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La barraca Vicente Blasco Ibáñez Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La barraca

Vicente Blasco Ibáñez

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AL LECTOR

He contado en el prólogo de otro libromío cómo a mediados de 1895 tuve que huir deValencia, después de una manifestación contrala guerra colonial, que degeneró en movimientosedicioso, dando origen a un choque de losmanifestantes con la fuerza pública.

Perseguido por la autoridad militar co-mo presunto autor de este suceso, viví escondi-do algunos días, cambiando varias veces derefugio, mientras mis amigos me preparaban elembarco secreto en un vapor que iba a zarparpara Italia.

Uno de mis alojamientos fué en los altosde un despacho de vinos situado cerca delpuerto, propiedad de un joven republicano,que Vivía con su madre.

Durante cuatro días permanecí metidoen un entresuelo de techo bajo, sin poder aso-marme a las ventanas que daban a la calle, porser ésta de gran tránsito y andar la Policía y la

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Guardia Civil buscándome en la ciudad y susalrededores.

Obligado a permanecer en una habita-ción interior, completamente solo, leí todos loslibros que poseía el tabernero, los cuales noeran muchos ni dignos de interés. Luego, paradistraerme, quise escribir, y tuve que emplearlos escasos medios que el dueño de la casa pu-do poner a mi disposición: una botellita de tintavioleta a guisa de tintero, un portaplumas rojo,como los que se usan en las escuelas, y trescuadernillos de papel de cartas rayado de azul.

Así, escribí en dos tardes un cuento de lahuerta valenciana, al que puse por título Ven-ganza moruna. Era la historia de unos camposforzosamente yermos, que vi muchas veces,siendo niño, en los alrededores de Valencia, porla parte del cementerio; campos utilizados haceaños como solares para la expansión urbana; elrelato de una lucha entre labriegos y propieta-rios, que tuvo por origen un suceso trágico yabundó luego en conflictos y violencias.

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Cuando llegó la hora de mi embarco, enplena noche, disfrazado de marinero, dejé en lataberna todos mis objetos de uso personal y elpequeño fajo de hojas escritas por ambas caras.

Vagué tres meses por Italia, volví a Es-paña, y un Consejo de guerra me condenó avarios años de presidio. Estuve encerrado másde doce meses, sufriendo los rigores de unaseveridad intencionada y cruel. Al ser conmu-tada mi pena, me desterraron a Madrid, sinduda para tenerme el Gobierno de entoncesmás al alcance de su vigilancia; y, finalmente, elpueblo de Valencia me eligió diputado, librán-dome así de nuevas persecuciones, gracias a lainmunidad parlamentaria.

Mi campaña electoral consistió princi-palmente en discursos pronunciados al airelibre, ante muchedumbres enormes. Una tarde,después de hablar a los marineros y cargadoresdel puerto, cuando, terminado mi discurso,tuve que responder a los apretones de manos ylos saludos de miles de oyentes, reconocí entre

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éstos al joven que me escondió en su casa.Tuve que acompañarle a la taberna para

saludar a su madre y ver la pequeña habitaciónque me había servido de refugio. Mientras estasbuenas gentes recordaban, emocionadas, mihospedaje en su vivienda, fueron sacando todoslos objetos que yo había dejado olvidados.

Así, recobré el cuento Venganza moru-na, volviendo a leerlo aquella noche, con elmismo interés que si lo hubiese escrito otro. Miprimera intención fué enviarlo a El Liberal, deMadrid, en el que colaboraba yo casi todas lassemanas, publicando un cuento. Luego penséen la conveniencia de ensanchar este relato, unpoco seco y conciso, haciendo de él una novela,y escribí La barraca.

Dirigía yo entonces en Valencia el diarioEl Pueblo, y tal era la pobreza de este periódicode combate, que, por no poder pagar un redac-tor encargado del servicio telegráfico, tenía eldirector que trabajar hasta la madrugada, o seahasta que, redactados los últimos telegramas y

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ajustado el diario en páginas, entraba, final-mente, en máquina. Sólo entonces, fatigado detoda una noche de monótono trabajo periodís-tico, me era posible dedicarme a la labor crea-dora del novelista.

Bajo la luz violácea del amanecer o alresplandor juvenil de un sol recién nacido fuiescribiendo los diez capítulos de mi novela.Nunca he trabajado con tanto cansancio físico yun entusiasmo tan reconcentrado Y tenaz.

Al relato primitivo le quité su título deVenganza moruna, empleándolo luego en otrode mis cuentos. Me pareció mejor dar a la nue-va novela su nombre actual: La barraca. Prime-ramente se publicó en el folletón de El Pueblo,pasando casi inadvertida. Mis bravos amigos,los lectores del diario, sólo pensaban en eltriunfo de la República, y no podían interesar-les gran cosa unas luchas entre huertanos, rús-ticos personajes que ellos contemplaban de cer-ca a todas horas.

Francisco Sempere, mi compañero de

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empresas editoriales, que iniciaba entonces sucarrera y era todavía simple librero de lance,publicó una edición de La barraca de setecien-tos ejemplares, al precio de una peseta, Tampo-co fué considerable el éxito del volumen. Creoque no pasaron de quinientos los ejemplaresvendidos.

Ocupado en trabajar por mis ideas polí-ticas, no prestaba atención a la suerte editorialde mi obra, cuando, algunos meses después,recibí una carta del señor Hérelle, profesor delLiceo de Bayona. Ignoraba yo entonces que esteseñor Hérelle era célebre en su patria comotraductor, luego de haber vertido al francés lasobras de D'Armunzio y otros autores italianos.Me pedía autorización para traducir La barraca,explicando la casualidad que le permitió cono-cer mi novela. Un día de fiesta había ido deBayona a San Sebastián, y, aburrido, mientrasllegaba la hora de regresar a Francia, entró enuna librería para adquirir un volumen cual-quiera y leerlo sentado en la terraza de un café.

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El libro escogido fue La barraca, e, interesadopor su lectura, el señor Hérelle casi perdió sutren.

Con la despreocupación (por no llamarlade otro modo) que caracteriza a la mayoría delos españoles en lo que se refiere a la puntuali-dad epistolar, dejé sin respuesta la carta de esteseñor. Volvió a escribirme, y tampoco contesté,acaparado por los accidentes de mi vida depropagandista. Pero Hérelle, tenaz en su pro-pósito, repitió sus cartas.

«He de contestar a ese señor francés -medecía todas las mañanas-. De hoy no pasa.»

Y siempre una reunión política, un viajeo un incidente revolucionario de molestas con-secuencias me impedía escribir a mi futuro tra-ductor. Al fin, pude enviarle cuatro líneas auto-rizándole para dicha traducción, y no volví aacordarme de él.

Una mañana, los diarios de Madridanunciaron en sus telegramas de París que sehabía publicado la traducción de La barraca,

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novela del diputado republicano Blasco Ibáñez,con un éxito editorial enorme, y los primeroscríticos de Francia hablaban de ella con elogio.

La barraca, que había aparecido en unaedición española de setecientos ejemplares(vendiéndose únicamente quinientos, la mayorparte de ellos en Valencia), y no mereció, alpublicarse, otro saludo que unas cuantas pala-bras de los críticos de entonces, pasó de golpe aser novela célebre. El insigne periodista MiguelMoya la publicó en el folletín de El Liberal, yluego empezó a remontarse, de edición en edi-ción, hasta alcanzar su cifra actual de cien milejemplares legales. Digo legales, porque enAmérica se han hecho numerosas ediciones deesta obra sin mi permiso. A la traducción fran-cesa siguieron otras y otras en todos los idio-mas de Europa. Si se suman los ejemplares desus numerosas versiones extranjeras, pasan,seguramente, de un millón.

Algunos jóvenes que muestran exagera-das impaciencias por obtener la fama literaria y

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sus provechos materiales, deben reflexionarsobre la historia de esta novela, tan unida a minombre. Para las gentes amigas de clasificacio-nes, que una vez que encasillan a un autor yano lo sacan, por pereza mental, del alvéolo enque lo colocaron, yo seré siempre, escriba loque escriba, «el ilustre autor de La barraca».

Y de La barraca, al publicarse en volu-men, se vendieron quinientos ejemplares, y midifunto amigo Sempere y yo nos repartimossetenta y ocho pesetas, ganancia líquida de laobra, llegando a obtener tal cantidad gracias aque entonces los gastos de impresión eran mu-cho más baratos que en los tiempos presentes.

V. B. I.Menton (Alpes Marítimos), 1925.

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LA BARRACA

IDesperezóse la inmensa vega bajo el

resplandor azulado del amanecer, ancha faja deluz que asomaba por la parte del Mediterráneo.

Los últimos ruiseñores, cansados deanimar con sus trinos aquella noche de otoño,que, por lo tibio de su ambiente, parecía deprimavera, lanzaban el gorjeo final como si loshiriese la luz del alba con sus reflejos de acero.De las techumbres de paja de las barracas salíanlas bandadas de gorriones como un tropel depilluelos perseguidos, Y las copas de los árbolesempezaban a estremecerse bajo los primerosjugueteos de estos granujas del espacio, quetodo lo alborotaban con el roce de sus blusas deplumas.

Apagábanse lentamente los rumores quehabían poblado la noche: el borboteo de lasacequias, el murmullo de los cañaverales, losladridos de los mastines vigilantes.

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Despertaba la huerta, y sus bostezoseran cada vez más ruidosos. Rodaba el cantodel gallo de barraca en barraca. Los campana-rios de los pueblecitos devolvían con ruidosobadajeo el toque de misa primera que sonaba alo lejos, en las torres de Valencia, esfumadaspor la distancia. De los corrales salía un discor-dante concierto animal: relinchos de caballos,Mugidos de corderos, ronquidos de cerdos; undespertar ruidoso de bestias que, al sentir lafresca caricia del alba cargada del acre perfumede vegetación, deseaban correr por los campos.

El espacio se empapaba de luz; disolví-anse las sombras como tragadas por los abier-tos surcos y las masas de follaje. En la indecisaneblina del amanecer iban fijando sus contor-nos húmedos y brillantes las filas de moreras yfrutales, las ondulantes líneas dé cañas, losgrandes cuadros de hortalizas, semejantes aenormes pañuelos verdes, y la tierra roja, cui-dadosamente labrada.

Animábanse los caminos con filas de

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puntos negros y movibles, como rosarios dehormigas, marchando hacia la ciudad. De todoslos extremos de la vega llegaban chirridos deruedas, canciones perezosas interrumpidas porel grito que arrea a las bestias, y, de cuando encuando, como sonoro trompetazo del amane-cer, rasgaba el espacio un furioso rebuzno delcuadrúpedo paria, como protesta del rudo tra-bajo que pesaba sobre él apenas nacido el día.

En las acequias conmovíase la tersa lá-mina de cristal rojizo con chapuzones que hací-an callar a las ranas; sonaba luego un ruidosobatir de alas e iban deslizándose los ánades lomismo que galeras de marfil, moviendo, cualfantásticas proas, sus cuellos de serpiente.

La vida, que con la luz inundaba la vega,iba penetrando en el interior de barracas y al-querías.

Chirriaban las puertas al abrirse, veíansebajo los emparrados figuras blancas que sedesperezaban con las manos tras el cogote, mi-rando el iluminado horizonte. Quedaban de

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par en par los establos, vomitando hacia la ciu-dad las vacas de leche, los rebaños de cabras,los caballejos de los estercoleros. Entre las cor-tinas de árboles enanos que ensombrecían loscaminos, vibraban cencerros y campanillas, ycortando este alegre cascabeleo sonaba el enér-gico ¡arre, aca! animando a las bestias reacias.

En las puertas de las barracas saludá-banse los que iban hacia la ciudad y los que sequedaban a trabajar los campos.

-¡Bon día mos done Deu! (¡Buen día nosdé Dios!)

-¡Bon día!Y tras este saludo, cambiado con toda la

gravedad propia de una gente que lleva en susvenas sangre moruna y sólo puede hablar deDios con gesto solemne ,se hacía el silencio si elque pasaba era un desconocido, y si era íntimose le encargaba la compra en Valencia de pe-queños objetos para la mujer o para la casa.

Ya era de día completamente.El espacio se había limpiado de tenues

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neblinas, transpiración nocturna de los húme-dos campos y las rumorosas acequias. Iba asalir el sol. En los rojizos surcos saltaban lasalondras con la alegría de vivir un día más, ylos traviesos gorriones, posándose en las ven-tanas todavía cerradas, picoteaban las maderas,diciendo a los de adentro con su chillido devagabundos acostumbrados a vivir de gorra:«¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra paraque comamos nosotros!...»

En la barraca de Toni, conocido en todoel contorno por Pimentón, acababa de entrar sumujer, Pepeta, una animosa criatura, de carneblancuzca y fláccida, en plena juventud, mina-da por la anemia, y que era, sin embargo, lahembra más trabajadora de toda la huerta.

Al amanecer ya estaba de vuelta delmercado. Levantábase a las tres, cargaba conlos cestones de verduras cogidas por Toni alcerrar la noche anterior entre reniegos y votoscontra una pícara vida en la que tanto hay quetrabajar, y a tientas por los senderos, guiándose

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en la oscuridad como buena hija de la huerta,marchaba a Valencia, mientras su marido,aquel buen mozo que tan caro le costaba, se-guía roncando dentro del caliente estudi, bienarrebujado en las mantas del camón matrimo-nial.

Los que compraban las hortalizas al pormayor para revenderlas conocían bien a estamujercita que, antes del amanecer, ya estaba enel mercado de Valencia sentada en sus cestos,tiritando bajo el delgado y raído mantón. Mira-ba con envidia, de lo que no se daba cuenta, alos que podían beber una taza de café paracombatir el fresco matinal. Y con una pacienciade bestia sumisa esperaba que le diesen por lasverduras el dinero que se había fijado en suscomplicados cálculos para mantener a Toni yllevar la casa adelante.

Después de esta venta corría otra vezhacia su barraca, deseando salvar cuanto antesuna hora de camino.

Entraba de nuevo en funciones para

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desarrollar una segunda industria: después delas hortalizas, la leche. Y tirando del ronzal deuna vaca rubia, que llevaba pegado al rabo co-mo amoroso satélite un ternerillo juguetón,volvía a la ciudad con la varita bajo el brazo yla medida de estaño para servir a los clientes.

La Rocha, que así apodaban a la vacapor sus rubios pelos, mugía dulcemente, estre-meciéndose bajo una gualdrapa de arpillera,herida por el fresco de la mañana, volviendosus ojos húmedos hacia la barraca, que se que-daba atrás, con su establo negro, de ambientepesado, en cuya paja olorosa pensaba con vo-luptuosidad del sueño no satisfecho.

Pepeta la arreaba con su vara. Se hacíatarde, e iban a quejarse los parroquianos. Y lavaca Y el ternerillo trotaban por el centro delcamino de Alboraya, hondo, fangoso, surcadode profundas carrileras.

Por los ribazos laterales, con un brazo enla cesta y el otro balanceante, pasaban los in-terminables cordones de cigarreras e hilanderas

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de seda, toda la virginidad de la huerta, queiban a trabajar en las fábricas, dejando con elrevoloteo de sus faldas una estela de castidadruda y áspera.

Esparcíase por los campos la bendiciónde Dios.

Tras los árboles y las casas que cerrabanel horizonte asomaba el sol como enorme oblearoja, lanzando horizontales agujas de oro queobligaban a taparse los ojos. Las montañas delfondo Y las torres de la ciudad iban tomandoun tinte sonrosado; las nubecillas que bogabanpor el cielo coloreábanse como madejas de sedacarmesí; las acequias y los charcos del caminoparecían poblarse de peces de fuego. Sonaba enel interior de las barracas el arrastre de la esco-ba, el chocar de la loza, todos los ruidos de lalimpieza matinal. Las mujeres agachábanse enlos ribazos, teniendo al lado el cesto de la ropapara lavar. Saltaban en las sendas los pardosconejos, con su sonrisa marrullera, enseñando,al huir, las rosadas posaderas partidas por el

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rabo en forma de botón, y sobre los montonesde rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus clo-queantes odaliscas, lanzaba un grito de sultánceloso -¡su quiquiriquí!-, con la pupila ardientey las barbillas rojas de cólera.

Pepeta, insensible a este despertar, quepresenciaba diariamente, seguía su marcha,cada vez con más prisa, el estómago vacío, laspiernas doloridas y las ropas interiores im-pregnadas de un sudor de debilidad propio desu sangre blanca y pobre, que a lo mejor se es-capaba durante semanas enteras, contravinien-do las reglas de la Naturaleza.

La avalancha de gente laboriosa que sedirigía a Valencia llenaba los puentes. Pepetapasó entre los obreros de los arrabales que lle-gaban con el saquito del almuerzo pendientedel cuello; se detuvo en el fielato de Consumospara tomar su resguardo -unas cuantas mone-das que todos los días le dolían en el alma-, y semetió por las desiertas calles, que animaba elcencerreo de la Rocha con un badajeo de melo-

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día bucólica, haciendo soñar a los adormecidosburgueses con verdes prados y escenas idílicasde pastores.

Tenía sus parroquianos la pobre mujeresparcidos en toda la ciudad. Era SU marchauna enrevesada Peregrinación por las calles,deteniéndose ante las puertas cerradas; un al-dabonazo aquí, tres y repique más allá, y siem-pre, a continuación, el grito estridente y agudo,que parecía imposible pudiese surgir de su po-bre y raso pecho: ¡La lleeet! (¡La leche!). Jarro enmano, bajaba la criada desgreñada, en chancle-tas, con los ojos hinchados, a recibir la leche, ola vieja portera, todavía con la mantilla que sehabía puesto para ir a la misa del alba.

A las ocho, después de servir a todos susclientes Pepeta se vio cerca del barrio de Pesca-dores.

Como también encontraba en él despa-cho la pobre huérfana se metió valerosamenteen los sucios callejones, que parecían muertos aaquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto

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desasosiego, una repugnancia instintiva deestómago delicado. Pero su espíritu de mujerhonrada y enferma sabía sobreponerse a estaimpresión, y continuaba adelante con ciertaaltivez vanidosa, con un orgullo de hembracasta, consolándose al ver que ella, débil y ago-biada por la miseria, aún era superior a otras.

De las cerradas y silenciosas casas salíael hálito de la crápula barata, ruidosa y sin dis-fraz: un olor de carne adobada y putrefacta, devino y de sudor. Por las rendijas de las puertasparecía escapar la respiración entrecortada ybrutal del sueño aplastante después de unanoche de caricias y caprichos amorosos de bo-rracho.

Pepeta oyó que la llamaban. En la puertade una escalerilla le hacía señas una buena mo-za, despechugada, fea, sin otro encanto que elde una juventud próxima a desaparecer: losojos húmedos, el moño torcido, y en las mejillasmanchas de colorete de la noche anterior: unacaricatura, un payaso del vicio.

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La labradora, apretando los labios conun mohín de orgullo y desdén para que las dis-tancias quedasen bien marcadas, comenzó aordeñar las ubres de la Rocha dentro del jarroque le presentaba la moza. Esta no quitaba lavista de la labradora.

-¡Pepeta! -dijo con voz indecisa, como sino tuviese la certeza de que era ella misma.

Levantó su cabeza Pepeta; fijó por pri-mera vez sus ojos en la mujerzuela, y tambiénpareció dudar.

-¡Rosario!... ¿Eres tú?Sí, ella era: lo afirmaba con tristes mo-

vimientos de cabeza. Y Pepeta, inmediatamen-te, manifestó su asombro. ¡Ella allí!... ¡Hija deunos padres tan honrados!... ¡Qué vergüenza,Señor!...

La ramera, Por costumbre del oficio, in-tentó acoger con cínica sonrisa, con el gestoescéptico del que conoce el secreto de la vida yno cree en nada, las exclamaciones de la escan-dalizada labradora. Pero la mirada fija de los

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ojos claros de Pepeta acabó por avergonzarla, Ybajó la cabeza como si fuese a llorar.

No, ella no era mala; había trabajado enlas fábricas, había servido a una familia comodoméstica; pero al fin sus hermanas le dieron elempleo, cansadas de sufrir hambre; y allí esta-ba, recibiendo unas veces cariño y otras bofeta-das, hasta que reventase para siempre. Era na-tural: donde no hay padre y madre, la familiatermina así. De todo tenía la culpa el amo de latierra, aquel don Salvador, que de seguro ardíaen los infiernos. ¡Ah ladrón!... ¡Y cómo habíaperdido a toda una familia!

Pepeta olvidó su actitud fría y reservadapara unirse a la indignación de la muchacha.Verdad, todo verdad; aquel tío avaro tenía laculpa. La huerta entera lo sabía. ¡Válgame Dios,y cómo se pierde una casa! ¡Tan bueno que erael pobre tío Barret! ¡Si levantara la cabeza yviese a sus hijas!... Ya sabían en la huerta que elpobre padre había muerto en el presidio deCeuta hacía dos años; Y en cuanto a la madre,

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la infeliz vieja había acabado de padecer en unacama del hospital. ¡Las vueltas que da el mun-do en diez años! ¿Quién les hubiese dicho a ellay a sus hermanas, acostumbradas a vivir en sucasa como reinas, que acabarían de aquel mo-do? ¡Señor! ¡Señor! ¡Libradnos de una malapersona!...

Rosario se animó con la conversación;parecía rejuvenecerse junto a esta amiga de laniñez. Sus ojos, antes mortecinos, chispearon alrecordar el pasado. ¿Y su barraca? ¿Y las tie-rras? Seguían abandonadas, ¿verdad?... Esto legustaba: ¡que reventasen, que se hiciesen lasantísima los hijos del pillo don Salvador!... Eralo único que podía consolarla. Estaba muyagradecida a Pimentó y a todos los de allá, por-qúe habían impedido que otros entrasen a tra-bajar lo que de derecho pertenecía a su familia.Y si alguien quería apoderarse de aquello, en-tonces bien sabido era el remedio... ¡Pum! Unescopetazo de los que deshacen la cabeza.

La moza se enardecía; brillaban en sus

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ojos chispas de ferocidad. Resucitaba dentro dela ramera, pasiva bestia acostumbrada a losgolpes, la hija de la huerta, que desde que naceve la escopeta colgada detrás de la puerta, y enlas festividades aspira con delicia el humo de lapólvora.

Después de hablar del triste pasado, lacuriosidad despierta de Rosario fué preguntan-do por todos los de allá, y acabó en Pepeta.¡Pobrecita! Bien se veía que no era feliz. Jovenaún, sólo revelaban su edad aquellos ojazosclaros de virgen, inocentes y tímidos. El cuerpo,un puro esqueleto; y en el rubio, de un color demazorca tierna, aparecían ya las canas a puña-dos antes de los treinta años. ¿Qué vida le dabaPimentó? ¿Siempre tan borracho y huyendo deltrabajo? Ella se lo había buscado, casándosecontra los consejos de todo el mundo. Buenmozo, eso sí; le temblaban todos en la tabernade Copa, los domingos por la tarde, cuandojugaba al truco con los más guapos de la huer-ta; pero en casa debía de ser un marido insufri-

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ble... Aunque, bien mirado, todos los hombreseran iguales. ¡Si lo sabría ella! Unos perros queno valían la pena de mirarlos. ¡Hija, y qué des-mejorada estaba la pobre Pepeta!...

Un vozarrón de marimacho bajó comoun trueno por el hueco de la escalerilla.

-¡Elisa!... Sube pronto la leche. El señorestá esperando.Rosario empezó a reír de ella misma.

Ahora se llamaba Elisa. ¿No lo sabía? Era exi-gencia del oficio cambiar el nombre, así comohablar con acento andaluz. Y remedaba conrústica gracia la voz del marimacho invisible.

Pero, a pesar de su regocijo, tuvo prisaen retirarse. Temía a los de arriba. El vozarróno el señor de la leche podían darle algo malopor su tardanza. Y subió veloz por la escalerilla,después de recomendar mucho a Pepeta quepasase alguna vez por allí para recordar juntaslas cosas de la huerta.

El cansado esquilón de la Rocha repique-teó más de una hora por las calles de Valencia.

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Soltaron las mustias ubres hasta su última gotade leche insípida, producto de un mísero pastode hojas de col y desperdicios, y al fin Pepetaemprendió la vuelta a su barraca.

La pobre labradora caminaba triste ypensativa bajo la impresión de aquel encuentro.Recordaba como si hubiera sido el día anteriorla espantosa tragedia que se tragó al tío Barretcon toda su familia.

Desde entonces, los campos que hacíamás de cien años trabajaban los ascendientesdel pobre labrador habían quedado abandona-dos a orillas del camino. Su barraca, deshabita-da, sin una mano misericordiosa que echase unremiendo a la techumbre ni un puñado de ba-rro a las grietas de las paredes, se iba hundien-do lentamente.

Diez años de continuo tránsito junto aaquella ruina habían conseguido que la genteno se fijase ya en ella. La misma Pepeta hacíatiempo que no había parado su atención en lavieja barraca. Esta sólo interesaba a los mucha-

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chos, que, heredando el odio de sus padres, semetían por entre las ortigas de los campos yer-mos para acribillar a pedradas la abandonadavivienda, romper los maderos de su cerradapuerta o cegar con tierra y pedruscos el pozoque se abría bajo una parra vetusta.

Pero aquella mañana, Pepeta, influídapor su reciente encuentro, se fijó en la ruina yhasta se detuvo en el camino para verla mejor.

Los campos del tío Barret, o, mejor dichopara ella, «del judío don Salvador Y sus desco-mulgados herederos», eran una mancha demiseria en medio de la huerta fecunda, trabaja-da y sonriente. Diez años de abandono habíanendurecido la tierra, haciendo brotar de susolvidadas entrañas todas las plantas parásitas,todos los abrojos que Dios ha criado para casti-go del labrador. Una selva enana, enmarañaday deforme se extendía sobre aquellos campos,con un oleaje de extraños tonos verdes, matiza-do a trechos por flores misteriosas y raras, deesas que sólo surgen en las ruinas y los cemen-

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terios.Bajo las frondosidades de esta selva mi-

núscula, y alentados por la seguridad de suguarida, crecían y se multiplicaban toda suertede bichos asquerosos, derramándose en loscampos vecinos: lagartos verdes de lomo rugo-so, enormes escarabajos con caparazón de me-tálicos reflejos, arañas de patas cortas y vello-sas, hasta culebras, que se deslizaban a las ace-quias inmediatas. Allí vivían, en el centro de lahermosa y cuidada vega, formando mundoaparte, devorándose unos a otros; y aunquecausasen algún daño a los vecinos, éstos losrespetaban con cierta veneración, pues las sieteplagas de Egipto parecían poca cosa a los de lahuerta para arrojarse sobre aquellos terrenosmalditos.

Como las tierras del tío Barret no seríannunca para los hombres, debían anidar en ellaslos bicharracos asquerosos, y cuantos más, me-jor.

En el centro de estos campos desolados

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que se destacaban sobre la hermosa vega comouna mancha de mugre en un manto regio deterciopelo verde, alzábase la barraca o, másbien dicho, caía, con su montera de paja des-panzurrada, enseñando por las aberturas queagujerearon el viento y la lluvia su carcomidocostillaje de madera.

Las paredes, arañadas por las aguas,mostraban sus adobes de barro crudo, sin másque unas ligerísimas manchas blancas que dela-taban el antiguo enjalbegado. La puerta estabarota por debajo, roída por las ratas, con grietasque la cortaban de un extremo a otro. Dos o tresventanillas completamente abiertas y martiri-zadas por los vendavales, pendían de un sologozne e iban a caer de un momento a otro, ape-nas soplase una ruda ventolera.

Aquella ruina apenaba el ánimo, opri-mía el corazón. Parecía que del casuco abando-nado fuesen a salir fantasmas en cuanto cerrasela noche; que de su interior iban a partir gritosde personas asesinadas; que toda aquella male-

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za era un sudario ocultando debajo de él cente-nares de cadáveres.

Imágenes horribles era lo que inspirabala contemplación de estos campos abandona-dos; y su tétrica miseria aún resaltaba más alcontrastar con las tierras próximas, rojas, biencuidadas, llenas de correctas filas de hortalizasy de arbolillos, a cuyas hojas daba el otoño unatransparencia acaramelada. Hasta los pájaroshuían de aquellos campos de muerte, tal vezpor temor a los animaluchos que rebullían bajola maleza o por husmear el hálito de la desgra-cia.

Sobre la rota techumbre de paja, si algose veía, era el revoloteo de alas negras y traido-ras, plumajes fúnebres de cuervos y milanos,que, al agitarse, hacían enmudecer los árbolescargados de gozosos aleteos y juguetones pii-dos, quedando silenciosa la huerta, como si nohubiese gorriones en media legua a la redonda.

Pepeta iba a seguir adelante, hacia sublanca barraca, que asomaba entre los árboles

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algunos campos más allá; pero hubo de perma-necer inmóvil en el alto borde del camino, paraque pasase un carro cargado que avanzabadando tumbos y parecía venir de la ciudad.

Su curiosidad femenina se excitó al fijar-se en él.

Era un pobre carro de labranza, tiradopor un rocín viejo y huesudo, al que ayudabaen los baches difíciles un hombre alto que mar-chaba junto a él animándole con gritos y chas-quidos de tralla.

Vestía de labrador; pero el modo de lle-var el pañuelo anudado a la cabeza, sus panta-lones de pana y otros detalles de su traje dela-taban que no era de la huerta, donde el adornopersonal ha ido poco a poco contaminándosedel gusto de la ciudad. Era labrador de algúnpueblo lejano: tal vez venía del rincón de laprovincia.

Sobre el carro amontonábanse, forman-do pirámide hasta más arriba de los varales,toda clase de objetos domésticos. Era la emigra-

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ción de una familia entera. Tísicos colchones,jergones rellenos de escandalosa hoja de maíz,sillas de esparto, sartenes, calderas, platos, ces-tas, verdes bannuillos de cama, todo se amon-tonaba sobre el carro, sucio, gastado, miserable,oliendo a hambre, a fuga desesperada, como sila desgracia marchase tras de la familia pisán-dole los talones. En la cumbre de este revoltijoveíanse tres niños abrazados, que contempla-ban los campos con ojos muy abiertos, comoexploradores que visitan un país por primeravez.

A pie, y detrás del carro, como vigilandopor si caía algo de éste, marchaban una mujer yuna muchacha, alta, delgada, esbelta, que pare-cía hija de aquélla. Al otro lado del rocín, ayu-dando cuando el vehículo se detenía en un malpaso, iba un muchacho de unos once años. Suexterior grave delataba al niño que, acostum-brado a luchar con la miseria, es un hombre a laedad en que otros juegan. Un perrillo sucio yjadeante cerraba la marcha.

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Pepeta, apoyada en el lomo de su vaca,los veía avanzar, poseída cada vez de mayorcuriosidad. ¿Adónde iría esta pobre gente?

El camino aquel, afluyente al de Albora-ya, no iba a ninguna parte. Se extinguía a lolejos, como agotado por las bifurcaciones in-numerables de sendas y caminitos que dabanentrada a las barracas.

Pero su curiosidad tuvo un final inespe-rado. ¡Virgen Santísima! El carro se salía delcamino, atravesaba el ruinoso puente de tron-cos y tierra que daba acceso a las tierras maldi-tas y se metía por los campos del tío Barret,aplastando con sus ruedas la maleza respetada.

La familia seguía detrás, manifestandocon gestos y palabras confusas la impresión quele causaba tanta miseria, pero en línea rectahacia la destrozada barraca, como quien tomaposesión de lo que es suyo.

Pepeta no quiso ver más. Ahora sí quecorrió de veras hacia su barraca. Deseosa dellegar antes, abandonó a la vaca y al ternerillo,

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y las dos bestias siguieron su marcha tranqui-lamente, como quien no se preocupa de las co-sas ajenas y tiene el establo seguro.

Pimentó estaba tendido a un lado de subarraca, fumando perezosamente, con la vistafija en tres varitas untadas con liga, puestas alsol, en torno de las cuales revoloteaban algunospájaros. Era una ocupación digna de un granseñor.

Al ver llegar a su mujer con los ojosasombrados y el pobre pecho jadeante, Pimentócambió de postura para escuchar mejor, reco-mendándole que no se aproximase a las varitas.

Vamos a ver: ¿qué era aquello? ¿Le habí-an robado la vaca?...

Pepeta, con la emoción y el cansancio,apenas pudo decir dos palabras segui-das.Las tierras de Barret... Una familia ente-

ra... Iban a trabajar, a vivir en la barraca. Ella lohabía visto.

Pimentó, cazador de pájaros con liga,

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enemigo del trabajo y terror de la contornada,no pudo conservar su gravedad impasible degran señor ante tan inesperada noticia.

-¡Recontracordóns!...De un salto puso recta su pesada y mus-

culosa humanidad, y echó a correr, sin aguar-dar a oír más explicaciones.

Su mujer vió cómo corría a campo tra-viesa hasta un cañar inmediato a las tierrasmalditas. Allí se arrodilló, se echó sobre el vien-tre, para espiar por entre las cañas, como unbeduíno al acecho, y, pasados algunos minutos,volvió a correr, perdiéndose en aquel dédalo desendas, cada una de las cuales conducía a unabarraca, a un campo donde se encorvaban loshombres haciendo brillar en el aire su azadóncomo un relámpago de acero.

La huerta seguía risueña y rumOrosa,impregnada de luz y de suspiros, aletargadabajo la cascada de oro del sol de la mañana.

Pero a lo lejos sonaban voces y llama-miéntos: la noticia se transmitía a grito pelado

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de un campo a otro campo, y un estremeci-miento de alarma, de extrafleza, de indigna-ción, corría por toda la vega, como si no hubie-sen transcurrido los siglos y circulara el avisode que en la playa acababa de aparecer unagalera argelina buscando cargamento de carneblanca.

II

Cuando, en época de cosecha, contem-plaba el tío Barret los cuadros de distinto culti-vo en que estaban divididas sus tierras, no po-día contener un sentimiento de orgullo, y mi-rando los altos trigos, las coles con su cogollode rizada blonda, los melones asomando elverde lomo a flor de tierra o los pimientos otomates medio ocultos por el follaje, alababa labondad de sus campos y los esfuerzos de todossus antecesores al trabajarlos mejor que los de-más de la huerta.

Toda la sangre de sus abuelos estaba allí.

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Cinco o seis generaciones de Barrets habíanpasado su vida labrando la misma tierra, vol-viéndola al revés, medicinando sus entrañascon ardoroso estiércol, cuidando de que nodecreciera su jugo vital, acariciando y peinandocon el azadón y la reja todos aquellos terrones,de los cuales no había uno que no estuvieraregado con el sudor y la sangre de la familia.

Mucho quería el labrador a su mujer, yhasta le perdonaba la tontería de haberle dadocuatro hijas Y ningún hijo que le ayudase ensus tareas; no amaba menos a las cuatro mu-chachas, unos ángeles de Dios, que se pasabanel día cantando, cosiendo a la puerta de la ba-rraca, y algunas veces se metían en los campospara descansar un poco a su pobre padre; perola pasión suprema del tío Barret, el amor de susamores, eran aquellas tierras, sobre las cualeshabía pasado monótona y silenciosa la historiade su familia. Hacía muchos años, muchos -enlos tiempos que el tío Tomba, un anciano casiciego que guardaba el pobre rebaño de un car-

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nicero de Alboraya, iba por el mundo, en lapartida del Fraile, disparando trabucazos co-ntra franceses-, y estas tierras fueron de los re-ligiosos de San Miguel de los Reyes, unos bue-nos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros,que no mostraban gran prisa en el cobro de losarrendamientos, dándose por satisfechos conque por la tarde, al pasar por la barraca, losrecibiera la abuela, que era entonces una realmoza, obsequiándolos con hondas jícaras dechocolate Y las primicias de los frutales. Antes,mucho antes, había sido el propietario de todoaquello un gran señor, que al morir depositósus pecados y sus fincas en el seno de la comu-nidad; y ahora, ¡ay!, pertenecían a don Salva-dor, un vejete de Valencia, que era el tormentodel tío Barret, pues hasta en sueños se le apare-cía.

El pobre labrador ocultaba sus penas asu propia familia. Era un hombre animoso, decostumbres puras. Los domingos, si iba un ratoa la taberna de Copa, donde se reunía toda la

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gente del contorno, era para mirar a los jugado-res de truco, para reír como un bendito oyendolos despropósitos y brutalidades de Pimentó yotros mocetones que actuaban de gallitos de lahuerta; pero nunca se acercaba al mostrador apagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo desu faja bien

apretado sobre el estómago, y si bebíaera cuando alguno de los gananciosos convida-ba a todos los presentes.

Enemigo de comunicar sus penas, se leveía siempre sonriente, bonachón, tranquilo,llevando encasquetado hasta las orejas el gorroazul que justificaba su apodo.

Trabajaba de noche a noche; cuando to-da la huerta dormía aún, ya estaba él, a la inde-cisa claridad del amanecer, arañando sus tie-rras, cada vez más convencido de que no po-dría con ellas. Era demasiado trabajo para unhombre solo. ¡Si al menos tuviera un hijo!...Buscando ayuda, tomaba criados, que le roba-ban trabajando poco, Y, finalmente, los despe-

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día al sorprenderlos durmiendo dentro del es-tablo en las horas de sol.

Influido por el respeto a sus antepasa-dos, quería reventar de fatiga sobre sus terro-nes antes que consentir que una parte de ellosfuese cedida en arrendamiento a manos extra-ñas. Y no Dudiendo con todo el trabajo, dejabaimproductiva y en barbecho la mitad de su tie-rra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otramantener a la familia y pagar al amo.

Fué este empeño una lucha sorda, des-esperada, tenaz, contra las necesidades de lavida y contra su propia debilidad.

No tenía más que un deseo: que las chi-cas ignorasen sus preocupaciones; que nadie sediese cuenta en la casa de los apuros y tristezasdel padre; que no se turbase la santa alegría deaquella vivienda, animada a todas horas por lasrisas y las canciones de las cuatro hermanas,cuya edad sólo se diferenciaba en un año. Ymientras ellas, que ya comenzaban a llamar laatención de los mozos de la huerta, asistían con

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pañuelos de seda nuevos, vistosos, y plancha-das y ruidosas faldas a las fiestas de los pueble-cillos, o despertaban al amanecer para ir des-calzas y en camisa a mirar por las rendijas delventanillo quiénes eran los que cantaban lesalboaes (Las alboradas) o las obsequiaban conrasgueo de guitarra, el pobre tío Barret, empe-ñado cada vez más en nivelar su presupuesto,sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oroamasado ochavo sobre ochavo que le habíadejado su padre, acallando así a don Salvador,viejo avaro que nunca tenía bastante, y no con-tento con exprimirle, hablaba de lo mal queestaban los tiempos, del escandaloso aumentode las contribuciones y de la necesidad de subirel precio del arrendamiento.

No podía haber encontrado Barret peoramo. Gozaba en toda la huerta una fama detes-table, pues rara era la partida de ella donde notuviese tierras. Todas las tardes, envuelto enuna vieja capa, que llevaba hasta en primavera,con aspecto sórdido de mendigo y gestos hosti-

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les que dejaba a su espalda, iba por las sendasvisitando a los colonos. Era la tenacidad delavaro que desea estar en contacto a todas horascon sus propiedades, la pegajosidad del usure-ro que siempre tiene cuentas pendientes quearreglar.

Los perros ladraban al verle de lejos,como si se aproximase la muerte, los niños lemiraban enfurruñados; los hombres se escondí-an para evitar penosas excusas, y las mujeressalían a la puerta de la barraca con la vista en elsuelo y la mentira a punto para rogar a donSalvador que tuviese paciencia, contestandocon lágrimas a sus bufidos y amenazas.

Pimentó, que en su calidad de valentónse interesaba por las desdichas de sus conveci-nos y era el caballero andante de la huerta,prometía entre dientes algo así como pegarleuna paliza y refrescarlo después en una ace-quia; pero las mismas víctimas del avaro lodisuadían, hablando de la importancia de donSalvador, hombre que se pasaba las mañanas

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en los juzgados y tenía amigos de muchas cam-panillas. Con gente así siempre pierde el pobre.

De todos sus colonos, el mejor era Ba-rret; aunque a costa de grandes esfuerzos, nadale debía. Y el viejo, que lo citaba como modelo alos otros arrendatarios, cuando estaba frente aél extremaba su crueldad, se mostraba más exi-gente, excitado por la mansedumbre del labra-dor, contento de encontrar un hombre en el quepodía saciar sin miedo sus instintos de opresióny de rapiña.

Aumentó, por fin, el precio del arren-damiento de las tierras. Barret protestó, y hastalloró, recordando los méritos de su familia, quehabía perdido la piel en aquellos campos parahacer de ellos los mejores de la huerta. Perodon Salvador se mostró inflexible. ¿Eran losmejores?... Pues debía pagar más. Y Barret pagóel aumento. La sangre daría él antes que aban-donar estas tierras que, poco a poco, absorbíansu vida.

Ya no tenía dinero para salir de apuros;

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sólo contaba con lo que produjesen los campos.Y completamente solo, ocultando a la familia susituación, teniendo que sonreír cuando estabaentre su mujer y sus hijas, las cuales le reco-mendaban que no se esforzase tanto, el pobreBarret se entreizó a la más disparatada locuradel trabajo.

Olvidó el sueño. Parecíale que sus horta-lizas crecían con menos rapidez que las de losvecinos; quiso él solo cultivar todas las tierras;trabajaba de noche a tientas; el menor nubarrónde granizo le ponía fuera de sí, trémulo demiedo; y él, tan bondadoso, tan honrado, hastase aprovechaba de los descuidos de los labra-dores colindantes para robarles una parte deriego.

