue palacio de Gravelinas, iba despertando to-das las cosas del sueño de la obscuridad,sacándolas, como quien dice, de la nada negra ala vida pictórica... En la armería, la luz matinalpuso el primer toque de color en el plumaje deyelmos y morriones; modeló después con trazofirme los petos y espaldares, los brazales y co-seletes, hasta encajar por entero las gallardísi-mas figuras, en quien no es difícil ver catadurade seres vivos, porque la costra de bruñido hie-rro, cuerpo es de persona monstruosa y terrorí-fica, y dentro de aquel vacío, ¡quién sabe si seesconde un alma!... Todo podría ser. Los de acaballo, embrazando la adarga, en actitud de

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torneo más que de guerra, tomaríanse por in-mensos juguetes, que fueron solaz de la Histo-ria cuando era niña... En alguno de los guerre-ros de a pie, cuando ya la luz del día determi-naba por entero sus formas, podía observarseque los maniquíes vestidos del pesado traje deacero, se aburrían soberanamente, hartos ya dela inmovilidad que desencajaba sus músculosde cartón, y del plumero que les limpiaba lacara un sábado y otro, en miles de semanas. Lasmanos podridas, con algún dedo de menos, ylos demás tiesos, no habrían podido sostener lalanza o el mandoble, si no se los ataran con untosco bramante. En lo alto de aquel lindo mu-seo, las banderas blancas con la cruz de SanAndrés colgaban mustias, polvorosas, deshila-chadas, recordando los tiempos felices en queondeaban al aire, en las bizarras galeras delTirreno y del Adriático.

Del riquísimo archivo se posesionó la clari-dad matutina en un abrir de ojos, o de venta-

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nas. En la cavidad espaciosa, de elevado techo,fría como un panteón, y solitaria como templode la sabiduría, rara vez entraba persona vi-viente, fuera del criado encargado de la limpie-za, y de algún erudito escudriñador de rarezasbibliográficas. La estantería de alambradaspuertas cubría toda la pared hasta la escocia, ypor los huequecillos de la red metálica confu-samente se distinguían lomos de pergamino,cantos de ceñidos legajos amarillentos, y for-mas diversas de papelorio rancio, que despedíaolor de Historia. Al entrar la vigilante luz, re-tirábase cauteloso a su domicilio el ratón mástrasnochador de aquellas soledades: contento yahíto iba el muy tuno, seguido de toda la fami-lia, pues entre padres, hijos, sobrinos y nietos,se habían cenado en amor y compaña una delas más interesantes cartas del Gran Capitán alRey Católico, y parte de un curiosísimo Inventa-rio de alhajas y cuadros pertenecientes al Virreyde Nápoles, D. Pedro Téllez Girón, el Grande deOsuna. Estos y otros escandalosos festines

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ocurrían por haberse muerto de cólico miserereel gato que allí campaba, y no haberse cuidadolos señores de proveer la plaza, nombrandonuevo gato, o gobernador de aquellos oscurosreinos.

Los rasgados ventanales del archivo y ar-mería daban a un patio, medianero entre aque-llos y el cuerpo principal del palacio, el cual,por dormir en él mucha y diversa gente, tardóalgo más en ser invadido por los resplandoresdel día. Pero al fin, la grande y suntuosa man-sión revivió toda entera, y la quietud se trocócasi de súbito en movimiento, el silencio noc-turno en mil rebullicios que de una y otra partesalían. El patio aquel comunicaba por un luen-go pasadizo, que más bien parecía túnel, con eldepartamento de las cocheras y cuadras, que elúltimo duque de Gravelinas, concienzudosportman, había construido de nueva planta,con todos los refinamientos y perfiles del gustoinglés en estas graves materias. Por allí se ini-

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ciaron los primeros ruidos y desperezos deldiario trajín, patadas de hombres y animales, elgolpe de la pezuña suave y el chapoteo duro delos zuecos sobre los adoquines encharcados,voces, ternos y cantorios.

En el primer patio aparecieron multitud decriados, por diferentes puertas, mujeres queencendían braseros, chicos mocosos con bufan-da al cuello y mendrugo en boca, que salían adar el primer brinco del día sobre el empedra-do, o sobre la hierba. Un hombre con cara epis-copal, gorra de seda, pantuflas de orillo, chale-co de bayona y un gabán viejo sobre los hom-bros, llamaba a los rezagados, daba prisa a losperezosos, achuchones a los pequeñuelos, y atodos el ejemplo de su actividad y diligencia.Minutos después de su aparición, se le veía enuna ventana baja, afeitándose con tanta preste-za como esmero. Su rozagante cara resplandec-ía como un sol, cuando volvió a salir, despuésde bien lavado, para seguir dando órdenes con

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voz autoritaria y acento francés. Una mujer delengua muy suelta y puro sonsonete andaluz,disputaba con él, ridiculizando sus prisas; peroal fin no tuvo más remedio de apencar, y allásacó a tirones, de las sábanas, a un chicarrónmuy guapo, y llevándole de una oreja, le hizozambullir la jeta en agua fría, le lavó y enjugómuy bien. Después de peinarle con maternalesmero, le puso el plastrón lustroso y duro, yun corbatín blanco que le mantenía rígida lacabeza como el puño de un bastón.

Otro asomó con pipa en la boca, la mano iz-quierda metida en una bota de lacayo, cual sifuera un guante, y en la diestra un cepillo. Sinrespeto al franchute, ni a la andaluza ni a losdemás, empezó a vociferar colérico, gritando enmedio del pasillo: «¡Cuajo... por vida del cuajo,y del recuajo, esto es una ladronera!... ¡Quisieraver al cochino que me ha birlado mi betún!...¡Le quitan a uno su betún, y la sangre, y el cua-jo de las ternillas!». Nadie le hacía caso. Y en

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medio del patio, otro, con zuecos y mandil,chillaba furioso: «¿Quién ha cogido una de lasesponjas de la cuadra? ¡Dios, que ésta es la detodos los días, y aquí no hay gobierno, ni minis-tración, ni orden público!».

-Toma tu esponja, mala sangre -gritó unavoz mujeril desde una de las ventanas altas-,para que puedas lavarte la tiña.

Se la tiró desde arriba, y le dio en mitad dela cara con tanta fuerza, que si fuera piedra lehabría deshecho las narices. Risas y chacota; yel maldito francés dando prisa con paternalesinsinuaciones. Ya se había endilgado, sobre lagruesa elástica, la camisola de pechera almido-nada y brillante, disponiéndose a completar suatavío, no sin dirigir a pinches y marmitonesadvertencias muy del caso para desayunarsetodos pronto y bien.

Los pasillos de aquel departamento converg-ían, por la parte opuesta al patio, en una gran

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cuadra o sala de tránsito, que de un lado dabapaso a las cocinas, de otro a la estancia delplanchado y arreglo de ropa. En el fondo, unaancha puerta, cubierta de pesado cortinón defieltro, comunicaba con las extensas logias ycámaras de la morada ducal. En aquel espacio-so recinto, que la servidumbre solía llamar elcuartón, una mujer encendía hornillas y anafes,otra braseros, y un criado, con mandil hasta lospies, ponía en ordenada línea varios pares debotas, que luego iba limpiando por rigurosoturno.

«Pronto, pronto las del señor -díjole otro quepresuroso entraba por la puerta del fondo-.Estas, tontín, las gruesas... Ya se ha levantado, yallá le tienes dando zancajos por el cuarto, yrezándole al demonio Padrenuestros y Biblias».

-¡Anda!, que espere -replicó el que limpiaba-.Se las pondré como el oro. No podrá él hacer lomismo con la sarna que tiene en su alma.

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-A callar -díjole un tercero, añadiendo a lapalabra un amistoso puntapié.

-¿Qué comes? -preguntó el embetunadorviendo que mascullaba.

-Pan y unas miserias de lengua trufada.

De la próxima cocina venía fuerte aroma decafé. Allá acudieron uno tras otro, y el de lasbotas, con la mano izquierda metida en una,alargó la derecha para coger, del plato que pre-sentaba un marmitón, tajadas de fiambres ex-quisitos. El francés se apipaba de lo lindo, ytodos le imitaron, mascullando a dos carrillos, amedio vestir unos, otros en mangas de camisa ycon las greñas sin peinar.

«Prisa, prisita, amigos míos, que a las nuevehemos de ir todos a la misa. Ya oísteis anoche.Vestida toda la servidumbre».

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El portero se había enfundado ya en su li-brea, que hasta los pies le cubría, y se refregabalas manos pidiendo café bien caliente. El ayudade cámara recomendaba que no se dejase paralo último el chocolate del señor marqués.

«Al tío Tor -dijo una voz bronca, que debíade ser de alguno de la cuadra-, no le gusta másque el de a tres reales, hecho con polvo de la-drillo y bellotas...».

-¡Silencio!

-Es hombre, como quien dice, de principiosbastos, y por él, comería como un pobre. Comea lo rico porque no digan.

-¡A callar! ¿Quién quiere café?

-Yo y nosotros... Oye tú, Bizconde, saca la bo-tella de aguardiente.

-La señora ha dicho que no haiga mañanas.

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-Sácala te digo.

Un marmitón de blanco gorrete, bizco pormás señas, repartió copitas de aguardiente,dándose prisa en el escanciar, como los otros enel beber, para que no los sorprendiera el jefe,que a tal hora solía presentarse en la cocina, yera hombre de mal genio, enemigo declarado,como la señora, de las mañanas. El francés re-comendaba la sobriedad, «para no echar vaho»;pero él se empinó hasta tres copas, diciendo alconcluir: «Yo no doy olor: me lo quito con unapastilla de menta».

En esto, el estridor repentino y vibrante deun timbre, les hizo saltar a todos como poseí-dos de pánico.

«¡La señora!... ¡la señora!».

Corrieron, unos a concluir de vestirse, otrosa proseguir en los menesteres que entre manostraían. Una que debía de ser doncella principal,

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se puso de un brinco en la puerta que al interiordel palacio conducía, y desde allí gritó con vozde alarma: «¡Despachaos, gandules, y a vestirsepronto!... El que falte ya se las verá con la seño-ra».

Un segundo repiqueteo del sonoro timbre lallevó como el viento por galerías, salas y corre-dores sin fin.

-II-

«Es la misa que se celebra el 11 de cada mes,porque en día 11 parece que se tiró por elbalcón un hermano de las señoras, que sufría dela vista» -dijo el francés a su compañero y con-ciudadano el jefe, que acababa de entrar, y conél dos ayudantes, portadores de varios canastosbien repletos, con la compra del día. Indiferentea todo lo que no fuera su cometido en la casa,sacudió la ceniza de la pipa y la guardó, dispo-

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niéndose a cambiar las ropas de caballero por elblanco uniforme de capitán general de las coci-nas. Se vestía en el cuarto del otro francés, y allítenía sus pipas, las raciones de tabaco de hebra,y un buen repuesto de fiambres y licores parasu uso particular.

Mientras el jefe de comedor cepillaba su frac,el de cocina revisaba en su carnet, retocandocifras, la cuenta de plaza. «Ya, ya -murmuró-.Día 11. Por eso tenemos diez cubiertos al al-muerzo... ¿Con que misa? Eso no va conmigo.Soy hugonote... Ahora recuerdo: delante de mívenía ese clérigo... Yo andaba de prisa, y le paséen la esquina. Debe de haber entrado por lapuerta grande».

-¡Eh, Ruperto!... -gritó el otro saliendo al pa-sillo-. Ya tienes ahí al padre Gamborena, queviene a echar la misa, y tú no has encendido laestufa de la sacristía.

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-Sí señor: ya está. San Pedro, como le dice elseñor Marqués por chunga, no ha llegado to-davía.

-Corre... entérate... A ver si está corriente to-do el servicio del altar... paños... vino.

-Eso es cosa de Joselito... ¿Yo qué tengo quever con la ropa de cura, ni con las vinajeras?

-Hay que multiplicarse -dijo el francés ofi-ciosamente, poniéndose el frac y estirándose loscuellos-. ¡Si uno no mete su nariz en todo salecada cien-pies!...

Tiró hacia las estancias palatinas, que poraquella parte empiezan en una extensa galeríaen escuadra, con luces a un patio. En las pare-des, estampas antiguas de talla dulce, con mar-cos de caoba, y mapas de batallas en perspecti-va caballera: el suelo, de pita roja y amarilla,como un resabio de las barras de Aragón: loscristales, velados por elegantísimos transparen-

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tes con escudos de Gravelinas, Trastamara yGrimaldi de Sicilia. Al término de esta galería,una gallardísima escalera conduce a las habita-ciones propiamente vivideras de la suntuosamorada. En la planta baja todo es salones, larotonda, el gran comedor, el invernadero y lacapilla, restaurada por las señoras del Águilacon exquisito gusto. Hacia ella iba el bueno delfrancés, cuando vio que por la gran crujía quearranca del vestíbulo y entrada principal delpalacio, venía despacito, sombrero en mano, unclérigo de mediana estatura, calvo y de colorsanguíneo. Hízole gran reverencia el fámulo;contestole el sacerdote con un movimiento decabeza, y se metió en la sacristía, en cuya puer-ta le esperaba un lacayo de librea galoneada.Con éste cambió breves palabras el francés,intranquilo hasta no cerciorarse de que nadafaltaba en la capilla; disparó después algunaschirigotas a la doncella que subía cargada deropa; fue luego a echar un vistazo al comedorchico, y desde él sintió que un coche entraba en

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el portal. Oyose el pataleo de los caballos sobreel entarugado, después el golpe de la portezue-la.

«Es la de Orozco -dijo el francés a su segun-do, que ya tenía lista la mesa para los invitadosque quisieran desayunarse después de la misa-.Dama de historia, ¿eh? Ella y la señora Marque-sa son uña y carne».

En efecto, desde la puerta del comedor chicovio entrar a una esbelta dama, vestida de rigu-roso luto, que con la franqueza de una amistadíntima, se dirigió, sin ser anunciada, a las habi-taciones altas. Otras dos y un caballero entra-ron luego, pasando a un salón de la planta baja.De minuto en minuto aumentaba el rebulliciode la numerosa servidumbre, y daba gusto verlas pintorescas casacas, los blancos plastrones,los fraques elegantes de toda aquella chusma. Alas nueve, bajó Cruz del Águila, dando el brazoa su amiga Augusta, y por la escalera se lamen-taban de que Fidela, retenida en cama por un

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pertinaz ataque de influenza, no pudiera asistira la misa. Pasaron al salón, y del salón, juntascon las otras damas, a la capilla, ocupando si-tios de preferencia en el presbiterio. Lo demáslo llenó la servidumbre, hombres, mujeres yniños. Pasó revista la señora con su impertinen-te, a ver si faltaba alguno. No faltaban más queel jefe de la cocina, y el de la familia, Excelentí-simo Señor Marqués de San Eloy.

El cual, en el momento de empezar la misa,salió de su habitación tan destemplado y conlos humores tan revueltos, que daba miedoverle. Calzado con gruesas botas relucientes, lagorra de seda negra encasquetada hasta lasorejas, bata oscura de mucho abrigo, echose alpasillo dando tumbos y patadas, tosiendo rui-dosamente, y masticando entre salivazos pala-bras de ira. Por una escalera interior bajó alpatio de las cuadras, y no encontrando allí aninguno de los funcionarios de aquella sección,descargó toda la rociada sobre un pobre ancia-

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no, que disfrutaba un mezquino jornal tempo-rero, y que a la sazón barría las basuras, y car-gaba de ellas una carretilla. «¿Pero qué es esto,ñales? ¡El mejor día les pongo a todos en la ca-lle, como me llamo Francisco! ¡Gandules, arra-piezos, dilapidadores de lo ajeno, canallas, san-guijuelas del Estado!... ¡Y ni tan siquiera avisas-teis al veterinario para que vea la pata hinchadadel Bobo (Boby, alazán, de silla) y el muermo deMarly (bayo normando, de tiro)! Que se memueran, ¡cuerno!, y el coste de ellos os lo sacaréde las costillas. ¿Con que misa? Vaya con lascosas que inventa esa para distraerme a toda ladependencia, y apartar al personal de sus obliga-ciones. ¡Ñales, reñales!...».

Metiose luego por el cuartón, que era como elpunto de cita de toda la servidumbre, y noviendo a nadie, siguió hacia el interior de laducal morada, renegando y tosiendo y carras-peando; dio dos o tres vueltas por la galería delas estampas, y de los mapas de guerras y com-

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bates; por último, en la mitad de un terno quese le quedó atravesado entre los dientes, conparte de la grosería fuera, parte de ella dentro,pegada a la lengua espumarajosa, hallose juntoa la capilla, y oyó un sonoro tilín dos veces,tres.

«Ea, ya están alzando -dijo en un gruñido-.Yo no entro. ¿Ni a santo de qué había de entrar,malditas biblias?».

Volviose a su cuarto, donde acabó de vestir-se, poniéndose levita, gabán y sombrero decopa, y empuñando en una mano los gruesosguantes de lana, en otra el bastón de puño deasta, que conservaba de sus tiempos de guerra,bajó de nuevo, a punto que terminaba el oficiodivino, y los criados desfilaban presurosos,cada cual a su departamento. Las damas, doscaballeros graves, Taramundi, Donoso, y elseñorito de San Salomó, que había ayudado lamisa, subieron a ver a Fidela. Escabullose D.Francisco, para evitar saludos, pues aquella

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mañana no le daba el naipe por las finuras. Cuan-do vio despejado el terreno, metiose de rondónen la sacristía, donde se hallaba solo el ofician-te, ya despojado de la casulla y alba, y atento aun tazón de café riquísimo con escolta de tosta-ditas de pan y manteca, que encima de la cajo-nera le había puesto, en bandeja de plata, unlacayín muy mono.

«Pues llegué tarde a la misa -díjole donFrancisco bruscamente, sin más saludo, ni pre-liminar de cortesía-, porque no me avisaron atiempo. ¡Ya ve usted qué casa ésta! Total, queno quise entrar por no interrumpir... Y créameusted... yo no estoy bueno, no señor, no estoybueno... Debiera quedarme en la cama».

-¿Y quién le obliga a levantarse tan tempra-no? -dijo el clérigo, sin mirarle, tomando elprimer sorbo de café-. ¡Pobrecito, se levantapara ir en busca de un triste jornal, y traer unpar de panecillos y media libra de carne al pa-lacio de Gravelinas!

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-No es eso, ña... no es eso... Me levanto por-que no duermo. Me lo puede creer, no he pe-gado los ojos en toda la noche, Sr. San Pedro.

-¿De veras? ¿Por qué? -preguntole el clérigocon media rebanada entre los dientes y la otraen la mano-. Y entre paréntesis: ¿por qué mellama usted a mí San Pedro?

-¿No se lo dije?... Ya, ya le contaré. Es unahistoria de mis buenos tiempos. Llamo buenostiempos aquellos en que tenía menos conquibusque ahora, en que sudaba hiel y vinagre paraganarlo, los tiempos en que perdí a mi únicohijo, único no; quiero decir... pues... en que noconocía estas grandezas fantasiosas de ahora, nihabía tenido que lamentar tanta y tanta vicisi-tud... Terrible fue la vicisitud de morírseme elchico; pero con ella y todo, vivía más tranquilo,más en mi elemento. Allí penaba también; perotenía ratos de estar conmigo en mí, vamos, quedescansaba en un oasis..., un oasis... oasis.

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Encantado de la palabra, la repitió tres ve-ces.

«Y dígame ahora, ¿por qué no durmió ano-che? ¿Acaso...?».

-Sí, sí; no pude dormir por lo que me dijo us-ted al retirarme a mi cuarto, como cifra y reco-pilación de aquel gran palique que echamos asolas. Velay.

-III-

-¡Bueno, bueno, bonísimo! -exclamó el sa-cerdote echándose a reír, y mojando, mojando,para comer después y beber con buen apetito.

¡Qué hombre aquel! Cuerpo más bien pe-queño que grande, duro y fuerte, vestido desotana muy limpia; cara curtida, toda cruzadade finísimas y paralelas arrugas, en series quearrancaban de los ojos hacia la frente y de la

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boca hacia la barba y carrillos; la tez tostada ysanguínea, como de hombre de mar, de esosque amamantó la tempestad, y que han llegadoa la vejez en medio de las inclemencias del cieloy del agua, compartiendo su existencia entre lafe, emanada de lo alto, y la pesca, extraída de loprofundo. Lo característico de tal figura era lacalva lustrosa, que empezaba al distenderse lasarrugas de la frente y terminaba cerca de lanuca, convexidad espaciosa y reluciente, comocalabaza de peregrino, bruñida por el tiempo yel roce. Un cerquillo de cabellos grises muyrizaditos, la limitaba en herradura, rematandoencima de las orejas.

Y ahora que me acuerdo: otra cosa era en éltan característica como la calva. ¿Qué? Los ojosnegros, de una dulzura angelical, ojos de don-cella andaluza o de niño bonito, y un mirar quetraía destellos de regiones celestiales, incom-prendidas, antes adivinadas que vistas. Paracompletar tan simpática fisonomía, hay que

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añadir algo. ¿Qué? Un ligero cariz de raza oparentesco mogólico en las facciones, lospárpados inferiores abultados y muy a flor decara, las cejas un poco desviadas, la boca, barbay carrillos como queriendo aparecer en unmismo plano, un no sé qué de malicia japonesaen la sonrisa, o de socarronería de cara chines-ca, sacada de las tazas de té. Y el buen Gambo-rena era de acá, alavés fronterizo de Navarra;pero había pasado gran parte de su vida en elextremo Oriente, combatiendo por Cristo con-tra Buda, y enojado éste de la persecución reli-giosa, estuvo mirándole a la cara años y másaños, hasta dejar proyectados en ella algunosrasgos típicos de la suya. ¿Será verdad que laspersonas se parecen a lo que están viendosiempre?... Era tan sólo un vago aire de familia,un nada, que tan pronto se acentuaba como sedesvanecía, según la intención con que mirase,o la mónita con que sonriese. Fuera de esto,toda la cabeza parecía de talla pintada, como

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imagen antiquísima que la devoción conservalimpia y reluciente.

«¡Ah! -exclamó el beato Gamborena arque-ando las cejas, con lo cual las dos series dearruguitas curvas se extendieron hasta la mitaddel cráneo-. Alguna vez había de oír mi señorMarqués de San Eloy la verdad esencial, la queno se tuerce ni se vicia con la cortesía munda-na».

Don Francisco, elevando al techo sus mira-das y dando un gran suspiro, exclamó a su vez:«¡Ah!...».

Miráronse los dos un rato, y el clérigo acabósu desayuno.

«Toda la noche -dijo al fin el tacaño-, me lahe pasado revolviéndome en la cama como silas sábanas fueran un zarzal, y pensando enello, en lo mismo, en lo que usted me... mani-festó. Y no veía la hora de que llegase el día

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para levantarme, y correr en busca de usted, ypedirle que me lo explique, que me lo expliquemejor...».

-Pues ahora mismo, Sr. D. Francisco de mialma.

-No, no, ahora no -replicó el Marqués conrecelo, mirando a la puerta-. Es cosa de que noslo parlemos usted y yo solitos, ¡cuidado!, y aho-ra...

-Sí, sí, nos interrumpirán quizás...

-Y además, yo tengo que salir...

-A correr tras de los negocios. ¡Pobre jorna-lero del millón! Ande, ande usted, y déjese enesas calles la salud, que es lo que le faltaba.

-Puede usted creerme -dijo Torquemada condesaliento-, que no la tengo buena, ni mediobuena. Yo era un roble, de veta maciza y dura.Siento que me vuelvo caña, que me zarandea el

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viento, y que la humedad empieza a pudrirmede abajo arriba. ¿Qué es esto? ¿La edad? No estanta que digamos. ¿Los disgustos, la pena queme da el no ser yo propiamente quien mandaen mi casa, y el verme en esta jaula de oro, conuna domadora que a cada triquitraque me en-seña la varita de hierro candente? ¿Es el pesarde ver que mi hijo va para idiota? ¡Vaya usted asaber! No lo sé. No será una sola concausa, sinoel resumen de toditas las concausas lo que meacarrea esta situación. Cúmpleme declarar que yotengo la culpa, por mi debilidad; pero de nadame vale reconocerlo a posteriori, porque tardepiache, y de no haber sabido evitarlo a priori, nohay más que entregarse y sucumbir velis nolis,maldiciendo uno su destino, y dándose a losdemonios.

-Calma, calma, señor Marqués -dijo el ecle-siástico con severidad paternal, un tanto festi-va-; que eso de darse a los demonios, ni lo ad-mito ni lo consiento. ¡Tal regalo a los demonios!

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¿Y para qué estoy yo aquí, sino para arrancarsu presa a esos caballeros infernales, si por aca-so llegaran a cogerla entre sus uñas? ¡Cuidadi-to! Refrénese usted, y por ahora, puesto quetiene prisa, y a mí me llaman mis obligaciones,no digo más. Quédese para otra noche que es-temos solitos.

Torquemada se restregó los ojos con ambospuños, como para estimular la visión debilitadapor el insomnio. Miró después como un cegato,viendo puntos y círculos de variados colores, yal fin, recobrada la claridad de su vista, y des-pejado el cerebro, alargó la mano al sacerdote,diciéndole con tono y ademán campechanos:«Ea, con Dios... Conservarse».

Salió, y pidiendo la berlina, no tardó elhombre en echarse a la calle, huyendo de laesclavitud de su hogar dorado. Y que no erailusión suya, no. Realmente, al traspasar laherrada puerta del palacio de Gravelinas, ysentir en su rostro el ambiente libre de la vía

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pública, respiraba mejor, se le refrescaba la ca-beza, sentía más agudo y claro el ingenio mer-cantil, y menos penosa la opresión de la bocadel estómago, síntoma tenaz de su mala salud.Por lo cual, decía con toda su alma, empleandocon impropiedad la palabreja recientementeadquirida: «La calle es mi oasis».

Acabadito de salir el tacaño de la sacristía,entró Cruz. Creeríase que estaba acechando lasalida del otro para colarse ella.

«Ya va, ya va; ya le tiene usted navegandopor esas calles, ¡pobre pescador de ochavos! -dijo festivamente, como si continuara un diálo-go del día anterior-. ¡Qué hombre!... ¡qué ansie-dad por aumentar sus riquezas!».

-Hay que dejarle -replicó el sacerdote contristeza-. Si le quita usted la caña de pescar di-nero, se morirá rabiando, y ¿quién responde desu alma? Que pesque... que pesque, hasta que

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Dios quiera ponerle en el anzuelo algo que lemueva al aborrecimiento del oficio.

-La verdad: como usted, tan ducho en cate-quizar salvajes, no eche el lazo a éste y nos letraiga bien sujeto, ¿quién podrá domarle?... Y,ante todo, padrito, ¿estaba el café a su gusto?

-Delicioso, hija mía.

-Por de contado, almorzará usted con noso-tros.

-Hija mía, no puedo. Dispénsame por hoy.

Y echó mano al sombrero, que no podía lla-marse de teja, por tener abiertas las alas.

-Pues si no almuerza, no le dejo marcharsetan pronto. ¡Estaría bueno! Ea, a sentarse otroratito. Aquí mando yo.

-Obedezco. ¿Tienes algo que decirme?

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-Sí señor. Lo de siempre: que en usted confíopara aplacar a esa fiera, y hacer más tolerableesta vida de continuas desazones.

-¡Ay, hija de mi alma! -exclamó Gamborena,anticipando al discurso, como argumento máspersuasivo, la dulzura de su mirar incompara-ble-. He pasado la vida evangelizando salvajes,difundiendo el Cristianismo entre gentes cria-das en la idolatría y la barbarie. He vivido unasveces en medio de razas cuyo carácter domi-nante es la astucia, la mentira y la traición, otrasen medio de tribus sanguinarias y feroces. Puesbien: allá, con paciencia y valor que sólo da lafe, he sabido vencer. Aquí, en plena civiliza-ción, desconfío de mis facultades, ¡mira tú si esraro! Y es que aquí encuentro algo que resultapeor, mucho peor que la barbarie y la idolatría,hija de la ignorancia; encuentro los corazonesprofundamente dañados, las inteligencias des-viadas de la verdad por mil errores que tenéismetidos en lo profundo del alma, y que no

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podéis echar fuera. Vuestros desvaríos os dan,en cierto modo, carácter y aspecto de salvajes.Pero salvajismo por salvajismo, yo prefiero eldel otro hemisferio. Encuentro más fácil crearhombres, que corregir a los que por demasiadohechos, ya no se sabe lo que son.

Dijo esto el buen curita, sentado junto a lacajonera, puesto el codo en el filo del mueble, yla cabeza en el puño de la mano derecha, ex-presando con cierto aire de indolencia fina suescaso aliento para aquellas luchas con los ca-fres de la civilización. Embelesada le oía la da-ma, clavando sus ojos en los ojos del evangelis-ta, y, si así puede decirse, bebiéndole las mira-das o asimilándose por ellas el pensamientoantes que la boca lo formulara.

«Pues usted lo dice, así será -manifestó laseñora sintiendo oprimido el pecho-. Com-prendo que la domesticación de este buen se-ñor es obra difícil. Yo no puedo intentarla, mihermana tampoco; ni piensa en ella, ni le im-

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porta nada que su marido sea un bárbaro quenos pone en ridículo a cada instante... Usted,que se nos ha venido acá tan oportunamente,como bajado del Cielo, es el único quepodrá...».

-¡Sí quiero hacerlo! Las empresas difícilesson las que a mí me tientan, y me seducen, yme arrastran. ¿Cosas fáciles? Quítate allá. ¡Ten-go yo un temperamento militar y guerrero...! Sí,mujer, ¿qué te crees tú?... Óyeme.

Excitada su imaginación y enardecido suamor propio, se levantó para expresar con másdesahogo lo que tenía que decir.

«Mi carácter, mi temperamento, mi ser todoson como de encargo para la lucha, para el tra-bajo, para las dificultades que parecen insupe-rables. Mis compañeros de Congregación di-cen... vas a reírte..., que cuando Su Divina Ma-jestad dispuso que yo viniese a este mundo, enel momento de lanzarme a la vida estuvo du-

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dando si destinarme a la Milicia o a la Iglesia...porque desde el nacer traemos impresa en elalma nuestra aptitud culminante... Esta vacila-ción del Supremo Autor de todas las cosas, di-cen que quedó estampada en mi ser, bastandopara ello el breve momento que estuve en lossoberanos dedos. Pero al fin decidiose nuestroPadre por la Iglesia. En un divino tris estuvoque yo fuese un gran guerrero, debelador deciudades, conquistador de pueblos y naciones.Salí para misionero, que en cierto modo es ofi-cio semejante al de la guerra, y heme aquí quehe ganado para mi Dios, con la bandera de laFe, porciones de tierra y de humanidad tangrandes como España.

-IV-

»Aunque la dificultad de este empeño enque la buena de Croissette quiere meterme aho-ra, me arredra un poquitín -prosiguió después

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de dejar, en una pausa, tiempo a la admiraciónefusiva de la dama-, yo no me acobardo, em-puño mi gloriosa bandera, y me voy derechohacia tu salvaje».

-Y le vencerá..., segura estoy de ello.

-Le amansaré por lo menos, de eso respon-do. Anoche le tiré algunos flechazos, y el hom-bre me ha demostrado hoy que le llegaron a lovivo.

-¡Oh! Le tiene a usted en mucho; le mira co-mo a un ser superior, un ángel o un apóstol, ytodas las fierezas y arrogancias que gasta connosotras, delante de usted se truecan en blan-duras.

-Temor o respeto, ello es que se impresionacon las verdades que me oye. Y no le digo másque la verdad, la verdad monda y lironda, contoda la dureza intransigente que me impone mimisión evangélica. Yo no transijo, desprecio las

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componendas elásticas en cuanto se refiere a lamoral católica. Ataco el mal con brío, desple-gando contra él todos los rigores de la doctrina.El Sr. Torquemada me ha de oír muy buenascosas, y temblará y mirará para dentro de sí,echando también alguna miradita hacia la zonade allá, para él toda misterios, hacia la eterni-dad en donde chicos y grandes hemos de parar.Déjale, déjale de mi cuenta.

Dio varias vueltas por la estancia, y en unade ellas, sin hacer caso de las exclamacionesadmirativas de su noble interlocutora, se paróante ella, y le impuso silencio con un movi-miento pausado de ambas manos extendidas,movimiento que lo mismo podría ser de predi-cador que de director de orquesta; todo ellopara decirle:

«Pausa, pausa... y no te entusiasmes tanpronto, hija mía, que a ti también, a ti tambiénha de tocarte alguna china, pues no es suya

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toda la culpa, no lo es, que también la tenéisvosotras, tú más que tu hermana...».

-No me creo exenta de culpa -dijo Cruz conhumildad-, ni en este ni en otros casos de lavida.

-Tu despotismo, que despotismo es, aunquede los más ilustrados, tu afán de gobernar au-tocráticamente, contrariándole en sus gustos,en sus hábitos y hasta en sus malas mañas, im-poniéndole grandezas que repugna, y dispen-dios que le fríen la sangre, han puesto al salvajeen un grado tal de ferocidad que nos ha de co-star trabajillo desbravarle.

-Cierto que soy un poquitín despótica. Perobien sabe ese bruto que sin mi gobierno nohabría llegado a las alturas en que ahora está, yen las cuales, créame usted, se encuentra muy agusto cuando no le tocan a su avaricia. ¿Porquién es senador, por quién es marqués, yhombre de pro, considerado de grandes y chi-

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cos?... Pero quizás me diga usted que estas sonvanidades, y que yo las he fomentado sin pro-vecho alguno para las almas. Si esto me dice,me callaré. Reconozco mi error, y abdico, síseñor, abdico el gobierno de estos reinos, y meretiraré... a la vida privada.

-Calma, que para todo se necesita criterio yoportunidad, y principalmente para las abdica-ciones. Sigue en tu gobierno, hasta ver... Cual-quier perturbación en el orden establecido seríamuy nociva. Yo pondré mis paralelas, atentosólo al problema moral. En lo demás no memeto, y cuanto de cerca o de lejos se relacionecon los bienes de este mundo, es para mí comosi no existiera... Por de pronto, lo único queordeno es que seas dulce y cariñosa con tuhermano, pues hermano tuyo lo ha hecho laIglesia; que no seas...

No pudiendo reprimir Cruz su natural im-perante y discutidor, interrumpió al clérigo enesta forma:

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«¡Pero si es él, él quien hace escarnio de lafraternidad! Ya van cuatro meses que no noshablamos, y si algo le digo, suelta un mugido yme vuelve la espalda. Hoy por hoy, es más gro-sero cuando habla que cuando calla. Y ha desaber usted que, fuera de casa, no me nombranunca sin hablar horrores de mí».

-Horrores..., dicharachos -dijo Gamborenaun tanto distraído ya del asunto, y agarrandosu sombrero con una decisión que indicabapropósito de salir-. Hay una clase de maledi-cencia que no es más que hábito de palabreríainsustancial. Cosa mala; pero no pésima; efer-vescencia del conceptismo grosero, que a vecesno lleva más intención que la de hacer grada.En muchos casos, este vicio maldito no tiene suraíz en el corazón. Yo estudiaré a nuestro salva-je bajo ese aspecto, como él dice, y le enseñaré eluso del bozal, prenda utilísima, a la que no to-dos se acostumbran... pero vencida su moles-tia... ¡ah!, concluye por traer grandes beneficios,

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no sólo a la lengua, sino al alma... Adiós, hijamía... No, no me detengo más. Tengo quehacer... Que no, que no almuerzo, ea. Si puedo,vendré esta tarde a daros un poco de tertulia. Sino, hasta mañana. Adiós.

Inútiles fueron las carantoñas de la damailustre para retenerle. Quedose esta un instanteen la sacristía, cual si los pensamientos que elvenerable Gamborena expresara en la anteriorconversación la tuvieran allí sujeta, gravitandosobre ella con melancólica pesadumbre. Desdela muerte lastimosa de Rafael, la tristeza eracomo huésped pegajoso en la familia del Águi-la; la instalación de ésta en el palacio de Grave-linas, tan lleno de mundanas y artísticas belle-zas, fue como una entrada en el reino sombríodel aburrimiento y la discordia. Felizmente,Dios misericordioso deparó a la gobernadorade aquel cotarro, el consuelo de un amigo in-comparable, que a la amenidad del trato reuníala maestría apostólica para todo lo concerniente

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a las cosas espirituales, un ángel, un alma pura,una conciencia inflexible, y un entendimientoluminoso para el cual no tenían secretos la vidahumana ni el organismo social. Como a envia-do del Cielo le recibió la primogénita del Águi-la cuando le vio entrar en su palacio dos mesesantes de lo descrito, procedente de no sé quéislas de la Polinesia, de Fidji, o del quinto in-fierno... léase del quinto cielo. Se agarró a élcomo a tabla de salvación, pretendiendo apo-sentarle en la casa; y no siendo esto posible,atrájole con mil reclamos delicadísimos paratenerle allí a horas de almuerzo y comida, parapedirle consejo en todo, y recrearse en su her-mosa doctrina, y embelesarse, en fin, con elrelato de sus maravillosas proezas evangélicas.

El primer dato que del padre Luis de Gam-borena se encuentra, al indagar su historia, seremonta al año 53, época en la cual su edad nopasaba de los veinticinco, y era familiar delobispo de Córdoba. De su juventud nada se

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sabe, y sólo consta que era alavés, de familiahidalga y pudiente. Tomáronle de capellán losseñores del Águila, que le trajeron a Madrid,donde vivió con ellos dos años. Pero Dios lellamaba a mayores empresas que la oscura ca-pellanía de una casa aristocrática; y sintiendoen su alma la avidez de los trabajos heroicos, lasanta ambición de propagar la Fe cristiana,cambiando el regalo por las privaciones, laquietud por el peligro, la salud y la vida mismapor la inmortalidad gloriosa, decidió, despuésde maduro examen, partir a París y afiliarse encualquiera de las legiones de misioneros conque nuestra precavida civilización trata deamansar las bárbaras hordas africanas y asiáti-cas, antes de desenvainar la espada contra ellas.

No tardó el entusiasta joven en ver cumpli-dos sus deseos, y afiliado en una Congregación,cuyo nombre no hace al caso, le mandaron,para hacer boca, a Zanzíbar, y de allí al vicaria-to de Tanganika, donde comenzó su campaña

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con una excursión al Alto Congo, distinguién-dose por su resistencia física y su infatigableardor de soldado de Cristo. Quince años estuvoen el África tropical, trabajando con bravuramística, si así puede decirse, hecho un león deDios, tomando a juego las inclemencias del cli-ma y las ferocidades humanas, intrépido, in-cansable, el primero en la batalla, gran cate-quista, gran geógrafo, explorador de tierrasdilatadas, de selvas laberínticas, de lagos pesti-lentes, de abruptas soledades rocosas, desbra-vando todo lo que encontraba por delante parameter la cruz a empellones, a puñados, comopudiera, en la naturaleza y en las almas deaquellas bárbaras regiones.

-V-

Enviáronle después a Europa formando par-te de una comisión, entre religiosa y mercantil,que vino a gestionar un importantísimo arreglo

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colonial con el Rey de los Belgas, y tan sabia-mente desempeñó su cometido diplomático elbuen padrito, que allá y acá se hacían lenguasde la generalidad de sus talentos. «El Comercio-decían-, le deberá tanto como la Fe». La Con-gregación dispuso utilizar de nuevo aptitudestan fuera de lo común, y le destinó a las misio-nes de la Polinesia. Nueva Zelanda, el país delos Maorís, Nueva Guinea, las islas Fidji, el ar-chipiélago del estrecho Torres, teatro fueron desu labor heroica durante veinte años, que siparecen muchos para la vida de un trabajador,pocos son ciertamente para la fundación, queresulta casi milagrosa, de cientos de cristianda-des (establecimientos de propaganda y de be-neficencia), en las innumerables islas, islotes yarrecifes, espolvoreados por aquel inmensomar, como si una mano infantil se complacieseen arrojar a diestro y siniestro los cascotes deun continente roto.

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Cumplidos los sesenta años, Gamborena fuellamado a Europa. Querían que descansase;temían comprometer una vida tan útil, expo-niéndola a los rigores de aquel bregar continuocon hombres, fieras y tempestades, y le envia-ron a España con la misión sedentaria y pacíficade organizar aquí sobre bases prácticas la re-caudación de la Propaganda. Instalose en la casahospedería de Irlandeses, de la cual es históricahijuela la Congregación a que pertenecía, y alas pocas semanas de residir en la villa y Corte,topó con las señoras del Águila, reanudandocon la noble familia su antigua y afectuosaamistad. A Cruz habíala conocido chiquitina:tenía seis años cuando él era capellán de la ca-sa. Fidela, mucho más joven que su hermana,no había nacido aún en aquellas décadas; peroa entrambas las reconoció por antiguas amigas,y aun por hijas espirituales, permitiéndose tu-tearlas desde la primera entrevista. Pronto lepusieron ellas al tanto de las graves vicisitudesde la familia durante la ausencia de él en remo-

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tos países, la ruina, la muerte de los padres, losdías de bochornosa miseria, el enlace con Tor-quemada, la vuelta a la prosperidad, la libera-ción de parte de los bienes del Águila, la muer-te de Rafaelito, la creciente riqueza, la adquisi-ción del palacio de Gravelinas, etcétera, etcéte-ra..., con lo cual quedó el hombre tan bien ente-rado como si no faltara de Madrid en todoaquel tiempo de increíbles desdichas y ventu-rosas mudanzas.

Inútil sería decir que ambas hermanas le ten-ían por un oráculo, y que saboreaban con delei-te la miel substanciosa de sus consejos y doctri-na. Principalmente Cruz, privada de todo afec-to por la dirección especialísima que había to-mado su destino en la carrera vital, sentía haciael buen misionero una adoración entrañable,toda pureza, toda idealidad, como expansiónde un alma prisionera y martirizada, que en-trevé la dicha y la libertad en las cosas ultrate-rrenas. Por su gusto, habríale tenido todo el día

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en casa, cuidándole como a un niño, prodigán-dole todos los afectos que vacantes había deja-do el pobre Rafaelito. Cuando, a instancias delas dos señoras, Gamborena se lanzaba a referirlos maravillosos episodios de las misiones enÁfrica y Oceanía, epopeya cristiana digna deun Ercilla, ya que no de un Homero que la can-tase, quedábanse las dos embelesadas, Fidelacomo los niños que oyen cuentos mágicos, Cruzen éxtasis, anegada su alma en una beatitudmística, y en la admiración de las grandezas delCristianismo.

Y él ponía, de su copioso ingenio, los mejo-res recursos para fascinarlas y hacerles sentirhondamente todo el interés del relato, porque sisabía sintetizar con rasgos admirables, tambiénpuntualizaba los sucesos con detalles preciosos,que suspendían y cautivaban a los oyentes. Apoco más, creerían ellas que estaban viendo loque el misionero les contaba; tal fuerza descrip-tiva ponía en su palabra. Sufrían con él en los

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pasajes patéticos, con él gozaban en sus triun-fos de la Naturaleza y de la barbarie. Los nau-fragios, en que estuvo su vida en inminenteriesgo, salvándose por milagro del furor de lasaguas embravecidas, unas veces en las corrien-tes impetuosas de ríos como mares, otras en lashurañas costas, navegando en vapores viejosque se estrellaban contra los arrecifes, o se in-cendiaban en medio de las soledades del Océa-no; las caminatas por inexploradas tierras ecua-toriales, bajo la acción de un sol abrasador, porasperezas y trochas inaccesibles, temiendo elencuentro de fieras o reptiles ponzoñosos; lainstalación en medio de la tribu, y la pintura desus bárbaras costumbres, de sus espantablesrostros, de sus primitivos ropajes; los trabajosde evangelización, en los cuales empleábanse ladiplomacia, la dulzura, el tacto fino o el rigordefensivo, según los casos, ayudando al comer-cio incipiente, o haciéndose ayudar de él; lasdificultades para apropiarse los distintos dia-lectos de aquellas comarcas, algunos como au-

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llidos de cuadrúpedos, otros como cháchara decotorras; los peligros que a cada paso surgen,los horrores de las guerras entre distintas tri-bus, y las matanzas y feroces represalias, con lasecuela infame de la esclavitud; las peripeciasmil de la lenta conquista, el júbilo de encontrarun alma bien dispuesta para el Cristianismo enmedio de la rudeza de aquellas razas, la docili-dad de algunos después de convertidos, lastraiciones de otros y su falsa sumisión; todo, enfin, resultaba en tal boca y con tan pintorescapalabra, la más deleitable historia que pudieraimaginarse.

¡Y qué bien sabía el narrador combinar lopatético con lo festivo, para dar variedad alrelato, que a veces duraba horas y horas! Malpodían las damas contener la risa oyéndolecontar sus apuros al caer en una horda de caní-bales, y las tretas ingeniosas de que él y otrospadres se valieran para burlar la feroz gula deaquellos brutos, que nada menos querían que

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ensartarlos en un asador, para servirles comoroast-beef humano en horribles festines.

Y como fin de fiesta, para que la ardiente cu-riosidad de las dos damas quedase en todos losórdenes satisfecha, el misionero cedía la pala-bra al geógrafo insigne, al eminente naturalista,que estudiaba y conocía sobre el terreno, enrealidad palpable, las hermosuras del planeta ycuantas maravillas puso Dios en él. Nada másentretenido que oírle describir los caudalososríos, las selvas perfumadas, los árboles arrogan-tes no tocados del hacha del hombre, libres,sanos, extendiendo su follaje por lomas y lla-nadas más grandes que una nación de acá; ydespués la muchedumbre de pájaros que enaquella espesa inmensidad habitaban, avecillasde varios colores, de formas infinitas, parleras,vivarachas, vestidas con las más galanas plu-mas que la fantasía puede soñar; y explicar lue-go sus costumbres, las guerras entre las distin-tas familias ornitológicas, queriendo todas vi-

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vir, y disputándose el esquilmo de las ingenteszonas arboladas. ¿Pues y los monos, y sus ate-rradoras cuadrillas, sus gestos graciosos, y sutravesura casi humana para perseguir a las ali-mañas volátiles y rastreras? Esto era el cuentode nunca acabar. Nada tocante a la fauna éraledesconocido; todo lo había visto y estudiado, lomismo el voraz cocodrilo habitante en las char-cas verdosas, o en pestilentes cañaverales, quela caterva indocumentable de insectos preciosí-simos, que agotan la paciencia del sabio y delcoleccionista.

