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SERAFIN J. GARCIA

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(RECUERDOS DE MI INFANCIA )

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Dedico con entrañable cariño este libro a Blanca Elma Gonzalez de García, mi esposa, que me sugirió la idea de escri birlo, y cuyos propios recuerdos infant i f ,, , , unidos a los míos, sustentan la mayor 111

de sus páginas.

s. J. G.

Montevideo, 1966.

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INTRODUCCION

Cuando yo era niño, solía pasar largas tempora­das en la estancia "El Totoral", de don Gumersindo Silva, situada sobre la costa del arroyo Otazo.

El edificio era un antiguo caserón de piedra, con techo revestido de tejas coloniales, y un gran patio lleno de plantas de diversas especies, en cuyo C<'II I ro se destacaba el hondo aljibe, de brocal adornado 1·011

hermosos azulejos.

En lo que atañe al paisaje, confieso qw· 1111· .\11 I, yugó desde el primer momento con sus 1·s¡,ft.11,lí,I,, ,,

e innumerables bellezas naturales.

Diez personas vivían en el estnh/1·1 ·11111,·11111 l' había tal armonía y unión entre pa.tr11111·.\ \' ,.,,, ,,l,·11d,,., como si se tratara de una familia IÍ11Í, ·11 ~ ,.,,.,,,,,1,,, _

Integraban aquel excelenll' 11,í, ·l,·11 /1111111111,, ,11/, · más de don Gumersindo y rfr doíí11 li'11111111111 . ·, 11 ,· ·.¡111 .•,11 ,

el capataz Marcial Umpihfl'.~- y /11 ,11111 l 111 •,11 . /11 hija de ambos, Blanquita, mi i1111/1 •,tl,,I,/" 1 ,,,,,,,,,,,,.,lf de andanzas, los peones F1111st11 li'11, ·. S,·l,,"11,111 Ffi.itas, Ruperto Clavija y /',·d111 ( .'11111/,,11/11 . ,. /111,,/,11,·nte la buena negra En,·am11, ·í1111 /',·, 1·1111 1¡111· ut,·ndía el la-vado y la coci11a. , ,

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Con los recuerdos de aquella época, tan feliz como lejana, se han nutrido estas breves y sencillas crónicas, que ofrezco a los niños ciudadanos de mi país, con la esperanza de que, a través de ellas, pue­dan tener una idea aproximada de cómo se vivía en una estancia uruguaya durante las primeras décadas del siglo veinte, de los trabajos, costumbres y diver­siones de los campesinos de entonces, de muchas de las principales características de nuestra flora y fauna y, sobre todo, de la inteligencia y capacidad de ob­servación de los paisanos (que ejemplifica Fausto Ruiz) y de la nobleza de sentimientos, bondad, ter­nura y esparcido amor, que suelen florecer en el alma pura de los niños del campo, como lo demuestra a cada paso Blanquita, la pequeña protagonista de mu­chos de estos relatos.

S. J. G. Montevideo, 1966.

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L A y E R A

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S ,t? lr> ( Cuando llegué por primera vez a la estancia "E.l

Totoral", no se ha~lal}~ ~llí de otra cosa que de la próxima yerr~J _El júbilo resplandecía en todos los ojos masculinos anti. la grata perspectiva de interve­nir en ella. Porque pese a constituir un trabajo ago­tador, rudo y hasta peligroso, la yerra significa 1111:1

verdadera fiesta para los hombres del campo. N

[' El tan anhelado·'1il se hizo presente n l f i 11/ Y 11 desde antes de apuntar el alba se advertía c•11 c·I 1"1 111 blecimiento una febril y rumorosa actividad d, · , 111 mena[Las mujeres iban y venían en ajf'l n·u 1·111111111111, preparando los sabrosos pasteles de 11111ill11/lw1 111111'11 nadas, los rosquetes almibarados y la:, i11Lil1.dil, , 111 bóndigas con pasas de uva y picadill11 d, , , 1111111 d11I, ,., Y de todo el contorno acudfrrn v1·1 ·11111 11 1111 ·¡ 11, •11 , ti, characheros, dispuestos a dc·11111 •1 l1111 111 11 l1 ,il,ll,d11d, ,,, en la viril faena.

-Vamos a traJ,ajnr 11 111 11111111 •111 111111 ¡, 1111. 11 ,·:1111-po abierto, muchacl10 1111 • dq11 d1111 l o11111, •1 ·1 111do, el patrón, que era 1111 1•11IIP1111 •l11 111111111 d1 · 1111, .. 11, :,s Lra­

diciones-. 1'::-,lov ''"V'"" d11 q111 , 1 ,. ,111 ·1 1.w11lo te gustará.

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Me prestaron un petiso colorado, manso y dócil, para evitarme riesgos, y partí con ellos, radiante de alegría.

Era una espléndida mañana de otoño. El sol hacía brillar sobre los pastos las irisadas gotitas del rocío y cruzaba el espacio un incesante revoloteo de pájaros.

Cuando llegamos al potrero donde se iba a rea­lizar la yerra, ya habían parado rodeo los peones. El ganado giraba prisionero en un movedizo círculo dé jinetes diestros y avizores, que le cerraban hábilmente el paso a cada intento de fuga. A cierta distancia bri­llaban las grandes hogueras donde se calentaban las marcas.

Los hombres desataron los lazos que llevaban sujetos a los tientos del recado y empezaron su labor. Con admirable precisión caían las sogas sobre el pes­cuezo o los cuernos de las chúcaras reses, que al verse separadas del rodeo echaban a correr desaforadamen­te. Y entonces los pialadores a su vez, valiéndose de lazos cortos, pero también manejados con singular maestría, les amarraban las patas delanteras hacién­dolas caer suavemente, sin ocasionarles el más míni­mo daño. Una vez caído el animal aparecían los "apretadores", cuya misión consistía en manearlo y quitarle después el lazo, a fin de que el pialador prosigmera su faena. Cuando llegaban los "marque-

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ros" con su hierro al rojo blanco, no encontraban ninguna dificultad para aplicarlo en el flanco de la res así inmovilizada.

El trabajo se efectuaba entre pullas, gritos y estrepitosas risas. Se aplaudían sin reservas las proe­zas del paisanaje y se hacía mofa amistosa de cual­quier maniobra poco afortunada.

Algunos hombres silbaban milongas o estilos de · rústica simplicidad. Otros acompañaban su tarea con

versitos festivos, algunos ele los cuales r~c11cnlo to­davía. Fausto Rniz, el viPjo p~tí11 iln q11i,·11 l:11110 ha­hrfa de aprender yo dur;111lt : 111i •·sl:1dí11 1·11 Li t·sl;111 ci~1, repitió muchas ve•'ns las si g11i1·11l1·:- ,·11 :1rlt'l :1s :

Tan 11011,lo llt·vo 111 111:,rrn que rnmc;1 se 1,n de horr;1r, y en yerras de amor, ninguna me habrá de contramarcar.

A pialar en una yerra ni el más ducho me ganó. Quise pialar tu cariño ... ¡ y el lazo se me cortó!

Así, entre cantos, bromas y maliciosos retruéca­nos, fueron cumpliendo la dura pero grata labor aque­llos hombres recios, de músculos potentes y piel cur­tida por el sol y por los vientos ásperos del campo.

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Yo me sentía tan contento, que· hubiera querido que la yerra no terminase nunca.

Al regreso nos aguardaban en "las casas" los manjares tradicionales, sabrosísimos todos. Y cuando me dormí por la noche, abrumado de sueño y de can­sancio, lo hice entre rasgueos de guitarra y resoplidos de acordeón, pues acababa de iniciarse el baile.

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L T o R J) o

Blanquita era para los animales pequeños o J esvalidos una especie de hada milagrosa. Y cuantos tenían la suerte de encontrarla vivían en el mejor de los mundos, pues la niña les prodigaba toda clase de cuidados con una paciencia inagotable y una ternura realmente conmovedora.

Si algún peón volvía cid ca111po co11 1111 rnrd1·r11 o ternerito sin maure, 1:lla lo lo111;d1a :1 HII l'llr:'.11 d, : inmediato; suplía la ubre 111alm11;1 1·1111 l,il,1·111111' :, :,1ilí­citamente preparados; .le hacía 11111llid:1H c·: 1111:1 11 1·1111 lana o pasto seco; le hablaba y lo acari1 ·i1d111 rn11111 Hi se tratara de un niño igual que ella. Y de· id,'·111 i1 ·11 modo procedía con cualquier animalilo desa111p11rado, así fuera doméstico o silvestre.

Cuando Blanquita andaba por el patio solía11 seguirla, disputándose su atención y sus caricias, u11a l I umilde y silenciosa mulita, un lechoncillo vivaracho y glotón, un chajá que aleteaba de gozo cada vez que la veía, y mu~hos otros representantes de las más va­riadas especies.

Yo me embelesaba contemplando el espectáculo, real111e11t1 : encantador, que ofrecía aquella 11iíía dialo­ga11do 1·011 sus g11achitos, como ella les d1·cía , y rcc1-

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hiendo las demostraciones de gratitud y afecto que todos se empeñaban en brindarle, cada cual a su manera.

Al promediar un cálido diciembre, apareció por los alrededores de la estancia una pareja de chingolos, seguida de sus pichones, que ensayaban ya el vuelo. Pero entre éstos había un polluelo de tordo, pájaro que, como es sabido, no incuba sus huevos sino que los pone subrepticiamente en nido ajeno, para que allí le empollen y le críen los hijos. El hornero, el benteveo, el chingolo, suelen ser víctimas de esta abe­rración de la naturaleza. Sobre todo el último, sin duda porque cuida y alimenta los pichones de tordo como si fueran propios.

Cierta mañana, mientras Blanquita diseminaba por el patio miga de pan y pedacitos de sebo -a fin de que el casal de marras pudiera satisfacer el apetito de su tragón hijo adoptivo, que se pasaba el día entero con el pico abierto, reclamando comida-, uno de los gatos de la estancia, en salto preciso y ágil, atrapó al pequeño tordo, cuyo vuelo era todavía lento y torpe.

Al punto corrió la niña a rescatarlo de entre las zarpas del félido, y luego de restañarle las heridas consagróse por entero a su cuidado.

El pajarillo chillaba desaforadamente al prin­cipio y esforzábase por darle picotazos en las manos; pero poco a poco se fue habituando a sus mimos y

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, . 11 w1;1 s, a sus palabras dulces, al calor de su regazo. \' :il cal,o de pocos días iba él mismo al encuentro de BL111quiLa, apenas la veía acercarse, y con el pico des-111esuradamente abierto y las alas temblorosas de ji'il>il.o recibía el alimento que ella le llevaba.