Si su familia estaba ciega, en las barracasvecinas bien adivinaban la situación de Barret,compadeciendo su mansedumbre. Era un bue-nazo, no sabía plantarle cara al repugnante ava-ro, y éste lo iba chupando lentamente, hastadevorarlo por entero.

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Y así fué. El pobre labrador, agobiadopor una existencia de fiebre y demencia labo-riosa, quedábase en los huesos, encorvado co-mo un octogenario, con los ojos hundidos.Aquel gorro característico que justificaba sumote ya no se detenía en sus orejas; aprove-chando la creciente delgadez, bajaba hasta loshombros como un fúnebre apagaluz de su exis-tencia.

Lo peor para él era que este exceso decansancio insostenible sólo le permitía pagar amedias al insaciable ogro. Las consecuencias desu locura por el trabajo no se hicieron esperar.El rocín del tío Barret, un animal sufrido que leseguía en todos sus desesperados esfuerzos,cansado de trabajar de día y de noche, de irtirando del carro al mercado de Valencia concarga de hortalizas y a continuación, sin tiempopara respirar ni desudarse, verse enganchado alarado, tomó partido de morir, antes que permi-tirse el menor intento de rebelión contra su po-bre amo.

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¡Entonces sí que se consideró perdidoirremisiblemente el pobre labrador! Con deses-peración miró sus campos, que ya no podíacultivar; las hileras de frescas hortalizas, que lagente de la ciudad consumía con indiferenciasin sospechar las angustias que su producciónhace sufrir a un pobre en continua batalla conla tierra y la miseria.

Pero la Providencia, que nunca abando-na al pobre, le habló por boca de don Salvador.Por algo dicen que Dios saca muchas veces elbien del mal.

El insufrible tacaño, el voraz usurero, alconocer su desgracia, le ofreció ayuda con unabondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesi-taba para comprar otra bestia? ¿Cincuenta du-ros? Pues allí estaba él para ayudarle, demos-trando con esto cuán injustos eran los que leodiaban y hablaban mal de su persona.

Y prestó dinero a Barret con el insignifi-cante detalle de exigirle una firma -los negociosson negocios-al pie de cierto papel en el que se

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hablaba de interés, de acumulación de réditos,de responsabilidad de la deuda, mencionandopara esto último los muebles, las herramientas,todo cuanto poseía el labrador en su barraca,incluso los animales de corral.

Barret, animado por la posesión de unnuevo rocín joven y brioso, volvió con másahinco a su trabajo, a matarse sobre aquellosterruños, que parecían crecer según disminuíansus fuerzas, envolviéndolo como un sudariorojo.

La mayor parte de lo que cosechaba ensus campos se lo comía la familia, y los puña-dos de cobre que sacaba de la venta del resto enel mercado de Valencia desparramábase, sinllegar a formar nunca el montón necesario paraacallar a don Salvador.

Estas angustias del tío Barret por satisfa-cer su deuda sin poder conseguirlo acabaronpor despertar en él cierto instinto de rebelión,haciendo surgir de su rudo pensamiento vagasy confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran

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suyos los campos? Todos sus abuelos habíandejado la vida entre aquellos terrones; estabanregados con el sudor de la familia; si no fuesepor ellos, por los Barrets, estarían las tierras tandespobladas como la orilla del mar... Y ahoravenía a apretarle la argolla, a hacer morir consus recordatorios aquel viejo sin entrañas queera el amo, aunque no sabía coger un azadón nien su vida había doblegado el espinazo, impe-lido por el trabajo... ¡Cristo! ¡Y cómo arreglanlas cosas los hombres!...

Pero estas rebeliones eran momentáneas;volvían a él la sumisión resignada del labriegoy el respeto tradicional y supersticioso para lapropiedad. Había que trabajar y ser honrado.

Y el pobre hombre, que consideraba elno pagar como la mayor de las deshonras, vol-vía a sus faenas cada vez más débil, más exte-nuado, sintiendo en su interior el lento des-plome de su energía, convencido de que nopodía prolongar esta lucha, pero indignadoante la posibilidad tan sólo de abandonar un

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palmo de las tierras de sus ascendientes.Del semestre de Navidad no pudo en-

tregar a don Salvador más que una pequeñaparte. Llegó San Juan, y ni un céntimo. La mu-jer estaba enferma; para pagar los gastos habíavendido el oro del casamiento, las venerablesarracadas y el collar de perlas, que eran el teso-ro de la familia, y cuya futura posesión provo-caba discusiones entre las cuatro muchachas.

El viejo avaro se mostró inflexible NoBarret, aquello no podía continuár. Como él erabueno (por mas que la gente no lo creyese), nopodía consentir que el labrador siguiese matándose en este empeño de cultivar unas tierrasmás grandes que sus fuerzas. No lo consentiría;era asunto de buen corazón. Y como le habíanhecho proposiciones de nuevo arrendamiento,avisaba a Barret para que dejase los camposcuanto antes. Lo sentía mucho; pero él tambiénera pobre... ¡Ah! Y por eso mismo le recordabaque habría de hacer efectivo el préstamo para lacompra del rocín, cantidad que, con los réditos,

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ascendía a...El pobre labrador ni se fijó en los miles

de reales a que subía su deuda con los dichososréditos: tan turbado y confuso le dejó la ordende abandonar sus tierras.

La debilidad, el desgaste interior produ-cido por la abrumadora lucha de varios años semanifestó repentinamente.

Él, que no había llorado nunca, gimoteócomo un niño. Toda su altivez, su gravedadmoruna, desaparecieron de golpe, y arrodillóseante el vejete pidiendo que no le abandonase,pues veía en él a su padre.

Pero buen padre se había echado el po-bre Barret. Don Salvador se mostró inflexible.Lo sentía mucho, pero no podía hacer otra cosa.El también era pobre: debía procurar por el pande sus hijos... Y continuó embozando su cruel-dad con frases de hipócrita sentimiento.

El labrador se cansó de pedir gracia. Fuévarias veces a Valencia a la casa del amo parahablarle de sus antepasados, de los derechos

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morales que tenía sobre aquellas tierras, a pe-dirle un poco de paciencia, afirmando con locaesperanza que él pagaría, y, al fin, el avaro aca-bó por no abrirle su puerta.

La desesperación regeneró a Barret. Vol-vió a ser el hijo de la huerta, altivo, enérgico eintratable cuando cree que le asiste la razón.¿No quería oírlo el amo? ¿Se negaba a darle unaesperanza?... Pues bien; él en su casa esperaba;si el otro quería algo que fuese a buscarlo. ¡Aver quién era el guapo que le hacía salir de subarraca!

Y siguió trabajando, aunque con recelo,mirando ansiosamente siempre que pasabaalgún desconocido por los caminos inmediatos,como quien aguarda de un momento a otro seratacado por una gavilla de bandidos.

Le citaron al Juzgado y no compareció.Ya sabía él lo que era aquello; enredos de loshombres para perder a las gentes de bien. Siquerían robarle, que lo buscasen allí, sobre loscampos, que eran pedazos de su piel, y como a

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tales los defendería.Un día le avisaron que por la tarde iría el

Juzgado a proceder contra él, a expulsarlo delas tierras, embargando, además, para pago desus deudas, todo cuanto tenía en la barraca.Aquella noche ya no dormiría en ella.

Tan inaudito resultaba esto para el pobretío Barret, que sonrió con incredulidad. Esopodría ser para los tramposos, para los que nohan pagado nunca; pero él, que siempre habíacumplido, que nació allí mismo, que sólo debíaun año de arrendamiento..., ¡quia! ¡Ni que vi-viera uno entre salvajes, sin caridad ni religión!

Pero en la tarde, cuando vio venir por elcamino a unos señores vestidos de negro, fúne-bres pajarracos con alas de papel arrolladasbajo el brazo, ya no dudó. Aquél era el enemi-go. Iban a robarle.

Y sintiendo en su interior la ciega bravu-ra del mercader moro que sufre toda clase deofensas, pero enloquece de furor cuando le to-can su propiedad, Barret entró corriendo en su

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barraca, agarró la vieja escopeta que teníasiempre cargada detrás de la puerta, y, echán-dosela a la cara, plantóse bajo el emparrado,dispuesto a meterle dos balas al primero deaquellos bandidos de la ley que pusiera el pieen sus campos.

Salieron corriendo su mujer, enferma, ylas cuatro hijas, gritando como locas, y se abra-zaron a él, intentando arrancarle la escopeta,tirando del cañón con ambas manos. Y talesfueron los gritos de este grupo, que, luchando yforcejeando, iba de un pilar a otro del emparra-do, que empezaron a salir gentes de las vecinasbarracas, y llegaron corriendo en tropel, ansio-sas, con la solidaridad fraternal de los que vi-ven en despoblado.

Pimentó fué el que se hizo dueño de laescopeta y, prudentemente se la llevó a su casa.Barret iba detrás intentando perseguirlo, sujetoy contenido por los fuertes brazos de unos mo-cetones, desahogando su rabia contra aquelbruto que le impedía defender lo suyo.

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-¡Pimentó!... ¡Lladre!... ¡Tornam la esco-peta!... (¡Pimentó!... ¡Ladrón!... ¡Devuélveme laescopeta!...)

Pero el valentón sonreía bondadosamen-te, satisfecho de mostrarse prudente y paternalcon ese viejo rabioso; y así fue conduciéndolohasta su barraca, donde quedaron él y los ami-gos vigilándolo, dándole consejos para que nocometiese un disparate. ¡Mucho ojo, tío Barret!Aquella gente era la Justicia, y el pobre siemprepierde metiéndose con ella. Calma, y mala in-tención, que todo llegará.

Y al mismo tiempo los negros pajarracosescribían papeles y más papeles en la barracade Barret, revolviendo, impasibles, los mueblesy las ropas, inventariando hasta el corral y elestablo, mientras la esposa y las hijas gemíandesesperadamente, y la multitud, agolpada a lapuerta, seguía con terror todos los detalles delembargo, intentando consolar a las pobres mu-jeres, prorrumpiendo, a la sordina, en maldi-ciones contra el judío don Salvador y aquellos

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tíos que se prestaban a obedecer a semejanteperro.

Al anochecer, Barret, que estaba comoanonadado, y tras la crisis furiosa parecía caídoen un estado de sonambulismo, vio a sus piesunos cuantos líos de ropa y oyó el sonido metá-lico de un saco que contenía sus herramientasde labranza.

-¡Pare!... ¡Pare! -gimotearon unas vocestrémulas.

Eran las hijas, que se arrojaban en susbrazos; tras ellas, la pobre mujer enferma, tem-blando de fiebre; y en el fondo, invadiendo labarraca de Pimentó y perdiéndose más allá dela puerta oscura, toda la gente del contorno, elaterrado coro de la tragedia.

Ya les habían hecho salir para siemprede su barraca. Los hombres negros la habíancerrado, llevándose las llaves. No les quedabaotra cosa que los fardos que estaban en el suelo,la ropa usada, las herramientas: lo único que leshabían permitido sacar de su casa.

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Y las palabras eran entrecortadas por lossollozos, y volvían a abrazarse el padre y lashijas, y Pepeta, la dueña de la barraca y otrasmujeres lloraban y repetían las maldicionescontra el viejo avaro, hasta que Pimentó inter-vino oportunamente.

Tiempo quedaba para hablar de lo ocu-rrido; ahora, a cenar. ¡Qué demonio! No habíaque gemir tanto porculpa de un tío judío. Si eltal viera todo esto, ¡cómo se alegrarían sus ma-las entrañas!... La gente de la huerta era buena;a la familia del tío Barret la querían todos, y conella partirían un rollo, si no había más.

La mujer y las hijas del arruinado labra-dor fuéronse con unas vecinas a pasar la nocheen sus barracas. El tío Barret se quedó allí, bajola vigilancia de Pimentó.

Permanecieron los dos hombres hastalas diez, sentados en sus silletas de esparto, a laluz del candil, fumando cigarro tras cigarro.

El pobre viejo parecía loco. Contestabacon secos monosílabos a las reflexiones de

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aquel terne que ahora las echaba de bonachón;y si hablaba, era para repetir siempre las mis-mas palabras:

-¡Pimentó!... ¡Tórnam la escopeta!Y Pimentó sonreía con cierta admiración.

Le asombraba la fiereza repentina de este veje-te, al que toda la huerta había tenido por uninfeliz. ¡Devolverle la escopeta!... ¡En seguida!Bien se adivinaba en la arruga vertical hincha-da entre sus cejas el propósito firme de hacerpolvo al au tor de su ruina.

Barret se enfurecía cada vez más con elmozo. Llegó a llamarle ladrón porque se nega-ba a devolverle su arma. No tenía amigos; to-dos eran unos ingratos, iguales al avaro donSalvador. No quería dormir allí: se ahogaba. Yrebuscando en el saco de sus herramientas,escogió una hoz, la atravesó en su faja y salióde la vivienda, sin que Pimentó intentase ata-jarle el paso.

A tales horas nada malo podía hacer elviejo: que durmiese al raso, si tal era su gusto. Y

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el valentón, cerrando la barraca, se acostó.El tío Barret fué derechamente hacia sus

campos, y, como un perro abandonado, co-menzó a dar vueltas alrededor de la barraca.

¡Cerrada!... ¡Cerrada para siempre!Aquellas paredes las había levantado su abueloy las renovaba él todos los años. Aún se desta-caba en la oscuridad la blancura del nítido en-jalbegado con que sus chicas las cubrieron tresmeses antes.

El corral, el establo, las pocilgas eranobra de su padre; y aquella montera de paja,tan alta, tan esbelta, con las dos crucecitas ensus extremos, la había levantado él de nuevo,en sustitución de la antigua, que hacía agua portodas partes.

Y obra de sus manos era también el bro-cal del pozo, las pilastras del emparrado, lasencañizadas, por encima de las cuales enseña-ban sus penachos de flores los claveles y losdompedros. ¿Y todo aquello iba a ser propie-dad de otro, porque sí, porque así lo querían los

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hombres?Buscó en su faja la tira de fósforos de

cartón que le servían para encender sus ciga-rros. Quería prender fuego a la paja de la te-chumbre. ¡Que se lo llevase todo el demonio!Al fin, era suyo, bien lo sabía Dios, y podía des-truir su hacienda antes que verla en manos deladrones.

Mas al ir a incendiar su antigua casa sin-tió una impresión de horror, como si tuvieraante él los cadáveres de todos sus antepasados,y arrojó los fósforos al suelo.

Continuaba rugiendo en su cabeza el an-sia de destrucción, y para satisfacerla se metiócon la hoz en la mano en aquellos campos, quehabían sido sus verdugos.

¡Ahora las pagaría todas juntas la tierraingrata, causa de sus desdichas! Horas enterasduró la devastación.

Derrumbáronse a puntapiés las bóvedasde cañas por las cuales trepaban las verdeshebras de las judías tiernas y los guisantes; ca-

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yeron las habas partidas por la furiosa hoz, ylas filas de lechugas Y coles saltaron a distanciaa impulsos del agudo acero, como cabezas cor-tadas, esparciendo en torno su cabellera dehojas... ¡Nadie se aprovecharía de su trabajo! Yasí estuvo hasta cerca del amanecer, cortando,aplastando con locos pataleos, jurando a gritos,rugiendo blasfemias: hasta que, al fin, el can-sancio aplacó su furia y se arrojó en un surco,llorando como un niño, pensando que la tierrasería en adelante su cama eterna y su únicooficio mendigar en los caminos.

Le despertaron los primeros rayos delsol, hiriendo sus ojos, y el alegre parloteo de lospájaros, que saltaban cerca de su cabeza, apro-vechando para su almuerzo los restos de ladestrucción nocturna.

Se levantó, entumecido por el cansancioy la humedad. Pimentó Y su mujer lo llamabandesde lejos, invitándole a que tomase algo. Ba-rret les contestó con desprecio. «¡Ladrón! ¡Des-pués que se había quedado con su escopeta!...»

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Y emprendió el camino hacia Valencia, tem-blando de frío sin saber adónde iba.

Al pasar ante la taberna de Copa, entróen ella. Unos carreteros de la vecindad le habla-ron para compadecer su desgracia, invitándolea tomar algo, y él se apresuró a aceptar. Queríaalgo contra aquel frío que se le había metido enlos huesos. Y él, tan sobrio, bebió, uno tras otro,dos vasos de aguardiente, que cayeron comoolas de fuego en su estómago desfallecido.

Su cara se coloreó, adquiriendo despuésuna palidez cadavérica; sus ojos se vetearon desangre. Se mostró con los carreteros que lecompadecían expresivo y confiado; casi comoun ser feliz. Los llamaba hijos míos, asegurán-doles que no se apuraba por tan poco. No lohabía perdido todo. Aún le quedaba lo mejorde la casa, la hoz de su abuelo, una joya que noquería cambiar ni por cincuenta hanegadas detierra.

Y sacaba de su faja el curvo acero puro ybrillante: una herramienta de fino temple y

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corte sutilísimo, que, según afirmaba Barret,podía partir en el aire un papel de fumar.

Pagaron los carreteros, y, arreando susbestias, alejáronse hacia la ciudad, llenando elcamino de chirridos de ruedas.

El viejo aún estuvo más de una hora enla taberna, hablando a solas, advirtiendo que lacabeza se le iba; hasta que, molesto por la duramirada de los dueños, que adivinaban su esta-do, sintió una vaga impresión de vergüenza ysalió sin saludar, andando con paso inseguro.

No podía apartar de su memoria un re-cuerdo tenaz. Veía con los ojos cerrados ungran huerto de naranjos que existía a más deuna hora de distancia, entre Benimaelet y elmar. Allí había ido él muchas veces por susasuntos, y allá iba ahora, a ver si el demonio eratan bueno que le hacía tropezar con el amo, elcual raro era el día que no inspeccionaba, consu mirada de avaro, los hermosos árboles unopor uno, como si tuviese contadas las naranjas.

Llegó después de dos horas de marcha,

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deteniéndose muchas veces para dar aplomo asu cuerpo, que se balanceaba sobre las insegu-ras piernas.

El aguardiente se había apoderado de él.Ya no sabía con qué objeto había llegado hastaallí, tan lejos de la parte de la huerta dondevivían los suyos, y acabó por dejarse caer en uncampo de cáñamo, a orillas del camino. Al pocorato sus penosos ronquidos de borracho sona-ron entre los verdes y erguidos tallos.

Cuando despertó era ya bien entrada latarde. Sentía pesadez en la cabeza y el estóma-go desfallecido. Le zumbaban los oídos, y en suboca, empastada, percibía un sabor horrible.¿Qué hacía allí, cerca del huerto del judío?¿Cómo había llegado tan lejos? Su honradezprimitiva le hizo avergonzarse de este envile-cimiento, e intentó ponerse en pie para huir. Lapresión que producía sobre su estómago la hozcruzada en la faja le dió escalofríos.

Al incorporarse asomó la cabeza por en-tre el cáñamo y vio en una revuelta del camino

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a un vejete que caminaba lentamente, envueltoen una capa.

Barret sintió que toda su sangre le subíade golpe a la cabeza, que reaparecía su borra-chera, y se incorporó, tirando de la hoz... ¿Yaún dicen que el demonio no es bueno? Allíestaba su hombre; el mismo que deseaba verdesde el día anterior.

El viejo usurero había vacilado muchoantes de salir de su casa. Le escocía algo lo deltío Barret; el suceso estaba reciente y la huertaes traicionera. Pero el miedo de que aprovecha-sen su ausencia en el huerto de naranjos pudomás que sus temores, y, pensando que dichafinca estaba lejos de la barraca embargada, pú-sose en camino.

Ya alcanzaba a contemplar su huerta, yase reía del miedo pasado, cuando vió saltar delbancal de cáñamo al propio Barret, y le parecióun enorme demonio, con la cara roja, los brazosextendidos, impidiéndole toda fuga, acorralán-dolo en el borde de la acequia, que corría para-

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lela al camino. Creyó soñar; chocaron sus dien-tes, su cara púsose verde, y se le cayó la capa,dejando al descubierto un viejo gabán y lossucios pañuelos arrollados a su cuello. Tangrandes eran su terror y su turbación, que hastale habló en castellano.

-¡Barret, Hijo mío! -dijo con voz entrecor-tada-. Todo ha sido una broma: no hagas caso.Lo de ayer fué para hacerte un poquito de mie-do..., nada más. Vas a seguir en las tierras...Pásate mañana por casa..., hablaremos. Me pa-garás como mejor te parezca.

Y doblaba su cuerpo, evitando que se leacercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huirde la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba unrayo de sol y se reproducía el azul del cielo.Como tenía la acequia detrás de él, no encon-traba sitio para moverse, y echaba el cuerpoatrás, pretendiendo cubrirse con las crispadasmanos.

El labrador sonreía como una hiena, en-señando sus dientes agudos y blancos de pobre.

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-¡Embustero! ¡Embustero! -contestabacon una voz semejante a un ronquido.

Y, moviendo su herramienta de un ladoa otro, buscaba sitio para herir, evitando lasmanos flacas y desesperadas que se le poníandelante.

-Pero ¡Barret! ¡Hijo mío! ¿Qué es esto?...¡Baja esa arma..., no juegues!... Tú eres un hom-bre honrado...; piensa en tus hijas. Te repito queha sido una broma. Ven mañana y te daré laslla... ¡Aaay!...

Fué un rugido horripilante, un grito debestia herida. Cansada la hoz de encontrar obs-táculos, había derribado de un solo golpe unade las manos crispadas. Quedó colgando de lostendones y la piel, y el rojo muñón arrojó lasangre con fuerza, salpicando a Barret, que ru-gió al recibir en el rostro la caliente rociada.

Vaciló el viejo sobre sus piernas; peroantes de caer al suelo, la hoz partió horizontal-mente contra su cuello, y... ¡zas!, cortando lacomplicada envoltura de pañuelos, abrió una

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profunda hendidura, separando casi la cabezadel tronco.

Cayó don Salvador en la acequia; suspiernas quedaron en el ribazo, agitadas por unpataleo fúnebre de res degollada. Y mientrastanto, la cabeza, hundida en el barro, soltabatoda su sangre por la profunda brecha, y lasaguas se teñían de rojo, siguiendo su mansocurso con un murmullo plácido que alegraba elsolemne silencio de la tarde.

Barret permaneció plantado en el ribazocomo un imbécil. ¡Cuánta sangre tenía el tíoladrón! La acequia, al enrojecerse, parecía máscaudalosa. De repente, el labriego, dominadopor el terror, echó a correr, como si temiera queel riachuelo de sangre lo ahogase al desbordar-se.

Antes de terminar el día circuló la noti-cia como un cañonazo, que conmovió toda lavega. ¿Habéis visto el gesto hipócrita, el regoci-jado silencio con que acoge un pueblo la muer-te del gobernante que le oprime?... Así lloró la

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huerta la desaparición de don Salvador. Todosadivinaron la mano del tío Barret, y nadiehabló. Las barracas hubiesen abierto para él susúltimos escondrijos; las mujeres lo habríanocultado bajo sus faldas.

Pero el asesino vagó como un loco por lahuerta, huyendo de las gentes, tendiéndosedetrás de los ribazos, agazapándose bajo lospuentecillos, escapando a través de los campos,asustado por el ladrido de los perros, hasta queal día siguiente lo sorprendió la Guardia Civildurmiendo en un Pajar.

Durante seis meses sólo se habló en lahuerta del tío Barret.

Los domingos iban como en peregrina-ción hombres y mujeres a la cárcel de Valenciapara contemplar, a través de los barrotes, alpobre libertador, cada vez más enjuto, con losojos hundidos y la mirada inquieta.

Llegó la vista del proceso y lo sentencia-ron a muerte.

La noticia causó honda impresión en la

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vega; curas y alcaldes pusiéronse en movimien-to para evitar la vergüenza... ¡Uno del distritosentándose en el cadalso! Y como Barret habíasido siempre de los dóciles, votando lo queordenaba el cacique y obedeciendo pasivamen-te al que mandaba, se hicieron viajes a Madridpara salvar su vida, y el indulto llegó oportu-namente.

El labrador salió de la cárcel hecho unamomia, y fué conducido al presidio de Ceuta,para morir allí a los pocos años.

Disolvióse su familia; desapareció comoun puñado de paja en el viento. Las hijas, unatras otra, fueron abandonando a las familiasque las habían recogido, trasladándose a Valen-cia para ganarse el pan como criadas, y la pobrevieja, cansada de molestar con sus enfermeda-des, marchó al hospital, muriendo al pocotiempo.

La gente de la huerta, con la facilidadque tiene todo el mundo para olvidar la des-gracia ajena, apenas si de tarde en tarde recor-

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daba la espantosa tragedia del tío Barret, pre-guntándose qué sería de sus hijas.

Pero nadie olvidó los campos y la barra-ca, permaneciendo unos y otra en el mismoestado que el día en que la Justicia expulsó alinfortunado colono.

Fué esto un acuerdo tácito de toda lahuerta, una conjuración instintiva en cuya pre-paración apenas si mediaron palabras; perohasta los árboles y los caminos parecían entraren ella.

Pimentó lo había dicho el mismo día dela catástrofe: ¡A ver quién era el guapo que seatrevía a meterse en aquellas tierras!»

Y toda la gente de la huerta, hasta lasmujeres y los niños, parecían contestar con susmiradas de mutua inteligencia: «¡Sí, a ver!»

Las plantas parásitas, los abrojos, co-menzaron a surgir de la tierra maldita que el tíoBarret había pateado y herido con su hoz laútima noche, como presintiendo que por culpade ella moriría en presidio.

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Los hijos de don Salvador, unos ricachostan avaros como su padre, creyéronse sumidosen la miseria porque el pedazo de tierra per-manecía improductivo.

Un labrador habitante de otro dístrito dela huerta, hombre que las echaba de guapo ynunca tenía bastante tierra, sintióse tentado porel bajo precio del arrendamiento y apechugócon unos campos que a todos inspiraban mie-do.

Iba a labrar la tierra con la escopeta alhombro; él y sus criados se reían de la soledaden que los dejaban los vecinos; las barracas secerraban a su paso, y desde lejos los seguíanmiradas hostiles.

Vigiló mucho el labrador, presintiendouna emboscada; pero de nada le sirvió su caute-la, pues una tarde en que regresaba solo a sucasa, cuando aún no había terminado la rotura-ción de sus nuevos campos, le largaron dosescopetazos sin que viese al agresor, y saliómilagrosamente ileso del puñado de postas que

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pasó junto a sus orejas.En los caminos no se veía a nadie. Ni

una huella reciente. Le habían tirado desdealguna acequia, emboscado el tirador detrás delos cañares.

Con enemigos así no era posible luchar,y el valentón, en la misma noche, entregó lasllaves de la barraca a sus amos.

Había que oír a los hijos de don Salva-dor. ¿Es que no existían gobiernos ni segurida-des para la propiedad..., ni nada?

Indudablemente, era Pimentó, el autorde la agresión, el que impedía que los camposfuesen cultivados, y la Guardia Civil prendió aljaque de la huerta, llevándolo a la cárcel.

Pero cuando llegó el momento de las de-claraciones, todo el distrito desfiló ante el juez,afirmando la inocencia de Pimentó, sin que aaquellos rústicos socarrones se les pudieraarrancar una palabra contradictoria.

Todos recitaban la misma lección. Hastaviejas achacosas que jamás salían de sus barra-

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cas declararon que aquel día, a la misma horaen que sonaron los tres tiros, Pimentó estaba enuna taberna de Alboraya, de francachela consus amigos.

Nada se podía contra estas gentes degesto imbécil y mirada cándida, que, rascándo-se el cogote, mentían con tanto aplomo. Pimen-tó fué puesto en libertad, y de todas las barra-cas salió un suspiro de triunfo y satisfacción.

Ya estaba hecha la prueba: todos sabríanen adelante que el cultivo de aquellas tierras sepagaba con la piel.

Los avaros amos no cejaron. Cultivaríanla tierra ellos mismos: y buscaron jornalerosentre la gente sufrida y sumisa que, oliendo alana burda y miseria, baja en busca de trabajo,empujada por el hambre, desde lo último de laprovincia, desde las montañas fronterizas deAragón.

En la huerta compadecían a los pobreschurros. ¡Infelices! Iban a ganarse un jornal.¿Qué culpa tenían ellos? Y por la noche, cuando

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se retiraban con el azadón al hombro, no faltabauna buena alma que los llamase desde la puertade la taberna de Copa. Los hacían entrar, losconvidaban a beber y luego les iban hablandoal oído con la cara ceñuda y el acento paternal,bondadoso, como quien aconseja a un niño queevite el peligro. Y el resultado era que los dóci-les churros, al día siguiente, en vez de ir alcampo, presentábanse en masa a los dueños delas tierras.

-Mi amo, venimos a que nos pague.Y eran inútiles todos los argumentos de

los dos solterones, furiosos al verse atacados ensu avaricia.

-Mi amo -respondían a todo-, semosprobes; pero no nos hemos encontrao la vidatras un pajar.

No sólo dejaban el trabajo, sino que pa-saban aviso a todos sus paisanos para quehuyeran de ganar un jornal en los campos deBarret, como quien huye del diablo.

Los dueños de las tierras pidieron pro-

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tección hasta en los papeles públicos. Y parejasde la Guardia Civil fueron a correr la huerta, aapostarse en los caminos, a sorprender gestos yconversaciones, siempre sin éxito.

Todos los días veían lo mismo: las muje-res cosiendo y cantando bajo las parras; loshombres, en los caminos, encorvados, con lavista en el suelo sin dar descanso a los activosbrazos; Pimentó, tendido a lo gran señor antelas varitas de liga, esperando a los pájaros, oayudando a Pepeta torpe y perezosamente; enla taberna de Copa, unos cuantos viejos toman-do el sol o jugando al truco. El paisaje respirabapaz y honrada bestialidad; era una Arcadiamoruna. Pero los del gremio no se fiaban; nin-gún labrador quería las tierras ni aun gratuita-mente, y, al fin, los amos tuvieron que desistirde su empeño, dejando que se cubriesen demaleza y que la barraca se viniese abajo, mien-tras esperaban la llegada de un hombre debuena voluntad capaz de comprarlas o trabajar-las.

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La huerta estremecíase de orgullo vien-do cómo se perdía aquella riqueza y los herede-ros de don Salvador se hacían la santísima.

Era un placer nuevo e intenso. Algunavez se habían de imponer los pobres y quedarlos ricos debajo. Y el duro pan parecía más sa-broso; el vino, mejor; el trabajo, menos pesado,imaginándose las rabietas de los dos avaros,que con todo su dinero habían de sufrir que losrústicos de la huerta se burlasen de ellos.

Además aquella mancha de desolación ymiseria en medio de la vega servía para que losotros propietarios fuesen menos exigentes, y,tomando ejemplo en el vecino, no aumentaranlos arrendamientos y se conformasen cuandolos semestres tardaban en hacerse efectivos.

Los desolados campos eran el talismánque mantenía íntimamente unidos a los huerta-nos, en continuo tacto de codos: un monumen-to que proclamaba su poder sobre los dueños,el milagro de la solidaridad de la miseria contralas leyes y la riqueza de los que

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son señores feudales de las tierras sintrabajarlas ni sudar sobre sus terrones.

Todo esto, pensado confusamente, leshacía creer que el día en que los campos deBarret fueran cultivados la huerta sufriría todaclase de desgracias. Y no se imaginaban, des-pués de un triunfo de diez años, que pudieraentrar en los campos abandonados otra personaque el tío Tomba, un pastor ciego y parlanchín,que, a falta de auditorio, relataba todos los díassus hazañas de guerrillero a su rebaño de su-cias ovejas.

De aquí las exclamaciones de asombro yel gesto de rabia de toda la huerta cuando Pi-mentó, de campo en campo y barraca en barra-ca, fué haciendo saber que las tierras de Barrettenían ya arrendatario, un desconocido, y queél..., ¡él! -fuese quien fuese-, estaba allí con todasu familia, instalándose sin reparo..., «¡como siaquello fuese suyo!»

III

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Batiste, al inspeccionar las incultas tie-rras, se dijo que allí había trabajo para largorato.

Mas no por eso sintió desaliento. Era unvarón enérgico, emprendedór, avezado a lalucha para conquistar el pan. Allí lo había muylargo, como decía él, y, además, se consolabarecordando que en peores trances se había vis-to.

Su vida pasada era un continuo cambiode profesión siempre dentro del círculo de mi-seria rural, mudando cada año de oficio, sinencontrar para su familia el bienestar mezquinoque constituía toda su aspiración.

Cuando conoció a su mujer, era mozo demolino en las inmediaciones de Sagunto. Tra-bajaba entonces como un lobo -así lo decía él-para que en su vivienda no faltase nada; y Diospremió su laboriosidad, enviándole cada añoun hijo, hermosas criaturas que parecían nacercon dientes, según la prisa que se daban enabandonar el pecho maternal para pedir pan a

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todas horas.Resultado: que hubo de abandonar el

molino y dedicarse a carretero, en busca demayores ganancias.

La mala suerte le perseguía. Nadie comoél cuidaba el ganado y vigilaba la marcha.Muerto de sueño, jamás se atrevía, como suscompañeros, a dormir en el carro, dejando quelas bestias marchasen guiadas por su instinto.Vigilaba a todas horas, permanecía siemprejunto al rocín delantero, evitando los bachesprofundos y los malos pasos; y, sin embargo, sialgún carro volcaba, era el suyo; si algún ani-mal caía enfermo a causa de las lluvias, era se-guramente de Batiste, a pesar del cuidado pa-ternal con que se apresuraba a cubrir los flan-cos de sus bestias con gualdrapas de arpilleraapenas caían cuatro gotas.

En unos cuantos años de fatigosa pere-grinación por las carreteras de la provincia,comiendo mal, durmiendo al raso y sufriendoel tormento de pasar meses enteros lejos de la

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familia, a la que adoraba con el afecto reconcen-trado del hombre rudo Y silencioso, Batiste sóloexperimentó pérdidas y vio su situación cadavez más comprometida.

Se le murieron los rocines y tuvo que en-tramparse para comprar otros. Lo que le valíael continuo acarreo de pellejos hinchados devino o de aceite perdíase en manos de chalanesy constructores de carros, hasta que llegó elmomento en que, viendo próxima su ruina,abandonó el oficio.

Tomó entonces unas tierras cerca de Sa-gunto, campos de secano, rojos y eternamentesedientos, en los cuales retorcían sus troncoshuecos algarrobos centenarios o alzaban losolivos sus redondas y empolvadas cabezas.

Fue su vida una continua batalla con lasequía, un incesante mirar al cielo, temblandode emoción cada vez que una nubecilla negraasomaba en el horizonte.

Llovió poco, las cosechas fueron malasdurante cuatro años, y Batiste no sabía ya qué

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hacer ni adónde dirigirse, cuando, en un viaje aValencia, conoció a los hijos de don Salvador,unos excelentes señores (Dios los bendiga), quele dieron aquella hermosura de campos, libresde arrendamientos por dos años, hasta que re-cobrasen por completo su estado de otros tiem-pos.

Algo oyó él de lo que había sucedido enla barraca, de las causas que obligaban a losdueños a conservar improductivas tan hermo-sas tierras; pero ¡iba ya transcurrido tantotiempo!... Además, la miseria no tiene oídos; aél le convenían los campos, y en ellos se queda-ba. ¿Qué le importaban las historias viejas dedon Salvador y el tío Barret?...

Todo lo despreciaba y olvidaba contem-plando sus tierras. Y Batiste sentíase poseído deun dulce éxtasis al verse cultivador de la huertaferaz que tantas veces había envidiado cuandopasaba por la carretera de Valencia a Sagunto.

Aquellas eran tierras: siempre verdes,con las entrañas incansables engendrando una

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cosecha tras otra, circulando el agua roja a to-das horas como vivificante sangre por las in-numerables acequias regadoras que surcabansu superficie como una complicada red de ve-nas y arterias; fecundas hasta alimentar fami-lias enteras con cuadros que, por lo pequeños,parecían pañUelos de follaje. Los campos secosde Sagunto recordábalos como un infierno desed, del que, afortunadamente, se había libra-do.

Ahora se veía de veras en el buen cami-no. ¡A trabajar! Los campos estaban perdidos.Allí había mucho que hacer; pero ¡cuando setiene buena voluntad!... Y, desperezándose, estehombretón recio, musculoso, de espaldas degigante, redonda cabeza trasquilada y rostrobondadoso sostenido por un grueso cuello defraile, extendía sus poderosos brazos, habitua-dos a levantar en vilo los sacos de harina y lospesados pellejos de la carretería.

Tan preocupado estaba con sus tierras,que apenas se fijó en la curiosidad de los veci-

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nos.Asomando las inquietas cabezas por en-

tre los cañares o tendidos sobre el vientre en losribazos, le contemplaban hombres, chicuelos yhasta mujeres de las inmediatas barracas.

Batiste no hacía caso de ellos. Era la cu-riosidad, la expectación hostil que inspiransiempre los recién llegados, Bien sabía él lo queera aquello; ya se irían acostumbrando. Ade-más, tal vez le interesaba ver cómo ardía la mi-seria que diez años de abandono habían amon-tonado sobre los campos de Barret.

Y, ayudado por su mujer y los chicos,empezó a quemar al día siguiente de su llegadatoda la vegetación parásita.

Los arbustos, después de retorcerse en-tre las llamas, caían hechos brasas, escapandode sus cenizas asquerosos bichos chamuscados.La barraca aparecía como esfumada entre lasnubes de humo de estas luminarias, que des-pertaban sorda cólera en toda la huerta.

Una vez limpias las tierras, Batiste, sin

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perder tiempo, procedió a su cultivo. Muy du-ras estaban; pero él, como labriego experto,quería trabajarlas poco a poco, por secciones; y,marcando un cuadro cerca de su barraca, em-pezó a remover la tierra, ayudado por su fami-lia.

Los vecinos burlábanse de todos elloscon una ironía que delataba su sorda írritación.¡Vaya una familia! Eran gitanos como los queduermen debajo de los puentes. Vivían en lavieja barraca lo mismo que los náufragos que seaguantan sobre un buque destrozado: tapandoun agujero aquí, apuntalando allá, haciendoverdaderos prodigios para que se sostuviera latechumbre de paja, distribuyendo sus pobresmuebles, cuidadosamente fregoteados, en to-dos los cuartos, que eran antes madrigueras deratones y sabandijas.

En punto a laboriosos, eran como untropel de ardillas, no pudiendo permanecerquietos mientras el padre trabajaba. Teresa, lamujer, y Roseta, la hija mayor, con faldas reco-

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gidas entre las piernas y azadón en mano, ca-vaban con más ardor que un jornalero, descan-sando solamente para echarse atrás las greñascaídas sobre la sudorosa y roja frente. El hijomayor hacía continuos viajes a Valencia con laespuerta al hombro, trayendo estiércol y es-combros, que colocaba en dos montones, comocolumnata de honor, a la entrada de la barraca.Los tres pequeñuelos, graves y laboriosos, co-mo si comprendiesen la grave situación de lafamilia, iban a gatas tras los cavadores, arran-cando de los terrones las duras raíces de losarbustos quemados.

Duró esta faena preparatoria más de unasemana, sudando y jadeando la familia desde elalba a la noche.

La mitad de las tierras estaban removi-das. Batiste las entabló y labró con ayuda delviejo y animoso rocín, que parecía de la familia.

Había que proceder a su cultivo; estabanen San Martín, la época de la siembra, y el la-brador dividió la tierra roturada en tres partes.

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La mayor para el trigo, un cuadro más pequeñopara plantar habas y otro para el forraje, puesno era cosa de olvidar al Morrut, el viejo y que-rido rocín. Bien se lo había ganado.

Y con la alegría del que, después de unapenosa navegación descubre el puerto, la fami-lia procedió a la siembra. Era el porvenir asegu-rado. Las tierras de la huerta no engañaban; deallí saldría el pan para todo el año.

La tarde en que se terminó la siembravieron avanzar por el inmediato camino unascuantas ovejas de sucios vellones, que se detu-vieron medrosas en el límite del campo:

Tras ellas apareció un viejo apergamina-do, amarillento, con los ojos hundidos en lasprofundas órbitas y la boca circundada por unaaureola de arrugas. Iba avanzando lentamente,con pasos firmes, pero con el cayado por delan-te, tanteando el terreno.

La familia lo miró con atención. Era elúnico que en las dos semanas que allí estabanse atrevía a aproximarse a las tierras. Al notar

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la vacilación de sus ovejas, gritó para que pasa-sen adelante.

Batiste salió al encuentro del viejo. No sepodía pasar: las tierras estaban ahora cultiva-das. ¿No lo sabía?...

Algo de ello había oído el tío Tomba, pe-ro en las dos semanas anteriores había llevadosu rebaño a pastar los hierbajos del barranco deCarraixet, sin preocuparse de estos campos...¿De veras que ahora estaban cultivados?

Y el anciano pastor avanzaba la cabeza,haciendo esfuerzos para ver con sus ojos casimuertos al hombre audaz que osaba realizar loque toda la huerta tenía por imposible.

Calló un buen rato, y, al fin, comenzó amurmurar tristemente: «Muy mal; él también,en su juventud, había sido atrevido; le gustaballevar a todos la contraria. Pero ¡cuando sonmuchos los enemigos!... Muy mal; se había me-tido en un paso difícil. Aquellas tierras, des-pués de lo del pobre Barret, estaban malditas.Podía creerle a él, que era viejo y experimenta-

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do; le traerían desgracia.»Y el pastor llamó a su rebaño, le hizo

emprender la marcha por el camino, y antes dealejarse se echó la manta atrás, alzando sus des-carnados brazos, y con cierta entonación dehechicero que augura el porvenir o de profetaque husmea la ruina, le gritó a Batiste:

-Creume, fill meu ¡te portarán desgra-sia!... (Créeme, hijo mío; ¡te traerán desgra-cia!..).