Para que nada quedase, la flora espléndida,explicada y descrita con más sentido religiosoque científico, haciendo ver la infinita variedadde las hechuras de Dios, colmaba la admiracióny el arrobamiento de las dos señoras, que a lospocos días de aquellas sabrosas conferencias,creían haber visto las cinco partes del mundo, yaun un poquito más. Cruz, más que su herma-na, se asimilaba todas las manifestaciones espi-

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rituales de aquel ser tan hermoso, las agasajabaen su alma para conservarlas bien, y fundirlasal fin en sus propios sentimientos, creándose deeste modo una vida nueva. Su adoración ar-diente y pura del divino amigo, del consejero,del maestro, era la única flor de una existenciaque había llegado a ser árida y triste; flor única,sí, pero de tanta hermosura, de fragancia tanfina como las más bellas que crecen en la zonatropical.

-VI-

En su opulencia, la familia de Torquemada,o de San Eloy, para hablar con propiedad demundana etiqueta, vivía apartada del bulliciode fiestas y saraos, desmintiendo fuera de casasu alta posición, si bien dentro nada existía pordonde se la pudiese acusar de mezquindad osordidez. Desde la desastrada muerte de Rafae-lito, no supieron las dos hermanas del Águila lo

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que es un teatro, ni tuvieron relaciones muyostensibles con lo que ordinariamente se llamagran mundo. Sus tertulias, de noche, concretá-banse a media docena de personas de gran con-fianza. Sus comidas, que por la calidad debíanclasificarse entre lo mejor, eran por el númerode comensales modestísimas: rara vez se senta-ban a la mesa, fuera de la familia, más de dospersonas. Fiestas, bailes o reuniones, con músi-ca, comistraje o refresco, jamás se veían enaquellos lugares tan espléndidos como solita-rios, lo que servía de gran satisfacción al señorMarqués, que con ello se consolaba de sus mu-chas desazones y berrinches.

Y pocas casas había, o hay en Madrid mejordispuestas para la ostentación de las superficia-lidades aristocráticas. El palacio de Gravelinases el antiguo caserón de Trastamara, construidosólidamente y con dudoso gusto en el sigloXVII, restaurado a fines del XVIII (cuando launión de las casas de San Quintín y Cerinola),

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con arreglo a planos traídos de Roma, vuelto arestaurar en los últimos años de Isabel II por elpatrón parisiense, y acrecentado con magnífi-cos anexos para servidumbre, archivo, armería,y todo lo demás que completa una gran resi-dencia señoril. Claro es que la ampliación de lacasa, después de decretado el acabamiento delos mayorazgos, fue una gran locura, y biencaro la pagó el último duque de Gravelinas,que era, por sus dispendios, un desamortizadorpráctico. Al fin y a la postre, hubo de sucumbirel buen caballero a la ley del siglo, por la cual lariqueza inmueble de las familias históricas vapasando a una segunda aristocracia, cuyos per-gaminos se pierden en la oscuridad de unatienda, o en los repliegues de la industria usu-raria. Gravelinas acaba sus días en Biarritz,viviendo de una pensioncita que le pasa el sin-dicato de acreedores, con la cual puede permi-tirse algunos desahoguillos y aun calaveradas,que le recuerden su antiguo esplendor.

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En la parroquia de San Marcos, y entre lascalles de San Bernardo y San Bernardino, ocupael palacio de Gravelinas, hoy de San Eloy, unárea muy extensa. Alguien ha dicho que lo úni-co malo de esta mansión de príncipes es la calleen que se eleva su severa fachada. Esta, por lovulgar, viene a ser como un disimulo hipócritade las extraordinarias bellezas y refinamientosdel interior. Pásase, para llegar al ancho por-talón, por feísimas prenderías, tabernas y bo-degones indecentes, y por talleres de machacarhierro, vestigios de la antigua industria chispe-ra. En las calles lateral y trasera, las dependen-cias de Gravelinas, abarcando una extensísimamanzana, quitan a la vía pública toda variedad,y le dan carácter de triste población. Lo únicoque allí falta son jardines, y muy de menosechaban este esparcimiento sus actuales posee-doras, no D. Francisco, que detestaba con todasu alma todo lo perteneciente al reino vegetal, yen cualquier tiempo habría cambiado el mejor

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de los árboles por una cómoda o una mesa denoche.

La instalación de la galería de Cisneros enlas salas del palacio, dio a este una importanciasuntuaria y artística que antes no tenía, pues losGravelinas sólo poseyeron retratos de época, nimuchos ni superiores, y en su tiempo el edificiosólo ostentaba algunos frescos de Bayeu, unbuen techo, copia de Tiépolo, y varias pinturasdecorativas de Maella. Lo de Cisneros entró allícomo en su casa propia. Pobláronse las anchu-rosas estancias de pinturas de primer orden, detablas y lienzos de gran mérito, algunos céle-bres en el mundo del mercantilismo artístico.Había puesto Cruz en la colocación de talesjoyas todo el cuidado posible, asesorándose depersonas peritas, para dar a cada objeto la im-portancia debida y la luz conveniente, de lo queresultó un museo, que bien podría rivalizar conlas afamadas galerías romanas Doria Pamphili,y Borghese. Por fin, después de ver todo aque-

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llo, y advirtiendo el jaleo de visitantes extranje-ros y españoles que solicitaban permiso paraadmirar tantas maravillas, acabó el gran tacañode Torquemada por celebrar el haberse quedadocon el palacio, pues si como arquitectura su valorno era grande, como terreno valía un Potosí, yvaldría más el día de mañana. En cuanto a lascolecciones de Cisneros y a la armería, no tardóen consolarse de su adquisición, porque segúnel dictamen de los inteligentes, críticos o lo quefueran, todo aquel género, lencería pintada, ta-blazón con colores, era de un valor real y efectivo,y bien podría ser que en tiempo no lejano pu-diera venderlo por el triple de su coste.

Tres o cuatro piezas había en la colección,¡María Santísima!, ante las cuales se quedabancon la boca abierta los citados críticos; y aunvino de Londres un punto, comisionado por laNational Gallery, para comprar una de ellas,ofreciendo la friolerita de quinientas libras. Estoparecía fábula. Tratábase del Massaccio, que en

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un tiempo se creyó dudoso, y al fin fue decla-rado auténtico por una junta de rabadanes,vulgo anticuarios, que vinieron de Francia eItalia. ¡El Massaccio! ¿Y qué era, ñales? Pues uncuadrito que a primera vista parecía represen-tar el interior de una botella de tinta, todo ne-gro, destacándose apenas sobre aquella obscu-ridad el torso de una figura y la pierna de otra.Era el Bautismo de nuestro Redentor: a este,según frase del entonces legítimo dueño de talpreciosidad, no le conocería ni la madre que leparió. Pero esto le importaba poco, y ya podíanllover sobre su casa todos los Massaccios delmundo; que él los pondría sobre su cabeza,mirando el negocio, que no al arte. También seconceptuaban como de gran valor un ParísBordone, un Sebastián del Piombo, un Mem-ling, un beato Angélico y un Zurbarán, que contodo lo demás, y los vasos, estatuas, relicarios,armaduras y tapices, formaban para D. Francis-co una especie de Américas de subido valor.Veía los cuadros como acciones u obligaciones

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de poderosas y bien administradas sociedades,de fácil y ventajosa cotización en todos los mer-cados del orbe. No se detuvo jamás a contem-plar las obras de arte, ni a escudriñar su hermo-sura, reconociendo con campechana modestiaque no entendía de monigotes; tan sólo se extasia-ba, con detenimiento que parecía de artista,delante del inventario que un hábil restaurador,o rata de museos, para su gobierno le formaba,agregando a la descripción, y al examen críticoe histórico de cada lienzo o tabla, su valor pro-bable, previa consulta de los catálogos de ex-tranjeros marchantes, que por millones trafica-ban en monigotes antiguos y modernos.

¡Casa inmensa, interesantísima, noble, sa-grada por el arte, venerable por su abolengo! Elnarrador no puede describirla, porque es elprimero que se pierde en el laberinto de susestancias y galerías, enriquecidas con cuantosprimores inventaron antaño y ogaño el arte, ellujo y la vanidad. Las cuatro quintas partes de

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ella no tenían más habitantes que los del reinode la fantasía, vestidos unos con ropajes de va-riada forma y color, desnudos los otros, mos-trando su hermosa fábrica muscular, por la cualparecían hombres y mujeres de una raza que noes la nuestra. Hoy no tenemos más que cara,gracias a las horrorosas vestiduras con queocultamos nuestras desmedradas anatomías.Conservábase todo aquel mundo ideal de unmodo perfecto, poniendo en ello sus cinco sen-tidos la primogénita del Águila, que dirigíapersonalmente los trabajos de limpieza, asistidade un ejército de servidores muy para el caso,como gente avezada a trajinar en pinacotecas,palacios y otras Américas europeas.

Dígase, para concluir, que la dama goberna-dora, al reunir en apretado amasijo los estadosde Gravelinas con los del Águila y los de Tor-quemada, no habría creído realizar cumplida-mente su plan de reivindicación, si no le pusie-ra por remate la servidumbre que a tan gran-

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diosa casa correspondía. Palacio como aquel,familia tan alcurniada por el lado de los per-gaminos y por el del dinero, no podían existirsin la interminable caterva de servidores deambos sexos. Organizó, pues, la señora el per-sonal, dejándose llevar de sus instintos de gran-deza, dentro del orden más estricto. La secciónde cuadras y cocheras, así como la de cocinas ycomedor, fueron montadas sin omitir nada delo que corresponde a una familia de príncipes.Y en diferentes servicios, la turbamulta de don-cellas, lacayos y lacayitos, criados de escaleraabajo y de escalera arriba, porteros, planchado-ras, etcétera, componían, con las de las seccio-nes antedichas, un ejército que habría bastado adefender una plaza fuerte en caso de apuro.

Tal superabundancia de criados era lo queprincipalmente le encendía la sangre al donFrancisco, y si transigía con la compra de cua-dros viejos y de armaduras roñosas, por el buenresultado que podrían traerle en día no lejano,

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no se avenía con la presencia de tanto gandul,polilla y destrucción de la casa, pues con lo quese comían diariamente había para mantener amedio mundo. Ved aquí la principal causa delo torcido que andaba el hombre en aquellosdías; pero se tragaba sus hieles, y si él sufríamucho, no había quien le sufriera. A solas, ocon el bueno de Donoso, se desahogaba, protes-tando de la plétora de servicio, y de que su casaera un fiel trasunto de las oficinas del Estado,llenas de pasmarotes, que no van allí más que aholgazanear. Bien comprendía él que no eracosa de vivir a lo pobre, como en casa de hués-pedes de a tres pesetas, eso no. Pero nada deexageraciones, porque de lo sublime a lo ridículono hay más que un paso. Y también es evidenteque los Estados en que crece viciosa la plantade la empleomanía, corren al abismo. Si él go-bernara la casa, seguiría un sistema diametral-mente opuesto al de Cruz. Pocos criados, peroidóneos, y mucha vigilancia para que todo elmundo anduviera derecho y se gastara lo con-

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signado, y nada más. Lo que decía en la Cámaraa cuantos quisieran oírle, lo decía también a sufamilia: «Quitemos ruedas inútiles a la máquinaadministrativa para que marche bien... Peroesta mi cuñada, a quien parta un rayo, ¿quéhace?, convertir mi domicilio en un centro minis-terial, y volverme la cabeza del revés, pues díahay en que creo que ellos son los amos, y yo elúltimo paria de toda esa patulea».

-VII-

Pocos amigos frecuentaban diariamente elpalacio de Gravelinas. No hay para qué decirque Donoso era de los más fieles, y su amistadtan bien apreciada como antes, si bien, justo esdeclararlo, en el orden del cariño y admiración,había sido desbancado por el insigne misionerode Indias. Damas, no consta que visitaran asi-duamente a la familia más que la de Taramun-di, la de Morentín, las de Gibraleón, y la de

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Orozco, esta con mayor intimidad que las ante-riores. La antigua amistad de colegio entre Au-gusta y Fidela se había estrechado tanto en losúltimos tiempos, que casi todo el día lo pasabanjuntas, y cuando la Marquesa de San Eloy sevio retenida en casa por distintos padecimien-tos y alifafes, su amiga no se separaba de ella, yla entretenía con sus graciosas pláticas.

Sin necesidad de refrescar ahora memoriasviejas, sabrán cuantos esto lean que la hija deCisneros y esposa de Tomás Orozco, despuésde cierta tragedia lamentable, permaneció al-gunos años en obscuridad y apartamiento.Cuando la vemos reaparecer en la casa de SanEloy, el desvío social de Augusta no era ya tanabsoluto. Había envejecido, si cuadra estetérmino a un adelanto demasiado visible en lamadurez vital, sin detrimento de la gracia ybelleza. Jaspeaban su negro cabello prematurascanas, que no se cuidaba de disimular por artede pinturas y afeites. La gallardía de su cuerpo

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era la misma de los tiempos felices, conserván-dose en un medio encantador, ni delgada nigruesa, y extraordinariamente ágil y flexible. Yen lo restante de la filiación, únicamente puedeapuntarse que sus hermosos ojos eran quizámás grandes, o al menos lo parecían, y su bo-ca... lo mismo. Fama tenía de tan grande comohechicera, con una dentadura, de cuya perfec-ción no podrán dar cabal idea los marfiles,nácares y perlas que la retórica, desde los albo-res de la poesía, viene gastando en el decoradointerior de bocas bonitas. Con tener dos añosmenos que su amiga, y poquísimas, casi invisi-bles canas que peinar, Fidela representaba másedad que ella. Desmejorada y enflaquecida, suopalina tez era más transparente, y el caballetede la nariz se le había afilado tanto, que segu-ramente con él podría cortarse algo no muyduro. En sus mejillas veíanse granulacionesrosadas, y sus labios finísimos e incoloros deja-ban ver, al sonreírse, parte demasiado extensade las rojas encías. Era, por aquellos días, un

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tipo de distinción que podríamos llamar aus-triaca, porque recordaba a las hermanas de Car-los V, y a otras princesas ilustres que viven enefigie por esos museos de Dios, aristocrática-mente narigudas. Resabio elegantísimo de lapintura gótica, tenía cierto parentesco de fami-lia con los tipos de mujer de una de las mejorestablas de su soberbia colección, un Descendi-miento de Quintín Massys.

Bueno. El día siguiente al de la misa, primereslabón cronológico de la cadena de este relato,entró Augusta poco antes de la hora del al-muerzo. En una de las salas bajas encontrose aCruz, haciendo los honores de la casa a un suje-to de campanillas, académico y gran inteligen-te, que examinaba las pinturas. En la rotondahabía instalado su caballete un pintor de fama,a quien se permitió copiar el París Bordone, ymás allá un tercer entusiasta del arte reproduc-ía al blanco y negro un cartón de Tiépolo. Díade gran mareo fue aquel para la primogénita,

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porque su dignidad señoril le imponía la obli-gación de atender y agasajar a los admiradoresde su museo, cuidando de que nada les faltase.En cuanto al académico, era hombre de un en-tusiasmo fácilmente inflamable, y cuando seextasiaba en la contemplación de los pormeno-res de una pintura, había que soltarle una bom-ba para que volviese en sí. Ya llevaba Cruz doshoras de arrobamiento artístico, con paseosmentales por los museos de Italia, y volteretaspor el ciclo pre-rafaelista, y empezaba a cansar-se. Aún le faltaban dos tercios de la colecciónpor examinar. Para mayor desdicha, tenía otrosabio en el archivo, un bibliófilo de más pacien-cia que Job, que había ido a compulsar los pape-les de Sicilia para poner en claro un grave puntohistórico. No había más remedio que atenderletambién, y ver si el archivo le facilitaba sin res-tricción alguna todo el material papiráceo queguardaban aquellos rancios depósitos.

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Después de invitar al académico a almorzar,Cruz delegó un momento sus funciones en Au-gusta, y mientras esta las desempeñaba interin-amente con gran acierto, pues al dedillo conoc-ía las colecciones que habían sido de su padre,D. Carlos de Cisneros, fue la otra a dar una vuel-ta al sabio del archivo, a quien encontró buce-ando en un mar de papeles. Convidole tambiéna participar del almuerzo, y al volver a los sa-lones donde había quedado su amiga pudocuchichear un instante con ésta, mientras elacadémico y el pintor se agarraban en artísticadisputa sobre si era Mantegna o no era Manteg-na una tablita en que ambos pusieron los ojos yel alma toda.

«Mira tú, si Fidela almuerza en su cuarto, yola acompañaré. La sociedad de tanto sabio noes de mi gusto».

-Yo pensaba que bajase hoy Fidela; pero si túquieres, arriba se os servirá a las dos. Yo voyperdiendo. Estaré sola entre los convidados y

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mi salvaje D. Francisco; necesitaré Dios y ayudapara atender a la conversación que salte, y ate-nuar las gansadas de mi cuñadito. Es atroz, ydesde que estamos reñidos, suele arrojar lamáscara de la finura, y dejando al descubiertosu grosería, me pone a veces en gran compro-miso.

-Arréglate como puedas, que yo me voyarriba. Adiós. Que te diviertas.

Subió tan campante, alegre y ágil como unachiquilla, y en la primera estancia del piso altose encontró a Valentinico arrastrándose a cua-tro patas sobre la alfombra. La niñera, que erauna mocetona serrana, guapa y limpia, le sos-tenía con andadores de bridas, tirando de élcuando se esparranclaba demasiado, y guián-dole si seguía una dirección inconveniente. Be-rreaba el chico, movía sus cuatro remos conanimal deleite, echando babas de su boca, yqueriendo abrazarse al suelo y hociquear en él.

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«Bruto -le dijo Augusta con desabrimiento-,ponte en dos pies».

-Si no quiere, señorita -indicó tímidamentela niñera-. Hoy está incapaz. En cuanto le aúpo,se encalabrina, y no hay quien lo aguante.

Valentín clavó en Augusta sus ojuelos, sinabandonar la posición de tortuga.

«¿No te da vergüenza de andar a cuatro pa-tas como los animales?» -le dijo la de Orozco,inclinándose para cogerle en brazos.

¡María Santísima! Al solo intento de levan-tarle del suelo en que se arrastraba, púsose elnene fuera de sí, dando patadas con pies y ma-nos, que por un instante las manos más bienpatas parecían, y atronó con sus chillidos laestancia, echando hacia atrás la cabeza, y apre-tando los dientes.

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«¡Quédate, quédate ahí en el santo suelo -ledijo Augusta-, hecho un sapo! ¡Vaya, que estásbonito! Sí, llora, llora, grandísimo mamarracho,para que te pongas más feo de lo que eres...».

El demonio del chico la insultó con su len-gua monosilábica, salvaje, primitiva, de unasencillez feroz, pues no se oía más que pa... ca...ta... pa...

«Eso es, dime cosas. El demonio que te en-tienda. Nunca hablarás como las personas. Pa-rece mentira que seas hijo de tu madre, que estoda inteligencia y dulzura. ¡Ay, qué lástima!».

Entre la dama y la niñera se cruzaron mira-das de tristeza y compasión.

«Ayer -dijo la moza-, estuvo el niño muybueno. Se dejó besar de su mamá y de su tiita, yno tiró los platos de la comida. Pero hoy le te-nemos de remate. Cuanto coge en la mano lo

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hace pedazos, y no quiere más que andar a loanimalito, imitando al perro y al gato».

-Me parece que éste no tendrá nunca otrosmaestros. ¡Qué dolor! ¡Pobre Fidela!... Sí, hijo,sí, haz el cerdito. Poco a poco te vas ilustrando.Gru, gru... aprende, aprende ese lenguaje fino.

Tiró la niñera del ronzal, porque el indinoiba ya en persecución de un vaso japonés, colo-cado en la tabla más baja de una rinconera, yseguramente lo habría hecho añicos. Su infantilbarbarie hacía de continuo estragos terribles enla vajilla de la casa, y en las preciosidades quepor todas partes se veían allí. Mudábanle confrecuencia y siempre estaba sucio, de arrastrarsu panza por el suelo; su cabezota era toda chi-chones, que la afeaban más que el grandordesmedido, y las descomunales orejas; las ba-bas le caían en hilo sobre el pecho, y sus manos,lo único que tenía bonito, estaban siempre ne-gras, cual si no conociera más entretenimientoque jugar con carbón.

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-VIII-

El heredero de los estados de San Eloy, delÁguila y Gravelinas reunidos, había sido, en elprimer año de su existencia, engaño de los pa-dres y falsa ilusión de toda la familia. Creyeronque iba a ser bonito, que lo era ya, y ademássalado, inteligente. Pero estas esperanzas em-pezaron a desvanecerse después de la primeragrave enfermedad de la criatura, y los auguriosde Quevedito, cumpliéndose con aterradorapuntualidad, llenaron a todos de zozobra ydesconsuelo. El crecimiento de la cabeza se ini-ció antes de los dos años, y poco después lalongitud de las orejas y la torcedura de laspiernas, con la repugnancia a mantenerse dere-cho sobre ellas. Los ojos quedáronsele diminu-tos en aquella crisis de la vida, y además fríos,parados, sin ninguna viveza ni donaire gracio-so. El pelo era lacio y de color enfermizo, como

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barbas de maíz. Creyeron que rizándoselo conpapillotes se disimularía tanta fealdad; pero eldemonio del nene, en sus rabietas convulsivas,se arrancaba los papeles y con ellos mechonesde cabello, por lo que se decidió pelarle al rape.

Sus costumbres eran de lo más raro queimaginarse puede. Si un instante le dejabansolo, se metía debajo de las camas y se agaza-paba en un rincón con la cara pegada al suelo.No sentía entusiasmo por los juguetes, y cuan-do se los daban, los rompía a bocados. Difícil-mente se dejaba acariciar de nadie, y sólo consu mamá era menos esquivo. Si alguien le cogíaen brazos, echaba la cabeza para atrás, y conviolentísimas manotadas y pataleos expresabael afán de que le soltaran. Su última defensa erala mordida, y a la pobre niñera le tenía las ma-nos acribilladas. Fácil había sido destetarle, ycomía mucho, prefiriendo las sustancias caldo-sas, crasas, o las muy cargadas de dulce. Gus-taba del vino. Ansiaba jugar con animales; pero

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hubo que privarle de este deleite, porque losmartirizaba horrorosamente, ya fuese conejito,paloma o perro. Punto menos que imposibleera hacerle tomar medicinas en sus enfermeda-des, y nunca se dormía sino con la mano meti-da en el seno de la niñera. Por temporadas, lo-graba su mamá corregirle de la maldita mañade andar a cuatro pies. En dos andaba, tamba-leándose, siempre que le permitieran el uso deun latiguito, bastón o vara, con que pegaba atodo el mundo despiadadamente. Había quetener mucho cuidado y no perderle de vista,porque apaleaba los bibetots y figuritas de bis-cuit del tocador de su mamá. La casa estaballena de cuerpos despedazados, y de cascotesde porcelana preciosa.

Y no era este el solo estrago de su andaduraen dos pies, porque también daba en la flor derobar cuantos objetos, fueran o no de valor, sehallaran al alcance de su mano, y los escondíaen sitios obscuros, debajo de las camas, o en el

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seno de algún olvidado tibor de la antesala. Loscriados que hacían la limpieza descubrían,cuando menos se pensaba, grandes depósitosde cosas heterogéneas, botones, pedazos delacre, llaves de reloj, puntas de cigarro, tarjetas,sortijas de valor, corchetes, monedas, guantes,horquillas y pedazos de moldura, arrancados alas doradas sillas. A cuatro pies, triscaba el pelode las alfombras, como el corderillo que mor-disquea la hierba menuda, y hociqueaba entodos los rincones. Estas eran sus alegrías. Can-sadas las señoras de los accesos de furia que leacometían cuando se le contrariaba, dejábanlecampar libremente en tan fiera condición. Niaun pensar en ello querían. ¡Pobrecitas! ¡Quérazones habría tenido Dios para darles, comoemblema del porvenir, aquella triste y descon-soladora alimaña!

«Hola, querida, ¿qué tal? -dijo Augusta en-trando en el cuarto de Fidela, y corriendo abesarla-. Allí me he encontrado a tu hijito hecho

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un puerco-espín. ¡El pobre!... ¡qué pena da verletan bruto!».

Y como notara en el rostro de su amiga quela nube de tristeza se condensaba, acudió pron-tamente a despejarle las ideas con palabras con-soladoras:

«Pero, tonta, ¿quién te dice que tu hijo nopueda cambiar el mejor día? Es más: yo creoque luego se despertará en él la inteligencia,quizá una inteligencia superior... Hay casos,muchísimos casos».

Fidela expresaba con movimientos de cabezasu arraigado pesimismo en aquella materia.

«Pues haces mal, muy mal en desconfiar así.Créelo porque yo te lo digo. La precocidad enlas criaturas es un bien engañoso, una ilusiónque el tiempo desvanece. Fíjate en la realidad.Esos chicos que al año y medio hablan y picote-an, que a los dos años discurren y te dicen co-

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sas muy sabias, luego dan el cambiazo y sevuelven tontos. De lo contrario he visto yo mu-chos ejemplos. Niños que parecían fenómenos,resultaron después hombres de extraordinariotalento. La Naturaleza tiene sus caprichos...,llamémoslos así por no saber qué nombre dar-les... no gusta de que le descubran sus secretos,y da las grandes sorpresas... Espérate: ahoraque recuerdo... Sí, yo he leído de un grandehombre que en los primeros años era como tuValentín, una fierecilla. ¿Quién es? ¡Ah!, ya meacuerdo: Víctor Hugo nada menos».

-¡Víctor Hugo! Tú estás loca.

-Que lo he leído, vamos. Y tú lo habrás leídotambién; sólo que se te ha olvidado... Era comoel tuyo, y los padres ponían el grito en el cielo...Luego vino el desarrollo, la crisis, el segundonacimiento, como si dijéramos, y aquella cabe-zota resultó llena con todo el genio de la poesía.

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Con razones tan expresivas e ingeniosas in-sistió en ello Augusta, que la otra acabó porcreerlo y consolarse. Debe decirse que la deOrozco se hallaba dotada de un gran podersugestivo sobre Fidela, el cual tenía su raíz en elintensísimo cariño que esta le había tomado enlos últimos tiempos; idolatría más bien, unaespiritual sumisión, semejante en cierto modo ala que Cruz sentía por el santo Gamborena.¿Verdad que es cosa rara esta similitud de losefectos, siendo tan distintas las causas, o laspersonas? Augusta, que no era una santa nimucho menos, ejercía sobre Fidela un absolutodominio espiritual, la fascinaba, para decirlo enlos términos más comprensibles, era su oráculopara todo lo relativo al pensar, su resorte maes-tro en lo referente al sentir, el consuelo de susoledad, el reparo de su tristeza.

Obligada a triste encierro por su endeble sa-lud, Fidela habría retenido a su lado a la amigadel alma, mañana, tarde y noche. Fiel y conse-

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cuente la otra, no dejaba de consagrarle todo sutiempo disponible. Si algún día tardaba, laMarquesita se sentía peor de sus dolencias, y enninguna cosa hallaba consuelo ni distracción.Recados y cartitas eran el único alivio de la au-sencia de la persona grata, y cuando Augustaentraba, después de haber hecho novillos unamañana o un día enteros, veíase resucitar a Fi-dela, como si en alma y cuerpo saltase de lastinieblas a la luz. Esto pasó aquella mañana, yel gusto de verla le centuplicó la credulidad,disponiéndola para admitir como voz del Cielotodo aquello de la monstruosa infancia deVíctor Hugo, y otros peregrinos ejemplos que lacompasiva embaucadora sacaba de su cabeza.Luego empezaron las preguntitas: «¿Qué hashecho desde ayer tarde? ¿Por tu casa ocurrealgo? ¿Qué se dice por el mundo? ¿Quién se hamuerto? ¿Hay algo más del escándalo de lasGuzmanas? (Eloísa y María Juana)».

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Porque Augusta le daba cuenta de las ocu-rrencias sociales, y de las hablillas y enredosque corrían por Madrid. Fidela no leía periódi-cos, su amiguita sí, y siempre iba pertrechadade acontecimientos. Su conversación eraamenísima, graciosa, salpimentada de parado-jas y originalidades. Y no faltaba en aquelloscoloquios la murmuración sabrosa y cortante,para lo cual la de Orozco poseía más que me-dianas aptitudes, y las cultivaba en ocasionescon implacable saña, cual si tuviera que vindi-car con la lengua ofensas de otras lenguas másdañinas que la suya. Falta saber, para el totalestudio de la intensa amistad que a las dos da-mas unía, si Augusta había referido a su amigala verdad de su tragedia, desconocida delpúblico, y tratada en las referencias mundanascon criterios tan diversos, por indicios vagos ysegún las intenciones de cada cual. Es casi se-guro que la dama trágica y la dama cómica (dealta comedia) hablaron de aquel misteriosoasunto, y que Augusta no ocultó a su amiga la

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verdad, o parte de verdad que ella sabía; masno consta que así lo hiciera, porque cuando lashallamos juntas, no hablaban de tal cosa, y sólopor algún concepto indeciso se podía colegirque la Marquesa de San Eloy no ignoraba elpunto negro ¡y tan negro!, de la vida de su ido-latrada compañera.

«Pues mira tú -le dijo volviendo al mismotema después de una divagación breve-, me hasconvencido. Me conformo con que mi hijo seatan cerril, y como tú, tengo esperanzas de unatransformación que me le convierta en un ge-nio..., no, tanto no, en un ser inteligente y bue-no».

-Yo no me conformaría con eso; mis espe-ranzas no se limitan a tan poco.

-Porque tú eres muy paradójica, muy extre-mada. Yo no: me contento con un poquito, conlo razonable. ¿Sabes? Me gusta la medianía entodo. Ya te lo he dicho: me carga que mi marido

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sea tan rico. No quiera Dios que seamos pobres,eso no; pero tanta riqueza me pone triste. Lamedianía es lo mejor, medianía hasta en el ta-lento. Oye tú, ¿no sería mejor que nosotras fué-ramos un poquito más tontas?

-¡Ay, qué gracia!

-Quiero decir que nosotras, por tener dema-siado talento, no hemos sido ni somos tan feli-ces como debiéramos. Porque tú tienes muchotalento natural, Augusta, yo también lo tengo, ycomo esto no es bueno, no te rías, como el mu-cho talento no sirve más que para sufrir, procu-ramos contrapesarlo con nuestra ignorancia,evitando en lo posible el saber cosas..., ¡cuidadoque es cargante la instrucción!... y siempre quepodemos ignorar cosas sabias, las ignoramos,para ser muy borriquitas, pero muy borriquitas.

-Por eso -dijo Augusto con mucho donaire-,yo no he querido almorzar abajo. Hoy tenéisdos sabios a la mesa. Ya le dije a Cruz que no

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contara conmigo... para que no pueda pegár-seme nada.

-Muy bien pensado. Es un gusto el ser unaun poco primitiva, y no saber nada de Historia,y figurarse que el sol anda alrededor de la tie-rra, y creer en brujas, y tener el espíritu lleno desupersticiones.

-Y haber nacido entre pastores, y pasar lavida cargando haces de leña.

-No, no tanto.

-Concibiendo y pariendo y criando hijos ro-bustos.

-Eso sí.

-Para después verlos ir de soldados.

-Eso no.

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-Y envejeciendo en los trabajos rudos, conun marido que más bien parece un animaldoméstico...

-Bah... ¿Y qué nos importaría? Yo tengo so-bre eso una idea que alguna vez te he dicho.Mira: anoche estuve toda la noche pensando enello. Se me antojaba que era yo una gran filóso-fa, y que mi cabeza se llenaba de un sin fin deverdades como puños, verdades que si se escri-bieran habrían de ser aceptadas por la humani-dad.

-¿Qué es?

-Si te lo he dicho... Pero nunca he sentido enmí tanto convencimiento como ahora. Digo ysostengo que el amor es una tontería, la mayornecedad en que el ser humano puede incurrir, yque sólo merecen la inmortalidad los hombresy mujeres que a todo trance consigan evitarla.¿Cómo se evita? Pues muy fácilmente. ¿Quieresque te lo explique, grandísima tonta?

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Vacilante entre la risa y la compasión, oyóAugusta las razones de su amiga. Triunfó alcabo el buen humor, soltaron ambas la risa. Yala Marquesa ponía el paño al púlpito para ex-planar su tesis, cuando entraron con el almuer-zo, y la tesis se cayó debajo de la mesa, y nadiese acordó más de ella.

-IX-

Hasta otra. Las tesis de Fidela se sucedíancon pasmosa fecundidad, y si extravagante erala una, la otra más. Su endeble memoria no lepermitía retener hoy lo que había dicho ayer;pero las contradicciones daban mayor encantoal inocente juego de su espíritu. Después dealmorzar con apetito menos que mediano, hizoque le llevaran al chiquillo, el cual, por milagrode Dios, no estuvo en brazos de la mamá tansalvaje como Augusta temía. Se dejó acariciarpor esta, y aun respondió con cierto sentido a lo

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que ambas le preguntaron. Verdad que el sen-tido dependía en gran parte de la interpreta-ción que se diera a sus bárbaras modulaciones.Fidela, única persona que las entendía, y de ellose preciaba como de poseer un idioma del Con-go, ponía toda su buena voluntad en la traduc-ción, y casi siempre sacaba respuestas muy bo-nitas.

«Dice que si le dejo el látigo, me querrá másque a Rita: ta ta ca... Mira tú si es pillo. Y que amí no me pegará: ca pa ta... Mira tú si es tunan-te. Ya sabe favorecer a los que le ayudan, a losque le dan armas para sus picardías. Pues esto,digas tú lo que quieras, es un destello de inteli-gencia».

-Claro que lo es. ¡Si al fin -dijo Augusta pe-llizcándole las piernas-, este pedazo de alcor-noque va a salir con un talentazo que dejarábizca a toda la humanidad!

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Excitado por las cosquillas, Valentín se reía,abriendo su bocaza hasta las orejas.

«Ay, hijo mío, no abras tanto la mampara,que nos da miedo... ¿Será posible que no se teachique, en la primera crisis de la edad, esebuzón que tienes por boca? Di, diamante enbruto, ¿a quién sales tú con esa sopera?».

-Sí que es raro -dijo Augusta-. La tuya esbien chiquita, y la de su papá no choca porgrande. ¡Misterios de la Naturaleza! Pues mira,fíjate bien: todo esto, de nariz arriba, y el entre-cejo, y la frente abombada, es de su padre, cla-vado... ¿Pero qué dice ahora?

Tomó parte el chico en la conversación, sol-tando una retahíla de ásperas articulaciones,como las que pudieran oírse en una bandada demonos o de cotorras. Deslizose al suelo, volvióal regazo de su madre, estirando las patas hastael de Augusta, sin parar en su ininteligiblecháchara.

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«¡Ah! -exclamó la madre al fin, venciendocon gran esfuerzo intelectual las dificultades deaquella interpretación-. Ya sé. Dice... verás si esfarsante..., dice que... que me quiere mucho.¿Ves, ves cómo sabe? Si mi brutito es muypillín, y muy saleroso. Que me quiere mucho.Más claro no puede ser».

-Pues, hija, yo nada saco en limpio de esajerga.

-Porque tú no te has dedicado al estudio delas lenguas salvajes. El pobre se explica comopuede... ta... ca ja pa... ca... ta. Que me quieremucho. Y yo le voy a enseñar a mi salvajito apronunciar claro, para que no tenga yo quedevanarme los sesos con estas traducciones. Ea,a soltar bien esa lengüecita.

Cualquiera que fuese el sentido de lo queValentinico expresar quería, ello es que mos-traba en aquella ocasión una docilidad, un filialcariño que a entrambas las tenía maravilladas.

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Recostado en el seno de la madre, la acariciabacon sus manecitas sucias, y tenía su rostro unaexpresión de contento y placidez en él muyextraña. Fidela, que padecía de una pertinazopresión y fatiga torácica, se cansó al fin deaquel peso descomunal; pero al querer traspa-sarlo al suelo o a los brazos de la niñera, se des-compuso el crío, y adiós docilidad, adiós man-sedumbre. «No llores, rico; que te den tu látigo,dos látigos, y juega un poquitín por ahí. Perono rompas nada».

Felizmente, el berrinche no fue de los másruidosos; el heredero de San Eloy salió renque-ando por aquellas salas, y a poco se le oyó imi-tando el asmático aullar de un perro enfermoque en los bajos de la casa había. Cruz, quevolvió con jaqueca de la segunda sesión con losseñores sabios, dispuso que la niñera se llevaraal bebé a un aposento lejano para que no moles-tase con sus desacordes chillidos, y entró a vera su hermana.

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«Regular -le dijo esta-. La fatiga me molestaun poco. ¿Y qué tal tú?».

-Loca, loca ya. Y aún tenemos arte y erudi-ción para rato. ¡Qué mareo, Virgen Santísima!

-Porque no tienes tú -dijo Augusta con gra-cejo-, aquella sandunga de mi padre para tras-tear a los amateurs, y a todos los moscones delfanatismo artístico. A papá no le mareaba na-die, porque él poseía el don de marear a todo elmundo. Nadie le resistía, y cuando alguno deextraordinaria pesadez le caía por delante, em-pezaba a sacar y sacar objetos preciosos con talprontitud, y a enjaretar sobre cada uno de ellosobservaciones tan rápidas, vertiginosas e inco-herentes, que no había cabeza que le resistiera,y los más fastidiosos salían de estampía, singanas de volver a aparecer por allí... Tú nopuedes practicar este sistema, para el cual senecesita un carácter socarrón y maleante, yademás, has de reservar todo tu talento paraotras cosas, quizás más difíciles... A ver... cuén-

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tanos lo que pasó en ese almuerzo, y qué pro-digios de esgrima has tenido que hacer paraparar algún golpe desmandado del eximio...¿No le llama así el periódico, siempre que lenombra? Pues juraría que el eximio ha hechoalguna de las suyas.

-Pasmaos: ha estado correctísimo y discretí-simo -replicó la primogénita sentándose paradescansar un ratito-. A mí no me dijo una pala-bra, de lo que me alegré mucho. Pero ¡ay!...cuando yo vi que metía su cucharada en laconversación, me quedé muerta. «Adiós midinero -pensé-. Ahora es ella». Pero Dios le ins-piró sin duda. Todo lo que dijo fue tan oportu-no...

-¡Ah, qué bien! -exclamó Fidela alborozada-.¡Pobre eximio de mi alma! Si digo yo que tienemucho talento cuando quiere.

-Dijo que en las artes y las ciencias, reina hoyel más completo caos.

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-¡El más completo caos! Bien, bravísimo.

-Que todo es un caos, un caos la literatura,un caos de padre y muy señor mío la crítica deartes y letras, y que nadie sabe por dónde anda.

-¿Has visto...?

-¡Vaya si sabe! Luego dicen...

-Quedáronse aquellos señores medio lelosde admiración, y celebraron mucho la especie,conviniendo en que lo del caos es una verdadcomo un templo. Por fortuna, poco más dijo, ysu laconismo fue interpretado como reconcen-tración de las ideas, como avaricia del pensa-miento y sistema de no prodigar las grandesverdades... Con que... no entretenerme másaquí. Me llaman mis deberes de cicerone.

Su hermana y la amiguita quisieron retener-la; pero no se dio a partido. Por desgracia de lastres, el día estaba malísimo, y no había espe-

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ranza de que los dos ilustres investigadores dearte e historia se fuesen a dar un paseíto paradespejar la cabeza. Nevaba con furiosa ventis-ca; cielo y suelo rivalizaban en tristeza y sucie-dad. La nieve, que caía en rachas violentísimasde menudos copos, no blanqueaba los pisos, yen el momento de caer se convertía en fango. Elfrío era intenso en la calle y aun dentro de lasbien caldeadas habitaciones, porque se colabacon hocico agudísimo por cuantas rendijashallara en ventanas y balcones, burlando burle-tes, y riéndose de chimeneas y estufas. Sor-prendidas las tres damas del furioso viento queazotaba los cristales, aproximáronse a ellos, y seentretuvieron en observar el apuro de los tran-seúntes, a quienes no valía embozarse hasta lasorejas, porque el aire les arrebataba capas ytapabocas, a veces los sombreros. Esto y el cui-dado de evitar resbalones, hacía de ellos, hom-bres y mujeres, figuras extrañas de un fantásti-co baile en las estepas siberianas.

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«Mira tú qué desgracia de día -dijo Cruz congrandísimo desconsuelo-. Para que en todoresulte aciago, hoy no podrá venir el padrito».

-Claro, ¡vive tan lejos!

-¡Y si le coge un torbellino de nieve! No, no,que no salga, ¡pobrecito!

-Mándale el coche.

-Sí; para que lo devuelva vacío, y se venga apie, como el otro día, que diluviaba.

-¿Pero tú crees -indicó Augusta-, que a ese learredran ventiscas ni temporales?

-Claro que no... Pero veréis cómo no vienehoy. Me lo da el corazón.

-Pues a mí me dice que viene -afirmó Fidela-. ¿Queréis apostarlo? Y mi corazón a mí no meengaña. Hace días que todo lo acierta este píca-ro. Es probado; siempre que duele, dificultando

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la respiración, se vuelve adivino. No me dicenada que no salga verdad.

-Y ahora te dirá que te retires del balcón yprocures no enfriarte. Eso es: enfríate, y des-pués viene el quejidito, y las malas noches, elcansancio y el continuo toser.

-¡Que me enfríe, mejor! -replicó Fidela convoz y acento de niña mimosa, dejándose llevaral sofá-. Me dice el corazón que pronto me hede enfriar tanto, tanto, que no habrá rescoldoque pueda calentarme. Ea, ya estoy tiritando.Pero no es cosa, no. Ya me pasa. Ha sido unaráfaga, un besito que me ha mandado el aire dela calle, al través de los cristales empañados.Anda, vete, que tus sabios están impacientes, yel de las pinturas echándote muy de menos.

-¿Cómo lo sabes?

-Toma: por mi doble vista. ¿Qué? ¿No creéisen mi doble vista? Pues os digo que el padre

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Gamborena viene para acá. Y si no está entran-do ya por el portal, le falta poco.

-¿A que no?

-¿A que sí?

Salió presurosa la primogénita, y a pocovolvió riendo: «¡Vaya con tu doble vista! No havenido ni vendrá. Mira, mira cómo cae ahora lanieve».

Ello sería casualidad, ¡quién lo duda!, perono habían pasado diez minutos cuando oyeronla voz del gran misionero en la estancia próxi-ma, y las tres acudieron a su encuentro congrandes risas y efusión de sus almas gozosas.Había dejado el bendito cura en el piso bajo suparaguas enorme y su sombrero, y la poca nie-ve que traía en el balandrán se le derritió en eltiempo que tardara en subir. Al entrar, quitába-se los negros guantes, y se sacudía un dedo dela mano derecha con muestras de dolor:

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«Hija mía -dijo a Fidela-, me ha mordido tuhijo».

-¡Jesús! -exclamó Cruz-, ¿habrase visto pica-ruelo mayor? Le voy a matar.

-Si no es nada, hija. Pero me hincó el diente.Quise acariciarle. Estaba dando latigazos a di-estro y siniestro. La suerte es que sus dienteci-llos no traspasaron el guante. ¡Vaya un hijo queos tenéis...!

-Muerde por gracia -indicó Fidela con triste-za-. Pero hay que quitarle esa fea costumbre.No, si no lo hace con mala intención, puedeusted creerlo.

-X-

-En efecto, la intención no debe de ser mala -dijo el misionero con donaire-; pero el instintono es de los buenos. ¡Qué geniecillo!

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-Pues para el día que tenemos, y para loperdidas que están las calles -observó Cruz sinquitar la vista del padrito, que a la chimenea searrimaba-, no trae usted el calzado muy húme-do.

-Es que yo poseo el arte de andar por entrelodos peores que los de Madrid. No en balde haeducado uno el paso de grulla en los arrecifesde la Polinesia. Sé sortear los baches, así comolos escurrideros, y aun los abismos. ¿Qué cre-éis?

-Lo que es hoy -dijo Fidela-, sí que no se vasin comer. Y comerá con nosotras, si nos prefie-re a los sabios que están abajo.

-Hoy no se va, no se va. Es que no le deja-mos -afirmó Cruz, mirándole con un cariño queparecía maternal.

-No se va -repitió Augusta-, aunque paraello tengamos que amarrarle por una patita.

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-Bueno, señoras mías -replicó el sacerdotecon expansivo acento-, hagan de mí lo quequieran. Me entrego a discreción. Denme decomer si gustan, y amárrenme a la pata de unasilla, si es su voluntad. La crudeza del día mereleva de mis obligaciones callejeras.

-Y lo mejor que podría hacer es quedarse encasa esta noche -agregó Cruz-. ¿Qué? ¿Qué tie-ne que decir? Aquí no nos comemos la gente.Le arreglaríamos el cuarto de arriba, dondeestaría como un príncipe, mejor sería decir co-mo un señor cardenal.

-Eso sí que no. Más hecho estoy a dormir enchozas de bambú que en casas ducales. Lo queno impide que me resigne a morar aquí, si paraalgo fuese necesaria mi presencia.

Cruz le incitó a quitarse el balandrán, queestaba muy húmedo, y ninguna falta le hacía enel bien templado gabinete, y él accedió, dejandoque la ilustre señora le tirara de las mangas.

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«Ahora, ¿quiere tomar alguna cosa?».

-Pero, hija, ¿qué idea tienes de mí? ¿Creesque soy uno de estos tragaldabas que a cadainstante necesitan poner reparos al estómago?

-Algún fiambre, una copita...

-Que no.

-Pues yo sí quiero -dijo Fidela con infantilvolubilidad-. Que nos traigan algún vinito, porlo menos.

-¿Porto?

-Por mí, lo que quieras. Echaré un pequeñotrinquis con estas buenas señoras.

Salió Cruz, y Gamborena habló otra vez deValentinico, encareciendo la urgencia de poneren su educación alguna más severidad.

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«Me da mucha pena castigarle -repuso Fide-la-. El angelito no sabe lo que hace. Hay queesperar a que pueda tener del mal y del bienuna idea más clara. Su entendimiento es algoobtuso».

-Y sus dientes muy afilados.

-Pues ese... donde ustedes le ven..., ese va aser listo -afirma Augusta.

-¡Como que sabe más...! Padre Gamborena,haga el favor de no ponerme esa cara tétricacuando se habla del niño. Me duele mucho quese tenga mal concepto de mi brutito de mi al-ma, y me duele más que se crea imposible elhacer de él un hombre.

-Hija mía, si no he dicho nada. El tiempo tetraeré una solución.

-El tiempo... la muerte quizá... ¿Alude usteda la muerte?