Transcurrió el tiempo. El tordo, al crecer, po-11 íase cada vez más hermoso. Su plumaje, que al principio era de un color pardo desleído, turbio, ad­quiría gradualmente un tinte más intenso y vívido, '!lle se irisªbª al conlacto con la luz solar. Llegó a Lornarse negrísimo, pero de un negro luminoso, con destellos que por mornenlos 1.cní~111 esa c:1111hi:11111· 111a­

Lizaci§g_ de los azules prol'1111de11; _ l .o-, oj1>~1, 1:1111l1i1'·11 muy negros, irradiah:111 d1 : «·oi11i11110 1111 :1 :il1·¡·,rí:1 lr:i­viesa y !~tozona. El pi('o, l'orlo y 1T1 ·io, opri1111 ;1 :; 11:i ­

vemente, en un j11g111 :l1·0 IÍ1·r110 d«· l';11i1·i:1 , lo:-. d«·dilos de su dueña. Y las alas, qt1e J1abía11 :il('a11zadn y:1 su plena dimensión y su total destreza, no rcLasahan sin embargo el ámbito del patio, donde el ave conformá­base con revolotear en torno de la niña.

Un día, como queriendo probar a fondo sus f ucrzas, se remontó muy alto, anduvo largo rato gi­ra 11do en el espacio, y luego bajó a posarse sobre 1111 úrhol.

- ¡ Chirrín ! ¡ Chirrín ! - llamóle Blanquita, q1w g11 sL1ba poner a sus animalillos nombres onoma­topc'-yi1 ·os.

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Y el tordo, repitiendo aquel nombre en su sen­cillo pero alegre canto, descendió y fue a picotear mimosamente el hombro de su dueña.

Otra vez voló tan lejos que se perdió de vista. Llegó la noche y no había retornado. Al día siguiente tampoco apareció. Sin embargo Blanquita lo seguía esperando, segura de su regreso.

, -No volverá jamás, no seas ingenua - le de-cia yo.

-Pues ya verás como vuelve, descreído. No puede ser tan ingrato. Además, él sabe bien que aquí no está prisionero y que puede marcharse cuando qmera.

Tenía razón mi amiguita. Una tarde se detuvo en la arboleda del huerto una bandada de tordos. Y de ella se separó "Chirrín" al oir el llamado de la niña, para ir de nuevo a posarse, jugueteando, en el hueco acogedor que le ofrecían sus manos extendidas.

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E L PITANGUEHO

El arroyo que cruzaba próximo a la estancia es­taba marginado por un monte ancho y espeso, donde conv1v1an las más variadas especies de la flora aborigen.

Todos los árboles de aqueI espléndido monte, en mayor o menor grado, prestaban utilidad y con­

tribuían a alegrar la vida de los hombres q11c I r:d1:1j:1 -

ban en el establecimiento, los cuales, p11r s11 p:1rf1 :,

sabían también valorarlos y :1pr1·l'i:1r I:,·, 1'11 :iliil:1d1 ·:-; específicas ele cada w ~~d: 11.

El virar<> y l'I rnrw,ill:1 , 1·1 t1:111d,d ,.1 1 ,·I q1w -

bracho, b.rú1dal 1;111 s 11 dw·ís i111;1 111.idn:1 par.1 pos lt",

de alambrados y empalizadas de corrales, o para Jo:-;

trashogueros chisporroteantes que sostenían el fuego en el invierno; el ceibo y el plumerillo rojo ofrecían 1 a llamativa belleza de sus flores; el arrayán esparcía c11 primavera la fragancia sin par de sus corimbos 1, lancos y el espinillo la de sus :redondas borlitas co-1 or sol; el chalchal y el cambuy atraían a los pájaros

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e:, 111 ores con el tentador regalo de sus frutos; la p·al-1111 · r:1 chi rivá y el sauce criollo proporcionaban, res-111·,·1 iv:111 H: nlc, varas y ripias para techos y paredes

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rústicas. Y así cada uno aportaba lo suyo al bienes­tar material o a las espirituales apetencias humanas.

Pero el favorito entre todos era el pitanguero, por ser útil y grato cuanto de él procedía: su leñosa madera, de corteza veteada y compacta hebra amari­lla, que daba brasas fuertes y durables; sus oblongas hojas, de un verde alegre y brillante, que en prima­vera matizaba el roj izo color de los renuevos, y con las cuales se preparaba una infusión muy digestiva, de aroma y sabor gratísimos; sus menudas y graciosas

"' flores blancas, de delgados pistilos y de largos estam­bres, donde se doraban de polen las abejas; y en es­pecial sus frutos -negros o rojos, lisos o estriados, según la variedad a que pertenecieran, entre las tres o cuatro que subdividen esa especie vegetal-, con­siderados los más sabrosos y dulces que brinda el monte indígena.

Durante el mes de diciembre, que es cuando maduran las pitangas -o ñangapires, como les lla­man en el norte uruguayo-, la gente de la estancia organizaba excursiones dominicales con el fin de dis­frutar a sus anchas de aquel preciado don de la natu­raleza, más apetecible aún por ser demasiado breve su tiempo de sazón.

En el carrito de pértigo viajaban las mujeres. Don Gumersindo, el capataz Umpiérrez y los peones, iban a caballo. Yo trotaba en mi petiso colorado, que

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1111 s e· sc!paraba un instante del lobuniLo criollo del v wju Fausto Ruiz.

Acampábamos en un abra del monte, y no bien c:111pczaba a humear el fuego donde se calentaría el ;1gua para el mate, y se doraría después el infaltable :1 sado, ya andábamos Blanquita y yo trepándonos a las más altas ramas de los pitangueros, con temera­ria avidez, entre un escandalizado revoloteo de pája­ros y de avispas, que habían acudido también, igual que nosotros, a darse un buen hartazgo de pitangas. Aunque en verdad ]o de hartazgo es un decir L111 solo, pues por muchas pi1:1n g:1 ~ q11 c se i11gi1·rn si1·111prc· se siente deseos de scg11ir s:tl,on·:í11cloL1s, y:1 c¡1w s 11 fresco y delicioso jugo 1111 1·111p:il11 ¡•,:1 j:1111 :·1s.

Muchas otras frul ;1s ofrcTÍ:11111:4 :1c¡1wl 111,1111,· 1111 trido y generoso: el re,rn111:111lc l1111i :'1 ele· 1:i s p:il11wr:1. , el oloroso y sápiJo arazá , el ca111li11y 1u11 :µ, ricl11 y ;1:,· tringente, las purpurinas bayas del chalchal, el 11il111 -rucuyá de corteza de oro y entrañas de rubí; pen, 11 inguna como aquellas pitangas cuyo zumo nos manchaba las manos y la boca, dejándonos por largo rat.o en la lengua un agreste sabor incomparable.

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,, l. ¡\ N u R .1 A

f :111111do Fausto Rufa lá Uévó . a la estancia era l.111 111 ·,¡11, ·11;1 aún, que cabía en el hueco de su mano.

Mi amigo habíala encontrado en las inmedia-1·i11111·s del sucio y ancho estero, lleno de peligrosas rn'·11;1gas, que se extendía en uno de los extremos del 1·;1111po, y donde las aguas quietas y los islotes de ri ca y tierna vegetación favorecían el desarrollo de l:1 especie.

Sin d11:.da había quedado n~z;1;~:1d;1 :il I i , 111i, ·111 ra s

sus padres huían de los j)('IT0'4 o d,· :il ;·/ 111 111 ru 1·1w­

migo natura ·!, y lrnlul1;1 :1L111os:11111·111t- d1· cw1dl :1rs1·

dentro de un ralo all1ardú11 de j1111cos y 1·sp:id:1í1:1 s .

Viéndola de amparada y débil, incapaz to<lavía

de afrontar por sí sola los innumerables peligros del

estero, y pensando que si la dejaba librada a su suer­

te en tales condiciones, tal vez se moriría, Fausto tuvo

pena de ella. Y entonces resolvió llevársela a Blan­q nita para que la criara.

No podía habérsele ocurrido una solución me­

jor, ya que la niña, con su inagotable caudal de bon­

d:icl y de ternura, consagróse por entero aJ cuidado cl,·1 p1·cp1cíío roedor.

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Durante los primeros días le costó muchísimo trabajo alimentarlo. Apenas se le aproximaba, el ani­malito erguíase sobre sus patas traseras e instintiva­mente procuraba morderla, erizando los largos bigo­'tes, gruñendo en forma amenazadora y poniendo en descubierto los curvos y afiladísimos dientes.

Ella insistía con paciencia infinita, prodigábale dulces epítetos, intentaba una y otra vez acariciarle el lomo hirsuto, enseñarle a chupar la mamadera, co­locarle en la boca, con sus propias manos, las hojas de lechuga o repollo, los trozos de zapallo, las ro­dajas de papa o zanahoria.

Poco a poco la nutria se fue habituando a su voz y su presencia. Y al cabo de tres o cuatro sema­nas, la agresividad inicial había dado paso a una completa mansedumbre.

De tan admirable manera llegó a familiarizarse con Blanquita el roedor, luego de concluído el proceso de domesticación, que apenas la veía .acercársele co­menzaba a corretear de un lado a otro, jugueteando alegremente y emitiendo chilliditos de gozo para darle en tal forma la bienvenida.

Después echaba a andar tras ella, bamboleán­dose cómicamente sobre sus cortas patitas. La seguía a todas partes como si fuera su sombra. Y cuando sentía hambre, mordisqueábale suavemente los tobi­llos para que le diera de comer. Entonces la niña iba

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:1 p .. dirlc a Encarnación legumbres u ]10rlalizas ffUe ,·1 a11irnalito, fiel a los imperativos de su i11 sli1110, 11, :vaba hasta el estanque para engullirlas. con Ir11i ­ciú11 allí, entre zambullida y zambullida.

Transcurrió el tiempo. La nutria, bien cuidada y mejor alimentada, creció hasta hacerse adulta y convertirse en un magnífico ejemplar de la especie. Su cuerpo, no mayor que el de un gato, aunque mu­cho más ancho, lucía una pelambre nutrida y suave como la seda, de un tenue color marrón con finísi111os reflejos blanquecinos. La cabeza, accnl.11:id:11111·11!1 : roma, surgía de un cuello corlo y ¡i;rn•~so, y Li rnl:i, chata y de movimientos torp,~s, :11-r:1•,lr:íl,:il,· ¡w11d11 -leando al caminar.

Cuando lleµ;(, l:1 pri111:i v1·r:1 , 1·111¡w·1/ 1 :1 10111:11·,w inquieta y mall 111111or;uh , cosa q 11 1: orí" i 11ú :1 B In II q II i l:1 una gran preocupación.

-Quiere volver al estero - explicóle V111:,1 o cuando ella le consultó acerca de aquel extraño ca111 -

bio-. Necesita formar su nido y tener hijos; como LoJos los seres.

Y entonces la niña, sobreponiéndose a la pena q11c Lal resolución le producía, se la entregó para que la n:integrara a su lugar de origen.

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I< 1, B o y E B o

Todas las mañanas, al rayar el alba, me des-1 ,ertaba el canto de aquel desconocido pájaro ma­drugador, que anticipándose a las demás aves del cercano monte, brindaba su saludo musical al día recién nacido.