De este encuentro surgió un motivo másde cólera para toda la huerta. El tío Tomba yano podía meter sus ovejas en aquella tierra,después de diez años de pacífico disfrute de suspastos.

Nadie decía una palabra sobre la legiti-midad de la negativa de su ocupante al estar elterreno cultivado. Todos hablaban únicamentede los respetos que merecía el anciano pastor,un hombre que en sus mocedades se comía losfranceses crudos, que había visto mucho mun-do, y cuya sabiduría, demostrada con medias

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palabras Y consejos incoherentes, inspiraba unrespeto supersticioso a la gente de las barracas.

Cuando Batiste y su familia vieron hen-chidas de fecunda simiente las entrañas de sustierras, pensaron en la vivienda, a falta de tra-bajo más urgente.

El campo haría su deber. Ya era hora depensar en ellos mismos.

Y por primera vez desde su llegada a lahuerta, salió Batiste de las tierras para ir a Va-lencia a cargar en su carro todos los desperdi-cios de la ciudad que pudieran serle útiles.

Aquel hombre era una hormiga infatiga-ble para la rebusca. Los montones formadospor Batiste se agrandaron considerablementecon las expediciones del padre. La giba del es-tiércol, que formaba una cortina defensiva antela barraca, creció rápidamente, y más alláamontonáronse centenares de ladrillos rotos,maderos carcomidos, puertas destrozadas, ven-tanas hechas astillas, todos los desperdicios delos derribos de la ciudad.

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Contempló con asombro la gente de lahuerta la prontitud y buena maña de los labo-riosos intrusos para arreglarse su vivienda.

La cubierta de paja de la barraca apare-ció de pronto enderezada; las costillas de latechumbre, carcomidas por las lluvias, fueronreforzadas unas y sustituidas otras; una capa depaja nueva cubrió los dos planos pendientes delexterior. Hasta las crucecitas de sus extremosfueron sustituidas por otras que la navaja deBatiste trabajó cucamente, adornando sus aris-tas con dentelladas muescas; y no hubo en todoel contorno techumbre que se irguiera más ga-llarda.

Los vecinos, al ver cómo se reformaba labarraca de Barret, colocándose recta la montera,veían en esto algo de burla y de reto.

Después empezó la obra de abajo. ¡Quémodo de utilizar los escombros de Valencia!...Las grietas desaparecieron, y, terminado el en-lucido de las paredes, la mujer y la hija las en-jalbegaron de un blanco deslumbrante. La

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puerta, nueva y pintada de azul, parecía madrede todas las ventanillas, que asomaban por loshuecos de las paredes sus cuadradas caras delmismo color. Bajo la parra hizo Batiste una pla-zoleta, pavimentada con ladrillos rojos, paraque las mujeres cosieran allí en las horas de latarde. El pozo, después de una semana de des-censos y penosos acarreos, quedó limpio detodas las piedras y la basura con que la pilleríahuertana lo había atiborrado durante diez años,y otra vez su agua limpia y fresca volvió a subiren musgoso pozal, con alegres chirridos de lagarrucha, que parecía reírse de las gentes delcontorno con una estridente carcajada de viejamaliciosa.

Devoraban los vecinos su rabia en silen-cio. ¡Ladrón, más que ladrón! ¡Vaya un modode trabajar!... Aquel hombre parecía poseer consus membrudos brazos dos varitas mágicas quelo transformaban todo al tocarlo.

Diez semanas después de su llegada aúnno había salido de sus tierras media docena de

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veces. Siempre en ellas, la cabeza metida entrelos hombros y el espinazo doblegado, embria-gándose en su labor; y la barraca de Barret pre-sentaba un aspecto coquetón y risueño, comojamás lo había tenido en poder de su antiguoocupante.

El corral, cercado antes con podridos ca-ñizos, tenía ahora paredes de estacas y barro,pintadas de blanco, sobre cuyos bordes corre-teaban las rubias gallinas y se inflamaba el ga-llo, irguiendo su cabeza purpúrea... En la plazo-leta, frente a la barraca, florecían macizos dedompedros y plantas trepadoras. Una fila depucheros desportillados, pintados de azul, ser-vían de macetas sobre el banco de rojos ladri-llos, y por la puerta entreabierta veíase la canta-rera nueva, con sus chapas de blancos azulejosy sus cántaros verdes de charolada panza: unconjunto de reflejos insolentes que quitaban lavista al que pasaba por el inmediato camino.

-¡ah, fanfarrón! -Todos, en su furia cre-ciente, acudían a Pimentó. ¿Podía esto consen-

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tirse? ¿Qué pensaba hacer el temible marido dePepeta?

Y Pimentó se rascaba la frente oyéndo-los, con cierta confusión.

¿Qué iba a hacer?... Su propósito era de-cirle dos palabritas a aquel advenedizo que semetía a cultivar lo que no era suyo; una indica-ción muy seria para que «no fuera tonto» y sevolviese a su tierra, pues allí nada tenía quehacer. Pero el tal sujeto no salía sus campos, yno era cosa de ir a amenazarle en su propiacasa. Esto sería dar el cuerpo demasiado, te-niendo en cuenta lo que podría ocurrir luego.Había que ser cauto y guardar la salida. Enfin...: un poco de paciencia. El lo único que po-día asegurar es que el tal sujeto no cosecharía eltrigo, ni las habas, ni todo lo que había planta-do en los campos de Barret. Aquello sería parael demonio.

Las palabras de Pimentó tranquilizabana los vecinos, y éstos seguían con mirada atentalos progresos de la maldita familia, deseando

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en silencio que llegase pronto la hora de su rui-na.

Una tarde volvió Batiste de Valenciamuy contento del resultado de su viaje. Noquería en su casa brazos inútiles. Batiste, cuan-do no había labor en el campo, buscaba ocupa-ción yendo a la ciudad a recoger estiércol. Que-daba la chica, una mocetona, que, terminado elarreglo de la barraca, no servía para gran cosa,y gracias a la protección de los hijos de donSalvador, que se mostraban contentísimos conel nuevo arrendatario, acababa de conseguirque la admitiesen en una fábrica de sedas.

Desde el día siguiente, Roseta formaríaparte del rosario de muchachas que, desper-tando con la aurora, iban por todas las sendascon falda ondeante y la cestita al brazo caminode la ciudad, para hilar el sedoso capullo entresus gruesos dedos de hijas de la huerta.

Al llegar Batiste a las inmediaciones dela taberna de Copa, un hombre apareció en elcamino, saliendo de una senda inmediata, y

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marchó hacia él lentamente, dando a entendersu deseo de hablarle.

Batiste se detuvo, lamentando en su in-terior no llevar consigo ni una mala¡ navaja, niuna hoz, pero sereno, tranquilo, irguiendo sucabeza redonda con la expresión imperiosa tantemida por su familia y cruzando sobre el pe-cho los forzudos brazos de antiguo mozo demolino.

Conocía a aquel hombre, aunque jamáshabía hablado con él. Era Pimentó.

Al fin ocurría el encuentro que tantohabía temido.

El valentón midió con una mirada alodiado intruso, y le habló con voz melosa, es-forzándose por dar a su ferocidad Y mala in-tención un acento de bondadoso consejo.

Quería decirle dos razones: hacía tiempoque lo deseaba; pero ¿cómo hacerlo, si nuncasalía de sus tierras?

-Dos rahonetes no més... (Dos razoncitasnada más.).

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Y soltó el par de razones, aconsejándoleque dejase cuanto antes las tierras del tío Ba-rret. Debía creer a los hombres que le queríanbien, a los conocedores de las costumbres de lahuerta. Su presencia allí era una ofensa, y labarraca casi nueva, un insulto a la pobre gente.Había que seguir su consejo e irse a otra partecon su familia.

Batiste sonreía irónicamente, mientrashablaba Pimentó, y éste, al fin, pareció confun-dido por la serenidad del intruso, anonadado alencontrar un hombre que no sentía miedo en supresencia.

¿Marcharse él?... No había guapo que lehiciera abandonar lo que era suyo, lo que esta-ba regado con su sudor y había de dar el pan asu familia. El era un hombre pacífico, ¿esta-mos?; pero si le buscaban las cosquillas, era tanvaliente como el que más. Cada cual que semeta en su negocio, y él haría bastante cum-pliendo con el suyo sin faltar a nadie.

Luego, pasando ante el matón, continuó

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su camino, volviéndole la espalda con una con-fianza despectiva.

Pimentó, acostumbrado a que le tembla-se toda la huerta, se mostraba cada vez másdesconcertado por la serenidad de Batiste.

-¿Es la darrera paraula? (¿Es la últimapalabra?) -le gritó cuando estaba ya a ciertadistancia.

-Sí; la darrera -contestó Batiste sin vol-verse.

Y siguió adelante, desapareciendo enuna revuelta del camino. A lo lejos, en la anti-gua barraca de Barret, ladraba el perro, olfa-teando la proximidad de su amo.

Al quedar solo, Pimentó recobró su so-berbia. ¡Cristo! ¡Y cómo se había burlado de élaquel tío! Masculló algunas maldiciones, y,cerrando el puño, señaló amenazante la curvadel camino por donde había desaparecido Ba-tiste.

-Tú me les pagarás... ¡Me les pagarás,morral!

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En su voz, trémula de rabia, vibrabancondensados todos los odios de la huer-ta.

IV

Era jueves, y, según una costumbre quedataba de siglos, el Tribunal de las Aguas iba areunirse en la puerta de los Apóstoles de lacatedral de Valencia.

El reloj de la torre llamada el Migueleteseñalaba poco más de las diez, y los huertanosjuntábanse a corrillos o tomaban asiento en losbordes del tazón de la fuente que adorna laplaza, formando en torno al vaso una animadaguirnalda de mantas azules y blancas, pañuelosrojos y amarillos o faldas de indiana de coloresoscuros.

Llegaban unos tirando de sus caballejoscon el serón cargado de estiércol, contentos dela colecta hecha en las calles; otros, en sus ca-

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rros vacíos procurando enternecer a los guar-dias municipales para que los dejasen perma-necer allí; y mientras los viejos conversaban conlas mujeres, los jóvenes se metían en el cafetíncercano Para matar el tiempo ante la copa deaguardiente, mascullando su cigarro de diezcéntimos.

Toda la huerta que tenía agravios quevengar estaba allí, gesticulante y ceñuda,hablando de sus derechos, impaciente por sol-tar ante los síndicos o jueces de las siete ace-quias el interminable rosario de sus quejas.

El alguacil del tribunal, que llevaba másde cincuenta años de lucha con esta tropa inso-lente y agresiva, colocaba a la sombra de la Por-tada ojival las piezas de un sofá de viejo da-masco, y tendía después una verja baja, cerran-do el espacio de acera que había de servir desala de audiencia.

La puerta de los Apóstoles, vieja, rojiza,carcomida por los siglos, extendiendo sus roí-das bellezas a la luz del sol, formaba un fondo

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digno del antiguo tribunal: era como un doselde piedra fabricado para cobijar una instituciónde cinco siglos.

En el tímpano aparecía la Virgen con seisángeles de rígidas albas y alas de menudo plu-maje, mofletudos, con llameante tupé y pesa-dos tirabuzones, tocando violas y flautas, ca-ramillos y tambores. Corrían por los tres arcossuperpuestos de la portada tres guirnaldas defigurillas, ángeles, reyes y santos, cobijándoseen calados doseletes. Sobre robustos pedestalesexhibíanse los doce apóstoles; pero tan desfigu-rados, tan maltrechos, que no los hubiera cono-cido Jesús: los pies, roídos; las narices, rotas; lasmanos, cortadas; una fila de figurones, que másque apóstoles parecían enfermos escapados deuna clínica, mostrando dolorosamente sus in-formes muñones. Arriba, al final de la portada,abríase, como gigantesca flor cubierta de alam-brado, el rosetón de colores que daba luz a laiglesia, y en la parte baja, en la base de las co-lumnas adornadas con escudos de Aragón, la

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piedra estaba gastada, las aristas y los follajes,borrosos por el frote de innumerables genera-ciones.

En este desgaste de la portada adiviná-base el paso de la revuelta y el¡ del motín. Juntoa estas piedras se había aglomerado y confun-dido todo un pueblo; allí se había agitado enotros siglos, vociferante y rojo de rabia, el va-lencianismo levantisco, y los santos de la por-tada, mutilados y lisos como momias egipcias,al mirar al cielo con sus rotas cabezas, Parecíanestar oyendo aún la revolucionaria campana dela Unión o los arcabuzazos de las Germanías.

Terminó el alguacil de arreglar el tribu-nal, y plantóse a la entrada de la verja, espe-rando a los jueces.

Iban llegando, solemnes, con una majes-tad de labriegos ricos, vestidos de negro, conblancas alpargatas y pañuelo de seda bajo elancho sombrero. Cada uno llevaba tras sí uncortejo de guardas de acequia, de pedigüeñosque antes de la hora de la justicia buscaban

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predisponer el ánimo del tribunal en su favor.La gente labradora miraba con respeto a

estos jueces salidos de su clase, cuyas delibera-ciones no admitían apelación. Eran los amosdel agua; en sus manos estaba la vida de lasfamilias, el alimento de los campos, el riegooportuno, cuya carencia mata una cosecha. Ylos habitantes de la extensa vega, cortada por elrío nutridOr como una espina erizada de púasque eran sus canales, designaban a los juecespor el nombre de las acequias que representa-ban.

Un vejete seco, encorvado, cuyas manosrojas y cubiertas de escamas temblaban al apo-yarse en el grueso cayado, era Cuart de Faita-nar; el otro, grueso y majestuoso, con ojillos queapenas SI se veían bajo los dos puñados de peloblanco de sus cejas, era Mislata; poco despuésllegaba Rascaña, un mocetón de planchada blu-sa y redonda cabeza de lego; y tras ellos ibanpresentándose los demás, hasta siete: Favar,Robella, Tormos y Mestalla.

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Ya estaba allí la representación de lasdos vegas: la de la izquierda del río, la de lascuatro acequias, la que encierra la huerta deRuzafa con sus caminos de frondoso follaje, quevan a extinguirse en los límites del lago de laAlbufera, y la vega de la derecha del Turia, lapoética, la de las fresas de Benimaclet, las chu-fas de Alboraya y los jardines siempre exube-rantes de flores.

Los siete jueces se saludaron como genteque no se ha visto en una semana. Luego habla-ron de sus asuntos particulares junto a la puer-ta de la catedral. De cuando en cuando, abrién-dose las mamparas cubiertas de anuncios reli-giosos, esparcíase en el ambiente calido de laplaza una fresca bocanada de incienso, seme-jante a la respiración húmeda de un lugar sub-terráneo.

A las once ymedia, terminados los ofi-cios divinos, cuando ya no salía de la basílicamás que alguna devota retrasada, comenzó afuncionar el tribunal.

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Sentáronse los siete jueces en el viejo so-fá; corrió de todos los lados de la plaza la gentehuertana para aglomerarse en torno de la verja,estrujando sus cuerpos sudorosos, que olían apaja y lana burda, y el alguacil se colocó, rígidoY majestUOso, junto al mástil, rematado por ungancho de bronce, símbolo de la acuática justi-cia.

Descubriéronse las siete acequias que-dando con las manos sobre las rodillas y la vis-ta en el suelo, Y el más viejo pronunció la frasede costumbre:

-S'obri el tribunal (Se abre el tribunal.)Silencio absoluto, Toda la muchedum-

bre, guardando un recogimiento religioso, esta-ba allí, en plena plaza, como en un templo. Elruido de los carruajes, el arrastre de los tranví-as, todo el estrépito de la vida moderna pasabasin rozar ni conmover esta institución antiquí-sima, que permanecía allí tranquila, comoquien se halla en su casa, insensible al paso deltiempo, sin fijarse en el cambio radical de cuan-

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to lo rodeaba, incapaz de reforma alguna.Mostrábanse orgullosos los huertanos de

su tribunal. Aquello era hacer justicia; la pena,sentenciada inmediatamente, Y nada de pape-les, pues éstos sólo sirven para enredar a loshombres honrados.

La ausencia del papel sellado y del es-cribano aterrador era lo que más gustaba aunas gentes acostumbradas a mirar con miedosupersticioso el arte de escribir, por lo mismoque lo desconocen. Allí no había secretarios, niplumas, ni días de angustia esperando la sen-tencia, ni guardias terroríficos, ni nada más quepalabras.

Los jueces guardaban las declaracionesde los testigos en su memoria Y sentenciabaninmediatamente, con la tranquilidad del quesabe que sus decisiones han de ser cumplidas.Al que se insolentaba con el tribunal, multa; alque se negaba a cumplir la sentencia le quita-ban el agua para siempre y se moría de hambre.

Con este tribunal no jugaba nadie. Era la

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justicia patriarcal y sencilla del buen rey de lasleyendas saliendo por las mañanas a la puertadel palacio para resolver las quejas de sus súb-ditos; el sistema judicial del jefe de cabila sen-tenciando a la entrada de su tienda. Así, así escomo se castiga a los pillos y triunfa el hombrehonrado, y hay paz.

Y el público, no queriendo perder pala-bra, hombres, mujeres y chicos, estrujábansecontra la verja, retrocediendo algunas vecescOn violentos movimientos de espaldas paralibrarse de la asfixia.

Iban compareciendo los querellantes alotro lado de la verja, ante aquel sofá, tan vene-rable como el tribunal.

El alguacil les recogía las varas y caya-dos, considerándolos armas ofensivas, incom-patibles con el respeto al tribunal. Los empuja-ba luego hasta dejarlos plantados a pocos pasosde los jueces, con la manta doblada sobre lasmanos; y si andaban remisos en descubrirse, dedos repelones les arrancaba el pañuelo de la

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cabeza. ¡Duro! A esta gente socarrona había quetratarla así.

Era el desfile de una continua exposiciónde cuestiones intrincadas, que los jueces legosresolvían con pasmosa facilidad.

Los guardas de las acequias y los atan-dadores encargados de establecer el turno en elriego formulaban sus denuncias, y comparecíanlos querellados a defenderse con razones. Elviejo dejaba hablar a los hijos, que sabían ex-presarse con más energía; la viuda acudíaacompañada de algún amigo del difunto, deci-dido protector que llevaba la voz por ella.

Asomaba la oreja el ardor meridional entodos los juicios. En mitad de la denuncia delguarda, el querellado no podía contenerse.«¡Mentira!» Lo que decían contra él era falso ymalo. ¡Querían perderlo!»

Pero las siete acequias acogían estas in-terrupciones con furibundas miradas. Allí na-die podía hablar mientras no le llegase el turno.A la otra interrupción pagaría tantos sueldos de

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multa.Y había testarudo que pagaba sous y más sous,impulsado por una rabiosa vehemencia que nole permitía callar ante el acusador.

Sin abandonar su asiento, los jueces jun-taban sus cabezas como cabras juguetonas, cu-chicheaban sordamente algunos segundos, y elmás viejo, con voz reposada y solemne, pro-nunciaba la sentencia, marcando las multas enlibras y sueldos, como si la moneda no hubiesesufrido ninguna transformación y aún fuese apasar por el centro de la plaza el majestuosojusticia, gobernador popular de la Valencia an-tigua, con su gramalla roja y su hierática escoltade caballeros de la pluma.

Eran más de las doce, y las siete acequiasempezaban a mostrarse cansadas de tanto de-rramar pródigamente el caudal de su justicia,cuando el alguacil llamó a gritos a Bautista Bo-rrull, denunciado por infracción y desobedien-cia en el riego.

Atravesaron la verja Pimentó y Batiste, y

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la gente aún se apretó más contra los hierros.Veíanse en esta muchedumbre muchos

de los que vivían en las inmediaciones de lasantiguas tierras de Barret.

Este juicio tardío iba a ser interesante. Elodiado novato había sido denunciado por Pi-mentó, que era el atandador de la partida odistrito.

Mezclándose en elecciones y galleandoen toda la contornada, el valentón había con-quistado este cargo, que le daba cierto aire deautoridad y consolidaba su prestigio entre losconvecinos, los cuales lo mimaban y lo convi-daban en días de riego para tenerle propicio.

Batiste estaba asombrado por la injustadenuncia. Su palidez era de indignación. Mira-ba con ojos de rabia todas las caras conocidas yburlonas que se agolpaban en la verja. Luegovolvía los ojos hacia su enemigo Pimentó, quese contoneaba altivamente, como hombre acos-tumbrado a comparecer ante el tribunal y quese creía poseedor de una pequeña parte de su

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indiscutible autoridad.-Parle vosté (Hable usted) -dijo, avan-

zando un pie, la acequia más vieja, pues, porservicio secular, el tribunal, en vez de valersede las manos, señalaba con la blanca alpargataa quien debía hablar.

Pimentó soltó su acusación. Aquel hom-bre que estaba junto a él, tal vez por ser nuevoen la huerta, creía que el reparto del agua eracosa de broma y que podía hacer su santísimavoluntad.

Él, Pimentó, el atandador que represen-taba la autoridad de la acequia, en su partida,había dado a Batiste la hora para regar su trigo:las dos de la mañana. Pero, sin duda, el señor,no queriendo levantarse a tal hora, había deja-do perder su turno, y a las cinco, cuando elagua era ya de otros, había alzado la compuertasin permiso de nadie (primer delito), había ro-bado el riego a los demás vecinos (segundodelito) e intentado regar sus campos, queriendooponerse a viva fuerza a las órdenes del atan-

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dador, lo que constituía el tercero y último deli-to.

El triple delincuente, volviéndose de milcolores e indignado por las palabras de Pimen-tó, no pudo contenerse.

-¡Mentira y recontramentira!El tribunal se indignó ante la energía y la

falta de respeto con que protestaba aquel hom-bre.

Si no guardaba silencio, se le impondríauna multa. Pero ¡gran cosa eran las multas parasu reconcentrada cólera de hombre pacífico!Siguió protestando contra la injusticia de loshombres, contra el tribunal, que tenía por ser-vidores a pillos y embusteros como Pimentó.

Alteróse el tribunal: las siete acequias seencresparon.

-¡Cuatre sous de multa! (¡Cuatro sueldosde multa!) -dijo el presidente.

Batiste, dándose cuenta de su situación,calló asustado por haber incurrido en multa,mientras sonaban al otro lado de la verja las

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risas y los aullidos de alegría de sus contrarios.Quedó inmóvil, con la cabeza baja y los

ojos empañados por lágrimas de cólera, mien-tras su brutal enemigo acababa de formular ladenuncia.

-Parle vosté -le dijo el tribunal.Pero en las miradas de los jueces se no-

taba poco interés por este intruso alborotadorque venía a turbar con sus protestas la solem-nidad de las deliberaciones.

Batiste, trémulo por la ira, balbució, nosabiendo cómo empezar su defensa, por lomismo que la creía justísima.

Había sido engañado; Pimentó era unembustero y, además, su enemigo implacable.Le había dicho que su riego era a las cinco (seacordaba muy bien),y ahora afirmaba que a lasdos: todo para hacerle incurrir en multa. paramatar unos trigos en los que estaba la vida fu-tura de su familia... ¿Valía para el tribunal lapalabra de un hombre honrado? Pues ésta erala verdad, aunque no podía presentar testigos.

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¡Parecía imposible que los señores síndicos,todos buenas personas, se fiasen de un pillocomo Pimentó!...

La blanca alpargata del presidente hirióuna baldosa de la acera, conjurando el chapa-rrón de protestas Y faltas de respeto que veíasurgir en lontananza.

-Calle vosté.Y Batiste calló, mientras el monstruo de

las siete cabezas, replegándose en el sofá dedamasco, cuchicheaba Preparando la sentencia.el

-El tribunal sentensia... -dijo la acequiamás vieja.

Y se hizo un silencio absoluto.Toda la gente de la verja mostraba en

sus ojos cierta ansiedad, como si ellos fuesenlos sentenciados. Estaban pendientes de loslabios del viejo síndico.

-Pagará el Batiste Borrull dos lliures depena y cuatre sous de multa (Pagará el BautistaBorrull dos libras como pena y cuatro sueldos

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de multa).Esparcióse un murmullo de satisfacción

en el público, y hasta una vieja empezó a pal-motear, gritando: «¡Vítor! ¡Vítor!», entre lasrisotadas de la gente.

Batiste salió ciego del tribunal, con la ca-beza baja, como si fuera a embestir, y PimentóPermaneció prudentemente a sus espaldas.

Si la gente no se aparta, abriéndole paso,seguramente hubiese disparado sus puños dehombre forzudo, aporreando allí mismo a lacanalla hostil.

Inmediatamente se alejó. Iba a casa desus amos a contarles lo ocurrido, la mala volun-tad de aquella gente, empeñada en amargar suexistencia: y una hora después, ya más calmadopor las buenas Palabras de los señores, em-prendió el camino hacia su casa.

¡Insufrible tormento!... Marchando juntoa sus carros cargados de estiércol o montadosen sus borricos sobre los serones vacíos, encon-tró en el hondo camino de Alboraya a muchos

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de los que habían Presenciado el juicio.Eran gentes enemigas, vecinos a los que

no saludaba nunca.Al pasar él junto a ellos, callaban, hacían

esfuerzos para conservar su gravedad, aunqueles brillaba en los oJos la alegre malicia; perosegún iba alejándose, estallaban a su espaldainsolentes risas, y hasta oyó la voz de un mo-zalbete que, remedando el grave tono del pre-sidente del tribunal, gritaba:

-¡Cuatre sous de multa!Vió a lo lejos, en la puerta de la taberna

de Copa, a su enemigo Pimentó, con el porrónen la mano, ocupando el centro de un corro deamigos. gesticulante y risueño, como si imitaselas protestas y quejas del denunciado. Su con-dena era un tema de regocijo para la huerta.Todos reían.

¡Rediós!... Ahora comprendía él, hombrede paz y padre bondadoso, por qué los hom-bres matan.

Se estremecieron sus poderosos brazos;

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sintió una cruel Picazón en las manos. Luegofué moderando el Paso al acercarse a casa deCopa. Quería ver si se burlaban de él en su pre-sencia.

Hasta pensó -novedad extraña- entrarpor primera vez en la taberna para beber unvaso de vino cara a cara con sus enemigos; Perolas dos libras de multa las llevaba en el corazón,y se arrepintió de su generosidad. ¡Dichosasdos libras! Aquella multa era una amenaza parael calzado de sus hijos; iban a llevarse el mon-toncito de ochavos recogido por Teresa paracomprar alpargatas nuevas a los pequeñuelos.

Al pasar frente a la taberna se ocultó Pi-mentó con la excusa de llenar el porrón, y susamigos fingieron no ver a Batiste.

Su aspecto de hombre resuelto a todoimponía respeto a los enemigos. Pero estetriunfo le llenaba de tristeza. ¡Cómo le odiaba lagente! La vega entera alzábase ante él a todashoras, ceñuda y amenazante. Aquello no eravivir. Hasta de día evitaba el abandonar sus

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campos, rehuyendo el roce con los vecinos.No los temía; pero, como hombre pru-

dente, evitaba las cuestiones con ellos.De noche dormía con zozobra, y muchas

veces, al menor ladrido del perro, saltaba de lacama, lanzándose fuera de la barraca escopetaen mano. En más de una ocasión creyó ver ne-gros bultos que huían por las sendas inmedia-tas.

Temía por su cosecha, por el trigo, queera la esperanza de la familia, y cuyo crecimien-to seguían todos los de la barraca silenciosa-mente con miradas ávidas.

Conocía las amenazas de Pimentó, elcual, apoyado por toda la huerta, juraba queaquel trigo no había de segarlo su sembrador, yBatiste casi olvidaba a sus hijos para pensar ensus campos, en el oleaje verde que crecía y cre-cía bajo los rayos del sol y había de convertirseen rubios montones de mies.

El odio silencioso y reconcentrado le se-guía en su camino. Apartábanse las mujeres,

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frunciendo los labios, sin dignarse saludarlo,como es costumbre en la huerta. Los hombresque trabajaban en los campos cercanos al cami-no llamábanse unos a otros con expresionesinsolentes que indirectamente iban dirigidas aBatiste, y los chicuelos, desde lejos, gritaban:«¡Morralón! ¡Chodio!» (1), sin añadir más a ta-les insultos, como si éstos sólo pudiesen seraplicables al enemigo de la huerta.

¡Ah! Si él no tuviera sus puños de gigan-te, las espaldas enormes y aquel gesto de pocosamigos, ¡qué pronto ubiera dado cuenta de éltoda la vega! Esperando cada uno que fuese suvecino el primero en atreverse, sus enemigos secontentaban con hostilizarlo desde lejos.

Batiste, en medio de la tristeza que Le in-fundía este vacío, experimentó una ligera satis-facción. Cerca ya de la barraca, cuando oía losladridos de su perro, que le había adivinado,vió un muchacho, un zagalón, que, sentado enun ribazo, con la hoz entre las piernas y tenien-do al lado unos montones de broza segada, se

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incorporó para saludarle:-¡Bon día, siñor Batiste!Y el saludo, la voz trémula de muchacho

tímido con que le habló, le impresionaron dul-cemente.

Poca cosa era el afecto de este adolescen-te, y, sin embargo, experimentó la dulce impre-sión del calenturiento al sentir la frescura delagua.

Miró con cariño sus ojazos azules, su ca-ra sonrosada cubierta por un vello rubio, y bus-có en su memoria quién podría ser este mozo.Al fin, recordó que era nieto del tío Tomba, elpastor ciego a quien respetaba toda la huerta;un buen muchacho, que servía de criado al car-nicero de Alboraya, cuyo rebaño cuidaba elanciano.

-¡Grasies, chiquet, grasies! -murmuró,agradeciendo el saludo.

Y siguió adelante, siendo recibido por superro, que saltaba ante él, restregando sus lanasen la pana de los pantalones.

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Junto a la puerta de la barraca estaba laesposa, rodeada de los pequeños, esperando,impaciente, por ser ya pasada la hora de comer.

Batiste miró sus campos y toda la rabiasufrida una hora antes ante el Tribunal de lasAguas volvió de golpe, como una oleada furio-sa, a invadir su cerebro.

Su trigo sufría sed. No había más queverlo. Tenía la hoja arrugada, Y el tono verde,antes tan lustroso, era ahora de una amarillatransparencia. Le faltaba el riego, la tanda quele había robado Pimentó con sus astucias demal hombre, y no volvería a corresponderlehasta pasados quince días, porque el agua esca-seaba. Y encima de esta desdicha, todo el rosa-rio condenado de libras y sueldos de multa,¡Cristo!

Comió sin apetito, contando a su mujerlo ocurrido en el Tribunal.

La pobre Teresa escuchó a su marido,pálida, con la emoción de la campesina quesiente punzadas en el corazón cada vez que ha

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de deshacer el nudo de la media guardadoradel dinero en el fondo del arca. «¡Reina y Sobe-rana! ¡Se habían propuesto arruinarlos! ¡Quédisgusto a la hora de comer!...»

Y dejando caer su cuchara en la sarténde arroz, lloriqueó largamente, bebiéndose laslágrimas. Después enrojeció con repentina ra-bia, mirando el pedazo de vega que se veía através de la puerta, con sus blancas barracas ysu oleaje verde, y extendiendo los brazos, gritó:«¡Pillos! ¡Pillos!»

La gente menuda, asustada por el ceñodel padre y los gritos de la madre, no se atrevíaa comer. Mirábanse unos a otros con indecisióny extrañeza, hurgándose las narices, por haceralgo, y acabaron todos por imitar a la madre,llorando sobre el arroz.

Batiste, excitado por el coro de gemidos,se levantó, furioso. Casi volcó la pequeña mesacon una de sus patadas, y se lanzó fuera de labarraca.

¡Qué tarde!... La sed de su trigo y el re-

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cuerdo de la multa eran dos feroces perros aga-rrados a su corazón. Cuando el uno, cansado demorderle, iba durmiéndose, llegaba el otro atodo correr y le clavaba los dientes.

Quiso distraerse con el trabajo, y se en-tregó con toda su voluntad a la obra que lleva-ba entre manos: una pocilga levantada en elcorral.

Pero su trabajo adelantó poco. Ahogába-se entre las tapias; necesitaba ver su campo,como los que necesitan contemplar su desgra-cia para anegarse en la voluptuosidad del do-lor. Y con las manos llenas de barro volvió asalir de su barraca, quedando plantado ante subancal de mustio trigo.

A pocos pasos, por el borde del camino,pasaba murmurando la acequia, henchida deagua roja.

La vivificante sangre de la huerta iba le-jos, para otros campos cuyos dueños no teníanla desgracia de ser odiados, y su pobre trigoallí, arrugándose, languideciendo, agitando su

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cabellera verde como si hiciera señas al aguapara que se aproximara y lo acariciase con unfresco beso.

A Batiste le pareció que el sol era más ca-liente que otros días. Caía el astro en el hori-zonte y, sin embargo, el pobre labriego se ima-ginó que sus rayos eran verticales y lo incen-diaban todo.

Su tierra se resquebrajaba, abríase en tor-tuosas grietas, formando mil bocas que en vanoesperaban un sorbo.

No aguantaría el trigo su sed hasta elpróximo riego. Moriría antes seco, la familia notendría pan; y después de tanta miseria, ¡multaencima!... ¿Y aún dicen si los hombres se pier-den?...

Movíase, furioso, en los linderos de subancal. «¡Ah Pimentó! ¡Grandísimo granuja!...¡Si no hubiera Guardia Civil! ... »

y como los náufragos agonizantes dehambre y de sed, que en sus delirios sólo venmesas de festín y clarísimos manantiales, Batis-

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te contempló imaginariamente campos de trigocon los tallos verdes y erguidos, y el agua en-trando a borbotones por las bocas de los riba-zos, extendiéndose con un temblor luminoso,como si riera suavemente al sentir las cosquillasde la tierra sedienta.

Al ocultarse el sol, experimentó Batistecierto alivio, como si el astro se apagara parasiempre y su cosecha quedase salvada.

Se alejó de sus campos, de su barraca,yendo insensiblemente camino abajo, con pasolento, hacia la taberna de Copa. Ya no pensabaen la existencia de la Guardia Civil, y acogíacon gusto la posibilidad de un encuentro conPimentó, que no debía de andar lejos de la ta-berna.

Venian hacia él por los bordes del cami-no los veloces rosarios de muchachas, cesta albrazo y falda revoloteante, de regreso de lasfábricas de la ciudad.

Azuleaba la huerta bajo el crepúsculo.En el fondo, sobre las oscuras montañas, colo-

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reábanse las nubes con resplandor de lejanoincendio; por la parte del mar temblaban en elinfinito las primeras estrellas; ladraban los pe-rros tristemente; con el canto monótono de ra-nas y grillos confundíase el chirrido de carrosinvisibles alejándose por todos los caminos dela inmensa llanura.

Batiste vió venir a su hija, separada delas otras muchachas, caminando con paso pere-zoso. Sola no. Creyó ver que hablaba con unhombre, el cual seguía la misma dirección queella, aunque algo separados, como van siemprelos novios en la huerta, pues la aproximación espara ellos signo de pecado.

Al distinguir a Batiste en medio del ca-mino, el hombre fué retrasando su marcha, yquedó lejos cuando Roseta llegó junto a su pa-dre.

Este permaneció inmóvil, con el deseode que el desconocido siguiese adelante paraconocerlo.

-¡Bona nit, siñor Batiste!

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Era la misma voz tímida que le había sa-ludado a mediodía: el nieto del tío Tomba. Estezagal no parecía tener otra ocupación que vagarpor los caminos para saludarlo Y metérsele porlos ojos con blanda dulzura.

Miró a su hija, que enrojeció, bajando losojos.

-¡A casa, a casa! ¡Yo t'arreglaré!y con la terrible majestad del padre lati-

no, señor absoluto de sus hijos, más propenso ainfundir miedo que a inspirar afecto, empezó aandar, seguido por la trémula Roseta, la cual, alacercarse a su barraca, creía marchar hacia unapaliza segura.

Se equivocó. El pobre padre no tenía enaquel momento más hijos en el mundo que sucosecha, el trigo enfermo, arrugado, sediento,que le llamaba a gritos pidiendo un sorbo parano morir.

Y en esto pensó mientras su mujer arre-glaba la cena. Roseta iba de un lado a otro, fin-giendo ocupaciones para no llamar la atención,

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esperando de un momento a otro el estallido dela cólera paternal. Y Batiste seguía pensando ensu campo, sentado ante la mesilla enana, ro-deado de toda su familia menuda, que a la luzdel candil miraba con avaricia una cazuelahumeante de bacalao con patatas.

La mujer todavía suspiraba pensando enla multa, y establecía, sin duda, comparacionesentre la cantidad fabulosa que iban a arrancarley el desahogo con que toda la familia movía susmandíbulas.

Batiste apenas comio, ocupado en con-templar la voracidad de los suyos. Batistet, elhijo mayor, hasta se apoderaba con fingida dis-tracción de los mendrugos de los pequeños. ARoseta el miedo le daba un apetito feroz.

Nunca como entonces comprendió Batis-te la carga que pesaba sobre sus espaldas.Aquellas bocas que se abrían para tragarse losescasos ahorros de la familia quedarían sin ali-mento si lo de fuera llegaba a secarse.

Y todo, ¿por qué? Por la injusticia de los

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hombres, porque hay leyes para molestar a lostrabajadores honrados... No debía pasar porello. Su familia antes que nadie. ¿No estabadispuesto a defender a los suyos de los mayo-res peligros? ¿No tenía el deber de mantener-los?... Hombre era él capaz de convertirse enladrón para darles de comer. ¿Por qué había desometerse, cuando no se trataba de robar, sinode la salvación de su cosecha, de lo que eramuy suyo?

La imagen de la acequia, que a poca dis-tancia arrastraba su caudal murmurante paraotros, era para él un martirio. Enfurecíale que lavida Pasase junto a su puerta sin poder aprove-charla, porque así lo querían las leyes.

De repente se levantó, como hombre queadopta una resolución y para cumplirla lo atro-pella todo.

-¡A regar! ¡A regar!La mujer se asustó, adivinando instantá-

neamente todo el peligro de tan desesperanteresolución: «¡Por Dios, Batiste!... Le impondrían

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una multa mayor; tal vez los del Tribunal,ofendidos por la rebeldía, le quitasen el aguapara siempre. Había que pensarlo... Era mejoresperar.»

Pero Batiste tenía la cólera firme de loshombres flemáticos y cachazudos, que cuandopierden la calma tardan mucho en recobrarla.

-¡A regar! ¡A regar!Y Batiste, repitiendo alegremente las pa-

labras de su padre, cogió los azadones y salióde la barraca seguido de su hermana y de lospequeños.

Todos querían tomar parte en este traba-jo, que parecía una fiesta.

La familia sentía el alborozo de un Pue-blo que con la rebeldía recobra la libertad.

Marcharon todos hacia la acequia, quemurmuraba en la sombra. La inmensa vegaperdíase en azulada penumbra; ondulaban loscañares como rumorosas y oscuras masas, y lasestrellas parpadeaban en el espacio negro.

Batiste se metió en la acequia hasta las

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rodillas, colocando la barrera que había de de-tener las aguas, mientras su hijo, su mujer yhasta su hija atacaban con los azadones el riba-zo, abriendo boquetes por donde entraba elriego a borbotones.

Toda la familia experimentó una sensa-ción de frescura y bienestar.

La tierra cantaba de alegría con un golo-so glu-glu que les llegaba al corazón a todosellos. «¡Bebe, bebe, pobrecita!» Y hundían suspies en el barro, yendo encorvados de un lado aotro del campo para ver si el agua llegaba atodas partes.

Batiste mugió con la satisfacción cruelque produce el goce de lo prohibido. ¡Qué pesose quitaba de encima!... Podían venir ahora losdel tribunal y hacer lo que quisieran. Su campobebía; esto era lo importante.

Y como su fino oído de hombre habitua-do a la soledad creyó percibir cierto rumor in-quietante en los vecinos cañares, corrió a labarraca, para volver inmediatamente empu-

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ñando su escopeta nueva.Con el arma sobre el brazo y el dedo en

el gatillo, estuvo más de una hora junto a labarrera de la acequia.

El agua no pasaba adelante: se derrama-ba en los campos de Batiste, que bebían y bebí-an con la sed del hidrónico.

Tal vez los de abajo se quejaban; tal vezPimentó, advertido como atandador, rondabapor las inmediaciones, indignado por el inso-lente ataque a la ley.

Pero allí estaba Batiste como centinela desu cosecha, desesperado héroe de la lucha porla vida, guardando a los suyos, que se agitabansobre el campo extendiendo el riego, dispuestoa soltarle un escopetazo al primero que intenta-se echar la barrera restableciendo el curso legaldel agua.

Era tan fiera su actitud, destacándose er-guido en medio de la acequia: se adivinaba eneste fantasma negro tal resolución de recibir atiros al que se presentase, que nadie salió de los

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inmediatos cañares, y bebieron sus camposdurante una hora sin protesta alguna.

Y lo que es más extraño: el jueves si-guiente el atandador no le hizo comparecerante el Tribunal de las Aguas.

La huerta se había enterado de que en laantigua barraca de Barret el único objeto devalor era una escopeta de dos cañones, com-prada recientemente por el intruso con esa pa-sión africana del valenciano, que se priva gus-toso del pan por tener detrás de la puerta de suvivienda un arma nueva que excite envidias einspire respeto.

V

Todos los días, al amanecer, saltaba de lacama Roseta, la hija de Batiste, y con los ojoshinchados por el sueño, extendiendo los brazoscon gentiles desperezos que estremecían todosu cuerpo de rubia esbelta, abría la puerta de labarraca.

Chillaba la garrucha del pozo, saltaba

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ladrando de alegría junto a sus faldas el feoperrucho que pasaba la noche fuera de la barra-ca, y Roseta, a la luz de las últimas estrellas,echábase en cara y manos todo un cubo deagua fría sacada de aquel agujero redondo ylóbrego, coronado en su parte alta por espesosmanojos de hiedra.