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-Hija de mi alma, no he hablado nada de lamuerte, ni en ella pensé...

-Sí, sí. Esa solución de que usted habla -añadió Fidela con la voz velada y enternecida-,es la muerte: no me lo niegue. Ha querido decirque mi hijo se morirá, y así nos veremos libresde la tristeza de tener por único heredero a un...

-No he pensado en tal cosa; te lo aseguro.

-No me lo niegue. Mire que hoy estoy de ve-na. Adivino los pensamientos.

-Los míos no.

-Los de usted y los de todo el mundo. Esasolución que dice usted traerá... el tiempo, no laveré yo, porque antes he de tener la mía, misolución; quiero decir que moriré antes.

-No diré que no. ¿Quién sabe lo que el Señordispone? Pero yo jamás anuncié la muerte denadie, y si alguna vez hablo de esa señora,

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hágolo sin dar a mis palabras un acento treme-bundo. Lo que llamamos muerte es un hechovulgar y naturalísimo, un trámite indispensableen la vida total, y considero que ni el hecho niel nombre deban asustar a ninguna persona deconciencia recta.

-Vea usted por qué no me asusta a mí.

-Pues a mí sí, lo confieso -declaró Augusta-,y que el padrito diga de mi conciencia lo quequiera: no me incomodo.

-Nada tengo yo que ver con su conciencia,señora mía -replicó el sacerdote-. Pero si algotuviera que decir, no habría de callarlo, aunqueusted se incomodara...

-Y yo recibiría sus reprimendas con resigna-ción, y hasta con gratitud.

-Ríñanos usted todo lo que quiera -indicóFidela, mordisqueando pastas y fiambres que

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acababan de traerle-. Ya se me ha pasado el malhumor. Y es más: si quiere hablarnos de lamuerte, y echarnos un buen sermón sobre ella,lo oiremos... hasta con alegría.

-Eso no -dijo Augusta, ofreciendo al misio-nero una copa de Porto-. A mí no me hablen demuerte, ni de nada tocante a ese misterio, queempieza en nuestros camposantos y acaba en elvalle de Josafat. Yo encargo a los míos quecuando me muera me tapen bien los oídos...para no oír las trompetas del Juicio Final.

-¡Jesús, qué disparate!

-¿Teme usted la resurrección de la carne?

-No señor. Temo el Juicio.

-Pues yo sí que quiero oírlas -afirmó Fidela-,y cuanto más prontito mejor. Tan segura estoyde que he de irme al cielo, como de que estoybebiendo este vino delicioso.

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-Yo también... digo, no... tengo mis dudas -apuntó la de Orozco-. Pero confío en la Miseri-cordia Divina.

-Muy bien. Confiar en la Misericordia -manifestó el padrito-, siempre y cuando sehagan méritos para merecerla.

-Ya los hago.

-A todas podrá usted poner reparos, señorGamborena -observó la de San Eloy con unagravedad ligeramente cómica y de buen gusto-,a todas menos a esta, católica a machamartillo,que organiza solemnes cultos, preside juntasbenéficas, y es colectora de dineritos para elPapa, para las misiones y otros fines... píos.

-Muy bien -dijo el padre, asimilándose lagravedad cómica de la Marquesita-. No le faltaa usted más que una cosa.

-¿Qué?

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-Un poco de doctrina cristiana, de la elemen-tal, de la que se enseña en las escuelas.

-Bah... la sé de corrido.

-Que no la sabe usted. Y si quiere la examinoahora mismo.

-Hombre, no: tanto como examinar... A lomejor se olvida una de cualquier cosilla.

-Nada importa olvidar la letra, si el princi-pio, la esencia, permanecen estampados en elcorazón.

-En el mío lo están.

-Me permito dudarlo.

-Y yo también -dijo Fidela, gozosa del giroque tomaba la conversación-. Esta, a la chitacallando, es una gran hereje.

-¡Ay, qué gracia!

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-Yo no; yo creo todo lo que manda la SantaMadre Iglesia; pero creo además en otras mu-chas cosas.

-¿A ver?

-Creo que la máquina, mejor dicho, el go-bierno del mundo, no marcha como debieramarchar... Vamos, que el Presidente del Conse-jo de allá arriba tiene las cosas de este bajo pla-neta un tantico abandonadas.

-¿Bromitas impías? No sientes lo que dices,hija de mi alma; pero aun no sintiéndolo, come-tes un pecado. No por ser chiste una frasecilla,deja de ser blasfema.

-Anda, vuelve por otra.

-Pues no me digan a mí -prosiguió la de SanEloy-, que todo esto de la vida y la muerte estábien gobernado, sobre todo la muerte. Yo sos-

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tengo que las personas debieran morirse cuan-do quisiesen.

-¡Ja, ja!... ¡Qué bonito! -Entonces, nadiequerría morirse.

-Ah... No estoy de acuerdo, y dispénseme -dijo Augusta con seriedad-. A todos, a todosabsolutamente cuantos viven, aun viviendomiles de años, les llegaría la hora del cansancio.No habría un ser humano que no tuviera al finun momento en que decir: ya no más, ya no más.Hasta los egoístas empedernidos, los más ape-gados a los goces, concluirían por odiar su yo, ymandarlo a paseo. Vendría la muerte volunta-ria, evocada más que temida, sin vejez ni en-fermedades. ¡Vaya, padrito, que si esto no esarreglar las cosas mejor de lo que están, quevenga Dios y lo vea!

-Ya lo ha visto, y sabe que las dos tenéis lainteligencia tan dañada como el corazón. No

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quiero seguiros por ese camino de monstruosofilosofismo. Bromeáis impíamente.

-¡Impíamente! -exclamó Fidela-. No, padre.Bromeamos, y nada más. Cierto que cuandoDios lo ha hecho así, bien hecho está. Pero yosigo en mis trece: no critico al Divino Poder;pero me gustaría que estableciera esto del mo-rirse a voluntad.

-Es lo mismo que defender la mayor de lasabominaciones, el suicidio.

-Yo no lo defiendo, yo no -declaró Augustaponiéndose pálida.

-Pues yo... -indicó la otra aguzando su men-te-, si no lo defiendo, tampoco lo ataco... quierodecir... esperarse... que si no fuera por lo an-tipáticos que son todos los medios de quitarsela vida, me parecería... quiero decir..., no meresultaría tan malo.

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-¡Jesús me valga!

-No, no se asuste el padrito -dijo la de Oroz-co, acudiendo en auxilio de su amiga-. Déjemecompletar el pensamiento de esta. Su idea no esun disparate. El suicidio se acepta en la formasiguiente: que una... o uno, hablando tambiénpor cuenta de los hombres..., se duerma, y con-serve, por medio del sueño profundísimo, vo-luntad, poder, o no sé qué, para permanecerdormido por los siglos de los siglos, y no des-pertar nunca más, nunca más...

-Eso, eso mismo... ¡qué bien lo has dicho! -exclamó Fidela batiendo palmas, y echandolumbre por los ojos-. Dormirse hasta que sue-nen las trompetitas...

Pausadamente cogió Gamborena una silla yse colocó frente a las dos señoras, teniendo acada una de ellas al alcance de sus manos, poruna y otra banda, y con acento familiar y bon-

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dadoso, al cual la dulzura del mirar daba ma-yor encanto, les endilgó la siguiente filípica:

-XI-

«Hijas mías, aunque no me lo permitáis, yo,como sacerdote y amigo, quiero y debo repren-deros por esa costumbre de tratar en solfa, yalardeando de humorismo elegante con visosde literario, las cuestiones más graves de lamoral y de la fe católica. Vicio es este adquiridoen la esfera altísima en que vivís, y que provie-ne de la costumbre de poner en vuestras con-versaciones ideas chispeantes y deslumbrado-ras, para entreteneros y divertiros como en losjuegos honestos de sociedad... suponiendo quesean honestos, y es mucho suponer.

»No necesito que me deis licencia para deci-ros que cuanto expresasteis acerca de la muerte,y de nuestros fines aquí y allá, es herético, y

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además tonto, y extravagantísimo, y que sobrecarecer de sentido cristiano, no tiene ningunagracia. Podrán alabar ese alambicado concep-tismo los majaderos sin número que acuden avuestras tertulias y saraos, hombres corrompi-dos, mujeres sin pudor... algunas, no digo to-das. Si queréis decir gracias, decidlas en asun-tos pertinentes al orden temporal. Juzgad conligereza y originalidad de cosas de teatro, debaile, o de carreras de caballos o velocípedos.Pero en nada pertinente a la conciencia, en na-da que toque al régimen grandioso impuestopor el Criador a la criatura, digáis palabra dis-conforme con lo que sabe y dice la última niñade la escuela más humilde y pobre. Aquí resul-ta una cosa muy triste, y es que las clases altasson las que más olvidada tienen la doctrinapura y eterna. Y no me digan que protegéis lareligión, ensalzando el culto con ceremoniasespléndidas, o bien organizando hermandadesy juntas caritativas: en los más casos, no hacéismás que rodear de pompa oficial y cortesana al

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Dios Omnipotente, negándole el homenaje devuestros corazones. Queréis hacer de Él uno deestos reyes constitucionales al uso, que reinan yno gobiernan. No, y esto no lo digo precisa-mente por vosotras, sino por otras de vuestraclase; no os vale tanta religiosidad de aparato;no se acepta el homenaje externo si no lo acom-pañáis del rendimiento de los corazones, y dela sumisión de la inteligencia. Sed simples ycandorosas en materia de fe; dad al ingenio loque al ingenio pertenece, y a Dios lo que siem-pre ha sido y será de Dios».

Oían las dos damas absortas, bebiéndose conlos ojos la dulzura de los ojos del misionero, alpropio tiempo que absorbían por el oído, y lasagasajaban en el pensamiento, las ideas queexpresaba. Durante la breve pausa que hizo,apenas respiraban ellas, y él siguió tranquilo,apretando un poquito en la severidad:

«Las clases altas, o por hablar mejor, las cla-ses ricas, estáis profundamente dañadas en el

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corazón y en la inteligencia, porque habéis per-dido la fe, o por lo menos andáis en vías deperderla. ¿Cómo? Por el continuo roce que ten-éis con el filosofismo. El filosofismo, en otrostiempos, no traspasaba el lindero que os separade las clases inferiores; el filosofismo era enton-ces plebeyo, ordinario, y solía estar personifi-cado en seres y tipos que os eran profundamen-te antipáticos, sabios barbudos y malolientes,poetas despeinados y que no sabían comer conlimpieza. Pero ¡ah!, todo ello ha cambiado. Elfilosofismo se ha hecho fino, se ha hecho ele-gante, se ha colado por vuestras puertas, y vo-sotras le dais abrigo, y le hacéis carantoñas.Antes le despreciabais, ahora le agasajáis; y osparece que vuestras mesas no están bastantehonradas sino sentáis a ellas diariamente a doso tres alumnos de Satanás; y vuestros saraos noos parecen de tono, si no traéis a ellos a toda lacaterva de incrédulos, herejes y ateístas.

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»Vosotras, clases altas y ricas, aburridas, fa-tigadas por no tener un papel glorioso que des-empeñar en la sociedad presente, os habéis ba-jado a la política, como el noble enfermo y me-lancólico, que no sabiendo qué hacer para dis-traerse, desciende a bromear con la servidum-bre. El filosofismo, harto de vivir en sótanos yentre telarañas, se ha subido a la política, parabuscar en ella su negocio, y en ese terrenocomún os habéis encontrado todos, y os habéishecho amigos. Después, incurriendo en familia-ridades de mal gusto, lleváis al filosofismoarriba, a vuestras salas, y allí, el infame os con-tagia de sus perversas ideas, amortiguando lafe en vuestros corazones. Cierto que conserváisla fe nominal, pero tan sólo como un emblema,como una ejecutoria de la clase, para defende-ros con ella en caso de que veáis atacados vues-tros fueros y amenazadas vuestras posiciones...Y la prueba de esto la hallamos en las novísi-mas costumbres de la gente noble. Decidme:¿no salta a la vista que vuestras devociones son

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superficiales y que debajo de ellas no hay másque indiferentismo, corruptela? Vosotras mis-mas os habéis reído, esta Navidad, de las quedieron misa del gallo con baile. Vosotras mismashabéis organizado conciertos caritativos, y conigual frescura tomáis el teatro y la lotería porinstrumentos de caridad, que lleváis a la iglesialas formas teatrales. Todo está bien con tal dedivertiros, que es la suprema, la única aspira-ción de vuestras almas».

Descansaron las dos damas de aquella tiran-te atención, sacando cada cual un suspiro de lomás hondo del pecho, y Gamborena, despuésde repartir por igual palmaditas en las manosde una y otra, prosiguió y terminó benévola-mente en esta forma: «Hay que volver a la sen-cillez religiosa, señoras mías, limpiar el corazónde toda impureza, y no permitir que la frivoli-dad se meta donde no la llaman, y donde hacetanta falta como los perros en misa. ¿Queréisser elegantes? Sedlo enhorabuena, sin mezclar

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el nombre de Dios ni la doctrina católica envuestras chismografías epigramáticas. La cari-dad, el culto, la devoción sean cosas serias, nouno de tantos temas para lucir la travesura delpensamiento. La que no tenga fe, que lo diga yse deje de comedias que a nadie engañan, ymenos al que todo lo ve. La que la tenga, sepatenerla con simplicidad; sea como los niñospara aprender la doctrina, y como los humildesy pobres de espíritu para practicarla, dejandolos escarceos del ingenio para el diablo, que esel gran hablador, y el maestro de la cháchara, yel que a la postre sale ganando con todas esasvanidades de la conversación. La alcurnia y eldinero suelen ser carga pesada para las almasque quieren remontarse, y estorbo grande paralas que buscan la simplicidad: el toque está,señoras mías, en conseguir aquellos fines sinarrojar dinero y alcurnia, aunque hay casos,pero de esto no se hable, por ser excepcional yextraordinario. Sabiendo uno con quién trata, yen qué tiempos vive, no incurrirá en la tontería

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de decir: 'imitad a los que siendo nobles y ricos,quisieron ser pobres y plebeyos'. Esto no: vivi-mos en tiempos de muchísima prosa, y demuchísima miseria y poquedad de ánimo. Lavoluntad humana degenera visiblemente, comoárbol que se hace arbusto, y de arbusto plantade tiesto: no se le pueden pedir acciones gran-des, como al pigmo raquítico no se le puedemandar que se ponga la armadura de García deParedes y ande con ella. No, hijas mías. No osdiré nunca que seáis heroínas, porque os reir-íais de mí, y con razón. Sois muy enanas, yaunque os empinarais mucho, aunque os pusie-rais penachos de soberbia y tacones de vani-dad, no podríais llegar a la talla. Por eso os di-go: ya que sois tan poquita cosa, procurad serbuenas cristianas dentro de la cortedad devuestros medios espirituales; seguir siendoaristócratas y ricas; compaginad la simplicidadreligiosa con el boato que os impone vuestraposición social, y cuando os llegue el momentode pasar de esta vida, si habéis sabido limpia-

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ros de la impureza que os invade el corazón, noencontraréis cerradas las puertas de la eternadicha».

Oyeron las damas esta plática con emociónprofunda, y poco faltó para que lloraran.Cuando el misionero terminó, repitiendo lasafectuosas palmaditas en las manos de susoyentes, Augusta no hacía más que suspirar,Fidela parecía un poquito asustada, y cuandose repuso, su genial travesura salió bruscamen-te con uno de aquellos rasgos que el sacerdoteacababa de reprender.

«Pero si no puedo purificarme bien, lo quese llama bien, espero que habrá un poquito demanga ancha conmigo, y que usted me abrirá lapuerta celestial». ¿Yo?

-Usted, sí, usted que tiene las llaves.

-¿Yo?

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-Lo dice mi marido, y lo cree, y por creerloasí le llama a usted San Pedro.

-Es una broma.

-¿Y no mereceré yo un poco de indulgencia?

-Indulgencia Dios la da.

-Pues mire usted, nadie me quita de la cabe-za que la voy a necesitar pronto, muy pronto.

-¡Oh, no digas tal!

-Me lo pueden creer. Hace días vengo pen-sando en eso, en mi próxima muerte, y ahora,cuando usted hablaba, se me metió en la cabezala idea de que ya estoy al caer, pero ya, ya...

-¡Qué tontería!

-Si no me asusto. Al contrario, lo miro conuna tranquilidad... ¡Morir... dormir mucho tiem-po! ¿No es eso, padre? ¿No es eso, Augusta?

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Entró en aquel momento Cruz, y habiendoentendido algo de lo que su hermana decía, lareprendió con dulzura, fijándose en la expre-sión de su rostro. Debió este de parecerlehipocrático en grado sumo, aunque no lo bas-tante para sentir alarma. «Claro, te estás toda latarde de palique, y luego viene la fatiguita y laopresión. Tú no hagas más que oír, y habla lomenos que puedas; sobre todo, no te pongas adefender los mil disparates que se te ocurren,porque en las discusiones te quedas sin aliento,y ya ves...».

-Si no estoy mal -dijo Fidela, con dificultosarespiración.

-No, no estás mal. Pero yo que tú me acos-taría. Ya ves qué día tenemos. Con todas lasprecauciones del mundo, y echando leña sincesar en las chimeneas, no podemos evitar quete enfríes. ¿Verdad, padrito, que debe acostar-se?

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Las instancias de su hermana, reforzadaspor Gamborena, lleváronla al lecho, donde sesintió mejor. Después de haber descabezado unsueñecillo, hallábase muy risueña y decidora.Augusta, que de su lado no se separaba, lemandó más de una vez que cerrase el pico.

Nada ocurrió en el resto del día digno de sercontado. Gamborena y Cruz charlaban en elgabinete de Fidela, y esta en su alcoba se entre-tenía con Valentinico y con su fiel amiga. Yaentrada la noche, poco antes de la hora de co-mer, la Marquesita de San Eloy despertó de unbreve y tranquilo sueño, respirando desahoga-damente. ¡Qué bien estaba! Así lo creyó Augus-ta al acercarse a ella, inclinándose sobre el le-cho. Llevose la niñera al chiquitín para darle decomer, y entonces Fidela, acariciando la manode su amiga, le dijo en el tono más natural delmundo: «Tengo que decirte una cosa».

-¿Qué?

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-Que quiero confesarme.

-¡Confesarte! -exclamó Augusta palidecien-do, y disimulando su turbación-. Pero ¿estásloca?

-No sé por qué ha de ser signo de locura elquerer confesarse.

-Pero, hija, es que... creerán que estás mal.

-Yo no sé si estoy mal o bien. No hay más si-no que quiero confesarme... y cuanto más pron-to, mejor.

-Mañana...

-Déjate de mañanas. Mejor será esta mismanoche.

-Pero ¿qué idea te ha dado...?

-Pues una idea, tú lo has dicho, una idea.¿Acaso es mala?

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-No... pero es una idea alarmante.

-Bueno, mejor. Me harás el favor de decírse-lo a mi hermana. O se lo dices a Tor... No, no,mejor a mi hermana.

-XII-

En el mismo instante que esto ocurría, en-traba del Senado D. Francisco, llevando consigoa su amigo, maco y senador, a quien había invi-tado a comer, más que por el gusto de obse-quiarle, porque viera a su esposa, y proporcio-narse de este modo una consulta gratuita sobrela dolencia fastidiosa y tenaz, ya que no grave,que aquella sufría. Figuraba el senador entre laseminencias médicas, y quería serlo tambiénpolítica, para lo cual había tomado por su cuen-ta las reformas sociales, pronunciando discur-sos campanudos y pesadísimos, que a Torque-mada le encantaban, por hallar en ellos perfecta

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concordancia con sus propias ideas sobre talesmaterias. Hicieron amistades en los pasillos, yen el salón se sentaban casi siempre juntos. Erael médico hombre amabilísimo, y D. Franciscose encariñaba con los hombres finos, siempreque fueran desinteresados y no atacasen al bol-sillo con las armas de la cortesía refinada, comociertos puntos que a nuestro tacaño se le senta-ban en la boca del estómago.

Vio, pues, el senador médico a la señoraMarquesa, la interrogó con exquisita delicadezay gracejo, y su dictamen fue tranquilizador pa-ra la familia. Todo ello no era más que anemia,y un poco de histerismo. El tratamiento deQuevedito le pareció de perlas, y había queesperar de él la anhelada mejoría. No se permi-tió añadir más que la rusticación cuando llegaseel verano, residiendo en país montañoso, lejosdel mar. Después comieron todos muy cam-pantes, y Cruz notó en Augusta una tristezaque en ella era cosa muy rara, pues por lo

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común alegraba la mesa y entretenía gallarda-mente a los comensales. Torquemada estuvodecidor, queriendo a toda costa lucirse delantede su amigo, el cual, velis nolis, metió entre dosplatos los problemas sociales, y allí fue Troya,pues el médico resolvía la cuestión por lo polí-tico, el misionero por lo religioso, y el señorMarqués deploraba las exageraciones de escuela.Tristes y aburridas, abstuviéronse las dos da-mas de dar su opinión en tan cargante materia.

Terminada la comida, corrió Augusta a la al-coba, y se secreteó con Fidela: «Dice Cruz quemañana...».

-Mi hermana no ha dicho eso.

-¿Cómo no?

-No, porque tú no le has dicho nada todavía.Si todo lo sé y lo veo desde aquí. Conmigo novalen mentirillas. Y si no se lo dices pronto,tendré que decírselo yo.

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La inesperada presencia de Cruz en la alco-ba, entrando como una aparición, cortó brus-camente el diálogo. Al pronto, notando algoextraño en la actitud de ambas, creyó que setrataba de una travesura. Interrogó, le replica-ron, y al fin supo la verdad de aquel antojo desu hermana. ¡Confesarse! ¿Cuándo? ¡Pronto,pronto! ¿Qué prisa había? Su empeño verdade-ro o fingido de tomarlo a risa, no dio más resul-tado que confirmar a la otra en su tenaz deseo.Bien se comprende que aquel repentino afán deconfesión, no hallándose la señora peor de sudolencia, al decir de los médicos, inquietó a lafamilia. Cruz fue con el cuento a Gamborena, yeste a D. Francisco, que corrió alarmadísimo ala alcoba, y dijo a su cara mitad:

«¿Pero tú qué fenómenos tienes? Si dice eldoctor que son fenómenos reflejos, exclusivamentereflejos... ¿A qué viene esa andrómina del confe-sarse? Tiempo tienes. Mi amigo se ha ido; perosi quieres le llamo... No, no será preciso. Mien-

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tras menos médicos aparezcan por aquí, mejor.Quevedo no tardará en llegar, y entre todos teconvenceremos de tu tontería».

Interrogada por todos de un modo apre-miante, Fidela no podía declarar, sin mentir,ningún síntoma peligroso. De fiebre no tenía nichispa, según una vez y otra hizo constar D.Francisco, que se las echaba de buen entende-dor de pulsos. Lo único que sentía era la opre-sión del pecho, la dificultad del respirar, cual siun corsé de hierro le oprimiera la caja torácica,y algo, además, que, a su parecer, como dogalinterno, apretaba su garganta, a la cual se lle-vaba las manos sin sosiego, creyendo cerciorar-se con ellas de una fuerte hinchazón.

«Pero, ¿no tengo aquí un bulto muy gran-de?».

-No, hija, no tienes nada. Todo es aprensión.

-Fenómenos reflejos.

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-Duérmete, y verás.

-Eso es lo que quiero, dormirme y ver lo quehay por allá. Pero me parece que no pegaré losojos en toda la noche.

Quevedito, que a la sazón entrara, no en-contró en ella novedad que debiera ser motivode alarma; pero el estado moral de la enferma,y las extrañas inquietudes de su espíritu pusié-ronle al fin en cuidado, y propuso a su suegroque al día siguiente, fuese llamado en consultael doctor Miquis. En tanto, Cruz trataba deconvencer a Gamborena de la inconvenienciade retirarse a su domicilio en noche tan cruda ydesapacible, y él no insistió, como otras veces,en largarse, afrontando la ventisca y el frío. Másque las molestias y aun peligros de la caminata,le retenían en la mansión ducal presentimientosvagos de que no sería excusada en ella su pre-sencia. Convino, al fin, en alojarse en la habita-ción cardenalicia que en el piso alto le teníanpreparada, y Cruz le suplicó que, antes de re-

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cogerse, tratara de obtener de Fidela, con suomnímoda autoridad, el aplazamiento de laconfesión hasta el siguiente día. Dicho y hecho.Llegose a la puerta de la alcoba el buen sacer-dote, y desde allí, con insinuante cariño, dijo ala enferma:

«¿Sabes que tu hermana no me deja mar-char? Me resigno, porque las calles están hela-das: caballos y personas tenemos miedo de unresbalón, y de rompernos pata o pierna... Esoque has pensado, hija mía, me parece muy bien,muy bien. Por lo mismo que no estás peor,quieres hacerlo descansada y fácilmente, comoobligación de todo tiempo y de circunstanciasnormales. Bien, muy bien. Pero yo estoy cansa-do, tú necesitas dormir, y como me tienes encasa, quédese para mañana. Duérmete, niña,duérmete tranquila. Buenas noches».

Poco después de esto, despidiose Augusta,besando una y otra vez a su amiga, y prome-tiéndole ir tempranito a la mañana siguiente.

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La paz y la quietud reinaron en la casa, mas noen el corazón de Cruz, que no tenía sosiego, yse acostó como el oficial de guardia cuando haytemores de trifulca. Toda la noche la pasó D.Francisco vigilando a su esposa. Entraba depuntillas, y aproximábase al lecho como unfantasma. La pobrecita dormía algunos ratos;pero eran sus sueños breves y nada tranquilos.

«Estoy despierta -decía alguna vez-. Aunqueme veas con los ojos cerrados, no duermo, no.¡Y qué ganas tengo de coger un buen sueño,largo, largo...!».

-¿Hay algún nuevo fenómeno, hija mía?

-Nada, nada más que esta opresión maldita.Si no tuviera esto, me sentiría muy bien.

Y más tarde: «Eximio, no te asustes, esto noes nada. Un momento que me ha faltado la res-piración, y creí que me ahogaba».

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-¿Quieres otra cucharadita?

-No, ahora no. Creo que me hace daño tantobrebaje. ¡Ay!, qué horrores soñé en un momen-to que me quedé dormida. Que nuestro Va-lentín se había sacado los ojos y jugaba conellos. Después me los daba a mí para que se losguardara... ta... ca... pa... ca... ¿Y qué haces queno te acuestas, podrecido eximio?

-Mientras tú estés despierta, velaré yo -le di-jo el esposo, sentándose a su lado-. Blasono deprecavido y vigilante, y soy la previsión personi-ficada.

-Si no tengo nada; si estoy bien...

-Pero debemos tender a que estés mejor. Amí se me ha ocurrido un plan. A veces sabe unomás que toda la cáfila de médicos que pululanpor ahí.

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-¡Si yo durmiera...! Pero, ya verás... de ma-ñana no pasa que coja yo un sueño largo, lar-go...

-Cuando yo estoy desvelado, me pongo asumar cifras, y a meter y sacar por todos losrincones del cerebro la aritmética que aprendíde muchacho.

-Pues yo también sumo, y no saco en limpiomás que los mil y quinientos minutos que mefaltan para dormirme. ¡Qué cabeza esta! ¿Ves?Ahora parece que tengo sueño. Respiro bien, yel bulto de la garganta se me sube a los ojos.Los párpados me pesan. Eximio Tor, yo te ase-guro que Valentín tendrá mucho talento, notalento para los negocios, como tú, si no para lapoesía, y para...

Se quedó dormida. A la madrugada, des-pués de varios letargos breves, tuvo un ligeroataque de disnea. Torquemada se alarmó. Peroella le tranquilizaba diciéndole: «Querido ex...

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ex... imio, no te asustes. No es nada. Quiero res-pirar, y la nariz dice que... respire por la boca, yla boca... que por la nariz..., y en esta disputa...¿ves?... ya pasó... ya».

Ya de día claro, durmió como unas doshoras, y se despertó alegre, charlatana, pregun-tando si había venido Augusta. Acudió suhermana a darle el desayuno, un té con leche,que tomó con gran apetito. Torquemada se hab-ía ido a descansar, y Gamborena se preparabapara decir la misa. Revuelto y glacial como elanterior, ofreciose al amanecer aquel día, lo queno impidió que la de Orozco se personase en elpalacio, diligente y recelosa, poco antes de lamisa, que oyó con gran recogimiento y devo-ción. A las nueve, cuando Gamborena se des-ayunaba en la sacristía, y se oían en los pasillosbajos el desapacible chillar del heredero, y elruido de los varetazos que daba en bancos ysillas, subió Augusta a la alcoba y charló conFidela de cosas gratas, amenas y tentadoras de

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la risa. En lo mejor de este sabroso coloquioentró el eclesiástico, diciendo con gracejo:

«Amiguita, ahora está usted demás aquí. Fi-dela y yo tenemos que echar un párrafo».

Salió de la alcoba la dama, y quedaron solosla Marquesa y el misionero. La confesión fuelarga, aunque no tanto como el sueño que aque-lla deseaba.

-XIII-

«¿Y qué? -preguntaba Augusta al sacerdoteen el gabinete de Cruz, mientras esta pasaba unrato junto a su hermana-, después de la confe-sión ¿tendremos también Viático?».

-¡Tendremos! Habla usted de ello, amiga mía,como si se tratase de una garden party, o de uncotillón.

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-No es eso... Quiero decir...

Torquemada entró súbitamente, haciendo lamisma pregunta: «¿Y qué? ¿Viático tenemos?».

-Esperaremos a que ella lo pida -indicó Au-gusta-, o a que los facultativos indiquen suoportunidad... Yo la encuentro bien, y no veomotivo de alarma. ¡Pobre ángel!

-Es una santa -dijo el tacaño con cierta so-lemnidad-, y no será justo ni equitativo que senos muera tan pronto, habiendo por el mundotantos y tantas que maldita la falta que hacen.

-Sólo Dios sabe quién debe morir -agregó elsacerdote-, y cuanto Él dispone, bien dispuestoestá.

-Sí; pero no es cosa de conformarse así, a labóbilis bóbilis -replicó Torquemada amoscándo-se-. ¡Pues no faltaba más! Admito que todossomos mortales; pero yo le pediría al señor de

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Altísimo un poco más de lógica y de conse-cuencia política... quiero decir, de consecuenciamortífera... Esto es claro. No se mueren los quedeben morirse, y tienen siete vidas, como losgatos, los que harían un señalado servicio a todala humanidad tomando soleta para el otromundo.

Gamborena no contestó nada, y se fue a re-zar a la capilla.

Poco después de esto, Fidela, que por conse-jo de toda la familia y disposición de Quevedi-to, se había quedado en el lecho, mandó que lellevaran al chiquillo, el cual, si al pronto se en-furruñó, porque le privaban de hacer el burroen los pasillos bajos, no tardó en avenirse con lacompañía de su madre, única persona a quiensolía mostrar cariño. Cansado de dar vueltaspor la alcoba pegando latigazos, se hizo subir ala cama, y por ella se paseó a cuatro patas, imi-tando el perro y el cochino; y ya se corría haciala cabecera para dejarse besar de su mamá, ya

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bajaba hasta los pies, mordisqueando la colcha,y haciendo gru, gru, para hacer creer a Augustaque era un terrible animalejo, que le iba a co-mer una mano.

«Está monísimo -decía Fidela, encantada deaquel juego-. No me digan que este chico va aser tonto. Lo que tiene es muchísima picardía, yen él, la travesura del animalillo anuncia la in-teligencia del hombre».

Agitaba ella los pies dentro de las sábanas,para que él hociqueara en el bulto con saltos yacometidas de bestia cazadora, y ya se espa-rranclaba, ya husmeaba el aire descansandosobre los cuartos traseros y erguido sobre losdelanteros, ya, en fin, sentábase para frotarse elhocico con movimientos de oso cansado dedivertir a la gente. Pero su principal diversiónera asustar a las personas que rodeaban el le-cho, y a su mamá misma, ladrándoles, embis-tiéndoles de mentirijillas, con la boca abierta entodo su pavorosa longitud. Verdad que nunca

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se las comía; pero les hacía creer que sí, a juzgarpor las voces de espanto con que acogían susfurores. Por fin, tendiose a lo largo junto a sumadre, y apoyando su rostro en el de ella, largorato estuvo mirándola de hito en hito, sin arti-cular gruñido ni voz alguna. MaravillábaseAugusta de que la mirada de Valentinico tuvie-ra aquel día expresión menos fosca y aviesa quede ordinario; pero no apuntó ninguna observa-ción sobre este particular.

«¡Si es más bueno este hijo! -decía Fidela go-zosa-. ¡Ahora me está diciendo al oído unossecreticos tan salados!... Ta, ta, pa, ca... que mequiere mucho, y otras cosas muy bonitas, muyrebonitas».

Diferentes veces le puso Cruz en el suelo pa-ra que no molestase a su madre; pero él, conuna querencia tenaz, que fue la mayor rarezade aquel memorable día, se las arreglaba paravolver a la cama. Creyérase que comprendía laobligación de ser dócil y bueno para merecer

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aquellos honores. Nunca se le vio más sumisoni se notó expresión tan dulce en el ta, ca, ja, pa,que a cada instante pronunciaba, ni tuvo tantoaguante para permanecer quieto, pegado suhocico al rostro de su mamá, dejándose acari-ciar de ésta y oyendo de su boca tiernas pala-bras que seguramente no había de entender.Quedose dormido un rato, y Fidela no consin-tió que le quitasen de su lado. Durmió tambiénella con placidez que todos creyeron de felizaugurio, y de fijo le habría sido provechosoaquel sueñecico, si hubiera durado más.

Con la tardanza del doctor Miquis, que nopudo ir hasta la tarde, estaban en ascuas Cruz yD. Francisco, esperando uno y otro cobrar áni-mos con la visita del famoso médico. Antes queeste llegara, tuvo Fidela otro ataquillo de dis-nea, seguido de un colapso muy breve, del cualsólo Augusta, única persona que entonces sehallaba presente, pudo enterarse. Volvió Valen-tinico a subirse a la cama, y si poco antes, pu-

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dieron observar todos en sus ojuelos cierta dul-zura (como no fuera esto efecto de la buenavoluntad de los que le miraban), luego notaronen ellos la singularísima expresión ofensiva quede ordinario tenían. Quizás dependía esto de supequeñez, contrastando con la voluminosa ca-beza, y de una irisación gatuna en las obscuraspupilas. No se sabe; pero todos decían, y Au-gusta la primera, que aquel no era el mirar ino-cente y seductor de un niño. ¡Demonio de en-gendro! Le dio por echarse como un perro a lospies de su madre, y de amenazar con gruñidosa cuantos al lecho se acercaban, enseñando losdientes, y preparándose para morder al que sedejara, ya fuese su mismo papá, o su tía.

«¡Qué bravo! -decía Fidela-. ¡Cómo defiendea su madre! Esto se llama inteligencia, esto sellama cariño... ¡Pero si nadie me hace daño, hijomío! Estate quietecito, y no te muevas mucho,que me molestas».

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Entró en esto Miquis, y se llevaron al salvajebebé, que con berridos protestaba de no hallar-se presente en tan importante visita. Larga fueesta, y detenidísimo el examen que de la ilustreenferma hizo aquel espejo de los facultativos.La animó con su galana y piadosa palabra;mostrose después reservado con la familia, y alfin, solos él y Quevedito, hablaron mutatis mu-tandis lo que sigue:

«¿Pero tú qué estás pensando?... ¿tú quéhaces? ¿Estás tonto?».

-¡Yo!... ¿qué? -replicó balbuciente y ponién-dose pálido, el yerno de Torquemada-. ¿Porqué me dice usted eso, D. Augusto?

-Porque eres un ciego si no ves que esta po-bre señora está muy mal. ¡A buena hora meavisas, cuando ya...! Puede que aún sea tiempo,pero lo dudo. La depresión cardíaca es tal, quetemo el colapso, y si viene el colapso con la

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intensidad que presumo, ya no hay nada querecetar, como no sea el Viático.

Quevedito se limpió el sudor del rostro. Uncolor se le iba y otro se le venía, no sabiendoqué contestar a las aterradoras palabras de suamigo y maestro. El cual siguió:

«¿Pero a qué tanta digitalina? Basta, basta, ydispón las inyecciones de cafeína y éter, y lasinhalaciones de oxígeno... para lo que ha devenir esta noche».

-¡Teme usted...!

-Ojalá me equivoque. Pero... no te compro-metas ante la familia con optimismos que pordesgracia serían ilusorios... no des esperanzas.

-¿Teme usted que el colapso...?

-Se ha iniciado ya. Lo he conocido en el pul-so irregular, en el rostro, que se descompone, oparece querer descomponerse...

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-No había observado...

-¿Y para qué sirve la adivinación médica, elarte de ver los fenómenos ya pasados, en elrastro casi imperceptible que dejan en el orga-nismo?... Volveré esta noche. No te separes dela enferma, y observa al minuto todo cuantoocurra.

-¿Volverá usted?

-Sí. Creo que no adelantaremos nada, y quela pobre señora no saldrá de la noche.

De tal modo desconcertaron estas lúgubrespalabras al bueno de Quevedito, que cuando elotro se fue, y Cruz, ansiosa, se llegó al médicode la casa, este no pudo disimular su turbación.Faltábale poco para echarse a llorar. A las pre-guntas anhelantes de Cruz, y a las de D. Fran-cisco, contestó desordenadamente, luchandoentre la veracidad profesional y el afecto defamilia: «Mal diagnóstico... ¿para qué ocultar-

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lo?... malo, malo... Sería peor dar esperanzas,que... Pero aún no debemos perderlas, no, no,eso no... Basta de digitalina... Habrá que hacerinyecciones... inhalaciones... Veremos esta no-che... Creo que Miquis exagera el mal. Estosmédicos de punta son así: dan grandes propor-ciones a la cosa más sencilla, para luego salirdiciendo... Pero la gravedad existe, una grave-dad relativa... y vale más estar prevenidos...

-XIV-

La primera idea de Cruz, rehaciéndose vale-rosa ante el peligro, fue llamar inmediatamentea las principales eminencias médicas de Ma-drid. Torquemada, que poco después de oír asu yerno tocaba el cielo con las manos, empezópor arrojar todas sus iras contra Miquis: «Esehombre está loco. Ese hombre es un bribón quequiere explotarnos. Ve que en esta casa haytrigo, y dice: aquí me dejo caer... No, no, fuera

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médicos ilustres, que no saben una patata. ¡De-cir que hay peligro grave! ¿Dónde y por qué? Sisólo con verla se comprende que todo ello esunas miajas de fenómeno reflejo, catarro descui-dado, el dengue y los achaquillos que deja...Esto es una picardía, un complot, por decirlo así.

Pronto varió de opinión, transigiendo con quese llevaran cuantos doctores de campanillasfuesen menester, y después, su excitado cerebrodiscurría los arbitrios más extravagantes, porejemplo, llamar a un curandero famoso de laCava de San Miguel... Él le conocía, y testimo-nio podía dar de sus maravillosas curas: nadase perdía, pues, con llevarle, porque si no cura-ba, daño no hacía: toda su terapéutica era aguadel pozo, y dar friegas en el estómago y en losvacíos con un cepillo de hierbas. Tan desconcer-tado estaba el hombre, que no tardó en reírsede su propio consejo, y volvió a poner en dudala competencia de la Facultad para curar a na-die.

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Con rapidez pasmosa cundió entre los ami-gos de la casa la noticia de la gravedad de laseñora Marquesa de San Eloy, llegando tam-bién al Senado antes del término de la sesión,por lo cual viese D. Francisco asaltado, a prime-ra hora de la noche, de multitud de amigos polí-ticos y particulares, que con enfáticas demostra-ciones de sentimiento, estuvieron dándole ma-traca más tiempo del que su tristeza y ganas desoledad consentían. No hizo caso de nadie, niaun de los que, echándoselas de profetas opti-mistas, le anunciaban una solución feliz de laenfermedad. Renegaba el tacaño de todo, de losamigos y de la ciencia, de la fatalidad y de losllamados... altos designios de... Quien quiera quefuese. Hasta la compañía y los consuelos de Do-noso, su amigo y en cierto modo maestro enilustración, le cargaban en aquella infausta no-che. Resistiose a probar bocado, y cuando losimportunos empezaron a desfilar, andaba deun lado para otro del palacio, como un demen-te, paseándose entre fantasmas, que no otra

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cosa le parecían las figuras religiosas o paga-nas, desnudas unas, otras mal vestidas consábanas o colchas, que poblaban salones y galer-ías.

Entre tanto, Fidela había pasado, en eltránsito melancólico del día a la noche, por di-ferentes alternativas, hallándose por momentosgravísima, por momentos tan aliviada, que lafamilia no sabía si temer o esperar. Augusta nose separaba de su lecho: las manos de una enla-zadas con las de la otra, confirmaban en aque-llos críticos instantes el intenso cariño, contra elcual la muerte misma no debía prevalecer.

«Ahora te sientes mejor, mucho mejor, ¿noes verdad? No creas que nos hemos alarmadomucho. Bien se ve que no es nada».

-Sí, no es nada -dijo Fidela recobrando la vi-veza de su acento-. ¡Si siguiera como estoy aho-ra...! Me siento bien; respiro sin dificultad; y...¡qué cosa tan rara!, se me ha refrescado tanto la

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memoria, que todo lo veo clarito, y mil cosasque había olvidado, insignificantes, se me pre-sentan ahora en la imaginación como si hubie-ran pasado ayer.

-¿Sí? ¡Qué gracia! Pues mira, no hables mu-cho. Ya sabes que los médicos quieren que cie-rres el pico... Fácil medicina es callar.

-Déjame que hable un poquitín. ¡Si es lo queme gusta más en el mundo! La charla... mi pa-sión...

-Bueno, te permito una pizca de charla. Si seenteran Quevedo y tu hermana me reñirán.

-¡Ay, qué cosa tan rara! Alababa yo mi me-moria, y ahora me encuentro sin ella... Puesnada... Había pensado preguntarte una cosa, yse me ha olvidado... ¡Pero si hace medio minutoque lo tenía aquí, en la punta de la lengua!

-Pues déjalo para después.

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-¡Ah!... ya, ya lo tengo. Verás: cuatro pala-bras nada más... Dime una cosa. ¿Crees tú quelos muertos vuelven?

-Mira, hija de mi alma -replicó Augusta sin-tiendo frío en el corazón-, no hables de muer-tos. ¡Vaya, qué tonterías se te ocurren!

-¿Y por qué ha de ser tontería? Yo te pregun-to si crees tú que los que se mueren... vuelvenal mundo de los vivos. Pues mira, yo creo quesí, y que no hay que burlarse de la conseja delas ánimas en pena.

-Yo no sé nada de eso: cállate, o llamo aCruz.

-No, no... ¡Flojo réspice me echaría!... Yo creoque cuando una es espíritu libre, puede ir yvenir donde le plazca. Lo que no sé es si túpodrás verme, como yo te veré a ti... Y cuidadi-to con hacer picardías... Mira que te estaré mi-rando...

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Augusta temblaba. Se apoderó de ella un te-rror instintivo; y como en la estancia había pocaluz, creyó ver surgir de aquellas penumbrasespectros que se aproximaban lenta y terrorífi-camente.

«¿Tú qué piensas de esto? -insistió Fidelacon ligera inquietud-. ¿Alguna vez, en tu vida,en circunstancias gravísimas ¿me entiendes?,has visto la imagen de alguna persona querida,que se te hubiera muerto? Porque el ser la per-sona muy querida, muy querida, parécemecondición indispensable para que el hecho deverla, de verla como te estoy viendo a ti, se veri-fique».

-Bah, bah... ¿Te callas si te contesto lo quemás puede gustarte? Pues bien, si te callas, tediré que sí... Pero no me preguntes más. Que-riendo mucho, pues... Ea, basta ya. Esto podríadesvelarte, y es preciso que duermas, pobrecita.

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-Si yo también quiero dormirme. De eso setrata, tonta. ¡Que me place tu respuesta! Losque duermen, sueñan, y el que sueña, vive ensueños, y su ser soñante puede ser su imagenvisible... ¡Vaya unas filosofías! ¡Ah, que no nosoiga el padrito! ¡Menudo sermón nos echaría!...Pues sí, a dormir, a dormir.

Cerró los ojos, y Augusta, después de abri-garle el cuello con el embozo, la besó cariñosa-mente, y la arrulló como a los niños. Cruz entróde puntillas, y enterada de su tranquilidad vol-vió a salir. En consulta estaban a la sazón treseminencias, a más de Miquis y Quevedito, yhabía gran ansiedad en la familia por conocer elresultado de la discusión científica. Por desgra-cia, el protomedicato confirmó plena y categó-ricamente la opinión de Miquis, respecto a lagravedad y al inminente peligro. La temidacatástrofe podía tardar un día, dos, o precipi-tarse en el instante menos pensado, aquellamisma noche.

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Quiso Cruz consultar con Torquemada si setraería el Viático, sin pérdida de tiempo; peroD. Francisco, por mediación de Donoso, que erael que andaba en aquellos tratos, negose a darsu opinión sobre tan grave materia. Su abati-miento y pesimismo quitábanle la serenidadpara resolver cosa alguna. Gamborena, en tan-to, con pretexto de visitar a la enferma, entró ensu alcoba. La vio dormida; esperó... Un ratitodespués, Fidela despertaba; alegrose mucho dever al misionero, y le dijo que quería reconci-liarse. Retiráronse todos, y Gamborena, comoera natural, aprovechó tan buena coyunturapara proponerle la administración del Sacra-mento. Acerca de la hora no hubo perfectoacuerdo, porque la enferma dijo: «mañana»;Cruz no quería contrariarla, manifestando pri-sa, y el padre transigió dando al mañana unainterpretación ingeniosa. «Tempranito, tem-pranito... Es lo mejor. Son las diez de la noche».

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Don Francisco, a eso de las once, se dirigió ala alcoba, cuando ya se había iniciado el temidocolapso. El mismo terror que invadía su alma lesugirió ardiente anhelo de ver el tristísimo cua-dro de aquella preciosa vida, próxima a extin-guirse en lo mejor de la edad, burla horrorosade la lógica, del sentido común, y aun de lasleyes de la Naturaleza, sacrosantas, sí señor,sacrosantas, cuando no se dejan influir ¡cuida-do!, de las arbitrariedades que vienen de arriba.Contempló a su querida esposa, lívido, descon-certado, sin acertar a proferir palabra ni queja,y allí se estuvo como estatua, sintiendo, conmás fuerza que había sentido el terror de laentrada en la alcoba, el terror de la salida. Nohallaba ni la palabra, ni el gesto, ni el movi-miento para largarse. Por fin, Augusta, quelloraba a lágrima viva, le cogió por un brazo,diciéndole entre sollozos: «Retírese, D. Francis-co, que esto le afectará demasiado».

