Ernst H. Gombrich, Breve Historia del Mundo

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Ernst H. Gombrich, Breve Historia del Mundo.Capitulo " El hombre y la maquina.

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EL HOMBRE Y LA MÁQUINA La época Biedermeier—La máquina de vapor, el buque de vapor, la locomotora, el telégrafo, la hiladora y el telar mecánico—Carbón y hierro—Los destructores de máquinas—Ideas socialistas—Marx y su doctrina de la lucha de clases—El liberalismo—Las revoluciones de 1830 y 1848. Metternich y los piadosos soberanos de Rusia, Austria, Francia y España pudieron, sin duda, restablecer las formas de la época anterior a la Revolución francesa. Volvió a haber cortes ceremoniosas en las que los nobles aparecían con grandes condecoraciones de diversas órdenes y ejercían una gran influencia. A los ciudadanos no les estaba permitido hablar de política, y aquello le pareció muy bien a más de uno. Se ocuparon de sus familias y se interesaron por los libros y, sobre todo, por la música, pues, en los últimos cien años, la música, conocida anteriormente sólo como acompañamiento del baile, las canciones y los cantos religiosos, se había convertido en un arte capaz de conmover a las personas más que ningún otro. Pero aquella paz y sosiego, denominada en alemán época Biedermeier, era tan sólo una cara de la realidad. Metternich no podía prohibir ya una de las ideas de la Ilustración, y ni siquiera pensaba en hacerlo. Era la idea de Galileo sobre la contemplación racional y matemática de la naturaleza que tanto había gustado a la gente en tiempos de la Ilustración. Y precisamente ese aspecto tan poco llamativo de la Ilustración provocó una Revolución mucho más importante que destruyó las antiguas formas e instituciones con mucha mayor violencia que los jacobinos de París con su guillotina. En efecto, aquella contemplación matemática de la naturaleza permitió entender no sólo cómo sucedían las cosas sino, también, cómo sacar partido a las fuerzas naturales descubiertas, fuerzas que fueron sometidas a control y que hubieron de actuar para los seres humanos. La historia de esos descubrimientos no es tan sencilla como a menudo imaginamos. Se consideró posible una mayoría de cosas que, luego, se experimentaban, se probaban, se abandonaban y eran recuperadas por alguien; y sólo entonces aparecía el llamado inventor con suficiente fuerza de voluntad y resistencia como para llevar hasta el final la idea y darle una utilización general. Así ocurrió con las máquinas que han cambiado nuestra vida: la máquina de vapor, el barco de vapor, la locomotora y el telégrafo, importantes todas ellas en tiempos de Metternich.

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La primera fue la máquina de vapor. El estudioso parisino Papin había realizado ya un experimento hacia el año 1700. Pero hubo que esperar a 1769 para que el trabajador inglés Watt patentara una auténtica máquina de vapor. Al principio fue utilizada principalmente para bombas en las minas, pero pronto se pensó en la posibilidad de impulsar con ella carros o barcos. En 1788 y 1802, un inglés realizó un experimento con barcos de vapor; y en 1803, el mecánico americano Fulton construyó un vapor de rueda. Napoleón escribió entonces, refiriéndose a él: «El proyecto puede cambiar el aspecto del mundo». En 1807 navegó, entre traqueteos, humo y ruido, el primer barco de vapor de Nueva York a una ciudad vecina movido por una rueda de paletas. Por las misma fechas, aproximadamente, se intentó también impulsar carros con vapor. Sin embargo, hasta el año 1802, tras el descubrimiento de las vías de hierro, no se logró construir una máquina utilizable. El inglés Stephenson construyó su primera locomotora en 1814. En 1821 se inauguró la primera línea ferroviaria entre dos ciudades inglesas; y diez años después había ya ferrocarriles en Francia, Alemania, Austria y Rusia. Al cabo de otros diez no existía apenas un Estado europeo sin largos tendidos ferroviarios. Las líneas pasaban a menudo por encima de montañas, a través de túneles y sobre grandes ríos, y se viajaba por lo menos diez veces más deprisa de lo que se había viajado antes con el coche de postas más veloz. Algo muy similar ocurrió con el descubrimiento del telégrafo eléctrico. Un estudioso había pensado también ya en esa posibilidad en 1753. A partir de 1770 se llevaron a cabo muchos experimentos, pero hasta 1837 no logró el pintor norteamericano Morse presentar a sus amigos un telegrama breve; y aún tuvieron que pasar casi diez años hasta la introducción de la telegrafía en los distintos países. Pero hubo otras máquinas que cambiaron el mundo todavía más. Son las que ponen las fuerzas de la naturaleza a su servicio al sustituir al trabajo humano. Piensa en la labor de hilar y tejer. Antes la realizaban los artesanos. Cuando se necesitaron más telas (es decir, hacia la época de Luis XIV) hubo ya fábricas, pero en ellas trabajaban muchos oficiales de forma manual. Sólo poco a poco se cayó en la idea de aprovechar los conocimientos acerca de la naturaleza. Las cifras en años vuelven a ser muy similares a las de los demás grandes inventos. La máquina de hilar se experimentó desde 1740, se perfeccionó a partir de 1783, pero no fue completamente utilizable hasta 1825. La época del telar mecánico da comienzo casi por las mismas fechas. Estas máquinas empezaron también a fabricarse y emplearse en Inglaterra. Para las