Después, a la luz del candil, iba y veníapor la barraca preparando su viaje a Valencia.

La madre la seguía sin verla desde lacama, para hacerle toda clase de indicaciones.Podía llevarse las sobras de la cena; con esto ytres sardinas que encontraría en el vasar teníabastante. Cuidado con romper la cazuela, comoel otro día. ¡Ah! Y que no olvidase comprarhilo, agujas y unas alpargatas para el pequeño.¡Criatura más destrozona!... En el cajón de lamesita encontraría el dinero.

Y mientras la madre daba una vuelta enla cama, dulcemente acariciada por el calor delestudi, proponiéndose dormir media hora másjunto al enorme Batiste, que roncaba sonora-

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mente, Roseta seguía sus evoluciones. Colocabala mísera comida en una cestita, luego se pasa-ba un peine por los pelos de un rubio claro,como si el sol hubiese devorado su color; seanudaba el pañuelo bajo la barba, y antes desalir volvíase con un cariño de hermana mayorpara ver si los chicos estaban bien tapados, in-quieta por esta gente menuda, que dormía en elsuelo de su mismo estudi, y acostada en ordende mayor a menor desde el grandullón Batistethasta el pequeñuelo que apenas hablaba, pare-cía la tubería de un órgano.

-Vaya, adiós. ¡Hasta la nit! -gritaba laanimosa muchacha, pasando su brazo por elasa de la cestita, y cerraba la puerta de la barra-ca, echando la llave por el resquicio inferior.

Ya era de día. Bajo la luz acerada delamanecer veíase por sendas y caminos el desfi-le laborioso marchando en una sola dirección,atraído por la vida de la ciudad.

Pasaban los grupos de airosas hilanderascon un paso igual, moviendo garbosamente el

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brazo derecho, que cortaba el aire como un re-mo, y chillando todas a coro cada vez que al-gún mocetón las saludaba desde los camposvecinos con ingenuas palabras amorosas.

Roseta marchaba sola hacia la ciudad.Bien sabía la pobre lo que eran sus compañeras,hijas y hermanas de los enemigos de su familia.

Varias de ellas trabajaban en su fábrica,y la pobre rubita, más de una vez, haciendo detripas corazón, había tenido que defenderse aarañazo limpio. Aprovechando sus descuidos,arrojaban cosas infectas en la cesta de su comi-da, romperle la cazuela lo habían hecho variasveces, y no pasaban junto a ella en el taller sinque dejasen de empujarla sobre el humeanteperol donde era ahogado el capullo, llamándolahambrona y dedicando otros elogiOs parecidosa su familia.

En el camino huía de todas ellas comode un tropel de furias, y únicamente sentíasetranquila al verse dentro de la fábrica, un case-rón antiguo del mercado, cuya fachada, pintada

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al fresco en el siglo xviii, todavía conservabaentre desconchaduras y grietas ciertos gruposde piernas de color rosa y caras de perfil bron-ceado, restos de medallones y pinturas mitoló-gicas.

Roseta era, de toda la familia, la más pa-recida a su padre: una fiera para el trabajo, co-mo decía Batiste de sí mismo. El vaho ardorosode los pucheros donde se ahogaba el capullosubíasele a la cabeza, escaldándole los ojos;pero, a pesar de esto, permanecía firme en susitio, buscando en el fondo del agua hirvientelos cabos sueltos de aquellas cápsulas de sedablanducha, de un suave color de caramelo, encuyo interior acababa de morir achicharrado elgusano laborioso, la larva de preciosa baba, porel delito de fabricarse una rica mazmorra parasu transformación en mariposa.

Reinaba en el caserón un estrépito detrabajo ensordecedor y fatigoso para las hijasde la huerta, acostumbradas a la calma de lainmensa llanura, donde la voz se transmite a

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enormes distancias. Abajo mugía la máquina devapor, dando bufidos espantosos, que setransmitían por las múltiples tuberías; rodabanpoleas y tornos con un estrépito de mil diablos;y por si no bastase tanto ruido, las hilanderas,según costumbre tradicional, cantaban a corocon voz gangosa el Padrenuestro, el Avemaría,el Gloria Patri, con la misma tonadilla del lla-mado Rosario de la Aurora, procesión que des-fila por los senderos de la huerta los domingosal amanecer.

Esta devoción no les impedía que riesencantando, y por lo bajo, entre oración y oración,se insultasen y apalabrasen para darse cuatroarañazos a la salida, pues estas muchachas mo-renas, esclavizadas por la rígida tiranía quereina en la familia labriega, y obligadas porpreocupación hereditaria a estar siempre antelos hombres con los ojos bajos, eran allí verda-deros demonios al verse juntas y sin freno,complaciéndose sus lenguas en soltar todo looído en los caminos a carreteros y labradores.

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Roseta era la más callada y laboriosa.Para no distraerse en su trabajo, se abstenía decantar, y jamás provocó riñas. Tenía tal facili-dad para aprenderlo todo, que a las pocas se-manas ganaba tres reales diarios, casi el máxi-mo del jornal, con grande envidia de las otras.

Mientras las bandas de muchachas des-peinadas salían de la fábrica a la hora de comerpara engullirse el contenido de sus cazuelas enlos portales inmediatos, hostilizando a loshombres con miradas insolentes para que lesdijesen algo Y chillar después falsamente es-candalizadas, emprendiendo con ellos un tiro-teo de desvergüenzas, Roseta quedábase en unrincón del taller sentada en el suelo, con dos otres jóvenes que eran de la otra huerta, de laorilla derecha del río, y maldito si les interesabala historia del tío Barret y los odios de sus com-pañeras.

En las primeras semanas, Roseta veíacon cierto terror la llegada del anochecer, y conél la hora de la salida...

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Temiendo a las compañeras que seguíansu mismo camino, entreteníase en la fábricaalgún tiempo, dejándolas salir delante comouna tromba, de la que partían escandalosasrisotadas, aleteos de faldas, atrevidos dichara-chos y olor de salud, de miembros ásperos yduros.

Caminaba perezosamente por las callesde la ciudad en los fríos crepúsculos de invier-no, comprando los encargos de su madre, dete-niéndose embobada ante los escaparates queempezaban a iluminarse, y al fin, pasando elpuente se metía en los oscuros callejones de losarrabales para salir al camino de Alboraya.

Hasta aquí todo iba bien. Pero despuéscaía en la huerta oscura, con sus ruidos miste-riosos, sus bultos negros y alarmantes que pa-saban saludándola con un ¡Bona nit! lúgubre ycomenzaban para ella el miedo y el castañeteode dientes.

No la intimidaban el silencio Y la oscu-ridad. Como buena hija del campo, estaba acos-

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tumbrada a ellos. La certeza de que no iba aencontrar a nadie en el camino le hubiera dadoconfianza. En su terror, jamás pensaba, comosus compañeras, en muertos, ni en brujas y fan-tasmas. Los que la inquietaban eran los vivos.

Recordaba con pavor ciertas historías dela huerta oídas en la fábrica: el miedo de lasjóvenes a Pimentó y otros jaques de los que sereunían en casa de Copa, desalmados que,aprovechándose de la oscuridad, empujaban alas muchachas solas al fondo de las regaderasen seco o las hacían caer detrás de los pajares. YRoseta, que ya no era inocente después de suentrada en la fábrica, dejaba correr su imagina-ción hasta lOS últimos límites de lo horrible,viéndose asesinada por uno de estos mons-truos, con el vientre abierto y rebañada Pordentro lo mismo que los niños de que hablabanlas leyendas de la huerta, a los cuales unos ver-dugos misteriosos sacaban las mantecas, con-feccionando con ellas milagrosos medicamen-tos para los ricos.

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En los crepúsculos de invierno, oscurosy muchas veces lluviosos, salvaba Roseta tem-blando más de la mitad del camino. Pero eltrance más cruel, el obstáculo más temible esta-ba casi al final, cerca ya de su barraca, y era lafamosa taberna de Copa.

Allí estaba la cueva de la fiera. Era estetrozo de camino el más concurrido e iluminado.Rumor de voces, estallidos de risas, guitarreosy coplas a grito pelado salían por aquella puer-ta roja como una boca de horno. que arrojabasobre el camino negro un cuadro de luz cortadopor la agitación de grotescas sombras. Y, sinembargo, la pobre hilandera, al llegar cerca deallí, deteníase indecisa, temblorosa, como lasheroínas de los cuentos ante la cueva del ogro,dispuesta a meterse a campo traviesa para darvuelta por detrás del edificio, a hundirse en laacequia que bordeaba el camino y deslizarseagazapada por entre los ribazos; a cualquiercosa menos a pasar frente a la rojiza boca quedespedía el estrépito de la borrachera y la bru-

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talidad.Al fin se decidía. Realizaba un esfuerzo

de voluntad, como el que va a arrojarse de unaaltura, y, siguiendo el borde de la acequia, conpaso ligerísimo y el equilibrio portentoso queda el miedo, pasaba veloz ante la taberna.

Era una exhalación, una sombra blancaque no llegaba a fijarse, por su rapidez, en losturbios ojos de los parroquianos de Copa.

Pasada la taberna, la muchacha corría ycorría, creyendo que alguien iba a sus alcances,esperando sentir en su falda el tirón de unazarpa poderosa.

No se serenaba hasta escuchar el ladridodel perro de su barraca, aquel animal feísimoque por antítesis, sin duda, era llamado Lucero,y el cual la recibía en medio del camino concabriolas, lamiendo sus manos.

Nunca le adivinaron a Roseta en su casalos terrores pasados en el camino. La pobremuchacha componía el gesto al entrar en labarraca, y a las preguntas de su madre, inquie-

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ta, contestaba echándola de valerosa y afir-mando que había llegado con unas compañe-ras.

No quería que su padre tuviese que salirpor las noches al camino para acompañarla.Conocía el odio de la vecindad; la taberna deCopa con su gente pendenciera le inspirabamucho miedo.

Y al día siguiente volvía a la fábrica, pa-ra sufrir los mismos temores al regreso, anima-da únicamente por la esperanza de que prontovendría la primavera, con sus tardes más largasy los crepúsculos luminosos, que la permitiríanvolver a la barraca antes que oscureciese.

Una noche experimentó Roseta ciertoalivio. Cerca aún de la ciudad, salió al caminoun hombre que empezó a marchar al mismopaso que ella.

-¡Bona nit!Y mientras la hilandera iba por el alto ri-

bazo que bordeaba el camino, el hombre mar-chaba por el fondo, entre los profundos surcos

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abiertos por las ruedas de los carros, tropezan-do en ladrillos rotos, pucheros desportillados yhasta objetos de vidrio, con los que manos pre-visoras querían cegar los baches de remoto ori-gen.

Roseta se mostraba tranquila; había co-nocido a su compañero apenas la saludó. EraTonet, el nieto del tío Tomba el pastor: un buenmuchacho que servía de criado al carnicero deAlboraya, y de quien se burlaban las hilanderasal encontrarlo en el camino, complaciéndose enver cómo enrojecía, volviendo la cara a la me-nor palabra.

¡Chico más tímido!... No tenía en elmundo otros parientes que su abuelo; trabajabahasta en los domingos, y lo mismo iba a Valen-cia a recoger estiércol para los campos de suamo como le ayudaba en las matanzas de resesy labraba la tierra o llevaba carne a las alqueríasricas. Todo a cambio de mal comer él y su abue-lo, y de ir hecho un rotoso, con ropas viejas desu amo. No fumaba; había entrado dos o tres

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veces en su vida en casa de Copa, y los domin-gos, si tenía algunas horas libres, en vez de es-tarse en la plaza de Alboraya puesto en cucli-llas como los demás, viendo a los mozos gua-pos jugar a la pelota, íbase al campo, vagandosin rumbo por la enmarañada red de sendas, ysi encontraba algún árbol cargado de pajaros,allí se quedaba embobado por el revoloteo y loschillidos de estos bohemios de la huerta.

La gente veía en él algo de la extrava-gancia misteriosa de su abuelo el pastor, y to-dos lo consideraban como un infeliz, tímido ydócil.

La hilandera se animó con su compañía.Era más seguro para ella marchar al lado de unhombre, y más si éste era Tonet, que inspirabaconf ianza.

Le habló, preguntándole de dónde ve-nía, y el joven sólo supo contestar vagamentecon su habitual timidez: D'ahí..., d'ahí... Luegocalló, como si estas palabras le costasen inmen-so esfuerzo.

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Siguieron el camino en silencio, sepa-rándose cerca de la barraca.

-¡Bona nit, y grasies! -dijo la muchacha.-¡Bona nit! -y desapareció Tonet mar-

chando hacia el pueblo.Fue para ella un incidente sin importan-

cia, un encuentro agradable, que le había qui-tado el miedo; nada más. Y, sin embargo, Rose-ta aquella noche cenó y se acostó pensando enel nieto del tío Tomba.

Ahora recordaba las veces que le habíaencontrado por la mañana en el camino, y hastale parecía que Tonet procuraba marchar siem-pre al mismo paso que ella, aunque algo sepa-rado para no llamar la atención de las mordaceshilanderas... En ciertas ocasiones, al volverbruscamente la cabeza, creía haberle sorpren-dido con los ojos fijos en ella...

Y la muchacha, como si estuviera hilan-do un capullo, agarraba estos cabos sueltos desu memoria y tiraba y tiraba, recordando todolo de su existencia que tenía relación con Tonet:

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la primera vez que lo vió, y su compasiva sim-patía por las burlas de las hilanderas, que élsoportaba cabizbajo y tímido, como si estasarpias en banda le inspirasen miedo; después,los frecuentes encuentros en el camino y lasmiradas fijas del muchacho que parecían que-rer decirle algo.

Al ir a Valencia en la mañana siguienteno lo vió; pero por la noche, al emprender elregreso a su barraca, no sentía miedo, a pesarde que el crepúsculo era oscuro y lluvioso. Pre-sentía la aparición del tranquilizante compañe-ro, y, efectivamente, le salió al encuentro casi enel mismo punto que el día anterior.

Fue tan expresivo como siempre: ¡Bonanit!, y siguió andando al lado de ella.

Roseta se mostró más locuaz. ¿De dóndevenía? ¡Qué casualidad, encontrarse dos díasseguidos! Y él, tembloroso, como si las palabrasle costasen gran esfuerzo, contestaba comosiempre: D'ahí..., d'ahí...

La muchacha, que en realidad era tan

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tímida como él, sentía, sin embargo, deseos dereírse de su turbación. Ella habló de su miedo,de los sustos que durante el invierno pasaba enel camino; y Tonet, halagado por el servicio queprestaba a la joven, despegó los labios, al fin,para decirle que la acompañaría con frecuencia.El siempre tenía asuntos de su amo que le obli-gaban a marchar por la vega.

Se despidieron con el laconismo del díaanterior; pero aquella noche la muchacha serevolvió en la cama, inquieta, nerviosa, soñan-do mil disparates, viéndose en un camino ne-gro, muy negro, acompañada por un perroenorme que le lamía las manos y tenía la mismacara que Tonet. Después salía un lobo a mor-derla, con un hocico que recordaba vagamenteal odiado Pimentó, y reñían los dos animales adentelladas y salía su padre con un garrote, yella lloraba como si le soltasen en las espaldaslos garrotazos que recibía su pobre perro; y asíseguía desbarrando su imaginación, pero vien-do siempre en las atropelladas escenas de su

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ensueño al nieto del tío Tomba, con sus ojosazules y su cara de muchacho cubierta por unvello rubio, que era el primer asomo de la edadviril.

Se levantó quebrantada, como si saliesede un delirio. Aquel día era domingo y no iba ala fábrica. Entraba el sol por el ventanillo de suestudi, y toda la gente de la barraca estaba yafuera de la cama. Roseta comenzó a arreglarsepara ir con su madre a misa.

El endiablado ensueño aún la tenía tras-tornada. Sentíase otra, con distintos pensamien-tos, cual si la noche anterior fuese una paredque dividía en dos partes su existencia.

Cantaba alegre como un pájaro, mientrasiba sacando la ropa del arca y la colocaba sobresu lecho, aún caliente y con las huellas de sucuerpo.

Mucho le gustaban los domingos, con sulibertad para levantarse más tarde, sus horas deholganza y su viajecito a Alboraya para oír lamisa; pero aquel domingo era mejor que los

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otros, brillaba más el sol, cantaban con másfuerza los pájaros, entraba por el ventanillo unaire que olía a gloria. ¡Cómo decirlo!... En fin:que la mañana tenía para ella algo nuevo y ex-traordinario.

Se echaba en cara haber sido hasta en-tonces una mujer sin cuidados para si misma. Alos dieciséis años ya era hora de que pensase enarreglarse. ¡Cuán estúpida había sido al reír desu madre siempre que la llamaba desgarbada!...

Y como si fuese una gala nueva que veíapor primera vez, metióse por la cabeza congran cuidado, cual si fuese de sutiles blondas,la saya de percal de todos los domingos. Luegose apretó mucho el corsé, como si no le opri-miese aún bastante aquella armazón de altaspalas, un verdadero corsé de labradora, queaplastaba con crueldad el naciente pecho, puesen la huerta valenciana es impudor que las sol-teras no oculten los seductores adornos de laNaturaleza, para que nadie pueda pecamino-samente suponer en la virgen la futura mater-

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nidad.Por primera vez en su vida pasó la

hilandera más de un cuarto de hora ante el me-dio palmo de cristal con azogue y marco depino barnizado que le regaló su padre, espejoen el que había que contemplar la cara por sec-ciones.

Ella no era gran cosa, lo reconocía; peromás feas se encontraban a docenas en la huerta.Y sin saber por qué, se deleitaba contemplandosus ojos de un verde claro; las mejillas motea-das de esas pecas que el sol hace surgir de lapiel tostada; el pelo rubio blanquecino, con lafinura fláccida de la seda; la naricita de alaspalpitantes cobijando una boca sombreada porel vello de un fruto sazonado, y que al entre-abrirse mostraba una dentadura fuerte e igual,de blancura de leche, cuyo brillo parecía ilumi-nar su rostro: una dentadura de pobre.

Su madre tuvo que aguardar. En vano lapobre mujer le dió prisa, revolviéndose impa-ciente en la barraca, como espoleada por la

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campana que sonaba a lo lejos. Iban a perder lamisa. Mientras tanto, Roseta se peinaba concalma, para deshacer a continuación su obra,poco satisfecha de ella. Luego se arreglaba lamantilla con tirones de enfado, no encontrán-dola nunca de su gusto.

En la plaza de Alboraya, al entrar y alsalir de la iglesia, Roseta, levantando apenas losojos, escudriñó la puerta del carnicero, donde lagente se agolpaba en torno a la mesa de venta.

Allí estaba él, ayudando a su amo, dán-dole pedazos de carnero desollado y espantan-do la nube de moscas que cubrían la carne.

¡Cómo enrojeció el borregote viéndola!...Al pasar ella por segunda vez quedó como en-cantado, con una pierna de cordero en la dies-tra sin dársela a su panzudo patrón, que envano la esperaba, y el cual, soltando un tacoredondo, llegó a amenazarle con su cuchilla.

La tarde fué triste. Sentada a la puerta dela barraca, creyó sorprenderle varias veces ron-dando por sendas algo lejanas, o escondiéndose

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en los cañares para mirarla. La hilandera de-seaba que llegase pronto el lunes, para ir a lafábrica y pasar al regreso el horrible caminoacompañada por Tonet.

No dejó de presentarse el muchacho alanochecer del día siguiente.

Más cerca aún de la ciudad que en losotros días, salió al encuentro de Roseta. -¡Bona nit!Pero después de la salutación de cos-

tumbre no calló. Aquel tímido parecía haberprogresado mucho durante el día de descanso.

Y, torpemente, acompañando sus expre-siones con muecas y arañazos en las pernerasdel pantalón, fué explicándose, aunque entrepalabra y palabra transcurrían, a veces, dosminutos. Se alegraba de verla buena... (Sonrisasde Roseta y un grasies murmurado tenuemen-te.) ¿Se había divertido mucho el domingo?...(Silencio.) El lo había pasado bastante mal. Seaburría. Sin duda, la costumbre..., pues... pare-cía que le faltaba algo... ¡Claro! Le había toma-

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do ley al camino... No; al camino, no; lo que legustaba era acompañarla...

Y aquí paró en seco. Hasta le pareció aRoseta que se mordía nerviosamente la lenguapara castigarla por su atrevimiento, y se pelliz-caba en los sobacos por haber ido tan lejos.

Caminaron mucho rato en silencio. Lamuchacha no contestaba; seguía su marcha conel contoneo airoso de las hilanderas, la cesta enla cadera izquierda y el brazo derecho cortandoel aire con un vaivén de péndulo.

Pensaba en su ensueño. Se imaginó estaren pleno delirio, viendo extravagancias, y va-rias veces volvió la cabeza creyendo percibir enla oscuridad aquel perro que le lamía las manosy tenía la cara que Tonet, recuerdo que aún lehacía reír. Pero no; lo que llevaba al lado era unbuen mozo capaz de defenderla; algo tímido yencogido, eso sí, con la cabeza baja, como si laspalabras que aún tenía por decir se le hubierandeslizado hasta el pecho Y, detenidas allí, estu-vieran pinchándole.

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Roseta aún le confundió más. «Vamos aver: ¿por qué hacía aquello? ¿Por qué salía aacompañarla en su camino? ¿Qué diría la gen-te? Si su padre se enteraba, ¡qué disgusto!...»

-¡Per qué?..., ¿per qué? -preguntaba lamuchacha.

Y el mozo, cada vez más triste, más en-cogido, como un reo convicto que oye su acusa-ción, nada contestó. Mar chaba al mismo pasoque la joven, pero separándose de ella, dandotropezones en el borde del camino. Roseta has-ta creyó que iba a llorar.

Pero cerca ya de la barraca, cuando ibana separarse, Tonet tuvo un arranque de tímido.Habló con la misma violencia que había calla-do; y como si no hubiesen transcurrido muchosminutos, contestó a la pregunta de la mucha-cha:

-¡Per qué?... Perqu'et vullc (¿Por qué?...porque te quiero.).

Lo dijo aproximándose a ella hasta lan-zarle su aliento a la cara, brillándole los ojos,

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como si por ellos se le saliera toda la verdad; ydespués de esto, arrepentido, otra vez miedoso,aterrado por sus palabras, echó a correr comoun niño.

¡Tonet la quería!... Hacía dos días que lamuchacha esperaba estas palabras, y, sin em-bargo, le causaron el efecto de una revelacióninesperada. También ella le quería; y toda lanoche, hasta en sueños, estuvo oyendo, mur-muradas por mil voces junto a sus oídos, lamisma frase: Perqu'et Vullc.

No esperó Tonet a la noche siguiente. Alamanecer le vio Roseta en el camino, casi ocultotras el tronco de una morera, mirándola conzozobra, como un niño que teme la reprimenday está arrepentido, dispuesto a huir al primergesto de desagrado.

Pero la hilandera sonrió, ruborizándose,y ya no hubo más.

Todo estaba hablado; no volvieron a de-cirse que se querian, pero era cosa convenida elnoviazgo, y Tonet no faltó ni una sola vez a

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acompañarla en su camino.El panzudo carnicero bramaba de coraje

con el repentino cambio de su criado, antes tandiligente y ahora siempre inventando pretextospara pasar horas y más horas en la huerta, es-pecialmente al anochecer.

Pero con el egoísmo de su dicha, Tonetse preocupaba tanto de los tacos y amenazas desu amo como la hilandera de su temido padre,ante el cual sentía ordinariamente más miedoaún que respeto.

Roseta siempre tenía en su estudi algúnnido que decía haber encontrado en el camino.Su novio no sabía presentarse con las manosvacías, y exploraba todos los cañares y árbolesde la huerta para regalar a la hilandera ruedasde pajas y ramitas, en cuyo fondo unos cuantospolluelos, con la rosada piel cubierta de finísi-mo pélo y el trasero desnudo, piaban desespe-radamente, abriendo un pico descomunal jamásahíto de migas.

Roseta guardaba el regalo en su cuarto

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como si fuese la misma persona de su novio, ylloraba cuando sus hermanos, la gente menudaque tenía por nido la barraca, en fuerza de ad-mirar a los pajaritos, acababan por retorcerles elpescuezo.

Otras veces aparecía Tonet con un bultoen el vientre: la faja llena de altramuces y caca-huetes, comprados en casa de Copa; y siguien-do el camino lentamente, comían y comían,mirándose el uno en los ojos del otro, sonriendocomo unos tontos sin saber de qué, sentándosemuchas veces en un ribazo sin darse cuenta deello.

Ella era la más juiciosa y le reprendía.¡Siempre gastando dinero! Eran dos reales opoco menos lo que en una semana había dejadoen la taberna con tantos obsequios. Y él se mos-traba generoso. ¿Para quien quería los cuartossino para ella? Cuando se casaran -alguna vezhabría de ser- ya guardaría el dinero. La cosasería de allí a diez o doce años; no había prisa;todos los noviazgos de la huerta duraban una

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temporada así.Lo del casamiento hacía volver a Roseta

a la realidad. El día que su padre supiera todoaquello... ¡Virgen santísima!, iba a deslomarla agarrotazos. Y hablaba de la futura paliza sere-namente, sonriendo como una muchacha fuerteacostumbrada a esa autoridad paternal, rígida,imponente y honradota, que se manifiesta abofetadas y palos.

Sus relaciones eran inocentes. Jamásasomó entre ellos el punzante deseo, la audaciade la carne. Marchaban por el camino casi de-sierto, en la penumbra del anochecer, y la mis-ma soledad parecía alejar de su pensamientotodo propósito impuro.

Una vez que Tonet rozó involuntaria-mente la cintura de Roseta, ruborizóse como sifuese él la muchacha.

Estaban los dos muy distantes de creerque en sus encuentros diarios podía llegarse aalgo que no fuese hablar y mirarse. Era el pri-mer amor, la expansión de la juventud apenas

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despierta, que se contenta con verse, con hablary reír, sin sombra alguna de deseo.

La hilandera, que en sus noches pavoro-sas tanto había deseado la llegada de la prima-vera, vio con inquietud desarrollarse los cre-púsculos largos y luminosos.

Ahora se reunía con su novio en plenodía, y nunca faltaban en el camino compañerasde la fábrica o mujeres del vecindario que, alverlos juntos, sonreían maliciosamente, adivi-nándolo todo.

En la fábrica comenzaron las bromas porparte de sus enemigas, que le preguntaban iró-nicamente cuándo se casaba, y la llamaban deapodo la Pastora, por tener amores con el nietodel tío Tomba.

Temblaba de inquietud la pobre Roseta.¡Qué paliza iba a ganarse! Cualquier día llegabala noticia a su padre. Y fué por entonces cuandoBatiste, el día de su sentencia en el Tribunal delas Aguas, la vio en el camino acompañada deTonet.

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Pero no ocurrió nada. El dichoso inci-dente del riego salvó a la muchacha. Su padre,contento de haber librado su cosecha, limitóse amirarla varias veces con el entrecejo fruncido.Luego le advirtió con voz lenta, un índice enalto y el acento imperativo, que, en adelante,cuidase de volver sola de la fábrica, pues, de locontrario, sabría quién era él.

Y sola volvió durante toda una semana.Tonet le tenía cierto respeto al señor Batiste, yse contentaba con emboscarse cerca del caminopara ver pasar a la hilandera o seguirla desdelejos.

Como los días eran más largos, habíamucha gente en el camino.

Pero este alejamiento no podía prolon-garse para los novios impacientes, y un domin-go, por la tarde, Roseta, inactiva, cansada depasear frente a la puerta de la barraca, y cre-yendo ver a Tonet en todos los que pasaban porlas sendas lejanas, agarró un cántaro barnizadode verde y dijo a su madre que iba a traer agua

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de la Fuente de la Reina.La madre la dejó ir. Debía distraerse;

¡pobre muchacha! no tenía amigas, y a la juven-tud hay que darle lo suyo.

La Fuente de la Reina era el orgullo detoda aquella parte de la huerta, condenada alagua de los pozos y al líquido bermejo y fango-so que corría por las acequias.

Estaba frente a una alquería abandona-da, y era cosa antigua y de mucho mérito, aldecir de los más sabios de la huerta: obra de losmoros, según Pimentó; monumento de la épocaen que los apóstoles iban bautizando pillos porel mundo, según declaraba con majestad deoráculo el tío Tomba.

Al atardecer avanzaban por los caminos,orlados de álamos con inquieto follaje de plata,grupos de muchachas que llevaban su¡ cántaroinmóvil y derecho sobre su cabeza, recordandocon su rítmico paso y su figura esbelta a lascanéforas griegas.

Este desfile daba a la huerta valenciana

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algo de sabor bíblico. Recordaba la poesía árabecantando a la mujer junto a la fuente con el cán-taro a sus pies, uniendo en un solo cuadro lasdos pasiones más vehementes del oriental: labelleza y el agua.

La Fuente de la Reina era una balsa cua-drada, con muros de piedra roJa, y teniendo suagua mucho más ba»ja que el nivel del suelo.Descendíase al fondo por seis escalones, siem-pre resbaladizos y verdosos por la humedad.En la cara del rectángulo de piedra fronterizo ala escalera destacábase un bajo relieve con figu-ras borrosas que era imposible adivinar bajo lacapa de enjalbegado.

Debía de ser la virgen rodeada de ánge-les: una obra del arte grosero y cándido de laEdad Media: algún voto de los tiempos de laconquista; pero unas generaciones picando lapiedra para marcar mejor las figuras borradaspor los años, y otras blanqueándola con escrú-pulos de bárbara curiosidad, habían dejado lalosa de tal modo, que sólo se distinguía un bul-

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to informe de mujer, la reina, que daba sunombre a la fuente; reina de los moros, comoforzosamente han de serlo todas en los cuentosdel campo.

No eran allí escasas la algazara y la con-fusión los domingos por la tarde. Más de trein-ta muchachas agolpábanse con sus cántaros,deseosas todas ellas de ser las primeras en lle-nar, pero sin prisa de irse. Empujábanse en laestrecha escalerilla, con las faldas recogidasentre las piernas para inclinarse y hundir sucántaro en el pequeño estanque. Estremecíaseéste con las burbujas acuáticas surgidas ince-santemente del fondo de arena, donde crecíanmanojos de plantas gelatinosas, verdes cabelle-ras ondeantes, moviéndose en su cárcel de cris-tal líquido a impulsos de la corriente. Los insec-tos llamados tejedores rayaban con sus patasinquietas esta clara superficie.

Las que ya habían llenado sus cántarossentábanse en los bordes de la balsa, con laspiernas colgando sobre el agua, encogiéndose

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luego con escandalizados chillidos cada vezque al gún muchacho bajaba a beber y miraba alo alto.

Era una reunión de gorriones revoltosos.Todas hablaban a un tiempo; unas se insulta-ban, otras iban despellejando a los ausentes,haciendo públicos todos los escándalos de lahuerta. La juventud, libre de la severidad pa-ternal, se desprendía del gesto hipócrita fabri-cado para la casa, y se mostraba con toda laacometividad de una rudeza falta de expan-sión. Aquellos ángeles morenos, que tan man-samente cantaban gozos y letrillas en la iglesiade Alboraya al celebrarse las fiestas de las sol-teras, enardecíanse a solas y matizaban su con-versación con votos de carretera, hablando decosas internas con el aplomo de una comadro-na.

Allí cayó Roseta con su cántaro, sinhaber encontrado al novio en el camino, a pesarde que anduvo lentamente y volviendo confrecuencia la cabeza, esperando a cada momen-

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to que saliese de una senda.La ruidosa tertulia de la fuente callóse al

verla. Causó estupefacción en el primer mo-mento la presencia de Roseta: algo así como laentrada de un moro en la iglesia de Alborayaen plena misa mayor. ¿A qué venía allí aquellahambrienta?...

Saludó Roseta a dos o tres que eran desu fábrica, y apenas si la contestaron, apretandolos labios y con un rentintín de desprecio.

Las demás, repuestas de la sorpresa, si-guieron hablando, como si nada hubiera pasa-do, no queriendo conceder a la intrusa ni elhonor del silencio.

Bajó Roseta a la fuente, Y después dellenar el cántaro, sacó, al incorporarse, su cabe-za por encima del muro, lanzando una miradaansiosa por toda la vega.

-Mira, mira, que no vindrá (Mira, mira,que no vendrá.)

Era una sobrina de Pimentó, hija de unahermana de Pepeta, la que decía esto; moreni-

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lla, nerviosa, de nariz arremangada e insolente,orgullosa de ser única en su casa y de que supadre no fuese arrendatario de nadie, pues loscuatro campos que trabajaba eran muy suyos.

Sí; podía mirar cuanto quisiera, que novendría. ¿No sabían las otras a quién esperaba?Pues a su novio, el nieto del tío Tomba. ¡Vayaun acomodo! Y las treinta bocas crueles empe-zaron a reír como si mordieran; no porque en-contrasen gran chiste a la cosa, sino por abru-mar a la hija del odiado Batiste.

Y las treinta bocas crueles empezaron areír como si mordieran, no porque encontrasengran chiste a la cosa, sino por abrumar a la hijadel odiado Batiste.

-¡La Pastora!... -dijeron algunas- ¡La Di-vina Pastora!...

Roseta alzó los hombros con expresiónde indiferencia. Esperaba este apodo. Además,las bromas de la fábrica habían embotado sususceptibilidad.

Cargóse el cántaro y subió los peldaños;

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pero en el postrero la detuvo la vocecita mimo-sa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía estasabandija!...

Nunca sería la mujer del nieto del tíoTomba. Era un infeliz, un muerto de hambre;pero muy honrado e incapaz de emparentarcon una familia de ladrones.

Casi soltó su cántaro Roseta. Enrojeció,como si estas palabras, rasgándole el corazón,hubieran hecho subir toda la sangre a su cara, ydespués quedóse blanca, con palidez de muer-te.

-¿Quí es lladre? ¿Quí? (¿Quién es el la-drón? ¿Quién?) -preguntó con una voz temblo-na, que hizo reír a todas las de la fuente.

¿Quién? Su padre. Pimentó, su tío, lo sa-bía bien, y en casa de Copa no se hablaba deotra cosa. ¿Creían que el pasado iba a estaroculto? Habían huído de su pueblo porque losconocían allá demasiado; por eso habían venidoa la huerta a apoderarse de lo que no era suyo.Hasta se tenían noticias de que el señor Batiste

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había estado en presidio por cosas feas...Y así continuó la viborilla, soltando todo

lo oído en su casa y en la vega: las mentirasfraguadas por los perdidos de casa de Copa,toda una urdimbre de calumnias inventadaspor Pimentó, que cada vez se sentía menos dis-puesto a atacar cara a cara a Batiste, y pretendíahostilizarlo, cansarlo y herirlo por medio delinsulto.

La firmeza del padre surgió de prontoen Roseta, trémula, balbuciente de rabia y conlos ojos veteados de sangre. Soltó el cántaro quese hizo pedazos, mojando a las muchachas másinmediatas, que protestaron a coro, llamándolabestia. Pero ¡buena estaba ella para fijarse entales cosas!

-¡Mon pare!... -gritó, avanzando hacia lainsolente-. ¿Mon pare lladre?... Tornau a repetiry et tranque'ls morros (¿Mi padre ladrón?...Vuelve a repetirlo Y te rompo los morros.)

Pero no pudo repetirlo la morenilla,porque antes que llegase a abrir la boca recibió

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un puñetazo en ella, al mismo tiempo que Ro-seta hundía la otra mano en su moño. Instinti-vamente, movida por el dolor, sé agarró tam-bién a los rubios pelos de la hilandera, y duran-te algunos minutos se las vio a las dos encorva-das, lanzando gritos de dolor y rabia, con lasfrentes cerca del suelo, arrastrándose mutua-mente con los crueles tirones que cada una da-ba a la cabellera de la otra. Caían las horquillasal deshacerse las trenzas. Parecían sus opulen-tas cabelleras estandartes guerreros, no flotan-tes y victoriosos, sino enroscados y martiriza-dos por las manos del enemigo.

Pero Roseta, más fuerte o más furiosa,logró desasirse, e iba a arrastrar a su adversa-ria, tal vez a propinarle una zurra interior, puescon la mano libre pugnaba por despojarse deun zapato, cuando ocurrió algo inaudito, irrita-ble, brutal.

Sin acuerdo previo, como si los odios desus familias, las frases y maldiciones oídas ensus barracas surgiesen en ellas de golpe, todas

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cayeron a un tiempo sobre la hija de Batiste. -¡Lladrona! ¡Lladrona!...Desapareció Roseta bajo los amenazan-

tes brazos. Su cara cubrióse de rasguños. Ago-biada por tantos golpes, ni caer pudo, pues lasmismas apreturas de sus enemigas la mantení-an derecha. Pero empujada de un lado a otro,acabó rodando por los resbaladizos escalones, ysu frente chocó contra una arista de la piedra.

¡Sangre!... Fué como una pedrada en unárbol cargado de pájaros. Salieron todas co-rriendo en diversas direcciones, con los cánta-ros en la cabeza, y al poco rato no se veía en lascercanías de la Fuente de la Reina más que a lapobre Roseta, con el pelo suelto, las faldas des-garradas, la cara sucia de polvo y sangre, cami-nando, llorosa, hacia su casa.

¡Cómo gritó de angustia la madre al ver-la entrar y cómo protestó luego al enterarse delo ocurrido! Aquellas gentes eran peores quejudíos! ¡Señor! ... ¡Señor!... ¿Podía ocurrir talcrimen en tierra de cristianos?...

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Ya no les bastaba a los de la huerta conque los hombres molestasen a su pobre Batiste,calumniándolo ante el tribunal para que le im-pusieran multas injustas. Ahora eran sus hijaslas que perseguían a la pobre Roseta como si lainfeliz tuviese culpa alguna. ¿Y todo por qué?...Porque querían vivir trabajando, sin ofender anadie, como Dios manda.

Batiste, al ver a su hija ensangrentada yllorosa, palideció, dando algunos pasos hacia elcamino con la vista fija en la barraca de Pimen-tó, cuya techúmbre asomaba sobre los cañares.

Pero se detuvo y acabó por reñir dulce-mente a Roseta. Lo ocurrido la enseñaría a nopasear por gusto en la huerta. Ellos debían evi-tar todo roce con los demás, no separarse nuncade unas tierras que eran su vida.

Dentro de su casa ya se guardarían losenemigos de venir a buscarlos.

vi

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Era un rumor de avispero, un susurro decolmena, lo que oían mañana y tarde los huer-tanos al pasar frente al Molino de la Cadena,por el camino que va al mar.

Una espesa cortina de álamos cerraba laplazoleta formada por el camino al ensancharseante el amontonamiento de viejos tejados, pa-redes agrietadas y negros ventanucos del moli-no, fábrica antigua y ruinosa, montada sobre laacequia y apoyada en dos gruesos machones,por entre los cuales caía la corriente en espu-mosa cascada.

El ruido lento y monótono que surgíaentre los árboles era el de la escuela de donJoaquín, restablecida en una barraca oculta porla fila de álamos.

Nunca el saber se vió peor alojado; y esoque, por lo común, no habita palacios.

Era una barraca vieja, sin más luz que lade la puerta y la que se colaba por las grietas dela techumbre; las paredes, de dudosa blancura,pues la señora maestra, mujer obesa, que vivía

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pegada a su silleta de esparto, pasaba el díaoyendo y admirando a su esposo; unos cuantosbancos, tres carteles de abecedario mugrientos,rotos por las puntas, pegados al muro con panmascado, y en el cuarto inmediato a la escuela,unos muebles pocos y viejos, que parecíanhaber corrido media España.

En toda la barraca no había más que unobjeto nuevo: la luenga caña que el maestrotenía detrás de la puerta, y que renovaba cadados días en el cañaveral vecino, siendo unafelicidad que el género resultase tan barato,pues se gastaba rápidamente sobre las duras yesquiladas testas de aquellos pequeños salvajes.

Libros, apenas si se veían tres en la es-cuela: una misma cartilla servía a todos. ¿Paraqué más?... Allí imperaba el método moruno:canto y repetición, hasta meter las cosas con uncontinuo martilleo en las duras cabezas.

A causa de esto, desde la mañana hastael anochecer, la vieja barraca soltaba por supuerta una melopea fastidiosa, de la que se

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burlaban todos los pájaros del contorno.-Pa...dre nuestro, que... estás... en los cie-

los... -Santa... María...-Dos por dos..., cuatro...Y los gorriones, los pardillos y las calan-

drias, que huían de los chicos como del demo-nio cuando los veían en cuadrilla por los sende-ros, posábanse con la mayor confianza en losárboles inmediatos, y hasta se paseaban con sussaltadoras patitas frente a la puerta de la escue-la, riéndose con escandalosos gorjeos de susfieros enemigos al verlos enjaulados, bajo laamenaza de la caña, condenados a mirarlos dereojo, sin poder moverse y repitiendo un cantotan fastidioso y feo.

De cuando en cuando enmudecía el coroy sonaba, majestuosa, la voz de don Joaquín,soltando su chorro de sabiduría.

-¿Cuántas son las obras de misericor-dia?...

-Dos por siete, ¿cuántas son?...

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Y rara vez quedaba contento de las con-testaciones.

-Son ustedes unos bestias. Me oyen co-mo si les hablase en griego. ¡Y pensar que lostrato con toda finura, como en un colegio de laciudad, para que aprendan ustedes buenasformas Y sepan hablar como las personas!... Enfin, tienen ustedes a quien parecerse: son tanbrutos como sus señores padres, que ladran, lessobra dinero para ir a la taberna e inventan milexcusas para no darme el sábado los dos cuar-tos que me pertenecen.