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El hombre encontrose fuera del cuarto cuan-do menos lo pensaba, y silenciosamente, lasmanos a la espalda, los labios fruncidos, bienapretados los dientes, como si nunca más en suvida hubiese de articular palabra, se fue a sudespacho, en la planta baja, donde no habíanadie, pues Donoso andaba también por lasalturas, tratando de algo referente a la impo-nente ceremonia que se preparaba.

-XV-

Metiose en su cuarto el Marqués de San Eloycomo alimaña huida, que sólo se cree segura enla grieta que le sirve de albergue; pero comoeste era, en aquel caso, bastante holgado, allí seentretuvo el hombre en espaciar su desventura,paseándola de un extremo a otro, como si deesta suerte, por estirarla y darle vueltas, pudie-ra llegar a ser menos honda. Verdaderamente,era una cosa inicua, casi estaba por decir una

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mala partida... vamos, una injusticia tremenda,que debiendo ser Cruz la condenada a fallecer,por razón de la edad y porque maldita la faltaque hacía en el mundo, falleciese la otra, labonísima y dulce Fidela. ¡Qué pifia, Dios! Y a élno le faltaban agallas para decírselo en su caraal Padre Eterno, como se lo diría al nuncio y almismo Papa, para que fueran a contárselo. ¿Aqué obedecía la muerte de Fidela? «¿A qué obede-ce? -repetía furioso, volviendo la cara hacia eltecho, como si en él pintada estuviese la cara desu interlocutor-. ¿Es esto justo? ¿Es esto miseri-cordioso y divino?... ¡Divino! Vaya unas divini-dades que se gastan por arriba. Pues yo le digoa Su Señoría que no me ha convencido, y quetodo eso de infinitamente sabio, infinitamente...qué sé yo, lo pongo en cuarentena. Ea, no megusta adular a los poderosos, a los que estánpor encima de mí. La adulación no se compadececon mi carácter. Tengamos dignidad. ¿Y qué esel rezo, más que una adulación, verbigracia,besar el palo que nos desloma? Yo... al fin y al

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cabo... rezaría, si fuese preciso, si supiera quehabía de encontrar piedad; pero... como si loviera... ¡piedad! ¡Ah, quien no te conozca que tecompre! Esto es obvio. La piedad que haya, queme la claven en la frente. ¿Qué más? ¿Cómoolvidar el caso de mi primer Valentín, de aquelcacho de ángel, que me quitaron de la maneramás atroz y bárbara, barrenando las leyes de laNaturaleza, sin que me valieran rezos, ni li-mosnas, ni nada?... ¡Anda y que adulen otros!No es uno un pelagatos, no es uno un cualquie-ra, no es uno un mariquita...».

Fatigado de dar tantas vueltas, se sentó enuna silla, apoyándose en la mesa, y se tapó losojos con ambas manos. «¡Ñales! -decía-, paré-ceme que estoy delirando. Lo que me pasa noes para menos... Aunque nos volviéramos locosde tanto rezar todos los que estamos en la casa,nada conseguiríamos, porque el mal, a estasalturas, es de los que no tienen remedio. La po-drecida Fidela se muere... se muere sin remi-

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sión... quizás se ha muerto ya... Sería preciso,para salvarla, que Aquel hiciera un milagrito, ylo que es eso... Favores ya los hace; pero mila-gros... Y falta que sea verdad que los hiciera...Favores sí; pero estas gangas son para los bea-tos y ratones de Iglesia... No está uno en el casode rebajarse... ¡cuidado!... Cierto que si me ase-guraran que..., yo me rebajaría, vaya si me re-bajaría... Pero, ¡con cien mil Biblias!, para queme dejen con un palmo de narices, como en elcaso de Valentín...».

Volvió a pasearse, transido de pena y terror,atormentado por la imagen de su esposa mori-bunda, fija en su mente con los rasgos y maticesde la pura realidad. La veía, la estaba viendo,cual si delante la tuviera. ¡Cuánto mejor para élno haber entrado en la alcoba, haberse quedadofuera... evitando el mal rato de verla agonizan-te, y el tormento de quedarse con aquella ima-gen, con aquella fotografía en el cerebro, la cualno se borraría en mil años que viviese!... Perdi-

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do el conocimiento, sin ver a nadie ya, colum-brando quizás las cosas del Cielo, la pobrecitaFidela se iba muriendo sin sentirlo, los ojoshundidos, las pupilas sin brillo ni viveza, vuel-tas hacia arriba, como si quisieran mirar al in-terior del cráneo; la boca anhelante, disten-diendo y contrayendo los labios... al modo delos pececillos de redoma... en derredor de laboca un cerco violado que le desfiguraba horro-rosamente el rostro... la piel húmeda, del sudorfrío que la cubría; el cabello pegado a las sienes,y también con aspecto de cosa muerta, postiza,como peluca desencajada y fuera de su lugar...y por fin, el cuerpo inmóvil, vencido ya por lainercia, sin contracciones. Sólo en los dedos, lavida muscular se manifestaba expirante en lige-ras crispaduras... Tal era la imagen lastimosaque había visto D. Francisco, y que en su mentequedó estampada, con fuerza bastante paratransportarse de la mente a la realidad.

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Pasó algún tiempo, no podía decir cuánto,en aquella abstracción dolorosa, sintiendo hon-do, viendo claro lo que no ver quería, luchandopor borrar la imagen cuando se vivificaba de-masiado, y por revelarla de nuevo cuando sedesvanecía, pues si penoso era verla, descon-suelo le causaba no percibirla, y a tantos tor-mentos uniose pronto el de la duda. ¿Habíamuerto ya o vivía aún? Por nada del mundohabría vuelto a la alcoba. ¿Cómo no se le dabacuenta de la muerte, si ésta era un hecho? Loprobable era que aún viviese. ¿Le habrían traí-do el Viático? No, porque él hubiera sentidorumores de gente, y el toque triste de la cam-panilla. Grande era el palacio; pero no tantoque un acto de tal naturaleza pudiese verificar-se sin que él se enterara. Creyó sentir un bulli-cio extraño... ¡Gente de la parroquia! La Extre-maunción sería, que el Viático no podía ser.

Puso después atento oído a los ruidos quesonaban en el inmenso caserón. A ratos reinaba

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silencio tan profundo, que todo parecía muerto,todo quieto y mudo, como las figuras de loslienzos que adornaban la ducal mansión; a ra-tos oía pasos precipitados de la gente de servi-cio, que bajaban o subían a prisa, como en bus-ca de algo muy urgente. Tentado estuvo, enmás de una ocasión, al sentir próximo a su leo-nera el paso de algún criado, de salir a la puertay preguntar... Pero no: si le anunciaban lamuerte, ¿cómo soportar la noticia? Además, loscriados todos se le habían hecho tan antipáti-cos, que no quería nada con ellos, y si por acaso lecontestaban algo desagradable, trabajillo lehabía de costar no emprenderla con ellos apuntapiés. Tanta llegó a ser al fin su ansiedad,que entreabrió la puerta. Frente a esta, extend-íase una ancha galería bien iluminada. ¡En sudorada cavidad cuánta tristeza! Pasos se oían,sí; pero no muy lejanos, arriba, allá, donde es-taba pasando... lo que pasaba. En el fondo de lagalería vio una figura enorme, desnuda, con lacabeza próxima al techo, y las piernazas encima

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de una puerta. Era un lienzo de Rubens, que aD. Francisco le resultaba la cosa más cargantedel mundo, un tío muy feo y muy bruto, ama-rrado a una peña. Decían que era Prometeo, unpunto de la antigüedad mitológica: picardíasmuy malas debió de hacer el tal, porque unpajarraco le comía las asaduras, suplicio, que ajuicio del Marqués de San Eloy, estaba muybien empleado. Más acá vio a una ninfa quetambién le cargaba, casi en cueros la muy sin-vergüenza, con los pechos al aire, y tan tiesacomo si se hubiera tragado el palo del molini-llo. No se acordaba Torquemada de su nombre;pero ello era también cosa de tirios y troyanos...Ganas le dieron súbitamente de salir con unaestaca y emprenderla a palos con la estatua(copia de la Dafne de Nápoles) que decoraba elfondo de la galería, y hacerla pedazos, para queaquella pindongona no le señalara más con sudedo provocativo, ni se le riera en sus barbas...Pero habría sido disparate romperla, valiendolo que valía.

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En esto sintió ruidos de pasos en la escalera,y azorado cerró la puerta. «Ya vienen, ya vie-nen a decírmelo». Después se acordó de quehabía dado a su ayuda de cámara la rigurosaconsigna de que no le llevasen recados, que noquería saber nada ni ver a nadie. «Velay por quéno se acerca a mi cuarto ni una mosca. Me tie-nen miedo».

Ya debían de ser las dos de la mañana. Elruido se acentuó en la parte superior de la casa.Sintió D. Francisco un frío intenso, y sobre elgabán que puesto tenía, se echó otro, y siguiópaseándose. «Seguramente -se dijo-, es un hechoya. Como si lo viera. Cruz estará haciendo as-pavientos de dolor..., y lo siente, no dudo quelo siente. Pero no será ella quien venga adecírmelo. Donoso quizás. Tampoco: no se se-parará un momento de su adorada Cruz, paraconsolarla, y ponerse a pensar los dos... ¡ah, lesconozco!, en las disposiciones para el entierro. Do-noso no vendrá. Augusta tampoco, porque esa

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sí que estará afligidilla. ¡La quería tanto...! ¡Ah!,ya caigo; el llamado a comunicarme la triste no-ticia, es el clérigo, mi señor Gamborena, quedebe de estar también arriba, echando latines.¡A buena hora! Véase para lo que vale la santareligión. Este San Pedro o San Perico, a quientengo por portero del departamento celestial, nopuede o no sabe evitar que se muera quien nodebe morirse. Ya, lo que ellos quieren es llevargente y más gente para arriba... No les importaquien sea. En el fondo de esa santidad, hay ungran egoísmo, por decirlo así... Pues, sí, el beatoGamborena será el comisionado para traerme lanoticia... Cuando no me la trae es que todav-ía...».

Acercose a la puerta, aplicó el oído... Nadasentía. «¡Si no vendrá tampoco el misionero adecirme nada!... Vamos, que reviento de ansie-dad... ¡Si al fin tendré que subir, y...! Paseemosotro poco».

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Algunas docenas de vueltas había dado,cuando sintió pasos. El corazón quería saltárse-le del pecho... Sí, eran los pasos de Gamborena;los habría conocido entre mil y mil pisadas deuna multitud en marcha. Hasta los andares delbuen eclesiástico revelaban la grave noticia deque era mensajero, y antes de llegar, venía di-ciéndola con los pies, con el compás seguro yrítmico, con el ruidillo que hacían las suelassobre el entarimado... Detuviéronse al fin lospasos en la puerta; abriose esta con lentitudceremoniosa, y en el rectángulo, como lumino-sa figura en marco negro, vio aparecer Tor-quemada la persona del misionero de Indias, sucara de talla antigua, de caliente y tostada páti-na, la calva reluciente, el cuerpo todo negro, losojos de angélica expresión. D. Francisco clavóen él los suyos, diciéndole con la mirada: «Yasé... ya». Y él, con voz patética, solemne, terri-ble, que sonó en los oídos del tacaño como elrestallar de los orbes al desquiciarse, le dijo:«¡Señor, Dios lo ha querido!».

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Segunda parte

-I-

Es cosa averiguada que poco después de oírla noticia de la muerte, a la que añadió el reve-rendo Gamborena tristísimos pormenores, es-tiró los brazos D. Francisco, y luego una de laspatas, vulgo extremidades inferiores, cayendoredondo al suelo con un ataque espasmódico,semejante al que le dio al ver morir a su primerValentinico. Acudieron al socorro del amo cria-dos diferentes, y allí le sujetaron, y con mil tra-bajos pudieron llevarle a su alcoba, donde lefue administrada una mano de friegas comopara un buey, hasta que pudo Quevedito to-marle por su cuenta. Pasó el arrechucho, y porla mañana, tras un corto descanso, pudo entrara verle el señor de Donoso, y a conferenciar conél sobre un asunto tan importante como era el

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sepelio y honras de la señora Marquesa. Paraplantear estas cuestiones se pintaba solo el buenamigo de la casa, y las explanaba y discutía conun aplomo y una dialéctica que ya quisieranotros para los más graves negocios de Estado.D. Francisco no estaba en verdad para discu-siones, y procuró cortarle los vuelos oratorios.«¿Que debe ser de primera? Ya lo comprendo.Pero no veo la necesidad de extremar tanto elboato. Bueno que esté en armonía con nuestraposición... desahogada; pero... ya sabe ustedque no me gustan pompas ni lujos asiáticos...Porque lo que usted me propone, viene a sercomo una especie de... orgullo satánico... o algoasí como apoteosis que...».

-No es eso, mi querido D. Francisco. Es unhomenaje, el único homenaje que podemostributar a los queridos restos de aquel ángel...

Indicó después que Cruz deseaba dar al en-tierro y funerales toda la suntuosidad posible;pero nada resolvía sin conocer la opinión de

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quien debía disponerlo todo en la casa, oído locual por D. Francisco, se expresó con pasmosaingenuidad, vaciando todo el contenido de sucorazón y de su conciencia.

«Amigo mío, le soy a usted franco. Si tratá-ramos ahora de enterrarla a ella, a mi ilustrehermana política, debiéramos hacerlo a todocoste, por aquello de a enemigo que huye, puentede plata...».

-¡Por Dios, amigo mío!

-¡Déjeme acabar, Biblia! Digo que cuando auno le pasa una desgracia buena, es a saber,una desgracia de las que acarrean el descanso yla paz, no importa gastarse un capital en el sepe-lio. Pero cuando la desgracia es mala, de las queduelen, ¿eh?... entonces el demasiado coste dehonras fúnebres es acumular males sobre ma-les, y aunar penas con penas. Porque, reasu-miendo: usted no dejará de reconocer, si piensaen ello, que en buena lógica, y sentando el prin-

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cipio de que tenía que morir una, ésta no debióser Fidela, sino su hermana... Me parece queesto es claro como el agua.

-Ni claro ni turbio; es simplemente impío,pues sólo Dios sabe y dispone quién debe mo-rir. Acatemos sus designios...

-Ataquemos... digo, acatemos todo lo queusted quiera. Yo acato, ¡cuidado!, siempre ycuando me prueben que los tales designios noinvolucran una negación manifiesta de la...

-Basta, mi querido Marqués; no puedo dejar-le seguir por ese camino del absurdo. Con eldisgusto tiene usted la cabeza un si es no estrastornada.

-Bien podría ser; que tan terrible vicisitud acualquiera le trastorna. No se hable más de ello,y usted queda autorizado para gastar lo quecrea pertinente, y le autorizo para representar-me en todo lo que al entierro se contrae. Admito

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las razones que usted aduce. ¿Procede que hayapompa? Pues pompa, muchísima pompa, y aotra... quiero decir, a ninguna más.

Con autorización tan amplia, y tanto barro amano, despacháronse Cruz y Donoso muy a sugusto, y allí fue el discurrir a competencia quése haría para que todo resultase grandioso ylucido, la más bella conjunción posible entre loelegante y lo mortuorio. Con actividad febril,empezaron aquella misma mañana los prepara-tivos, y vierais invadida la casa por industrialesde este y el otro ramo, de cuantos ramos con lascosas fúnebres se relacionan. La papeleta deinvitación era tan sencilla como elegante; eli-giose el coche estufa de mayor magnificenciaque había en Madrid; encargáronse coronas deuna riqueza fenomenal, y por fin, se preparó lacapilla ardiente con toda la suntuosidad de quetan soberbia morada era susceptible. El gransalón se pavimentó de negro. En las paredesfueron colocados los seis colosales lienzos del

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Martirio de Santa Águeda, por Tristán, y otrosasuntos religiosos y místicos de gran aparien-cia; en el fondo un altar riquísimo, con el trípti-co de Van Eyck, y debajo un Eccehomo del divi-no Morales. Murillos y Zurbaranes formaban laCorte a un lado y otro. La parte inferior de loscuatro testeros fue tapizada de negro con galónfino de oro, y se colocaron otros dos altares conimágenes de superior talla: Cristo en la columna,de Juan de Juni, la Dolorosa de GregorioHernández. Los bancos que alrededor de laestancia se pusieron, de nogal claveteado, erantambién obra maestra de la carpintería antigua,y procedían de las colecciones de Cisneros. Enlos tres altares, lucían relicarios de fabulosavalía, relieves de marfil, y bronces estupendos.Donoso, otros dos amigos de la casa, artistas oamateurs de refinado gusto, dirigían la faena,ayudados de un sin fin de criados, costureras,carpinteros, etc... Cruz y Augusta iban a ver, ya dar una opinión, pero no podían estar cons-tantemente allí. Toda la fuerza de voluntad de

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la primera no bastaba a distraerla de su inmen-so dolor. Ordenaba que no se omitiese gasto, nidetalle alguno que aumentar pudiera el esplen-dor de aquel homenaje, bien corto para lo quela pobrecita muerta merecía.

Con tanto ardor se trabajó aquella mañana,que antes de las dos ya quedó todo colocadocon buen concierto y arte sumo, y en medio yen alto, bajo el dosel riquísimo de la cama im-perial, Fidela dormía su sueño largo, largo, conese abandono absoluto, tan solemne como tris-te, de la cosa inerte, imagen marchita de lo quetuvo vida y movimiento. Vestida con un senci-llo hábito de los Dolores, toca blanca, túnicanegra, el rostro apenas desfigurado, serena ycasi casi risueña, su aspecto llevaba al últimolímite la semejanza entre sueño y muerte. Cen-tenares de luces difundían por la lujosa estanciaclaridad rojiza, y ponían en el rostro de la di-funta un tenue colorete, última ofrenda de laluz a la sombra.

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Por la tarde, llevaron sin fin de coronas, al-gunas de monstruoso tamaño, con variadaabundancia de flores hermosísimas. Las de tra-po eran gallarda emulación de las naturales,traídas de lejanos climas. Orgullosas de la fijezade sus tintas y de su mentida frescura, envidia-ban a la otras el rico aroma que ellas no tenían,y como estuvieran próximas, se lo robaban. Lasvivas no podían disimular sus ganas de marchi-tarse, incitadas a la modorra en aquella tibiaatmósfera de somnolencia. Violetas y rosaspálidas juntaban sus tristes colores con los ma-tices afectadamente elegíacos de las contra-hechas, y la fragancia descompuesta de lasunas se confundía con el olorcillo de fábrica delas otras. Esta mezcolanza de olores se fundíaluego con el de la cera ardiente, resultando loindefinible, vaga sensación de las alquimiasrecónditas, por donde la vida se descompone, yla descomposición vuelve a ser vida.

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Numeroso público (entendiendo por públicola muchedumbre de amigos) acudió por la tar-de a inscribirse en las listas. Algunos subían aadmirar la capilla ardiente, en la cual hubo unverdadero jubileo toda la tarde. Para evitar laaglomeración, se dispuso, como en los realespalacios, que el público entrara por la galeríagrande y saliese por la rotonda, recorriendo así,en poco espacio, las partes más bellas del edifi-cio. Lacayos con librea de luto velaban por elcumplimiento de las reglas de tránsito, que sólolos muy íntimos podían infringir. Como es fácilcomprender, no faltaron diligentes periodistas,de los que se cuelan por el ojo de una aguja:iban a tomar nota de todas aquellas grandezaspara sacarlas en el periódico. Nada se les esca-paba a los muy pícaros, atentos a la prolijidaddescriptiva, y a recopilar nombres de personasy personajes. El Licenciado Juan de Madrid, quepor allí se pareció, dábales noticias de la casa yde las maravillas en ella contenidas, sin olvidarningún precioso dato biográfico de la familia

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Torquemada San Eloy. En el portal, las firmasde visitantes llenaban ya un fabuloso númerode pliegos, y el montón de tarjetas era tangrande, que más bien parecía cosa llovida, unagranizada de papel o cosa tal.

-II-

La mañana del entierro, y media hora antesde la salida de este, todos los balcones de lacalle rebosaban de gente, y motivos había paratal curiosidad, pues rara vez era turbado el so-siego de aquellos barrios por tan grande rebu-llicio y movimiento. La aparición de la carrozafúnebre, tirada por ocho caballos negros empe-nachados, fue un verdadero alboroto. Aquel díahicieron novillos todos los muchachos de lasescuelas adyacentes; sus chillidos y travesurasllenaban de alegría la calle, y en medio de tantaalgazara, el ridículo armatoste negro y sus nobien alineados corceles resultaban con cierta

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inflexión cómica, por efecto sin duda del conta-gio. Corrían delante y detrás los chicos con agi-lidad suma, y cuando paró el carro, los lacayosde empolvada peluca tuvieron que emprender-la con ellos a bofetada limpia, para librarse desu molesta curiosidad. Esto, y el carnavalescocarruaje del Senado, la turbamulta de vehículosdiferentes que por una y por otra parte de lacalle venían, ocuparon a los guardias municipa-les, que ya no tenían cabeza ni manos paraatender a tan complicado servicio.

En el interior de la casa, la invasión de per-sonajes enlutados y con cara triste era mayor acada minuto. Todos visitaban la capilla ardien-te, en cuya atmósfera no era posible respirarmucho tiempo sin marearse. Hermanitas dediferentes congregaciones rezaban de rodillas;Gamborena y otros clérigos dijeron misa en eloratorio desde el alba hasta las nueve. La servi-dumbre no había tenido punto de reposo desde

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la noche anterior, y el cansancio, más que lapena, se pintaba en los bien afeitados rostros.

Senadores, negociantes de alto copete,próceres y amigos más o menos verdaderos,pasaron a visitar a D. Francisco en su despacho,previo ensayo de los suspiros que habían deecharle, y de las frasecillas lloriconas que de-mandaban las circunstancias. Halláronle vesti-do de riguroso luto, muy limpio, la cara fláciday con señales de insomnio, atusado el cabello,torpe de palabra y gestos. «Gracias, gracias,señores... -les decía, expresándose con estribi-llo-. No hay consuelo ni puede haberlo...». Y alotro, y al siguiente, les decía lo mismo: «Des-gracia tremenda, inesperada... ¿Quién había deesperar, si lo natural era que...? Agradezco es-tas manifestaciones... Pero no hay consuelo, nipuede haberlo... Ataquemos, digo, acatemos losdesignios... Señores, agradezco estas manifesta-ciones... No hay consuelo, es verdad, no lohay... El consuelo es un mito. Yo no creía que

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esta desgracia tuviera lugar ahora... Me ha sor-prendido... ¿Qué remedio queda sino resignar-se y aceptar los hechos consumados?».

Entre tanto, nuevo alboroto infantil en la ca-lle con la aparición de toda la clerecía de SanMarcos, la manga-cruz y los ciriales, los trescuras revestidos, y luego, en dos alas como unpar de docenas de ellos con sobrepelliz y bone-te. El ir y venir de coches les obligó a dispersar-se, tropezando aquí y allá con tanto chico, y conun rebaño de cabras, que en aquel momento,por fatal coincidencia, acertó a pasar en direc-ción a la lechería del número 15. Y entre loscocheros y los municipales y el pastor de lascabras se armaron unas discusiones tan subidasde tono, que los señores sacerdotes hubieron deoír cosas bien distintas de la liturgia que iban acantar. El del piporro no pudo librarse, en talconfusión, de ser arrastrado por la oleada aconsiderable distancia del clero, sufriendo ensu persona algunos estrujones, y no pocas ma-

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gulladuras en su lúgubre instrumento. Al fin,restablecido el orden, entraron los de la parro-quia en el palacio, y subieron a la capilla ar-diente. Parte de su vida futura habrían dado losmuchachos por subir tras ellos, y meter en todosus narices, viendo el túmulo, que decían eracomo un monumento, y oyendo el cantorrio delos señores curas. Mientras estos entonabanresponsos frente a la cama imperial, los indus-triales floristas ocupábanse a competencia(pues eran dos, y rivales encarnizados) en colo-car sus coronas del modo que resultaran másvisibles y con mayor lucimiento. Y los noticie-ros tomaban apuntes de cuanto veían, oyendotambién las indicaciones de los fabricantes deflores para que su casa fuese citada en el perió-dico; y la servidumbre se puso en movimiento;y Donoso dictaba órdenes autocráticas paradespejar el salón; y el clero tiró para abajo, losempleados fúnebres para arriba; y fue bajado elcadáver en hombros de cuatro lacayos con li-brea negra. Llenose el palacio de un grave y

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seco murmullo, más de pisadas que de voces, yen la espaciosa escalera, en la galería baja y enel vestíbulo, de tal modo se apretaba el gentío,que los conductores del féretro tuvieron quedetenerse dos o tres veces antes de llegar a lacalle.

Dios y ayuda costó poner en movimiento latriste procesión, porque más de un cuarto dehora emplearon los dichosos floristas en exponersus coronas sobre el ataúd y en las cuatro co-lumnas del carro. Resultaba un efecto hermosí-simo, con tanta flor de variados tonos apaci-bles, y las cintas lujosas con letreros de oro, quepor una y otra parte pendían. No cabiendo to-das allí, pusiéronse las restantes en un landóabierto, que inmediatamente después del cocheestufa debía marchar. Los guardias habían re-gularizado el tránsito en la vía pública, des-pejándola en lo posible de moscones pegajososy de desvergonzados chicuelos. Gracias a esto,pudieron colocarse en dos alas los pobres de

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San Bernardino, los niños de la Doctrina, lasreligiosas de la Esclavitud, y otras Hermanda-des que formaban parte del cortejo. Donoso semultiplicaba, y lo primero que hizo fue echardelante al clero. Luego se puso en movimientoel carro mortuorio, lo que produjo un ¡ah! deadmiración o curiosidad satisfecha en toda lacalle, porque realmente era cosa muy bonita verel pausado andar de los ocho caballos, y lossaludos que hacían con los plumachos negrosque llevaban en sus cabezas. Y el cochero depelo blanco y tricornio con borlitas era la mayoradmiración de los pilletes, que no entendíancómo se las arreglaba con tanta rienda en aquelalto pescante donde sentado iba, como un reyen su trono.

El duelo, presidido por el señor Obispo deAndrinópolis, y formado por personas de altaposición social, seguía al landó de las coronas;tras él mucha y diversa gente, y luego sin fin decoches de lujo. El vecindario que llenaba balco-

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nes y ventanas no se cansaba de aquel desfileinterminable, y habría deseado que durase has-ta la noche. A cada instante se detenía la comi-tiva por las obstrucciones que la delantera deella encontraba en calle tan angosta. En la deSan Bernardo, ya marchó con más desahogo,por entre la curiosidad de la multitud indife-rente. Donoso no cesaba de mirar para atrás,viendo el sinnúmero de personas que seguía elduelo, y la ondulante sierpe de carruajes. «Esuna manifestación -decía con semblante com-pungido al señor Obispo-, una verdadera mani-festación».

Mientras el entierro atravesaba todo Madriden dirección al cementerio de San Isidro, asom-brando a los transeúntes por su desusada sun-tuosidad y lucidísimo acompañamiento, el pa-lacio de Gravelinas caía en una especie de seda-ción taciturna, como cuerpo vencido del can-sancio y la fiebre. El ruido que se produjo alretirar del salón los objetos de carácter fúnebre,

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cesó unas horas después de la salida del entie-rro. La servidumbre se esmeraba en evitar todorumor importuno, y aleccionada por el maes-tresala, lograba poner en sus rostros y adema-nes la seriedad y el discreto dolor propios delas circunstancias. Acompañaban a Cruz, en sugabinete, Augusta y la señora de Morentín. D.Francisco, en su despacho, no quiso más com-pañía que la de su hija Rufina, que tenía los ojosencendidos de tanto llorar. Hija y padre apenashablaban.

Hasta el tiempo diríase que pasaba poraquellos ámbitos de tristeza con cierta parsi-monia, como pretendiendo que no fuesen muynotadas la cadencia de sus andares, ni la fatali-dad de sus divisiones inflexibles. Desde el díaprecursor al de la muerte, la imaginación deCruz, exaltada por la ansiedad, apreciaba eltiempo con garrafales equivocaciones, y en lamañana del entierro, el tiempo llegó a ser paraella absolutamente inapreciable. No hacía diez

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minutos que aquel había partido de la casa,cuando la desconsolada señora, representándo-se el paso de la comitiva por las calles de Ma-drid, pensaba de este modo: «Ya llegan a laCuesta de la Vega... Allí se despiden todos, casitodos... sin contar los que se han ido escabu-llendo por las calles del tránsito... Ya bajanhacia el puente, acelerando un poco la marcha...No sé por qué han de ir tan a prisa...».

Hora y media dejó pasar, adormecida sumente en aquel éxtasis doloroso, y al cabo deeste tiempo volvió a decir: «¡Qué a prisa, qué aprisa van! Pierde toda la solemnidad el acto conestas prisas... ¡Ya se ve! Los pobrecitos sacerdo-tes de la parroquia desean volver pronto, por-que tienen costumbre de comer a las doce enpunto... Ya llegan al cementerio... Van a la ca-rrera... ¡Y qué malos deben de estar los pisos!...Con tanta humedad, ¡ay!, me temo que al pa-drecito se le agrave su resfriado. Bien le encar-gué que no fuera... ¡Señor, siempre hemos de

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tener un cuidado que nos atormente! Pero esaes la vida. Cúmplase tu santísima voluntad...Ya la bajan del carro; entran todos... Misa deRequiem... ¡Jesús, qué soplo de misa! Ya seacabó. Ni las de tropa. Vamos, que lo que quie-ren es acabar y volver. ¡Qué tristeza! Ya la lle-van por aquellos patios adelante. Ya la deposi-tan junto a la sepultura; se agrupan todos... nose ve nada... Ya la tierra la recibe en su seno.Parece que la acaricia, que la agasaja... Idos,marchaos todos y dejadla, que más cariñosa esla tierra que vosotros... Ya se ponen los sombre-ros, y se van... Los pocos que allí quedan, tapanel lecho de mi pobre hermana con una piedraenorme, pesada como la eternidad... En la puer-ta se reúnen los del duelo y los acompañantes,y se hacen cortesías... Después se vuelven enlos carruajes, hablando de negocios, del estrenode anoche, o de la ronquera del Massini...¡Cómo corren!... Es hora de almorzar... Allá, lospobres sepultureros, a corta distancia de la arci-lla removida y de la piedra solitaria, se sientan

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en el suelo, sacan sus fiambreras, y almuerzantambién... Hay que vivir».

Regresaron los amigos íntimos. Donoso, quetraía la elegante cajita de terciopelo con la llave,fue derecho al cuarto de D. Francisco, a quienabrazó, y en tono encomiástico, que revelabatanto cariño como orgullo, le dijo: «Ha sido unamanifestación, una verdadera manifestación».

-III-

Herido en lo profundo por aquel golpe, elMarqués viudo de San Eloy pagó a la naturale-za física el tributo que su dolor le imponía,pues alguna vez había de desmentirse la robus-tez fisiológica, que con el desgaste de los añosiba ya de capa caída. Un mes de enfermedad lecostó la broma, según decía, viéndose obligado adar de mano a los negocios, y a cuidar tan sólode echarse tapas y medias suelas para poder con-

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tinuar en sus trajines de acuñador de caudales.Se le agravó aquel síntoma fastidioso que lla-maba abombamiento de la cabeza, y que unido a lapérdida casi absoluta de la memoria despuésde comer, le ponía en gran desesperación. Perolo peor fueron los vértigos que inesperadamen-te le acometían, y que le privaron de ir al Sena-do, y aun de salir a la calle. Sin hacer caso deQuevedito, propinábase depurativos, que apoco le agravaron el mal. Más atención que almédico, prestaba a los amigos que le recomen-daban este y el otro específico. Probábalos to-dos, y como con alguno le resultase una mejoríaengañosa y casual, lo tenía por excelente, infa-lible panacea. Pronto venía el desengaño, y aprobar nuevas drogas, rechazando siempre elexamen facultativo, pues no podía ver a losmédicos ni en pintura. «Así como la desgraciale hace a uno filósofo -decía-, la enfermedad noshace catedráticos de Medicina. Yo sé más quetodos esos mata-sanos, porque me observo a mí

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mismo, y sé cuando me conviene abrir las válvu-las y cuándo no».

En lo moral, veíanse más claramente que enlo físico los estragos del mal conocido que leminaba, porque si siempre fue hombre de ma-las pulgas, en aquella época gastaba un genioinsufrible. Con todo el mundo reñía, grandes ychicos, parientes y servidores; su hija y yernonecesitaban la paciencia de Cristo para sopor-tarle, y sus malas cualidades, la sordidez, ladesconfianza, la crueldad con los inferiores, seacentuaron de un modo que imponía miedo acuantos le rodeaban. Su pesimismo no podíacontenerse en la esfera doméstica, e invadía lapública, ya política, ya de negocios. Cuantostenían que tratar algo con él eran unos ladro-nes; los ministros, bandidos a quienes habíaque ahorcar sin conmiseración; los senadores,charlatanes indecentes, y el mundo, un graninfierno..., es decir, el único infierno admisible,pues el otro infierno de que hablan las Biblias,

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no existía; era una de tantas papas con que elmisticismo y el obscurantismo pretenden em-baucar a la humanidad... para sacarle los cuartos.

A estos síntomas siguió lo que llamaba debi-lidad de estómago, que trató de corregirse conjugos de carne, gelatinas y caldos suculentos.Algo mejoró; pero luego vinieron horribles dis-pepsias, indigestiones y cólicos que le ponían amorir. Los buenos vinos, mezclados con extrac-tos de carne, sentáronle bien, y tanto pensó eneste remedio, que por unos días se dio a inven-tar un licor específico, verdadero elixir vital, yse pasaba las horas muertas trasegando líqui-dos y colando mixturas diversas, hecho un bo-ticario de sainete. También aquellas ilusiones sedesvanecieron como el humo. En fin, que elbuen señor no tuvo más remedio que entregar-se a la Facultad, y esta, ya que no pudo curarle,le enderezó un poco, permitiéndole volver,aunque con pies de plomo, a sus campañasmercantiles.

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¡Y qué desmejorado y cari-deslucido le en-contraron los que en aquel mes de enfermedadno le habían echado la vista encima! Su cuerpono tenía ya la rigidez aplomada de otros tiem-pos; las piernas tiraban a ser de algodón, y lacara, de color terroso y con pliegues profundos,tiraba más bien a careta, de las que dan miedo alos chicos. Otra novedad le hacía más deseme-jante a sí propio, y era que como últimamentele molestaba el afeitarse, resolvió por fin cortarpor lo sano, dejándose la barba, y así no teníaque pensar más en aquel martirio del jabón y lanavaja, raspándose la piel. Era la barba rala,desigual, fosca y entremezclada de revueltosmatices de pelo de conejo, de crines de rocín, decardas de lana sucia, que con las pecas y mácu-las de sus mejillas pergaminosas, hacían el másdespreciable figurón que puede imaginarse.

Aunque pudo salir a sus negocios, y dar al-guna vuelta por el reino de la mercadería engran escala, no tenía ya los borceguíes alados

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de Mercurio, ni el caduceo con que, tocandoaquí y allá, hacía brotar dinero de las piedras.Esto le enfurecía; buscaba en causas externas oen el ciego destino la causa de su impotenciamercantil, y al volver a su casa iba echandorayos y centellas, o poco menos, por ojos y bo-ca. ¡Si viviera su cara Fidela, otro gallo le canta-ra!... pero ¡carástolis, con las gracias del de arri-ba!... ¡Miren que habérsela llevado y dejar aquía la otra, a la pécora insufrible de Cruz...! Mien-tras más lo pensaba, menos lo entendía. Poresto, su casa, en vez de ser un oasis, era unacosa diametralmente opuesta, y allí no encontrabajamás ni consuelo, ni paz, ni satisfacciones.

Si fijaba la atención en su hijo, se le caía elalma a los pies, viéndole cada día más bruto.Muerta Fidela, a quien el cariño materno dabaun tacto exquisito para tratarle, y despertar enél destellos de inteligencia, ya no había espe-ranzas de que la bestiecilla llegara a ser perso-na. Nadie sabía amansarle; nadie entendía

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aquel extraño y bárbaro idioma, más que deángeles, de cachorros de fiera, o de las crías dehotentote. El demonio del chico, desde la pri-mera hora de orfandad, pareció querer asentarsus derechos de salvaje independencia, berre-ando ferozmente y arrastrándose por las al-fombras. Parecía decir: «ya no tengo interésninguno en dejar de ser bestia, y ahora muerdo,y aúllo, y pataleo todo lo que me da la gana».Fidela, al menos, tenía fe en que el hijo desper-tase a la razón. Pero ¡ay!, ya nadie creía en Va-lentinico; se le abandonaba a las contingenciasde la vida animal, y se admitía con resignaciónaquel contraste irónico entre su monstruosidady la opulencia de su cuna. Ni Cruz, ni Gambo-rena, ni Donoso, ni la servidumbre, ni él tam-poco, el desconsolado padre, abrigaban esperan-za alguna de que el pobrecito cafre variase ensu naturaleza física y moral. No podía ser, nopodía ser. Y penetrado de la imposibilidad detener un heredero inteligente y amable, el taca-ño amaba a su hijo, sentíale unido a sí por un

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afecto hondo, el cual no se quebrantaría aunquele viese revolcándose en un cubil y comiendotronchos de berza. Le quería, y se maravillabade quererle, desconociendo u olvidando lasleyes de eslabonamiento vital que establecenaquel amor.

Para mayor desgracia del buen D. Francisco,ya no tenía el recurso de meterse en sí, caldearsu encéfalo, como antaño lo hacía, y evocar, porun procedimiento semejante a los arrobos delmisticismo, la imagen del primer Valentín, conobjeto de recrearse en ella, de darle vida fantás-tica, y traerla a una comunión y consorcio muyíntimos con su propia personalidad. Estas bo-rracheras, que así las llamaba, de su pensamien-to sutilizado y convertido en esencia de ángel, nole producían los efectos consoladores que per-seguía, porque ¡ni que el demonio lo hiciera!,evocaba al primer Valentín y le salía el segun-do, el pobrecito fenómeno de cabeza deforme,cara brutal, boca y dientes amenazadores, len-

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guaje áspero y primitivo. Y por más que el exal-tado padre quería ponerse peneque, y destilar enla alquitara de su pensamiento la idea del otrohijo, no podía, ¡ñales!, no podía. La imagen delprecioso e inteligente niño se le había borrado.Lo más que pudo conseguir fue que el segundoValentín, el feo, el que no parecía hijo de hom-bre, hablase con voz que a la del primero separecía, y le dijese: «Pero, papá, no me ator-mentes más. ¡Si soy el mismo, si soy propia-mente yo uno y doble! ¿Qué culpa tengo yo deque me hayan dado esta figura? Ni yo me co-nozco, ni nadie me conoce en este mundo ni enel otro. Estoy aquí y allá... Allá y aquí me to-man por una bestia, y lo soy, lo soy... Ya no meacuerdo del talento que tuve. Ya no hay talento.Esto se acabó, y ahora, padrecito, ponme enuna pesebrera de oro una buena ración de ce-bada, y verás qué pronto me la como».

Salía D. Francisco de estos chapuzones espi-rituales más muerto que vivo, con la inteligen-

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cia como envuelta en telarañas, que se queríaquitar restregándose los ojos, y tardaba horas yhoras en reponerse del arrechucho. Su salud seresquebrajaba de un modo notorio, y la con-fianza en su fibra, que le había sostenido en lascrisis hondas de su existencia, perdíase tam-bién, dando lugar al recelo continuo, a lasaprensiones y manías patológicas, con algo deinstintos de fuga y de delirio persecutorio. Perosu principal tormento, en aquellos aciagos días,era el odio, ya extremado y con vislumbres detrágico, que profesaba a su hermana política.Como la viudez había quebrantado toda rela-ción entre ellos, suspendiendo las fórmulassociales, único lazo que antes los unía, Tor-quemada no hablaba jamás con Cruz, ni ellapretendía en ningún caso dirigirle la palabra, ysi algo era forzoso tratar pertinente al régimendoméstico, o a intereses, Donoso se prestabacon mil amores a ser intermediario, y a traer yllevar recaditos. Bien quisiera él limar asperezas;su bello ideal era aunar voluntades; pero ¡a bue-

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na parte iba! Si en Cruz hallaba disposiciones ala concordia, el otro era como un puerco-espín,que se convertía en una bola llena de pinchosen cuanto se le tocaba. En vida de su esposa, elcariño de ésta le hacía transigir, y el transigir noera más que someterse a la voluntad de la go-bernadora; pero muerta Fidela, su carácterdíscolo hallaba en la ruptura de relaciones unmedio fácil de eludir la tiranía. Porque, bien losabía él, concediendo a su enemiga los honoresde la palabra, que era como decir la beligeran-cia, estaba perdido, porque la muy picotera lefascinaba con sus retóricas, y después se lo co-mía como la serpiente se come al conejillo. Poreso, valía más no exponerse al peligro de lafascinación: nada de trato, nada de familiarida-des, ni siquiera el saludo, para no dejarla meterbaza y hacer de las suyas.

A veces oficiaba de legado pontificio el padreGamborena, y a éste le temía Torquemada másque a Donoso, porque siempre acababa echán-

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dole sermones que le ponían triste, y llenabansu espíritu de zozobra y recelo.

Una tarde, cuando ya se hallaba D. Franciscomuy mejorado de su dolencia, y había vuelto altráfago de los negocios, entró en casa más tem-prano que de costumbre, huyendo del frío de lacalle, que era seco y penetrante, y en la galeríabaja se encontró al misionero, que se paseabaleyendo en su breviario.

«¡Qué oportunidad, y qué felicidad, mi se-ñor Marqués!» -le dijo dándole los brazos, conlos cuales el otro cruzó fríamente los suyos.

-IV-

-¿Por qué?

-Porque yo me había propuesto no mar-charme a casa sin ver a usted, y he aquí que miseñor Marqués anticipa su vuelta, quizás por

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razón del frío... aunque bien pudiéramos creerque le ha mandado Dios media horita antes decostumbre para que oiga lo que tengo que de-cirle.

-¿Tan urgente es?... Entremos.

-¿Que si es urgente? Ya lo verá. Urgentísimo.Pensaba yo que no se me escapara usted estanoche sin aguantar una nueva jaqueca de estepobre clérigo. ¡Qué quiere usted! Cada uno a suoficio. El de mi señor don Francisco es ganardinero, el mío es decir verdades, aunque estassean, por su misma sencillez elemental, algofastidiosas. Prepárese, y tenga paciencia, queesta tarde voy a ser un poquito duro.

Arrellenándose en la butaca, frente al sacer-dote, Torquemada no contestó más que con ungruñido, significando así que se preparaba, y serevestía de paciencia como de una coraza.

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«Los que ejercemos este penoso ministerio -dijo Gamborena-, estamos obligados a emplearlas durezas cuando las blanduras no son muyeficaces que digamos. Ya usted me conoce. Sabecuánto respeto y quiero a esta noble familia, austed, a todos. Con el doble carácter de evange-lizador y de amigo, me permitiré, pues, decirlas cosas claritas. Yo soy así: o me toman o medejan. Por la misma puerta por donde entrocuando me llaman, salgo si me arrojan. Des-pídame usted, y me iré tranquilo por habercumplido con mi deber, triste por no haber lo-grado el fin moral que deseo. Y también le ad-vierto que no sé gastar muchos cumplidoscuando se trata de faltas graves que corregir, ynoto rebeldía o testarudez en el sujeto. Másclaro: que no hago caso de jerarquías, ni de res-petabilidades, sean las que fueren, porque antela verdad no hay cabeza que no deba humillar-se. No extrañe, pues, mi Sr. D. Francisco, que enel asunto que aquí nos reúne, le trate como a unchiquillo de escuela... No, no hay que asustarse:

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he dicho 'como a un chiquillo de escuela', y nome vuelvo atrás, porque yo, aunque nada soyen el mundo, ahora, por mi ministerio, maestrosoy, y de los más impertinentes, y usted frentea mí, mediando el caso moral que media, no esel señor Marqués, ni el millonario, ni el respe-tabilísimo senador, sino un cualquiera, un pe-cadorcillo sin nombre ni categoría, que necesitade mi enseñanza. A ella voy, y si doy palmeta-zo que duele, aguantar, y a corregirse».

«A ver por dónde sale este tío» -dijo Tor-quemada para su sayo, tragando saliva, y re-volviéndose en el sillón. Y luego, en alta voz,con cierta displicencia: -Bueno, señor mío, digapronto lo que...

-¡Sí usted lo sabe! ¿Apostamos a que lo sabe?

-Alguna encomienda fastidiosa de mi señorahermana política. A ver: plantee usted la cuestión.

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-La cuestión que planteo es que usted ofendea Dios gravemente, y ofende también a la so-ciedad alimentando en su corazón el odio y lasoberbia... el odio, sí, contra esa santa mujer,que ningún daño le ha hecho... al contrario, hasido para usted un ángel benéfico. Y ese abo-rrecimiento infame con que paga las atencionesque de ella ha recibido, y esa soberbia con quese aleja de su compañía y de su trato, son peca-dos horribles con que usted ennegrece su almay la prepara para la condenación eterna.

Dijo esto el misionero con tan soberana con-vicción, con énfasis tan pujante en la palabra yel gesto, que no parecía sino que le acuchillaba,cosiéndole a cintarazos con una luenga y cor-tante espada. El otro se tambaleó, aturdido delos golpes, y de pronto no supo qué decir, nihacer otra cosa que llevarse las manos a la ca-beza. Pero no tardó en volver sobre sí, y la bilisy destemplanza de sus tiempos tristes se le re-cargaron prontamente. Hallábase, además,

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aquel día, de mal talante, por no ver claro encierto negocio: esta y las otras causas desperta-ron en él, de súbito, al hombre grosero. Fue unespectáculo tristísimo verle resurgir, cuadrarse,y contestar con flemática impertinencia:

«¿Pero usted, señor cura, qué tiene que ver sihablo o no hablo con mi cuñada? ¿Quién le me-te a usted en cosas que no tocan a la conciencia,sino a la libre voluntad del derecho del individuo?Esto es abusar, ¡ñales! Esto no lo aguanto yo, nilo aguantaría ninguna personalidad de media-nas circunstancias y luces».