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máquinas y sus fábricas se requería carbón y hierro, por lo que aquellos países que los poseían gozaban de una gran ventaja. Todo ello provocó una imponente conmoción entre las personas, y la sacudida experimentada fue tal que casi nada quedó en su anterior posición. ¡Piensa en lo fijo y ordenado que se hallaba todo en los gremios de la ciudad medieval! Aquellos gremios habían pervivido hasta la época de la Revolución francesa, y aún más. Es cierto que a un oficial le resultaba entonces mucho más difícil llegar a maestro que en la Edad Media, pero, no obstante, tenía la posibilidad y la esperanza de alcanzar ese grado. Ahora, de pronto, todo cambió por completo. Algunas personas eran propietarios de máquinas. Y para hacer funcionar una de aquellas máquinas no se necesitaba haber estudiado mucho, pues la máquina lo hace todo por sí sola. En unas horas se puede enseñar con facilidad su manejo. Así, quien fuera dueño de un telar mecánico contrataba a unas pocas personas (podían ser incluso mujeres o niños) que eran capaces de realizar más trabajo con la máquina que el producido antes por cien tejedores expertos en el oficio. ¿Qué harían ahora los tejedores de una ciudad si, de pronto, se instalaba allí una de esas máquinas? Ya no se les necesitaba. Lo aprendido en un trabajo de años como aprendices y oficiales resultaba totalmente superfluo; la máquina lo hacía más rápido, y hasta mejor, e incomparablemente más barato, pues no necesita comer ni dormir como una persona. No le hace falta descansar jamás. El fabricante, con su máquina, se ahorraba o podía emplear en provecho propio todo lo que habrían necesitado cien tejedores para llevar una vida feliz. Sin embargo, ¿no necesitaba también él trabajadores para hacer funcionar la máquina? Sin duda. Pero, en primer lugar, muy pocos; y en segundo, sin ninguna preparación. Pero, sobre todo, hubo algo más: los cien tejedores de la ciudad se quedaron ahora sin empleo. Morirían de hambre irremediablemente, pues su trabajo lo realizaba una máquina. No obstante, como es natural, antes de morir de hambre junto con su familia, una persona está dispuesta a todo. Incluso, a trabajar por una cantidad de dinero increíblemente escasa, con tal de recibir cualquier cosa para seguir viviendo y trabajando. Así, el fabricante dueño de las máquinas podía llamar a los cien tejedores hambrientos y decirles: «Necesito cinco personas que atiendan mis máquinas y mi fábrica. ¿Por cuánto dinero lo haríais?». Aunque hubiese en ese momento alguien que respondiera: «Quiero una cantidad que me permita vivir tan feliz como antes», es posible que otro dijese: «Me basta con poder comprar cada día una rebanada de pan y un kilo de patatas». Y un tercero, al ver que éste le