Y paseábase indignado, especialmente alquejarse de los olvidos del sábado. Bien se no-taba en el aspecto de su persona, que parecíadividida en dos partes.

Abajo, alpargatas rotas, siempre man-chadas de barro; viejos pantalones de pana,manos escamosas, ásperas, conservando en lasgrietas de la piel la tierra de su huertecito, uncuadrado de hortalizas que tenía frente a labarraca, y muchas veces era lo único que llena-

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ba su puchero. Pero de cintura para arriba mos-trábase el señorío, «la dignidad del sacerdotede la instrucción», como él afirmaba; lo que ledistinguía de toda la gente de las barracas, gu-sarapos pegados al surco: una corbata de colo-res chillones sobre la sucia pechera, bigote canoy cerdoso partiendo su rostro mofletudo yarrebolado, y una gorra azul con visera de hule,recuerdo de uno de los muchos empleos quehabía desempeñado en su accidentada vida.

Esto era lo que le consolaba de su mise-ria; especialmente aquella corbata, adorno quenadie llevaba en todo el contorno y él lucía cualun signo de suprema distinción: algo así comoel Toisón de Oro de la huerta.

La gente de las barracas respetaba a donJoaquín, aunque en lo concerniente a sostenersu miseria anduviese remisa y remolona. ¡Loque aquel hombre había visto!... ¡Lo que llevabacorrido por el mundo!... Unas veces, empleadoferroviario; otras, ayudando a cobrar contribu-ciones en las más apartadas provincias de Es-

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paña; hasta se decía que había estado en Cubacomo guardia civil. En fin: que era un pájarogordo venido a menos.

-Don Joaquín -decía su gruesa mujer,que era la primera en sostenerle el tratamiento-nunca se ha visto como hoy: somos de muybuena familia. La desgracia nos ha traído aquí;pero hemos paleado las onzas.

Y las comadres de la huerta, sin perjuiciode olvidarse alguno que otro sábado de los doscuartos de la escuela, respetaban como un sersuperior a don Joaquín, reservándose un pocode burla para la casaquilla verde con faldonescuadrados que se endosaba los días de fiesta,cuando cantaba en el coro de la iglesia de Albo-raya durante la misa mayor.

Empujado por la miseria, había caído allícon su enorme y blanducha mitad como podíahaber caído en otra parte. Ayudaba al secreta-rio del pueblo cercano en los trabajos extraor-dinarios, preparaba con hierbas, de él tan sóloconocidas, ciertos cocimientos que operaban

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milagros en las barracas. Todos reconocían queaquel tío sabía mucho, y sin título de maestro nimiedo a que nadie se acordase de el para qui-tarle una escuela que no daba ni para pan, ibalogrando, a fuerza de repeticiones y cañazos,que deletreasen y permanecieran inmóvilestodos los pillos de cinco a diez años que en díasde fiesta apedreaban a los pájaros, robaban lafruta y perseguían a los perros en los caminosde la huerta.

¿De dónde era el maestro? Todas las ve-cinas lo sabían: de muy lejos, de allá de la chu-rrería. Y en vano se pedían más explicaciones,pues para la ciencia geográfica de la huertatodo el que no habla valenciano es de la churre-ría.

No eran flojos los trabajos sufridos pordon Joaquín para hacerse entender de sus dis-cípulos y que no reculasen ante el idioma caste-llano. Los había de ellos que llevaban dos me-ses en la escuela y abrían desmesuradamentelos ojos y se rascaban el cogote sin entender lo

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que el maestro quería decirles con unas pala-bras jamás oídas en su barraca.

¡Cómo sufría el pobre señor! ¡El, que ci-fraba los triunfos de la enseñanza en su finura,en su distinción de modales, en lo bien habladoque era, según declaración de su esposa!

Cada palabra que SUs discípulos pro-nunciaban mal -y no decían bien una sola- lehacía dar bufidos y levantar las manos con in-dignación hasta tocar el ahumado techo de suvivienda. Estaba orgulloso de la urbanidad conque trataba a sus discípulos.

-Esta barraca hUmilde, -decía a los trein-ta chicuelos que se apretaban y empujaban enlos estrechos bancos, oyéndolo aburridos y te-merosos de la caña- la deben mirar ustedes co-mo si fuese el templo de la cortesía y la buenacrianza. ¡QUé digo el templo! Es la antorchaque brilla y disuelve las sombras de barbarie deesta huerta. Sin mí, ¿qué serían ustedes? Unasbestias, y perdonen la palabra; lo mismo quesus señores padres a los que no quiero ofender.

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Pero con la ayuda de Dios, han de salir ustedesde aquí como personas cumplidas, sabiendopresentarse en cualquier parte, ya que han te-nido la buena suerte de encontrar un maestrocomo yo. ¿No es así?...

Y los muchachos contestaban con furio-sas cabezadas, chocando algunos la testa con ladel vecino, y hasta su mujer, conmovida por lodel templo y la antorcha, cesaba de hacer mediay echaba atrás la silleta de esparto para envol-ver a su esposo en una mirada de admiración.

Interpelaba a toda aquella pillería roño-sa, de pies descalzos y faldones al aire, condesmesurada urbanidad.

-A ver, señor de Llopis, levántese usted.Y el señor de Llopis, un granuja de siete

años, con el pantalón a media pierna, sostenidopor un tirante, echábase del banco abajo y secuadraba ante el maestro, mirando de reojo latemible caña.

-Hace un rato que le veo a usted hur-gándose las narices Y haciendo pelotillas. Vicio

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feo, señor de Llopis; crea usted a su maestro.Por esta vez pase, porque es usted aplicado ysabe la tabla de multiplicar; pero la sabiduría espoca cosa cuando no va acompañada por labuena crianza. No olvide usted esto, señor deLlopis.

Y el de las pelotillas lo aprobaba todo,contento con salir de la advertencia sin cañazo,cuando otro grandullón que estaba a su lado enel banco y debía guardar antiguos resentimien-tos, al verlo en pie y con las posaderas libres, leaplicó en ellas un pellizco traidor.

-¡Ay! ¡Ay!... Siñor maestro -gritó el mu-chacho-. Morros d'aca me pellisca.

¡Qué explosión de cólera la de don Joa-quín! Lo que más le irritaba era la afición de losmuchachos a llamarse por los apodos de suspadres y aun a fabricarlos nuevos.

-¿Quién es Morros d'aca?... El señor dePeris, querrá usted decir. ¡Qué modo de hablar.Dios mío! Parece que esto sea una taberna... ¡Sia lo menos hubiese usted dicho Morros de jaca!

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Descrísmese usted enseñando a estos imbéciles.Brutos!...

Y, enarbolando la caña, empezó a sono-ros golpes: al uno, por el pellizco, y al otro, por«impropiedad de lenguaje», como decía, bu-fando, don Joaquín sin parar en sus cañazos.Tan a ciegas iban los golpes que los demás seapretaban en los bancos, cabeza en el hombrodel vecino; y a un chiquitín, el hijo pequeño deBatiste, asustado por el estrépito de la caña, sele fue el cuerpo.

Esto amansó al profesor y le hizo reco-brar su perdida maj¡estad, mientras el apaleadoauditorio se tapaba las narices.

-Doña Pepa -dijo a su mujer-, llévese us-ted al señor de Borrull, que está indispuesto, ylímpielo detrás de la escuela.

Y la mujerona que tenía cierto afecto alos tres hijos de Batiste porque pagaban todoslos sábados, agarró de una mano al señor deBorrull, el cual salió de la escuela balanceándo-se sobre las tiernas piernecitas, llorando todavía

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el susto y enseñando algo más que el faldónpor la abertura trasera de los calzones.

Pasados estos incidentes, volvía otra vezla lección cantada, y la arboleda parecía estre-mecerse de fastidio al ta mizar entre sus rama-jes este monótono sonsonete.

Algunas tardes oíase un melancólico sonde esquilas, y toda la escuela se agitaba de con-tento. Era el rebaño del tío Tomba, que seaproximaba. Todos sabían que llegando el viejocon su ga nado abía un par de horas de asueto.

Si parlanchín era el pastor, no le íba enzaga el maestro. Ambos emprendían una in-terminable conversación, Y los discípulosabandonaban los bancos Para oírlos de cerca oiban a jugar con las ovejas, que rumiaban lahierba d los ribazos cercanos.

A don Joaquín le inspiraba gran simpa-tía el viejo. Había corrido mundo, tenía la defe-rencia de hablarle siempre en castellano, eraentendido en hierbas medicinales, sin arreba-tarle por esto sus clientes; en fin: que resultaba

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la única persona de la huerta capaz de alternarcon él.

La aparición era siempre igual. Primerollegaban las ovejas a la puerta dé la escuela,metían la cabeza, husmeaban, curiosas, e ibanretirándose con cierto desprecio, convencidasde que allí no había más pasto que el intelec-tual, y valía poco. Después se presentaba el tíoTomba, caminando con seguridad por aquellatierra conocida pero con el cayado por delante,único auxilio de sus moribundos ojos.

Sentábase en el banco de ladrillos inme-diato a la puerta, y el maestro Y el pastorhablaban, admirados en silencio por doña Jose-fa y los demas grandecitos de la escuela, quelentamente se iban aproximando para formarcorro.

El tío Tomba, que hasta por las sendasiba siempre conversando con sus ovejas, habla-ba al principio con lentitud, como hombre queteme revelar su defecto; pero la charla delmaestro iba enardeciéndolo, y no tardaba en

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lanzarse en el inmenso mar de sus eternas his-torias. Lamentábase de lo pésimamente que vaEspaña, repetía las noticias de los que veníande la ciudad, abominaba de los malos Gobier-nos, que tienen la culpa de las malas cosechas,y acababa por decir lo de siempre.

-Aquellos tiempos, don Joaquín..., aque-llos tiempos míos eran otros. Usted no los haconocido; pero también los de usted eran mejo-res que éstos. Vamos cada vez peor... ¡Lo queverá¡ toda esa gente menuda cuando seanhombres!

Ya se sabía que esto era el exordio de suhistoria.

-¡Si usted nos hubiera visto a los de lapartida del Flaire! -el pastor nunca pudo decirfraile-Aquéllos eran españoles; ahora sólo hayguapos en casa de Copa. Yo tenía dieciochoaños, un morrión con un águila de cobre, que lequité a un muerto, y un fusil más grande queyo. ¡Y el Flaire!... ¡Qué hombre! Ahora hablandel general tal y del cual. ¡Mentira, todo menti-

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ra! ¡Donde estaba el padre Nevot no podía exis-tir otro! Había que verlo con el hábito arreman-gado, sobre su jaca, con sable corvo y pistolas.¡Lo que corríamos! Unas veces aquí; otras, en laprovincia de Alicante; después, por cerca deAlbacete; siempre nos iban pisando los talones;pero nosotros, francés que pillábamos, lohacíamos polvo. Aún me parece que los veo:Musiú..., pardón! Y yo, ¡zas, zas!, bayonetazolimpio.

El arrugado viejo se erguía, sus morteci-nos ojos brillaban como débiles pavesas; movíael cayado cual si aún estuviese pinchando a losenemigos. Luego venían los consejos; detrás delviejo bondadoso levantábase el hombre feroz,de entrañas duras, formado en una guerra sincuartel. Hacíanse visibles sus fieros instintos,petrificados en plena juventud, e insensibles alpaso del tiempo. Hablaba en valenciano a losmuchachos, regalándoles el fruto de su expe-riencia. Debían creerlo a él, que había visto mu-cho. En la vida, paciencia para vengarse del

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enemigo; aguardar la pelota, y cuando vienebien, jugarla con fuerza. Y al dar estos consejosferoces guiñaba sus ojos, que en el fondo de lasprofundas órbitas parecían estrellas moribun-das próximas a extinguirse. Delataba con sumalicia senil un pasado de luchas en la huerta,de emboscadas y astucias, un completo despre-cio por la vida de sus semejantes.

El maestro, temeroso de que esto que-brantase la moral de su gente, cambiaba el cur-so de la conversación hablando de Francia, elgran recuerdo del tío Tomba.

Era tema para muchas horas. Conocíaaquel país como si hubiese nacido en él. Alrendirse Valencia al mariscal Suchet, lo habíanllevado prisionero, con unos cuantos miles más,a una gran ciudad: Tolosa de Francia. Y mez-claba en la conversación, horriblemente desfi-gurada, las palabras francesas que aún podíarecordar después de tantos años. ¡Qué país!Allá los hombres van con unos sombreros blan-cos y felpudos, casacas de color con los cuellos

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hasta el cogote, botas altas como las de la Caba-llería; las mujeres, con unas faldas como fundasde flauta, tan estrechas, que se les marca todo loque queda dentro. Y así seguía hablando de lostrajes y costumbres del tiempo del Imperio,imaginándose que aún subsistía todo, y laFrancia de hoy era como a principios de siglo.

Mientras detallaba sus recuerdos, elmaestro y su mujer lo oían atentamente, y al-gunos muchachos, abusando del inesperadoasueto, iban alejándose de la barraca, atraídospor las ovejas, qÚe huían de ellos como deldemonio. Las tiraban del rabo, cogíanlas de laspiernas, obligándolas a andar con las patas de-lanteras; las hacían rodar por los ribazos o in-tentaban cabalgarlas, colocándose de un saltosobre sus sucios vellones. Y los pobres animalesen vano protestaban con tiernos balidos, puesno los oía el pastor, ocupado en relatar confruición la agonía del último francés matadopor él.

-¿Y como cuántos cayeron? -preguntaba

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el maestro al final del relato.-Cuestión de ciento veinte o ciento trein-

ta. No recuerdo bien.El matrimonio se miraba, sonriendo.

Desde la última conversación había aumentadoveinte franceses. Según pasaban los años, seagrandaban sus hazañas y el número de vícti-mas.

Los quejidos del rebaño llamaban, fi-nalmente, la atención del maestro.

-Señores míos -gritaba a los audaces dis-cípulos, al mismo tiempo que requería la caña-,todos aquí. ¿Se imaginan que no hay más quepasar el día divirtiéndose?... En este centro setrabaja.

Y para demostrarlo con el ejemplo, mo-vía la caña que era un gusto, introduciendo agolpes en el redil de la sabiduría a todo el reba-ño de pilletes juguetones.

-Con permiso de usted, tío Tomba: hacemás de dos horas que estamos hablando. Tengoque continuar la lección.

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Y mientras el pastor, despedido cortés-mente, guiaba sus ovejas hacia el molino, pararepetir allí sus historias, empezaba de nuevo enla escuela el canturreo de la tabla de multipli-car, que era para los discípulos de don Joaquínel gran alarde de sabiduría.

A la caída del sol soltaban los mucha-chos su último cántico, dando gracias al Señorporque los había asistido con sus luces, y reco-gía cada cual el saquillo de la comida, puescomo las distancias en la huerta no eran pocacosa, los chicos salían por la mañana de susbarracas con provisiones para pasar el día en laescuela. Esto hacía decir a algunos enemigos dedon Joaquín que el maestro era aficionado acastigar a sus discípulos mermándoles la ra-ción, para subsanar de este modo las deficien-cias de la cocina de doña Pepa.

Los viernes, al salir de la escuela, escu-chaban invariablemente todos ellos el mismodiscurso.

-Señores míos, mañana es sábado. re-

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cuérdenlo ustedes a sus señoras madres yháganles saber que el que mañana no traiga losdos cuartos no entrará en la escuela. A usted selo digo especialmente, señor de... tal, y a usted,señor de... cual -y así soltaba una docena denombres-. Tres semanas que no traen ustedes elestipendio prometido, y así no es posible lainstrucción, ni puede procrear la ciencia, nicombatirse con desahogo la barbarie nativa deestos campos. Yo lo pongo todo: mi sabiduría,mis libros -y miraba las tres cartillas, que ibarecogiendo su mujer cuidadosamente paraguardarlas en la vieja cómoda-, y ustedes notraen nada. Lo dicho: el que mañana llegue conlas manos vacías, no pasará de esa puerta. Avi-so a las señoras madres.

Formaban los muchachos por parej¡as,cogidos de la mano -lo mismo que en los cole-gios de Valencia; ¿qué se creían algunos?-, ysalían de la barraca, besando antes la diestraescamosa de don Joaquín y repitiendo todos decorrido al pasar junto a él:

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-¡Usted lo pase bien! ¡Hasta mañana, siDios quiere!

Acompañábalos el maestro hasta la pla-zoleta del molino, que era una estrella de cami-nos y sendas, y allí deshacíase la formación enpequeños grupos, alejándose hacia distintospuntos de la vega.

-¡Ojo, señores míos, que yo los vigilo! -gritaba don Joaquín como última advertencia-.Cuidado con robar fruta, hacer pedreas o saltaracequias. Yo tengo un pájaro que todo me locomunica; y si mañana sé algo malo andará lacaña suelta como un demonio.

Y, plantado en la plazoleta, seguía mu-cho rato con la vista al grupo más numeroso,que se alejaba camino de Alboraya.

Estos discípulos eran los que pagabanmejor. Iban entre ellos los tres hijos de Batiste,para los cuales se convertía muchas veces elcamino en una calle de Amargura.

Cogidos los tres de la mano, procurabanandar a la zaga de los otros muchachos, que,

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por ser de las barracas inmediatas a la suya,sentían el mismo odio de sus padres contraBatiste y su familia, y no perdían ocasión demolestarlos.

Los dos mayorcitos sabían defenderse, ycon arañazo más o menos, hasta salían en cier-tas ocasiones vencedores. Pero el más pequeño,Pascualet, un chiquillo regordete y panzudo,que sólo tenía cinco años, y a quien adoraba lamadre por su dulzura y su mansedumbre,prometiéndose hacerlo capellán, lloraba apenasveía a sus hermanos enzarzados en terrible pe-lea con los otros condiscípulos.

Muchas veces los dos mayores llegabana su casa sudorosos y llenos de polvo, como sise hubieran revolcado en el camino, con lospantalones rotos y la camisa desgarrada, Eranlas señales del combate; el pequeño lo contabatodo, llorando. Y la madre tenía que curar aalguno de los mayores aplicándole una piezade dos cuartos bien apretada sobre el chichónlevantado por una piedra traidora.

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Alborotábase Teresa al conocer los aten-tados de que eran objeto sus hijos, y como mu-jer ruda y valerosa nacida en el campo, sólo setranquilizaba oyendo que los suyos habían sa-bido defenderse, dejando al enemigo malpara-do.

¡Por Dios, que cuidasen de Pascualet an-te todo!... Y el hermano mayor, indignado porlos relatos de los pequeños, prometía una pali-za a toda la garrapata enemiga cuando la en-contrase en las sendas.

Todas las tardes, apenas don Joaquínperdía de vista al grupo, empezaban las hosti-lidades.

Los enemigos, hijos o sobrinos de losque en la taberna juraban acabar con Batiste,iban acortando el paso para hacer menor ladistancia entre ellos y los tres hermanos.

Aún sonaban en sus oídos las palabrasdel maestro: la amenaza del maldito pájaro quetodo lo veía Y todo lo contaba. Algunos se reíanincrédulamente, pero de dientes afuera. ¡Aquel

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tío sabía tanto!...Pero según se iban alejando amortiguá-

banse las amenazas del maestro. Comenzabanpor caracolear en torno a los tres hermanos, aperseguirse riendo -pretexto malicioso inspira-do por la instintiva hipocresía de la infancia-,para empujarlos al pasar, con el santo deseo dearrojarlos en la acequia que bordea el camino.

Después, cuando estaba agotada sin éxi-to alguno esta maniobra, iniciaban los pescozo-nes y repelones a todo correr.

-¡Lladres! ¡Lladres!Y, lanzándoles este insulto, les tiraban

de la oreja y se alejaban trotando, para retroce-der un poco más allá y repetir las mismas pala-bras.

Esta calumnia, inventada por los enemi-gos de su padre, era lo que más enfurecía a losmuchachos. Los dos mayores abandonaban aPascualet, que se refugiaba lloriqueante detrásde un árbol, agarraban piedras Y entablábaseuna batalla en medio del camino.

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Silbaban los guijarros entre las ramas,haciendo caer una lluvia de hojas y rebotandocontra los troncos y ribazos; los perros barra-queros salían con ladridos feroces, atraídos porel estrépito de la lucha, y las mujeres, en laspuertas de sus casas, levantaban los brazos alcielo, gritando indignadas:

-¡Condenats! ¡Dimonis!...Estos escándalos indignaban a don Joa-

quín y le hacían mover su caña inexorable aldía siguiente. ¡Qué dirían de su escuela, templode la buena crianza!...

La lucha no tenía fin hasta que pasabaalgún carretero que enarbolaba el látigo, o salíade las barracas algún viejo, garrote en mano.Los agresores huíian, se desbandaban, Y, arre-pentidos de su hazaña al verse solos, pensabanaterrados, con el fácil cambio de impresiones dela infancia, en aquel pájaro que lo sabía todo yen lo que les guardaba don Joaquín para el díasiguiente.

Mientras tanto, los tres hermanos seguí-

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an su camino, rascándose las descalabradurasde la lucha.

Una tarde, la pobre mujer de Batiste ape-ló a gritos a Dios y a los santos viendo el estadoen que llegaban sus pequeños.

Aquel día la batalla había sido dura. ¡Ahlos bandidos! Los dos mayores estaban magu-llados; era lo de siempre: no había que hacercaso. Pero el pequeñín, el Obispo, como cariño-samente le llamaba su madre, estaba mojado depies a cabeza, y lloraba temblando de miedo yde frío.

La feroz pillería lo había arrojado en unaacequia de aguas estancadas, y de allí lo saca-ron sus hermanos cubierto de légamo nausea-bundo.

Teresa lo acostó en su cama al ver que elpobrecito seguía temblando entre sus brazos,agarrándose a su cuello y murmurando con vozsemejante a un balido:

-¡Mare! ¡Mare!...La madre reanudó sus lamentaciones.

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-¡Señor, dadnos paciencia!Toda aquella gentuza, grandes y chicos,se habían propuesto acabar con la fami-lia.

VII

Triste Y ceñudo, como si fuese a un en-tierro, emprendió Batiste el camino de Valenciaun jueves por la mañana. Era día de mercadode animales en el cauce del río, y llevaba en lafaja, como una gruesa protuberancia, el saquitode arpillera con el resto de sus ahorros.

Llovían desgracias sobre la barraca. Sólofaltaba que se derrumbase su techumbre enci-ma de ellos, aplastándolos a todos... ¡Qué gen-te! ¡Dónde se había metido!...

El chiquitín, cada vez peor, temblandode fiebre en los brazos de su madre, que llorabaa todas horas, y visitado dos veces al día por elmédico. En resumen: una enfermedad que iba acostarle doce o quince duros: ¡como quien dice

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nada!El mayor, Batistet, apenas si podía ir

más allá de sus campos. Aún tenía la cabezaenvuelta en trapos y la cara cruzada de chirlos,luego del descomunal combate que una maña-na sostuvo en el camino con otros de su edadque iban, como él, a recoger estiércol en Valen-cia. Todos los feinaters del contorno se habíanunido contra Batiste, y el pobre muchacho nopodía asomarse al camino.

Los dos pequeños ya no iban a la escuelapor miedo a las peleas que debían sostener alregreso.

Y Roseta, ¡pobre muchacha!, era la quese mostraba más triste.

El padre, con gesto fosco y severas ojea-das, le recordaba mudamente que debía mos-trarse indiferente, ya que sus penas eran unatentado a su autoridad paternal. Pero, a solas,el buen Batiste lamentaba la tristeza de la pobremuchacha. El también había sido joven y sabíacuán pesadas resultan las penas del querer.

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Todo se había descubierto. Después dela famosa riña en la Fuente de la Reina, la huer-ta entera estuvo varios días hablando de losamores de Roseta con el nieto del tío Tomba.

El carnicero de Alboraya bufó de corajecontra su criado. ¡Ah grandísimo pillo! Ahoracomprendía por qué olvidaba sus deberes, porqué perdía las tardes vagando por la huertacomo un gitano. El señor se permitía tener no-via, como si fuese un hombre capaz de mante-nerla. ¡Y qué novia, santo Dios! No había másque oír a los parroquianos cuando parloteabanante su mesa. Todos decían lo mismo: se extra-ñaban de que un hombre como él, religioso,honrado y sin otro defecto que robar algo en elpeso, permitiera que su criado acompañase a lahija del enemigo de la huerta, de un hombremalo, del cual se afirmaba que había estado enpresidio.

Y como todo esto, en concepto del ven-trudo patrón, era una deshonra para su estable-cimiento, al escuchar las murmuraciones de las

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comadres volvía a enfurecerse, amenazandocon su cuchilla al tímido criado, o increpaba altío Tomba para que corrigiese al pillete de sunieto.

Total: que el carnicero despidió al mu-chacho, y su abuelo le buscó colocación en Va-lencia, en casa de otro cortante, rogando que nole concediesen libertad ni aun en días de fiesta,para que no volviera a esperar en el camino a lahija de Batiste.

Tonet partió sumiso, con los ojos húme-dos, como uno de los borregos que tantas veceshabía llevado a rastras hasta el cuchillo delamo. No volvería más a la huerta. En la barracaquedaba la pobre muchacha, ocultándose en suestudi para gemir, haciendo esfuerzos para nomostrar su dolor ante la madre, que, irritadapor tantas contrariedades, se mostraba intrata-ble, y ante el padre, que hablaba de hacerlapedazos si volvía a tener novio y daba quehablar con ello a los enemigos del contorno.

Al pobre Batiste, tan severo y amenaza-

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dor, lo que más le dolía de todas sus desgraciasera el desconsuelo de la muchacha, falta deapetito, amarillenta, ojerosa, haciendo esfuer-zos por mostrarse indiferente, sin dormir ape-nas, lo que no impedía que todas las mañanasmarchase puntualmente a la fábrica, con unavaguedad en las pupilas reveladora de que supensamiento rodaba lejos, de que estaba so-ñando por dentro a todas horas.

¿Eran posibles más desgracias?... Sí, aúnquedaban otras. En aquella barraca, ni las bes-tias se libraban de la atmósfera envenenada deodio que parecía flotar sobre su techumbre. Alque no lo atropellaban, le hacían, sin duda, malde ojo, y por eso su pobre Morrut, el caballoviejo, un animal que era como de la familia, quehabía arrastrado por los caminos el pobre ajuarY los chicos en las peregrinaciones de la mise-ria, se iba debilitando poco a poco en el establonuevo, el mejor alojamiento durante su largavida de trabajo.

Se portó como persona honrada en la

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época peor, cuando, recién establecida la fami-lia en la barraca, había que arar la tierra maldi-ta, petrificada por diez años de abandono;cuando había que hacer continuos viajes a Va-lencia en busca del cascote de derribos y lasmaderas viejas; cuando el pasto no era muchoY el trabajo abrumante. Y ahora que, frente alventanuco de la cuadra, se extendía un grancampo de hierba fresca, erguida y ondeante,toda para él; ahora que tenía la mesa puesta,con aquel verde y jugoso mantel que olía a glo-ria; ahora que engordaba, se redondeaban susancas puntiagudas y su dorso nudoso, moría derepente, sin saber de qué, tal vez en uso de superfecto derecho al descanso, después de sacara flote a la familia.

Se acostó un día sobre la paja, negándo-se a salir, mirando a Batiste con ojos vidriosos yamarillentos que hacían expirar en los labiosdel amo los votos y amenazas de la indigna-ción. Parecía una persona el pobre Morrut; Ba-tiste, al recordar su mirada, sentía muchas ve-

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ces deseos de llorar. La barraca sufrió unaconmoción, y tal desgracia hasta hizo que lafamilia olvidase momentáneamente al pobrePascualet, que temblaba de fiebre en la cama.

Lloró la mujer de Batiste. Aquel animal,alargando su manso hocico, había visto venir almundo a casi todos sus hijos. Aún recordabaella, como si fuera ayer, cuando lo compraronen el mercado de Sagunto, pequeño, sucio, lle-no de costras y asquerosidades, como un jacode desecho. Era alguien de la familia que se iba.Y cuando unos tíos repugnantes llegaron en uncarro para llevarse su caballo a la Caldera (Lu-gar donde son incinerados los animales muer-tos para aprovechar los huesos), donde conver-tirían su esqueleto en huesos de pulida brillan-tez y sus carnes en abono fecundizante, llora-ban los chicos, gritando desde la puerta unadiós interminable al pobre Morrut, que se ale-jaba con las patas rígidas y la cabeza balancean-te, mientras la madre, como si tuviese un horri-ble presentimiento, se arrojaba con los brazos

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abiertos sobre el enfermito.Recordaba a sus hijos cuando se intro-

ducían en la cuadra para tirar de la cola al Mo-rrut, y cómo el animal sufría con dulce pasivi-dad todos los juegos de los chicos. Veía al pe-queñín cuando lo colocaba su padre sobre ladura espina del animal, golpeando con sus pie-cecitos los lustrosos flancos y gritando: «¡Arre,arre!», con infantil balbuceo. Con la muerte deesta pobre bestia creía Teresa que iba a quedarabierta una brecha en la familia por donde seirían otros. ¡Señor, que Le engañasen sus pre-sentimientos de madre dolorosa; que fuese sóloeste sufrido animal el que se iba; que no se lle-vase sobre sus lomos al pobre chiquitín caminodel Cielo, como en otros tiempos le llevaba porlas sendas de la huerta agarrado a sus crines, apaso lento, para no derribarlo!

Y el pobre Batiste, con el pensamientoocupado por tantas desgracias, barajando en suimaginación el niño enfermo, el caballo muerto,el hijo descalabrado y la hija con su reconcen-

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trado Pesar, llegó a los arrabales de la ciudad ypasó el puente de Serranos.

Al extremo del puente, en una planicieentre dos jardines, frente a las ochavadas torresque asomaban sobre la arboleda sus arcadasojivales, sus barbacanas y la corona de sus al-menas, se detuvo Batiste, pasándose las manosPor el rostro. Tenía que visitar a los amos, loshijos de don Salvador, a Pedirles a préstamo unpiquillo para completar la cantidad que iba acostarle la compra de un rocín que sustituyeseal Morrut. Y como el aseo es el lujo del pobre,se sentó en un banco de Piedra, esperando quele llegara el turno para limpiarse de unas bar-bas de dos semanas, punzantes y duras comopúas, que ennegrecían su cara.

A la sombra de los altos plátanos fun-cionaban las peluquerías de la gente huertana,los barberos de cara al sol. Un par de sillonescon asiento de esparto y brazos pulidos por eluso, un anafe en el que hervía el puchero delagua, los Paños de dudoso color y unas navajas

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melladas, que arañaban el duro cutis de losparroquianos con rascones espeluznantes, cons-tituían toda la fortuna de estos establecimientosal aire libre.

Muchachos cerriles que aspiraban a sermancebos en las barberías de la ciudad hacíanallí sus primeras armas. Y mientras se amaes-traban infiriendo cortes o Poblando las cabezasde trasquilones y peladuras, el amo daba con-versación a los parroquianos sentados en elbanco del paseo, o leía en alta voz un periódicoa este auditorio, que con la quijada en ambasmanos, escuchaba impasible.

A los que se sentaban en el sillón de lostormentos pasábanles un pedazo de jabón depiedra por las mejillas, y frota que frota, hastaque levantaba espuma. Después venía el nava-jeo cruel, los cortes, que aguantaba firmementeel cliente con la cara manchada de sangre. Unpoco más allá sonaban las enormes tijeras encontinuo movimiento, pasando y repasandosobre la redonda testa de algún mocetón Pre-

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sumido, que quedaba esquilado como Perro deaguas; el colmo de la elegancia: larga greñasobre la frente y la media cabeza atrás cuidado-samente rapada.

Batiste fué afeitado con bastante suerte,mientras escuchaba, hundido en el sillón deesparto y teniendo los ojos entornados, la lectu-ra del maestro, hecha con voz nasal y monóto-na, sus comentarios y glosas de hombre expertoen la cosa pública. No sacó más que tres raspa-duras y un corte en la oreja. Otras veces habíasido más. Dió su medio real, y se metió en laciudad por la puerta de Serranos.

Dos horas después volvió a salir, y sesentó en el banco de piedra, entre el grupo delos parroquianos, para oír otra vez al maestromientras llegaba la hora del mercado.

Los amos acababan de prestarle el piqui-llo que le faltaba para la compra del rocín. Aho-ra lo importante era tener buen ojo para esco-ger; serenidad Para no dejarse engañar por laastuta gitanería, que pasaba ante él con sus bes-

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tias, descendiendo luego por una rampa al cau-ce del río.

Las once. El mercado debía de estar ensu mayor animación. Llegaba hasta Batiste elconfuso rumor de un hervidero invisible; subí-an los relinchos y las voces desde el fondo delcauce. Dudaba, permanecía quieto, como el quedesea retrasar el momento de una resoluciónimportante, y, al fin, se decidió a bajar al mer-cado.

El cauce del Turia estaba, como siempre,casi seco. Algunas vetas de agua, escapadas delos azudes y presas que refrescan la vega, ser-penteaban, formando curvas e islas en un suelopolvoriento, ardoroso, desigual, que más pare-cía de desierto africano que lecho de un río.

A tales horas estaba todo él blanco desol, sin la menor mancha de sombra.

Los carros de los labriegos, con sus tol-dos claros, formaban un campamento en el cen-tro del cauce, y a lo largo de la ribera, puestasen fila, estaban las bestias a la venta: mulas ne-

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gras y coceadoras, con rojos caparazones y an-cas brillantes, agitadas por nerviosa inquietud;caballos de labor, fuertes, pero tristes, cual sier-vos condenados a eterna fatiga, mirando consus ojos vidriosos a todos los que pasaban, co-mo si adivinasen al nuevo tirano, y pequeñas yvivarachas jacas, hiriendo el Polvo con sus cas-cos, tirando del ronzal que las mantenía atadasal muro.

Junto a la rampa de bajada estaban losanimales de desecho; asnos sin orejas, de pelosucio y asquerosas pústulas; caballos tristes,cuyo pellejo parecía agujerearse con lo angulo-so de la descarnada osamenta; mulas cegatas,con cuello de cigüeña; toda la miseria del mer-cado, los náufragos del trabajo, que, con el cue-ro rayado a palos, el estómago contraído y lasexcoriaciones inflamadas por las moscas verdo-sas y panzudas, esperaban la llegada del con-tratista de las corridas de toros o del mendigo,que aún sabría utilizarlos.

Junto a las corrientes de agua, en el cen-

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tro del cauce y en las riberas, que la humedadhabía cubierto de una débil capa de césped,trotaban las manadas de potros sin domar, alaire la luenga crin, arrastrando la cola por elsuelo. Más allá de los puentes, al través de susarcos de piedra, veíanse los rebaños de toros,con las patas encogidas, rumiando tranquila-mente la hierba que les arrojaban los pastores, oandando perezosamente por el suelo abrasado,sintiendo nostalgia de las frescas dehesas, plan-tándose fieramente cada vez que los chicuelosles silbaban desde los pretiles.

La animación del mercado iba en au-mento. En torno a cada caballería cuya venta seestaba ajustando se formaban grupos de gesti-culantes y parlanchines labriegos en mangas decamisa, con una vara de fresno en la diestra.Los gitanos, secos, bronceados, de zancas largasy arqueadas, zamarra con remiendos y gorra depelo, bajo la cual brillaban sus ojos con res-plandor de fiebre, hablaban sin cesar, echandosu aliento a la cara del comprador como si qui-

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sieran embaucarle e hipnotizarle.-Pero fíjese usted bien en la jaca. Repare

en sus líneas... ¡Si parece una señorita!Y el labriego, insensible a las melosida-

des gitanas, encerrado en sí mismo, pensativo einerte, miraba al suelo, miraba a la bestia, serascaba el cogote, y acababa diciendo con ener-gía de testarudo:

-Bueno; pues no done més (Bueno; puesno doy más).

Para concertar los chambos y solemnizarlas ventas buscábase el amparo de un sombrajo,bajo el cual una mujerona vendía bollos ador-nados por las moscas o llenaba pegajosas copascon el contenido de media docena de botellasalineadas sobre una mesa de cinc.

Batiste pasó y repasó varias veces entrelas bestias, sin hacer caso de los vendedoresque le asediaban adivinando su intención.

Ninguna le gustaba. ¡Ay, pobre Morrut!¡Cuán difícil era encontrarle un sucesor! De noverse acosado por la necesidad, se hubiera ido

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sin comprar; creía ofender al difunto fijando suatención en aquellas bestias antipáticas.

Al fin se detuvo ante un rocín blanco, nomuy gordo ni lustroso, con algunas rozadurasen las piernas y cierto aire de cansancio; unabestia de trabajo que, no obstante su aspecto deabrumamiento, parecía fuerte y animosa.

Apenas pasó una mano por las ancas delrocín, apareció junto a éste un gitano, obsequio-so, campechanote, tratándole como si le cono-ciese toda su vida.

-Es un animal de perlas; bien se ve queusted conoce las buenas bestias... Y barato: meparece que no reñiremos... ¡Monote!, sácalo depaseo, para que vea el señor con qué garbo bra-cea.

Y el aludido Monote, un gitanillo con eltrasero al aire por las roturas del pantalón y lacara llena de costras, cogió al caballo del ronzalY salió corriendo por los altibajos de arena,seguido de la pobre bestia, que trotaba displi-cente, como fatigada de una operación tantas

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veces repetida.Corrió la gente curiosa, agrupándose en

torno a Batiste y al gitano, que seguían con susmiradas la marcha del animal. Cuando volvióMonote con el caballo, el labriego lo examinódetenidamente. Metió sus dedos entre la amari-llenta dentadura, pasó sus manos por las ancas,levantó sus cascos para inspeccionarlos, lo re-gistró cuidadosamente entre las piernas.

-Mire usted, mire usted -decía el gitano-,que para eso está... Más limpio que la patena.Aquí no se engaña a nadie: todo natural. No searreglan los animales, como hacen otros, quedesfiguran un burro en un santiamén. Lo com-pré la semana pasada y ni me he cuidado dearreglarle esas cosillas que tiene en las piernas.Ya ha visto usted con qué salero bracea... ¿Ytirar de un carro?... Ni un elefante tiene su em-puje. Ahí en el cuello, verá usted las señales.

Batiste no parecía descontento del exa-men: pero hizo esfuerzos por mostrarse disgus-tado, valiéndose de mohínes Y toses. Sus infor-

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tunios como carretero le habían hecho conocerlas bestias, y se reía interiormente de algunoscuriosos que, influídos por el mal aspecto delcaballo, discutían con el gitano, diciendo quesólo era bueno para enviarlo a la Caldera. Suaspecto triste Y cansado era el de los animalesde trabajo que obedecen con resignación mien-tras pueden sostenerse.

Llegó el momento decisivo. Se quedaríacon él... ¿Cuánto?-Por ser para usted, que es un amigo -

dijo el gitano, palmeándole en la espalda-; porser para usted, persona simpática que sabrátratar bien a esta prenda.... lo dejaremos en cua-renta duros, y trato hecho.

Batiste aguantó el disparo con calma,como hombre acostumbrado a tales discusio-nes, y sonrió socarronamente.

-Bueno; pos por ser tú, rebajaré poco.¿Quieres veintisinco?El gitano extendió sus brazos con teatral

indignación, retrocedió algunos pasos, se arañó

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la gorra de pelo e hizo toda clase de extremosgrotescos para expresar su asombro.

-¡Mare de Dios! ¡Veinticinco duros!... Pe-ro ¿se ha fijado usted en el animal? Ni robao selo podría dar a tal precio.

Pero Batiste a todas sus lamentacionescontestaba siempre lo mismo:-Veintisinco..., ni un chavo más.Y el gitano, apuradas Sus razones, queno eran pocas, apeló al supremo argu-mento:-Monote..., saca el animal..., que el señorse fije bien.Y allá fue Monote otra vez, trotando y ti-

rando del ronzal delante del pobre caballo, ca-da vez más aburrido de tantos paseos.

-¡Qué meneo!, ¿eh? -dijo el gitano- ¡Siparece una marquesa en un baile! ¿Y eso valepara usted veinticinco duros?...

-Ni un chavo más -repitió el testarudo.-Monote..., vuelve. Ya hay bastante.Y, fingiendo indignación, volvió el gita-

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no la espalda al comprador, como si diese porfracasado todo arreglo; pero al ver que Batistese iba verdaderamente, desapareció su serie-dad.

-Vamos, señor..., ¿cuál es su gracia?...¿Batiste? ¡Ah! Pues mire usted, señor Bautista:para que vea que le quiero y deseo que esa joyasea suya, voy a hacer lo que no haría por nadie.¿Conviene en treinta y cinco duros? Vamos,que sí. Le juro por su salú que no haría esto nipor mi pare.

Esta vez aún fué más viva y gesticulantesu protesta al ver que el labrador no se ablan-daba con la rebaja y a duras penas le ofrecíados duros más.

-Pero ¿tan poco cariño le inspira estaperla fina? ¿Es que no tiene usté ojos para apre-ciarla? A ver, Monote: a sacarlo otra vez.

Mas no tuvo Monote que echar de nuevolos bofes, pues Batiste se alejó, fingiendo haberdesistido de tal comPra.

Vagó por el mercado, mirando de lejos

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otros animales, pero vigilando siempre con elrabillo de un ojo al gitano, el cual. fingiendoigualmente indiferencia, le seguía, le espiaba.

Se acercó a un caballo fuerte y de pelobrillante, que no pensaba comprar, adivinandosu alto precio. Apenas le pasó la mano por lasancas, sintió junto a sus orejas un aliento ardo-roso y un murmullo:

-Treinta y tres... Por la salú de sus pe-queños, no diga que no; ya ve que me pongo enrazón.