-Pues lo dicho dicho, señor Marqués -replicóel otro con entereza-. Hablo como padre dealmas. Usted rechaza la exhortación. Enhora-buena, y con su pan se lo coma. Repítalo usted,repita que no se digna oírme, y verá qué prontole dejo en paz, quiero decir, en guerra con suconciencia, ¡con su conciencia!, un fantasmaque de fijo no tiene la cara muy bonita.

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-No, yo no he dicho que se vaya... -balbucióTorquemada, serenándose-. Hable usted siquiere. Pero no me convencerá.

-¿Que no?

-Que no. Porque yo tengo mis razones pararomper todo trato con esa señora -dijo el taca-ño, volviendo a su ser normal, y rebuscando ensu mente la fraseología fina-. Yo no niego quela distinguida señora del Águila haya llevado acabo reformas beneficiosas en la casa; pero ella escausante de que las economías sean aquí la telade Penélope. Lo que yo economizo en un año,ella lo espolvorea en cuatro días.

-¡Siempre la mezquindad, siempre los hábi-tos de miseria! Yo sostengo que sin la direcciónde Cruz, no habría llegado usted a poseer loque posee. La razón de ese odio, señor mío, noes la distribución del miserable ochavo. Lo quepasa en el alma del señor Marqués de San Eloy,ni él mismo lo sabe, porque sabiendo tantas

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cosas, no acierta a leer en sí mismo. Pero yo losé, y voy a decírselo bien claro. Estos misteriosdel humano espíritu no suelen revelarse al co-nocimiento del que los lleva dentro, sino másbien a la penetración de los que atisban desdefuera. La causa de la aversión diabólica queusted profesa a su hermana es la superioridadde ella, la excelsitud de su inteligencia. En ellatodo es grande, en usted todo es pequeño, y suhabilidad para ganar dinero, arte secundario yde menudencias, se siente humillada ante lagrandeza de los pensamientos de Cruz. Es us-ted (a ver si me explico), en esta industria de losnegocios, el simple obrero que ejecuta, ella lacabeza superior que concibe planes admirables.Sin Cruz, no sería usted más que un desdicha-do prestamista, que se pasaría la vida amasan-do un menguado capital con la sangre del po-bre. Con ella lo ha sido todo, y se ha empingo-rotado a las alturas sociales. Pero es cosa muycomún en la vida, que el ambicioso triunfanteno reconozca la potencia que le alzó del polvo

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hasta las nubes, sobre todo si este ambicioso essimple brazo, y quien le levantó es inteligencia.El odio de los miembros inferiores a la cabezaes achaque muy viejo en el cuerpo social...Ejemplos hay en grande y en chico, en los or-ganismos humanos y en las familias, y esteejemplo que tengo delante es de tal claridad,que si usted mismo no lo ve, será porque noquiere verlo.

-Pues yo -dijo D. Francisco, abrumado por laelocuencia contundente del bendito clérigo-, leaseguro a usted que no abrigo..., no, no puedoabrigar tal sentimiento. Ni veo yo tanta, tantainteligencia en la señora doña Cruz. Para discu-rrir mi senaduría y el marquesado, y para in-ventar la compra de estas Américas de buen gusto,no se necesita ser hija de los siete sabios deGrecia, ni abuela de las nueve musas, por decirloasí. Cierto que no es lerda. Cúmpleme declararque posee cierto gancho para el discurso, y que

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cuando saca contra uno todo el intríngulis desu facultad perorativa, vuelve loco al Verbo.

-No quiero entrar en una discusión sobre es-te punto, ni he de demostrarle que tiene ustedconciencia de su inferioridad ante Cruz, porqueesta conciencia bien a la vista está. ¿Admiteusted que el odio existe?

-Ella será quien lo abrigue.

-No, ella no: Usted...

-Pues bien -dijo Torquemada más sereno,dándose a partido-; yo confieso que no nosqueremos bien, ni yo a ella, ni ella a mí. Pero laconcausa, el argumento que usted aduce..., ¡oh!,eso sí que no lo admito. Yo tengo mis quejas, yotengo razones que abonan mi conducta en estamateria. Hago caso omiso de sus tendencias a laostentación, y me fijo tan sólo en su afán decontrariar mi prerrogativa, de no permitir que sehaga en la casa nada de lo que yo mando, como

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si cuanto yo mandara fuera una deficiencia. Na-da, es que me tiene tirria, una tirria sui generis,como si creyera que yo, disponiendo esto o lootro, me había de lucir. Para ella, no hay aciertoni sentido común más que en lo que ella dicta-mina.

-No es verdad, no es verdad. Ea, señor donFrancisco, pasemos ya de las palabras a loshechos, y reconocida la llaga, probemos a cu-rarla radicalmente -dijo el eclesiástico con dul-zura, posando sus manos en las rodillas delMarqués-. Es preciso, sin pérdida de tiempo,matar ese odio, destruirlo, aplastarlo, como aun reptil venenoso, cuya picadura ocasiona lamuerte.

-Pues por mí... La que odia es ella, no yo.

-El que odia es usted; y de usted debe partirla iniciativa de la reconciliación. Mas para faci-litarla, yo propongo que cada cual sacrifiquealgo de su amor propio. No haya, pues, escenas

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enfadosas, ni explicaciones. Se reunirán en lamesa uno de estos días, y se hablarán, como sinada hubiera pasado.

-Corriente -dijo don Francisco-. Pero antes,fíjese una línea de conducta...

-Eso allá ustedes. Como sacerdote, yo procu-ro las paces, las propongo, las solicito. Hablo alos corazones, no a los intereses. Que uno y otropiensen en Dios, y se reconozcan hermanos, yvivan en la concordia y el amor. Conseguidoesto, traten ampliamente de las prerrogativasde cada uno, y de los presupuestos de la casa,las economías y toda esa música. Tenga ustedpresente, que si la reconciliación es puramenteexterna y de fórmula, si celebrado un convenio,o modus vivendi, para figurar ante el mundo lacordialidad de relaciones, continúa el rencorescondido en el alma, nada se adelanta. Enga-ñará usted a la sociedad, a Dios no. Sin la pure-za de la voluntad, mi Sr. D. Francisco, no podrá

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aspirar, ya se lo dije en otra ocasión, a los bie-nes eternos.

-¡Dale, bola...!

-Sí, sí, y antes se cansará usted de ser maloque yo de reprenderle y exhortarle. En resu-men, señor mío: no basta que usted haga pacesde comedia con su hermana política, y le hable,y se concuerden para el gobierno. Es precisoque le perdone usted cuantas ofensas creahaber recibido de ella, y que el aborrecimientose convierta en amor, en fraternal cariño.

-Y si no puedo conseguir eso -preguntó Tor-quemada con viva curiosidad-, ¿qué me pa-sará?

-Bien lo sabe usted, pues aunque ignora mu-chas cosas esenciales, no creo que se le hayaolvidado el A B C de la doctrina cristiana.

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-Ya, ya -indicó el tacaño con afectado humo-rismo de librepensador-. Para los que aman esel Cielo, y el Infierno para los que aborrecen.Por mucho que usted me predique, padrito, nome convencerá de que yo he de condenarme.

-Eso... usted verá.

-No, si ya lo tengo bien visto. ¡Pues no falta-ba más! ¡Condenarme! En cierta ocasión medijo usted que las puertas del Cielo no se abrir-ían para mí, y... vamos, aquello me afectó. Al-gunas noches me pasé sin dormir, devanándo-me los sesos, y diciéndome: «pero yo ¡ñales!,¿qué he hecho para no salvarme?...».

-Vale más que se pregunte usted: «¿quéhago yo para merecer mi salvación?». Me veoobligado a repetírselo, señor Marqués. Para esefin sin fin no hace usted nada, o hace todo locontrario de lo que debiera. ¿Tiene usted fe? Nopadre. ¿Cree usted lo que todo buen cristianoestá obligado a creer? No padre. ¿Sofoca usted

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sus malas pasiones, destierra de su alma el ren-cor, ama usted a los que debe amar? No padre.¿Pone frenos al egoísmo, haciendo todo el bienposible a sus semejantes? No padre. ¿Distribuyeentre los menesterosos las enormes riquezasque le sobran? No padre. ¡Y el hombre que de talmodo se conduce, el hombre que, próximo ya alfin de la vida, no se cura de purificar su con-ciencia y de sanarla de tanta podredumbre, seatreve a decir: «¡que me abran la puerta de lamorada celestial, pues allá voy yo, dispuesto aempujarla con mis manos puercas, o a sobornaral portero, que para eso me hizo Dios millona-rio, y marqués, y personaje eximio...!».

-V-

Reíase D. Francisco, afectando regocijarsecon la broma; pero se reía de dientes afuera;que por dentro, sábelo Dios, le andaba como un

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diablillo vivaracho que se le paseaba por todael alma causándole susto y turbación.

«Ría, ría usted, y écheselas de filósofo y deespíritu fuerte -le dijo Gamborena-, que ya melo dirá luego».

-¿Pero de dónde saca usted, mi señor misio-nero, que yo no creo?

-¿Cumple usted con la Iglesia?

-Hombre, le diré a usted...

-¿A qué espera? A fe que es usted un joven-zuelo rebosando salud, para que pueda decircomo otros tales: «Tiempo hay, tiempo hay».

-No, ya sé que no hay tiempo -dijo el tacañocon súbita tristeza, y sintiendo que la afectadarisa se resolvía en contracciones dolorosas delos músculos de su cara-. Esta máquina se des-compone, y aquí dentro hay algo que... que...

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-Dígalo claro, algo que le aterra... Natural-mente, ve usted la pérdida de los bienes mate-riales, el término de la vida. Los desdichadosque no saben ver el más allá, ven un vacío... unvacío, ¡ay!, que seguramente no tiene nada deagradable... Ea, mi señor Marqués, ¿quiere us-ted, sí o no, que los últimos días de su vida se-an tranquilos; quiere usted, sí o no, prepararsepara mirar con ánimo sereno el trance final, o elpaso de lo finito a lo infinito? Respóndamepronto, y aquí me tiene a su disposición.

-Pues hablando en plata -replicó el de SanEloy, con ganas de rendirse, pero buscando lamanera de hacerlo sin sacrificio de su amorpropio-, yo acepto cualquier solución que ustedformule. Dificilillo le será convencerme de cier-tas cosas. Por algo la desgracia le ha hecho auno filósofo. Aquí, donde usted me ve, yo soymuy científico, y aunque no tuve estudios, deviejo he mirado mucho las cosas, y estudiadoen los hombres y en los fenómenos naturales... Yo

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miro mucho al fenómeno práctico dondequieraque lo cojo por delante. Ahora bien: si ello con-siste en ser uno bueno, téngame a mí por unpedazo de pan. ¿Hay que dar algo a los necesi-tados? Pues no hay inconveniente. Con que...ya tiene usted a su salvaje convertido.

-Poquito a poco. No es cosa de coser y can-tar. Pero no quiero atosigarle, y hoy por hoy,me contento con la buena disposición. Seré suconquistador, y le atacaré con cuantas armashallo en mi arsenal evangélico.

-Corriente -dijo D. Francisco, volviendo atomar el airecillo de senador enfatuado quediscute un punto de administración o de políti-ca menuda-. Conste que desde hoy mi objetivoes ganar el Cielo, ¿eh? Ganarlo digo, y sé muybien lo que significa la especie.

-Que no es lo mismo que ganar dos, tres,mil, cien mil duros, en una operación. El dinerose gana con la inteligencia, con la travesura, a

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veces con perfidia y malas artes; el Cielo se ga-na con las buenas acciones, con la pureza de laconciencia.

-Todo ello es facilísimo, en mi sentir. Y aquíme tiene dispuesto a obedecerle en cuantoquiera mandarme, tocante al dogma y a la con-ciencia.

-Está bien.

-Pero siempre es uno filósofo y científico...no se puede remediar. De poeta no tengo ni unápice, gracias a Dios. Me da por pensar, y diluci-do a mi manera el fenómeno de acá y de allá. Laduda me pica, y francamente, duda uno sinsospecharlo, sin quererlo. ¿Por qué duda uno?Pues porque existe, ea. Seamos científicos, nopoetas. El poeta es un gaznápiro que tiene elaquel de las palabras bonitas, un alcornoqueque echa flores, ¿me entiende usted? Pues sigo.Vamos a hacer un arreglo, Sr. Gamborena.

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-¿Un arreglo? Aquí no hay más arreglo queponer usted su conciencia en mis manos y de-jarse llevar.

-A eso voy -y diciendo esto, acercó el mar-qués su sillón al del sacerdote, para poder darlepalmaditas en las rodillas-. Francisco Torque-mada está dispuesto a dejarse gobernar por elpadre Gamborena, como el último de los párvu-los, siempre que el padre Gamborena le garan-tice...

-¿Qué es eso de garantizar?

-Calma. Soy muy claro cuando trato de ne-gocios... Es en mí inveterada costumbre el po-nerlo todo muy clarito, y atar bien los cabos...

-Pero el negocio del alma...

-Negocio del alma, por decirlo así... Aludo a laentidad que llamamos ánima, que suponemos es

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un capital cuantioso y pingüe, el primero de loscapitales.

-Bueno, bueno.

-Y naturalmente, yo, tratando de la coloca-ción de ese saneado capital, y de asegurarlobien, tengo que discutir con toda minuciosidadlas condiciones. Por consiguiente, yo le entregoa usted lo que me exige, la conciencia... Bueno...Pero usted me ha de garantizar que, una vez ensu poder mi conciencia toda, se me han de abrirlas puertas de la Gloria eterna, que ha de fran-queármelas usted mismo, puesto que llavestiene para ello. Haya por ambas partes lealtad ybuena fe, ¡cuidado! Porque, francamente, seríamuy triste, señor misionero de mis entretelas,que yo diera mi capital, y que luego resultaraque no había tales puertas, ni tal Gloria, ni Cris-to que lo fundó...

-¿Con que nada menos que garantía? -dijo elclérigo montando en cólera-. ¿Soy acaso algún

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corredor, o agente de Bolsa? Yo no necesitogarantizar las verdades eternas. Las predico. Elpecador que no las crea, carece de base para laenmienda. El negociante que dude de la segu-ridad de ese Banco en que deposite sus capita-les, ya se las entenderá luego con el demonio...Hay que tener fe, y teniéndola, hallará usted lagarantía en su propia conciencia... Y, por últi-mo, no admito bromas en este terreno, y paraque nos entendamos, olvide usted las mañas,los hábitos y hasta el lenguaje de los negocios.Si no, creeré que es usted cosa perdida, y leabandonaré a las tristezas de su vejez, a lostemores de su mala salud, y a los espantos desu conciencia llena de sombras.

Pausa. D. Francisco se echó para atrás en susillón, y se pasó las manos por los ojos.

«Penétrese usted en las grandes verdades dela doctrina, tan fáciles, tan sencillas, tan claras,que la inteligencia del niño las comprende -dijoel misionero con bondad-, y no necesitará que

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yo le garantice nada. Yo podría decir: 'Respón-dame usted de su enmienda, y las puertas seabrirán'. Lo primero es lo primero. Pero usted,como buen egoísta, quiere que vaya por delantela seguridad de ganancia. Le dejo a usted paraque piense en ello».

Levantose el padrito; pero Torquemada leagarró por un brazo, obligándole a sentarse.

«Un ratito más. Quedamos en que me recon-ciliaré con Cruz. La idea es plausible. Por algo seempieza».

-Sí, pero con efusión del alma, reconciliaciónverdad, no de dientes afuera.

-Pues mire usted, trabajillo me ha de costar,si ha de ser en esos términos y con todo el rigorde las condiciones sine qua nones... En fin, sehará lo que se pueda, y por el pronto, hablemosreiteradamente de estas cosas, que me ensimismanmás de lo que parece. Yo sostengo que debe

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uno pensar en ello, y prepararse por lo quepueda tronar. Al fin y a la postre, usted, reve-rendísimo señor San Pedro, me abrirá la puerta,pues por algo somos amigos, y...

-Ni soy el portero celestial -dijo Gamborenacortándole la palabra-, ni, aunque lo fuera,abriría la puerta para quien no mereciese en-trar. Tiene usted la cabeza llena de consejasridículas, de cuentos irreverentes y absurdos.

-Pues ya que habla de cuentos, voy a referir-le uno muy viejo que puede interesarle. El porqué y el cómo y cuándo de esta costumbre quetengo de llamarle a usted San Pedro.

-Venga, venga.

-Se ha de reír. Es una tontería. Cosas denuestra imaginación, que es la gran cómica.Parece mentira que siendo uno tan científico, yno teniendo pizca de poeta, se deje embaucarpor esa loquinaria. Pues ello pasó hace muchos

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años, cuando yo era un pobre, o poco menos, yme cayó enfermo el niño, de aquella perra en-fermedad que se lo llevó, un ataque a la cabeza,vulgo, meningitis. No sabiendo qué hacer paraconseguir que Dios me salvara al hijo, y abri-gando mis sospechas de que lo mismo el Señorque los santos me tenían entre ojos porque eraun poquitín tirano para los pobres, se me ocu-rrió que variando de conducta y haciéndomecompasivo, los señores de arriba se apiadarían demi aflicción. Generoso, y aun despilfarrado ymanirroto fui. ¿Cree usted que me hicieron ca-so? Como si fuera un perro... ¡Y luego dicen...!Más vale callar.

-La caridad debe practicarse siempre y porsistema -dijo el clérigo con severidad dulce-, noen determinados casos de apuro, como quienpone dinero a la Lotería con avidez de sacarganancia. Ni se debe hacer el bien por cálculo,ni el Cielo es un Ministerio, al cual se dirigen

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memoriales para alcanzar un destino. Pero de-jemos esto, y adelante.

-A lo que iba diciendo. Salía una noche, des-esperado y hecho un demonio, quiero decir,afligidísimo, porque el niño estaba muy grave.Resuelto iba a dar limosna a todo pobre quecogiera por delante. Y así lo hice, me lo puedecreer. Repartí porción de perras grandes y chi-cas, amén de los cuantiosos beneficios que habíahecho aquella mañana en mi casa de la calle deSan Blas, perdonando picos de alquileres, ydando respiro a los inquilinos morosos... gentemala, ¡ay!, gente muy mala, entre paréntesis...Pues, como digo, iba yo por la calle de Jacome-trezo, y allá, cerca del Postigo de San Martín,me encontré a un vejete, que pedía limosna,tiritando de frío. Estaba el pobrecillo en mangasde camisa, viéndosele el pecho velludo, los piesdescalzos, la poca ropa que llevaba toda hechajirones. Me dio mucha lástima. Hablé con él, yle miré bien a la cara. Y aquí entra la primera

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parte de la gracia del cuento, que si no fuerapor el chiste, vulgo coincidencia, no mereceríaser contado.

-¿Tiene dos partes la gracia?

-Dos. La primera coincidencia es que aquelhombre se me pareció a un San Pedro, imagende mucha devoción, que podrá usted ver enSan Cayetano, en la primera capilla de la dere-cha, conforme se entra. La misma calva, losmismísimos ojos, el cerquillo rizado, las faccio-nes todas, en fin, San Pedro vivo y muy vivo. Yyo conocía y trataba a la imagen del apóstolcomo a mis mejores amigos, porque fui mayor-domo de la cofradía de que él era patrono, y enmis verdes tiempos le tuve cierta devoción. SanPedro es patrono de los pescadores; pero comoen Madrid no hay hombres de mar, nos con-gregábamos para darle culto los prestamistasque, en cierto modo, también somos gente depesca... Adelante. Ello es que el pobre haraposo

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era igual, exactamente igual al santo de nuestracofradía.

-¿Y le dio usted limosna?

-¡Toma! Le di mi capa. ¿Pues qué se creía us-ted? Yo no las gasto menos.

-Está bien.

-Pero, seamos justos, no le di la capa que lle-vaba puesta, que era el número uno, sino otravieja que tenía en casa. Para él buena estaba.

-Siempre es un acto muy meritorio, sí se-ñor... ¡vaya!

-Pues se me quedó tan presente en la memo-ria la cara de aquel hombre, que pasaron años yaños, y no le podía olvidar; y cambié de fortunay de posición, y siempre con aquel maldito san-to, fresco y vivo en mi magín. Pues señor, pasatiempo, y un día, cuando menos en ello pensa-ba, se me presenta otra vez en carne y hueso,

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con alma, con vida, con voz, la misma entidad,aunque con traje muy distinto. Aquí tiene ustedla segunda parte de la gracia del cuento. Mi SanPedro era usted.

-Sí que es gracioso. ¿De modo que me parez-co...?

-Al que me pidió limosna aquella noche, ypor ende, al santo apóstol de marras.

-¿Y aquel San Pedro tenía llaves?

-¡Vaya! Y de plata, como de una tercia.

-Pues en eso no nos parecemos.

-La cara es la misma, esa calva, esas arrugas,el cerquillo, los ojos como alumbrados, y lasfacciones todas, boca y nariz, y hasta el metalde voz. Sólo que aquel no se afeitaba, y ustedsí... ¡Pero qué parecido tan atroz, Señor! El díaque usted entró en casa, yo me asusté, crea que

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me asusté, y se lo dije a Fidela, sí, le dije: «Estehombre es el demonio».

-¡Jesús!

-No, fue un dicho, nada más que un dicho.Pero me dio que pensar, y todo se me volvíadiscurrir si usted tenía o no tenía llaves.

-No las tengo -dijo Gamborena festivo, le-vantándose-. Pero para el caso de conciencia eslo mismo. No se apure. Las llaves las tiene laIglesia, y quien puede abrir aquellas puertas,me transmite a mí poder y a todos los que ejer-cemos este ministerio divino. Con que dispo-nerse para la entrada. ¿Quedamos en que seefectuará la reconciliación?

-Quedamos en ello. ¿Pero se va ya?

-Sí; que ustedes van a comer. Es muy tarde.Reconciliación verdad. De lo demás hablare-

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mos pronto, pues me parece que no estamospara dar largas al asunto.

-No. Desde hoy, la cuestión queda sobre eltapete. Y usted tratará de ello cuando guste.

-Bueno. Adiós. Me ha hecho gracia el cuento.Tenemos que repetir lo de la capa, quiero decir,que yo se la pido a usted otra vez, y tiene quedármela.

-Corriente.

-Si no, no hay llaves. Y crea usted, amigomío, que lo que es aquella puerta no se abre conganzúa.

-VI-

Obra de romanos era, en verdad, la tal re-conciliación, y para poder llevarla a cabo, comodecía D. Francisco, hubo de intervenir nueva-

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mente, con más diplomacia que religión, elbuen Gamborena, asistido del excelente Dono-so y de Rufinita. Por fin, Cruz y Torquemada sejuntaron a comer un día, y las paces quedaronhechas, mostrándose ambos dispuestos a laconcordia, aunque siempre reservados sobrelos puntos graves del cisma que los separó. Pordicha de todos, aquel día tuvo el señor Mar-qués buen apetito, y comió de cuanto llevaron ala mesa, sin que nada le hiciera daño, cosa rara,pues sus digestiones habían llegado a ser hartodifíciles.

No las tenía todas consigo el misionero, ytanto él como Donoso sospechaban que laaproximación no era sustancial, sino más bienaparente, y que los corazones de ambos perma-necían distantes uno de otro, lo que se confirmóen la práctica, a los pocos días de establecido elmodus vivendi, pues tales cosas pidió y quisoejecutar D. Francisco, que los mismos negocia-dores se asustaron. Quería nada menos que

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licenciar los dos tercios de la servidumbre, de-jando tan sólo lo indispensable para la asisten-cia de las dos personas mayores y del niño, ymetiendo sin piedad la hoz de las economías enel personal necesario para la limpieza y custo-dia de las riquezas artísticas. Desmayada ya ensus ambiciones de autócrata, Cruz a todo seavenía. La soledad en que la dejó la muerte desus queridos hermanos, habíale aplacado elorgullo, inspirándole la indiferencia y aun eldesprecio de las vanidades suntuarias. Le dolía,sí, que a las obras de arte no se rindiera el debi-do culto; llevaba muy a mal la sordidez de suilustre cuñado, quien, con un pie en el sepulcro,desdoraba su nombre y casa, por economizarsumas insignificantes en su colosal riqueza. Enotras circunstancias, Cruz había tratado la cues-tión con brío, segura de salir victoriosa; enaquellas no quiso dar batalla alguna, y con lagravedad melancólica de un Emperador que semete en Yuste, dijo a sus buenos amigos Gam-borena y Donoso: «Que campe ahora por sus

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respetos. Justo es que ese bruto recobre, en susúltimos años, la posesión de su voluntad cicate-ra. ¿Qué se adelanta con mortificarle? Amargarsus últimos días, y predisponerle mal para lamuerte. No. Después de mí, él, y después de él,el diluvio. ¡Pobre casa de Gravelinas! Por migusto, me metería en un convento, pues de na-da sirvo ya, ni quiero intervenir en cosa algu-na».

Realmente, Cruz, como heroína que en luchaformidable agotó sus energías poderosas,hallábase a la sazón extenuada de voluntad,enferma de desaliento. Había hecho tanto, hab-ía creado tantas maravillas, que justo era per-mitirle descansar al séptimo día. La ingratitudde aquel hombre, su discípulo, su hechura, nole amargaba la vida tanto como debiera, sinduda porque con ella contaba, y porque sugrande espíritu se sentía más alto, viendo ladistancia que aquella ingratitud ponía entre elartista y su obra. Llegó, además, para la egregia

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dama, el tiempo de mirar más a las cosas divi-nas que a las terrenas, evolución natural de lavida en las circunstancias en que ella se encon-traba, sola, sin más afecto que el de su sobrinito(a quien amaba con inefable lástima), con todassus ambiciones cumplidas, la casa del Águilarestaurada, las venganzas de familia, que en suconciencia tomaban carácter de inflexible justi-cia, satisfechas. Todo lo temporal estaba, pues,realizado con creces: ocasión era de mirar a laotra parte de los linderos obscuros de nuestravida. La soledad, la tristeza, la edad misma queya rebasaba de los ocho lustros, la incitaban aello; y si algo faltara para acelerar la evolución,diéraselo la compañía constante del gran mi-sionero, el ejemplo de su virtud, y el oírle pre-conizar la purificación del alma y los goces dela inmortalidad.

A poco de morir Fidela, diose Cruz a la lec-tura de escritores místicos, y tal afición tomó aeste regalo, que ya no podía pasarse sin él, du-

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rante largas horas del día y de la noche. Le en-cantaban los místicos españoles del siglo deoro, no sólo por la senda luminosa que ante susojos abrían, sino porque en el estilo encontrabaun cierto empaque aristocrático, embeleso desu espíritu, siempre tirando a lo noble. Aquellaliteratura, además de santa por las ideas, era,por la forma, digna, selecta, majestuosa.

No tardó en pasar de los pensamientos a losactos, dedicando las horas de la mañana y lasprimeras de la noche a prácticas religiosas ensu capilla, engolfándose en meditaciones y ejer-cicios. De los actos de pura devoción pasófácilmente a las obras evangélicas, y como elmodus vivendi había separado su peculio del deTorquemada, pudo consagrar libremente susrentas a la caridad. Y por cierto que la practica-ba con una discreción y un tino que pudieranservir de modelo a toda la cristiandad aristocrá-tica. Verdaderamente, ¿en qué cosa había deponer la mano aquella mujer tan intelectual y

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tan conocedora del mundo, que no resultara lamisma perfección? Aunque las colectividadesbenéficas no eran muy de su gusto, no eludíalos frecuentes compromisos de pertenecer aellas; pero reservaba sus energías y lo mejor desus recursos para campañas que emprendíasola, sin aparato ni publicidad de ninguna cla-se. Vestía con sencillez, hacía pocas visitas deetiqueta, y su coche era muy conocido en losbarrios pobres. No hay para qué decir queGamborena, encantado de la aplicación de sudiscípula, traíale notas y noticias de miseriasvergonzantes o de males desgarradores, paraque la dama se encontrase con la mitad del tra-bajo hecho, y no tuviese que afanarse tanto.

Bien quisiera ella mostrar su espírituevangélico en las proporciones de sublime vir-tud que las vidas de santos nos ofrecen. Mas noera culpa suya que la regularidad de la existen-cia, en nuestro perfilado siglo, imposibilite cier-tos extremos. Con fuerzas se sentía la noble

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dama para imitar a la santa Isabel de Murillo,lavando a los tiñosos, y tan cristiana y tan seño-ra como ella se creía. Pero tales ambiciones noera fácil que se viesen satisfechas; el mismoGamborena no se lo habría permitido, por te-mor a que padeciera su salud. Ello es que suimaginación se exaltaba más de día en día, yque su voluntad potente, no teniendo ya otrascosas en qué emplearse, se manifestaba enaquella, para gloria suya y de la idea cristiana.

No descuidaba por esto Cruz ciertas obliga-ciones de la casa que, según el modus vivendi,corrían a su cargo. La limpieza del heredero,sus comidas, sus ropas, sus juegos, todo eravigilado y dispuesto por la señora con maternalsolicitud, y lo mismo habría hecho con su edu-cación, si educación fuera posible con aqueldesdichado engendro, que cada día era másindócil, más bruto, y más desposeído de todogracejo infantil. Pero si su tía Cruz le cuidabacon esmero en el orden material, sin que en ello

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se conociera la falta de la madre, no pasaba lomismo en otros órdenes, porque Valentinico notenía ya quien le comprendiese, ni quien tradu-jera su bárbaro lenguaje, ni quien creyera en suporvenir de persona humana. Privado de inte-ligencia y de sensibilidad, el pobre salvaje noapreciaba el vacío que en torno suyo dejó subuena mamá, que le hacía caricias con toda elalma, buscando siempre el ángel en los ojos delanimalito. De don Francisco no hablemos.Aunque le amaba también, como sangre de susangre y hueso de sus huesos, veía en él unaesperanza absolutamente fallida, y su cariñoera como cosa oficial y de obligación.

En tanto, iba creciendo el heredero, y su ca-beza parecía cada vez más grande, sus patasmás torcidas, sus dientes más afilados, sushábitos más groseros, y su genio más áspero,avieso y cruel. Daba mucha guerra en la casa:su tía le consagraba tanta paciencia, que noquedaba en su alma sitio para el cariño. Si en-

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fermaba, le asistía con afán, deseando salvarle,y el monstruoso niño sanaba rápidamente entodos sus arrechuchos, y de cada una de aque-llas crisis salía más apegado a la tierra y a laanimalidad. En lo único que adelantó algo fueen el lenguaje, pues al fin la niñera le enseñó aarticular muchas sílabas, y a pronunciar tosca-mente las palabras más fáciles del idioma.

Al mes escaso de hallarse en vigor el modusvivendi, ya D. Francisco, agriado por sus dolen-cias, que se le exacerbaron a la entrada de laprimavera, empezó a barrenarlo, alterando al-guna de las principales bases. Muy conforme, alprincipio, con que Cruz no se metiera en suscosas, dio él en meterse en las que eran de abso-luta incumbencia de la dama. En las economíasde personal creyó ver intenciones de fastidiarle aél, quitándole servicio, mientras la otra lo au-mentaba para sí. Además, le cargaba ver a to-das horas la caterva de clérigos y beatas, quetomaba por asalto el palacio y la capilla. Porque

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la capilla era suya, y francamente, debían tener-le la consideración de no hacer uso de ella sinoen los domingos y fiestas de guardar. Le moles-taba el ruido de tantas devociones, y el organi-to, y los cánticos de las niñas que iban allí cadalunes y cada martes, con pretexto de religión, yen realidad para verse y codearse con sus no-vios. Vamos, no quería que su capilla sirviesepara escandalizar.

Estas y otras barbaridades, que soltó el Mar-qués de San Eloy una mañana, con boca groseray modales descompuestos, fueron reprendidaspor el padre Gamborena, que al fin tuvo queincomodarse. Amoscose el otro, que padecíahorrorosamente del estómago; subieron ambosde tono; salió el misionero por la tremenda;replicó el tacaño con palabras amarguísimasmezcladas con las quejas de su arraigada do-lencia, y por fin el padrito le dijo:

«Está usted hoy imposible, señor Marqués.Pero discúlpese con su malestar, y quizás no

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tenga yo nada que contestarle. Sí; le contestaréque urge llamar al médico, a los mejores, y po-nerse en consulta. Su enfermedad le enturbia elánimo, y le obscurece la razón. Perdónanse alenfermo los disparates que le hace decir su mal.No es él quien habla, sino el hígado alterado, labilis revuelta».

-Eso digo yo, Sr. Gamborena, la bilis; y sien-do tan sencillo llevarla en su sitio, ¿por quéestoy malo? ¡Ah!, porque con esta vida, no esposible la salud. No tengo nadie que me cuide,nadie que se interese por mí. Si viviera mi Fide-la, o mi Silvia, si me vivieran las dos, otro gallome cantara. Pero aquí me tienen abandonado,en mi propia casa, en medio de este palacioteque se me cae encima y me agobia el alma. Por-que ya ve usted, me he sacrificado en aras de lapaz doméstica, y nadie se sacrifica en aras de mibienestar. ¿Cómo he de tener salud, con loscondumios de esta casa, que harían perder elapetito a una pareja de Heliogábalos? Me están

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matando, me están asesinando poquito a poco,y cuando uno sufre y revienta de dolor, vengade organillo, y de canticios de monjas, que meencienden la sangre y me rallan las tripas.

-VII-

Oyó Cruz, en la puerta del cuarto, el final deesta retahíla, y entró presurosa, esforzándosepor poner semblante conciliador y risueño paradecirle: «Pero si no hemos cambiado de cocine-ro, y las comidas son las mismas. Eche usted laculpa a su estómago, que ahora está de malas, ysi quiere curarlo, clame contra sus berrinchesantes que contra las comidas, que son excelen-tes. Pero se variarán todo lo que usted quiera.Dígame lo que apetece, y su boca será servida».

-Déjeme, déjeme en paz, Crucita de mis pe-cados -replicó el Marqués echándose en unsofá-. ¡Si no apetezco nada; si todo me repugna,

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hasta el vino con jugos que inventé, y que es elbrebaje más indecente que ha entrado en bocade cristianos!

-Verá cómo Chatillón le da gusto al fin, ade-rezándole platillos gratos al paladar y de fácildigestión... Y en cuanto a los ruidos de la capi-lla, callará el órgano, y nos iremos con la músi-ca a otra parte. Aquí estamos para contentarle yevitarle molestias. Usted manda, y a bajar todosla cabeza.

Aplacose con estas palabras de humildad yafecto el fiero millonario, y retirada Cruz, otravez se quedó solo con Gamborena, el cual lerecomendó la paciencia como único alivio desus males, mientras la Medicina determinaba sipodía o no curarlos definitivamente. Bien podr-ía suceder que la ciencia, por estar el mal muyhondo y la naturaleza del enfermo muy que-brantada, no lograra salir airosa. Lo más seguroera ponerse en lo peor, dar por inevitable en

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plazo próximo el acabamiento de tantos dolo-res, y prepararse para mejor vida.

-¿De modo que tengo que morirme de esta? -dijo Torquemada sulfurándose-. ¿Luego, estoyen capilla, por decirlo así, y no tengo que pensarmás que en mis funerales?

-De eso cuidarán otros. Usted piense en loque más le importa. A un hombre de carácterentero, como usted, se le debe hablar el lengua-je de la verdad.

-Claro, y la misión del sacerdote, es restre-garle a uno la muerte en los hocicos... Pues mireusted, señor misionero, muy malo estoy, muymal; pero no se entusiasmen tan pronto los queestán deseando verme salir de aquí con los piespor delante: que como yo me plante en no mo-rirme, no habrá tu tía: soy de mucho aguante, yde una madera que no se tuerce ni se astilla. Nitodo el protomedicato, ni todo el cleriguicio delmundo me han de precipitar a la defunción an-

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tes que la cosa venga por sus pasos contados. Ylos que piensan heredarme, que esperen senta-ditos. ¿No hay más sino hacer el caldo gordo alos que no nos quieren bien? Todavía he de darmucha guerra. Claro, que cuando llegue lasazón oportuna, y la naturaleza diga de aquí nopaso, yo no he de oponerme. Seamos justos: nome opongo, en principio, se entiende. Pero aúnno, aún no, ¡ñales!, y guárdese usted sus res-ponsos para cuando se los pidan, ¡ñales!, paracuando los pidan las circunstancias... ¡reñales!¿Qué es usted? Un funcionario de lo espiritual,que viene a prestar servicio cuando le llaman.Pero entre tanto no se le avise, usted no tocapito, ni tiene vela en este entierro... digo, no setrata de entierro, ¡cuidado!, sino una cosa dia-metralmente opuesta.

-¡Bueno, mi Sr. D. Francisco, bueno! -dijo elclérigo con dulzura, comprendiendo que enaquella crisis de hipocondría, no era prudentecontrariarle-. Usted avisará. Siempre me tiene a

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sus órdenes. Espero verle a usted pronto ali-viado de sus alifafes, y por consiguiente, apla-cadas esas cóleras, que se le suben a la cabeza yle empañan el juicio. A descansar, y ya habla-remos otro día.

Hablaron otro día y otro, sin adelantar cosamayor, porque lejos de mejorar, agravose elenfermo, haciéndose intratable. Ni Donoso niGamborena podían con él, y este veía con des-consuelo el mal giro que iba tomando el nego-cio de aquella conciencia, y cuán expuesto eraperder la partida, si la infinita misericordia noabría caminos nuevos por donde menos se pen-sara.

Tanto arreciaba el mal del Marqués de SanEloy, que en todo Abril no tuvo un día bueno, yhubo de apartarse absolutamente de los nego-cios, poniéndose más displicente a causa de laholganza, y dándose a los demonios, de sólopensar que ya no ganaba dinero, y que sus ca-pitales se estancarían improductivos. Raro era

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el día que no devolvía los alimentos. ¡Cosa másrara! Comía con regular apetito, procurandocontenerse dentro de la más estricta sobriedad,y a la hora, ¡zas!, mareos, angustias, bascas, y...Francamente, era una broma pesada de la natu-raleza, o de la economía... «¡Ah!... -exclamabapalpándose el estómago y los costados-, no séqué tiene esta condenada economía, que pareceuna casa de locos. No hay gobierno aquí de-ntro, y los órganos hacen lo que les da la realgana, sin respeto al orden establecido ni a loshechos consumados. ¿Qué biblias tiene estecuerpo para no querer alimentarse, y para re-chazarme la buena comida que le propino? Sinduda hay levadura de revolución o de anar-quismo en estas interioridades mías... Pero quese ande con cuidado el señor estómago, queestas demasías fenomenales se toleran una vez,dos veces; pero bien podría encontrarse un es-pecífico que le pusiera las peras a cuarto alórgano este, que me está dando la santísima, yhaciéndome... ¡ay, ay!...».

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Su displicencia no era continua, pues a me-nudo la interrumpían enternecimientos, quepor su exageración eran verdaderos ataques.Algunos días mostrábase tan tierno, que noparecía el mismo hombre, y sus ternuras reca-ían casi siempre en Rufinita, que por aquel en-tonces no faltaba de su lado día y noche. «Hijaquerida, tú eres la única persona que me quierede veras. ¿Quién se interesa por mí más quetú?... Por eso ¡malditas Biblias!, yo te quiero a timás que a nadie. Tú no haces ni dices cosa al-guna por aburrirme y fastidiarme, como otraspersonalidades que parece que están estudiandola manera de hacer cosquillas a mi genio, parahacerle saltar. Tú eres el dechado de las buenashijas, y un ángel, como quien dice, si bien yo,seamos justos, no creo que haya ángeles ni sera-fines... Pero yo te quiero con toda mi alma, y...te lo digo con el corazón en la mano, si por algosiento mi defunción, es por ti, pues aunque tie-nes a tu maridillo, te vas a quedar muy solita,

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muy solita. Ya ves... se me llenan de agua losojos, y se me cae la baba».

Rufina, que era buena como el pan, le conso-laba y le hacía mil carantoñas, procurandoarrancar de su mente toda idea pesimista, y desu corazón el odio inextinguible hacia otraspersonas de la familia.

«No, hija de mi vida -decía mordiendo elpañuelo que tenía en la mano-, no me digas queCruz es buena. Tú juzgas a todos por el prismade ti misma, pedazo de ángel; pero tu corazóntierno te engaña. No es buena esa mujer. Yo mereconcilié con ella, por complacer al amigo Do-noso y a ese Gamborena bendito, y también porno ser un óbice al arreglo y separación de inter-eses... Ya ves: hemos vuelto a ser amigos, y nostratamos, y yo la considero, y me someto a suscaprichos de mujer arbitraria, y a sus mango-neos. Días hace que no como más que lo queella dice...».

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Volvía Rufinita a la carga, ensalzando losméritos de Cruz, su talento y su intachable rec-titud, y el usurero parecía al fin, si no conven-cido, en vías de convencerse. Extremaba suscariños a la hija, hasta que pasado aquel remo-lino misterioso de su hipocondría, volvían lasamargas ondas a invadir su alma.

«¡Qué empeño tenéis todos en que estoymuy enfermo! -decía, paseándose por el cuarto-. Y ese Quevedillo, tu marido, lo conseguirá alfin si hago caso de su ciencia de ñales. ¿Quésabe él de estas cosas de la economía? Lo que yoentiendo de castrar mosquitos entiende él deFacultad. ¡Vaya con el plan que quiere ponermeahora! Que no tome más que leche, leche por lamañana, leche por la noche, leche a la madru-gada. ¡Leche! Ni que fuera yo un mamón... Por-que, seamos imparciales, ¿qué interés tienen us-tedes en que yo siga muy malo? No se hable demorirme, pues de eso no se trata, sino de estarmalísimo... ¿Qué vais ganando vosotros con

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que yo viva preso en este cuarto del mismísimocuerno, y no pueda salir a evacuar mis asun-tos?... ¡Ah!, ya veréis, ya veréis algún día, deaquí a muchísimos años, cuando yo cierre elpárpado... muchísimos años... ya veréis... ¡Quéchasco vais a llevaros cuando os encontréis conque no hay tales carneros, con que la riqueza quecreíais pingüe no es más que un pedazo de pan,como quien dice, porque lo ganado ayer con eltrabajo, se ha perdido hoy en la holganza!...Claro, van otros, y apandan los negocios, mien-tras yo me estoy aquí, quitándole motas alsantísimo aburrimiento, y mirando a mi estó-mago y a mi economía, y a mis biblias de tripas,para ver si pasa o no pasa por ellas el... qué séyo qué... Es horrible vivir así, viendo que elmontón amasado con mi sudor se desmorona, yque lo que yo pierdo, otros lo ganan, se llevanla carne y no me dejan más que el hueso...».

Porque otro síntoma de su mal, a más deaquellos enternecimientos que rompían la

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igualdad de su endiablado humor, era la tenazidea de que no pudiendo trabajar, no sólo seestancaban sus capitales, sino que la inacciónlos destruía, hasta llevarlos a la nada, cual sifueran una masa líquida abandonada a la in-temperie y a la evaporación. En vano sus ami-gos empleaban la lógica más elemental paraarrancarle idea tan absurda; pero esta se aferra-ba a su mente con tal fuerza, que ni lógica, niejemplos claros, ni el razonamiento ni la burla,le curaban de aquel extraño mal de la imagina-ción. Noche y día le atormentaba la pícara idea,y para sofocarla, no hallaba más arbitrio queretardar considerablemente su muerte, supo-nerse curado y metido otra vez en el trajín ar-diente de los negocios.

De mal en peor iba el hombre, y llegó día enque sólo el intento de ponerse a comer le pro-ducía indecibles molestias del estómago y riño-nes, opresión cardiaca y vértigos. Una noche,después de luchar con el insomnio, cayó en un

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sopor que más parecía borrachera que sueño, yallá de madrugada despertó de un salto, comosi se hubiera desplomado sobre él la elegantecimera de la cama en que dormía. Una ideaterrible le asaltó, como rayo que le atravesara elcráneo de parte a parte. Saltó del lecho a oscu-ras, encendió luz... La idea no se desvanecióante la claridad; al contrario, agarrábase conmás fuerza a su ofuscado entendimiento. «Escosa clara, es como esa luz, es la pura eviden-cia, y soy el mayor zoquete del mundo por nohaberlo descubierto antes... ¡Me están envene-nando!... ¿Quién es el criminal? No quiero pen-sarlo... Pero el cómplice es ese Chatillón inde-cente y cochino, ese cocinero de extranjis... Gra-cias a Dios que lo veo claro: todos los días meechan un poquito, unas gotas de... lo que sea. Yasí me voy muriendo sin sentirlo. No cabe du-da. Si no, que me hagan la autopsia ahora mis-mo, y verán cómo está mi economía... ¡Pero sisiento en la boca el gustillo amargo de esepuerquísimo veneno!... Lo repito, lo estoy repi-

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tiendo a todas horas... ¿Y serán capaces denegármelo esos bandidos?».

Las tristísimas horas de angustia, de espan-to, de convulsiva congoja que pasó hasta que levisitaron las claridades del naciente día, no sonpara descritas. Tan pronto se arropaba transidode frío, tan pronto abrasado de calor retiraba elpesado edredón. Y la idea que le taladraba lossesos descendía por la corriente nerviosa hastael gran simpático, y allí se cebaba la infame,produciéndole un afán inenarrable, y un supli-cio de Prometeo. «Estoy pensando con el estó-mago... Váyase lo uno por lo otro, pues ayer heestado digiriendo con la cabeza».

La luz matinal le despejó un poco, llevandoa su espíritu la duda, que en aquel caso eraconsoladora. Sería o no sería. El envenenamien-to podía ser, podía no ser un hecho. Ya se afir-maba en su mortificante idea, ya la desechabacomo la más absurda que en cerebro enfermopudiera manifestarse. Al fin, ¡qué demonio!, la

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razón fue recobrando sus fueros, e imponién-dose a los insubordinados pensamientos que enaquella infausta madrugada dieron el grito derebelión... «¡Envenenarme!... ¡qué desatino!... ¿Ya santo de qué?».

-VIII-

Levantose, lleváronle el chocolate, y lo mis-mo fue verlo ante sí, que le acometió una re-pugnancia intensísima, y la terrible idea asomócomo un diablillo que juega al escondite. «Aquíestoy -le dijo-. No tomes esa pócima, si quieresvivir...».

«Ramón -dijo Torquemada a su ayudante decámara-. No quiero el chocolate. Dile al dan-zante de Chatillón que ese jarope se lo tome él,para que reviente de una vez... Oye: desde ma-ñana, que me traigan todos los trebejos, y una

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lamparilla de espíritu: yo mismo haré aquí michocolate».