Era ese canto una especie de silbo dulcísimo, más grave que el del zorzal y menos repicado q11c el de la calandria., Asemejábasc a I so n de: 1111 :1 n'1 sl i"~' flauta pastoril, o, para ser rn:ís •·-.; :wlos, :il son ido 111c­láncolico de las qw:11:1 s i11dí~·.•·11:1 s. 1',·ro 1111 ol,sl:11111: el dejo de trisli:za q1w lo .. :,r:wlniz: ilm , ¡,rnd1wí:1 op­timismo y hiennsl ar. Oy.··11 dolo, s, · ~w11 I Í:1 111111 111:'1s apegado a la tierra y a la v id;1.

-¿ Qué pájaro es ése? - le pregunté a Fausto Ruiz, el viejo peón amigo que me acompañaba en mis andanzas por el monte, revelándome con paciente bondad sus múltiples secretos.

-Es un boyero -me respondió-. Yo sé don­de tiene el nido. Te llevaré luego a verlo, si me pro­metes estarte quieto y no hablar, porque se trata de 1111 pájaro sumamente arisco.

Y fiel a su palabra, como siempre, me condujo t·sn larde por los sinuosos caminitos del monte, que

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sólo él conocía, hasta la orilla mismo del arroyo. Bor­deando luego el cauce, llegamos a un lugar de acceso dificilísimo, donde la alta barranca marginal, cortada casi a pico, desaparecía prácticamente bajo la rojiza maraña de los sarandíes, que descendían trenzando sus raíces hasta hundirse en el agua. Nos sentamos sobre un gajo horizontal, junto al ribazo, y permanecimos inmóviles durante largo rato. De tanto en tanto, ad­virtiendo mi impaciencia, Fausto me tranquilizaba con su amical sonrisa y un gesto que quería decir: "No te inquietes que ya pronto vendrá".

Y así fue, en efecto. Su brazo me señaló de pronto un pájaro llegado no sé cómo ni de dónde

' que revoloteaba entre la fronda espesa, muy próximo a nosotros. Era más o menos del tamaño de un tordo

' Y negro como éste, pero tenía los bordes del pico y los extremos de las alas amarillos. Dando ágiles sal­titos, iba de una a otra rama con visible inquietud . ' mientras sus vivaces ojillos escudriñaban sin cesar el contorno. finalmente se detuvo y comenzó a silbar de un modo tenue, apenas perceptible.

-Llama a su compañera - me susurró Fausto al oído.

Confirmando sus palabras, un trino similar sur­gi? de, en~re l~s ramas de aba jo. El índice del peón oriento mis miradas hacia el lugar exacto de donde

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el nuevo silbo procedía, mientras su voz, corno un so­plo, tornaba a susurrarme:

-Ahora verás lo mejor.

Y fue entonces cuando advertí, entre lo más compacto del ramaje, un nido de sjnguJarísima he­clrnra, primorosamente trenzado con cerdas y con "barbas de palo", que pendía de flexible gajo, a un metro escaso del agua. Era, por su forma y longitud, muy semejante a una media de mujer, de color gris, a la que se hubieran olvidado de tejerle el pie. El borde superior dejaba ver apenas la cabeza del ave que a él se había asomado.

El primer boyero fue descendiendo a saltos cau­telosos, y cuando estuvo junto al nielo s11 co111p:11u:ra se internó en éste pnr:1 ,brlc p:1 so. El p1·1w1ní a s 11

vez, y la aLerl.11r:1 de In origi11:d vivi1·1Hl:1 se: 1T1TÚ detrás suyo cual si luvi1·r:1 p11crl:1. Yo cslal>a 111ara­villado por todo lo q11(: había visto.

De regreso a la estancia, Fausto me iba expli­(;ando con su voz grave y calmosa, mientras nos envof -v Í.1 dulcemente el crepúsc~lo:

-¿ Te diste cuenta, muchacho? La hembra per-111:11,cce en el nido porque tiene huevecitos y los está Í11l'11bando. Mientras tanto, el macho se encarga de vi­¡•,ihr el contorno y de traer alimentos a la futura 111:idn ~. No hay peligro de que los animales del monte

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lleguen hasta esa curiosa bolsa que les sirve de hogar, puesto que ellos, precavidos por instinto, la han col­gado de una rama muy fina y a poca altura del agua. Pero de todos modos el jefe de familia se mantiene siempre alerta. Es además un pájaro muy valiente y hasta se juega la vida, si el caso lo requiere, por de­fender la compañera y los hijos.

-¿ Y por qué no canta de tarde como lo hace de madrugada?

-Porque su misión es la de anunciar y recibir el día. La despedida de la luz está a cargo del zorzal. Cada uno cumple lo suyo aquí en el monte.

Y o manifesté deseos de poseer un pichoncito de boyero. Pero me hicieron desecharlos estas sensatas palabras de mi amigo:

. -Lo~ boyeros son muy escasos y hay que de­Jarlos en libertad para que no se extinga la especie. Además, en la jauln, rara vez sobreviven. Y si lo ha­cen, ya no cantan tan lindo como en el monte. Por­que los pájm·os, como los hombres, necesitan de la libertad para vivir dichosos y contentos.

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l. () s ALAMBRADORES

--¿ Cuánto tiempo le demandará su trabajo, :,111igo Ladislao? No olvide que tengo apuro, pues d1 ·11 I ro de dos meses debo repoblar el campo.

-Ese es justamente el plazo que necesito. Mis l ,0111bres son rendidores y sabrán responder si los

('\ 11º·

-Manos a la obra, entonces. Puede empezar 111aiíana mismo, si gusta ...

Así quedó concertado el compromiso entre don Lumersindo y Ladislao Peralta para renovar los :ilambrados de 1a estancia, que empezaban ya a ren-11 ir tributo al paso de los años.

Peralta, alambrador con bien ganada f.l111;1 di: die tro y responsable en su oficio, era 1111 11111111,rc',11 d1· piel cobriza y de imponente co111,,,.;1,ir;1 lí ~1 i,·:1. Y 111> le iban en zaga por cierto ' U· (·0111p:1ií1-rw.¡ d1· 1 r:1 -l,nju, cinco mocetones forniJos, de .111c:l1u 1,·11:1x y l,r:1zos musculosos, hechos como de medida pnr:1 la 111,Lt tarea que desempeñaban.

Al día sigui en te ya estaba la e II ad r i 11:, en el 111111111:, escogiendo y cortando a filo de l1:lt'l1:1 los co­r1111ill:1s seculares, de rOJIZO cerno, qrn~ l1.1lrrían de

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proporcionarles postes bie~ sazonados, grue~_§_ y du-. rÍ~!Ilº! , capaces de resistir durante muchos años la acción de la intemperie. Concluída aquella etapa, y ~ientras el ardiente sol e;ivals"ecaba la savia de la noble madera, comprimiendo sus fibras hasta in­fundirles pétrea solidez, dieron comienzo Peralta y los suyos a la tarea de abrir los hondos y estrechos agujeros en que serían enclavados los postes. Con sus palas de hoja angosta, larga y curva, cavaban en poco rato hoyos profundos, de unos quince centímetros de diámetro -apenas el espacio !]-ecesar:io para que pu­diera penetrar el respectivo tronco-, y era tal la des­treza con que lo hacían que hubiérase dicho que aque­llos pozos de idéntica factura, hábilmente redondea­dos, eran obra de alguna máquina perforadora más bien que de la mano del hombre. Certera y recta caía la hoja de acero, sin desviarse un milímetro de su objetivo, y ]a durfoima tierra de aquel campo virgen iba formando pequeños cerros junto a cada hoyo abierto.

Uno tras otro fueron irgui~ndose luego los pesa­dos postes, mientras los sordos golpes del pisón apre­tujaban nuevamente la tierra en torno a ellos.

Y llegó entonces el turno a los piques de curu­pay, llevados desde la barraca del pueblo, conjunta­mente con los rollos de alambre galvanizado, en una

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1·1101111c carrcla que arrastraban cuatro yunlas de l,111 :yes.

Los berbiquíes taladraron con sus finas mechas :14 ¡ 11d los listones de madera tropical, venida desde las 1-,1;lvas paraguayas para ~ecundar a nuestros coronillas ,.,, la tarea de mantener de pie, a despecho de soles y 11 u vias, de encontronazos de potros y reses chúcar~ 1

las líneas de los alambrados campesinos. Pasaron a 1 ravés de aquellos .9,!-"ific!OS l.9s largos hilos metálicos, y comenzaron las máquinas a estirarlos, entre poste y poste, hasta que se pusieron tensos como cuerdas de guitarra.

Mientras unos homlm:s c11111plía11 1· c; ;1 p:,rlc del Ira.bajo, otros, con las pcq11 cíi:1 s 11:tvc:-, d,: "'ª"º, 1a complementaban ata11do los a larnlm:1:; a los piq11 cs c011

ri cndillas del mismo malcrial, cuyas puntas sobrantes cortaban con un golpe seco y rápido.

Pero lo más complicado y lento fue la colocación , 1, : los postes esquineros, o principales, pues era en , · 11 os donde habrían de radicar la solidez y duración d, : las líneas. (,'; ( ,)

Para dotar de una mayor firmeza a esos postes, 111· enterraron horizontalmente en angostas zanjas, ,., pn:samente abiertas al efecto, otros troncos más ¡wqrwíios -los "muertos", como los llaman los alam-111 :,don:s- , sujetos a los principales por fucrles rien­d 11H d, · alambre grueso y trenzado.

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Otro refuerzo se agregó todavía: el de los "peo­nes", palos colocados en forma oblicua y en sentido contrario al de los "muertos", cuya misión es la de apuntalar al esquinero.

Desde el alba hasta la noche trabajaban los seis hombres a ritmo intenso, con un solo intervalo a me­diodía para el almuerzo y la siestita fugaz. Durante la rueda de mate previa a la cena hablaban poco, como todos los seres acostumbrados a la soledad. Pero cuando lo hacían valía la pena escucharlos, porque sus palabras revelaban un profundo conocimiento de Ia naturaleza y de la vida del campo.

-La conversación de esta gente tiene caracú -me dijo cierta vez Fausto, que sentía por ellos gran aprec10.

Merced a su esfuerzo constante y sin desmayos, pudieron Peralta y sus hombres terminar el trabajo dentro del plazo fijado.

- Lo Id i(;Üü s.inccramente -dijo don Gumer­sindo a Ladi slao-. Ha demostrado usted ser un criollo de palabra.

Y sin duda aquel elogio franco y espontáneo constituyó para el laborioso paisano la mejor recom­pensa.

Después marchóse la cuadrilla a cumplir otros compromisos, dejándonos como perdurable recuerdo

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1 l l b d·os tensos firmes y pruliJ·os, lar1•11·1 11w:1:-1 1 e a. am ra , . do,:d, · '/. 1111 .1,uba con más fuerza la música andan ega de 111 ,, vi, ·,iLos, y donde los horneros construía~ con

'.. · · das de barro sabiendo ma y 11r 1"011 rnnza sus v1vien ,

. . 11 tes en que las asentaban por 11, s i111 Lo que aque os pos ~

hahrí :111 de mantenerse enhiestos muchos anos.