-Veintiocho -dijo Batiste sin volverse.Cuando se cansó de admirar aquella

hermosa bestia siguió adelante, y por haceralgo, presenció cómo una vieja labradora rega-teaba un borriquillo.

El gitano había vuelto a colocarse junto asu caballo y lo miraba desde lejos, agitando lacuerda del ronzal como si le llamase. Batiste seaproximó lentamente, simulando distracción,mirando los puentes, por donde pasaban comocúpulas movibles de colores las abiertas som-

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brillas de las mujeres de la ciudad.Era ya mediodía. Abrasaba la arena del

cauce; el aire, encajonado entre los pretiles, nose conmovía con la más leve ráfaga. En esteambiente cálido y pegajoso, el sol, cayendo deplano, pinchaba la piel y abrasaba los labios.

El gitano avanzó algunos pasos haciaBatiste, ofreciéndole el extremo de la cuerdacomo una toma de posesión.

-Ni lo de usted ni lo mío. Treinta, y biensabe Dios que nada gano. Treinta, no me digaque no, porque me muero de rabia. Vamos...,choque usted.

Batiste agarró la cuerda y tendió unamano al vendedor, que se la apretó enérgica-mente. Trato cerrado.

El labrador fué sacando de su faja todaaquella indigestión de ahorros que le hinchabael vientre: un billete que le había prestado elamo, unas cuantas piezas de a duro, un puñadode plata menuda, envuelta en un cucurucho depapel; y cuando la cuenta estuvo completa, no

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pudo librarse de ir con el gitano al sombrajopara convidarle a una copa y darle unos cuan-tos céntimos a Monote por sus trotes.

-Se lleva usted la joya del mercado. Hoyes buen día para usted, señó Bautista; se hasantiguao con la mano derecha, y la Virgen hasalío a verle.

Aún tuvo que beber una segunda copa,obsequio del gitano, y, al fin, cortando en secosu raudal de ofrecimientos y zalamerías cogióel ronzal de su nuevo caballo, y con ayuda delágil Monote, montó en el desnudo lomo salien-do a paso corto del ruidoso mercado.

Iba satisfecho del animal; no había per-dido el día. Apenas si se acordaba del pobreMorrut, y sintió el orgullo del propietariocuando, en el puente y en el camino, volviéron-se algunos de la huerta a examinar el blancocaballejo.

Su mayor satisfacción fue al pasar frentea la casa de Copa. Hizo emprender al rocín untrotecillo presuntuoso, cual si fuese un caballo

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de casta, y vio cómo, después de pasar él, seasomaban a la puerta Pimentó y todos los va-gos del distrito con ojos de asombro. ¡Misera-bles! Ya estarían convencidos de que era difícilhincarle el diente, de que sabía defenderse solo.Bien podían verlo: caballo nuevo. ¡Ojalá lo queocurría dentro de la barraca pudiera arreglarsetan fácilmente!

Sus trigos, altos y verdes, formaban co-mo un lago de inquietas ondas al borde delcamino; la alfalfa mostrábase lozana, con unperfume que hizo dilatarse las narices del caba-llo. No podía quejarse de sus tierras; pero de-ntro de la barraca era donde temía encontrar ladesgracia, eterna compañera de su existencia,esperándole para clavar en él sus uñas.

Al oír el trote del rocín, salió Batistet conla cabeza cubierta de trapos, para apoderarsedel ronzal mientras su padre desmontaba. Elmuchacho se mostró entusiasmado por la nue-va bestia. La acarició, metióle sus manos entrelos morros, y con el ansia de tomar posesión de

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ella, puso un pie sobre el corvejón, se agarró ala cola y montó por la grupa como un moro.

Batiste entró en la barraca, blanca y pul-cra como siempre, con los azulejos luminosos ytodos los muebles en su sitio, pero que parecíaenvuelta en la misma tristeza de una sepulturalimpia y brillante.

Su mujer salió a la puerta del cuarto conlos ojos hinchados, enrojecidos, y el pelo endesorden, revelando en su aspecto cansadovarias noches pasadas en vela.

Acababa de marcharse el médico; lo desiempre: pocas esperanzas. Después de exami-nar un rato al pequeño, se había ido sin recetarnada. Unicamente, al montar en su jaca, habíadicho que volvería al anochecer. Y el niño,siempre igual, con una fiebre que devoraba sucuerpecillo, cada vez más extenuado.

Era lo de todos los días. Se habían acos-tumbrado ya a aquella desgracia: la madre llo-raba automáticamente, y los demás, con unaexpresión triste, seguían dedicándose a sus

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habituales ocupaciones.Después, Teresa, mujer hacendosa, pre-

guntó a su marido por el resultado del viaje,quiso ver el caballo, y hasta la triste Roseta ol-vidó sus pesares amorosos para enterarse de laadquisición.

Todos, grandes y pequeños, fuéronse alcorral para ver al caballo, que Batistet acababade instalar en el establo. El niño quedó abando-nado en el camón del estudi, revolviéndose conlos ojos empañados por la enfermedad y balan-do débilmente: ¡Mare! ¡Mare!

Teresa, mientras tanto, examinaba conrostro grave la compra de su marido, calculan-do detenidamente si aquello valía treinta duros;la hija buscaba diferencias entre la nueva bestiay el Morrut, de feliz memoria; los dos peque-ños, con repentina confianza, tirábanle de lacola y le acariciaban el vientre, rogando en va-no al hermano mayor que los subiera sobre sublanco lomo.

Decididamente, gustaba a todos este

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nuevo individuo de la familia, que hocicaba elpesebre con extrañeza, como si encontrase en élalgún lejano olor de compañero muerto.

Comió toda la familia, y era tal la¡ fiebrede la novedad, el entusiasmo por la adquisi-ción, que varias veces Batistet y los pequeñosescaparon de la mesa para ir a echar una mira-da al establo, como si temiesen que al caballo lehubieran salido alas Y ya no estuviese allí.

La tarde transcurrió sin ningún acciden-te. Batiste tenía que labrar una parte del terrenoque aún conservaba inculto, preparando la co-secha de hortalizas, y él y su hijo engancharonel caballo, enorgulleciéndose al ver la manse-dumbre con que obedecía y la fuerza con quetiraba del arado.

Al anochecer, cuando ya iban a retirarse,los llamó a grandes gritos Teresa desde la puer-ta de la barraca. Era como si pidiese socorro.

-¡Batiste! ¡Batiste!... Vine pronte.Y Batiste corrió a través del camPo, asus-

tado por el tono de voz de su mujer. Luego vio

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que se mesaba los cabellos gimiendo.El chico se moría; bastaba verlo para

convencerse. Batiste, al entrar en el estudi einclinarse sobre la cama, se agitó con un estre-mecimiento de frío, algo así como si acabasende soltarle un chorro de agua por la espalda. Elpobre Obispo apenas si se movía: únicamentesu pecho continuaba agitándose con penosoestertor. Sus labios tomaban un tinte violáceo ysus ojos, casi cerrados, dejaban entrever unglobo empañado e inmóvil. Eran unos ojos queya no miraban, y su morena carita parecía en-negrecida por misteriosa lobreguez, como sisobre ella proyectasen su sombra las alas de lamuerte. Lo único que brillaba en su cabeza eranlos pelitos rubios, tendidos sobre las almoha-das, y en esta madeja rizosa quebrábase conextraña luz el resplandor del candil.

La madre lanzaba gemidos desespera-dos, aullidos de fiera enfurecida. Su hija, llo-rando silenciosamente, tenía necesidad de con-tenerla, de sujetarla para que no se arrojase

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sobre el pequeño o se estrellara la cabeza contrala pared. Fuera lloriqueaban los pequeños, sinatreverse a entrar, como si les infundieran te-rror los lamentos de su madre; y junto a la ca-ma estaba Batiste, absorto, apretando los pu-ños, mordiéndose los labios, con la vista fija enaquel cuerpecito, al que tantas angustias y es-tremecimientos costaba soltar la vida. La falsacalma del hombretón, sus ojos secos, agitadospor nervioso parpadeo, la frente inclinada so-bre su hijo, ofrecían una exPresión aún másdolorosa que los lamentos de la madre.

De Pronto se fijó en que Batistet estabajunto a él. Le había seguido, alarmado Por losgritos de su madre. Batiste se enfadó al saberque dejaba abandonado el caballo en medio delcampo, y el muchacho, enjugándose las lágri-mas, salió corriendo para traer la bestia al esta-blo.

Al poco rato, nuevos gritos sacaron a Ba-tiste de su doloroso estupor.

-¡Pare!... ¡Pare!

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Era Batistet, llamándolo desde la puertade la barraca. El padre, presintiendo una nuevadesgracia, corrió tras él, sin comprender susatropelladas palabras. «El caballo..., el pobreBlanco..., estaba en el suelo...! sangre...»

Y a los pocos pasos lo vió caído sobresus ancas, enganchado aún al arado, pero inten-tando, en vano, levantarse, tendiendo su cuello,relinchando dolorosamente, mientras de sucostado, junto a la pata delantera, manaba len-tamente un líquido negruzco, del que se ibanempapando los surcos recién abiertos.

Se lo habían herido; tal vez iba a morir.¡Recristo! Un animal tan necesario Para él comola propia vida y que le había costado empeñar-se con el amo...

Miró en torno, buscando al criminal.Nadie. En la vega, que azuleaba bajo el crepús-culo, no se oía más que un ruido lejano de ca-rros, el susurro de los cañaverales y los gritoscon que se llamaban de una barraca a otra. Enlos caminos inmediatos, en las sendas, ni una

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persona.Batistet intentó disculparse ante su pa-

dre de este descuido. Cuando corría hacia labarraca, asustado por los gritos de su madre,había visto venir por el camino un grupo dehombres, gente alegre que reía y cantaba, re-gresando, sin duda, de la taberna. Tal vez eranellos.

El padre no quiso oir mas... ¡Pimentó!¿Quién otro podía ser? El odio de la huerta leasesinaba un hijo, y ahora aquel ladrón le ma-taba su caballería, adivinando lo necesaria queera para su existencia. ¡Cristo! ¿No había yabastante para que un cristiano se perdiese?...

Y no razonó más. Sin saber lo que hacía,regresó a la barraca, cogió su escopeta de detrásde la puerta y salió corriendo, mientras instin-tivamente abría la recámara de su arma paraver si los dos cañones estaban cargados.

Batistet se quedó junto al caballo inten-tando restañarle la sangre con su Pañuelo de lacabeza.

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Sintió miedo viendo a su padre correrPor el camino con la escopeta preparada, ansio-so de dar desahogo a su furor matando.

Era terrible el aspecto de aquel hombre-tón, siempre tranquilo y cachazudo. Despertabala fiera en él, cansado de que lo hostigasen undía y otro día. En sus ojos, inyectados de san-gre, brillaba la fiebre del asesinato; todo sucuerpo se estremecía de cólera, esa terrible cóle-ra del pacífico, que, cuando rebasa el límite dela mansedumbre es Para caer en la ferocidad.

Como un jabalí furioso se entró por loscampos, pisoteando las plantas, saltando lasarterias regadoras, tronchando cañares. Siabandonó el camino fue por llegar antes a labarraca de Pimentó.

Alguien estaba en la puerta. La ceguerade la cólera y la penumbra crepuscular no lepermitieron distinguir si era hombre o muÍJer;pero vio como de un salto se metía dentro ycerraba la puerta de golpe, asustado por aque-lla aparición próxima a echarse la escopeta a la

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cara.Batiste se detuvo ante la barraca cerrada. -¡Pimentó!... ¡Lladre! ¡Asoma!Y su propia voz le causaba extrañeza,

como si fuera de otro. Era una voz trémula yaflautada por la sofocación de la cólera.

Nadie contestó. La puerta seguía ce rra-da; cerradas las ventanas y las tres aspillerasdel remate de la fachada que daban al piso alto,a la cambra, donde eran guardadas las cose-chas.

El bandido lo estaría mirando, tal vez,por algún agujero; tal vez preParaba su escope-ta para dispararla¡ traidoramente desde uno delos ventanillos altos; e instintivamente, con esaprevisión moruna, atenta a suponer en el ene-migo toda clase de malas artes, resguardó sucuerpo con el tronco de una higuera gigantesca,que sombreaba por completo la barraca de Pi-mentó.

El nombre de éste sonaba sin cesar en elsilencio del crepúsculo acompañado de toda

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clase de insultos.-¡Baixa, cobarde!... ¡Asómat, morral!

(¡Baja, cobarde! ¡Asómate, morral!)Y la barraca permanecía silenciosa y ce-

rrada, como si la hubiesen abandonado.Creyó Batiste oír gritos ahogados de mu-

jer, choque de muebles, algo que le hizo adivi-nar una lucha de la pobre Pepeta deteniendo aPimentó, el cual Quería salir para dar respuestaa sus insultos. Después no oyó nada, y sus im-properios siguieron sonando en un silenciodesesperante.

Esto le enfurecía más aún que si el ene-migo se hubiese presentado. Parecíale que lamuda barraca se burlaba de él; y, abandonandosu escondrijo, se arrojó contra la puerta, gol-peándola a culatazos.

Las maderas se estremecieron con estemartilleo loco. Quería saciar su rabia en la vi-vienda, ya que no podía hacer añicos al dueñoy tan pronto aporreaba la puerta como daba deculatazos a las paredes, arrancando enormes

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yesones. Hasta se echó varias¡ veces la escopetaa la cara, queriendo disparar los dos tiros co-ntra las ventanillas de la cambra, deteniéndoleúnicamente el miedo a quedar desarmado.

Su cólera iba en aumento: rugía los in-sultos; sus ojos, inyectados, ya no podían ver;se tambaleaba como si estuviera ebrio. Iba acaer al suelo, apoplético, agonizante de cólera,asfixiado por la rabia; pero se salvó, pues, derepente, las nubes rojas que le envolvían serasgaron, al furor sucedió la debilidad, y vien-do toda su desgracia se sintió anonadado. Sucólera, quebrantada, al fin, por tan horrible ten-sión, empezó a desvanecerse, y Batiste, repi-tiendo su rosario de insultos, sintió de prontoque su voz se ahogaba hasta convertirse en ungemido. Al fin, rompió a llorar.

Ya no injurió más al matón. Fue, poco apoco, retrocediendo hasta llegar al camino y sesentó en un ribazo con la escopeta a sus pies.Allí lloró y lloró, sintiendo con esto un granalivio, acariciado por las sombras de la noche

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que parecían tomar parte en su pena,"pucs cadavez se hacían más 'S, oc lt,

densa u ando su incontenible llanto in-fantil.

¡Cuán desgraciado era! ¡Solo contra to-dos!

Al pequeñín lo encontraría muerto alvolver a su barraca; el caballo, que era su vida,inutilizado por aquellos traidores; el mal lle-gando a él Por todas partes, surgiendo de loscaminos, de las casas, de los cañares, aprove-chando todas las ocasiones para herir a los su-yos; y él, inerme, sin poder defenderse de aquelenemigo que se desvanecía apenas intentabarevolverse contra el, cansado de sufrir.

¡Gran Dios! ¿Qué había hecho él parapadecer tanto? ¿No era un hombre bueno?...

Sintióse cada vez más anonadado por eldolor. Allí Se qUedaría clavado en el ribazo;podían venir sus enemigoS; no tenía fUerzaspara coger la escopeta, caída a sus pies.

Resonó en el camino un lento campani-

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lleo, poblando la oscuridad de misteriosas vi-braciones. Batiste pensó en su pequeño, en elpobre Obispo, que ya habría muerto. Tal vezeste sonido tan dulce era de los ángeles, que

bajado para llevárselo'v revopor la huer-ta, no encontransu pobre barraca. ¡Ay, si noque-

los otros..., los que necesitaban brazospara vivir!... El pobre hombre ansiaba su ano-nadamiento. Pen-

en la felicidad de dejar allí mismo, a unribazo, aquel corpachón, sostenimiento tanto lecostaba,

agarrado a la almita de su hijo, de ino-cente, volar, volar como los bienaventuradosque él había visto conducidos por ángeles enlos cuadros de las iglesias.

El melancólico campanilleo sonaba aho-ra junto a él, y empezaron a pasar por el cami-no bultos informes, que su vista, turbia por laslágrimas, no acertaba a definir. Sintió que letocaban con la punta de un palo; y, levantando

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la cabeza, vió una escueta figura, una especiede espectro que se inclinaba hacia él.

Reconoció al tío Tomba: el único de lahuerta a quien no debía ningún pesar.

El pastor, tenido por brujo, poseía laadivinación asombrosa de los ciegos. Apenasreconoció a Batiste pareció comprender toda sudesgracia. Tentó con el palo la escopeta queestaba a sus pies, y volvió la cabeza, como sibuscase en la oscuridad la barraca de Pimentó.

Hablaba con lentitud, con una tristezareposada, como hombre acostumbrado a lasmiserias de un mundo del que pronto había desalir. Adivinó el llanto de Batiste.

-¡Fill meu!... ¡Fill meu!...Todo lo que ocurría ahora lo esperaba él,

¡hijo mío! Ya se lo había dicho el primer día quelo encontró instalado en las tierras malditas:«¡Le traerían desgracia!...»

Acababa de pasar frente a su barraca yhabía visto luces por la puerta abierta... Luegohabía oído gritos de desesperación; el perro

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aullaba... El pequeño había muerto, ¿verdad? Yel padre allí, creyendo estar sentado en un riba-zo, cuando, en realidad, donde estaba era conun pie en el presidio. Así se pierden los hom-bres y se disuelven las familias. Acabaría ma-tando tontamente, como el pobre Barret, y mu-riendo como él, en perpetuo encierro. Era algofatal; aquellas tierras habían sido maldecidaspor los pobres, y no podían dar más que frutosde maldición.

Y mascullando sus terribles profecías, elpastor se alejó detrás de sus ovejas, camino delpueblo, mientras aconsejaba al pobre Batisteque se marchase también, pero lejos, muy lejos,donde no tuviera que ganar el pan luchandocontra el odio de tantas miserias coligadas.

Invisible ya, hundido en las sombras, Ba-tiste escuchó todavía su voz lenta y triste :

-Creume, fill meu; ¡te portarán desgra-sia!

VIII

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Batiste y su familia no se dieron cuentade como se inició el suceso inaudito, inespera-do; quién fue el primero que se decidió a pasarel puentecillo que unía el camino con los odia-dos campos.

No estaban en la barraca para fijarse entales pormenores. Agobiados por el dolor, vie-ron que la huerta venía repentinamente haciaellos; y no protestaron, porque la desgracianecesita consuelo; pero tampoco agradecieronel inesperado movimiento de aproximación.

La muerte del pequeño se había transmi-tido rápidamente por todo el contorno, graciasa la extraña velocidad con que circulan en lahuerta las noticias, saltando de barraca en ba-rraca en alas del chismorreo, el más rapido delos telégrafos.

Aquella noche, muchos durmieron mal.Parecía que el pequeñín, al irse del mundo,hubiese dejado clavada una espina en la con-ciencia de los vecinos. Más de una mujer revol-vióse en la cama, turbando con su inquietud el

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sueño de su marido, que protestaba, indignado.«Pero, ¡maldita!, ¿no pensaba en dormir?...»«No; no Podía; aquel niño turbaba su sueño.¡Pobrecito! ¿Qué le contaría aquel pequeñueloal Señor cuando entrase en el cielo?...»

A todos alcanzaba algo de responsabili-dad en esta muerte; pero cada uno, con hipócri-ta egoísmo, atribuía al vecino la principal culpade la enconada persecución, cuyas consecuen-cias habían caído sobre el pequeño; cada coma-dre inventaba una responsabilidad para la quetenía por enemiga. Y, al fin, dormíase con elpropósito de deshacer al día siguiente todo elmal causado, de ir Por la mañana a ofrecerse ala familia, a llorar sobre el pobre niño; y entrelas nieblas del sueño creían ver a Pascualet,blanco Y luminoso como un ángel, mirando conojos de reproche a los que tan duros habíansido con él y su familia.

Todos los vecinos se levantaron rumian-do mentalmente la forma de acercarse a la ba-rraca de Batiste y entrar en ella. Era un examen

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de conciencia, una explosión de arrepentimien-to que afluía a la pobre vivienda de todos losextremos de la vega.

Cuando apenas acababa de amanecer, yase colaron en la barraca dos viejas que vivían enuna alquería vecina. La familia, consternada,apenas si mostró extrañeza por la presentaciónde estas dos mujeres en aquella casa, dondenadie había entrado durante seis meses. Querí-an ver al niño, al pobre albaet; y entrando en elestudi, lo contemplaron todavía en la cama, elembozo de la sábana hasta el cuello, marcadoapenas el bulto de su cuerpo bajo la cubierta,con la cabeza rubia inerte sobre el almohadón.La madre no sabía más que llorar, metida en unángulo del cuarto, encogida, apelotonada, pe-queña como una niña, como si se esforzase poranularse y desaparecer.

Después de estas mujeres entraron otrasy otras. Era un rosario de comadres llorosasque iban llegando de todos los lados de la huer-ta, y rodeaban la cama, besaban el pequeño

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cadáver, y parecían apoderarse de él como Sifuera cosa suya, dejando a un lado a Teresa ysu hija. Estas, rendidas por el insomnio y elllanto, parecían idiotas, descansando sobre elpecho la cara enrojecida y escaldada por laslágrimas.

Batiste, sentado en una silleta de espartoen medio de la barraca, miraba con expresiónestúpida el desfile de estas gentes que tanto lohabían maltratado. No las odiaba, pero tamPo-co sentía gratitud. De la crisis de la vísperahabía salido anonadado, y miraba todo esto conindiferencia, como si la barraca no le pertene-ciese ni el Pobrecito que estaba en la cama fuesesu hijo.

Unicamente el perro, enroscado a suspies, parecía conservar recuerdos y sentir odio.Hocicaba con hostilidad toda la Procesión defaldas entrante y saliente, Y gruñía como si de-seara morder. conteniéndose por no dar undisgusto a sus amos.

La gente menuda participaba del enfu-

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rruñamiento del perro. Batistet ponía mal gestoa todas aquellas tías que tantas veces se burla-ron de él cuando pasaba ante sus barracas, yacabó por refugiarse en la cuadra, para no Per-der de vista al pobre caballo y continuar curán-dolo con arreglo a las instrucciones del veteri-nario, llamado en la noche anterior. Muchoquería a su hermanito; pero la muerte no tieneremedio, y lo que ahora le Preocupaba a él eraque el caballo no quedase cojo.

Los dos pequeños, satisfechos en el fon-do de una desgracia que atraía sobre la barracala atención de toda la vega, guardaban la puer-ta, cerrando el Paso a los chicos, que, comobandadas de gorriones, llegaban por caminos ysendas con la malsana y excitada curiosidad dever al muertecito. Ahora llegaba la suya; ahoraeran los amos. Y con el valor del que está en sucasa, amenazaban y despedían a unos, dejabanentrar a otros, concediéndoles su protecciónsegún los habían tratado en las sangrientas yaccidentadas peregrinaciones por el camino de

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la escuela... ¡Pillos! Hasta los había que se em-peñaban en entrar después de haber sido de lariña en la que el pobre Pascualet cayó en la ace-quia, pillando su enfermedad mortal.

La aparición de una mujercilla débil ypálida pareció animar con una ráfaga los peno-sos recuerdos a toda la familia. Era Pepeta, lamujer de Pimentó. ¡Hasta ésta venía¡...

Hubo en Batiste y su mujer un intento derebelión; pero su voluntad no tenía fuerzas...¿Para qué? Bien venida, y si entraba para go-zarse en su desgracia, podía reír cuanto quisie-ra. Allí estaban ellos inertes, aplastados por eldolor. Dios, que lo ve todo, ya daría a cada cuallo suyo.

Pero Pepeta se fué directamente a la ca-ma, apartando a las otras mujeres. Llevaba enlos brazos un enorme haz de flores y hojas, queesparció sobre el lecho. Los primeros perfumesde la naciente primavera se extendieron por elcuarto, que olía a medicinas, y cuyo ambiente,pesadísimo, parecía cargado de insomnio y

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suspiros.Pepeta, la pobre bestia de trabajo, muer-

ta para la maternidad y casada sin la esperanzade ser madre, perdió su calma a la vista deaquella cabecita de marfil, orlada por la revuel-ta cabellera como un nimbo de oro.

-¡Fill meu!... ¡Pobret meu!... (¡Hijo mío!...¡Pobrecito mío!).

Y lloró con toda su alma, inclinándosesobre el muertecito, rozando apenas con suslabios la frente pálida y fría, como si con suslamentos temiese despertarlo.

Al oír sus sollozos, Batiste y su mujer le-vantaron la cabeza como asombrados. Ya sabí-an que era una buena mujer; el marido era elmalo. Y la gratitud paternal brillaba en sus mi-radas.

Batiste hasta se estremeció viendo cómola pobre Pepeta abrazaba a Teresa y su hija,confundiendo sus lágrimas con las de éstas. No;allí no había doblez: era una víctima; por esosabía comprender la desgracia de ellos, que

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eran víctimas también.La mujercita se enjugó las lágrimas. Re-

apareció en ella la hembra animosa y fuerte,acostumbrada a un trabajo brutal para mante-ner su casa. Miró, asombrada, en torno. Aque-llo no podía quedar así. ¡El niño en la cama ytodo desarreglado! Había que acicalar al albaetpara su último viaje, vestirle de blanco, puro yresplandeciente como el alba, de la que llevabael nombre.

Y con un instinto de ser superior nacidopara el mando y que sabe imponer la obedien-cia, comenzó a dar órdenes a todas las mujeres,que rivalizaban por servir a la familia antesodiada.

Ella iría a la ciudad con dos compañeraspara comprar la mortaja y el ataúd; otras fueronal pueblo o se esparcieron por las barracas in-mediatas, buscando los objetos encargados porPepeta.

Hasta el odioso Pimentó, que permane-cía invisible, tuvo que trabajar en tales prepara-

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tivos. Su mujer, al encontrarlo en el camino, leordenó que buscase músicos para la tarde.Eran, como él, vagos y borrachines; seguramen-te los encontraría en casa de Copa. Y el matón,que aquel día se mostraba pensativo, oyó a sumujer sin réplica alguna y sufrió el tono impe-rioso con que le hablaba, mirando al mismotiempo al suelo como avergonzado.

Desde la noche anterior se sentía otro.Aquel hombre que le había desafiado, insul-tándolo impunemente mientras lo tenía metidoen su barraca como una gallina; su mujer, quepor primera vez le imponía su voluntad qui-tándole la escopeta; su falta de valor para colo-carse frente a la víctima, cargada de razón; todoeran motivos para que se sintiese confuso yatolondrado.

Ya no era el Pimentó de otros tiempos;empezaba a conocerse. Hasta llegó a sospecharsi todo lo que llevaba hecho contra Batiste y sufamilia era un crimen. Hubo un momento enque llegó a despreciarse. ¡Vaya una hazaña de

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hombre la suya!... Todas las perrerías de él y losdemás vecinos sólo habían servido para quitarla vida a un pobre chicuelo. Y siguiendo sucostumbre en los días negros, cuando algunainquietud fruncía su entrecejo, se fué a la taber-na, buscando los consuelos que guardaba Copaen su famosa bota del rincón.

A las diez de la mañana, cuando Pepeta,con sus dos compañeras, regresó de Valencia,estaba la barraca llena de gente.

Algunos hombres de los más cachazu-dos, hombres de su casa, que apenas habíantomado parte en la cruzada contra los foraste-ros, formaban corro con Batiste en la puerta dela barraca: unos, en cuclillas, a lo moro, otros,sentados en silletas de esparto, fumando yhablando lentamente del tiempo y de las cose-chas.

Dentro, mujeres y más mujeres estruján-dose en torno a la cama, abrumando a la madrecon su charla, hablando algunas de los hijosque habían perdido, instaladas otras en los rin-

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cones como en su propia casa, repitiendo todaslas murmuraciones de la vecindad. Aquel díaera extraordinario; no importaba que sus barra-cas estuviesen sucias y la comida por hacer;había excusa; y las criaturas, agarradas a susfaldas, lloraban y aturdían con sus gritos, que-riendo unas volver a casa, pidiendo otras queles enseñasen el albaet.

Algunas viejas se habían apoderado dela alacena, y a cada momento preparabangrandes vasos de agua con vino y azúcar, ofre-ciéndolos a Teresa y a su hija para que llorasencon más desahogo. Y cuando las pobres, hin-chadas ya por esta inundación azucarada, senegaban a beber, las aficionadas comadres iban,por turno, echándose al gaznate los refrescos,pues también necesitaban que les pasase el dis-gusto.

Pepeta comenzó a dar gritos queriendoimponer su autoridad en esta confusión. «¡Gen-te afuera! En vez de estar molestando, lo quedebían hacer era llevarse a las dos pobres muje-

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res extenuadas por el dolor, idiotas por tantoruido.»

Teresa se resistió a abandonar a su hijoaunque sólo fuera por breve rato; pronto deja-ría de verlo; que no le robasen el tiempo que lequedaba de contemplar a su tesoro. Y pro-rrumpíendo en lamentos más fuertes, se aba-lanzó sobre el frío cadáver, queriendo abrazar-lo.

Pero los ruegos de su hija y la voluntadde Pepeta pudieron más, y, escoltada por mu-chas mujeres, salió de la barraca con el delantalen la cara, gimiendo, tambaleándose, sin pres-tar atención a las que tiraban de ella dispután-dose el llevarla cada una a su casa.

Comenzó Pepeta el arreglo de la fúnebrepompa. Primeramente colocó en el centro de laentrada la mesita blanca de pino en que comíala familia, cubriéndola con una sábana y cla-vando los extremos con alfileres. Encima tendióuna colcha de almidonadas randas, y puso so-bre ella el pequeño ataúd traído de Valencia,

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una monada, que admiraban todas las vecinas:un estuche blanco, galoneado de oro, mullidoen su interior como una cuna.

Pepeta sacó de un envoltorio las últimasgalas del muertecito: un hábito de gasa tejidocon hebras de plata, unas sandalias, una guir-nalda de flores, todo blanco, de rizada nieve,como la luz del alba, cuya pureza simbolizabala del pobrecito albaet.

Lentamente, con mimo maternal, fuéamortajando el cadáver. Oprimía el cuerpecillofrío contra su pecho con arrebatos de estérilpasión, introducía en la mortaja los rígidos bra-citos con escrupuloso cuidado, como fragmen-tos de vidrio que podían quebrarse al menorgolpe, y besaba sus pies de hielo antes de aco-plarlos a tirones en las sandalias.

Sobre sus brazos, como una palomablanca yerta de frío, trasladó al pobre Pascualeta la caja, a aquel altar levantado en medio de labarraca, ante el cual iba a pasar toda la huertaatraída por la curiosidad.

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Aún no estaba todo; faltaba lo mejor: laguirnalda, un bonete de flores blancas con col-gantes que pendían sobre las orejas; un adornosalvaje, igual a los de los indios de teatro. Lapiadosa mano de Pepeta, empeñada en tenazbatalla con la muerte, tiñó las pálidas mejillascon rosado colorete; la boca del muertecito,ennegrecida, se reanimó bajo una capa de en-cendido bermellón; pero en vano pugnó la sen-cilla labradora por abrir desmesuradamente susflojos párpados. Volvían a caer, cubriendo losojos mates, entelados, sin reflejo, con la tristezagris de la muerte.

¡Pobre Pascualet!... ¡Infeliz Obispillo!Con su guirnalda extravagante y su cara pinta-da estaba hecho un mamarracho. Más ternuradolorosa inspiraba su cabecita pálida, con elverdor de la muerte, caída en la almohada desu madre, sin más adornos que sus cabellosrubios.

Pero todo esto no impedía que las bue-nas huertanas se entusiasmasen ante su obra.

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«¡Miradlo!... ¡Si parecía dormido! ¡Tan hermo-so!, ¡tan sonrosado!...» Jamás se había visto unalbaet como éste.

Y llenaban de flores los huecos de su ca-ja: flores sobre la blanca vestidura, flores espar-cidas en la mesa, apiladas, formando ramos enlos extremos. Era la vega entera abrazando elcuerpo de aquel niño que tantas veces habíavisto saltar por sus senderos como un pájaro,extendiendo sobre su frío cuerpo una oleada deperfumes y colores.

Los dos hermanos pequeños contempla-ban a Pascualet asombrados, con devoción,como un ser superior que iba a levantar el vue-lo de un momento a otro. El perro rondaba elfúnebre catafalco, estirando el hocico, querien-do lamer las frías manecitas de cera, y pro-rrumpía en un lamento casi humano, un gemi-do de desesperación, que ponía nerviosas a lasmujeres y hacía que persiguiesen a patadas a lapobre bestia.

Al mediodía, Teresa, escapándose casi a

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viva fuerza del cautiverio en que la guardabanlas vecinas, volvió a la barraca. Su cariño demadre le hizo sentir una viva satisfacción antelos atavíos del pequeño. Le besó en la pintadaboca y redobló sus gemidos.

Era la hora de comer, Batistet y los her-manos pequeños, en los cuales el dolor no lo-graba acallar el estómago, devoraron un men-drugo ocultos en los rincones. Teresa y su hijano pensaron en comer. El padre, siempre sen-tado en una silleta de esparto bajo el emparra-do de la puerta, fumaba cigarro tras cigarro,impasible como un oriental, volviendo la es-palda a su vivienda, cual si temiera ver el blan-co catafalco que servía de altar al cadáver de suhijo.

Por la tarde aún fueron más numerosaslas visitas. Las mujeres llegaban con el traje delos días de fiesta, puestas de mantilla para asis-tir al entierro; las muchachas disputábanse contenacidad ser de las cuatro que habían de llevaral pobre albaet hasta el cementerio.

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Andando lentamente por el borde delcamino y huyendo del polvo como de un peli-gro mortal, llegó una gran visita: don Joaquín ydoña Pepa, el maestro y su señora. Aquellatarde, con motivo del infausto suceso -palabrasde él-, no había escuela. Bien se adivinabaviendo la turba de muchachos atrevidos y pe-gajosos que se iban colando en la barraca, y,cansados de contemplar, hurgándose las nari-ces, el cadáver de su compañero, salían a per-seguirse por el camino inmediatoo a saltar las acequias.

Doña Josefa, con un vestido algo raído,de lana y gran mantilla de un negro ya amari-llento, entró solemnemente en la barraca, y,después de algunas frases vistosas pilladas alvuelo a su marido, aposentó su robusta huma-nidad en un sillón de cuerda y allí se quedómuda y como soñolienta, contemplando el ata-úd. La buena mujer, habituada a oír y admirara su esposo, no podía seguir una conversación.

El maestro, que lucía su casaquilla ver-

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dosa de los días de gran ceremonia y su corbatade mayor tamaño, tomó asiento fuera, al ladodel padre. Sus manazas de cultivador las lleva-ba enfundadas en unos guantes negros quehabían encanecido con los años, quedando decolor de ala de mosca, y las movía continua-mente, deseoso de atraer la atención sobre susprendas de las grandes solemnidades.

Para Batiste sacaba tambiénlo más florido y sonoro de su esti-lo. Era su mejor cliente; ni un sába-do había dejado de entregar a sushijos los dos cuartos para la escue-la. -Éste es el mundo, señor Bautis-ta; ¡hay que resignarse! Nunca sa-bemos cuáles son los designios deDios, y muchas veces, del mal sacael bien para las criaturas. Inte-rrumpiendo su ristra de lugarescomunes, dichos campanudamen-te, como si estuviera en la escuela,añadió en voz baja, guiñando mali-

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ciosamente los ojos: -¿Se ha fijado,señor Bautista, en toda esta gen-te?... Ayer hablaban pestes de us-ted y su familia, y bien sabe Diosque en muchas ocasiones les hecensurado esa maldad. Hoy entranen

esta casa con la misma confianza que en la suyay los abruman bajo tantas muestras de cariño.Ladesgracia les hace olvidar, les aproxima a uste-des.

Y tras una pausa, en la que permaneciócabizbajo, dijo, golpeándose el pecho:

-Créame a mi, que los conozco bien: enel fondo son buena gente. Muy brutos, eso sí,capaces de las mayores barbaridades, pero conun corazón que se conmueve ante el infortunioy les hace ocultar las garras... ¡Pobre gente!¿Qué culpa tienen si nacieron para vivir comobestias y nadie los saca de su condición?

Calló un buen rato, añadiendo luego,

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con el fervor de un comerciante que ensalza sumercancía:

-Aquí lo que se necesita es instrucción,mucha instrucción. Templos del saber que di-fundan la luz de la ciencia por esta vega, antor-chas que..., que... En fin: si vinieran más chicosa mi templo, digo, a mi escuela, y si los padres,en vez de emborracharse, pagasen puntual-mente como usted, señor Bautista, de otro mo-do andaría esto. Y no digo más porque no megusta ofender.

De ello corría peligro, pues cerca de supersona andaban muchos padres de los que leenviaban discípulos sin el lastre de los doscuartos.

Otros labriegos, que habían mostradogran hostilidad contra la familia, no osabanllegar hasta la barraca, y permanecían en elcamino, formando corro. Por allí andaba Pi-mentó, que acababa de llegar de la taberna concinco músicos, tranquila la conciencia despuésde haber estado durante algunas horas junto al

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mostrador de Copa.Afluía cada vez más gente a la barraca.

No había espacio libre dentro de ella, y las mu-jeres y los niños sentábanse en los bancos deladrillos, bajo el emparrado, o en los ribazos,esperando el momento del entierro.

Dentro sonaban lamentos, consejos di-chos con voz enérgica, un rumor de lucha. EraPepeta queriendo separar a Teresa del cadáverde su hijo. Vamos..., había que ser razonable; elalbaet no podía estar allí para siempre; se hacíatarde, y los malos tragos, pasarlos pronto.

Y pugnaba con la madre por apartarladel ataúd, por obligarla a que entrase en el es-tudi y no presenciase el terrible momento de lasalida, cuando el albaet, levantado en hombros,alzase el vuelo con las blancas alas de su morta-ja para no volver más.

-¡Fill meu!... ¡Rey de sa mare! (¡Hijomío!... ¡Rey de su madre!) -gemía la pobre Tere-sa.

Ya no lo vería más; un beso..., otro. Y la

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cabeza, cada vez más fría y lívida a pesar delcolorete, movíase de un lado a otro de la almo-hada, agitando su diadema de flores entre lasmanos ansiosas de la madre y de la hermana,que se disputaban el último beso.

A la salida del pueblo estaba aguardan-do el señor vicario con el sacristán y los mona-guillos; no era caso de hacerlos esperar. Pepetase impacientaba. «¡Adentro, adentro!» Y, ayu-dada por otras mujeres, Teresa y su hija fueronmetidas casi a viva fuerza en el estudi, revol-viéndose desgreñadas, rojos los ojos por el llan-to, el pecho palpitante a impulsos de una pro-testa dolorosa, que ya no gemía, sino aullaba.

Cuatro muchachas con hueca falda,mantilla de seda caída sobre sus ojos y aire pu-doroso y monjil, agarraron las patas de la mesi-lla, levantando todo el blanco catafalco. Comoel disparo que saluda a la bandera que se iza,sonó un gemido extraño, prolongado, horripi-lante, algo que hizo correr frío por muchas es-paldas. Era el perro despidiendo al pobre al-

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baet, lanzando un quejido interminable, con losojos lacrimosos y las patas estiradas, cual siquisiera prolongar el cuerpo hasta donde llega-ba su lamento.

Fuera, don Joaquín daba palmadas deatención: «¡A ver!... Que forme toda la escuela!»La gente del camino se había aproximado a labarraca. Pimentó capitaneaba a sus amigos losmúsicos; preparaban éstos sus instrumentospara saludar al albaet, apenas transpusiese lapuerta, y entre el desorden y el griterío con quese iba formando la procesión gorjeaba el clari-nete, hacía escalas el cornetín y el trombón bu-faba como un viejo gordo y asmático.

Emprendieron la marcha los chicuelos,llevando en alto grandes ramos de albahaca.Don Joaquín sabía hacer bien las cosas. Des-pués, rompiendo el gentío, aparecieron las cua-tro doncellas sosteniendo el blanco y ligeroaltar sobre el cual iba el pobre albaet, acostadoen su ataúd, moviendo la cabeza con ligerovaivén, como si se despidiese de la barraca.

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Los músicos rompieron a tocar un valsjuguetón y alegre, colocándose detrás del fére-tro, y después de ellos abalanzáronse por elcamino, formando apretados grupos, todos loscuriosos.

La barraca, vomitando lejos de ella sudigestión de gentío, quedó muda, sombría, conese ambiente lúgubre de los lugares por dondeacaba de pasar la desgracia.

Batiste, solo bajo la parra, sin abandonarsu postura de oriental impasible, mordía sucigarro, siguiendo con los ojos la marcha de laprocesión. Esta comenzaba a ondular por elcamino grande, mareándose el ataúd y su cata-falco como una enorme paloma blanca entre eldesfile de ropas negras y ramos verdes.

¡Bien emprendía el pobre albaet el cami-no del cielo de los inocentes! La vega, despere-zándose voluptuosa bajo el beso del sol prima-veral, envolvía al muertecito con su aliento olo-roso, lo acompañaba hasta la tumba cubriéndo-lo con impalpable mortaja de perfumes. Los

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viejos árboles, que germinaban con una saviade resurrección, parecían saludar al pequeñocadáver agitando bajo la brisa sus ramas carga-das de flores. Nunca la muerte pasó sobre laTierra con disfraz tan hermoso.

Desmelenadas y rugientes como locas,moviendo con furia sus brazos, aparecieron enla puerta de la barraca las dos infelices mujeres.Sus voces prolongábanse como un gemido in-terminable en la tranquila atmósfera de la vega,impregnada de dulce luz.

-¡Fill meu! ¡Anima meua! (¡Hijo mío!...¡Alma mía!) -gemían la pobre Teresa y su hija.