Su tenaz monomanía le sugirió un procedi-miento lógico, en esta forma: «Pero, ¿a qué meapuro, si es tan fácil probarlo? Un par de díasme bastarán para llegar al convencimiento clarode si me envenenan o no me envenenan. Lacosa es facilísima. No tengo tranquilidad hastano asegurarme... palmariamente...»

Pidió su coche. Para evitar las preguntas yoficiosidades de Cruz, que de fijo, al verle salirtan de mañana, habría de sorprenderse y alar-marse, procurando por todos los medios impe-dir la salida, quiso aprovechar los momentos enque la señora oía su primera misa. ¡Buena sepondría cuando supiera que el enfermo se hab-ía echado a la calle en uso de su libérrima vo-luntad! ¡Y qué aspavientos haría la condenada!«Salir tan temprano, y sin desayunarse... ¡Yestando tan delicadito!...». «Tú sí que estás deli-cadita... pero es de la conciencia... Ya te daré yo

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remilgos...». Y antes que concluyera la misa,escapó como un colegial, con no poca sorpresade la servidumbre, que al ver salir al señorMarqués tan a deshora, después del largo en-cierro, creyó que su enfermedad le había tras-tornado la cabeza.

Ordenó al cochero que le llevase por las afue-ras, sin designar sitio; ansiaba respirar aire pu-ro, ver caras nuevas, es decir, caras distintas delas que diariamente veía en su casa, y espaciarsu espíritu y sus ojos. La mañana estaba her-mosísima, risueño y claro el cielo, despejado elambiente. No bien salió el carruaje a las rondas,sintió Torquemada que se le iba metiendo en elalma la placidez de aquel hermoso día de Ma-yo; y al avanzar hacia los suburbios, cuantoveía, suelo y casas, árboles y personas, se pre-sentaba a sus ojos cual si hubieran dado a laNaturaleza una mano de alegría, o pintádola denuevo. Así vio el tacaño lo que veía: los tran-seúntes, gente de pueblo que habitaba en aque-

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llos arrabales, se le antojaron seres felices queiban por la calle o carretera pregonando con laexpresión del rostro, más que con la palabra, ladicha de que se hallaban poseídos en aquel díasupremo.

Desde los altos de Vallehermoso mandó alcochero que descendiera a las alamedas de laVirgen del Puerto, y allí se aventuró a dar unpaseíto a pie. Apoyándose en el bastón de puñode asta, recorrió distancias considerables, gozo-so de notarse con fuerzas para ello, aunqueclaudicaba un poco, sus piernas no eran unmodelo de seguridad, y le dolían las plantas delos pies. Y para mayor dicha, no sentía molestiaalguna en el estómago, ni en el vientre, ni enparte alguna. ¡Si ni siquiera se enteraba de po-seer tal estómago! En verdad, no hay cosa máshigiénica que los paseos matinales, ni nada quedestruya la naturaleza como encaramarse yllenarse el cuerpo de asquerosos medicamen-tos. Por supuesto, su familia tenía la culpa de

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que él hubiese llegado a tal extremo en su do-lencia, la cual no habría pasado de una leveindisposición, si no le rodearan de tan estúpi-dos cuidados y precauciones, si no le marearancon tanto mediquillo hablando del píloro y de ladiátesis, y de tanto clérigo agorero hablando dela muerte.

«¡Biblias pasteleras! -exclamó cuando ya lle-vaba una hora de renquear por aquellas solita-rias alamedas-. ¿Pues no tengo apetito?... Sí, nohay duda. O esto es apetito, o yo no sé lo queme pesco. Apetito es, y de los finos. Las señasson mortales. ¡Me comería yo ahora...! Vamos,cosa de mucho peso no me comería; pero unasbuenas sopas de ajo, o un arroz con bacalao, síque me lo zampaba... Véase por dónde hicebien en no tomar el chocolate en mi casa. Encuanto el estómago se ha echado a la calle, ya esotro hombre, ya es otro estómago, por decirlo así,y recobra su autonomía. Bien, bien... ¡Cómo merío yo ahora de Cruz, y de Donoso, del propio

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San Pedro con llaves y todo, y de este ladrón decocinero, y de toda la taifa de mi casa-palacio!...¡Ah, caserón de Gravelinas, déjate estar, que yate arreglaré yo! Por lo que me has hecho sufriren tu recinto, yo te derribaré, después de enaje-nadas todas las Américas, y venderé el solar, quevale un pico. Y que se vayan Cruz y el de lasllaves a decir sus misas, y a rezar sus letanías aotra parte... ¡Cuerno, pues esto pasa de castañoobscuro! ¡Vaya un señor apetito que me estáentrando! Es un apetito famélico, como el queuno tiene cuando es muchacho, y vuelve de laescuela... ¡Si me comería medio carnero!... Pero¡ay!, de sólo recordar los bodrios a la francesaque hace Chatillón, parece que el estómagoquiere llamarse a engaño, y siento esas cosqui-llas que anteceden a las ganas de vomitar... No,no: abajo la raza espúrea de los Chatillones ycompinches... Ya os arreglaré yo, grandísimostunantes, si, como todo parece indicar, resultademostrado... Pero a bien que quizás no seáisvosotros los culpables... ¿Qué interés podíais

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tener vosotros en que yo estirara la pata tanpronto? En otra parte habrá que buscar la ini-ciativa del crimen... ¡Pero qué apetito tanbárbaro! ¿Qué mejor síntoma de lo que sos-peché y descubrí? El estómago echa las campa-nas a vuelo desde que se ha visto lejos de aque-lla infame facción... y con su alegre repicar medice que coma, que coma sin miedo, libre ya declérigos y beatas, que lo mismo envenenan unalma que un cuerpo... Y si yo, Francisco Tor-quemada, Marqués de San Eloy, me metiera enun ventorrillo de esos que hay hacia los lavade-ros, y pidiera un plato de callos, o unas magrascon tomate, ¿qué diría la voz pública?... ¡ja, ja!,¿qué diría el Senado si tal supiera?, ¡ja, ja!... Locierto es que me rejuvenezco... Bien dijo el quedijo que todo eso de Religión es música, y queno hay más que Naturaleza... Naturaleza es lamadre, la médica, la maestra y la novia delhombre...».

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De sus desordenados pensamientos no pod-ía derivarse ninguna acción que no fuera undesatino, y en vez de volverse a casa, se pasóun gran rato discurriendo dónde buscar la pi-tanza que su estómago con energías juveniles lereclamaba. De pronto, como caballería que olfa-tea el pesebre, pegó un respingo y enderezó lasmiradas del cuerpo y del alma hacia el caseríode Madrid, que desde aquella parte apiñado seve, cien cúpulas y torres, Vistillas, puerta deToledo, San Francisco, San Cayetano, Escuelapía de San Fernando, etcétera... Sintió la que-rencia de los sitios en que pasara los años mejo-res de su vida, trabajando como un negro, esosí, pero en tranquila independencia, aquellosdeliciosos barrios del Sur, tan prolíficos, tanhonrados, tan rumbosos, y con tanta alegría enlas calles como gracejo en las personas. Desear-lo y resolverlo fue todo uno, y el cochero arreópor la calle de Segovia arriba, con orden depararse en Puerta Cerrada.

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Desde que se apeó el señor Marqués, em-pezó a fijarse en él la gente, y cuando avanzabadespacito por la calle de Cuchilleros, cargandoel cuerpo sobre el bastón, como si anduviesecon tres pies, hombres y mujeres salían a laspuertas de las angostas tiendas para mirarle.Los más no le conocían: si su rostro había cam-biado mucho en los últimos tiempos, más habíacambiado la fisonomía del pueblo. En los añostranscurridos desde que el usurero Torquema-da trasladó su vida y sus tráficos a otras esfe-ras, casi teníamos una generación nueva. Peroalguien, entre los antiguos, debió de conocerlesin duda; corrió la voz entre el vecindario, y acada minuto salían a las puertas más y máspersonas. Recorrió toda la calle por la acera delos impares, reconociendo las principales tien-das, que poca o ninguna mudanza ofrecían. Enla acera de enfrente vio la casa en que habíamorado la gran doña Lupe, y este recuerdoprodújole una fugaz emoción. Si viviera la de los

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pavos, ¡cuánto se alegraría de verle!... ¡y cómo lepalpitaría el seno de algodón!

En una y otra acera reconoció, como se reco-nocen caras familiares y en mucho tiempo novistas, las tiendas, que bien podrían llamarsehistóricas, madrileñas de pura raza: pollerías deaves vivas, la botería con sus hinchados pellejosde muestra, el tornero, el plomista, con los cris-tales relucientes como piezas de artillería de unmuseo militar, la célebre casa de comidas deSobrinos de Botín, las tiendas de navajas, el tallery telares de estera de junco, y por fin la escaleri-lla, con su bodegón antiquísimo, como cavernatallada en los cimientos de la Plaza Mayor. An-te él se detuvo un instante; pero la curiosidadpegajosa de unas mujeres que a la puerta de latal caverna salieron, le hizo volver grupas ytirar para abajo. Con el dueño de aquel figóntuvo buenas amistades D. Francisco en otrostiempos; pero ya el establecimiento había pasa-do a nuevas manos. «La verdad -pensó el de

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San Eloy, remando otra vez hacia Puerta Ce-rrada por la acera de los pares-, la verdad esque se va muriendo la gente. Hoy uno, mañanados; pero no se acaba el mundo, no; y vienenotros, y otros, y los que ayer eran niños, hoyandan por aquí gobernando los establecimien-tos». Del fondo obscuro de una pollería, con elsuelo ensangrentado y lleno de plumas, des-embocaron unas mujeres que debieron de reco-nocerle; así al menos lo revelaba el pasmo quese pintó en sus semblantes, y el asombro conque se santiguaban. Corrió la voz, cual reguerode pólvora, y antes que llegara a la tienda delas jeringas, algunas voces pronunciaron elnombre de Torquemada. Él no hizo caso y si-guió acordándose de que era prócer, ricacho, yque no estaban bien las familiaridades conaquella gente. Fijose un instante en la vitrinadonde se exponían, en reluciente variedad, to-dos los tipos de lavativas y clisteles, y un pocomás allá hizo propósito de preguntar por elúnico amigo que en aquellos barrios conserva-

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ba, y convidarse a tomar un bocado en su esta-blecimiento, si tenía la suerte de encontrarle enél. ¡Tendría gracia que se hubiera muerto Mat-ías Vallejo en el año transcurrido desde la últi-ma vez que se vieron! «Bien podría ser, por-que... todos los días está pasando que antes demorirse uno, se mueren... los otros».

Detúvose a contemplar una sucia vidriera detaberna, en la cual vio el cazolón de judías conun moje colorado que tiraba para atrás, las do-radas sardinas, las amarillas ruedas de merlu-za, las chuletas del de la vista baja, pringadasen tomate, las sartas de chorizos, con aquelmoho ceniciento y aquel cárdeno viso que acu-san su prosapia española; y estaba dilucidando elseñor Marqués si aquel bodegón sería o no ser-ía el de Vallejo, cuando...

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-IX-

He aquí que el propio Matías Vallejo se lepuso delante, y quitándose la gorra con mues-tras de tanto respeto como alegría, le dijo: «¡Sr.D. Francisco de mi alma, usted en estos barrios,usted mirando estas pobrezas!».

-¡Ah! Matías, pensaba preguntar por ti. ¿Esesta tu casa? ¿Y la tienda, dónde está?

-Venga, venga conmigo -dijo aquel pedazode animal, llevándole de una mano, para locual fue preciso romper a codazo limpio elcírculo de curiosos que al instante se formó.

Componían la persona de Matías Vallejo unapanza frailuna, revestida del verde mandil conrayas negras, por abajo unos pies que apenascabían dentro de inconmensurables pantuflasde alfombra, y por arriba una cabeza que era lomismo que un gran tomate con ojos, boca ynarices. Sobre todo esto, una afabilidad campe-

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chana, una risa bramadora, y un mirar acuoso ytierno, que indicaban la paz de la conciencia, elvinazo y la vida sedentaria. Con este hombre,que a la sazón contaba sesenta años, y contaríamás, si no reventaba pronto como un pellejo alque se le cascan las costuras y se le corre la pez,tuvo D. Francisco amistad íntima en otrostiempos. En los de sus grandezas, fue la únicapersona de aquellos barrios con quien se tratópasajeramente. Matías Vallejo, rompiendo portodas las etiquetas, se presentó dos o tres vecesen la casa de la calle de Silva y en el palacio deGravelinas, a pedir un auxilio pecuniario alamigo de antaño, y este se lo prestó gentilmen-te, sin interés, caso inaudito del cual no hayotro ejemplo en la historia del grande hombre.Verdad que Vallejo cumplió bien, y los réditosse los pagó en gratitud; que era hombre debuena cepa, y también de circunstancias, a sumanera tosca.

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Pues, como digo, lleváronle a la tienda, y deésta a la trastienda, casi en triunfo, y le sentaronjunto a una mesa de palo mal pintado, en lacual las culeras de los toscos vasos habían deja-do círculos de moscatel pegajoso, que una mu-jer refregó, más que limpió, con un trapo. Valle-jo, su hija y yerno, y otras dos personas que enla trastienda había, estaban como atontados contan extraordinario y excelso huésped, y no sab-ían qué decirle, ni qué obsequios hacerle paracumplir, y dejar bien puesto el pabellón de lacasa. Iban de aquí para allá, azorados: la muje-rona contenía la irrupción de los parroquianosentrometidos que quisieron colarse detrás de D.Francisco; Vallejo se reía como un fuelle, y elyerno se rascaba la cabeza, quitándose la gorray volviéndosela a poner.

«¡Vaya, vaya, D. Francisco por aquí! ¡Quésorpresa... venir a honrar este pobre tenducho...tú, un señor Marqués...!».

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En otro tiempo se tuteaban Torquemada yVallejo. Este cayó en la cuenta de que a tiemposnuevos, tratamientos nuevos, y mordiéndose lalengua como por vía de castigo, juró tener máscuidado en adelante.

«Pues venía paseando -dijo D. Francisco, al-go afectado por los agasajos de aquella buenagente-, y dije digo: voy a ver si ese pobre Valle-jo se ha muerto ya, o si vive... Yo he estado muymalito».

-Lo oí decir... y crea que lo sentí de veras.

-Pero ya estoy en la convalecencia, en plenaconvalecencia, gracias a mi determinación detomar el aire, y de... zafarme de médicos y boti-cas.

-Ya... Si no hay nada como el santo aire, y lavida de pueblo. Lo que digo: vosotros los desangre azul que os cuidáis más de la cuenta,vivís poco.

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-No, pues lo que es yo, no la entrego a dostirones. ¡Biblias pasteleras! Mira, Matías, sin irmás lejos, hoy mismo le he dado una patada a lamuerte, que... Vamos, que la he mandado ahacer puñales... ¡ja, ja!... Y dime una cosa:¿podría yo almorzar aquí?

-¡Ave María Purísima!... ¡Me caso con SanCristóbal!... ¡Qué cosas dice usted!... ¡Nicolasa,¡jinojo!, que quiere almorzar!... Colasa, y tú,Pepón, ¡que almuerza en casa! ¡Vaya una hon-ra! Pronto, a ver... ¿hay perdices?... Si no, quelas traigan. Tenemos un cochinillo que es parachuparse los dedos.

-No, cochinillo no.

-¡Colasa!... Pero ¿qué haces? ¡Que Su Exce-lencia quiere almorzar! Más honor que si fuerael Emperador de todas las Alemanias y de to-das las Rusias.

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Creyérase que se habían vuelto locos. Vallejolloraba de risa, y pateaba de contento. Él mismolimpió nuevamente la mesa con su delantalverde, mientras Nicolasa traía manteles y servi-lletas de gusanillo, de lo que guardaba en lasarcas, pues el servicio de la taberna no era paratan gran personaje. Debe advertirse que tabernay tienda componían el establecimiento de Valle-jo, ambas industrias administradas en común, ylos dos locales comunicados por la trastienda.

«Hay de todo -dijo Vallejo a su amigo-: chu-letas de cerdo y de ternera, lomo adobado,aves, besugo, jamón, cordero, calamares en sutinta, tostón, chicharrones, sobreasada, el ricochorizo de Candelario, y cuanto se quiera, ea,¡me caigo en el puente de Toledo!, cuanto sequiera».

-No has nombrado una cosa que he visto entu vidriera, y que me entró por el ojo derechocuando la vi. Es un antojo. Me lo pide el cuer-po, Matías, y pienso que ha de sentarme muy

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bien... ¿No caes? Pues judías, dame un platitode judías estofadas, ¡cuerno!, que ya es tiempode ser uno pueblo, y de volver al pueblo, a laNaturaleza, por decírlo así.

-¡Colasa!... ¿oyes? ¡Quiere judías... un exce-lentísimo senador... judías! ¡Válgate Dios, quéllano y qué...! Pero también tomará usted unatortilla con jamón, y luego unas magras...

-Por de pronto las judiitas, y veremos lo quedice el estómago, que de seguro ha de agrade-cerme este alimento tan nutritivo y tan... fran-cote. Porque yo tengo para mí, Matías, que todoel condimento español y madrileño neto caemejor en los estómagos que las mil y mil por-querías que hace mi cocinero francés, capacesde quitarle la salud al caballo de bronce de laPlaza Mayor.

-Diga usted que sí, ¡jinojo!, y a mí nadie mequita de la cabeza que todo el mal que el Sr. D.Francisco tuvo, no fue más que un empacho de

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tanta judía cataplasma y de tanta composiciónde salsas pasteleras, que más parecen de boticaque de mesa. Para arreglar la caja, señor Mar-qués, no hay más que las buenas magras, y elvino de ley, sin sacramento. No le diré a vue-cencia que estando delicado, tome carne del dela vista baja, con perdón; pero unas chuletas deternera tengo aquí, que asadas en parrillas re-sucitan a un muerto.

-Las cataremos -dijo el prócer, empezando acomer las judías, que le sabían a gloría-. Menti-ra me parece que coma yo esto con apetito, yque me caiga tan bien. Nada, Matías, como side ayer a hoy me hubieran sacado el estómagopara ponerme otro nuevo... Riquísimas estántus judías. No sé los años que hace que no lasprobaba. Aquí traería yo a mi cocinero a queaprendiese a guisar. Pues no creas; me cuestacuarenta duros al mes, sin contar lo que sisa,que debe de ser una millonada, créetelo, unamillonada.

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Matías hacía los honores a su huésped co-miendo con él, para incitarle con el ejemplo,que era de los más persuasivos. Trajeron,además, vinos diferentes, para que escogiesen,prefiriendo los dos un Valdepeñas añejo, quellamaba a Dios de tú. Después de saborear lasalubias, notó el Marqués con alegría que suestómago, lejos de sentir fatiga o desgana, ped-íale más, como colegial sacado del encierro, quese lanza a las más locas travesuras. Venga latortilla con jamón o chorizo de lo bueno; ven-gan las chuletas como ruedas de carro, bienasaditas y con su albarda de tomate, y sobretodo, tira de Valdepeñas para macerar en el bu-che toda aquella sustancia y digerirla bien.

Cuantas personas entraban en la trastienda,ya fueran a ver al Sr. Matías, ya llegaran conintenciones de tomar algo en las otras mesas,quedábanse como quien ve visiones ante lapresencia del Sr. de Torquemada, y unos por noconocerle, otros por haberle conocido demasia-

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do, abrían un palmo de boca. Y el respeto quetan gran personaje a todos infundía les tuvosilenciosos, hasta que Vallejo, a mitad del al-muerzo, animándose con el vinillo y con losvapores de su propia satisfacción, les dijo:«Blas, y tú, Carando, y tú, Higinio, no seáispusilámines, ni tengáis cortedad. Arrimaos aquí,que el señor Marqués no se avergüenza de al-ternar, y es un señor muy democrático y muydisoluto».

Arrimáronse, y D. Francisco les hizo una deaquellas graves reverencias que aprendido hab-ía en sus tiempos de aristocracia. Hizo Matíasla presentación en estilo llano: «Este Blas es elOrdinario de Astorga, y aquí, donde usted leve, no se deja ahorcar por treinta mil duros.Higinio Portela, es sobrino de aquel DeograciasPortela, que tuvo la pollería de la Cava... ¿Seacuerda usted?».

-¡Oh!, sí, me acuerdo... ya... Deogracias... Pormuchos años.

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-Y este Carando es un burro, con perdón,porque tenía el negocio de animales muertos, ypor pleitear con los González de CarabanchelBajo se quedó sin camisa. Total, que todos aquí,mil duros más o mil duros menos, semos unospelagatos en comparanza con tu grandeza, conla opulencia opípara del hombre que, si a manoviene, tiene más millones en sus arcas que pelosen la cabeza.

-No exagerar, no exagerar -dijo D. Franciscocon afectación de modestia-. No creáis las aseve-raciones del vulgo... He trabajado mucho, y pien-so trabajar más todavía, para reparar los que-brantos que esta jeringada enfermedad me hatraído. Gracias que hoy me rejuvenezco, ysegún la gana con que como y lo bien que mecae, paréceme que nunca estuve enfermo nivolveré a estarlo en los días que me quedan devida, que serán muchos, pero muchos...

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-X-

Alzaron los vasos y bebieron a la salud delmás democrático de los próceres y del menosorgulloso de los plebeyos enriquecidos, aunqueni estas palabras ni otras semejantes emplearonlos bebedores: la idea estuvo tan sólo en su ru-da intención y en el mugido con que la expresa-ron. Inundado de un gozo juvenil se sentíaTorquemada: muy satisfecho de lo bien que seportaba su estómago, no sabía qué alabar más,si el excelente sabor de lo que comía, o la ga-llarda franqueza de aquella gente sencilla y lealque tan de corazón le festejaba. Por cierto queal comprender la necesidad de pagar verbal-mente sus agasajos, pensó también, con segurojuicio, que en tal lugar y ante tales personasdebía sostener la dignidad de su posición y desu nombre, empleando el lenguaje fino que nosin trabajo aprendiera en la vida política y aris-tocrática.

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«Señores -les dijo, rebuscando en su magínlas ideas nobles y los conceptos escogidos-, yoagradezco mucho esas manifestaciones, y tengouna verdadera satisfacción en sentarme en me-dio de vosotros, y en compartir estos manjaressuculentos y gastronómicos... Yo no oculto miorigen. Pueblo fui, y pueblo seré siempre... Yasabrán que en la Cámara he defendido a las cla-ses obreras y populares... Para que la Naciónprospere, es menester que entre las clases nohaya antagonismos, y que fraternicen tirios ytroyanos...».

-Vean, vean -exclamó Matías, a quien el en-tusiasmo puso rojo, o más bien de color de mo-ras negras-. Lo mismo vus dice hoy este hom-bre que vus dije yo ayer. Que se den la manolas clases, los de la grandeza y los artistas, paraque haiga orden público y prosperidad nacio-nal.

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-Es que entre vuestras ideas y las mías -dijoTorquemada, emprendiéndola valiente con lacarne-, hay muchos puntos de contacto.

-¡Si todos los de arriba -inició el llamado Ca-rando-, fueran como los de ciertas casas princi-pales que yo conozco!... No lo digo porque estédelante el Sr. D. Francisco; que ayer también lodije. Pues el cuento es que hay ricos, y todos noson como los de la familia del que me oye. Nohaiga miedo de que ningún pobre de estos ba-rrios se muera de hambre, mientras exista esaseñora del Águila, que anda de bohardilla enbohardilla averiguando dónde hay bocas abier-tas para taparlas, y carnes desnudas para ves-tirlas. Yo le he visto, y en mi casa de la calle delNuncio, más de cuatro le deben la vida.

-Es verdad -afirmó el llamado Higinio-. Y amí también me consta. A unos vecinos míos leslibró al hijo de quintas, y a la chica le compró lamáquina de coser.

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-Ya, ya -dijo el de San Eloy sin mirarles,comprendiendo que debía mantener allí, nosólo su dignidad, sino la de toda la familia-. Mihermana política, Cruz del Águila... Es unasanta.

-Pues que viva mil años, y a su salud eche-mos la primera copa de moscatel.

-Gracias, señores, gracias. Yo también bebo ala salud de aquella noble dama... -dijo D. Fran-cisco, pensando que sus agravios particularescontra ella no debían manifestarse ante unasociedad extraña-. ¡Ah, nos queremos tanto ellay yo!... Le dejo hacer su santa voluntad, porquetiene un talento, y una... Cuantas reformas seimplantan en mi casa-palacio ella las dispone. Ysi alguna disidencia o discrepancia surge entrenosotros, yo transijo, y sacrifico mi voluntad enaras de la familia. No hay otra mujer que raye amayor altura para gobernar a una servidumbrenumerosa. La mía es como los ejércitos de Jer-jes. ¿Sabéis vosotros quién era ese Jerjes? Un

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rey de la Persia, país que está allí por Filipinas,el cual tenía tantas tropas de todas armas, quecuando les pasaba revista, lo menos tardabasiete meses en verlas venir, o verlas pasar... Enfin, señores míos, y tú, Matías, mi particularamigo, dejemos ahora a mi cuñadita allá en susrezos, tratando a Dios de tú, y vengamos a larealidad de las cosas. Yo soy muy dado a lo real, alo verdadero, soy el realismo por excelencia. ¡Quérica ternera! ¡Bien haya la vaca que te parió y tedio de mamar, y el pindongo matachín que tesacó la sangre para hacerte más tierna!... Yoprofeso el principio de que la ternera es mejor queel buey, y este mejor que la vaca. En resumen,señores: yo me encuentro aquí muy bien. Comoun sabañón, sin que el estómago se me suba alas barbas, y estoy alegre, tan alegre, que deaquí no me movería, si no me llamaran a otraparte los mil asuntos que tengo que ventilar.Esto es un oasis... ¿Sabéis lo que es un oasis?

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-¡Toma!, el merendero fino que han puestoahora en la Bombilla, y que tiene un rótulo quedice: Al oasis del Río.

-Eso no concuerda bien -dijo Torquemada,empezando a sospechar que había comido másde lo justo, y excedídose un poco en el beber-.No concuerda absolutamente, porque oasis escosa de tierra, y el río, ya veis...

Ocurrió lo que es inevitable en comidas degente llana, obsequiosa, de mucho corazón yescasa finura; y fue que, como D. Francisco ma-nifestara cierto recelo de cargar su estómago,cayéronle todos encima, gritando comoenergúmenos, para incitarle a seguir atracándo-se de cuanto en el establecimiento había. «¡Va-ya, que hacer ascos al besugo! ¿Cree que no estátan bueno como los que le pone su cocinerofranchute? ¡Ea, no consiento que haga despre-cio de nuestra pobreza...! Tiene que probarlo,nada más que probarlo... Verá qué cosa rica...¡Pero si hoy ha echado el día a perros!... Créa-

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me, D. Francisco, su estómago lo quisiera yopara mí. Lo que tiene el muy ladrón es mugre,de tanta judía botica como dentro le han meti-do, y la mugre se quita comiendo lo bueno ybebiendo lo fino... Fuera miedo, señor Marqués,que tripas llevan pies, y no pies tripas... No,pues de mi casa no se va, despreciándome elbesugo, ¡jinojo!... y para después tengo unoscapones que dan el quién vive a la SantísimaTrinidad... ¡Arreando!, a beber, a hacer un pocopor la vida».

Mucho carácter y tesón muy fuerte se necesi-taba para resistir a estas sugerencias de unahospitalidad tan cordial como impertinente, yde uno y otro carecía Torquemada en aquelinstante, por abdicación de su voluntad ante losque eran sus iguales por el nacimiento y la edu-cación. Y como la molestia que empezaba asentir era leve aún, y la contrarrestaban los ins-tintos de gula que ante aquellos manjares tande su gusto se le despertaron, a todo dijo amén,

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y adelante con el festín. La cháchara le distraíade la aprensión, no permitiéndole oír los avisosque de tiempo en tiempo le mandaba su estó-mago. Pero con todo, al llegar a los capones secerró a la banda, porque verdaderamente sentíaun peso en la barriga que le inquietaba. ¡Capo-nes! Vade retro. De lo que sí comió fue de la ju-gosa y bien aliñada ensalada de lechuga, y entremedias, copas y más copas de variados vinos,que maquinalmente se metía entre pecho y es-palda sin reparar en ello.

«La verdad es -decía-, que todo me cae bien.Un poquito de peso; pero nada más. Yo estoymuy alegre, rejuvenecido, digámoslo así, y dis-puesto a repetir la francachela cada lunes ycada martes... Si me vieran los de casa, se que-darían absortos y patitiesos... Y yo les contestar-la: 'Ya, ya tengo la prueba. Ved este señorestómago que antes no podía realizar la diges-tión de un mero chocolate, y ahora... Me bastasalir de vuestra órbita para encontrarme al pelo,

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y el estómago es lo primero que se felicita dehallarse en otra esfera de acción, muy distinta deaquella en que... Porque salta a la vista que haycrimen, y que...'».

Por primera vez le faltó la palabra, y se leobscureció el pensamiento. Un instante estuvomanoteando en el aire. Por fortuna, aquellopasó, y al volver en sí, el señor Marqués se que-jaba de difícil respiración.

«Eso no es más que viento -le dijo Matías-.Una copita de anís del Mono, y verá cómo des-carga. ¡Colasa...!».

Mientras venía el anís, aplicó al enfermo lamedicación elemental de golpearle la espaldacon la palma de la mano. Pero lo hacía con tanbuena voluntad, y tal deseo de obtener un re-sultado eficaz y pronto, que Torquemada tuvoque decirle: «Basta, basta, hombre, no seas bru-to. ¿Me tomas a mí por un bombo?... ¡Ay, ay...!

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Ya parece que cede algo... Es flato, nada másque un flato que se atraviesa... ¡brrr!...».

Trató de echar fuera el temporal, provocan-do regurgitaciones, que se le frustraban a me-dio camino, dejándole peor que estaba. El con-denado anís le produjo algún alivio a poco debeberlo, y vuelta a tomar la palabra, y a expre-sar su contento.

«Abundo en vuestras ideas, quiero decir,pienso lo mismo que pensáis vosotros sobrela... ¿Eh?... tú, ¿de qué estábamos hablando?...Vaya, que se me escapa toda la memoria... ¡Bi-blias, cómo se me olvidan las cosas!.. Eh, tú,¿cuál es tu gracia? ¡Mira que olvidárseme cómote llamas tú!».

-Matías Vallejo, para servirte -replicó el anfi-trión, que con tanto comer y beber, se sentíainclinado a la confianza-. ¿Qué?, ¿te da otra vezel soponcio?... Paquillo, ¿qué es eso?... So bru-to... ¡Si no es más que jinojo del viento!... Écha-

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lo, échalo pronto, con cien mil pares de bolas...¡Arreando!

Y vuelta a los palmetazos en la espalda.Mientras el otro le administraba la medicina,inclinábase D. Francisco hacia adelante, rígido,hinchado, como un costal repleto y puesto enpie, que pierde el equilibrio.

«Basta; te digo que basta. Tienes una manoque parece un pisón para adoquinar las calles...¡recuerno!... Pues ya he recobrado la memoria;ya sé lo que iba a deciros, señores comensales...Pues, alguno de vosotros manifestó que se deb-ía dar algo a mi cochero, que está esperándomeahí fuera... y yo... cabal... yo dije: 'Señores,abundo en vuestras ideas, o en otros términos,pienso también que se debe dar algo a ese bo-rrachón de mi cochero'».

-Pues es verdad -gruñó Matías-. No meacordaba. ¡Colasa...!

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-Y a este tenor, sigo diciéndote -prosiguió donFrancisco con evidente dificultad para mante-ner derecho su cuerpo-, que no me encuentromuy bien que digamos. Parece que me he tra-gado la cruz de Puerta Cerrada, que desde aquíveíamos por la ventanilla... ¡Toma, ya no laveo!... ¿Dónde se habrá ido esa arrastrada...cruz... Cruz?... He dicho Cruz, y no me vuelvoatrás...

-¡Pacorro de mi alma! -exclamó Matías abra-zando con violencia el cuerpo de don Francisco,que en uno de aquellos vaivenes fue a chocarcontra el suyo-, te quiero como a un hijo... Paraque se nos despeje la cabeza, venga café... ¡Co-lasa!

-Café moka -dijo Torquemada con ansia,abriendo no sin esfuerzo sus párpados, que atodo trance se le querían cerrar-. Café...

-¿Con ron, o caña?

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-También hay fin-champán.

-Señores -murmuró el Marqués de San Eloycon mugidos más que con palabras-, yo estoymal, muy mal... El que diga que yo me encuen-tro bien, falta a la verdad... a la verdad de loshechos... He comido como el más tragón detodos los Heliogábalos... Pero, yo juro por lassantísimas biblias en pasta, que lo tengo quedigerir, para que allá no digan... para que no sería de mí esa, la otra, la... ¡Cuernos con la me-moria! Di tú, Matías, ¿cómo se llama ésa...?

-¿Quién?

-Ésa... la hermana de mi difunta... Se me haolvidado el nombre... Mira tú, hace un rato laestaba viendo por el ventanillo... por allí...

-Ya... la cruz de Puerta Cerrada.

-¡Ah!... Puerta Cerrada se llama... la cruz esesta, no... la otra... y la Puerta Cerrada es la

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Cruz que yo tengo dentro de mi cuerpo y queno puedo echar fuera... cruz del diablo, y puer-ta del Cielo que no quiere abrirse, y puerta ce-rrada del Infierno... Oye..., ¿cómo se llama esemarrano de clérigo...?, el de las municiones,measiones, misiones o como quiera que se diga.Dime cuál es su gracia que quiero soltarle cua-tro frescas... Entre él y la gata gazmoña de Gra-velinas concibieron el plan de envenenarme... Y lollevaron a cabo... Ya ves... cómo me han puesto...Me metieron en el cuerpo esta casa... ¿Cómo laecho yo ahora, cuerno, biblias pasteleras... ñalesde San Francisco?

Cayó del lado contrario al sitio que ocupabaMatías, y fue a dar contra una silla, que le im-pidió rodar al suelo. Acudieron todos a él. Nosabían si enderezarle o tenderle, poniendo enfila dos o tres banquetas. Gruñendo como uncerdo, se retorcía con horrorosas convulsiones.Por fin, brrr... El suelo de la trastienda era poco

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para todo lo que salió de aquel cuerpo mísero...¡Colasa!

-XI-

-Este hombre está muy malo -dijo Matías asus amigos-. ¿Y qué hacemos? ¿Qué jinojo ledamos?...

-Déjalo que desembaúle.

-¡Ay, Dios mío!... ¿Qué es esto? ¿Dónde es-toy? ¡Vaya un contratiempo!... Yo creí... ¡Lásti-ma de comida! Matías, señores, yo estoy muymalo...

Esto fue lo primero que dijo Torquemadadespués del horrible soponcio, y si al desem-baular sintió aliviada la opresión, luego leatormentaron agudísimos dolores en la regióngástrica.

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«Una taza de té... ¡Colasa...!».

-¡Yo que estaba tan terne!... ¡Y me había caí-do tan guapamente la comida! ¿Sabéis lo queme ha hecho daño? El calor. Hace aquí un bo-chorno horrible... Y como hablabais todos a untiempo, y hacíais ruido golpeando en la mesacon los vasos... ¡Ay, qué dolor! Parece que meretuercen las tripas... Digan lo que quieran, estoes natural. Porque, créanmelo: tiene uno adar-mes de científico, y sabe distinguir los malesnaturales de los artificiales... Hay fenómenospatológicos que son obra de la Naturaleza, yotros que son el resultado de la malquerencia denuestros enemigos. Juraría que tengo calentura.Tú, Matías, ¿entiendes de pulso?

Propusiéronle llevarle a su casa, y se resistióa ello. No podía tenerse derecho, y la cabeza lepesaba como plomo. Se la sostenía con ambasmanos, apoyados los codos en la mesa.

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«No voy a casa, hasta que no me pase estadesazón. El dolor ya no es tan fuerte. Pero notoque se me escabulle otra vez la memoria. ¿Cre-eréis que no me acuerdo de cómo se llama micasa?, es decir, se me ha trasconejado el nombredel muy gorrino del Duque a quien se lacompré, tramposo él, pinturero él... ¡Otra!También se me ha ido el nombre de mi coche-ro... En mi casa estarán con el alma en un hilo, ymi... tampoco me acuerdo... esa, el cura y Do-noso... creerán que me he muerto... El caso esque tampoco me doy cuenta de por qué meentró la ventolera de salir tan de mañana. Ellodebió de ser una idea repentina, un negociourgente... Vamos, que no encuentro la concor-dancia... Lo que sí tengo bien clavado en la me-moria es que en mi casa hay muchos cuadros, yel Massaccio, el famoso Massaccio, por el cual meofrecían los ingleses quinientas libras, y no loquise dar... A ver si ustedes ayudan mi memo-ria. ¿Salí yo porque me llamasteis para com-prarme la galería que fue de aquel punto... tam-

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poco me acuerdo..., del papá de doña Augusta?¿O salí porque me dio una idea sui generis, y meeché a correr sin saber lo que hacía?».

-Vete a tu casa... Váyase, Sr. D. Francisco -ledijo Vallejo, que con el susto iba recobrando eluso corriente de sus facultades mentales-. Alláestarán con cuidado.

Los otros fueron de la misma opinión, yapoyaron las razones de Vallejo, que ya queríaver su establecimiento libre de tal estorbo.

«Mi casa está muy lejos -dijo Torquemadacon honda tristeza, atormentado nuevamentepor agudos dolores-. No respondo yo de llegarhasta allá, ni de que no me muera por el cami-no. ¿Cómo me llevan?, ¿en camilla? ¡Ah!, tenéisrazón: en mi coche. Ya no me acordaba de quegasto coche... ¡Vaya una gracia! Ahora mismitocreía yo que vivía en la calle de la Leche, queera pobre, vamos al decir, y que no me habíacasado todavía con las Águilas pamplinosas.

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¿Pues sabéis lo que os digo? Si me llevan, quesea a la casa de mi hija Rufina, que me quierecomo a las niñas de sus ojos. Aunque, si he deseros franco, empiezo a barruntar que tambiénme quiere Cruz, y que el presbítero... de esenombre sí que no me acuerdo... me asegura lasalvación del alma, siempre y cuando yo le décuenta y razón bien clara de todos los pecadosque figuran en el Debe de mi conciencia, loscuales yo aseguro a ustedes que no son mu-chos, y si quieren que me confiese, ahora mis-mo lo desembucho todo..., que hoy parece díade desembuchar... ¿Con que a mi casa? Mi casaes muy grande. La estoy viendo como si hubie-ra salido de ella hace un minuto. Aunque voso-tros sostengáis la tesis contraria, yo digo y repitoque tengo una calentura lo menos de ochentagrados, que también la calentura se cuenta porgrados, como el calórico de los termómetros...Yo estoy muy agradecido a vuestra fina hospi-talidad, y deploro con toda mi alma que mehubiera hecho daño el menú, vulgo comida, lo

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cual que ha sido una tracamundana de miestómago, pues si este se hubiera portado de-centemente, a estas horas ya lo tenía yo todomás digerido que la primera papilla. Pero, enfin, otra vez será, pues para mí es un hechoincontrovertible que he de ponerme como unreloj. A este señor estómago lo meto yo en cin-tura pronto, y si no quiere por la buena, por lamala. El escandaloso en grado sumo que por loscaprichitos de un hi de tal de estómago, esté unindividuo desatendiendo sus intereses, sin po-der asistir a la Cámara, donde hay tanto, tantoque ventilar, y privándose de la comida..., aun-que, si me permitís manifestaros todo lo quepienso, os diré que como este órgano mío perse-vere en su campaña demoledora, yo lo arreglarépor el procedimiento de gobierno más sencilloy eficaz... ¿Qué creen ustedes que haré? Pues nocomer. Así como suena, no comer. ¿Qué quiereese trasto? ¿Que yo le eche comida para de-volvérmela? Pues le corto la ración, vamos, quele limpio el comedero. De una plumada echo

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abajo todo el presupuesto de almuerzos y co-midas. Verán ustedes cómo entonces se rinde, yme pide perdón, y me pide substancia. Pero nose la doy, no. No se rían. Cuando se quierehacer una cosa, se hace. ¡Viva la sacratísimafuerza de voluntad! Cuando uno se propone nocomer, no come, y yo juro y prometo que novuelvo a comer en mi vida».

Celebraron todos la gracia, y puesta de nuevosobre el tapete, o sobre la sucia tabla de la taber-naria mesa, la cuestión de si debía marcharse ya dónde, dijo el atribulado Marqués que le lle-varan a donde quisieran, añadiendo que nopodía moverse, que sus piernas se habían vuel-to de algodón, y que la caja del cuerpo le pesa-ba como un baúl mundo lleno de piedras. Porfin, Matías y Carando le condujeron casi en viloal coche, que arrimó a la misma puerta, y conno poca dificultad le metieron dentro, a puña-dos, despidiéndole todos muy corteses, y

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alegrándose mucho de que semejante calami-dad se les hubiera quitado de encima.

Pues digo: ¡el escándalo que se armó en elpalacio de Gravelinas cuando llegó el coche, yvieron el portero y otros criados al señor, tum-bado como cuerpo muerto, cerrados los ojos, yechando espumarajos y hondos bramidos de sucontraída boca! Inquietud muy grande había enla casa, así por lo extraño de la salida, como porla tardanza del señor Marqués. Cruz y los ami-gos que acudieron allá temían una desgracia.Confirmó sus temores la llegada del coche, y ellastimoso estado en que el enfermo venía. Perosólo se pensó en sacarle del vehículo y meterleen su cama. Cuatro fámulos de los más robus-tos se encargaron de tan difícil operación,transportándole por galerías, escaleras y ante-salas hasta la alcoba. Había perdido el sentido yno movía ni un dedo el pobre señor. Cruzmandó al instante en busca de médicos, y seacudió sin tardanza a los remedios caseros y

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elementales para devolverle el conocimiento, ydespertar la vida, si es que alguna quedaba enaquel mísero cuerpo inerte. Cuando arrojaronel pesado fardo sobre la cama, rebotó el colchónde muelles, como si quisiera lanzarlo fuera.

Entró jadeante Quevedo, y le examinó alpunto. Antes le había examinado Donoso, quepor suerte se hallaba en la casa cuando llegó elcoche; pero no pudo determinar el verdaderoestado de su infeliz amigo.

«Paréceme que no está muerto» -dijo Dono-so al médico, temiendo una respuesta que qui-tara toda esperanza.

-Muerto no... pero de esta no sale.

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Tercera parte

-I-

Con revulsivos enérgicos pudieron conse-guir que de nuevo anduviera la desvencijadamáquina fisiológica del gran tacaño de Madrid;pero aún pasó toda la noche y parte del otro díaantes de que recobrara la memoria y el conoci-miento de su situación. Hallose, pues, a la tardesiguiente, en relativa mejoría, y así se consignóen las listas, que rápidamente se cubrieron decentenares de firmas ilustres en la política y enla banca. No fue necesaria la indicación delmédico de cabecera para traer al doctor Miquis,pues el mismo paciente pidió que viniera, alrecobrar el sentido y la palabra. Ordenó el céle-bre doctor un plan expectante, y un régimen deexploración, por no tener aún seguridad delmal que había de combatir. La diátesis era obs-

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cura, y los síntomas no acusaban con claridadel carácter morboso de la profunda alteraciónorgánica. En sus conversaciones reservadas conQuevedito, Miquis habló algo de enteroptose,algo de cáncer de píloro; pero nada podía afir-marse aún, como no fuera la gravedad, y casi lainutilidad final de los esfuerzos de la ciencia.

En su resurrección, que así puede llamarse,salió el pobre D. Francisco por el registro paté-tico y de la ternura, que tan bien armonizabacon su debilidad física y con el desmayo de susfacultades. Dio en la flor de pedir perdón a to-do quisque, de emocionarse por la menor cosa,y de expresar vehementes afectos a cuantaspersonas se acercaban a su lecho para consolar-le. Con Rufinita era un almíbar: le apretaba lamano, llamándola su ángel, su esperanza, su glo-ria. Con Cruz estaba a partir un piñón, y nocesaba de elogiar su talento y dotes de gober-nar, y a Gamborena y Donoso los llamó colum-

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nas de la casa, amigos incomparables, de los queson nones en el mundo.

Al través de todas estas manifestaciones sen-timentales, advertíase en el ánimo del enfermoun miedo intensísimo. Su amor propio queríadisimularlo; pero lo delataban el suspirar hon-do y frecuente, la profunda atención a todocuchicheo que en la alcoba sonase, la expresiónde alarma en sus ojos al verse interrogado. Gus-taba extraordinariamente de que le animasencon anuncios de mejoría, y a todos preguntabala opinión propia y la ajena sobre su enferme-dad. Una mañana, hallándose solo con el doc-tor Miquis, le tomó la mano, y gravemente ledijo:

«Querido D. Augusto, usted es hombre demucha ciencia y de respetabilidad, y no ha deengañarme. Yo soy algo científico, quiero decirque, en mi natural, lo científico domina a lopoético, ya usted me entiende..., y por tanto,

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merezco que se me diga la verdad. ¿Es ciertoque usted cree que me curaré?».

-¿Pues no he de creerlo? Sí señor, tenga con-fianza, sométase al régimen, y...

-¿Será cosa de...? ¿Como cuánto, mi señordon Augusto? ¿Tardará un mes en darme dealta, o tendré que esperar algo más?

-No es fácil precisarlo... Pero ello será pron-to. Mucha tranquilidad, y no se preocupe devolver a los negocios.

-¿No?... -dijo el tacaño con profundo descon-suelo-. Pues si la Facultad quiere que me anime,déjeme pensar en mis negocios, y contar losdías que me faltan para volver a meterme enellos de hoz y de coz... ¡Ay, amigo mío, y sa-pientísimo médico, yo le suplico a usted, por loque más quiera en el mundo, que haga un es-fuerzo, y afine bien su ciencia para curarmepronto, pronto! Lea cuanto hay que leer, estu-

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die cuanto hay que estudiar, y no dude, el emo-lumento será tal que no tenga usted queja demí. Ya sé lo que me responde: que ya lo sabetodo, y no tiene nada que aprender. ¡Ah! Laciencia es infinita: nunca se la posee completa.Se me ocurre que en el archivo de esta su casapodrá haber algún papelote antiguo, que traigatales o cuales recetas para curar esta gaita queyo tengo, recetas que los médicos de ahora noconocen... ¡Por vida de...! ¿Quién me aseguraque los antiguos no conocieron algún zumo dehierbas, unto, o cosa tal, que los modernos ig-noran? Piénselo, y ya sabe que tiene el archivoa su disposición. Me costó un ojo de la cara, yes lástima que no hallemos en él mi remedio.