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arrebataba su última posibilidad de vivir, afirmaría: «Lo intentaré con media rebanada de pan». Y cuatro más añadirían: «Nosotros también». «De acuerdo —respondería el fabricante—, en ese caso probaré con vosotros. ¿Cuántas horas queréis trabajar al día?». «Diez horas», diría uno. «Doce», diría el segundo, para no perder aquella oportunidad. «Yo puedo trabajar dieciséis», exclamaría el tercero. Al fin y al cabo, les iba la vida en ello. «Bien», diría el fabricante, «en tal caso, me quedo contigo. Pero, ¿qué hará mi máquina mientras tú duermes? ¡No necesita dormir!». «Puedo mandar a mi hijo de diez años», diría el tejedor desesperado. «¿Y qué he de darle». «Dale un par de monedas para pan con mantequilla». «La mantequilla sobra», diría, quizá, el fabricante. Y así se cerraba el negocio. Pero los otros 95 tejedores en paro tendrían que morir de hambre o procurar que los aceptaran en otra fábrica. No creas que todos los fabricantes eran, en realidad, tipos tan malos como te lo he descrito aquí. Pero el más malvado y que pagara menos podía vender más barato que nadie y tenía, por tanto, el mayor éxito. Así pues, los demás se veían obligados a tratar a los trabajadores de manera similar, contra su conciencia y su compasión. La gente estaba desesperada. ¿Para qué aprender, para qué esforzarse en realizar un bello y delicado trabajo manual? La máquina hacía lo mismo en una centésima de tiempo y, a menudo, de manera más regular y cien veces más barata. Así, antiguos tejedores, herreros, hilanderos y carpinteros caían en una miseria cada vez mayor e iban de fábrica en fábrica con la esperanza de que les permitieran trabajar en ellas por unos céntimos. Algunos se enfurecieron de tal modo con las máquinas que habían destruido su dicha que asaltaron las fábricas y destrozaron los telares mecánicos, pero no sirvió de nada. En 1812 se impuso pena de muerte a quien destruyera una máquina. Y luego aparecieron otras nuevas y mejores, capaces de realizar no ya el trabajo de 100, sino de 500 obreros, y que hicieron aún mayor la miseria general. Hubo entonces ciertas personas que se dieron cuenta de la imposibilidad de seguir así. De que era injusto que alguien, por el mero hecho de poseer una máquina que, quizá, había heredado, tuviera derecho a tratar a los demás como difícilmente habría tratado un noble a sus campesinos. Pensaban que cosas como las fábricas y las máquinas, cuya posesión significaba un poder tan inmenso sobre el destino de otras personas, no debían pertenecer a los individuos sino ser propiedad común. Esta opinión se llamó socialismo. Se imaginaron muchas posibilidades para organizarlo todo con el fin de eliminar la miseria de los trabajadores hambrientos mediante un sistema de

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trabajo socialista. Se pensó que no bastaba con darles el salario que les proporcionaba cada fabricante, sino también una participación en sus grandes beneficios. Entre estos socialistas, que hacia 1830 abundaron en Francia e Inglaterra, adquirió fama especial un estudioso de Tréveris (Alemania) llamado Karl Marx. Su opinión era un poco distinta. Enseñaba que no servía de nada imaginar cómo sería un futuro en el que las máquinas pertenecieran a todos los trabajadores. Los trabajadores mismos debían apropiárselas por la fuerza. El fabricante no regalaría jamás voluntariamente su fábrica. Pero, para apropiárselas, era inútil que algunos trabajadores se agruparan para destruir un telar que ya estaba inventado. Debían juntarse todos. Si los cien tejedores no hubieran deseado individualmente el trabajo, si se hubieran puesto antes de acuerdo en no acudir a la fábrica para una jornada de más de diez horas y en pedir dos rebanadas de pan y dos kilos de patatas para cada uno, el fabricante tendría que haber cedido. Es cierto que eso solo no habría bastado, quizá, pues el fabricante no necesitaba tejedores formados para las máquinas de tejer, sino a cualquiera dispuesto a trabajar a cualquier precio por carecer de todo. Según las enseñanzas de Marx se trataba precisamente de eso, de que toda esta gente se uniera. Al final, el fabricante no habría encontrado a nadie que lo hiciera más barato. Por tanto, ¡los trabajadores tenían que ponerse de acuerdo! Y no debían unirse los trabajadores de una región únicamente. Ni siquiera los de un país, sino los del mundo entero. En tal caso serían tan fuertes como para decir no sólo qué se les debía pagar, sino para apoderarse de las fábricas y las máquinas y crear un mundo donde no hubiera ya poseedores y desposeídos. En efecto, tal como estaban las cosas, enseñaba Marx, no existían ya tejedores, zapateros o herreros. El trabajador no necesita saber qué produce la máquina en la que empuja 2.000 veces al día una palanca. Sólo se da cuenta de que recibe su salario semanal que asciende a lo justo como para no morir de hambre, como sus desafortunados compañeros que no han encontrado un puesto de trabajo. Y el patrón no tiene por qué haber aprendido el oficio del que vive, pues ya no es una trabajo manual sino maquinal. Por eso, pensaba Marx, han dejado de existir propiamente los oficios y sólo hay dos clases de personas: los propietarios y los desposeídos o, como decía él —pues le gustaban las palabras de origen no germánico—, los capitalistas y los proletarios. Estas clases se hallaban en lucha constante entre sí, pues los propietarios pretenden producir el máximo posible y al menor coste, es decir, pagar lo mínimo posible a los trabajadores, a los proletarios; mientras que