-¡Adiós, Pascualet!... ¡adios! -gritaban lospequeños sorbiéndose las lágrimas.

«¡Auuu!, ¡auzat!», aullaba el perro, ten-diendo el hocico con un quejido interminableque crispaba los nervios y parecía agitar la vegabajo un escalofrío lúgubre.

Y de lejos, por entre el ramaje, arras-trándose sobre las verdes olas de los campos,contestaban los ecos del vals que iba acompa-

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ñando al pobre albaet hacia la eternidad, balan-ceándose en su barquilla blanca galoneada deoro. Las escalas enrevesadas del cornetín, lascabriolas diabólicas, parecían una carcajadametálica de la muerte, que con el niño en susbrazos se alejaba a través de los esplendores dela vega.

A la caída de la tarde fueron regresandolos del cortejo.

Los pequeños, faltos de sueño por lasagitaciones de la noche anterior, en que loshabía visitado la muerte, dormían sobre lassillas. Teresa y su hija, rendidas por el llanto,agotada la energía después de tantas noches deinsomnio, habían acabado por quedar inertes,cayendo sobre aquella cama que aún conserva-ba la huella del pobre niño. Batistet roncaba enla cuadra, cerca del caballo enfermo.

El padre, siempre silencioso e impasible,recibía las visitas, estrechaba manos, agradecíacon movimientos de cabeza los ofrecimientos ylas frases de consuelo.

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Al cerrar la noche no quedaba nadie. Labarraca estaba oscura, silenciosa. Por la puertaabierta y lóbrega llegaba como un lejano susu-rro la respiración cansada de la familia, todoscaídos, como muertos de la batalla con el dolor.

Batiste, siempre inmóvil, miraba comoun idiota las estrellas que parpadeaban en elazul oscuro de la noche.

La soledad le reanimó. Empezaba a dar-se cuenta exacta de su situación. La vega teníael aspecto de siempre, pero a él le parecía máshermosa, más tranquilizadora, como un rostroceñudo que se desarruga y sonríe.

Las gentes, cuyos gritos sonaban a lo le-jos, en las puertas de las barracas, ya no leodiaban, ya no perseguirían a los suyos. Habíanestado bajo su techo, borrando con sus pasos lamaldición que pesaba sobre las tierras del tíoBarret. Iba a empezar una nueva vida. Pero ¡aque precio!...

Y al tener de repente la visión clara de sudesgracia, al pensar en el pobre Pascualet, que

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a tales horas estaba aplastado por una masa detierra húmeda y hedionda, rozando su blancaenvoltura con la corrupción de otros cuerpos,acechado por el gusano inmundo, él, tan her-moso, con aquella piel fina por la que resbalabasu callosa mano, con sus pelos rubios, que tan-tas veces había acariciado, sintió como unaoleada de plomo que subía y subía desde elestómago a su garganta.

Los grillos que cantaban en el vecino ri-bazo callaron, espantados por un extraño hipoque rasgó el silencio y sonó en la oscuridadgran parte de la noche, como el estertor de unabestia herida.

IX

Había llegado San Juan, la mejor épocadel año; el tiempo de la recolección y la abun-dancia.

El espacio vibraba de luz Y de calor. Unsol africano lanzaba torrentes de oro sobre la

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tierra, resquebrajándola con sus ardorosas cari-cias. Sus flechas de oro deslizábanse por entreel follaje, toldo de verdura bajo el cual cobijabala vega sus rumorosas acequias Y sus húmedossurcos, como temerosa del calor que hacía ger-minar la vida por todas partes.

Los árboles mostraban sus ramas carga-das de frutos. Doblegábanse los nísperos con elpeso de los amarillos racimos cubiertos de bar-nizadas hojas; asomaban los albaricoques entreel follaje como rosadas mejillas de niño; regis-traban los muchachos con impaciencia las cor-pulentas higueras, buscando codiciosos las bre-vas primerizas, y en los jardines, por encima delas tapias, exhalaban los jazmines su fraganciaazucarada, y las magnolias, como incensariosde marfil, esparcían su perfume en el ambienteardoroso impregnado de olor a mies.

Las hoces relampagueantes iban tonsu-rando los campos, echando abajo las rubiascabelleras de trigo, las gruesas espigas que,apopléticas de vida, buscaban el suelo, doblan-

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do tras ellas las delgadas cañas.En las eras amontonábase la paja for-

mando colinas de oro que reflejaban la luz delsol; aventábase el trigo entre remolinos de pol-vo, y en los campos desmochados, a lo largo delos rastrojos, saltaban los gorriones buscandolos granos perdidos.

Todo era alegría y trabajo gozoso. Chi-rriaban las carretas en los caminos; bandas demuchachos correteaban por los campos o da-ban cabriolas en las eras, pensando en las tortasde trigo nuevo, en la vida de abundancia y sa-tisfacción que empezaba en las barracas al lle-narse el granero, y hasta los viejos rocines mos-traban los ojos más alegres, marchando conmayor desembarazo, como fortalecidos por elolor de los montes de paja que, lentamente,como un río de oro, iban a deslizarse por suspesebres en el curso del año.

El dinero cautivo en los estudis duranteel invierno, oculto en el arca o en el fondo deuna media, comenzaba a circular por la vega. A

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la caída de la tarde llenábanse las tabernas dehombres enrojecidos y barnizados por el sol,con la recia camisa sudorosa, que hablaban dela cosecha y de la paga de San Juan, el semestreque había que entregar a los amos de la tierra.

También la abundancia había hecho re-nacer la alegría en la barraca de Batiste. La co-secha hacía olvidar al albaet. Unicamente lamadre delataba con repentinas lágrimas y al-gún profundo suspiro el fugaz recuerdo delpequeño.

El trigo, los sacos repletos que Batiste ysu hijo subían al granero y al caer de sus espal-das hacían temblar el piso, conmoviendo todala barraca, era lo que interesaba a la familia.

Comenzaba para todos ellos la buenaépoca. Tan extremada como había sido hastapoco antes la desgracia, era ahora la fortuna.Deslizábanse los días en santa calma, trabajan-do mucho, pero sin que un leve contratiempoviniera a turbar la monotonía de una existencialaboriosa.

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Algo se había enfriado el afecto quemostraron todos los vecinos al enterrar al pe-queño. Según se amortiguaba el recuerdo deaquella desgracia, la gente parecía arrepentirsede su impulso de ternura, y se acordaba otravez de la catástrofe del tío Barret y de la llegadade los intrusos.

Pero la paz ajustada espontáneamenteante el blanco ataúd del pequeño no llegaba aturbarse. Algo fríos y recelosos, eso sí; perotodos cambiaban su saludo con la familia. Loshijos podían ir por la vega sin ser hostilizados,y hasta Pimentó, cuando encontraba a Batiste,movía la cabeza amistosamente, rumiando algoque era como contestación a su saludo... En fin:que si no los querían los dejaban tranquilos,que era todo lo que podían desear.

En el interior de la barraca, ¡qué abun-dancia!, ¡qué paz!... Batiste se mostraba admi-rado de su cosecha. Las tierras, descansadas,vírgenes de cultivo en mucho tiempo, parecíanhaber soltado de una vez toda la vida acumu-

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lada en sus entrañas durante diez años de repo-so. El grano era grueso y abundante, y segúnlas noticias que circulaban por la vega, iba aalcanzar buen precio. Había algo mejor -y estolo pensaba Batiste sonriendo-: él no debía partirel producto satisfaciendo arrendamiento algu-no, pues tenía franquicia por dos años. Bienhabía pagado esta ventaja con largos meses dealarma y de coraje y con la muerte del pobrePascualet.

La prosperidad de la familia parecía re-flejarse en la barraca, limpia y brillante comonunca. Vista de lejos, destacábase de las vi-viendas vecinas, como revelando que había enella más prosperidad. Nadie hubiera reconoci-do la trágica barraca del tio Barret. Los ladrillosrojos del pavimento frente a la puerta brillabanbrunidos por las diarias frotaciones; los maci-zos de albahacas y dompedros y las enredade-ras formaban pabellones floridos, por encimade los cuales recortabase sobre el cielo el fron-tón triangular y agudo de la barraca, de inma-

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culada blancura. En su interior notábase inme-diatamente el revoloteo de las planchadas cor-tinas cubriendo las puertas de los estudis, losvasares con pilas de platos y con fuentes cónca-vas apoyadas en la pared, exhibiendo pajarra-cos fantásticos y flores como tomates pintadasen su fondo, y sobre la cantarera, semejante aun altar de azulejos, mostrábanse, como divini-dades contra la sed, los panzudos Y charoladoscántaros, y los jarros de loza y de cristal verdo-so pendientes en fila de los clavos.

Los muebles viejos y maltrechos, re-cuerdos perennes de las antiguas peregrinacio-nes huyendo de la miseria, comenzaban a des-aparecer, dejando sitio libre a otros que lahacendosa Teresa adquiría en sus viajes a laciudad. El dinero producto de la recoleccióninvertíase en reparar las brechas abiertas en elajuar de la barraca por los meses de espera.

Algunas veces sonreía la familia recor-dando las amenazadoras palabras de Pimentó.Aquel trigo que, según el valentón nadie llega-

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ría a segar, empezaba a embellecer a la familia.Roseta tenía dos faldas más y Batiste y los pe-queños se pavoneaban los domingos vestidosde nuevo de cabeza a pies.

Atravesando la vega en las horas de mássol, cuando ardía la atmósfera y moscas y abe-jorros zumbaban pesadamente, sentíase unaimpresión de bienestar dentro de esta barracalimpia y fresca. El corral delataba, a través desus bardas de barro y estacas, la vida contenidaen él. Cloqueaban las gallinas, cantaba el gallo,saltaban los conejos Por las sinuosidades de ungran montón de leña tierna, Y vigilados Por losdos hijos pequeños de Teresa, flotaban los ána-des en la vecina acequia y correteaban las ma-nadas de polluelos por los rastrojos, piandoincesantemente, moviendo sus cuerpecillossonrosados, cubiertos apenas de fino plumón.

Todo esto sin contar que Teresa, más deuna vez, se encerraba en su estudi, y, abriendoun cajón de la cómoda, desliaba pañuelos sobrepañuelos para extasiarse ante un montoncillo

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de monedas de plata, el primer dinero que SUmarido había hecho sudar a las tierras. Todoexige un principio. Y si los tiempos eran bue-nos, a este dinero se uniría otro y otro, y ¡quiénsabe si al llegar los chicos a la edad de las quin-tas podría librarlos con sus ahorros de ir a ser-vir al rey como soldados!

La reconcentrada y silenciosa alegría dela madre notábase también en Batiste. Habíaque verle un domingo por la tarde, fumandouna tagarnina de a cuarto en honor a la festivi-dad, paseando ante la barraca y mirando suscampos amorosamente. Dos días antes habíaplantado en ellos maíz y judías, como muchosde sus vecinos, pues a la tierra no hay que de-jarla descansar.

Apenas si podía él llevar adelante losdos campos que había roturado y cultivado.Pero, lo mismo que el difunto tío Barret, sentíala embriaguez de la tierra; cada vez deseabaabarcar más con su trabajo, y aunque era algopasada la sazón, pensaba remover al día si-

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guiente la parte de terreno que permanecía in-culta a espaldas de la barraca, para plantar enella melones, cosecha inmejorable, a la que sumujer sacaría muy buen producto llevándolos,como otras, al mercado de Valencia.

Había que dar gracias a Dios, que lepermitía al fin vivir tranquilo en aquel paraíso.¡Qué tierras las de la vega!... Por algo, según lashistorias, lloraban los moros al ser arrojados deallí.

La siega había limpiado el paisajeechando abajo las masas de trigo matizadas deamapolas que cerraban la vista por todos ladoscomo murallas de oro. Ahora la vega parecíamucho más grande, infinita, y extendía hastaperderse de vista los grandes cuadros de tierraroja, cortados por sendas acequias.

En todas las casas se observaba riguro-samente la fiesta del domingo, y como habíacosecha reciente y no poco dinero, nadie pen-saba en contravenir el precepto. No se veía unsolo hombre trabajando en los campos, ni una

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caballería en los caminos. Pasaban las viejas porlas sendas con la reluciente mantilla sobre losojos y una silleta en un brazo, como si tirase deellas la campana que volteaba lejos, muy lejos,sobre los tejados del pueblo. En una encrucija-da chillaba persiguiéndose un grupo numerosode niños; sobre el verde de los ribazos destacá-banse los pantalones rojos de algunos soldadi-tos que aprovechaban la fiesta para pasar unahora en sus casas. Sonaban a lo lejos, como unatela que se rasga, los escopetazos contra lasbandas de golondrinas que volaban a un lado ya otro en contradanza caprichosa, silbandoagudamente, como si rayasen con sus alas elcristal azul del cielo; zumbaban sobre las ace-quias las nubes de mosquitos casi invisibles, yen una alquería verde, baJo el añoso emparra-do, agitábanse como una amalgama de coloresfaldas floreadas, pañuelos vistosos. La dormi-lona cadencia de las guitarras parecía arrullar aun cornetín chillón que iba lanzando a todos losextremos de la vega, dormida bajo el sol, los

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morunos sones de la jota valenciana.Este tranquilo paisaje era la idealización

de una Arcadia laboriosa y feliz. Allí no podíaexistir gente mala. Batiste desperezabase convoluptuosidad, dominado por el bienestartranquilo de que parecía impregnado el am-biente. Roseta, con los chicos, se había ido albaile de la alquería; su mujer dormitaba bajo elsombrajo, y él se paseaba desde su vivienda alcamino, por el pedazo de tierra inculta que da-ba entrada al carro.

En pie en el puentecito, iba contestandoa los saludos de los vecinos, los cuales pasabanriendo como si fuesen a presenciar un espectá-culo graciosísimo.

Se dirigían todos a casa de Copa, paraver de cerca la famosa porfía de Pimentó conlos hermanos Torrerola, dos malas cabezas, lomismo que el marido de Pepeta, que habíanjurado igualmente odio al trabajo y pasaban eldía entero en la taberna. Surgían entre ellosnumerosas rivalidades y apuestas, especial-

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mente en esta época, que era cuando aumenta-ba la concurrencia del establecimiento. Los tresvalentones pujaban en brutalidad, ansioso cadauno de alcanzar renombre sobre los otros.

Batiste había oído hablar de esta apuestaque hacía ir las gentes a la famosa taberna comoun jubileo.

Se trataba de permanecer sentados ju-gando al truque y sin beber más líquido queaguardiente, hasta ver quién era el último quecaía.

Empezaron el viernes al anochecer, yaún estaban los tres en sus silletas de cuerda eldomingo por la tarde, jugando la centésimapartida de truque, con el jarro de aguardientesobre la mesilla de cinc, dejando sólo las car taspara tragarse las sabrosas morcillas que dabangran fama al tabernero Copa por lo bien quesabía conservarlas en aceite.

La noticia, esparciéndose por la vega,hacía venir como en procesión a todas las gen-tes de una legua a la redonda. Los tres guapos

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no quedaban solos un momento. Tenían susapasionados, que se encargaban de ocupar elcuarto sitio de la partida, y al llegar la noche,cuando la masa de expectadores se retiraba asus barracas, quedábanse allí viendo cómo ju-gaban a la luz de un candil colgado de un cho-po, pues Copa era hombre de malas pulgas,incapaz de aguantar la pesada monotonía deesta apuesta, y así que llegaba la hora de dor-mir cerraba la puerta, dejando en la plazoleta alos jugadores después de renovar su provisiónde aguardiente. Muchos fingían indignaciónante la brutalidad de esta porfía; pero en elfondo de su ánimo escarabajeaba cierto orgullopor el hecho de ser tales hombres sus vecinos.¡Vaya unos mozos de hierro que cría la huerta!El aguardiente pasaba por sus cuerpos como sifuese agua.

Todo el contorno parecía tener la vista fi-ja en la taberna, esparciéndose con celeridadprodigiosa las noticias sobre el curso de laapuesta. Ya se habían bebido dos cántaros, y

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como si nada... Ya iban tres..., y tan firmes. Co-pa llevaba la cuenta de lo bebido. Y la gente,según su predilección, apostaba por alguno delos tres contendientes.

Esta lucha, que durante dos días apasio-naba a toda la vega y no parecía aún próxima asu fin, había llegado a oídos de Batiste. El,hombre sobrio, incapaz de beber alcohol sinsentir náuseas y dolores de cabeza, no podíaocultar un asombro muy cercano a la admira-ción ante estos brutos, que, según sus suposi-ciones, debían de tener el estómago forrado dehojalata.

Y seguía con mirada de envidia a todoslos que marchaban hacia la taberna. ¿Por quéno había de ir él a donde iban los otros?... Nun-ca había entrado en casa de Copa, el antro enotro tiempo de sus enemigos; pero ahora justi-ficaba su presencia lo extraordinario del suce-so... Además, ¡qué demonio!, después de tantotrabajo y tan buena cosecha, bien podía unhombre honrado permitirse un poco de expan-

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sión.Y dando un grito a su dormida mujer

para avisarle que se iba, emprendió el caminode la taberna.

Era como un hormiguero humano lamasa de gente que llenaba la plazoleta frente acasa de Copa. Allí estaban, en cuerpo de cami-sa, con pantalones de pana, ventruda faja negray pañuelo a la cabeza en forma de mitra, todoslos hombres del contorno. Los viejos se apoya-ban en gruesos cayados de Liria, amarillos ycon arabescos negros; la gente joven mostrabaremangados los brazos nervudos y rojizos, ycomo contraste movía delgadas varitas de fres-no entre sus dedos enormes y callosos. Losenormes chopos que rodeaban la taberna dabansombra a los animados grupos.

Batiste se fijó por primera vez deteni-damente en la famosa taberna, con sus paredesblancas, sus ventanas pintadas de azul y losquicios chapados con vistosos azulejos de Ma-nises.

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Tenía dos puertas. Una era la de la bo-dega, y por entre sus hojas abiertas veíanse lasdos filas de toneles enormes que llegaban hastael techo, los montones de pellej¡os vacíos Yarrugados, los grandes embudos y las medidasde cinc teñidas de roj¡o por el continuo resbalardel líquido. En el fondo de la pieza estaba elpesado carro que rodaba hasta los últimos lími-tes de la provincia para traer las compras devino. Esta habitación, oscura y húmeda, ex-halaba un vaho de alcohol, un perfume de mos-to, que embriagaba el olfato y turbaba la vista,haciendo pensar que la tierra entera iba a que-dar cubierta por una inundación de vino.

Allí estaban los tesoros de Copa, de loscuales hablaban con unción y respeto todos losborrachos de la huerta. Él solo conocía el secre-to de sus toneles: atravesando con su vista lasviejas duelas, apreciaba la calidad de la sangreque contenían; era el sumo sacerdote de estetemplo del alcohol, y, al querer obsequiar aalguien, sacaba con tanta devoción como si lle-

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vase entre las manos la custodia, un vaso en elque centelleaba el líquido color de topacio conirisada corona de brillantes.

La otra puerta era la de la taberna, la queestaba abierta desde una hora antes de apuntarel día y por las noches hasta las diez, marcandosobre el negro camino como un gran rectángulorojo la luz de la lámpara de petróleo colgadasobre el mostrador.

Tenían las paredes zócalos de ladrillosrojos y barnizados, a la altura de un hombre,con una orla terminal de floreados azulejos.Desde allí hasta el techo, todas las paredes es-taban dedicadas al sublime arte de la pintura,pues Copa, aunque parecía hombre burdo,atento únicamente a que por la noche estuvieselleno el cajón de su mostrador, era un verdade-ro mecenas. Había traído un pintor de la ciu-dad, manteniéndolo allí más de una semana, yeste capricho de magnate protector de las artesle había costado, según declaraba él, unos cincoduros, peseta más que menos.

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Bien era verdad que no podía volverse lavista a ningún lado sin tropezar con algunaobra maestra, cuyos rabiosos colores parecíanalegrar a los parroquianos, animándolos a be-ber. Arboles azules sobre campos morados,horizontes amarillos, casas más grandes que losárboles y personas más grandes que las casas;cazadores con escopetas que parecían escobas ymajos andaluces, con el trabuco sobre las pier-nas, montados en briosos corceles, que teníanaspecto de ratas. Un portento de originalidadque entusiasmaba a los bebedores. Y sobre lasPuertas de los cuartos, el artista, aludiendo dis-cretamente al establecimiento, había pintadoasombrosos bodegones: granadas como cora-zones abiertos y ensangrentados, melones queparecían enormes pimientos, ovillos de estam-bre rojo que fingían ser melocotones.

Muchos sostenían que la preponderanciade la casa sobre las otras tabernas de la huertase debía a estos asombrosos adornos, y Copamaldecía las moscas que empañaban tanta

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hermoSura con el negro punteado de sus des-ahogos.

Junto a la puerta principal estaba el mos-trador, mugriento y pegajoso; detrás de él, latriple fila de pequeños toneles, coronada poralmenas de botellas conteniendo los diversos einnumerables líquidos del establecimiento. Delas vigas, como bambalinas grasientas, colga-ban pabellones de longanizas y morcillas o ris-tras de pequeños pimientos rojos y puntiagu-dos como dedos de diablo, y rompiendo la mo-notonía de tal decorado, algún jamón rojo yborlones majestuosos de chorizos.

El regalo para los paladares delicadosestaba en un armario de turbios cristales, juntoal mostrador. Allí, las estrellas de pastaflora, lastortas de pasa, los rollos escarchados de azúcar.las magdalenas, todo con cierto tonillo oscuro ymotas sospechosas que denunciaban antigüe-dad, y el queso de Murviedro, tierno, fresco, desuave blancura, en piezas como panes, desti-lando todavía suero.

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Además, contaba Copa con su cuarto-despensa, donde estaban en tinajas grandescomo monumentos las verdes aceitunas parti-das y las morcillas de cebolla conservadas enaceite; artículos de mayor despacho. Al final dela taberna abríase la puerta del corral, enorme,espacioso, con su media docena de fogonespara guisar las paellas. Las pilastras blancassostenían una parra vetusta, que daba sombra atan vasto espacio, y, apilados a lo largo de unlienzo de pared, taburetes y mesitas de cinc, entan prodigiosa cantidad, que parecía haber pre-visto Copa la invasión de su casa por la vegaentera.

Batiste, escudriñando la taberna, se fijóen el dueño, hombrón despechugado, pero conuna gorra de orejeras encasquetada en plenoestío sobre su rostro enorme, mofletudo, amo-ratado. Era el primer parroquiano de su esta-blecimiento: jamás se acostaba satisfecho si nohabía bebido en sus tres comidas medio cántarode vino.

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Por ello, sin duda, apenas si llamaba suatención esta apuesta que tan alborotada traía ala vega entera.

Su mostrador era una atalaya desde lacual, como experto conocedor, vigilaba la bo-rrachera de sus parroquianos. Que nadie alar-dease de guapo dentro de su casa, pues antesde hablar ya había echado mano él a una porraque tenía bajo el mostrador, especie de as debastos, al que le temblaban Pimentó y todos losvalentones del contorno... En su casa, nada dereyertas. ¡A matarse, al camino! Y cuando seabrían las navajas y se enarbolaban taburetes ennoche de domingo, Copa, sin hablar palabra niperder la calma, surgía entre los combatientes,agarraba del brazo a los más bravos, los llevabaen vilo hasta la carretera, y, atrancando la puer-ta por dentro, empezaba a contar tranquilamen-te el dinero del cajón antes de acostarse, mien-tras afuera sonaban los golpes y los lamentosde la riña reanudada. Todo era asunto de cerraruna hora antes la taberna; pero dentro de ella

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jamás tendría la Justicia quehacer alguno mien-tras estuviese él detrás del mostrador.

Batiste, después de mirar furtivamentedesde la puerta al tabernero, que con la ayudade su mujer y un criado despachaba a los pa-rroquianos, volvió a la plazoleta. Allí se agregóa un corrillo de viejos que discutían sobre cuálde los tres sostenedores de la apuesta se mos-traba más sereno.

Muchos labradores, cansados de admi-rar a los tres guapos, jugaban por su cuenta omerendaban formando corro alrededor de lasmesillas. Circulaba el porrón, soltando su rojochorrillo, que levantaba un tenue glu-glu alcaer en las abiertas bocas; obsequiábanse unos aotros con puñados de cacahuetes Y altramuces.En platos cóncavos de loza servían las criadasde la taberna las negras y aceitosas morcillas, elqueso fresco, las aceitunas partidas, con su cal-do, en el que flotaban olorosas hierbas; y sobrelas mesas veíase el pan de trigo nuevo, los ro-llos de rubia corteza, mostrando en su interior

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la miga morena y suculenta de la gruesa harinade la huerta.

Toda esta gente, comiendo, bebiendo ygesticulando, levantaba el mismo rumor que sila plazoleta estuviese ocupada por un avisperoenorme, y en el ambiente flotaban vapores dealcohol, un vaho asfixiante de aceite frito y elpenetrante olor del mosto, mezclándose con elperfume de los campos vecinos.

Batiste se aproximó, finalmente, al grancorro que rodeaba a los de la apuesta.

Al principio no vió nada; pero lentamen-te, empujado por la curiosidad de los que esta-ban detrás de él, fué abriéndose paso entre loscuerpos sudorosos y apretados, hasta verse enprimera fila. Algunos espectadores estabansentados en el suelo, con la mandíbula apoyadaen ambas manos, la nariz sobre el borde de lamesilla y la vista fija en los jugadores, para noperder detalle del famoso suceso. Allí era don-de más intolerable resultaba el olor del alcohol.Parecían impregnados de él los alientos y la

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ropa de toda la gente.Vió Batiste a Pimentó y a sus contrincan-

tes sentados en taburetes de fuerte madera dealgarrobo, con los naipes ante los ojos, el jarrode aguardiente al alcance de una mano y sobreel cinc el montoncito de granos de maíz queequivalía a los tantos del juego. A cada jugada,alguno de los tres agarraba el jarro, bebía en élreposadamente y lo pasaba a los compañeros,que lo iban empinando igualmente con no me-nos ceremonia.

Los espectadores más inmediatos mira-ban los naipes a cada uno por encima del hom-bro para convencerse de que jugaba bien . Nohabía cuidado: las cabezas estaban sólidas; co-mo si allí no se bebiese más que agua, nadieincurría en descuido ni había jugadas torpes.

Y seguía la partida, sin que por ello losde la apuesta dejasen de hablar con los amigos,bromeando sobre el final de la lucha.

Pimentó, al ver a Batiste, masculló un«¡Hola!» que pretendía ser un saludo, y volvió

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la vista a sus cartas.Sereno, podría estarlo; pero tenía los ojos

enrojecidos, brillaba en sus pupilas una chispaazulada e indecisa, semejante a la llama delalcohol, y su cara iba adquiriendo por momen-tos una palidez mate. Los otros no estaban me-jor; pero todos reían. Los espectadores, conta-giados por los del juego, se pasaban de manoen mano los jarros pagados a escote, y era aque-llo una verdadera inundación de aguardiente,que, desbordándose fuera de la taberna, bajabacomo oleada de fuego a todos los estomagos.

Hasta Batiste tuvo que beber, apremiadopor los del corro. No le gustaba; pero un hom-bre debe probar todas las cosas, y volvió a ani-marse con las mismas reflexiones que lo habíanllevado hasta la taberna. Cuando un padre defamilia ha trabajado y tiene en el granero lacosecha, bien puede permitirse su poquito delocura.

Sintió gran calor en el estómago y en lacabeza una deliciosa turbación. Comenzaba a

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acostumbrarse a la atmósfera de la taberna,encontrando cada vez más graciosa la porfía.

Hasta Pimentó le resultaba un hombrenotable..., a su modo.

Los jugadores habían terminado la par-tida número -nadie sabía cuántos-y discutíancon sus amigos sobre la próxima cena. Uno delos Terrerolas perdía terreno visiblemente. Dosdías de aguardiente a todo pasto, con sus dosnoches pasadas en turbio, empezaban a pesarsobre él. Se iban cerrando sus ojos y dejaba caerpesadamente la cabeza sobre su hermano, elcual pretendía reanimarlo con tremendos puñe-tazos en los ijares, dados en sordina por debajode la mesa.

Pimentó sonreía socarronamente ante es-te triunfo. Ya tenía uno en el suelo. Y discutía lacena con sus admiradores. Debía ser espléndi-da, sin miedo al gasto; de todos modos, él nohabía de pagarla. Una cena que fuese dignofinal de la hazaña, pues en la misma noche se-guramente quedaría terminada la apuesta ven-

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ciendo al otro hermano.Y cual trompeta gloriosa que anunciaba

por anticipado el triunfo de Pimentó, empeza-ron a sonar los ronquidos del Terrerola el pe-queño, caído de bruces sobre la mesa y próxi-mo a desplomarse del taburete, como si todo elaguardiente que llevaba en el estómago buscaseel suelo por ley de gravedad.

Su hermano hablaba de despertarlo a bo-fetadas; pero Pimentó intervino bondadosa-mente, como un vencedor magnánimo. Ya lodespertarían a la hora de cenar. Y afectando darpoca importancia a la porfía y a su propia forta-leza, habló de su falta de apetito como de unagran desgracia, después de haberse pasado dosdías en aquel sitio devorando y bebiendo bru-talmente.

Un amigo corrió a la taberna para traeruna larga ristra de guindillas. Esto le devolveríael apetito. La bufonada provocó grandes riso-tadas, y Pimentó, para asombrar más a sus ad-miradores, ofreció el manjar infernal al Terrero-

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la que aún se sostenía firme, mientras él, por suparte, lo iba devorando con la misma indiferen-cia que si fuese pan.

Un murmullo de admiración circuló porel corro. Por cada guindilla que se comía elotro, el marido de Pepeta se zampaba tres, y asídieron fin a la ristra, verdadero rosario de de-monios colorados, Este bruto debía de tenercoraza en el estómago.

Y seguía firme, impasible, cada vez máspálido, con los ojos entumecidos y rojos, pre-guntando si Copa había ya matado un par depollos para la cena y dando instrucciones sobreel modo de guisarlos.

Batiste lo miraba con asombro y al mis-mo tiempo sentía un vago deseo de irse. Co-menzaba a caer la tarde; en la plazoleta subíande tono las voces; se iniciaba el escándalo detodas las noches de domingo. Además, Pimentólo miraba con demasiada frecuencia, con susojos molestos y extraños de borracho firme.Pero, sin saber por qué, permanecía allí como si

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este espectáculo tan nuevo para él pudiese másque su voluntad.

Los amigos del valentón le daban bro-mas al ver que después de las guindíllas dabatientos al jarro, sin cuidarse de si su enemigo loimitaba. «No debía beber tanto: iba a perder, yle faltaría dinero para pagar. Ahora ya no eratan rico como en los años anteriores, cuando ladueña de sus tierras se conformaba con no co-brarle el arrendamiento.»

Un imprudente dijo esto sin darse cuen-ta del valor de sus palabras, y se hizo un silen-cio doloroso, como en la alcoba de un enfermocuando se pone al descubierto la parte dañada.

¡Hablar de arrendamientos y de pagasen aquel sitio, cuando entre actores y especta-dores se había consumido el aguardiente a cán-taros!...

Batiste se sintió inquieto. Le pareció quepasaba de pronto por el ambiente algo hostil,amenazador. Sin gran esfuerzo hubiera echadoa correr; pero se quedó, creyendo que todos lo

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miraban a hurtadillas. Temió, si huía, anticiparla agresión, ser detenido por el insulto; y con laesperanza de pasar inadvertido, permanecióinmóvil, como subyugado por una impresiónque no era de miedo, pero sí de algo más queprudencia.

Los admiradores de Pimentó le hacíanrepetir el procedimiento de que se valía todoslos años para no pagar a la dueña de sus tierrasy lo celebraban con grandes risotadas, con es-tremecimientos de maligna alegría, como losesclavos que se regocijan con las desgracias desu señor.

El valentón relataba modestamente susglorias. Todos los años, por Navidad y por SanJuan, emprendía el camino de Valencia, tole,tole, para ver a la propietaria de sus tierras.Otros llevaban el buen par de pollos, la cesta detortas, la banasta de frutas para enternecer a losseñores, para que aceptasen la paga incomple-ta, lloriqueando y prometiendo redondear lasuma más adelante. El sólo llevaba palabras, y

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no muchas.Su ama, una señorona majestuosa, lo re-

cibía en el comedor de su casa. Por allí cercaandaban las hijas, unas señoritingas siemprellenas de lazos y colorines.

Doña Manuela echaba mano a la libretapara recordar los semestres que Pimentó lleva-ba atrasados... «Venía a pagar, ¿eh?...» Y el so-carrón, al oír la pregunta de la señora de Paja-res, siempre contestaba lo mismo: «No, señora;no podía pagar porque estaba sin un cuarto.»Sabía que con esto se acreditaba de pillo. Ya lodecía su abuelo, que era persona de muchosaber: «¿Para quién se han hecho las cadenas?Para los hombres. ¿Pagas? Eres buena persona.¿No pagas? Eres un pillo.»

Y después de exponer este curso brevede filosofía rústica, apelaba al segundo argu-mento, que era sacar d su faja una tagarnina detabaco negro con una navaja enorme, y comen-zaba a picarla para liar un cigarrillo.

La vista de la navaja daba escalofríos a la

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señora, la ponía nerviosa, y por eso mismo elsocarrón cortaba el tabaco con lentitud y tarda-ba en guardársela, repitiendo siempre los mis-mos argumentos del abuelo para explicar su¿retraso en el pago.

Las niñas de los lacitos le apodaban el delas cadenas; la mamá sentíase inquieta con lapresencia de este bárbaro de negra fama, queolía a vino y hablaba accionando con la navaja;y convencida, al fin, de que nada había de sacarde él, indicábale que se fuese; pero él experi-mentaba un hondo gozo siendo molesto y pro-curaba prolongar la entrevista. Hasta le llega-ron a decir que ya que no pagaba podía ahorrarsus visitas. La señora se olvidaría de la existen-cia de sus tierras. ¡Ah, no, doña Manuela! Pi-mentó era exacto cumplidor de sus deberes, ycomo arrendatario debía visitar a su ama enNavidad y en San Juan para demostrarle que sino pagaba, no por eso dejaba de ser su humildeservidor.

Y allá iba dos veces al año para manchar

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el piso con sus alpargatas cubiertas de barro yrepetir que las cadenas son para los hombres,haciendo molinetes con la navaja. Era una ven-ganza de esclavo, el amargo placer del mendigoque comparece con sus pestilentes andrajos enmedio de una fiesta de ricos.

Todos los labriegos reían, comentando laconducta de Pimentó para con su ama.

Y el valentón apoyaba con razones suconducta. ¿Por qué había de pagar él? Vamos aver: ¿por qué?... Sus tierras ya las cultivaba suabuelo. A la muerte de su padre se las habíanrepartido los hermanos a su gusto, siguiendo lacostumbre de la huerta, sin consultar para nadaal propietario. Ellos eran los que las trabajaban,los que las hacían producir, los que dejabanpoco a poco la vida sobre sus terrones.

Pimentó, hablando con vehemencia desu trabajo, mostraba tal impudor, que algunossonreían... Bueno; él no trabajaba mucho, por-que era listo y había conocido la farsa de la vi-da. Pero alguna vez trabajaba, de tarde en tar-

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de, y esto era bastante para que las tierras fue-sen con más justicia de él que de aquella seño-rona gorda de Valencia. Que viniera ella a tra-bajarlas; que fuese agarrada al arado con todassus arrobas de carne, y las dos chicas de loslacitos uncidas y tirando de él, y entonces seríasu legítima dueña.

Las bromas groseras del valentón hacíanrugir de risa a la concurrencia. A todo el corro,toda aquella gente, que aún guardaba el malsabor de la paga de San Juan, le hacía muchagracia ver tratados a sus amos tan cruelmente.¡Ah! Lo del arado era muy chistoso; y cada cualse imaginaba ver a su amo, al panzudo y meti-culoso rentista o a la señora vieja y altiva, en-ganchados a la reja, tirando y tirando para abrirel surco, mientras ellos, los de abajo, los labra-dores, chasqueaban el látigo.

Y todos se guiñaban un ojo, reían, se da-ban palmadas para expresar su contento. ¡Oh!Se estaba muy bien en casa de Copa oyendo aeste hombre. ¡Qué cosas se le ocurrían!...

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Pero el marido de Pepeta se mostrósombrío, y muchos advirtieron en él la miradade través, aquella mirada de homicida que co-nocían de antiguo en la taberna, como signoindudable de inmediata agresión. Su voz tornó-se fosca, como si todo el alcohol que hinchabasu estómago hubiese subido en oleada ardientea su garganta.

Podían reír sus amigos hasta reventar;pero tales risas serían las últimas. La huerta yano era la misma que había sido durante diezaños. Los amos, conejos miedosos, se habíanvuelto ahora lobos intratables. Ya sacaban losdientes, como en otros tiempos. Hasta su amase atrevía con él -¡con él, que era el terror detodos los propietarios de la huerta!-, y en suvisita de San Juan habíase burlado de su dichode las cadenas y hasta de la navaja, anuncián-dole que se preparase a dejar las tierras o pagarel arrendamiento, sin olvidar los atrasos.

¿Y por qué se crecían de tal modo? Por-que ya no les tenían miedo... ¿Y por qué no les

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tenían miedo? ¡Cristo! Porque ya no estabanabandonadas e incultas las tierras de Barret,aquel espantajo de desolación que aterraba alos amos y los hacía ser dulces y transigentes.Se había roto el encanto. Desde que un ladrónmuerto de hambre había logrado imponerse atodos ellos, los propietarios se reían, y paravenga¡rse de diez años de forzada mansedum-bre, se hacían más malos que el famoso donSalvador.

-Veritat.., veritat (Verdad..., verdad.) -decían en todo el corro, apoyando las razonesde Pimentó con furiosas cabezadas.

Todos reconocían que sus amos habíancambiado al recordar los detalles de su últimaentrevista con ellos: las amenazas de desahucio,la negativa a aceptar la paga incompleta, laexpresión irónica con que les habían habladode las tierras del tío Barret, otra vez cultivadas,a pesar del odio de toda la huerta. Y ahora, re-pentinamente, después de la dulce flojedad dediez años de triunfo, con la rienda a la espalda

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y el amo a los pies, venía el cruel tirón, la vueltaa otros tiempos, el encontrar amargo el pan y elvino más áspero pensando en el maldito semes-tre, y todo por culpa de un forastero, de unpiojoso que ni siquiera había nacido en la huer-ta, descolgándose entre ellos para embrollar sunegocio y hacerles más difícil la vida. ¿Y aúnvivía ese tunante? ¿Es que en la huerta no que-daban hombres...?

¡Adiós amistades recientes, respetos na-cidos junto al ataúd de un pobre niño! Toda laconsideración creada por la desgracia veníaseabajo como torre de naipes, desvanecíase comotenue nube, reapareciendo de golpe el antiguoodio, la solidaridad de toda la huerta, que alcombatir al intruso defendía su propia existen-cia.

¡Y en qué momento resurgía esta animo-sidad! Brillaban los ojos, fijos en él con el fuegodel odio: las cabezas, turbadas por el alcohol,parecían sentir el escarabajeo de la tentaciónhomicida; instintivamente iban todos hacia

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Batiste, y éste comenzó a sentirse empujado portodos lados, como si el círculo se estrechasepara devorarlo.

Estaba arrepentido de haberse quedadojunto a los jugadores. No tenía miedo, peromaldecía la hora en que se le ocurrió entrar enla taberna, sitio extraño que parecía robarle suenergía. Aquí había perdido aquella enterezaque lo animaba cuando sentía bajo sus plantaslas tierras cultivadas a costa de tantos sacrifi-cios, y en cuya defensa estaba pronto a perdersu vida.

Pimentó, rodando por la pendiente de sucólera, sintió caer de un golpe sobre su cerebrotodo el aguardiente bebido en dos días. Habíaperdido su serenidad de ebrio inquebrantable,Y al levantarse, tambaleando, tuvo que hacerun esfuerzo para sostenerse sobre sus piernas.Sus ojos estaban inflamados, como si fuesen amanar sangre; su voz era trabajosa, cual si tira-sen de ella, no dejándola salir el alcohol y lacólera.

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-¡Vesten! -dijo con imperio a Batiste,avanzando una mano amenazante hasta rozarsu rostro-. ¡Vesten o te mate! (¡Vete!... ¡Vete o temato!) ¡Irse!... Esto es lo que deseaba Batiste,cada vez más pálido, más arrepentido de verseallí. Pero bien adivinaba el significado de aquelimperioso «¡Vete!» del valentón, apoyado porlas muestras de asentimiento de todos.

No le exigían que se fuese de la taberna,librándolos de su presencia odiosa; le ordena-ban con amenaza de muerte que abandonasesus tierras, que eran como la carne de su cuer-po; que perdiese para siempre la barraca dondehabía muerto su chiquitín, y en la cual cadarincón guardaba un recuerdo de las luchas yalegrías de la familia en su batalla con la mise-ria. Y rápidamente se vio otra vez con todos susmuebles sobre el carro, errante por los caminos,en busca de lo desconocido, para crearse otraexistencia, llevando como tétrica escolta la feahambre, que iría pisándole los talones... ¡No! Elrehuía las cuestiones; pero que no le tocasen el

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pan de los suyos.Ya no sentía inquietud. La imagen de su

familia hambrienta y sin hogar le dió una agre-sividad colérica. Hasta sintió deseos de acome-ter a aquella gente sólo por haberle exigido talmonstruosidad.

-¿T'en vas? ¿T'en vas? (¿Te vas? ¿Tevas?) -preguntaba Pimentó, cada vez más foscoy amenazador.

No, no se iba. Lo dijo con la cabeza, consu sonrisa de desprecio, con una mirada defirmeza y de reto que fijó en todo el corro.