-¡Quién sabe! -dijo benévolamente el médicopor consolarle-. Puede que entre los papeles deNápoles y Sicilia, haya algún récipe de antiguoalquimista, o curandero nigromante.

-No se ría usted de la magia, ni de aquellostipos que echaban la buenaventura, mirando

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las estrellas. La ciencia es cosa que no tienefin..., ni principio... Y ya que habíamos de cien-cia, dígame: ¿qué demonios es esto que tengo?Porque yo, pensando en ello estos días, creo...se me ha metido en la cabeza que mi mal esfilfa, una indisposición ligera, y que ustedes losseñores médicos creen lo mismo; pero que porguardar la etiqueta... científica, me tienen aquícon todo este aparato escénico de cama, yrégimen, y biblias. Yo me siento ahora bien,muy bien. ¿Me confiesa usted, sí o no, que notengo nada?

-Poco a poco. Su enfermedad no será muygrave; pero tampoco es una desazón leve.Cuidándola, la venceremos.

-¿De modo que puedo confiar...? ¿Usted measegura?... -interrogó el de San Eloy con vivaansiedad.

-Tranquilícese, y tenga confianza en mí, y enDios, en Dios primero.

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-Ya la tengo... ¿Pues qué, el Señor Dios mehabía de dejar en la estacada, sin dar yo motivopara ello? Como usted le ayude con los recur-sos de la Facultad, el Señor no tendrá inconve-niente en que yo vuelva a mis ocupacioneshabituales. Sí, mi querido don Augusto, haráusted un bien a la humanidad, dándome dealta. ¡Tengo un proyecto! ¡Ay, qué proyecto! Esuna idea que a nadie se le ocurre más que a estecura. Usted no entiende de esto, ni yo le fasti-diaré explicándoselo. Cada uno tiene su ciencia,y en la mía, doy yo quince y raya al lucero delalba. Póngame bueno, y temblará el mundo delos negocios con esa combinación que traigoentre ceja y ceja... Tal importancia tiene la cosa,que me conformo con estar bueno el tiemponecesario para mover las fichas en el tablero, yhacer la gran jugada... Y después, no me impor-taría caer malo otra vez... Un paréntesis, Sr. D.Augusto, un paréntesis de salud... Pero no: ser-ía una lástima que después de realizada la ope-ración, reventase yo, sí, para que se quedaran

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riendo los que vienen detrás. Esto no es justo:confiéseme usted que esto no es justo.

Tan vivamente posesionado de su idea le vioMiquis, y tanto le alarmó el brillo de sus ojos yla inquietud de sus manos, que creyó prudentecortar la conversación. Y como para calmarleno había mejor camino que halagar sus deseos,despidiose el doctor dándole seguridades derestablecimiento. Claro: este vendría más pron-to o más tarde, según que el enfermo lo acelera-se con su quietud de cuerpo y espíritu, o lo re-trasara con su impaciencia. Y mientras menospensase en combinaciones financieras mejor.Tiempo había...

Ello es que el hombre quedó gozoso de la vi-sita, y las esperanzas le daban ánimos para so-brellevar las tristezas del régimen dietético y dela encerrona entre sábanas. Hablando con Cruz,le dijo: «Ese D. Augusto es un gran hombre. Measegura que es todo cuestión de unos días... Ybien pudieran darme ustedes algún más ali-

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mento; que yo respondo de digerirlo velis nolis.¡No faltaba más sino que el señor estómagovolviera a las andadas! Los dolores del vientreya no son tan agudos, y lo que es calentura nola tengo... Lo único que recomiendo a usted esque vigile a los cocineros y marmitones, por-que... podría írseles la mano en el condimento,y resultar algo que me envenenara... en princi-pio, por decirlo así. No, no digo yo que me enve-nenen de motu propio, como aquel pillo de Mat-ías Vallejo, y los gansos de sus amigos, que a lafuerza me atracaron de mil porquerías... No, siya sé que usted vigilará... Yo abrigo la convicciónde que con usted no hay cuidado... En fin,arreglárselas entre todos para que yo esté bue-no dentro de unos días, porque, sépalo usted,importa mucho para la familia, y casi, casi estoypor decir para la nación y para todita la huma-nidad, si me apuran. Que si este condenadofenómeno patológico, se agarra más, no sé adónde irá a parar la fortunita reunida con tantotrabajo, y hasta podría suceder que mis hijos, el

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día de mañana, si yo continúo enclenque, notuvieran qué comer».

Echose a reír Cruz, y olvidándose por unmomento de que en aquel caso debía sobrepo-nerse la piedad mentirosa a la verdad que, co-mo inteligencia suprema de la familia, profesa-ba siempre, le amonestó en forma autoritaria:«No piense tanto, no piense tanto en los inter-eses que han de quedarse por aquí; pues aun-que no está en peligro de muerte, ni lo quieraDios, su situación es de las que deben conside-rarse como avisos providenciales, y por tanto,hay que volver los ojos a los intereses de allá, alos eternos, aunque no sea más que para irseacostumbrando. Vamos a ver: ¿todavía le pare-ce a usted que tiene poco dinero, o es que pien-sa llevárselo al otro mundo, para fundar unbanco o sociedad de crédito en las regiones dela Bienaventuranza Eterna?».

-Si fundo o no fundo sociedades de créditoen la Gloria divina, eso no es cuenta de usted.

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Haré lo que me dé la gana, señora mía -dijo, ycon gesto de chiquillo castigado se zambulló enel lecho, y se tapó el rostro con la sábana.

-II-

Por mañana o tarde, Gamborena no dejabade visitarle un solo día, mostrándose cariñosí-simo con el pobre enfermo, a quien hablaba enlenguaje de amigo más que de director espiri-tual. Lo que con este carácter le dijo alguna vez,fue tan delicado, y tan bien envuelto iba enconceptos generales, o de salud, que el otrorecibía la indicación sin alarmarse. Cuando D.Francisco tuvo su cabeza firme, Gamborena leentretenía, contándole casos y pasajes intere-santísimos de las misiones, que el otro escucha-ba con tanto deleite como si le leyeran libros denovela o de viajes. Tan de su gusto era, que másde una vez le mandó llamar antes de la hora enque acostumbraba visitarle, y le pedía un cuen-

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to, como los niños enfermitos al ama o niñeraque les cuida. Y creyendo Gamborena que,aprisionada la imaginación del enfermo, fácil lesería cautivar su voluntad, referíale estupendosepisodios de su poema evangélico: sus trabajosen el vicariato de Oubangui, África ecuatorial, yen pleno país de caníbales, cuando los sacerdo-tes, después de oficiar, se despojaban de susvestiduras, y trabajaban como albañiles o car-pinteros en la construcción de la modesta cate-dral de Brazzaville; la peligrosísima misión enel país de los Banziris, la tribu africana másferoz, donde algunos padres sufrieron martirio,y él pudo escapar por milagro de Dios, conayuda de su sutil ingenio; y por último, la con-movedora odisea de los trabajos en las islasremotas del Pacífico central, el archipiélago deFidji, donde fueron en breve tiempo fundadassetenta iglesias, y convertidos a la fe católicadiez mil canacas.

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Por supuesto, el que Torquemada oyera conviva atención y profundo interés tales narracio-nes, no significaba que las creyese, o que porhechos reales y positivos las estimase. Pensabamás bien que todo aquello había ocurrido enotro planeta, y que Gamborena era un ser ex-cepcional, historiador, que no inventor, de tansublimes patrañas. Teníales por cuentos paraniños grandes o para ancianos enfermos.

No se sabe cómo fue rodando la conversa-ción al terreno en que el sacerdote deseaba en-contrarse con su amigo; pero ello es que unatarde en que vio a Torquemada relativamentetranquilo, se insinuó en esta forma:

«Paréceme, señor mío, que ya no debemosaplazar por más tiempo nuestro asunto. Hacedías, me dijo usted que tenía la cabeza muydébil; hoy la tiene usted fuerte, por lo que veo,y en su interés está que hablemos».

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-Como usted guste -replicó Torquemada,mascullando las palabras y tomando un ligeroacento infantil-. Pero si he de serle franco, noveo tanta prisa. Para mí es indudable que esca-po de esta: me siento bien; espero ponermebueno muy pronto...

-Tanto mejor. ¿Y qué, hemos de esperar a lasúltimas horas para preparamos, cuando ya nohaya tiempo, y llegue tarde la medicina? Va-mos, señor mío, ya no aguardo más. Yo cumplomi deber.

-¡Pero si yo no tengo pecados, diantre! -manifestó D. Francisco entre bromas y veras-.El único que tenía se lo dije la otra tarde. Queme asaltó la idea de que Cruz quería envene-narme... De un mal pensamiento nadie estálibre.

-Ya... ¿Y no hay más? Busque bien, busque.

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-No, no hay más. Aunque usted se enoje, Sr.Gamborena de mis pecados... de mis pecadosno, porque no los tengo..., Sr. Gamborena demis virtudes..., aunque usted se escandalice,tengo que decirle que soy un santo.

-¡Un santo!... Sea enhorabuena. A poco más,me pide que sea yo su penitente, y usted miconfesor.

-No, porque yo no soy cura... Ser santo esotra cosa... dígome santo, porque yo no hagomal a nadie.

-¿Está seguro de ello? No dejaré yo de reco-nocer como verdad lo que acaba de decirme sime lo demuestra. Ea, ya estoy esperando lademostración... ¿Quiere que le abra camino?Pues allá va. Usted no tiene más que un vicio,uno solo, que es la avaricia. Convénzame deque puede ser santo un hombre avariento ycodicioso en grado máximo, un hombre que noconoce más amor que el dinero, ni más afán

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que traer a casa todo lo que encuentra por ahí;convénzame de esto, y yo seré el primero quepida su canonización, Sr. D. Francisco.

-¡Bah, bah!... ¡cuerno!... ¿Ya sale usted con latecla de la avaricia... y del tanto más cuanto?Palabras, palabras, palabras. Ustedes los cléri-gos, vulgo ministros del altar, entenderán deteologías, pero de negocios no entienden unapatata. Vamos a ver: ¿qué mal hay en que yotraiga dinero a casa, si el dinero se deja traer? Yesta gran operación que proyecto, ¿por qué hade ser pecado? ¡Pecado que yo proponga alGobierno la conversión de la Deuda exterior enDeuda interior! A ver, amiguito: ¿dicen algo deesto el Concilio de Trento, los Santos Padres, oel que redactó la Biblia, que parece fue Moisés?¡Demonio, si la conversión del exterior en inter-ior es un gran bien para el país! Dígame usted,señor San Pedro, ¿qué va ganando Dios con quelos cambios estén tan altos? Pues si yo consigobajarlos, y beneficio al país y a toda la humani-

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dad, ¿en qué peco, santísimas biblias?... Peroya, ya sé lo que va a decirme el señor ministrodel altar. Que yo no verifico esta operación porbeneficio de la humanidad, sino por provechomío, y que lo que busco es la comisión queapandamos yo y los demás banqueros que en-tran en el ajo... Pero a esa objeción le contestocon una pregunta: ¿en qué tablas de la ley, o enqué misal, o en qué doctrina cristiana o ma-hometana se dice que el obrero no debe cobrarnada por su trabajo? ¿Es justo que yo arriesguemis fondos, y ande por esas calles como unazacán, de ministerio en ministerio, sin percibirun tanto correspondiente a la cuantía de la ope-ración? Y dígame: hacer un bien al Estado, ¿noes también caridad? ¿Qué es el Estado más queun prójimo grande? Y si se admite que a mí megusta que hagan por mí lo que yo hago por elEstado, ¿no tenemos aquí claro y patente lo deal prójimo como a ti mismo?

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-¡Santo, santo, santo... hosanna!... -exclamóGamborena riendo, pues ¿qué habría de hacerel padrito sino tomarlo a risa?-. Vamos, que laenfermedad le ha hecho a usted gracioso. Con-fieso que me ha entretenido su explicación.Pero, mire usted, no he acabado de convencer-me, y me temo mucho que con tales conversio-nes de deudas, y tanto sacrificio por el Estado ylos cambios y la humanidad, vaya a parar mi D.Francisco a los profundos infiernos, donde aca-barán de ajustarle las cuentas de comisión lostenedores de libros de Satanás, que allí estánencargados de esas y otras liquidaciones. ¡Elinfierno, sí! Hay que decirlo en seco, aunqueusted se me asuste. Allí caen de cabeza los queen vida no supieron ni quisieron hacer otracosa que acumular riquezas, los que no practi-caron ninguna de las obras de misericordia, losque no tuvieron compasión de la miseria, niconsolaron a ningún afligido. ¡El infierno, síseñor! No espere usted de mí más que la ver-dad desnuda, y con todo el rigor de la doctrina.

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Las ofensas hechas a Dios, que es el bien eterno,son las penas eternas que se han de pagar.

-Bah... ya viene usted de malas -dijo Tor-quemada con fingido humor de bromas, ycompletamente acobardado-. ¿Y qué?, ¿no ten-go más remedio que creer en la existencia deese centro todo lleno de lumbre, y en los dia-blos, y en que todo ello debe durar eternida-des?

-Pues claro que tiene que creerlo.

-Corriente... Se creerá, si es obligación. ¿Demodo que ni siquiera puedo ponerlo en tela dejuicio... sino creer a raja tabla, quiero decir...creerlo con los ojos cerrados? (El misionero afir-maba con la cabeza.) Bueno: pues a creer tocan.Quedamos en que hay Infierno; pero en que yono voy a él.

-No irá, siempre que lo procure por los me-dios que le propongo, y que son lo más elemen-

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tal de la doctrina que profeso y quiero inculcar-le.

-Pues inculque cuanto crea necesario, queaquí me tiene dispuesto a todo -dijo D. Francis-co con una conformidad, que al misionero lepareció de bonísimo augurio-. ¿Qué tengo quehacer para salvarme? Explíquese pronto, y conla claridad que debe emplearse en los negocios.Yo, como buen cristiano que soy, quiero y nece-sito la salvación. Hasta por mi decoro debosolicitarla. ¡No está bien que digan...! Pues asalvarnos, Sr. Gamborena: ahora dígame quétengo que hacer, o qué tengo que dar para obte-ner ese resultado.

-III-

-«¡Qué tengo que hacer..., qué tengo quedar!» -repitió Gamborena frunciendo el ceño-.Siempre ha de tratar usted este asunto, como si

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fuera una operación mercantil. ¡Cuánto más levaldría olvidar sus hábitos y hasta su lenguajede negociante! Lo que tiene usted que hacer,señor mío, es purificar su alma de toda esa le-pra de la codicia, ser bueno y humano, mirarmás a las innumerables desdichas que le rode-an para remediarlas, y persuadirse de que no esjusto que uno solo posea lo que a tantos falta.

-Total, que hay muchos, muchísimos pobres.Yo también he sido pobre. Si ahora soy rico, amí mismo me lo debo. Yo no he fracturado ca-jas de nadie, ni he salido a un camino, con tra-buco... Y otra cosa: todos esos pobres que pulu-lan por ahí, yo no los he hecho. ¿Pero no dicenustedes que es muy bonito ser pobre? Dejarlos,dejarlos, y no nos metamos a quitarles su divi-na miseria. Lo cual no es óbice para que yo, enmi testamento, mande repartir socorros, aun-que, la verdad, nunca me ha gustado dar pábuloa la holgazanería. Pero algo dejaré para ayudade un hospital, o de lo que quieran, ¡ñales!...

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dispénseme, se me escapó... Y al santo clero,también le dejaré para misas por mí, y por misdos esposas queridas; que justo es que el cleri-guicio coma... La verdad, hay mucha miseria enel sacerdocio parroquial.

-Bueno es eso -dijo Gamborena con dulzura-,pero no es todo lo que yo quiero... No veo quesalgan del corazón esas ofrendas. Paréceme queusted las dispone como un acto de cumplido,como pagar una visita, como dejar una tarjetaen el momento de salir para un viaje. ¡Ay, ami-go mío! Cuando usted parta para el viaje su-premo, ha de llevar tanto peso en su alma, quele ha de costar trabajillo remontar el vuelo.

-¿Peso... peso? -murmuró el tacaño con tris-teza-. ¡Si nada de lo que tengo he de llevarme, ytodito se ha de quedar por acá!

-Eso es lo que usted siente, que las riquezasaquí se quedan, y no hay que pensar en sutransporte a la eternidad, donde maldita la falta

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que hacen. Allí, las riquezas que se cotizan,tienen otro nombre: llámanse buenas acciones.

-¡Buenas acciones! ¿Y con buenas accionestengo segura la...? -dijo Torquemada, dando demano a su marrullería.

-Pero esas buenas acciones no las veo en us-ted, que es todo sequedad de corazón, egoísmo,codicia.

-¿Sequedad de corazón? Me parece que noestá usted en lo cierto. Sr. Gamborena, yo quie-ro a mis hijos, al primero sobre todo, le adora-ba; yo quise a mis dos señoras, a mi Silvia, y ala que he perdido este año.

-¡Vaya un mérito! ¡Querer a los hijos!... ¡Sihasta los animales los quieren! Si de sentimien-to tan primordial estuviese privado el señorMarqués de San Eloy, sería un monstruo más omenos eximio... ¡Querer a su esposa, a la com-pañera de su vida, a la que le daba posición

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social, un nombre ilustre!... ¿Pues qué menos? Ycuando Dios se la llevó, usted se afligía, es cier-to; pero también rabiaba, protestando de queno se hubiera muerto Cruz, en vez de morirseFidela. Es decir, que se habría alegrado de vermorir a su hermana política.

-¡Hombre, tanto como alegrarme!... Peroplanteado el dilema entre los dos, no podía du-dar un momento.

-Déjese de dilemas. Usted me ha confesadoque deseaba la muerte de Cruz.

-Bueno, pues sí, yo...

-La sequedad de corazón está bien demos-trada. Y la sordidez, la codicia... ciego seráquien no las vea, y usted mismo debe reconoceresas horribles llagas de su ser, y confesarlas.

-Confesado... Arreando. Uno es como es, yno puede ser de otra manera. Sólo cuando se

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acerca el fin, ve uno más claro, y como ya notiene intereses acá, naturalmente, llama por lode allá... Y lo peor es que nos salen con esa ma-traca de las buenas acciones cuando ya no te-nemos tiempo de... verificarlas ni malas ni bue-nas.

-Tiempo tiene usted todavía.

-Lo mismo pienso -dijo el Marqués con cier-to brillo en los ojos-, porque de esta no caigo.Tengo tiempo, ¿verdad?

-Seguramente, y lo aprovecharemos en se-guida.

-¿Cómo?

-Dándome usted su capa.

-¡Ah!... ¿con que quiere usted la capita?, ja,ja...

-Sí, sí; pero entendámonos: quiero la nueva.

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-Hola, hola... ¿la nueva?

-La nuevecita, la número uno. En aquellaocasión, pase que me diera usted un guiñapoque no le servía para nada. Hoy me tiene quedar la prenda que más estime...

-¡Caramba!

-Y además, quiero también su levita, sugabán, chaleco, en fin, la mejor ropa que el ex-celentísimo señor Marqués posea.

-Me va usted a dejar en cueros vivos.

-Así andará más ligero.

-¡Pues no estará poco majo el hombre contoda mi ropa..., ni poco abrigado en gracia deDios!

-No, si no quiero esas prendas para mí. Yave: estoy bien vestido, y no carezco de nada.Las pido para otros que están desnudos.

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-Total, que tengo que vestir a mucha gente.

-Y abrigarles el estómago, darles lo que a us-ted ninguna falta le hace ya. Pero ello ha de sercon efusión del alma, como me dio la capa viejael D. Francisco de marras.

-Bueno, pues formule, formule usted su pro-posición.

-La formularé, descuide. Que si yo no le faci-litara la solución, ya sé que el astuto negocianteque me escucha haría de su capa un sayo, y...

-Venga esa fórmula.

-¡Ah!, no es puñalada de pícaro. Déjemepensarla bien. Pero luego, no se me vuelvaatrás. La capa que pretendo es de un paño tansuperior, que con su importe en venta se han deremediar muchas miserias, muchas. Ya están deenhorabuena los pobres, un sinnúmero de po-bres, media humanidad.

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-Eh... poco a poco -dijo el de San Eloy viva-mente alarmado-. No hay que correrse tanto,señor misionero. Soy enemigo de las exagera-ciones de escuela, y si me extralimito, entonces noseré santo, sino loco, y los locos no van a laGloria, sino al Limbo.

-Usted irá... a donde merezca ir. Delanteverá todos los caminos. Escoja el que le cuadre,pues para eso tiene su libre albedrío. Con lapureza del corazón, con el amor del prójimo,con la caridad, irá fácilmente para arriba... Conlo contrario, abajo sin remedio. Y no crea quepor darme la capa está segura su salvación, sicon aquel pedazo de paño no me entrega elalma.

-¿Entonces...?

-Pero aunque la efusión debe preceder al ac-to, hay casos en que el acto produce la efusión,o por lo menos la ayuda. De modo que siempre

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va usted ganando... Y no me detengo más, ami-go mío.

-Pero no se vaya sin que nos pongamos deacuerdo siquiera en las bases...

-Déjeme a mí, que yo me encargo de las ba-ses. Por ahora, no le conviene más conversa-ción. Bastante hemos hablado. A descansar y atener calma y confianza en la voluntad de Dios.Esta noche, si usted se encuentra bien, entraréotro ratito. Adiós.

Quedose D. Francisco muy caviloso conaquello de dar la capa, y en verdad, no llegaba acomprender qué demonios entendía por capa elbeato Gamborena. Y bien pudiera ser que, es-timada la prenda en un valor fabuloso, nohubiese manera de arreglarse con él. Deseabaque llegara la noche para conferenciar nueva-mente con el clérigo sobre aquel asunto, y fijarpor sí mismo las consabidas bases. Por su des-gracia, al anochecer fue acometido de violentí-

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simos dolores en el vientre, de arcadas y angus-tias tales, que el hombre llegó a creer que semoría; y el miedo le duplicaba el mal, y sustemores y sus bascas, formando un conjuntoimponente, hicieron creer a toda a familia quellegaba la última hora del señor Marqués deSan Eloy. Acudió Miquis presuroso, y ordenóinyecciones de morfina y atropina. A eso de lasdiez amainó la tormenta; pero el enfermo sehallaba destroncado, aturdido, tembloroso depies y manos, y tan descompuesto de rostrocomo de espíritu, sin dar pie con bola en nadade lo que decía. Ansiaba tomar alimento, y lehorrorizaba lo mismo que apetecía. En vista dela gravedad del mal, la familia obtuvo de Mi-quis que se quedase allí toda la noche. Rufinitay Cruz resolvieron velar, y Donoso, como elmás abonado para ello, se encargó de preparara su amigo para aquellos actos y disposicionesque, por lo apretado de la situación, no debíanprorrogarse más. Antes de dar este paso, hubode conferenciar con el buen doctor, que prome-

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tió abrirle camino en la primera ocasión que sele presentara.

En efecto, llamado a su cabecera por donFrancisco, que animarse quería con la presenciadel médico eminente, Augusto le dijo:

«Señor Marqués, no hay que amilanarse.Hemos tenido un retroceso. Pero ya echaremosotra vez el carro para adelante».

-No aludirá usted al carro fúnebre...

-¡Oh!, no.

-Porque yo, aunque me siento muy mal estanoche, no creo que... Usted, ¿qué opina? Confranqueza...

-Opino que, sin haber peligro por el momen-to, podría suceder que tardase usted algunosdías en reponerse. El sábado convinimos enaguardar la mejoría para que usted pudiesesatisfacer tranquilamente su... su noble deseo

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de cumplir... vamos, de cumplir con su con-ciencia, como buen cristiano. Ahora pienso que,en vez de esperar la mejoría... mejoría segura;pero que tardará quizás dos, tres días... debemosrealizar ese acto, pues... ese acto que, segúndice la experiencia, es tan provechoso para elcuerpo como para el alma... Digo, si a usted leparece...

-Ya, ya... -murmuró D. Francisco, que sehabía quedado sin aliento, y sintió un frío mor-tal que hasta los huesos le penetraba. Por uninstante creyó que el techo se le caía encimacomo una losa, y que la estancia se quedaba enprofunda obscuridad... Su inmenso pánico ledejó sin palabra y hasta sin ideas.

-IV-

«Eso quiere decir -balbució a los diez minu-tos de oír a su médico-, que... vamos, ya me lo

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barruntaba yo al verle a usted aquí tan tarde.¿Qué hora es? No, no quiero saberlo. El que-darse aquí el médico toda la noche, señal es deque esto va medianillo. ¿No es eso? ¡Y ahora,con lo que me ha dicho...!».

Donoso intervino con toda su diplomacia,corroborando las aseveraciones del doctor. «Sise le propone a usted, mi querido amigo, queno retrase lo que hace días pensó... un acto depiedad tan hermoso, tan dulce, tan consolador;si se le propone anticiparlo, digo, es porque enla conciencia de todos está que tantas ventajasproporciona al espíritu como a la materia. Losenfermos, después de cumplir con esos debereselementales, se animan, se alegran, se entonany cobran grandes ánimos, con lo cual, la dolen-cia, en la casi totalidad de los casos, se calma, ce-de, y en más de una ocasión desaparece porcompleto. Yo profeso la teoría de que debemoscumplir, cuando estamos bien, o siquiera regu-

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lar, para no tener que hacerlo atropelladamen-te, y de mala manera».

-Corriente -dijo D. Francisco suspirandofuerte-, y yo también he oído que muchos en-fermos graves hallaron mejoría sólo con cum-plir el mandamiento, y hasta hubo alguno, de-sahuciado... ahora lo recuerdo..., el tahonero dela Cava Baja, que ya estaba medio muerto, y elsanto Viático fue para él la resurrección. Por ahíanda tan campante.

-Hay miles de casos, miles.

-Pues será casualidad -indicó el enfermo,sonriendo melancólico-; pero ello es que sólo dehablar de eso parece que estoy un poquitín me-jor. Si tuviera sueño, dormiría un rato antesde... Pero no es fácil que yo pueda dormir.Quiero hablar con Cruz. Avisarle.

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-Si estoy aquí -dijo la dama, adelantándosedesde la penumbra en que se escondía-.Hablemos todo lo que usted quiera.

Retirándose los demás, y Cruz, sentada jun-to al lecho, se dispuso a oír lo que su ilustrecuñado tenía que decirle. Mas como pasase unrato y otro sin formular concepto alguno, ni darmás señal de conocimiento que algún suspiroque a duras penas echaba de su angustiadopecho, levantose la dama para mirarle de cercael rostro, y poniendo su mano sobre la de él, ledijo cariñosamente:

«Ánimo, D. Francisco. No pensar más queen Dios, créame a mí. Cualquiera que sea elresultado de esta crisis, dé usted por concluidotodo lo que pertenece a este mundo miserable.¿Que mejora usted? Sea para bien de Dios, ypara rendirle homenaje en los últimos días».

-Ya pienso, ya pienso en Él -replicó donFrancisco, articulando las palabras con dificul-

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tad-. Y usted, Crucita, que tiene tanto talento,¿cree que el Señor hará caso de mí?

-¡Dudar de la Misericordia Divina! ¡Qué abe-rración! Un arrepentimiento sincero borra todaslas culpas. La humillación es el antídoto de lasoberbia; la abnegación, la generosidad lo sondel egoísmo. Pensar en Dios, pedirle la gracia...y la gracia vendrá. La conciencia se ilumina, elalma se transforma, se abrasa en un amor ar-diente, y con el deseo ardiente de ser perdona-do basta...

-Ha dicho usted abnegación, generosidad -murmuró Torquemada, con voz que apenas seoía-. Sepa que el padre Gamborena me pedía lacapa... ¿Sabe usted lo que es la capa? Pues se lahe dado... Estoy aquí esperando a que formulelas bases... Luego hablaré con Donoso sobre lasdisposiciones testamentarias, y dejaré... ¿Ustedqué opina? ¿Debo dejar mucho para los pobres?¿En qué forma, en qué condiciones? No olvideusted, que a veces, todo lo que se les da va a

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parar a las tabernas, y si se les da ropa, va aparar a las casas de empeño.

-No empequeñezca usted la cuestión. ¿Quie-re saber lo que pienso?

-Sí, lo quiero, y pronto.

-Ya sabe usted que yo todo lo pienso engrande, muy en grande.

-En grande, sí.

-Ha reunido usted un capital enorme; con suingenio, ha sabido traer a su casa dineralescuantiosos... que en su mayoría debieron que-darse en otras partes; pero los ha traído no sécómo, forzando un poco la máquina sin duda.Caudal tan inmenso no debe ser de una solapersona: así lo pienso, así lo creo, y así lo digo.Desde la muerte de mi hermana, han variadomis ideas sobre este particular; he meditadomucho en las cosas de este mundo, en los ca-

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minos para encontrar la salud eterna en el otro,y he visto claro lo que antes no veía...

-¿Qué...?, ya.

-Que la posesión de riquezas exorbitantes escontra la ley divina, y contra la equidad huma-na, malísima carga para nuestro espíritu; pési-ma levadura para nuestro cuerpo.

-¿Entonces, usted...?

-¿Yo? Hoy consagro a socorrer miserias todolo que me sobra después de atendidas mis ne-cesidades. Pienso reducirlas a los límites de lamayor modestia, en lo que me quede de vida, ycuando esto haga, destinaré mayor cantidad afines piadosos. En mi testamento dejo todo alos pobres.

-¡Todo!

La estupefacción de D. Francisco se manifes-taba repitiendo la palabra todo con intervalos de

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una precisión lúgubre, como los que medianentre los dobles de campanas tocando a fune-ral.

«¡Todo!».

-Sí señor. Ya sabe usted que en mis ideas, enmi manera personal de ver las cosas, no cabenpartijas, ni mezquindades, ni términos medios.He dado todo a la sociedad, cuando no tenía yomás mira que el decoro de la familia, de sunombre de usted y del mío. Ahora, que lasgrandezas adquiridas se vuelven humo, lo doytodo a Dios.

-¡Todo!

-Lo devuelvo a su legítimo dueño.

-¡Todo!

-Ya hemos hablado de mí más de lo que yomerezco. Hablemos ahora de usted, que es lomás importante por ahora. Me pide mi opinión,

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y yo se la doy como se la he dado siempre, conabsoluta franqueza, si me lo permite, con laautoridad un tanto arrogante, que usted llama-ba despotismo, y que era tan sólo el convenci-miento de poseer la verdad en todo lo concer-niente a los intereses de la familia. Antes mirépor su dignidad, por su elevación, por ponerleen condiciones de acrecentar su fortuna. Ahora,en estos días de desengaño y tristeza, miro porla salvación de su alma. Antes, me empeñé enguiarle a las alturas sociales, sirviéndole delazarillo; ahora, todo mi afán es conducirle a lamansión de los justos...

-Diga pronto... ¿Qué debo yo hacer?... ¡Todo!

-Creo en conciencia -dijo Cruz con ceremo-niosa voz, acercándose más, y recibiendo delleno en sus ojos la mirada mortecina de losojos del tacaño-, creo en conciencia que, des-pués de reservar a sus hijos los dos tercios quemarca el código, dando partes iguales a cada

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uno, debe usted entregar el resto, o sea el terciodisponible..., íntegramente... a la Iglesia.

-A la Iglesia -repitió D. Francisco, sin hacerel menor movimiento-. Para que cuide de re-partirlo... ¡Todo!... ¡a la Iglesia...!

Alzando los dos brazos con cierta solemni-dad sacerdotal, los dejó caer pesadamente so-bre las sábanas.

«¡Todo!... a la Iglesia... el tercio disponible...¿Y de este modo, me aseguran que...?».

Sin parar mientes en lo que expresaba elúltimo concepto, Cruz siguió desarrollando suidea en esta forma:

«Piénselo bien, y verá que en cierto modo esuna restitución. Esos cuantiosísimos bienes, dela Iglesia han sido, y usted no hace más quedevolverlos a su dueño. ¿No entiende? Oigauna palabrita. La llamada desamortización, que

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debiera llamarse despojo, arrancó su propiedada la Iglesia, para entregarla a los particulares, ala burguesía, por medio de ventas que no eransino verdaderos regalos. De esa riqueza distri-buida en el estado llano, ha nacido todo estemundo de los negocios, de las contratas, de lasobras públicas, mundo en el cual ha traficadousted, absorbiendo dinerales, que unas vecesestaban en estas manos, otras en aquellas, y queal fin han venido a parar, en gran parte, a las deusted. La corriente varía muy a menudo dedirección; pero la riqueza que lleva y trae siem-pre es la misma, la que se quitó a la Iglesia. ¡Fe-liz aquel que, poseyéndola temporalmente porlos caprichos de la fortuna, tiene virtud paradevolverla a su legítimo dueño!... Con que yasabe lo que opino. Sobre la forma de hacer ladevolución, Donoso le informará mejor que yo.Hay mil maneras de ordenarlo y distribuirloentre los distintos institutos religiosos... ¿Quécontesta?».

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Hizo Cruz esta pregunta, porque D. Francis-co había enmudecido. Pero el temor de quehubiera perdido el conocimiento era infunda-do; que bien claras oyó el enfermo las opinionesde su hermana política. Sólo que su espíritu serecogió de tal modo en sí, que no tenía fuerzapara echar al exterior ninguna manifestación.Había cerrado los ojos; su semblante imitaba lamuerte. Mirando para su interior, se decía: «Yano hay duda; me muero. Cuando esta sale porese registro, no hay esperanza. ¡Todo a la Igle-sia!... Bueno, Señor, me conformo, con tal queme salve. Lo que es ahora, o me salvo, o no hayjusticia en el cielo, como no la hay en la tierra».

«¿Qué contesta? -repitió Cruz-. ¿Se ha dor-mido?».

-No, hija, no duermo -dijo el pobre señor convoz tan desmayada que parecía salir de lo pro-fundo, y sin abrir los ojos-. Es que medito, esque pido a Dios que me lleve a su seno, y me

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perdone mis pecados. El Señor es muy bueno,¿verdad?

-¡Tan bueno, que...!

La emoción que la noble dama sentía ahogósu voz. Abrió al fin Torquemada sus ojuelos, yella y él se contemplaron mudos un instante,confirmando en aquel cambio de miradas surespectivo convencimiento acerca de la bondadinfinita.

-V-

Diéronle champagne helado, consommé hela-do, único alimento posible, y pasó tranquilocomo una hora, hablando a ratos con voz ca-vernosa y empañada. Llamando a su lado aGamborena, le dijo en secreto:

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«¡La capa!... todo... todo lo disponible... parausted, señor San Pedro de mi alma. Ya Donosotiene instrucciones...».

-Para mí no. No quiero dejar de hacer unaaclaración. Cruz aconsejó a usted, por sí y antesí, lo que acaba de decirme el Sr. Donoso. Yonada tengo que ver en eso. Predico la moralsalvadora, amonesto a las almas, les indico elcamino de la salud; pero no intervengo en elreparto de los bienes materiales. Al pedir a us-ted la capa, le signifiqué que no olvidara en susdisposiciones a los menesterosos, a los ham-brientos, a los desnudos. Nunca pensé que mipetición se interpretara como un propósito,como un deseo de que la capa, o el valor de lacapa, viniese a mis manos, para rasgarla y dis-tribuir sus pedazos. Estas manos no tocaronjamás dinero de nadie, ni han recibido deningún moribundo manda, ni legado. Delo us-ted a quien quiera. Otra cosa diré, que ya hemanifestado al Sr. Donoso. Mi Congregación no

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admite donativos testamentarios, ni cosa algu-na en concepto de herencia; mi Congregaciónvive de la limosna, y tiene fijadas, para poderpercibirla, cifras mínimas que en ningún casopueden alterarse.

-¿Según eso -dijo D. Francisco, recobrandopor un instante la viveza de su espíritu-, ustedno quiere...? Pues ya lo acordé... Todo a la Igle-sia, y usted, mi señor San Pedro, será quien...

-Yo no. Otros hay más abonados que yo paraesa comisión. Ni yo ni mis hermanos podemosrecibir encargos de esa especie. Alabo su reso-lución, la creo utilísima para su alma; pero alláotros recibirán la ofrenda, y sabrán aplicarla albien de la cristiandad.

-¿De modo que... no quiere?... Pues yo ac-cedí, pensando en usted, en su Congregación,que es toda de santos... ¿Qué dice Donoso?¿Qué dice Cruz?... Pero usted no me abando-nará. Usted me dirá que me salvo.

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-Se lo diré cuando sepa que puedo decírselo.

-¿Pues a cuándo espera, santo varón? -replicó Torquemada con impaciencia, revol-viéndose entre las sábanas-. Ahora, ahora, des-pués del sacrificio que acabo de hacer... ¡todo,Señor, todo!... ahora, ¿no merezco yo que se mediga, que se me asegure...?

-¿Ha tomado usted esa resolución con mirasde caridad, con ardiente amor del prójimo yansia verdadera de aliviar las miserias de sussemejantes?

-Sí señor...

-¿Lo ha hecho con el alma puesta en Dios, ycreyéndose indigno de que se le perdonen susculpas?

-Claro que sí.

-Mire, señor Marqués, que a mí puede enga-ñarme, a Dios no, porque todo lo ve. ¿Está us-

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ted bien seguro de lo que dice?, ¿habla con laconciencia?

-Soy muy verídico en mis tratos.

-Esto no es un trato.

-Bueno, pues lo que sea. Yo me he propuestosalvarme. Naturalmente, creo todo lo que man-da Dios que se crea. ¡Pues estaría bueno queviéndome tan cerca del fin, saliéramos ahoracon que no creo tal o cual punto...! Fuera dudas,para que se vayan también fuera los temores.Yo tengo fe, yo deseo salvarme, y me pareceque lo demuestro dando el tercio disponible ala santa Iglesia. Ella lo administrará bien: hayen las distintas religiones hombres muy celososy muy buenos administradores... ¡Oh, mi dine-ro estará en muy buenas manos! ¡Cuánto mejorque en las de un heredero pródigo y mala cabe-za, que lo gaste en porquerías y estupideces! Yaveo que se harán capillas y catedrales, hospita-les magníficos, y que la posteridad no dirá:

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«¡ah, el tacaño!... ¡ah, el avariento!... ¡ah, el jud-ío!...» sino que dirá: «¡oh, el magnífico!... ¡oh, elgeneroso prócer!... ¡oh, el sostenedor del Cris-tianismo!...». Mejor está el tercio disponible enmanos eclesiásticas, que en manos seglares, degente rumbosa y desarreglada. No apurarse,señor San Pedro; nombraré una junta de perso-nas idóneas, presidida por el señor Obispo deAndrinópolis. Y en tanto, cuento con usted: nome abandone, ni me ponga peros para la entra-da en el reino celestial.

-No hay tales peros -díjole Gamborena conexquisita bondad y dulzura-. Tenga usted jui-cio, y entréguese a mí con entera confianza. Loque digo es que su resolución, mi Sr. D. Fran-cisco, con ser buena, bonísima... no basta, nobasta. Se necesita algo más.

-¡Pero, Señor, más todavía!

-No vaya a creer que regateo la cantidad.Aunque ese tercio disponible fuera una cifra de

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millones tan alta como la que representan todaslas arenas del mar, no bastaría si el acto no sig-nificara, al propio tiempo, un movimiento es-pontáneo del corazón, si no lo acompañase laofrenda de la conciencia purificada. Esto esmuy claro.

-Sí, muy claro... Abundo en esas ideas.

-Porque, amigo mío -añadió el sacerdote conmucha gracia, incorporándose para verle decerca el rostro-, no me atrevo a sospechar queusted piense en conseguir su entrada en el Cie-lo sobornándome a mí, al guardián de la puer-ta. Si tal creyese mi señor Marqués de San Eloy,no sería el primero. Muchos creen que dandouna propinilla al Santo... Pero no, usted no esde esos, usted ha vuelto ya los ojos a Dios,apartándolos para siempre de la vileza de losbienes temporales y caducos; usted tiene ya ladivina luz en su conciencia, lo veo, lo conozco;esta noche, en un ratito de descanso, hemos dequedar muy amigos, muy conformes en todo,

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usted muy consolado, con el alma serena, libre,llena de confianza y amor, yo satisfecho, y máscontento que unas pascuas.

Torquemada había cerrado los ojos, mirandopara dentro de sí, y no contestaba más que conligeros movimientos de cabeza a las sentidasamonestaciones de su amigo y padre espiritual.Aprovechó este la buena ocasión que la relativatranquilidad del enfermo le ofrecía, y ex-hortándole con su palabra persuasiva y cariño-sa, hecha a la domesticación de las fierashumanas más rebeldes que cabe imaginar, a lamedia hora le había puesto tan blando que na-die le conocía, ni él mismo se conociera, si pu-diera verse desde su ser antiguo.

Descansó después algunas horas, y a la ma-drugada volvió el padrito a cogerle por sucuenta, temeroso de que se le fuera de entre lasmanos. Pero no: bien asegurado estaba, humil-de y con timidez mimosa de niño enfermo, des-compuesto el carácter, del cual sólo quedaban

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escorias, destruida su salvaje independencia. Lacertidumbre de su próximo fin le transformabasin duda, obraba en su espíritu como la enfer-medad en su organismo, devorándolo, conefectos semejantes a los del fuego, y reducién-dolo a cenizas. Su voz quejumbrosa despertabaen cuantos le oían una emoción profunda. Elgenio quisquilloso y las expresiones groseras ydisonantes, ya no atormentaban a la familia yservidumbre. Todo era concordia, lástima,perdón, cariño. Tal beneficio había hecho lamuerte, con sólo llamar a la puerta del pecador.Agobiado este por el mal, que de hora en horale iba consumiendo, apenas tenía fuerzas paraarticular palabras breves, de ternura para suhija y para Cruz, de bondad paternal para lasdemás personas que le rodeaban. No se movía;su cara terrosa hundíase en las almohadas, y enla cara los ojos, con los cuales hablaba más quecon la lengua. Creyérase que con ellos implora-ba el perdón de su egoísmo. Y con ellos parecíadecir también: «Os lo entrego todo, mi alma y

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mis riquezas, mi conciencia y mi carácter, paraque hagáis de ello lo que queráis. Ya no soynada, ya no valgo nada. Heme vuelto polvo, ycomo polvo os pido que sopléis en mí para lan-zarme al viento y difundirme por los espacios».

Lleváronle el Señor ya muy avanzada lamañana, sin pompa, con asistencia tan sólo delas personas de mayor intimidad. Más hermosaque nunca pareció aquel día la mansión ducal,sirviendo de marco espléndido a la patéticaceremonia, y al concurso grave que desfiló porel vestíbulo y galerías espaciosas, pobladas derepresentaciones de la humana belleza. La ser-vidumbre, muy mermada desde el modus viven-di, asistió de rigurosa etiqueta. La capilla, quecon tanta cera encendida era un ascua de oro,se llenó de monjitas blancas y azules, de seño-ras con mantilla negra. En la alcoba del enfer-mo púsose un altar, con el tríptico de JuanEyck, que había presidido la capilla ardiente deFidela. La entrada del Viático produjo en todo

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cuanto contenía la cavidad de aquella moradade príncipes, en todo absolutamente, lo vivo ylo figurado, personas y cosas, arte y humani-dad, una emoción profunda. Al penetrar la Ma-jestad Divina en la alcoba, la emoción total fuemás intensa, realzada por el silencio que dentroy fuera envolvía el solemne acto. La voz delsacerdote sonó con placidez amorosa en mediode aquella paz. Las llamas movibles de loshachones teñían de un amarillo de oro viejo laescena y sus figuras. Al recibir a Dios, D. Fran-cisco Torquemada, Marqués de San Eloy, pa-recía otro. No era el mismo de antes, ni tampo-co el mismo de la noche anterior, con la caraterrosa y los ojos apagados. Fuese por el reflejode las luces o por alguna causa interna, ello esque la piel de su rostro recobró los colores de lavida, y su mirada la vivez de sus mejores tiem-pos. Expresaba un respeto hondo, una cortedadde genio que rayaba en pueril timidez, unacompunción indefinible, que lo mismo podía

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significar todas las ternezas del alma que todoslos terrores del instinto.

Terminado el acto, prodújose el ruido de lasalida, las pisadas, los rezos, el tilín de la cam-pana: la procesión descendió la escalera, y reco-rriendo de nuevo la gran galería, salió a la calle,volviendo todas las cosas del palacio a su sernatural. En la capilla se aglomeró mucha gente;unos entraron ávidos de oración, otros de ad-mirar las preciosidades artísticas que adorna-ban el altar. Y el enfermo, en tanto, después dehablar poco y bueno con Gamborena, Cruz yDonoso, en lenguaje afectuoso, cándido, senci-llo, congratulándose de todo corazón de lo quehabía hecho, y recibiendo con alegría los para-bienes, sintió viva necesidad de descanso, comosi el acto religioso determinara en su fatigadoorganismo una sedación intensísima. Cerrandolos párpados, durmió tan sosegada y profun-damente, que al pronto le creyeron muerto.Pero no: dormía como un bendito.

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-VI-

La familia y amigos vieron con regocijoaquel descanso del pobre enfermo, aunque ten-ían por inevitable el término funesto del mal.En la estancia próxima a la alcoba, hallábansetodos, esperando a ver en qué pararía sueño tanlargo, y si Donoso y Cruz manifestaron ciertorecelo, no tardó en tranquilizarles Augusto Mi-quis diciéndoles que aquel dormir era de losque traen el descanso y la reparación del orga-nismo, fenómeno lisonjero en el proceso de laenfermedad, sin que por ello disminuyera elpeligro inminente e irremediable. Convenía,pues, no turbar aquel sueño, precursor de unalivio seguro, aunque de corta duración. Espe-raron, no sin cierta desconfianza de lo que eldoctor les dijo, y por fin, ya muy avanzada latarde, oyendo que don Francisco daba una granvoz, acudieron presurosos allá, y le vieron des-perezándose y bostezando. Estiró los brazostodo lo que pudo, y luego, con semblante ri-

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sueño, les dijo: «Estoy mejor... Pero muy me-jor... Probad a darme algo de comer, que... mal-dita sea mi suerte si no tengo un poquitín dehambre».

Oyose en torno al lecho un coro de plácemesy alabanzas, y pronto le trajeron un consommériquísimo, del cual tomó algunas cucharadas, yencima un trago de Jerez. «Pues miren, muchotiempo hace que no paso el alimento con tanbuena disposición. Tengo lo que se llama apeti-to. Y me parece que esta sustancia me caerábien...».

-¿Qué tiene usted que decir ahora? -le pre-guntó Cruz gozosa y triunfante-. ¿Es o no cosaprobada que el cumplir nuestros deberes decristianos católicos nos trae siempre bienes, sincontar los del alma?