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li'. 1, 1, ATO N COLORADO

Una mañana de fines de diciembre, cálida y l II rnin osa, Fausto R uiz resolvió ir al monte a cortar 1111 añoso _ceibo, que ya no florecía de tan viejo, y con cu ya madera fofa y blanda pensaba c.;on Lruir algunos bancos para la cocina de la estancia.

Blanquita y yo lo acompafüi.mo,, radi:mles de alegría, saboreando por anticipado las deli cia s q11e el matinal paseo habría sin duda de proporcionarnos.

Mientras Fausto abatía con certeros golpes de hacha el corpulento árbol, cuyas ramas casi secas de­sentonaban entre la vegetación lozana, nosolros co­rreteábamos de un lado a otro tras las mariposas d( : brillantes colores, los " aguaciles" que stm:.tl,:111 d aire como raudas saetas, o las lagartijas q111 : :-i ( :

escurrían por entre la hojarasca con un ágil y V(·rd( ;

centelleo.

Extenuados al fin, nos sentamos a desea 11 s:1 r so­bre el tronco de un blanquillo que las ag11¡is 11:tl,ían descuajado, y que yacía en posición horizo111;tl a la orilla del arroyo.

De pronto oímos, muy cerca de nosol ros, una especie de gimoteo débil e intermitente. Y a.l echar­nos a buscar el origen de aquel rumor ex Lraño, des-

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cubrimos con la consiguiente sorpresa, en. un hueco lateral del tronco que ocupábamos, un nido de esos ratones silvestres que las gentes del campo llaman "colorados", aunque en realidad su pela je es más bien de un color marrón subido, que se acentúa en la parte superior del cuerpo.

Cinco ratoncillos se revolvían gimoteando allí, con los ojos todavía cerrados y el minúsculo hocico husmeando el aire. Era evidente que reclamaban la ubre materna, a la cual estarían succionando tal vez cuando nosotros llegamos.

Pero la madre, al vernos aparecer de impro­viso, había huído a refugiarse entre la maraña espi­nosa de un ñapindá cercano. Y desde allí, trémula y azorada, nos miraba con ojos suplicantes, casi huma-11os en su expresividad conmovedora.

Y o quise aproximarme a los animalitos y apo­derarme de ellos para verlos mejor; pero Blanquita, siempre tierna y sensible, me contuvo diciendo:

-Déjalos. Son demasiado pequeños y les pue­. des hacer daiío si los tocas.

Accedí a su pedido, y permanecimos silenciosos e inmóviles los dos, a la espera de los acontecimien­tos. Entonces ocurrió algo que estábamos muy lejos de imaginar por cierto, y que jamás podremos olvidar. Viéndonos así, en actitud pacífica, la madre aban-

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dn1111 :, 11 1·~, (·111Hlrjjo, buscó un sitio prop.icio, y cn11 las .. l,:1 rli:1 :.; '" dd mismo blanquillo derrumbado prcp.irú 1·1111'1· :1qttei malezal ríspido una madriguera proviso-1 i,1. Después, con gran cautela, se fue aproximando :d hueco donde estaban sus hijos. Era tal el miedo q111: experimentaba, que las cuatro patitas le tembla-1,an como briznas movidas por el viento. Se advertía ('l.iramente la lucha entablada entre su amor maternal , sn instinto de conservación, y que a la postre acabó

con el triunfo del primero.

Una vez que hubo ll eg[l<lo el roedor l1 :1sl;1 c:, 11 nido, y comprobado q11c allí csl;il,;111 il,·sns los ('i11cc> ratoncillos, comenzó :1 J r:1 shdn rlos, 11110 d1·:, ¡ 111c'·,1 d(· otro, hasta la nucv:1 vivi,·11dn. l ,11 :1' ·1.:il,:1 c·11 l:1 1101':1 con infinitas prec:111<'i111ws, ;1 fi11 di· q11c· .· " ·" 11 ¡·,11de1:,

dientes no Je c:111 sar:111 d:iíío, y :, i11 d.:svi:1r 11i 1111 egundo de nosulros ~us ojilJos ncrrrí,·imos, a L, Vt'Z

recelosos e implorantes. Luego echaba a andar paso a paso con su carga, para él preciosa," e iba a deposi­larla suavemente en el improvisado refugio, lejos de llllestro alcance.

Blanquita y yo, sin movernos, lo contemplába-1111 )s con admiración y ternura. Era de forma idéntica :1 Li de los ratones comunes, pero mucho más 0 -rande': S11 (·111 :rpo se prolongaba en una cola monda, casi tan 1111·:•.:1 1·01110 éste. Su gracioso hociquillo se movía en

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un continuo ventear. Y sus brillantes ojitos pro­seguían atisbándonos sin treguas.

Cuando acabó la singular mudanza, corrimos emocionados a contarle a Fausto lo que habíamos visto. Y él sonriendo con su habitual bonhomía, nos dijo:

-Ahí tienen ustedes un elocuente ejemplo de cómo los animales, aún aquellos más pequeños y dé­biles, son capaces de hacer frente a los mayores peli­gros cuando se trata de defender la vida de sus hijos.

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E L P J, U M E R I L L O R O .l O

A Blanquita gustábale muchísimo corretear por el monte en primavera, aspirando la fragancia de las diversas flores que abrían sus corolas en todas partes, o arrobándose en la contemplación de la infinita gama de matices de las hojas nuevas.

Por eso aquella mañana espléndida de oct11 bn~, aprovechando la feliz circunstancia de que Enc:1rn;1-ción iría a lavar unas ropas a] arroyo, ol,111vo d, i su

· madre permiso para acompa.iíarl:1.

A su regreso corri«', 11:wi:1 111í, q1w 1·11 1·•,1· i11· 1:11110 volvía también del c:1111p11 c·or1 los p1·0111·<1. .l.irrjl'lo amorosamente entre ::n11J,:1s J11a11us, ostentaha la ni,ía un manojo de bellísimas flores.

- _-¿ A qué no sabes cómo se llaman? -me pre­guntó, alzando con orgullo hasta la altura del rostro su precioso hallazgo.

Yo no lo sabía, en efecto, pues nunca había le:nido oportunidad de ver aquella clase de flores, que a rrnque carentes de aroma, eran por la originalidad de s rr forma, por su color y su gracia, un verdadero pro­di ~\ iº de la naturaleza, y podían resistir airos:nnente 1111 p11r;111gón con las del propio ceibo. ,

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Confesé mi ignorancia y ella entonces, con aire satisfecho, me repitió lo que sin duda acababa de ex­plicarle Encarnación:

-Se llaman plumerillos. ¿ No ves, tonto, que su forma es idéntica a la de un plumero en miniatura? De ahí les viene seguramente el nombre.

Y o me aproximé aún más al manojo y me puse a contemplar las fl ores con minuciosa atención.

Eran de un color rojo vivo, que recordaba el penacho de los cardenales, y sus largos y múltiples estambres, l"iJJ os y suaves como hilillos de seda, vibra­ban cual sensibles antenas al más leve contacto de la brisa. En el extremo de cada estambre acumulábanse partículas d1 : 1111 pol ' 11 s11ti I ísimo, impalpable casi, que se des v:111t;('Í:1 s i11 d1·j:ir l111dlas apenas se le tocaba.

Fausto Huiz, q111· 1·11 cs1: iustante pasaba junto a nosotros, le advirtiú : 1 Bl:1nquita:

- Se te van a 111:1rd1itar en ~eguida. No las hu­bieras corl :1do.

-Las p1111dr '· al1ora mismo dentro de un florero con basta1111· :1 g1w, para poder conservarlas -rnpli­cóle ella.

-Igua.1 G marchitarán, te lo aseguro, porque esas flores son tan delicadas, tan sensibles, que úni­camente viven en el árbol.

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A.si era, en efecto. No había transcurrido media l1ora cuando el manojo entero comenzó a langnidecer y a amustiarse, confirmando las palabras de Fausto, que estaban respaldadas por la experiencia, como to­das las suyas.

Desde entonces yo viví aguardando la ocasión de conocer el árbol que producía tan hermosas y origi­nales flores. Y fue el propio Fausto quien, a instancias mías, me llevó al monte pocos días más tarde con el fin de mostrármelo.

Era un arbuslo di : 111:1d1·r:1 l'r:í¡•,il y dt' 1·:·w:1s:1 al­tura, que apenas ·olm:¡,:1 :-i:1rí:1 loH do:i 11wl r11 ,-1 . Tc11í:i el tronco y las rarn:1~ s11111:111w111«' n ·l1111 ·id11:, 111 1·11rl1:za delgada y lisa, 1as l1oj:1s d1· 1111 ,·11l11r v, ·rd,· i,11,·11 :-<o, muy semejante en s11 1:slrilt'l11r:i :1 las d,:I c:-1¡ii11illo y el ñandubay, y tan °raciosas y finas que parecían un' delicado encaje.

-Ahí tienes el plumerillo -dijo Fausto-. Al­gunos le llaman también sucará o socará, aunque este último nombre corresponde en realidad a otro árbol más comúnmente denominado "palo de fierro" a cau­sa de la dureza y color de su madera. El plumerillo posee una característica muy particular, que lo dife­rencia de los restantes árboles de nuestros montes: mientras hay sol, sus hojas ofrecen un aspecto alegre y loz:1110; al caer la tarde, se doblegan y empiezan a

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palidecer, dando la sensación de que se secarán; y a la mañana siguiente vuelven a adquirir vigor y fres­cura al contacto de la luz.

Observador sagaz de la naturaleza, Fausto Ruiz había dicho la verdad, como siempre. Y yo, escuchán­dolo, había aprendido algo nuevo y singular acerca de otro de los integrantes de la flora · autóctona.

--.,.....

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E L

Cada dos o tres meses aparecía por la estancia el turco Alí Catiche, con la espalda curvada por el peso del enorme cajón que sobre ella portaba, y al que sostenía, oficiando a manera de palanca, un fuerte trozo de roble, de cilíndrica forma, que el hombre co­locaba entre la tapa de aquella especie de arca pri­mitiva y las gruesas correas de cuero que ]a ascg11 ra­ban, atravesándolo luego sobre el hornhro y s1 1jct;º111 -dolo con ambas manos por el otro ex 1, ... 11w.

La llegada del turco cons tit11í;i todo 1111 :(('1111tt·­cimiento, especialmente para la s 11111jcn :s, s i,·111¡1r1· 111·­cesitadas de algunas de las mne.has haral ij :1s ,¡111 vendía.

Apenas le veíamos acercarse, dando gra 11d1·s z1111 cadas y anunciando su presencia en la pi11tnn·twn jerga que lo caracterizaba, y que tanta gracia prnd 11

cía a los peones, nos agrupábamos a la rnwrt11 d, ·1 galpón, ávidos por contemplar los redondos 1·:, ¡wji­tos, los peines de colores y los jabones de 1>C'rl'11111e in tenso con que habría de regalarnos la vi sta y el 1111'~ Lo.