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éstos quieren obligar al capitalista, o propietario de las máquinas, a entregarles el máximo posible de sus ganancias. Esta lucha entre dos clases de personas concluirá, pensaba Marx, con que el número mayor de los desposeídos arrebatará algún día su propiedad al número menor de los poseedores, no para constituirse ellos mismos en poseedores, sino para eliminar toda propiedad. Entonces dejará de haber clases. Ese era el objetivo de Marx, quien imaginó su realización como algo muy sencillo y cercano. Sin embargo, cuando Marx dio a conocer a los trabajadores su gran llamamiento (el Manifiesto comunista, según el título que él mismo le impuso) en el año 1847, las circunstancias no fueron tal como él las previo. Y un buen número de cosas han ocurrido hasta hoy de manera diferente. Los propietarios de las máquinas no eran entonces aún el grupo dominante, pues los aristócratas con condecoraciones en el pecho a quienes Metternich había ayudado a recuperar el poder, seguían mandando de muchas maneras. Y estos aristócratas eran a su vez grandes adversarios de los ricos burgueses y de los propietarios de fábricas. Querían un Estado firme, ordenado y regulado en el que cada cual tuviera su antigua profesión heredada de padres a hijos, tal como había sucedido hasta entonces. En Austria, por ejemplo, seguía habiendo campesinos «vasallos hereditarios» sometidos al propietario de tierras de manera no muy diferente a como lo habían estado los siervos medievales. También pervivían muchas reglamentaciones antiguas y estrictas para artesanos, y los nuevos fabricantes eran tratados en parte de acuerdo con estas reglas gremiales del pasado. Pero los propietarios de máquinas, los burgueses, ahora enriquecidos, no querían que los aristócratas o el Estado les prescribieran nada. Deseaban hacer y dejar de hacer lo que les apeteciese, pues sólo así, pensaban, podría marchar el mundo de la mejor manera posible. Bastaba con dejar a las personas diligentes vía libre para imponerse y no obstaculizarlas con ninguna clase de normas legales o reparos y, con el tiempo, le iría de maravilla a todo el mundo. En su opinión, el mundo marcha por sí solo, si no se le ponen trabas. Así pues, en 1830, los burgueses provocaron una revuelta y destronaron a los sucesores de Luis XVIII. En 1848 se produjo en París y, luego, en muchos otros países, una nueva Revolución en que los burgueses intentaron hacerse con todo el poder del Estado para que, en el futuro, nadie pudiera intervenir en lo que hacían con sus fábricas y máquinas. Metternich fue expulsado de Viena, y el emperador reinante, Fernando, hubo de abdicar. La época anterior concluyó definitivamente. Los hombres llevaban ya casi el mismo tipo de pantalones feos, largos y negros que tenemos que llevar hoy. Se construían fábricas por

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todas partes, sin ninguna limitación, y los ferrocarriles transportaban mercancías en cantidades cada vez mayores.