-Sí, tiene usted razón -replicó D. Francisco,sintiendo que se le comunicaba el júbilo de sufamilia y amigo-. Yo también lo creía... y por

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eso me apresuré a recibir al Señor. ¡Bendito seael Ser Supremo que me ha dado esta mejoría,esta resurrección, por decirlo así, pues si esto noes resucitar, que venga Dios y lo vea! Y yo hab-ía oído contar casos verdaderamente milagro-sos... enfermos desahuciados que sólo con lavisita de Su Divina Majestad volvieron a la viday a la salud. Casos hay, y bien podría sucederque yo fuera uno de los más sonados.

-Pero por lo mismo que tenemos mejoría -díjole Donoso, que no quería verle tan par-lanchín-, conviene guardar quietud, y no hablardemasiado.

-¿Ya sale usted, amigo Donoso, con sus par-simonias y sus camaldulerías? Pues, si me apu-ran, soy capaz de... ¿Qué apuestan a que melevanto y voy a mi despacho, y...?

-Eso de ninguna manera.

-¡Jesús, qué desatino!

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Y las manos de todos se extendieron sobre élcomo para sujetarle, por si realmente intentaballevar a cabo su insana idea.

«No, no asustarse -dijo el enfermo afectandodocilidad-. Ya saben que no obro nunca conprecipitación. En la camita estaré hasta queacabe de reponerme. Y crean, como yo creo enDios y le reverencio, que me siento mejor, muymejor, y que estoy en vías de curación».

-Opino, mi Sr. D. Francisco -le dijo Gambo-rena muy cariñoso-, que la mejor manera deexpresar su gratitud al Dios Omnipotente, quehoy se ha dignado visitarle y ser con usted encuerpo y sangre, consiste en la conformidadcon lo que Él determine, cualquiera que su fallosea.

-Tiene razón, mi buen amigo y maestro -replicó Torquemada, llamándole a sus brazos-.A usted, a usted le debo la salud, digo, estealivio. Yo me avengo a todo lo que el Señor

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quiera disponer respecto a mí. Si quiere ma-tarme, que me mate; no me opongo. Si quieresanarme, mejor, mucho mejor. Tampoco debohacer ascos a la vida, si el bendito Señor quieredármela por muchos años más... ¡Oh, padrito,qué bueno es estar bien con Dios, decirle todoslos pecados, reconocer uno los puntos negrosde su carácter, acordarse de que nunca ha sidouno blando de corazón, y en fin, llenarse debuena voluntad y de amor divino! Por que, sinir más lejos, Dios hizo el mundo, después pade-ció por nosotros... esto es obvio. Luego debemosamarle, y hacer, y sentir, y pensar todo lo quenos diga el bueno del padrito. Conforme, con-forme; deme usted otro abrazo, Sr. Gamborena,y tú, Rufinita, abrázame también, y abrácenmeCruz y Donoso. Bien, ya estoy contento, porqueme reconozco muy cristiano, y juntos damosgracias al Todopoderoso por haberme curado,digo, aliviado... Sea lo que Él quiera, y cúmpla-se su voluntad.

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-Bien, bien.

-¡Qué bueno es el Señor! Y yo qué malo has-ta ahora por no haberlo declarado y reconocidoa priori. Pero no viene tarde quien a casa llega,¿verdad?

-Verdad.

-¡Que viva Cristo y su Santa Madre! ¡Y yo,miserable de mí, que desconfiaba de la infinitamisericordia! Pero ahora no desconfío; que bienclara la veo. Y no me vuelvo atrás, ¡cuidado!, denada de lo que concedí y determiné. El Señorme ha iluminado, y ahora he de seguir una líneade conducta diametralmente opuesta...

A ninguno de los presentes le pareció bienque hablase tanto; ni les gustaba verle tan avis-pado. Diéronle otro poco de caldo y de vino,que le cayó tan bien como la dosis que habíatomado anteriormente, y previo acuerdo de lafamilia, dejáronle solo con Donoso, que aprove-

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char quiso la mejoría para hablarle de las dis-posiciones testamentarias, y acordar los últimosdetalles, a fin de que todo quedase hecho aquelmismo día. Hablaron sosegadamente, y Tor-quemada confirmó sus resoluciones respecto ala manera de distribuir sus cuantiosas riquezas.El buen amigo le propuso algunos extremos, queel otro aceptó sin vacilar. Como era hombre quenunca dejaba de poner reparos a lo que no hab-ía discurrido él mismo, Donoso veía con recelotanta mansedumbre. «Todo, todo lo que ustedquiera -le dijo Torquemada-. Hágase el testa-mento, concebido en los términos que usted creaoportunos... En todo caso, las disposicionestestamentarias pueden modificarse el día demañana, o cuando a uno le acomode».

Donoso se calló, y siguió tomando nota.

«No quiere decir que yo piense modificarlas-añadió D. Francisco, que por el desahogo conque hablaba parecía completamente restableci-do-. Soy hombre de palabra; y cuando digo

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¡hecho!, la operación queda cerrada. No, noquiero en manera alguna romper mis buenasrelaciones con el señor Dios, que tan bien se haportado conmigo... ¡No faltaba más! Soy quiensoy, y Francisco Torquemada no se vuelve atrásde lo dicho. El tercio enterito para la santa Igle-sia, repartido entre los distintos institutos reli-giosos que se dedican a la enseñanza y a la ca-ridad... Se entiende que eso será después de mifallecimiento... Claro».

Trataron de otros extremos que al nombra-miento de albaceas se contraía, y Donoso, contodos los datos bien seguros, le incitó a la quie-tud, al silencio, y casi estuvo por decir a la ora-ción mental; pero no lo dijo.

«Conforme, mi querido D. José María -replicó el enfermo-; pero al sentirme bien, nopuede desmentirse en mí el hombre de activi-dad. Confiéseme usted que yo tengo siete vidascomo los gatos. Vamos, que de esta escapo. No,si estoy muy agradecido a Su Divina Majestad,

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pues la salud que recobraré, ¿a quién se la de-bo? Verdad que yo puse de mi parte cuanto seme exigió, y estoy muy contento, pero muycontento de ser buen cristiano».

-Digo lo que Gamborena: que hay que con-formarse con la voluntad de Dios, y aceptar deÉl lo que quiera mandarnos, la vida o la muer-te.

-Justamente, lo que yo digo y sostengo tam-bién, de motu propio; y la voluntad de Dios esahora que yo viva. Lo siento en mi alma, en micorazón, en toda mi economía, que me dice: «vi-virás para que puedas realizar tu magno pro-yecto».

-¿Qué proyecto?

-Pues al abrir los ojos después de aquel sue-ño reparador, me sentí con las energías desiempre en el pensamiento y en la voluntad.Desde que volví a la vida, mi querido D. José,

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se me llenó la cabeza de las ideas que hacetiempo vengo acariciando, y hace poco, mientrasabrazaba a toda la familia, pensaba en las com-binaciones que han de hacer factible el negocio.

-¿Qué negocio?

-¡Hágase usted el tonto! ¿Pues no lo sabe? Elproyecto que presentaré al Gobierno para con-vertir el Exterior en Interior... Con ello se saldala deuda flotante del Tesoro, y se llegará a launificación de la deuda del Estado, bajo la basede Renta única perpetua Interior, rebajando el in-terés a tres por ciento. Ya sabe usted que en laconversión se incluyen los Billetes Hipotecariosde Cuba.

-¡Oh!... sí, gran proyecto -dijo Donoso alar-mado de la excitación cerebral de su amigo-;pero tiempo hay de pensarlo. Para eso el Go-bierno tiene que pedir autorización a las Cortes.

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Se pedirá, hombre, se pedirá, y las Cortes laconcederán. No se apure usted.

-Yo no me apuro, digo que no debemos, porel momento, pensar en esas cosas.

-Pero venga usted acá. Al sentirme aliviadoy en vías de curación, veo yo la voluntad deDios tan clara, que más no puede ser. Y el Se-ñor, dígase lo que se quiera, me devuelve lavida, a fin de que yo realice un proyecto tanbeneficioso para la humanidad, o, sin ir tan le-jos, para nuestra querida España, nación aquien Dios tiene mucho cariño. Vamos a ver:¿no es España la nación católica por excelencia?

-Sí, señor.

-¿No es justo y natural que Dios, o sea la Di-vina Providencia, quiera hacerle un gran favor?

-Seguramente.

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-Pues ahí lo tiene usted; ahí tiene por qué elSumo Hacedor no quiere que yo me muera.

-¿Pero usted cree que Dios se va a ocuparahora de si se hace o no se hace la conversióndel Exterior en Interior?

-Dios todo lo mueve, todo lo dirige, lo mis-mo lo pequeño que lo grande. Lo ha dichoGamborena. Dios da el mal y el bien, segúnconvenga, a los individuos y a las naciones. Alos pájaros les da el granito o la pajita de que sealimentan, y a las colectividades... o un palocuando lo merecen, verbigracia, el Diluvio Uni-versal, las pestes y calamidades, o un beneficio,para que vivan y medren. ¿Le parece a ustedque Dios puede ver con indiferencia los malesde esta pobre nación, y que tengamos los cam-bios a veintitrés? ¡Pobrecito comercio, pobrecitaindustria, y pobrecitas clases trabajadoras!

-Sí, muy bien, muy bien. Me gusta esa lógica-díjole Donoso, creyendo que era peor contra-

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riarle-. No hay duda de que el Autor de todoslas cosas desea favorecer a la católica España, ypara esto, ¿qué medio mejor que arreglarle suHacienda?

-Justo... -agregó Torquemada con énfasis-.No sé por qué razón no ha de mirar Su DivinaMajestad las cosas financieras, como mira unbuen padre los trabajos diferentes a que se de-dican sus hijos. Es muy raro esto, señores bea-tos: que en cuanto se habla de dinero, del santodinero, habéis de poner la cara muy compun-gida. ¡Biblias! O el Señor tira de la cuerda paratodos, o para ninguno. Ahí tiene usted a losmilitares, cuyo oficio es matar gente, y noshablan del Dios de las Batallas. Pues ¿por qué,¡por vida de los ñales!, no hemos de tener tam-bién el Dios de las Haciendas, el Dios de los Presu-puestos, de los Negocios o del Tanto más cuanto?

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-VII-

-Por mí -replicó Donoso-, que haya ese Diosy cuantos a usted le acomoden. De la conver-sión hablaremos despacio, y ahora, calma, cal-ma, hasta recobrar la salud por entero. Hablarpoquito, y no discurrir más que lo absoluta-mente necesario... Y yo me voy a casa del nota-rio a llevar estos apuntes. Todo podrá quedarconcluido esta noche, y lo leeremos y firmare-mos cuando usted disponga.

-Bien, mi querido amigo. Todo se hará segúnlo resolvimos ayer... o anteayer: ya no meacuerdo. Ya se sabe: mi palabra es sagrada,sacratísima, como quien dice...

Fuese Donoso, no sin advertir a la familia lahiperemia cerebral que D. Francisco revelaba;para que procurasen todos no dar pábulo a unsíntoma tan peligroso. Así lo prometieron; mascuando pasaron a la cabecera del enfermo,halláronle calmado. No les habló de negocios,

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sino de su conformidad con la voluntad delSeñor. En verdad que el hombre estaba edifi-cante. Sus ojuelos resplandecían febriles, y susmanos acompañaban con gesto expresivo lapalabra. Hablole Cruz de cosas místicas, de lainfinita misericordia de Dios, de lo preciosa quees la eternidad, y él contestaba con breves fra-ses, mostrándose en todo conforme con su ilus-tre hermana, y añadiendo que Dios castiga opremia a los individuos y a las nacionalidades,según los merecimientos de cada cual. «Natu-ralmente, a la nación que profesa la verdad, yes buena católica, la protege y hasta la mima.Esto es obvio».

Continuó toda la prima noche en relativatranquilidad, y a eso de las nueve y media lle-garon los testigos para el testamento, cuya lec-tura y firma no quiso diferir Donoso, pues siera muy probable que D. Francisco continuaseen buena disposición al siguiente día, tambiénpodría suceder lo contrario, y que su cabeza no

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rigiese. La misma opinión sostuvo Gamborena:cuanto más pronto se quitase de en medioaquel trámite del testamento, mejor. Reunidosen el salón los testigos, mientras aguardaban alnotario, Donoso les dio una idea, a grandes ras-gos, de la estructura y contenido de aquel do-cumento. Empezaba el testador con la declara-ción solemne de sus creencias religiosas, y consu acatamiento a la santa Iglesia. Ordenaba quefuesen modestísimas sus honras fúnebres, yque se le diese sepultura junto a su segundaesposa la Excelentísima... etc... Dejaba a sushijos, Rufina y Valentín, los dos tercios de sufortuna, designando para cada uno partes igua-les, o sea el tercio justo. Esta igualdad entre lalegítima de los dos hijos, el de la primera y lasegunda esposa, fue idea de Cruz, que todosalabaron, como una prueba más de la grandezade alma de la ilustre señora. Si se hacía la liqui-dación de gananciales, la parte de Valentínhabría de ser mayor que la de Rufinita. Mássencillo y más generoso era partir por igual,

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fijando bien los términos de la disposición paraevitar cuestiones ulteriores entre los herederos.En otra cláusula era nombrado el Sr. Donosotutor de Valentín, y se tomaban las precaucio-nes oportunas para que la voluntad del testa-dor fuera puntualmente cumplida.

Y, por fin, el tercio del capital se destinabaíntegro a obras de piedad, nombrándose unajunta que con los señores testamentarios proce-diese a distribuirlo entre los institutos religio-sos que el testador designaba. Enterados de lasbases, disertaron luego los señores testigos so-bre la cuantía del caudal que se dejaba por acáel Sr. D. Francisco al partir para el otro mundo.Las opiniones eran diversas: quién se dejabacorrer a cifras más que fabulosas; quién opina-ba que más era el ruido que las nueces. El buenamigo de la casa, orgulloso de poder dar enaquel asunto los informes más cercanos a laverdad, afirmó que el capital del señor Mar-qués viudo de San Eloy no bajaría de treinta

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millones de pesetas, oído lo cual por los otros,abrieron un palmo de boca, y cuando el estuporles permitió hablar, ensalzaron la constancia, laastucia y la suerte, fundamento de aquel des-medido montón de oro.

Llegado el notario, procediose a la lectura,durante la cual mostró el testador serenidad,sin hacer observación alguna, como no fuera unpar de frasecillas alusivas a la desmesuradalongitud del documento. Pero todo tiene sutérmino en este mundo: la última palabra deltestamento fue leída, y firmaron todos, Tor-quemada con mano un tanto trémula. Donosono ocultaba su satisfacción por ver felizmenterealizado un acto de tantísima trascendencia. Elenfermo fue congratulado por su mejoría, queél corroboró de palabra, atribuyéndola a la infi-nita misericordia de Dios, y a sus inescrutablesdesignios, y le dejaron descansar, que bien se lomerecía después de tan larga y no muy amenalectura.

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Tras el notario, el médico, que incitó a D.Francisco al reposo, prohibiéndole toda cavila-ción, y asegurándole que cuanto menos pensaraen negocios más pronto se curaría. Dispusoalgunas cosillas para el caso, no improbable, deque se presentasen fenómenos de extremadagravedad, y se fue, indicando a la familia supropósito de volver a cualquier hora que se lellamase, y añadiendo su escasa confianza enaquel alivio engañoso y traicionero. Con talesaugurios, quedáronse a velar Rufinita, Cruz yel sacerdote. Muy sosegado en apariencia segu-ía Torquemada, pero sin sueño, y con ganas deque le acompañaran y le dieran conversación.Repetía las seguridades de su restablecimientopróximo, y satisfecho de haber hecho las pacescon Dios y con los hombres, fundaba en aquellacordialidad de relaciones mil proyectos risue-ños. «Ahora que marchamos de acuerdo,hemos de hacer algo que sea muy sonado».

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Poco le duraron estas bonitas esperanzas,porque a la madrugada, después de un letargobrevísimo, se sintió mal. Viva inquietud, pica-zones en la epidermis tuviéronle largo ratodando vueltas en la cama y tomando las másextrañas posturas. Maldecía y renegaba, olvi-dado de su flamante cristianismo, culpando a lafamilia, al ayuda de cámara, que le había echa-do pica-pica en las sábanas, para impedirledormir. De improviso presentáronse vivos do-lores en el vientre, que le hicieron prorrumpiren gritos descompasados, y encorvarse, y retor-cerse, cerrando los puños y desgarrando lassábanas. «Pues esto -decía, con espumarajos deira-, no es más que debilidad... El estómago quese subleva contra el no comer... ¡Maldito médi-co!, me está matando. ¡Y yo que, ahora mismo,me comería medio cabrito!...».

Aplicole Quevedo algunas inyecciones, ydiéronle caldo helado. Pero no había concluidode tragarlo, cuando las horribles arcadas y mor-

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tales angustias demostraron la incapacidad deaquel infeliz estómago para recibir alimento.«¿Pero qué demonios me habéis dado aquí? -decía en medio de sus ansias-. Esto sabe a in-fierno... Se empeñan en matarme, y han de sa-lirse con ella, por no tener yo a nadie que mirepor mí. ¡Señor, Señor, confúndeles, confunde anuestros enemigos!».

Desde aquel momento cesó en él toda tran-quilidad de cuerpo y de espíritu, sus ojos sedesencajaron, su boca no supo pronunciar unapalabra cariñosa. «¡Vaya, que este retroceso deñales...! Aquí hay engaño... No, pues lo que esyo no me entrego... Que llamen a Miquis...¡Menuda cuenta me va a poner ese danzante!Pero como no me cure, ya verá él... Ahí es nadalo del ojo... ¡Qué dirá la nación, qué la humani-dad, qué el mismísimo Ser Supremo!... Vaya,que no le pago, si no me cura... Eh, Cruz, ya losabe usted. Si por casualidad me muero, la cuen-ta del médico no hay que abonarla... Que coja

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un trabuco y se vaya a Sierra Morena... ¡Oh,Dios mío, qué malo me he puesto!... Heme aquícon ganas de comer, y sin poder meter en micuerpo ni un buche de agua, por que lo mismoes tragarlo, que toda la economía se me subleva,y se arma dentro de mí la de Dios es Cristo».

Sentado en la cama, ya elevaba los brazos,echando la cabeza para atrás, ya se encorvaba,quedándose como un ovillo, la cara entre lasmanos, los codos tocando a las rodillas. Gam-borena se acercó para recomendarle la pacien-cia y la conformidad. Encarose con él D. Fran-cisco y le habló así: «¿Y qué me dice usted deesto, señor fraile, señor ministro del altar o dela biblia en pasta?... ¿qué me cuenta usted ahora?Pues nos hemos lucido usted y yo... ¡Tan biencomo iba! Y de repente, Cristo me valga, derepente me da este achuchón, que... cualquieradiría que me ronda la muerte. Esto es un enga-ño, una verdadera estafa, sí señor... no me callo,no... Me da la gana de decirlo: yo soy muy cla-

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ro... ¡Ay, ay! El alma se me quiere arrancar...¡bribona!... ya sé lo que tú quieres, largarte vo-lando, y dejarme aquí hecho un montón de ba-sura. Pues te fastidias, que no te suelto... ¡Nofaltaba más sino que usted, señora alma, volun-tariosa, hi de tal, pendanga, se fuera de picospardos por esos mundos!... No, no... fastidiarse.Yo mando en mi santísimo yo, y todas esasarrogancias de usted, me las paso yo por lasnarices, so tía... ¿Qué dice usted, señor Gambo-rena, mi particular amigo?... ¿Por qué me poneesa cara? ¿También usted es de los que creenque me muero? Pues el Señor, su amo de ustedpropiamente, me ha dicho a mí que no, y que sefastidie usted y todos los curánganos que ya seestán relamiendo con la idea del sin fin de mi-sas que van a decir por mí... Aliviarse, señores,y espérenme sentados».

En verdad que el buen misionero no sabíaqué decirle, pues si al principio fue su intenciónreprenderle por aquel ridículo y bestial lengua-

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je, luego entendió que, estando su mente tras-tornada, no tenía conciencia ni responsabilidadde tan atroces conceptos.

«Hermano mío -le dijo apretándole las ma-nos-, piense en Dios, en su Santísima Madre;confórmese con la voluntad divina, y se le disi-parán esas tinieblas que quieren invadirle elentendimiento. La oración le devolverá la tran-quilidad».

-Déjeme, déjeme, señor misionero -replicó eltacaño airado, descompuesto, fuera de sí-, yváyase a donde fue el padre Padilla... ¿Y micapa, dónde está? Bien puede devolvérmela...La necesito, tengo frío, y no he trabajado yotoda la vida para el obispo, ni para que cuatroholgazanes se abriguen con mi paño.

Consternados le oían todos, sin saber quédecirle ni por qué procedimientos traerle alreposo y a la conformidad. Como había recha-zado a Gamborena, rechazó a Rufinita, dicién-

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dole: «Quita allá, espíritu de la golosina. ¿Creesque me engatusas con tus arrumacos de gataladrona? ¡Te relames, preparando las uñitas!Todo para cazar el tercio... Pues no hay tercio.Límpiate los hocicos, que los tienes de huevo.Lo mismo que esa otra, esa que antes se poníamoños conmigo, y ahora me quiere camelar, lahipócrita, la excelentísima señora cernícala, másque águila, que desde que caí malo está tocandoel cielo con las uñas. ¡Cazarme un tercio para losde misa y olla!... esa engarza-rosarios, ama deSan Pedro».

-VIII-

En cuanto Miquis le vio, túvole en su inter-ior por hombre acabado. Un día, hora más,hora menos, le separaba de la insondable eter-nidad. Y como le ordenasen paliativos, sin másobjeto que hacer menos dolorosos sus últimosinstantes, díjole Torquemada con aspereza:

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«¿Pero en qué piensa usted, señor doctor,que no me quita esta birria de enfermedad?Veo que o no saben ustedes una patata, o queno quieren curar de veras más que a los pobresde los hospitales, que maldita la falta que hacena la humanidad. ¿Les cae un rico por delante?Pues a partirlo por el eje... Eso, eso; a dividir lariqueza, para que las naciones se debiliten, y nohaya jamás un presupuesto verdad. Yo digo:'vivamos para nivelar', y ustedes, los de la Fa-cultad, dicen: 'nivelemos matando'. Ya se lodirán a ustedes de misas... Y a otra cosa: si al-guien quisiera salvarme de veras, procedería aponerme reparos en la boca del estómago. Por-que, lo que yo digo, ¿no hay más modo de ali-mentarse que comiendo? En mi sentir, bien sepuede vivir sin comer. Y voy más allá: ¿a quéobedece el comer? A fomentar un vicio, la gula.Aplíquenme los reparos, y verán cómo me ali-mento por el rezumo de los líquidos, vulgo ab-sorción. Nada se les ocurre: yo tengo que pen-sarlo todo, y si no fuera por mi talento natural,

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era hombre perdido, y al menor descuidillo yatenía usted a la loquinaria del alma echándose avolar, y dejándome aquí con dos palmos denarices».

Pusiéronle los reparos, aunque sólo eran re-medio sugestivo, y el hombre se calmó un poco,sin parar por eso en su desatinada palabrería.

«Óigame usted, padre -dijo a Gamborenacogiéndole una mano-, aquí no hay más perso-na decente que mi hijo, el pobre Valentín, quepor lo mismo que no discurre, es incapaz dehacerme daño, ni de desear mi fallecimiento.Para él ha de ser todo, el día en que el Señor sesirva disponer que yo suba al Cielo, día queestá lejos aún, digan lo que quieran. Se hará laliquidación de gananciales, para que esa san-guijuela de Rufina no se chupe lo que no le per-tenece; y en cuanto a la capa, o sea el tercio libre,le digo a usted que vuelve a mi poder, sin queesto quiera decir que no dé algo, una cosa pru-dencial, verbigracia, un chaleco en buen uso».

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Y a Donoso, que también acudió a su lla-mamiento, le dijo: «No hay nada de lo tratado,y tiempo de sobra tenemos para revocarlo. To-do lo que la ley permita, y algo más que yoagencie con mis combinaciones, para Valentín,ese pedazo de ángel bárbaro y en estado desalvajismo bruto, pero sin malicia. ¡Y que noquiere poco a su padre el borriquito de Dios!Ayer me decía: pa pa ca ja la pa, que quiere decir:'verás qué bien te lo guardo todo'. Claro, con unbuen consejo de familia, que cuide de alimentaral niño y tenerlo aseado, se pueden ir acumu-lando los intereses, y aumentar el capital. Yluego, en la mayor edad, el hombrecito mío hade ser todo lo que se quiera, menos pródigo,pues de eso sí que no tiene trazas. Será cazador,y no comerá más que legumbres. Ni tendráafición al teatro, ni a la poesía, que es por don-de se pierden los hombres, y esconderá el dine-ro en una olla para que no lo vea ni Dios... ¡Oh,qué hijo tengo, y qué gusto trabajar todavía

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unos cuantos años, muchos años, para llenarlebien su hucha!».

Ya de día se contuvo el desorden cerebral;pero los fenómenos gástricos y nerviosos toma-ron ya un carácter de franca insurrección, queanunciaba el término de la vida. Pronunciadapor el médico la fatal sentencia, la Facultad sedeclaraba vencida. Sólo Dios podía salvarle, sital era su santa voluntad; mas para ello teníaque hacer un milagro, en opinión de Miquis.Milagro o favor, la testaruda Cruz no desespe-raba de obtenerlo, y allí fue el discurrir y poneren práctica cuantos medios inspiraba la fe paraimpetrar de la Misericordia Divina la salud delexcelentísimo señor Marqués viudo de SanEloy, y demás hierbas. Se repartieron limosnasen cantidad considerable, misas sin númerofueron dichas en diferentes iglesias y oratorios,pidiose por telégrafo a Roma la bendición Pa-pal, y en fin, como suprema efusión de la pie-dad, se determinó, previa licencia del señor

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Obispo, poner de Manifiesto al Santísimo en lacapilla del palacio. Dicha la misa por Gambo-rena, quedó después expuesta Su Divina Majes-tad en magnífica custodia con viril de oroguarnecido de piedras preciosas que, con otrasalhajas del culto, procedían, como el palacio, dela liquidación y saldo de Gravelinas. Sacerdotesy hermanitas en regular número, velaban elSantísimo, turnando de dos en dos en la guar-dia. Adornose la capilla con las mejores prese-as, y fueron encendidas multitud de luces. To-do era recogimiento y devoción en la suntuosamorada: las visitas entraban en ella como en laiglesia, pues desde que ponían el pie en elvestíbulo, notaban todos algo de patético y so-lemne, y les daba en la nariz el ambiente decatedral. Ocurría lo que se cuenta, en la primeraquincena de Mayo, próxima ya la festividad deSan Isidro, día grande de Madrid.

Gamborena, instalado provisionalmente enla casa, pasaba en la alcoba del paciente todo el

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tiempo que el servicio de la capilla le permitía.Sentado junto a la cama, leía su breviario, sindesatender al enfermo; y si este rezongaba opedía de beber, dejaba el libro encima de lacolcha para responderle o servirle. Por la ma-ñana, el abatimiento y taciturnidad de D. Fran-cisco eran tan grandes como su excitación en lanoche precedente. Sólo contestaba con mono-sílabos que más bien parecían gruñidos, y ce-rraba los párpados, como vencido de un soporo cansancio invencibles. Era el agotamiento dela energía muscular y nerviosa, el desgaste totalde la máquina, cuyas piezas no engranaban ya,y apenas se movían. En cambio, las facultadesmentales aparecían más despejadas, cuandopor breve instante el sueño les permitía mani-festarse.

«Amigo del alma, hermano mío -díjoleGamborena, acariciando sus manos-, ¿se sienteusted mejor? ¿Tiene conciencia de sí?».

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Con la cabeza contestó Torquemada afirma-tivamente.

«¿Se ratifica en lo que me declaró ayer, sesomete a la voluntad de Dios, y cree en Él y ensu divina misericordia?».

Nueva contestación afirmativa con el mismolenguaje mímico.

«¿Renuncia a todas las vanidades, se despojade su egoísmo como de una vestidura pestilen-te, y humilde, pobre, desnudo, pide el perdónde sus culpas, y anhela ser admitido en la mo-rada celestial?».

No habiendo obtenido respuesta, repitió elmisionero la pregunta, agregando conceptosmuy del caso. De improviso abrió el infelizTorquemada los ojos, y como si nada hubieraoído de lo que su confesor le decía, salió porotro registro, con voz cavernosa, tomandoaliento cada cuatro palabras:

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«Estoy muy débil... pero con los reparossaldré adelante, y no me muero, no me muero.Ya tengo bien calculadas las combinaciones dela conversión...».

-¡Por Dios, déjese de eso!... Piense en Jesús yen su Santísima Madre.

-Jesús y Santísima Madre... ¡Qué buenos sony con qué gusto les rezo yo para que me conce-dan la vida!

-Pídales que le concedan la inmortal, la ver-dadera salud, que jamás se pierde.

-Ya lo he pedido... y mis oraciones y las deusted, padrito, y las de Cruz... y las de todoshan llegado al cielo..., donde se tiene muy encuenta lo que piden las personas formales... Yorezo, pero me distraigo alguna vez... porque mevienen al pensamiento cosas de mi juventud,que ya tenía olvidadas... ¡Esto sí que es raro!Ahora me acordaba de un sucedido... allá...

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cuando yo era muchacho... y lo veía tan clarocomo si me encontrase en aquel momento histó-rico.

Animándose poco a poco, prosiguió así:

«Ocurrió esto el día que llegué a Madrid.Tenía yo dieciséis años. Vinimos juntos yo yotro chico, que... le llamaban Perico Moratilla, ydespués fue militar y murió en la guerra deÁfrica... ¡Guapo chico! Pues como le digo, lle-gamos a la Cava Baja con lo puesto, y sin unamota. ¿Qué comeríamos? ¿Dónde pasaríamos lanoche? Allá conseguimos de una vieja pollera,viuda de un maragato, unos mendrugos depan... Moratilla tenía en su morral un pedazogrande de jabón, que le dieron más acá de Ga-lapagar. Quisimos venderlo; no pudimos. Llególa noche, y velay que hicimos nuestra alcobaarrimados a los cajones de la Plazuela de SanMiguel... Dormimos como unos canónigos has-ta la madrugada, y al despertar, a entrambos senos antojó tomar venganza de la puerquísima

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humanidad que en aquel desamparo nos tenía.Antes de que Dios amaneciera, nos fuimos a laescalerilla de la Plaza Mayor, y untamos dejabón todos los escalones de la mitad para arri-ba... Luego nos pusimos abajo, a ver caer lagente. Tempranito empezaron a pasar hombresy mujeres, y a resbalar, ¡zas! Era una diversión.Bajaban como balas, y algunos iban disparadoshasta la calle de Cuchilleros... Este se rompíauna pierna, aquel se descalabraba, y mujerhubo que rodó con las enaguas envueltas en lacabeza. En mi vida me he reído más. Ya que nocomíamos, nos alimentábamos con la alegría.¡Cosas de muchachos...! Fue una maldad. Puestome nota, y ahí tiene un pecado que no le dijeporque de él no me acordaba».

-IX-

Gamborena no le contestó. Le afligía la faltade unción religiosa que el enfermo mostraba, y

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la rebeldía de su espíritu ante el inevitabletránsito. O no creía en él, o creyéndolo, se rebe-laba contra la divina sentencia, poseído de fu-ror diabólico. Testarudo era el misionero, y nose dejaría quitar tan fácilmente la presa. Obser-vole el rostro, queriendo penetrar con sagazmirada en su pensamiento, y ver qué ideasbullían bajo el amarillo cráneo, qué imágenesbajo los párpados abatidos. Hombre de muchapráctica en aquellos negocios, y expertísimo encatequizar sanos y moribundos, recelaba que elespíritu maligno, burlando las precaucionestomadas contra él, hubiese ganado solapada-mente la voluntad del desdichado Marqués deSan Eloy, y le tuviese ya cogido para llevársele.El buen sacerdote se preparó a luchar como unleón; examinado el terreno y elegidas las armas,se trazó un plan, cuya estructura lógica se com-prenderá por el siguiente razonamiento.

«Este desdichado es todo egoísmo, con supoco de orgullo, y desmedido amor a las rique-

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zas. En el egoísmo, enorme peso, monstruosobulto, hace presa el maldito Satán; la codicia leinfunde su ardiente anhelo de vivir. Adora suyo, su personalidad viva, y mientras tenga es-peranza de conservarse en sí, como es, no seconformará con la muerte, no dará entrada ensu alma a la compunción ni a la gracia divina.Que pierda la esperanza, y el egoísmo se debili-tará. Duro es, y a veces inhumano, quitar a losmoribundos la última esperanza, cortar lahebra tenue con que el instinto se agarra a lasmaterialidades de este mundo. Pero hay casosen que conviene cortarla, y yo la corto, sí, por-que en ello veo, en conciencia, el único mediode arrancar al demonio maldito lo que no debeser suyo, no y no mil veces... no lo será».

Pensando esto, se dispuso a obrar con pres-teza. «Sr. D. Francisco» -le dijo, sacudiéndolepor un brazo.

No respondió hasta la tercera vez.

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«Sr. D. Francisco, óigame un instante».

-Déjeme ahora... Estaba pensando... Vamos,que me veía en aquellas fechas..., cuando entréen el Real Cuerpo de Alabarderos, y me pusepor primera vez el uniforme.

-¿Por ventura no tenemos ahora cosa de másprovecho en qué pensar?

-Sí... me siento bien, y pienso en mis cosas.

-¿Y no teme que pronto puede sentirse mal?

-Usted me ha dicho que me restableceré.

-Eso se dice siempre para consolar a los po-bres enfermos. Pero a un hombre de carácterentero y de inteligencia superior, no se le debeocultar la verdad.

-¿No me salvaré? -preguntó de súbito donFrancisco, abriendo mucho los ojos.

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-¿Qué entiende usted por salvarse?

-Vivir.

-No estamos de acuerdo: salvarse no es eso.

-¿Quiere usted decir que debo morirme?

-Yo no digo que usted debe morirse, sino queel término de la vida ha llegado, y que es ur-gente prepararse.

La estupefacción paralizó la lengua de Tor-quemada, que por un mediano rato tuvo clava-dos sus ojos en el rostro del confesor.

«¿De modo que... no hay remedio?».

-No.

Pronunció este no el sacerdote con la calcu-lada energía que el caso, a su parecer, deman-daba, creyendo cumplir con un deber de con-ciencia, dentro de las atribuciones de su alto

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ministerio. Fue como un hachazo. Creyó quedebía darlo, y lo dio sin consideración alguna.Para Torquemada fue como si una mano deformidable fuerza le apretara el cuello. Puso losojos en blanco, soltó de su boca un sordo mugi-do, y cuerpo y cabeza se hundieron más en lasblanduras del lecho, o al menos pareció que sehundían.

«Hermano mío -le dijo Gamborena-, máspropia de un buen cristiano es en estos instan-tes la alegría que la aflicción. Considere queabandona las miserias de este mundo execrable,y entra a gozar de la presencia de Dios y de labienaventuranza, premio glorioso de los quemueren en el aborrecimiento del pecado y en elamor de la virtud. Basta con que dirija todossus pensamientos, todas sus facultades a Jesúsdivino, y le ofrezca su alma. Ánimo, hijo mío,ánimo para renunciar a los bienes caducos y atoda esta putrefacción terrenal; y fervor, amor,fuego del alma para remontarse al seno de

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Nuestro Padre, que amoroso ha de recibirle ensus brazos».

Nada dijo D. Francisco, y el confesor temióque hubiera perdido el conocimiento. Abatidoslos párpados, fruncido el entrecejo, la bocafuertemente cerrada, chafando un labio contraotro, el enfermo se desfiguró visiblemente enbreve tiempo. Su piel era como papel de estra-za, y despedía un olor ratonil, síntoma común-mente observado en la muerte por hambre.¿Dormía o había caído en un colapso profundo,precursor del sueño eterno? Fuera lo que fuese,ello es que al meterse en sí como caracol asus-tado que se esconde dentro de su cáscara, per-cibió vagas imágenes, y sintió emociones queconturbaron su alma casi desligada ya de lamateria. Creyose andando por un camino, atérmino del cual había una puerta no muygrande. Más bien era pequeña; pero ¡qué boni-ta!... el marco de plata, y la hoja (porque notenía más que una hoja) de oro con clavos de

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diamantes; diamantes también en las bisagras,en el llamador, y en el escudillo de la cerradura.Y los constructores de la tal puerta habíanlahecho con monedas, no fundidas, sino clave-teadas unas sobre otras, o pegadas no se sabíacómo. Vio claramente el cuño de Carlos III enlas pálidas peluconas, duros americanos y es-pañoles, y entre ellos preciosas moneditas delas de veintiuno y cuartillo. Miraba el tacaño lapuerta sin atreverse a poner su trémula manoen el aldabón, cuando oyó rechinar la cerradu-ra. La puerta se abría desde dentro por la manodel beatísimo Gamborena; pero no se abría losuficiente para que pudiera entrar una persona,aunque sí lo bastante para ver que el buen mi-sionero vestía como el San Pedro de la cofradíade prestamistas, en la cual él (D. Francisco)había sido mayordomo. La calva reluciente, losojuelos dulces no se le despintaron desde fuera.Observó que estaba descalzo, y que llevabasobre los hombros una capa con embozos colo-rados, bastante vieja.

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Mirole el portero sonriendo, y él se sonriótambién, movido de temor y esperanza, dicien-do:

«¿Puedo entrar, Maestro?».

-X-

Tantas veces le llamó Gamborena, hablándo-le con la boca casi pegada a la oreja, que al finrespondió, como despertando:

«Sí, Maestro, sí. Me he quedado con las ga-nas de saber...».

-¿Qué?

-Si me dejaba entrar o no. A ver... ¿tiene ahílas llaves?

-No piense en las llaves, y dígame con bre-vedad si son sinceros sus deseos de entrar, si

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ama a Jesucristo y anhela ser con Él, si reconocesus pecados, el vicio infame de la avaricia, lacrueldad con los inferiores, la falta absoluta depiedad para con el prójimo, la tibieza de suscreencias.

-Reconozco -dijo Torquemada con sorda vozque apenas se oía-. Reconozco..., y confieso.

-Y ahora, todos sus pensamientos son paraJesús, y si alguna idea o algún afán de los quele extraviaron en vida viene a turbar esa paz,esa resignación dulce con que aguarda su fin,usted lo rechazará, usted rechazará ese senti-miento, esa idea...

-La rechazo... sí...: Jesús... -murmuró el en-fermo-. ¿Pero usted abre?... dígame si abre.Porque si no..., aquí me quedo, y... A bien queno es floja empresa..., convertir el Exterior y lasCubas en Interior...

-Hijo mío, desprecie toda esa inmundicia.

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-¡Inmundicia!, ¿lo llama inmundicia?...

Siguió rezongando muy por lo bajo. No se leentendía. Su habla era como el gorgoteo pro-fundo de un manantial en el fondo de una ca-verna.

Desconsolado y lleno de inquietud, Gambo-rena tuvo por cierto que la lucha seguía empe-ñada entre él y Satanás, disputándose la pose-sión de un alma próxima a lanzarse a lo infini-to. ¿Quién vencería? Dotado de facultades poé-ticas, la mente del clérigo vio representada enimágenes la formidable batalla. Del otro ladodel lecho, por la parte de la pared, estaba elDemonio, tanto más traidor cuanto más invisi-ble. El sacerdote cristiano sugería por la iz-quierda, el enemigo de todo bien por la dere-cha. Gamborena tenía por su lado el corazón.Puso sobre él la mano, y apenas le sentía latir.Probó llamar al entendimiento, con esperanzade que aún respondiera; pero el entendimientono quiso darse por entendido, o ya no ejercía

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autoridad sobre la palabra. Los gemidos inarti-culados, las rudas expresiones irónicas quemoduló el frío labio del moribundo, sonaron enel oído del sacerdote como inspiradas por elenemigo que de la otra parte luchaba encarni-zadamente.

Anochecía, y el misionero hubo de abando-nar por un rato su puesto de combate, paraacudir a la capilla a Reservar el Santísimo. Enesta imponente ceremonia, a la que asistieron lafamilia, la servidumbre, y muchos amigos de lacasa, elevó el buen padrito su espíritu con ar-diente fervor a la Majestad Omnipotente, im-plorando sostén y auxilio para salir victoriosoen la tremenda lucha. Encomendó con plegariadolorida el alma del triste pecador, y pidió paraél la gracia por los maravillosos medios quesólo Dios sabe y emplea, supliendo la ineficaciade los medios humanos. La emoción del buensacerdote se traslucía en su semblante grave yen la dulzura de sus ojos. Cuando terminó el

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acto, pudo observar que muchos de los presen-tes tenían el rostro encendido de llorar.

Y otra vez allá, al campo de batalla. En elbreve tiempo que duró la Reserva, habíase des-figurado tanto el rostro del pobre enfermo, queGamborena le hubiera desconocido, si no estu-viese acostumbrado a tales mudanzas delhumano semblante en trances como aquel. Sicada transformación de las facciones pudieraexpresarse por espacios de tiempo, y la des-composición fisonómica se representara poredades, D. Francisco Torquemada tenía ya no-vecientos años, como Matusalén.

Por acuerdo entre la familia y el doctor, sesuprimió la medicación de última hora, que nosirve más que para disputar algunos instantes ala muerte, atormentando inútilmente al enfer-mo. La ciencia nada tenía que hacer allí: bien lodemostró la salida de Miquis y su paso por lagran galería hacia afuera, paso en el cual pudie-ra verse cierta tristeza, pero también resolución,

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como de un hombre que siente no haber triun-fado allí, y que se dirige a otra parte dondetriunfar espera. Despedida la Ciencia, a la Reli-gión correspondía lo restante, que era mucho, ajuicio de todos. Gamborena y una hermana dela Caridad ocuparon los dos costados del lechoque pronto sería mortuorio. La familia se retiróal próximo gabinete.

Don Francisco abría con ansia su boca, endemanda de agua, que le daba la monjita. An-gustiosa era su respiración, con un pausadoritmo que desesperaba. Llegó un momento enque la suspensión casi instantánea del estertor,les hizo creer que había muerto, y ya se dispon-ían a la prueba del espejillo, cuando Torque-mada respiró de nuevo con relativa fuerza, ydijo algunas palabras.

«Exterior y Cubas... mi alma... la puerta».

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Los miró. Pero sin duda no los conocía. Vol-viéndose hacia la monja, le dijo: «¿Abre usted, ono abre? Quiero entrar...».

Gamborena suspiraba. Su intranquilidad su-bió de punto, observando en la mirada del mo-ribundo la expresión irónica que en él eracomún cuando hablaba de cosas de ultratumba.Díjole el misionero palabras muy sentidas; peroél no pareció comprenderlas. Sus ojos, que alláen lo profundo de las cuencas amoratadas ape-nas brillaban ya, no se fijaban en objeto alguno,y se movían inciertos, buscando... Dios sabequé. Gamborena vio en ellos la desconfianza,que casi era la base de aquella personalidadpróxima a extinguirse.

Por el otro lado, la monjita le decía con fer-viente anhelo que invocase a Jesús, y mostrán-dole un crucifijo de bronce, lo aplicó a sus la-bios para que lo besara. No se pudo asegurarque lo hiciera, porque el movimiento de loslabios fue imperceptible. Cuando le administra-

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ron la Extremaunción, no se dio cuenta de elloel enfermo. Poco después tuvo otro momentode relativa lucidez, y a las exhortaciones de lamonjita, respondió, quizás de un modo incons-ciente: «Jesús, Jesús, y yo... buenos amigos...Quiero salvarme».

Cobró esperanzas Gamborena, y lo que lo-grar no podía dirigiéndose a un alma casi des-ligada ya del cuerpo, intentábalo invocandofervorosamente al Divino Juez que pronto hab-ía de juzgarla. Estrechó la mano del moribun-do; creyó sentir ligera presión de los dedos gla-ciales. A lo que el misionero le decía aproxi-mando mucho su rostro, respondía Torquema-da con estremecimientos de la mano, que bienpodían ser un lenguaje. Algunas expresiones,mugidos, o simples fenómenos acústicos delaliento resbalando entre los labios, o del aire enla laringe, los tradujo Gamborena con variocriterio. Unas veces confiado y optimista, tra-ducía: «Jesús..., salvación... perdón...». Otras,

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pesimista y desesperanzado, tradujo: «La lla-ve... venga la llave... Exterior... mi capa... trespor ciento».

Dos horas, o poco más, se prolongó esta si-tuación tristísima. A la madrugada, seguros yalos dos religiosos de que se acercaba el fin, re-doblaron su celo de agonizantes, y cuando lamonjita le exhortaba con gran vehemencia arepetir los nombres de Jesús y María, y a besarel santo crucifijo, el pobre tacaño se despidió deeste mundo, diciendo con voz muy perceptible:«conversión». Algunos minutos después dedecirlo, volvió aquella alma su rostro hacia laeternidad.

«¡Ha dicho conversión! -observó la monjitacon alegría, cruzando las manos-. Ha queridodecir que se convierte, que...».

Palpando la frente del muerto, Gamborenadaba fríamente esta respuesta:

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«¡Conversión! ¿Es la de su alma, o la de laDeuda?».

La monjita no comprendió bien el concepto,y ambos de rodillas, se pusieron a rezar. Lo quepensaba el bravo misionero de Indias, al propiotiempo que elevaba sus oraciones al Cielo, él nohabía de decirlo nunca, ni el profano puedepenetrarlo.

Ante el arcano que cubre, como nube sombr-ía, las fronteras entre lo finito y lo infinito,conténtese el profano con decir que, en el mo-mento aquel solemnísimo, el alma del señorMarqués de San Eloy se aproximó a la puerta,cuyas llaves tiene... quien las tiene. Nada seveía; oyose, sí, rechinar de metales en la cerra-dura. Después el golpe seco, el formidable por-tazo que hace estremecer los orbes. Pero aquíentra la inmensa duda. ¿Cerraron después quepasara el alma, o cerraron dejándola fuera?

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De esta duda, ni el mismo Gamborena, SanPedro de acá, con saber tanto, nos puede sacar.El profano, deteniéndose medroso ante el veloimpenetrable que oculta el más temido y alpropio tiempo el más hermoso misterio de laexistencia humana, se abstiene de expresar unfallo que sería irrespetuoso, y se limita a decir:

«Bien pudo Torquemada salvarse».

«Bien pudo condenarse».

Pero no afirma ni una cosa ni otra... ¡cuida-do!