Cuando Alí desprendía las hebillas y levantaba l:i tapa de su rústico arcón, a nosotros parccíanos

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I' !· 1

que acababa de hacerse realidad alguna página mi­liunanochesca. El brillo de los abalorios que resplan­decían al sol, la amalgama de fragancias penetrantes que impregnaba el aire, la abigarrada profusión de fqrmas y de chillones colores que ostentaba aquel nutrido conjunto de bagatelas, ejercían una suerte de mágica fascinación en nuestras almas ingenuas y sencillas. Hasta el propio Fausto Ruiz, tan aplomado y tranquilo de ordinario, tan dueño siempre de sí, de­jaba entrever también, con gestos y palabras, la ad­miración Y. el asombro que aquello le causaba.

-¿ Cuánto vale este peinetón dorado, Alí?

-¿~cuánto esta pieza de entredós?

-¿ Y este frasco de Agua Florida?

- ¿, Y este pañuelo de eda verde-luz?

M 11j1:res y hombre., jnquirían a la vez, ansiosos todos PI los por poseer alguno de los objetos que el buhorn:ro exhibía, deshaciéndose en elogios para cada artículo.

V en ía u después los consabidos regateos, que daban lugar a verdaderos alardes de socarronería y malicia por una y otra parte, y que terminaban in­defectiblemente con alguna rebaja en el precio de la mercadería cuestionada.

Doña Ramona compraba siempre cosas de uti-1 idad doméstica: dedales, paquetes de agujas, botones,

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prendas de ropa i111 crior, y a veces lienzo o n1·a para sábanas. Don C1rn1ersindo y el capataz Umpii;n1·1. solían adcp1 i ri r también, haciendo gala de sentiJo prác;tico, a I grnia bombacha, o una camisa de franela, o un pár J e zapatilJ.as de entrecasa. Y lo mismo ocu­rría con la vieja negra Encarnación, la cocinera. Pero los demás, en cambio, optaban por las miniaturas de colores brillantes o por los artículos de perfumería. Sobre todo los peones jóvenes y solteros, que reser­vaban esas cosillas superfluas -collares baratos, me­dallitas, polvos de olor, relicarios- para obsequiar a sus novias en la tradicional visita dominguera.

A Blanquita y a iní se nos iban los ojos detr.ís de los juguetes que también portaba Alí en su cajt',11 prodigioso. Y mientras ella suspiraba por las p1:q1w ñas muñecas de ojos azules y sonrosados <·.a rri 1111 ·1 , yo ardía en ansias de poseer los caballitos tl, : 111:,d, ·1.1 lustrada, o el simpático perro de loza <pw ¡,:111 ·1·1.1 aguardar mis caricias en el fondo del ar(':t .

A veces don Gumersindo o doiía l:i1111111111 , :1rn1 dándose seguramente de sus tiemp1114 i11 l.1111 d1 ·•1, :.1· encargaban de convertir en realidad 111w•,l10· ·1111 ·1111~.

Y Alí, que era también ho11d;1du, 11 y 1·11111¡,rc·11 -sivo, no obstante su aspecto rnclu, · 011n·111 l1·líz al depositar en nuestras manos :ívid.1 ·, 11111 :11ilwl:tdos juguetes.

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L A H A T O N E H A

M úy prox1ma a la estancia corría serpenteando una cafíadita alegre y rumorosa, que desembocaba en el arroyo. Bordeábanla grandes rocas entre las cuales hundían sus raíces algunos talas y coronillas ya cen­tenarios tal vez, a juzgar por el espesor de sus tron­cos y por la altura de sus frondosas copas.

Cuando Encarnación tenía p<1<:a ropa p;1r;1 Livar, prefería hacerlo allí por ser 111;Ís cn, ·;1. Bl :111q11ila y yo solíamos acompañarla en tal es rn·.;1 s i11111 ;:1 , y 1·011 verdadera alegría, pues a ambos g11 s1:il,:1110: 111wl1í simo el sitio que la bonachona negra kd,ía q ,1·11¡•,icln

para lavadero.

Una soleada y apacible tarde, mientras 1·lh 111 · vaba, nosotros correteábamos felices por los a In ·el,· ­dores, hurgando entre la fronda de los úrl,olcs 11 , . ,,

carami~donos a las altas piedras, que nos dcpa rn l ,n 11 siempre alguna grata sorpresa.

Cansados finalmente de brincar y co1T1·r a 11111 :s­tras anchas, nos tendimos a reposar a Ja so111l1r;1 de un frondoso coronilla. Muy cerca de nosol rus, acu­clillada junto al agua y contrastando con la nívea es~­p11rna del jabón, que parecía acentuar el I i1111 : rene­¡•,rido de su piel, Encarnación azotaba rít.111icamente

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con la palmeta un gran rim_e!o de ropa. Y el eco, como gozándose en remedarla, repetía a lo lejos cada golpe, favorecido por la espléndida acústica de aquel lugar. .· . ,

. ~ ; ~

Blanquita, que tenía el rostro encendido como una .b~·asa a consecuencia de la fatiga, habíase quitado la hv1ana chaqueta que llevaba puesta, colgándola de las ramas más bajas de un tala próximo.

De pronto advirlió que se acercaba a la prenda una ratonera, simpática avecilla cuya figura pequeñi­t~, ~gil ~ e_scurridiza, nos era muy familiar, pues a diano veiamos algún casal refistoleando entre los es­condrijos del galpón, o entre los intersticios de la pila de leña de consumo, levantada contra la pared de la cocina.

- Q11t;1h1c; quieto y callado. No la vayas a ahu­yentar - 111urr11urú l:1 11jfía a mi oído.

Y arn l ,w; permanecimos inmóviles, observando al ave . que, con su inquietud característica, saltaba sin cesar de II n sitio a otro, sin que sus ojillos zahoríes dejaran de ati sbamos. Tan cerca de nosotros estaba, que po~íamos djstinguir perfectamente su agudo y largo pico y los distintos matices de su plumaje, de un tono acafetado con reflejos verdosos en la cabeza, .las alas y la cola, y de un gris desvaído, casi blanco, en el pecho y el abdomen.

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AJc111ad;1 por 1111estra inmovilida<l <.;0111u11i'.1', :1 i11 -troducir:,1· 1·11 los bolsillos y las mangas de la cl1aq11el.a,

busca11cl., :;itio adecuado para sus propósitos. Luego, satisfod1a de 1a inspección, púsose a llamar a su com­paíicr;r , que al punto acudió al reclamo. Dialogaron a su 111odo, intercambiand? grititos breves y estriden­tes, y ""ª vez puestas de acuerdo abocáronse las dos a u11a la:rea que nos llenó de asombro. Habían Í·e­sucllo anidar en uno de los bolsillos de la prenda, y hacia allí fueron transportando con el pico y la. p;1l;1 ~; minúsculos palitos, hojas secas, y l,,·hr:1 s ele : L111;1 11 cerda adheridas a los alambrados o ;1 l:1:-1 n1 pi11 :1·1 d,· los ,Í rboles.

Nosotros, estupefactos y a la V('.Z c·11ic·r111 ·,·i.l11·i. no perdíamos detalle de la paciente fa1·11a. '1';111 ,·,,11 ten tas estaban las ratoneritas de anidar a II í, q I w 1 · 11 tre vjajc y viaje poníanse a cantar a dúo, hi11d1:111d11 gr'aciosamente la garganta y emitiendo ese gor¡c·11 1,· piquetcado y alegre que las caracteriza.

Cuando llegó la hora del retorno, yu t: !-< lal,11 lu pareja dando los últimos toques a su viviendn. ltln11 • quita no quería recoger la chaqueta, prefiri1·11d11 ¡w1 derla antes que molestar a los pequeños p.í ja r111,. l 1.-ro

Encarnación, más sensata por razones de e, Lle L. : 11111 r ¡ 11 e con pena también, se opuso arguyendo q111'. los ¡i;1dres de la niña se enfadarían, y que la re p1111 :-,:d>ilidad recaería sobre ella.

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1 ,1 )t 11

1 \

Tuvo pues Blanquita que frustrar el esfuerzo de

las ratoneras, contrariando al hacerlo los impulsos

naturales de su buen corazón, y sin poder evitar que

las lágrimas le humedecieran los tiernos y hermosos ,

OJOS.

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l. li'. S P I N I L L o

11:111 n; Lodos los árboles del monte -y los había

de Li s m;'i s variadas especies aborígenes- era el es­

pinillo el primero en engalanarse p~i ra recibir la

1mmavera.

No bien entraba setiembre comcnzal>:111 :1 i11 si-

11uarse a lo largo de sus retorcidas y esp.i11os:1s 1:i111as

los redondos botoncillos, que poco dcspuc'·s l1 ril>rÍ:111

de convertirse en flores de color dorado, :ilc·¡•,rc· :1 y lnillantes, cuyo intenso aroma agreste, csprm·i, ·, ,,d,Jhl'

generosamente por el aire, atraía a las :d,1:j:1·4 l:il11,

ri osas, que llegaban desde sus colmenas cw1il1 :1·. 1·11

los rincones más intrincados y secretos del 111u11l1· :1

aprovisionarse de néctar y de polen.

A veces -cuando el invierno había Hiclu lw

11ig110- el proceso de la floración se inici:d,a 1·11 h .Y postrimerías de agosto, y el grato anticipo v,·111:il

culminaba entonces al promediar setiemlm-, 1·11111 i<'-11-

closc prácticamente todos los espinillos de c·111 ·1·11clidas

l ,orl i Las de oro, que daban la impresión ele· q 11 c el

propio sol se hubiera dividido en millares de· 1wq11eñas

:1r,1·11as relucientes para adornar con ellas l:1 s ramas

de· los árboles.

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, .. Pero no solamente en sus hermosas flores se ma­

nifestaban la gracia y el encanto de aquellos alegres heraldos de la primavera. También se hacían presen­tes tales atributos en las espinas agudas y durísimas, que adquirían por entonces un magnífico color gris azulado, con destellos perláceos, y en las menudas hojas bipinadas, de un verde suave y tierno, que tem­blaban al soplo de la más leve brisa, y cuya delica­deza contrastaba con la reciedumbre del tronco y de los gajos ríspidos.

Eran numcrosisimos los espinillos en aquella zona. Achaparrados y fuertes, como casi todos los ár­boles que integran nuestra flora, reemplazaban la ca­r erwi a de porte majestuoso con fa inconmovible fir­meza 1:0 11 que cno-arfi ahan en la dura tierra sus po­tente:-; r;1Í<T:,, p;1r;1 al'ro11lar a i los embates del pampcrn. 1 )i~;c 111i11 :1dus c11 Li s orillas del monte -muy rara vez se <:1t<·n111 raki un ejemplar dentro de éste-, constituían L, v,111 g 11ardia permanente de aquel nutrido ejército ve gel a 1, y contra su rama je hirsuto estrellá­base la furia de las tempestades.