-¡Granuja! -rugió el matón, al mismotiempo que caía una de sus manos sobre la carade Batiste, sonando una terrible bofetada.

Como animado por tal agresión, todo elcorro se lanzó contra el odiado intruso; peroencima de la línea de cabezas empezó a mover-se un brazo nervudo empuñando un taburetecon asiento de esparto, el mismo, tal vez, enque estuvo hasta poco antes Pimentó.

Para el forzudo Batiste era un arma te-

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rrible este asiento de fuertes travesaños y grue-sas patas de algarrobo con aristas pulidas por eluso.

Rodaron jarros Y mesillas; la gente sehizo atrás instintivamente, aterrada por elademán agresivo de este hombre siempre pací-fico, que parecía ahora agigantado por la rabia;y antes que pudieran todos retroceder un nue-vo paso, «¡Plaf!», sonó un ruido de puchero queestalla, y cayó Pimentó con la cabeza rota de untaburetazo.

En la plazoleta se produjo una confusiónindescriptible.

Copa, que desde su cubil parecía no fi-jarse en nada Y era el primero en husmear lasreyertas, así que vió el taburete por el aire tiródel as de bastos oculto bajo el mostrador, y aporrada seca limpió en un santiamen la tabernade parroquianos, cerrando inmediatamente lapuerta, según su sana costumbre.

Quedó revuelta la gente en la plazoleta,rodaron las mesas, enarboláronse varas y garro-

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tes, poniéndose cada uno en guardia contra elvecino, por lo que pudiera ocurrir; Y mientrastanto, el causante de toda la zambra, Batiste,permanecía inmóvil, con los brazos caídos, em-puñando todavía el taburete con manchas desangre, asustado de lo que acababa de hacer.

Pimentó, de bruces en el suelo, se queja-ba con lamentos que parecían ronquidos, sa-liendo a borbotones la sangre de su rota cabeza.

Con la fraternidad del ebrio, acudió Te-rrerola el mayor en auxilio de su rival, mirandohostilmente a Batiste. Lo insultaba, buscandoen su faja un arma para herirlo.

Los más pacíficos huían por las sendas,volviendo atrás la cabeza con malsana curiosi-dad; los demás seguían inmóviles, puestos a ladefensa, capaz cada uno de despedazar al veci-no sin saber por qué, pero no queriendo ser elprimero en la agresión. Los palos seguían enalto, relucían las navajas en los grupos; peronadie se aproximaba a Batiste, y éste retrocediólentamente de espaldas, enarbolando el ensan-

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grentado taburete.Así salió de la plazoleta, mirando con

ojos de reto al grupo que rodeaba al caído Pi-mentó. Eran todos gente brava; pero parecíandominados por la fuerza de este hombre.

Viéndose en el camino, a corta distanciade la taberna, echó a correr, y cerca ya de subarraca arrojó en una acequia el pesado tabure-te, mirando con horror las manchas negruzcasde la sangre ya seca.

Batiste perdió toda esperanza de vivirtranquilo en sus tierras.

La huerta entera volvía a levantarse co-ntra él. Otra vez tuvo que aislarse en la barracacon su familia, vivir en perpetuo vacío, comoun apestado, como una fiera enjaulada a la quetodos enseñaban el puño desde lejos.

Su mujer le había contado al día siguien-te cómo fué conducido a su barraca el heridovalentón. El mismo, desde su vivienda, habíaoído los gritos y las amenazas de toda la genteque acompañaba, solícita, al magullado Pimen-

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tó... Una verdadera manifestación. Las mujeres,sabedoras de lo ocurrido gracias a la pasmosarapidez con que en la huerta se transmiten lasnoticias, salían al camino para ver de cerca albravo marido de Pepeta y compadecerlo comoa un héroe sacrificado por el interés de todos.

Las mismas que horas antes hablabanpestes de él, escandalizadas por su apuesta deborracho, lo compadecían, se enteraban de si suherida era grave, y clamaban venganza contraaquel muerto de hambre, aquel ladrón, que, nocontento con apoderarse de lo que no era suyo,todavía intentaba imponerse por el terror, ata-cando a los hombres de bien.

Pimentó se mostraba magnífico. Muchole dolía el golpe, andaba apoyado en sus ami-gos, con la cabeza entrapajada, hecho un ecce-homo, según afirmaban las indignadas coma-dres; pero hacía esfuerzos para sonreír, y a cadaexcitación de venganza contestaba con un gestoarrogante, afirmando que corría de su cuenta elcastigar al enemigo.

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Batiste no dudó que aquellas gentes sevengarían; Conocía los procedimientos usualesen la huerta. Para aquella tierra no se habíahecho la justicia de la ciudad. El presidio erapoca cosa tratándose de satisfacer un resenti-miento. ¿Para qué necesitaba un hombre juecesni Guardia Civil, teniendo buen ojo y una esco-peta en su barraca? Las cosas de los hombresdeben resolverlas los hombres mismos.

Y como toda la huerta pensaba así, envano al día siguiente de la riña pasaron y repa-saron por las sendas dos charolados tricornios,yendo de casa de Copa a la barraca de Pimentópara hacer preguntas insidiosas a la gente queestaba en los campos. Nadie había visto nada,nadie sabía nada: Pimentó contaba con risota-das brutales cómo se había roto él mismo lacabeza volviendo de la taberna, a consecuenciade su apuesta, que le hizo andar con paso vaci-lante, chocando contra los árboles del camino; ylos dos guardias civiles tuvieron que volverse asu cuartelillo de Alboraya sin sacar nada en

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claro de los vagos rumores de riña y sangre quehabían llegado hasta ellos.

Esta magnanimidad de la víctima y desus amigos alarmaba a Batiste, haciéndole viviren perpetua defensiva.

La familia, como medroso caracol, se re-plegó dentro de la vivienda, huyendo del con-tacto con la huerta.

Los pequeños ya no asistieron a la escue-la. Roseta dejó de ir a la fábrica y Batistet nodaba un paso más allá de sus campos. El padreera el único que salía, mostrándose tan confia-do y tranquilo por su seguridad como cuidado-so y prudente era para con los suyos.

Pero no hacía ningún viaje a Valencia sinllevar consigo la escopeta, que dejaba confiadaa un amigo de los arrabales. Vivía en continuocontacto con su arma, la pieza más moderna desu casa, siempre limpia, brillante y acariciadacon ese cariño de moro que el labrador valen-ciano siente por su escopeta.

Teresa estaba tan triste como al morir el

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pequeñuelo. Cada vez que veía a su maridolimpiando los dos cañones del arma, cambian-do los cartuchos o haciendo jugar la palancapara convencerse de que se abría con suavidad,pasaba por su memoria la imagen del presidioy la terrible historia del tío Barret. Veía sangre,y maldecía la hora en que se les ocurrió estable-cerse sobre estas tierras malditas. Y despuésvenían las horas de inquietud por la ausenciade su marido, unas tardes interminables deangustia, esperando al hombre que nunca re-gresaba, saliendo a la puerta de la barraca paraexplorar el camino, estremeciéndose cada vezque sonaba a lo lejos algún disparo de los caza-dores de golondrinas, creyéndolo el principiode una tragedia, el tiro que destrozaba la cabe-za del jefe de la familia o que le abría las puer-tas del presidio. Y cuando, finalmente, aparecíaBatiste, gritaban los pequeños de alegría, sonre-ía Teresa, limpiándose los ojos; salía la hija aabrazar a su pare, y hasta el perro saltaba juntoa él, husmeándolo con inquietud, como si olfa-

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tease en su persona el peligro que acababa dearrostrar.

Y Batiste, seguro, firme, sin arrogancia,reía de la inquietud de su familia, mostrándosecada vez más atrevido según iba transcurriendoel tiempo desde la famosa riña.

Se consideraba seguro. Mientras llevasependiente del brazo el magnífico pájaro de dosvoces, como él llamaba a su escopeta, podíamarchar con tranquilidad por toda la huerta.Yendo en tan buena compañía, sus enemigosfingían no conocerle. Hasta algunas veces habíavisto de lejos a Pimentó, que paseaba por lahuerta como bandera de venganza su cabezaentrapajada, y el valentón, a pesar de que esta-ba repuesto del golpe, huía, temiendo el en-cuentro tal vez más que Batiste.

Todos lo miraban de reojo, pero jamásoyó desde los campos cercanos al camino unapalabra de insulto. Le volvían la espalda condesprecio, se inclinaban sobre la tierra y traba-jaban febrilmente hasta perderlo de vista.

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El único que le hablaba era el tío Tomba,el pastor loco, que le reconocía con sus ojos sinluz, como si oliese en torno de Batiste el am-biente de la catástrofe. Y siempre lo mismo...¿No quería abandonar las tierras malditas?

-Fas mal, fill meu; te portarán desgrasia(Haces mal, hijo mío; te traerán desgracia.)

Batiste acogía con una sonrisa la cantile-na del viejo.

Familiarizado con el peligro, nunca lohabía temido menos que ahora. Hasta sentíacierto goce secreto provocándolo, marchandorectamente hacia él. Su hazaña de la tabernahabía modificado su carácter, antes pacífico ysufrido, despertando en su interior una brutali-dad agresora. Quería demostrar a toda aquellagente que no la temía, y así como le había abier-to la cabeza a Pimentó, era capaz de andar atiros con toda la huerta. Ya que le empujaban aello, sería valentón y jactancioso por algúntiempo, para que le respetasen, dejándole des-pués vivir tranquilamente.

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Metido en tan peligroso empeño, hastaabandonó sus campos, pasando los días en lossenderos de la huerta con pretexto de cazar,pero en realidad para exhibir su escopeta y sugesto de pocos amigos.

Una tarde, tirando a las golondrinas enel barranco de Carraixet, le sorprendió el cre-púsculo.

Los pájaros tejían con su inquieto vuelouna caprichosa contradanza, reflejada por lastranquilas charcas con orlas de juncos. Este ba-rranco, que cortaba la huerta como una grietaprofunda, sombrío, de aguas estancadas y pu-trefactas, con orillas fangosas, junto a las cualesse agitaba alguna piragua medio podrida, erade un aspecto desolado y salvaje. Nadie hubie-ra sospechado que detrás de los altos ribazos,más allá de los juncos y los cañares, estaba lavega, con su ambiente risueño y sus verdesperspectivas. Hasta la luz del sol parecía lúgu-bre bajando al fondo de este barranco, tamizadapor una áspera vegetación y reflejándose páli-

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damente en las aguas muertas.Batiste pasó la tarde tirando. En su faja

quedaban ya pocos cartuchos, y a sus pies, co-mo montón de plumas ensangrentadas, teníahasta dos docenas de pájaros. ¡La gran cena!...¡Cómo se alegraría su familia!

Empezó a anochecer en el profundo ba-rranco; de las charcas surgió un hálito hedion-do, la respiracíón venenosa de la fiebre palúdi-ca. Las ranas cantaban a miles, como si saluda-sen a las primeras estrellas, contentas de no oírya los tiros que interrumpían su croqueo y lasObligaba a arrojarse medrosamente de cabeza,rompiendo el terso cristal de los estanques pu-trefactos.

Recogió Batiste los manojos de páJaros,colgándolos de su faja, y con sólo dos saltossubió el ribazo, emprendiendo por las sendas elregreso a su barraca.

El cielo, impregnado aún de la débil luzdel crepúsculo, tenía un tono dulce de violeta;brillaban las estrellas, y en la inmensa huerta

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sonaban los mil ruidos de la vida campestreantes de extinguirse con la llegada de la noche.Pasaban por las sendas las muchachas que re-gresaban de la ciudad, los hombres que volvíandel campo, las cansadas caballerías arrastrandoel pesado carro, y Batiste contestaba al ¡Bonanit! de todos los que transitaban junto a él, gen-te de Alboraya que no le conocía o no tenía losmotivos que sus convecinos para odiarle.

Dejó atrás el pueblo, y según avanzabaBatiste hacia su barraca marcábase cada vezmás la hostilidad. La gente tropezaba con él enlas sendas sin darle las buenas tardes.

Entraba en tierra extranjera, y como sol-dado que se prepara a combatir apenas cruza lafrontera enemiga, Batiste buscó en su faja lasmuniciones de guerra, dos cartuchos con bala ypostas, fabricados por él mismo, y cargó suescopeta.

El hombretón rió después de hacer esto.Buena rociada de plomo iba a recibir aquel queintentase cortarle el paso.

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Caminaba sin prisa, tranquilamente, go-zándose en respirar la frescura de aquella no-che de verano. Pero esta calma no le impedía irpensando en lo aventurado que era recorrer lahuerta a tales horas teniendo enemigos.

Su oído sutil de campesino percibió unruido a su espalda. Volvió rápidamente, y a ladifusa luz de las estrellas creyó ver un bultonegro saliendo del camino con silencioso paso yocultándose detrás de un ribazo.

Batiste requirió su escopeta y, montandolas llaves, se aproximó cautelosamente a dichositio. Nadie... Unícamente a alguna distancia lepareció que las plantas ondulaban en la oscuri-dad, como si un cuerpo se arrastrase entre ellas.

Le venían siguiendo: alguien intentabasorprenderle traidoramente por la espalda. Pe-ro esta sospecha duró poco. Tal vez fuese algúnperro vagabundo que huía al sentir su aproxi-mación.

En fin: lo cierto era que alguien huía deél, fuese quien fuese, y nada tenía que hacer

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allí.Siguió adelante por el lóbrego camino,

andando silenciosamente, como hombre queconoce el terreno a ciegas y por prudencia des-ea no llamar la atención. Según se aproximabaa su barraca, sentía mayor inquietud. Este erasu distrito, pero en él estaban sus más tenacesenemigos.

Algunos minutos antes de llegar a su vi-vienda, cerca de la alquería azul donde las mu-chachas bailaban los domingos, el camino seestrangulaba, formando varias curvas. A unlado, un ribazo alto coronado por doble fila deviejas moreras; al otro, una ancha acequia, cu-yos bordes en pendiente estaban cubiertos porespesos y altos cañares.

Esta vegetación parecía en la oscuridadun bosque indiano, una bóveda de bambúescimbreándose sobre el camino negro. La masade cañas, estremecida por el vientecillo de lanoche, lanzaba un quejido lúgubre; parecíaolerse la traición en este lugar, tan fresco y

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agradable durante las horas de sol.Batiste, para burlarse de su propia in-

quietud, exageraba el peligro mentalmente.¡Magnífico lugar para soltarle un escopetazoseguro! Si Pimentó anduviese por allí, no des-preciaría tan hermosa ocasión.

Y apenas se dijo esto, salió de entre lascañas una recta y fugaz lengua de fuego, unaflecha roja, que, al disolverse, produjo un es-tampido, y algo pasó silbando junto a una orejade Batiste. Tiraban contra él... Instintivamentese agachó queriendo confundirse con la lobre-guez del suelo, no presentar blanco al enemigo.Y en el mismo momento brilló un segundo fo-gonazo, sonó otra detonación, confundiéndosecon los ecos aún vivos de la primera, y Batistesintió en el hombro izquierdo un dolor de des-garramiento, algo así como una uña de aceroarañándole superficialmente.

Apenas si reparó en ello su atención.Sentía una alegría salvaje. Dos tiros..., el enemi-go estaba desarmado.

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-¡Cristo! ¡Ara te pille! (¡Cristo! ¡Ahora tepillo!)

Se lanzó por entre las cañas, bajó casirodando la pendiente de una de las orillas de laacequia, y se vio metido en el agua hasta la cin-tura, los pies en el barro y los brazos altos, muyaltos, para impedir que se le mojase la escopeta,guardando avaramente los dos tiros hasta elmomento de dispararlos con toda seguridad.

Ante sus ojos cruzábanse las cañas for-mando apretada bóveda, casi al ras del agua.Delante de él iba sonando en la lobreguez unchapoteo sordo, como si un perro huyese ace-quia abajo... Allí estaba el enemigo: ¡a él!

Y empezó una carrera loca en el Profun-do cauce, andando a tientas en la sombra, de-jando perdidas las alpargatas en el légamo dellecho, con los pantalones pegados a la carne,tirantes, pesados, dificultando los movimientos,recibiendo en el rostro el bofetón de las cañastronchadas, los arañazos de las hojas rígidas ycortantes.

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Hubo un momento en que Batiste creyóver algo negro que se agarraba a las cañas pug-nando por remontar el ribazo. Podía escapar-se... i Fuego! Sus manos, que sentían la come-zón del homicidio, echaron la escopeta a la ca-ra; partió el gatillo..., sonó el disparo y cayó elbulto en la acequia, entre una lluvia de hojas ycañas rotas.

¡A él! ¡A él!... Otra vez volvió Batiste aoír aquel chapoteo de perro fugitivo; pero aho-ra con más fuerza, como si extremara la huídaespoleado por la desesperación.

Fué un vértigo esta carrera a través de laoscuridad, de la vegetación y del agua. Resba-laban los dos en el blanducho suelo, sin poderagarrarse a las cañas por no soltar la escopeta;arremolinábase el agua, batida por la furiosacarrera, y Batiste, que cayó de rodillas variasveces, sólo pensó en estirar los brazos paramantener su arma fuera de la superficie, sal-vando el tiro de reserva.

Y así continuó la cacería humana, a tien-

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tas, en la oscuridad Profunda, hasta que en unarevuelta de la acequia salieron a un espaciodespejado, con los ribazos limpios de cañas.

Los ojos de Batiste, habituados a la lo-breguez de la bóveda vegetal, vieron con todaclaridad a un hombre que, apoyándose en laescopeta, salía tambaleándose de la acequia,moviendo con dificultad sus piernas cargadasde barro.

Era él.... ¡él! ¡El de siempre!-¡Lladre..., lladre..., no t'escaparás! (¡La-

drón..., ladrón..., no te escaparás!) -rugió Batis-te. disParando su segundo tiro desde el fondode la acequia, con la seguridad del tirador quepuede apuntar bien y sabe que hace carne.

Lo vió caer de bruces pesadamente sobreel ribazo y gatear luego para no rodar hasta elagua. Batiste quiso alcanzarlo, pero con tantaprecipitación, que fué él quien, dando un pasoen falso, cayó cuan largo era en el fondo de laacequia.

Su cabeza se hundió en el barro, tragan-

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do el líquido terroso y rojizo; creyó morir, que-dar enterrado en aquel lecho de fango, y, al fin,con un esfuerzo poderoso, consiguió endere-zarse, sacando fuera del agua sus ojos ciegospor el limo, su boca, que aspiraba anhelante elviento de la noche.

Apenas recobró la vista, buscó a su ene-migo. Había desaparecido.

Chorreando barro y agua, salió de laacequia, subió la pendiente por el mismo sitioque su adversario; pero al llegar arriba no lovió.

En la tierra seca se marcaban algunasmanchas negruzcas, y las tocó con las manos.Olían a sangre. Bien sabía él que no había erra-do el tiro. Pero en vano buscó al contrario, conel deseo de contemplar su cadáver.

Aquel Pimentó tenía el pellejo duro, y,arrojando sangre y barro, iba tal vez a rastrashasta su barraca. De él debía proceder un vagoroce que creyó percibir en los inmediatos cam-pos semejante al de una gran culebra arras-

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trándose por los surcos; por él ladraban todoslos perros de la huerta con desesperados aulli-dos. Le había oído arrastrarse del mismo modoun cuarto de hora antes, cuando intentaba, sinduda, matarlo por la espalda, Y al verse descu-bierto huyó a gatas del camino para apostarsemás allá, en el frondoso cañar, y acecharlo sinriesgo.

Batiste sintió miedo de pronto. Estabasolo, en medio de la vega, completamente des-armado; su escopeta, falta de cartuchos, no eraya mas que una débil maza. Pimentó no podíaretornar contra él; pero tenía amigos. Y domi-nado por un súbito terror, echó a correr, bus-cando a través de los campos el camino queconducía a su barraca.

La vega se estremecía de alarma. Loscuatro tiros en medio de la noche habían puestoen conmoción a todo el contorno. Ladraban losperros, cada vez más furiosos; entreabríanse laspuertas de las alquerías y barracas, arrojandonegras siluetas, que ciertamente no salían con

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las manos vacías.Con silbidos y gritos entendíanse los

convecinos a grandes distancias. Tiros de nochepodían ser una señal de incendio, de ladrones,¡quién sabe de qué!... ; y los hombres salían desus casas dispuestos a todo, con la abnegacióny la solidaridad de los que viven en pleno cam-po.

Asustado por este movimiento, corrióBatiste hacia su barraca, encorvándose muchasveces para pasar inadvertido al amparo de losribazos o los grandes montones de paja.

Ya veía su vivienda, con la puerta abier-ta e iluminada, y en el centro del rojo cuadro,los bultos negros de su familia.

El perro le olfateó y fué el primero en sa-ludarle. Teresa y Roseta dieron un grito de re-gocijo.

-Batiste, ¿eres tú? -¡Pare! ¡Pare!...Y todos se abalanzaron a él, en la entra-

da de la barraca, bajo la vetusta parra, a través

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de cuyos pámpanos brillaban las estrellas comogusanos de luz.

La madre, con su fino oído de mujer, in-quieta y alarmada por la tardanza del marido,había oído lejos, muy lejos, los cuatro tiros, y elcorazón le dió un vuelco, como ella decía. Todala familia se había lanzado a la puerta, devo-rando ansiosa el oscuro horizonte, convencidade que las detonaciones que alarmaban la vegatenían alguna relación con la ausencia del pa-dre.

Locos de alegría al verlo y al oír sus pa-labras, no se fijaban en su cara manchada debarro, en sus pies descalzos, en la ropa sucia ychorreando fango.

Lo empujaron hacia dentro. Roseta col-gaba de su cuello, suspirando amorosamente,con los ojos todavía húmedos:

-¡Pare! ¡Pare!...Pero el padre no pudo contener una

mueca de sufrimiento, un «¡ay!» ahogado ydoloroso. Un brazo de Roseta se había apoyado

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en su hombro izquierdo, en el mismo sitiodonde sufrió el desgarrón de la uña de acero, Yen el que ahora sentía un peso cada vez másabrumador.

Al entrar en la barraca y darle de lleno laluz del candil, las mujeres y los chicos lanzaronun grito de asombro. Vieron la camisa ensan-grentada, y, ademas, su facha de forajido, comosi acabara de escaparse de un presidio saliendopor la letrina.

Roseta y su madre prorrumpieron engemidos: «¡Reina Santísima! ¡Señora y Sobera-na! ¿Lo habían matado?»

Pero Batiste, que sentía en el hombro undolor cada vez más insufrible, las sacó de suslamentaciones, ordenando con gesto hosco queviesen pronto lo que tenía.

Roseta, más animosa, rasgó la gruesa yáspera camisa hasta dejar el hombro al descu-bierto... ¡Cuánta sangre! La muchacha palide-ció, haciendo esfuerzos para no desmayarse.Batistet y los pequeños empezaron a llorar y

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Teresa continuó los alaridos, como si su esposose hallase en la agonía.

Pero el herido no estaba para sufrir la-mentaciones y protestó con rudeza. Menos llo-ros: aquello era poca cosa; la prueba estaba enque podía mover el brazo, aunque cada vezsentía mayor peso en el hombro. Era un rasgu-ño, una rozadura de bala, y nada más. Sentíasedemasiado fuerte para que aquella herida fuesegrave. ¡A ver!... agua, trapos, hilas, la botella deárnica que Teresa guardaba como milagrosoremedio en su estudi... ¡Había que moverse! Elcaso no era para estar todos mirándole con laboca abierta.

Revolvió Teresa todo su cuarto, buscan-do en el fondo de las arcas, rasgando lienzos,desliando vendas, mientras la muchacha lavabay volvía a lavar los labios de aquella hendidurasangrienta que partía como un sablazo el car-noso hombro.

Las dos mujeres atajaron como pudieronla hemorragia, vendaron la herida, y Batiste

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respiró con satisfacción, como si ya estuviesecurado. Peores golpes habían caído sobre él enla vida.

Y se dedicó a sermonear a los pequeñospara que fuesen prudentes. De todo lo quehabían visto, ni una palabra a nadie. Eran asun-tos que convenía olvidarlos. Y lo mismo repitióa su mujer, que hablaba de avisar al médico.Valía esto tanto como llamar la atención de laJusticia. Ya iría curándose él solo: Su pellejohacía milagros. Lo que importaba era que nadiese mezclase en lo ocurrido allá abajo. ¡Quiénsabe cómo estaría a tales horas... el otro!

Mientras su mujer le ayudaba a cambiarde ropas y preparaba la cama, Batiste le contólo ocurrido. La buena mujer abría los ojos conexpresión de espanto, suspiraba pensando en elpeligro arrostrado por su marido, y lanzabamiradas inquietas a la cerrada puerta de la ba-rraca, como si por ella fuese a filtrarse la Guar-dia Civil.

Batistet, en tanto, con una prudencia

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precoz, cogía la escopeta y a la luz del candil lasecaba, limpiando sus cañones, esforzándose enborrar de ella toda señal de uso reciente, por loque pudiera ocurrir.

La noche fue mala para toda la familia.Batiste deliró en el camón del estudi. Tenía fie-bre, agitábase furioso, como si aún corriese porel cauce de la acequia cazando al hombre, y susgritos asustaban a los pequeños y a las dos mu-jeres, que pasaron la noche de claro en claro,sentadas junto al lecho, ofreciéndole a cadainstante agua azucarada, único remedio caseroque lograron inventar.

Al día siguiente, la barraca tuvo entor-nada su puerta toda la mañana. El herido pare-cía estar mejor; los chicos, con los ojos enrojeci-dos por el insomnio, permanecían inmóviles enel corral, sentados sobre el estiércol, siguiendocon atención estúpida todos los movimientosde los animales encerrados allí.

Teresa atisbaba la vega por la puerta en-treabierta, volviendo después al lado de Batis-

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te... ¡Cuánta gente! Todos los del contorno pa-saban por el camino con dirección a la barracade Pimentó. Se veía en torno de ella un hormi-guero de hombres..., y todos con la cara fosca,hablando a gritos, entre enérgicos manoteos,lanzando tal vez desde lejos miradas de odio ala antigua barraca de Barret.

Su marido acogía con gruñidos estas no-ticias. Algo le escarabajeaba en el pecho, cau-sándole hondo daño. Este movimiento de lahuerta hacia la barraca de su enemigo era unaprueba de que Pimentó se hallaba grave. Talvez iba a morirse. Estaba seguro de que las dosbalas de su escopeta las tenía aún en el cuerpo.

Y ahora, ¿qué iba a pasar?... ¿Moriría élen presidio como el pobre tío Barret?... No; secontinuarían las costumbres de la huerta, elrespeto a la Justicia por mano propia. Se calla-ría el agonizante, dejando a sus amigos, losTerrerola u otros, el encargo de vengarle. YBatiste no sabía qué temer más, si la justicia dela ciudad o la de la huerta.

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Empezaba a caer la tarde, cuando elherido, despreciando las protestas Y ruegos delas dos mujeres, saltó de su camón.

Se ahogaba; su cuerpo de atleta, habi-tuado a la fatiga, no podía resistir tantas horasde inmovilidad. La pesadez del hombro le im-pulsaba a cambíar de posición, como si estopudiera librarle del dolor.

Con paso vacilante, entumecido por elreposo, salió de la barraca, sentándose bajo elemparrado, en un banco de ladrillos.

La tarde era desapacible; soplaba unviento demasiado fuerte para la estación. Nu-barrones morados cubrían el sol, y por bajo deellos desplomábase la luz, cerrando el horizon-te como un telón de oro pálido.

Miró Batiste vagamente hacia la parte dela ciudad, volviendo su espalda a la barraca dePimentó, que ahora se veía claramente, al que-dar despojados los campos de las cortinas demies que la ocultaban antes de la siega.

Sentía el herido a un mismo tiempo el

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impulso de la curiosidad Y el miedo a ver de-masiado; pero, al fin, volvió lentamente los ojoshacia la casa de su adversario.

Sí; mucha gente se agrupaba ante lapuerta: hombres, mujeres, niños; toda la vega,que corría ansiosa a visitar a su vencido liber-tador.

¡Cómo debían de odiarlo aquellas gen-tes!... Estaban lejos, y, no obstante, adivinaba sunombre sonando en todas las bocas. En el zum-bar de sus oídos, en el latir de sus sienes ardo-rosas por la fiebre, creyó percibir el susurroamenazante de aquel avispero.

Y, sin embargo, bien sabía Dios que él nohabía hecho más que defenderse; que sólo de-seaba mantener a los suyos sin causar daño anadie. ¿Qué culpa tenía de encontrarse en pug-na con unas gentes que, como decía don Joa-quín, el maestro, eran muy buenas, pero muybestias?...

Terminaba la tarde; el crepúsculo cerníasobre la vega una luz gris y triste. El viento,

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cada vez más fuerte, trajo hasta la barraca unlejano eco de lamentos y voces furiosas.

Batiste vio arremolinarse la gente en lapuerta de la barraca lejana, y luego, muchosbrazos levantados con expresión de dolor, ma-nos crispadas que se arrancaban el pañuelo dela cabeza para arrojarlo con rabia al suelo.

Sintió el herido que toda su sangre fluíaa su corazón, que éste se detenía como parali-zado algunos instantes, para después latir conmás fuerza, arrojando a su rostro una oleadaroja y ardiente.

Adivinaba lo currido allá lejos; se lo de-cía el corazón: Pimentó acababa de morir.

Tembló Batiste de frío y de miedo; fueuna sensación de debilidad, como si de repentele abandonaran sus fuerzas, y se metió en subarraca, no respirando normalmente hasta quevio la puerta con el cerrojo echado y encendidoel candil.

La velada fue lúgubre. El sueño abru-maba a la familia, rendida de cansancio por la

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vigilia de la noche anterior. Apenas si cenaron,y antes de las nueve ya estaban todos en la ca-ma.

Batiste sentíase mejor de su herida. Elpeso en el hombro había disminuído; ya no ledominaba la fiebre; pero ahora le atormentabaun dolor extraño en el corazón.

En la oscuridad del estudi, y todavíadespierto, vio surgir una figura pálida, inde-terminada, que poco a poco fue tomando con-torno y colores, hasta ser Pimentó, tal como lehabía visto en los últimos días, con la cabezaentrapada y su gesto amenazante de terco ven-gativo.

Molestábale esta visión y cerró los ojospara dormir. Oscuridad absoluta; el sueño ibaapoderándose de él... Pero los cerrados ojosempezaron a poblar su densa lobreguez depuntos ígneos, que se agrandaban, formandomanchas de varios Colores; y las manchas, des-pués de flotar caprichosamente, se buscaban, seamalgamaban, y otra vez veía a Pimentó

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aproximándose a él lentamente, con la cautelaferoz de una mala bestia que fascina a su vícti-ma.

Batiste hizo esfuerzos por librarse de es-ta pesadilla.

No dormía, no; escuchaba los ronquidosde su mujer, acostada junto a él, la de sus hijos,abrumados por el cansancio; pero los oía cadavez más hondos, como si una fuerza misteriosase llevase lejos, muy lejos, la barraca, y él, sinembargo, permaneciese allí, inerte, sin podermoverse por más esfuerzos que intentaba,viendo la cara de Pimentó junto a la suya, sin-tiendo en su rostro la cálida respiración de suenemigo.

¿Pero ¿no había muerto?... Su embotadopensamiento formulaba esta pregunta, y trasmuchos esfuerzos se contestaba a sí mismo quePimentó había muerto. Ya no tenía, como antes,la cabeza rota; ahora mostraba el cuerpo rasga-do por dos heridas, que Batiste no podía apre-ciar en qué lugar estaban; pero dos heridas eran

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que abrían sus labios amoratados como inago-tables fuentes de sangre. Los dos escopetazos:cosa indiscutible. El no era de los tiradores quemarran.

Y el fantasma, envolviéndole el rostrocon su respiración ardiente, dejaba caer sobreBatiste una mirada que parecía agujerearle losojos y descendía hasta arañarle las entrañas.

-¡Perdónam, Pimentó! -gemía el heridocon voz infantil, aterrado por la pesadilla.

Sí; debía perdonarlo. Lo había matado,era verdad; pero él había sido el primero enbuscarlo. ¡Vamos, los hombres que son hom-bres deben mostrarse razonables! El tenía laculpa de todo lo ocurrido.

Pero los muertos no entienden de razo-nes, y el espectro, procediendo como un bandi-do, sonreía ferozmente, y de un salto se subía ala cama, sentándose sobre él, oprimiéndole laherida del hombro con todo su peso.

Gimió Batiste de dolor, sin poder mo-verse para repeler esta mole. Intentaba enterne-

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cerlo, llamándole Toni con familiar cariño envez de designarle por su apodo.

-Toni, me fas mal. (Toni. me haces daño.)Eso es lo que deseaba el fantasma: hacer-

le daño. Y pareciéndole aún poco, con sólo sumirada arrebató los trapos y vendajes de suherida, que volaron y se esparcieron. Luegohundió sus uñas crueles en el desgarrón de lacarne y tiró de los bordes, haciéndole rugir:

-¡Ay, ay!... ¡Pimentó, perdónam!Tal era su dolor, que los estremecimien-

tos, subiendo a lo largo de su espalda hasta lacabeza, erizaban sus rapados cabellos, hacién-dolos crecer Y enroscarse con la contracción dela angustia, hasta convertirse en horrible made-ja de serpientes.

Entonces ocurrió una cosa horrible. Elfantasma, agarrándole por su extraña cabellera,hablaba por fin.

-Vine..., vine (Ven.... ven.) -decía, tirandode él.

Lo arrastraba con sobrehumana ligereza,

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lo llevaba volando o nadando -no lo sabía élcon certeza-, a través de un elemento ligero yresbaladizo, y así iban los dos vertiginosamen-te, deslizándose en la sombra, hacia una man-cha roja que se marcaba lejos, muy lejos.

La mancha se agrandaba, tenía una for-ma parecida a la puerta de su estudi, y salía porella un humo denso, nauseabundo, un hedor depaja quemada que le impedía respirar.

Debía de ser la boca del infierno: allí loarrojaría Pimentó, en la inmensa hoguera, cuyoresplandor inflamaba la puerta. El miedo ven-ció su parálisis. Dió un espantoso grito, movióal fin sus brazos, y de un terrible revés enviólejos de sí a Pimentó y su extraña cabellera.

Tenía los ojos bien abiertos y no vio másal fantasma. Había soñado; era, sin duda, unapesadilla de la fiebre; ahora volvía a verse en lacama con la pobre Teresa, que, vestida aún,roncaba fatigosamente a su lado.

Pero no; el delirio continuaba todavía.¿Qué luz deslumbrante iluminaba su estudi?

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Aún veía la boca del infierno, que era igual a lapuerta de su cuarto, arrojando humo y rojizoresplandor. ¿Estaría dormido?... Se restregó losojos, movió los brazos, se incorporó en la ca-ma... No; despierto y bien despierto.

La puerta estaba cada vez más roja, elhumo era más denso. Oyó sordos crujidos, co-mo de cañas que estallaban lamidas por la lla-ma, y hasta vio danzar las chispas, agarrándosecomo moscas de fuego a la cortina de cretonaque cerraba el cuarto. Sonó un ladrido desespe-rado, interminable, como un esquilón sonandoa rebato.

¡Recristo!... La convicción de la realidad,asaltándole de pronto, pareció enloquecerle.

-¡Teresa!... ¡Amunt! (¡Arriba!)Y del primer empujón la echó fuera de la

cama. Después corrió al cuarto de los chicos, ya golpes y gritos los sacó en camisa, como unrebaño idiota y medroso que corre ante el palo,sin saber adónde va. Ya ardía el techo de sucuarto, arrojando sobre la cama un ramillete de

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chispas.Cegado por el humo y contando los mi-

nutos como siglos, abrió Batiste la puerta, y porella salió enloquecida de terror toda la familiaen paños menores, corriendo hasta el camino.

Allí, un poco más serenos, se senta-ron.Todos, estaban todos, hasta el pobre perro,que aullaba, melancólicamente, mirando la ba-rraca incendiada.

Teresa abrazó a su hija, que olvidando elpeligro, estremecíase de vergüenza al verse encamisa en medio de la huerta, y se sentaba enun ribazo, apelotonándose con la preocupacióndel pudor, apoyando la barba enlas rodillas ytirando del blanco lienzo para que le cubrieralos pies.

Los dos pequeños refugiábanse ame-drentados en los brazos de su hermano mayory el padre agitábase como un demente, rugien-do maldiciones.

¡Recordóns!... ¡Y qué bien habían sabidohacerlo!... Habían prendido fuego a su barraca

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por sus cuatro costados; toda ella ardía de gol-pe. Hasta el corral, con su cuadra y sus sombra-jos, estaba coronado de llamas imponentes.

Partían de él relinchos desesperados, ca-careos de terror, gruñidos feroces; pero la ba-rraca, insensible a los lamentos de los que setostaban en sus entrañas, seguía arrojando cur-vas lenguas de fuego por las puertas y los ven-tanos. De su incendiada cubierta elevábase unaespiral enorme de humo blanco, que con el re-flejo del incendió tomaba transparencias derosa.

Había cambiado el tiempo; la noche eratranquila, no soplaba ninguna brisa, y el azuldel cielo estaba empañado por la columna dehumo, entre cuyos blancos vellones asomaban,curiosas, las estrellas.

Teresa luchaba con el marido, que, re-puesto de su dolorosa sorpresa y aguijoneadopor el interés, que hace cometer locuras, queríameterse en aquel infierno. Un instante nadamás, lo indispensable para sacar del estudi el

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saquito de plata, producto de la cosecha.¡Ah buena Teresa! No era necesario que

contuviese al marido, sufriendo sus recios em-pujones. Una barraca arde pronto; la paja y lascañas aman el fuego. La techumbre se vino aba-jo estruendosamente, aquella erguida techum-bre que los vecinos miraban como un insulto, ydel enorme brasero subió una columna espan-tosa de chispas, a cuya incierta y vacilante luzparecía gesticular la huerta con fantásticasmuecas.

Las paredes del corral temblaban sor-damente, cual si dentro de ellas se agitase dan-do golpes una legión de demonios. Como rami-llete de fuego saltaban las aves e intentabanvolar ardiendo vivas.

Se desplomó un trozo del muro hechode barro y estacas, y por la negra brecha saliócomo una centella un monstruo espantable.Arrojaba humo por las narices, agitando sumelena de chispas, batiendo desesperadamentesu rabo como una escoba de fuego, que espar-

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cía hedor de pelos quemados.Era el rocín. Pasó con prodigioso salto

por encima de la familia, galopando furiosa-mente a través de los campos. Iba instintiva-mente en busca de la acequia, y cayó en ella conun chirrido de hierro que se apaga.

Tras él, arrastrándose cual un demonioebrio y lanzando espantables gruñidos, salióotro espectro de fuego,

el cerdo, que se desplomó en medio delcampo, ardiendo como una antorcha de grasa.

Ya sólo quedaban en pie las paredes y laparra, con sus sarmientos retorcidos por el in-cendio, y las pilastras, que se destacaban comobarras de tinta sobre un fondo rojo.

Batistet, con el ansia de saKar algo, co-rría desaforado por las sendas, gritando, apo-rreando las puertas de las barracas inmediatas,que parecían parpadear con el reflejo del in-cendio.

-¡Socorro! ¡Socorro!... ¡A foc! ¡A foc!(¡Fuego! ¡Fuego!)

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Sus voces se perdían, levantando el ecoinútil de las ruinas y los cementerios.

Su padre sonrió cruelmente. En vanollamaba. La huerta era sorda para ellos. Dentrode las blancas barracas había ojos que atisba-ban, curiosos, por las rendijas; tal vez bocas quereían con un gozo infantil; pero ni una voz quedijera: «¡Aquí estoy!».

¡El pan! ¡Cuánto cuesta ganarlo! ¡Y cuánmalos hace a los hombres!

En una barraca brillaba una lUZ pálida,amarillenta, triste. Teresa, atolondrada por elpeligro, quiso ir a ella a implorar socorro, con laesperanza que infunde el ajeno auxilio, con lailusión de algo milagroso que se ansía en ladesgracia.

Su marido la detuvo con una expresiónde terror. No; allí, no. A todas partes menosallí.

Y como hombre que ha caído tan hondo,tan hondo, que ya no puede sentir remordi-miento, apartó su vista del incendio para fijarla

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en aquella luz macilenta; luz de cirios que ar-den sin brillo, como alimentados por una at-mósfera en la que se percibe aún el revoloteo dela muerte.

¡Adiós, Pimentó! Bien servido te alejasdel mundo. La barraca y la fortuna del odiadointruso alumbrarán tu cadáver mejor que loscirios comprados por la desolada Pepeta, ama-rillentas lágrimas de luz.

Batistet regresó desesperado de su inútilcorrería. Nadie contestaba.

La vega, silenciosa Y ceñuda, los despe-día para siempre.

Estaban más solos que en medio de undesierto; el vacío del odio era mil veces peorque el de la Naturaleza.

Huirían de allí para empezar otra vida,sintiendo el hambre detrás de ellos pisándoleslos talones; dejarían a sus espaldas la ruina desu trabajo y el cuerpecillo de uno de los suyos,del pobre albaet, que se pudría en las entrañasde aquellas tierras como víctima inocente de

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una batalla implacable.Y todos, con resignación oriental, sentá-

ronse en el ribazo, y allí aguardaron el amane-cer, con la espalda transida de frío, tostados defrente por el brasero que teñía sus rostros conreflejos de sangre, siguiendo, con la pasividaddel fatalismo, el curso del fuego, que iba devo-rando todos sus esfuerzos y los convertía enpavesas tan deleznables y tenues como sus an-tiguas ilusiones de paz y trabajo.

Valencia, octubre-diciembre 1898.