Eran ademÚ"" sufridos y resistentes a las adversi­dades climatér.i cas como muy pocos árboles lo son. Acaso, en ese aspecto, sólo podían competir con ellos el ñandubay, el coronilla y el tala, otros tres repre­:-;cntantes soberbios de la flora indígena. Las sequías l n :mendas que solía traer el verano, no lograban ha-

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.. '

ccr mella l'a si 111111c;1 en su vitalidad c·~lr:101cli11:1ria. Y así, c11:111do lo:-i demás integrantes del 1110111<· :1C" 11 -

sahan e11 Hrr s l,ojas marchitas y en sus cnca11ij:1do:; frutos c·l ri ¡~or de los solazos de fuego, que implaea­h]cnw11lc : ilJan. debilitando sus raíces sedientas, los espinillos mantenían aún lozano el verde de sus hojas, en las que perduraba la única nota alegre del paisaje. Bastábales la efímera caricia del rocío nocturno para irse defendiendo de aquel azote natural, hasta tanto lleaara la anhelada lluvia que esperaban con igual b .

avidez los hombres, las bestias y las plantas.

Cuando los espinillos empezaban a florecer, to ­

dos los moradores de la estancia nos sentfamoc, 111{1:.; alegres y optimistas, y hasta los pequeños y co1111111<"' hechos cotidianos adquirían un sentido dis1i1110 . '1':il era la influencia que sobre nuestros espíril11 ·1 ,·j ,·1e -Í. 1 el mensaje primaveral de aquellos árholc·:-i.

Blanquita, sobre todo, poníase co11k1111 111 11 ,1 yendo de un espinillo a otro cor1:il1:1 l:i :1 11111111 ., 1il .1· , flores de breve y delgado tallo y .4e l:i s "" 1 e w, il 1, 1 e II l 1 , · la cabellera, formando así, co11 i11 Hli111iv :1 e·11eiiw1, ·11:i femenina, una especie de di:1d,·111:1 ele· 111 e1 1\ , ,·1·,·s la perseguían las abeja s, q1wric·11el11 po·1 11 •1,•le · •1 ed1rc la cabeza. Y ella huía d:111do :·., i I i 111 •, ,·111 I 11 •1, , I' w 110

c;ran en realidad de Lc111or :-s irw d, • ·,: 111 :1 y ele· • l1e II d.,nte :1 k gria, mientras el sol 11:wí:1 d, .. 11<' ll.11 l.1 ·1 d, 11 :idas y :1rnmáticas borlitas 1:011 q11c· . ,. 11 :d,í:1 :1l :1vi :1ele, .

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"s EH Ar I fJ. " , 1 ·~ :

L-,.,,.:

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C /\ T O

1 >1·:,dc· k1cía vari¡is noches se venía repitiendo 1111 lw .. 110 q11c conspiraba contra la tranquilidad de la p1:011;1d:1. Y también, por supuesto, conlra los intere­ses de dori Gumersindo.

Un visitante furtivo_-procedente sin d11da del cer­cano monte- introducíase en el corral d1 : las av1 :s y se llevaba consigo, en cada una de sus ·i11c11n, io111· :s, algún pollo gordo O alguna de las muy po11ed11r;1 :-, r,:1 -llinas catalanas que lo habitaban.

Tan sigilosamente realizaba la operaciú11 1·1 :1·1 tuto merodeador nocturno, que ni los perros 11 i 111:1 gallos, pese a ser unos y otros centinelas ca .s1·1w d,· bien ganada fama, se apercibían de sus b1.ro .. i11i11· . Y apenas si al día siguiente advertíase el raslro rn11 q,w las plumas de las aves hurtadas denunciaha11 s11 ¡,:, 1,.

Con respecto a la identidad del ladrón, 111 :1 11pi ­niones estaban divididas entre el personal d1· l:i 1·s­tancia. Los más aseguraban que se trataba d, : 1111 '/,orro, 'basando su convicción en la inteligencia q1w d,·1111)8-1 raba aquel pícaro. Sebastián insistía en q110 '"ª una comadreja mora. Ruperto y Pedro, por s 11 parte, .i11dinábanse a suponer que debía de s1:r 1111 "mao _pelada".

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I¡, :t' 1 !'

,1 11 l

-Sólo un gato montés es capaz de semejante hazaña -decía por su parte Fausto Ruiz, que era

el único que opinaba de tal modo.

Y como de costumbre, tenía razón m1 v1eJo compañero de andanzas, según vinieron a demostrar­lo más tarde los acontecimientos.

Durante muchas noches se turnaron los peones en la ronda de rigor, provistos de una escopeta y agazapados entre el yuyal cercano al gallinero. Pero el sagaz ladrón, como si presintiera el peligro, no se dignaba aparecer por allí cuando se le esperaba. Y apenas suspendidas las rondas volvía muy campante a efectuar sus fechorías.

Hasta que por fin el "Mariscal", un perro muy vivaz (' int~ligcntc, ]o sorprendió una madrugada dentro d,·1 ,·01Ta I y :d pu11lo dio el alerta con su la­drido ro11co, q1w st'1lo se hacía oír cuando ocurría alguna cosa ir11porla11te.

Todos no:-; lt:vantamos de inmediato para correr hacia allí. Y c11Lo11ces, a la luz de una espléndida luna llena que bri llaua en el cenit, pude contemplar un espectáculo que no olvidaré jamás, tan fuerte fue la impresión que me produjo.

Rodeado por la perrada, un enorme gato mon­tés, cuyo pelaje atigrado relucía bajo la plena claridad l nnar, luchaba contra sus enemigos dando saltos agi-

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lísimos. La ela sliC'idad de sus 111fo,1·1iln¡-.¡ y l:1 rapidez y precisión de s11s 111ovi1nic11los ,·r.111 l:111 ,·:-.lrnordi­narias, que tornal11111 v:1110:-; l11d11H lo-1 ,., l1lf'J' 'WH de b jáuría por alrap.1rlo . Y 111i,·11l1'/1'1 l,1•1 p• 11111~ c111rcclto­caban los die111,·s 1·11 ,,1 111111.li ·,,·11 1111 ,11 1d11, t'-1 iba de lomo en ]0111<,, prol'i11 :111.l11 ·,. 111'11m•1 q1lf' l,allaban

siempre el 1Jla1wo p1·r.-w;•,11id11, y q111 • pon, :i poco so­cavaban el ií 11 i mo de si• ~¡ , ·1111 I, ·1" 1111, ·¡1.

De pronto, advirLicndo q11c l:i ot':1·,1,',11 prn;1·11 -

tábase propicia, emprendió veloz y sorpn:s iv:1 1'11¡•,:1 y

alcanzó el tronco de un añoso ombú, que se 1:r~··11 Í;1 :i

pocos metros de distancia. Tan rápido fue su a!,:ícc11:-;o

hasta la copa del árbol, que los perros tardaron va­rios segundos en darse cuenta de ello. Y cuando lo hicieron, formarón círculo en derredor de las salien­tes raíces, atronando el aire con sus continuos y fu­

riosos ladridos.

Ya había empuñado Ruperto la escopeta y es­cudriñaba el follaje, en procura del félido, cuando

Fausto lo contuvo con resuelto ademán.

-¿No te da pena matar un animal L:111 li11d11 y tan valiente? -le dijo-. ¿No te p:m:1·1· 1111:1 111p1 i.;­t1cia, después de todo lo qnc l1J('l11', corilr:r 111·1 pnros

para salvar su vid::.'?

-Pero es un hicl10 d:1 iii ,11) ;,Cuántas gallinas s,: 11:1 lln:1d11

- !,7 -

:11·¡· 11 y1, ,·1 otro-.

;1 d,· :1q11Í '(

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'·.

-Los animales siempre son inocentes -aclaró Fausto-, pues obran de acuerdo con la ley que les ha impuesto la naturaleza. Además, puedes quedarte tranquilo porque a este gallinero, después de lo ocu­rrido, no volverá a acercarse.

Así diciendo, mi amigo llamó a los perros y los encerró en la cocina, dándole tiempo al felino a que escapara, y sin que ninguno de sus compañeros opu­siera reparos a tan noble y comprensiva actitud.

El gato montés, en efecto, no repitió jamás sus incursiones nocturnas. Yo lamenté muchísimo no volver a verlo, pues había quedado prendado de su estampa, su pelaje, y su destreza impar en la pelea. Pero me consolaba pensando que estaba a salvo. Y que se lo merecía, como bien Jo hab ía dicho Fausto Ruiz.

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E L /\ R R A y /\ N

A 1a inversa del espinillo, que necesita para vi­vir a sus and1as mucha luz y mucho aire, y que por eso mismo crece en las afueras del monte, el arrayán, más delicado y sensible, prefiere aquellos sitios reca­tados, húmedos y sombríos, donde la protección de los demás árboles pueda evitarle el rigor directo del sol y de los vientos. Al igual que el sarandí y e l sauce, es de naturaleza hidrófila, y por eso se desa­rrolla con mayor lozanía y fuerza en la s rn;Ír• 11·1ws de los ríos o de los arroyo, c 11y;1 prn xi111id :1d 1111 :-1,::1 siempre por obra de llll i1wl11diltl1 · Y c't'rlno irrqwr:1-

tivo vital.

Mucho ant c:-1 d1 : que 111viC'rn 1w:1sit',11 de 1·1111oc·1 ·r y apreciar clircc t1111 e11Le s 11 Li crna gracia y su be lleza frágil, érame familiar la inconfundible fragancia con que este simpático árbol nativo embalsamaba el mon­te en primavera y verano.

Yo no lograba darme cuenta entonces de dónde procedía · aquel aroma fresco, suave y persistente a l:r vez, que sobreponiéndose a los demás olores vege-1:rl1·s impregnaba por completo el aire con sus eflu­vios gr:itísimos, y que me producía al aspirarlo una d1111'1 : s1ms:1 ción de bienestar. Atribuíalo a los distin-

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·, r. IÍ

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tos árboles en flor por entre los cuales me deslizaba, acicateado por mi infatigable curiosidad infantil. Pero al acercarme a unos y otros comprobaba el error en que incurriera, pues ninguno de ellos exhalaba aquel singular perfume cuyo origen teníame intrigadísimo.

Y fue como de costumbre mi amigo Fausto Ruiz, conocedor admirable de los más íntimos secretos de la naturaleza, quien me develó el misterio cierta tarde de diciembre, mientras le acompañaba en una de sus habituales incursiones al monte.

-¿ Qué flor es la que da ese olor tan agrada­ble? -le pregunté al verle aspirar con fruición una oleada de aquel exquisito aroma que la brisa acababa de tra ·rnos.

;, Q11t': Clor '? Son mi les el<; f lorcs pequeñitas y escondid;1s las q11c lo prod11c•:11 - me respondió son­riendo-. 1 Lw.; 1 i• ·111 po q 11e te noto empeñado en averiguarlo pur 111s propios medios. ¿No es cierto?

-Es cierto, s í. Y ahora reconozco mi fracaso.

-Sígueme, entonces, y podrás satisfacer bien pronto tu curiosidad.

Dichas estas palabras, me condujo por entre lo más tupido de la maraña hasta la orilla misma del arroyo, y allí, entre una abigarrada profusión de ár­boles y plantas trepadoras que lo cercaban por todas partes, como queriendo sustraerlo de tal modo a nues-

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tros ojos, scií:1 lú111e un hermoso arbu~to cuya a 1t ur.1 no sobrepasal,a lus dos metros. Sus hoJas lanceola~Jas, de un verde relnciente, halanceáhanse con grac10sa suavidad al contacto de la brisa. Y en los extremos de sus finas ramas agrupábanse en apretados corimh~s unas florecillas de modesta apariencia, que a nadie podían llamar la ate.mción dadas ~u peque~ez Y su ~u­mildad, y cuyo color, nada atractivo por cierto, oscila­ba entre el blanco y el amarillo desvaído. Pero era tal la fragancia que de ellas emanaba, q11•_: ha sral,a por sí sola para compensar con l'.n;c1·,; h !aira d1 : olros

encantos.

-Ahí tienes eJ :irbol q11c IH1 scalJas - me dijo Fausto-. Se llama arr;1y:i11. Su madera blanda y quebradiza sólo sirve para alimentar fuegos livianos, pero eso poco importa, ¿no te parece? Basta c~n que perfume el monte como lo hace, con su aroma mcom­parable, ya que esa es la grata misión que le ha encomendado la naturaleza.

Comprendí que mi viejo amigo tenía razó~, co~ mo siempre. Y desde aquella tarde fue el arraran Hl 1

preferido entre todos los árboles de la flora autocto11:1.

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L A L E e H u z

Caía lenta y dulcemente la noche sobre el cam­po, y los grillos la saludaban con el estridor de sus élitros vibrantes, formando en la vastedad de la lla­nura un incansable coro.

Ya se encendían en el cielo las prim(:r:is 1:sl rc­llas, y sus guiños de luz azul eran remedados por los

farolitos andariegos de las luci6rn:1g:1s, (·011111 1·11 1111

poético y bello contrapun Lo.

Sentados a la p1wi-L1 d(·I ~·,11l¡,1'i11 , d1· f11·11l1· :il campo, los peones de b csl:111('i:i l1:il11 :111 :, 11 •,¡ll'11dído

sus habituales hrom:, s y ¡wrn1:i111TÍ,111 s ilnl«'Ío, os, 1·0

mo extasiados a11L1: la d11lt'I : pl:icidcz de la l,or:i.

De súbito apareció en el aire una lechuza, que tras de revolotear un momento sobre el grupo de hombres, con silencioso aleteo, fue a posarse en la cumbrera, para lanzar desde allí sus tres caracterís­ticos graznidos.

-¡Ya vino a anunciar desgracias ese pajarraco agorero! -rezongó Sebastián, que era supersticioso 1·11 extremo.

-¡Caro le costarán sus anuncios! - dijo por ·111 parte Ruperto, indiecito ladino y vivaracho, con

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bien ganada fama de tirador, levantándose para í'r eri busca de su temible escopeta.

Iba ya a disparar el arma contra el ave indefensa cuando lo detuvo un grito imperativo de Fausto Ruiz, que atraído por las voces de sus compañeros salía del galpón en ese preciso ins~ante:

-¡No le tires, Ruperto! ¡No seas desalmado! ¿ Qué mal te ha hecho ese pobre animalito?

Fausto ejercía un poderoso ascendiei1te sobre los demás peones, que además de respetarlo por su mayor . edad, lo admiraban por su madurez de juicio y su clara :inte.ligencia.

De ahí que, aunque a regañadientes, bajara Ru­perlo e l arma, arguyendo a modo de justificación de su con d u eta : · ,)::; (·~

- Es ,·inlo, dor1 F:111slo, que a mí no me ha hecho nada. P,·rn lodo el mundo asegura que cuando una lechuza gri l:1 1 res veces consecutivas desde la cumbrera de t111 ran cho, algo malo habrá de ocurrir a sus habitantes. , \~1\\

-¿ Y en qué se basan para asegurarlo? Esas son supersticiones tontas, creencias infundadas que se han venido perpetuando en nuestra campaña desde remotos tiempos. Como la pobre lechuza es un pájaro tan feo, y además nocturno, lo escogieron las gentes ;i prens1vas para atribuírle esa condición de ave ago-

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rera. Y sin 1:111hargo, pocos animales exisle11 1·11 el campo t.a11 11Lile al hombre como ella.

- Y o, a decir verdad, no sé para qué sirve ese bicl10 -intervino Sebastián-. Como no sea para asustar gente ...

-Pues si no lo sabes te lo explicaré en pocas palabras -dijo Fausto-. La lechuza es nuestra aliada porque persigue y destruye a las vfüora"l, a ]as arañas, a los alacranes, y a muchas otras csp1:ci1;s de bichos ponzoñosos O dañinos, contrjbuyc11do ;1 :-, Í a sn­near los campos. Tiene, aparte de esos 111,'; ril11s, 1111;1 condición muy simpática que vale l,1 ¡w11:1 ~..r1 :d:11 : HII

fidelidad y consecuencia p:1r;1 1'011 ,·1 111;•.: 11 d1111do nace. En eso se asemeja 11111< ·lio ni 1,·1111, ·111, 111111 l11w11 amigo del hombre, que 111111\'a :il1a11d1111:1 d :, i1 io dw1d1· ha venido al mundo, a pes~,,. d1; 11'11n al:i s p111l1 ·111::11 que le permitirían trasladarse de un extn:1110 a ol ro

del país, si así se le ocurriera.

Yo, que como de costumbre estaba sentado juntó a Fausto Ruiz, oía cada una de sus palabras con profunda atención. Y no menos atentos por cierto lo escuchaban los peones.

Tras una pausa, durante la cual encendió el y,·111pwro y dio fuego a su apagado pucho, el viejo , , 101111 lt'rt11i11ú diciendo:

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t,

teniendo con firme hraw L1 mancera, Lemos diriofa -- o sus bueyes sin necesidncl d,· 111ilizar la picana de clavo corto y mocho, que no n · p 11 ·sc11 Laba para él otra cosa que el símbolo de su ;111lnríd:1d. Hablábales de con­tinuo en un tono cas.i p:111·111 :rl, llamándolos por los nombres pintorescos q111· ,'·1 111i:m10 les pusiera cu.ando, novillos todavía, ernp1·:t.1·, :1 :,di,·!-11 rarlos para aquel trabajo:

-¡ Ushi, Nara11 jo, 11: ,l1 i ! . . ¡ P:1j:1rilo, buey! ...

Y "Pajarito'' , -- 1~.11.111j11" 11 ·1·1íl'í, ·:1hn11 al oirlo el rumbo de sus p:1:,11:, n cl..r, ·111.i11 l:1 111:,rcli:1, o vira­ban hacia uno II uf 111 l l:1111 ·11 . :,1· ;·,1111 In disp11 si1 :ra Flo­rentino, que d1· l:111 ,·l 11 · 1·1. 111.11w1 :1 s1:c1111dado podía subsanar ~i11 tr11p11 ·1 11·. 1•11.il1¡1111 ·1· dil'icultad.

BL111q11i1:, y , 11 111,·, I, •, .1111 :dJ:1111os temprano mu­d1as v1T1·: 1., 11 p, .. ,.11 d,·1 l 1111 11 ·i11 :111le, para ir a verlo arar. ( :11:~1:'il,.11111· 1·11111, ·1111'l.1rln en su continuo ir y venir, a h1 ;· :1· ·1, ,1111 ·: ,d :1·, d, ·r r:·,s ele los bueyes de hocico humem1L1: y r.rn11d,·: º .I" d11 Ices -en los que escinti­laba la luz ,lt-1 11 :1, ·í,·111, · . 111 - , mientras bandadas de pájaros se al11111 :111 :,ohr,· ,·1 surco recién abierto, a en­gullir las lomhri .. ,·: y l:, s gordas "isocas" que asoma­ban entre la gl1·l1:1 n ·111ovida. Los tordos, cardenales y palomas, sobre 111d11, ' C congregaban allí para dis­frutar del ~aro f,·stín. Y como Lemos jamás los ahuyentaba, sino q 11c, antes bien, parecía contento de su cercanía, acabaron por perder todo temor, familia-

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rizándose con el labriego hasta el punto de Ir a I' wo­tear bichitos junto a sus propios pies.

De tanto en tanto detenía Florentino la yunta, y mientras liaba y encendía un cigarro poníase a ob­servar su obra. La vista de los surcos parejos, equi­distantes, el olor de los terrones húmedos y la grata presencia de los pájaros amigos le llenaban de júbilo el corazón sencillo y bondadoso. Y entonces reiniciaba la faena cantando, con su vozarrón grueso y ronco, esta única cuarteta que repetía hasta el cansancio:

Tan poco pido a la vida que no me lo ha de negar: tener siempre un par de h1wy1·H y una chacra para ar:,r.

Después .de rol1n:1r 1:, 1i,·rr:1, cl,·di .. :'rl,:1 s1 1·1 la ­brador a rast.rill :,rl:, y :11111 ·lg:1rl:i 1'11id:1closa1111·11tc, trn ­bajos que co11cl11í;1 :1 l'i11cs d · 8elicmbrc.

En ocl11hre era la época propicia para la siembra del maíz. Los granos, esparcidos por Florentino con mano certera y rápida, iban cayendo a lo largo de los surcos para ser luego recubiertos por una fina capa de tierra bien desmenuzada y permanecer allí, muy próximos a la superficie, esperando los soles y las lluvias que los harían germinar.

Unas semanas más tarde empezaban a brotar mi­llares de plantitas, salpicando de un verde tierno la

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negrura de la chacra. Y cuando promediaba la prima­vera, alegrábanse los ojos en la contemplación del maizal que se elevaba p II j:111 I e, abriendo ya los fes­tivos penachos de sus florc·s e insinuando, a medio tallo, las espigas de gr:1110,ci l< ·d,osos y de rubias bar­bas, que al madurar dcsp11«'-s h:1jo los cálidos rayos de los soles veraniegos, j11 HlifiC';1ría11 y pagarían con creces el noble y paC'it·111c' t"d'1wrz11 del agricultor.

.. ,. .....

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E L T U G--U T lJ <: o

Una calurosa tarde de diciembre, pasada apenas la hora de la siesta, tomaba Fausto Ruiz su mate amargo a la sombra de uno de los gigantescos ombúes que se alzaban cerca del galpón de la estancia, y cuyas salientes raíces eran utilizadas como asientos por los peones durante las horas libres.

Y o, como de costumbre, me había sentado a su lado e interrumpía su silencio abrumándolo con di­versas preguntas sobre las cosas del campo, a las qn~ él respondía paciente y bonachón, satisfecho de poder enseñarme algo de lo mucho que había aprendido 1·11

su diario contacto con la naturaleza .

. En determinado momento atrajo mi atención 1111

ruido extraño, semejante a un pequeño trueno s1d1 terráneo, grave y trémulo, que siguió repitiéndww «·11

forma intermitente.

Fausto se sonrió al advertir la alarma q11c: :1'111« :I rumor me produjo, y adelantándose a mi c11ri,,., id:1d dijo en voz baja:

-No te asustes que no se trata de 11i11; ;i'111 Lem­blor de tierra. Es un t1:1cutuco que está n hrié·11do su cueva para aprovisionarse del pasto con c¡11c se ali­menta y hace nido. Y mientras trabaja, l'n11ta a su

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manera. Si quieres vedo asomar tendrás que quedarte quieto y callado, pues es 11111 y arisco y tiene un oído finísimo.

Permanecimos a la ,·x pcc tativa durante largo rato, hasta que finalmc11l1 : e·I l 11e·111uco surgió del agu­

jero redondo y proyecl~tdo e·11 dirección oblicua que acababa de abrir, valit'l11d11.•:1· d,· ,Y11 s largas y afiladí­simas uñas.

Era un pequciío n11i111 :il d, · p..l :1jc castaño, de cuerpo no mayor qrw .. 1 el, , 111111 rnl :1. l•:11 su cabeza roma, muy parecid:1 :1 l:1 d,· l.1 111111 i:i , s,· d1·s tacaban los ojos, grandes y vi v: 11 ·1·•1, y 111• ,¡... cli,·11le·s cnrvos, fuertes y anchos, q1w 1,· · ,tl11, ·,i: il1 :111 de : Lr ho<;a.

Luego de 1111 :1 1·:"i¡,id 1 11¡ ,·:Hh ,·irc11L1r para cercjo. rarse de q1111 1111 e·1111111 1wl1 ;•,111, ,·111pczó a cortar el paslo q111· l111rd1·:il1.i ·111 ,·11, ·v. 1. ( :011 :í g il es movimientos de 111:111díl1111 :i: • 111 i l 111 ,·1 ·11'1'11 : 111do a ras del suelo

' transporl :'111d11l11 d, .. 1p11i'-1 111 i1111 ·ri or y retornando al punto en ln1s,·11 de· 1111, ·v:1 rnr~\:I.

Así tnrl111ít'1 1111 h11l'11 r:110, hasta que los alrede­dores del ag11jn11 q11,· 111·:rhaba de abrir quedaron

desprovistos por 1·1111qil..ro de hierbas. Entonces cerró desde adentro b 11 l wrl II r:1 , haciendo afluir la tierra nuevamente, en lr :íl,il, ·s 1J1aniobras, y poco más tarde volvió a oirse, am1q1w al1 ora en otra dirección, aquel

pequeño trueno intcrlllitente que tanto me había alar­mado al principio.

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-¿ No volverá a salir? - pregunté a Fa 11 s l.o.

-Claro que sí; pero en lugar distinto. A1¡11í

sólo vendrá cuando haya crecido nuevamente el pasto.

-¿ Y cómo lo sabrá?

-Su instinto se encargará de advertírselo.

Continué interrogando a mi amigo acerca del

tucutuco, y así me enteré de que construye vastas

galerías subterráneas con salida al exterjor, todas las

cuales convergen hacia el sitio donde uhica s 11 11ido,

y que por medio de esas galerías asq:; rrra s u al,:r s le­

cimiento, y también su evasión en caso 1lc pe li g ro.

-Aunque se trata de 1111 :111i111alito muy arisco,

según ya te lo previne -concluyó djciendo Fausto-,

resulta fácil de dome Lic:1r. Cierta vez, durante una

gran creciente que inrrndó la costa, encontré uno que

se estaba ahogando, lo traje conmigo, y después de

secarlo y calentarlo en el fuego lo puse dentro de un balde, cuidando de proporcionarle todos los días pasto

fresco. Al principio me veía y se ponía furioso, gru­

ñendo en tono amenazador. Pero al cabo de una se­

mana estábamos ya tan amigos que comía en mi propia

mano y retozaba de júbilo apenas yo me acercaba. Y cuando quise reintegrarlo a su cueva entró en ella

desganadamente, anduvo curioseando un instante por

allá, y luego volvió a salir y se refugió de nuevo en el balde donde yo lo había instalado. Esto te demues-

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tra que los animales, c:ualquiéra sea su condición, saben corresponder al <::1riño con que se les trata.

Yo me quedé en si kn cio, gratamente impresio­nado por lo que mi :i111i ;~o acababa de contarme. Y mientras tanto el trn:'111111 ·11 sq .;11ía haciendo resonar a lo lejos su minúsculo lr11,·110 s11hlerráneo, que ahora me resultaba sum:111w111, · f:1111ili:1r y simpático.

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L A E s\ Q U I L /\

Desde que llegaron ~ esquiladores la estancia adquirió una animación inusitada. _____ __ -~

Eran seis paisanos jóvenes, fuertes y musculo­sos. Entre ellos había uno rubio, con la cara llena de pecas, y otro tan negro que su piel relucía como el charol. Los demás tenían la tez cobriza y el cabello lacio, lo que hacía suponer una ascendencia indígena.

Bromeaban en voz alta y dejaban oír a cada ins­tante sonoras carcajadas, celebrando sus propias ocu­rrencias. El trabajo y la vida en común los habían unido de tal modo, que aquella diferencia de color carecía por completo de importancia. Se trataban en­tre sí como si fueran hermanos, dejando traslucir a través de sus pullas, en apariencia rudas, el franco y leal afecto que desbordaba sus simples corazones.

-¿Por qué están tan con ten tos ? - Je J "'' · ~·. 11111 i': a mi amigo Fausto Ruiz.

-Porque para ellos esta es la mcj,,r ,:po,·;1 del año, muchacho. Mientras dura la zafr:1 dt· l:111a I i,·nen trabajo en abundancia, y hasta pucd1·11 j1111lar n lgunos pesos para hacerle frente al invfr"! rno, q111; 1·s ,·1 ti empo de la desocupación en el campo.

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Instalados en el 1·11orn1e galpón de terrones y paja, los esquiladores prq1:1rnlian entre broma y broma sus camas -utilizando 11w11 ·l1os y recados-, afilaban y engrasaban sus tijn;1 :-1 :1 l'i11 de tenerlas listas al día siguiente, y ponían a 1·11l1 ·11l :1r el agua para el mate amargo.

Yo no me sq,n1 :d,11 .I, · 1·ll11s un instante, feliz de verlos reír y jar:1111 ·, 11 , 1111111 11i11os. Cuando mella­maron para b 1T11:1, l., , d,·,, · l" i': 111do ;il truco sobre una carona. Al 1w111,1 1, · l,h,1,11Jl'.il1.111 los dientes cada vez que sol1;d,:1 :1 11 · • ,11, "¡;,d., ,, 1"1l 1111 ·111los:1 s, celebran­do las c:l1w-w:id1111 d1· 111· ,111,1·1 1,: 1 11d11n d1TÍ.1 versitos alusivo.Y :i 11 11 11111 111 \ ,,1 j1w;·11 ,

( :111111d11 '" 1'• 1f,1(1,1 ···11 111 ;1.1,11!0 1·11 L1 1·•i1 .1111 '" d, · V.111 111 ·0. 1111 lljl ' l :1 il,.1 1·,111( 111111,, ¡co11lrn llrn ,·1 11 ·11!11) 1111, ·11!

Es cusa li11d:1 1·Hq11d :11 cuando la ov1·ja 1·y 111:111 • ir 1. Pero más lindo e.Y 1·: 1111111 aunque sea una flor cl1iq11i1n .

Al día siguiente me levanté l.cmpr:111 í~,i1110, [iv.ido por presenciar la esquila. Ya estaba l:1 111;1 j:1d:1 en el corral, inquieta y azorada, apretujándos1· ;,111 re bali­dos trémulos. Y la mañana se anuncial,a l,d la y lím­pi,da, prometiendo otro de los magníficos días que nos venía brindando el mes de octubre.

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\ \

Apenas hubo luz suficie.~e comenzó b. f:11:na. l .os esquiladores, vestidos con ch1ri~ de arpillera y cu­bierta la cabeza por desteñida boiha--0- p.or tosco pa­ñuelo de algodón, a fin de atenuar en lo posible los efectos de la suciedad y el polvo, se fueron ubicando en sus sitios de labor. Los peones de la estancia co­laboraban agarrando y maneando las ovejas, u ofi­ciando .de "médicos" -vale decir acudiendo con el remedio a base de creolina- cada vez que algún animal se movía bruscamente y recibía a'lgún tajo.

Durante varios días resonó el canto t11t !UÍ I ico de las tijeras en el amplio galpón. Los v,·llwu :s jlm11 siendo recogidos uno tras otro por 1:I ' playero" , que al acumularlos sobre el hicn l1;1rrido pi so del fondo, levantaba poco a poco cou ello un enorme rimero blanquecino. De aLlí recogían Ja lana los enfardadores, guardándola a hrazaJas en los grandes bolsones de arpillera, a los cua.lcs cosían luego la boca con un

fuerte piolin, enhebrado en agujas colchoneras.

Don Gumersindo en persona vigilaba el trabajo, 1

y no bien un esquilador terminaba de despojar de sn vellón a una oveja, él mismo le entregaba la "Lita" correspondiente, una especie . de ficha redonda que al término de la jornada se cambiaría por di 11c:ro.

El negro era el más rápido y li;í 1,i 1, y e ·11 conse­cuencia, el que obtenía mayor proved,o cli:1rio en el trabajo. Manejada por sus diestras manos, la tijera

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se deslizaba veloz solin : l;i piel del ovino, sin produ­cirle ni siquiera un ra .ci;~11 ii o. Los demás lo elogiaban y él reía contento, arn1q1w c., in descuidar por ello su labor.

Cuando acabó la •·r1 1¡11il11 , don Gumersindo los obsequió con un a]111111 ·1·1.11 :1 1:, nio'lla -asado de va- . quillona con cuero, f¡11Í11.1 , vi1111 y pasteles-, luego de saboreado el c 11:rl 111 ·, 111!1· ;·,1.1111, ·s de la "comparsa" se marcharon sn I i.,dc ·,·l 111 •, . l ,w11 I'' 11 v isr ns el cinto y el estómago, a c11111pli1 C'1111r¡11 , ,1111 •,11 •1 ,·c111Jr:1ídos en otros establecim ic )11 I 0:1 d, · 1 1 ·1>11 l 111 1111 .

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E L QUINCH- ADOR

Para renovar el pajizo techo a dos aguas del galpón principal, don Gumersindo contrató a un an­ti auo quinchador del pago llamado Antolín Barreto,

b d . especialista en esa clase de trabajos, y que al ec1r de los peones de la estancia no tenía par en su oficio. Porque, según afirmaban ellos, aquel hombre ya en­trado en años, de aspecto taciturno, parco en palabras y en gestos, era capaz de construir con idéntica maes­tría una techumbre lisa que una quincha de "esca­mas", de esas que por las dificultades q11 c c11traíia s11

ejecución, y por su belfa aparic11 ci:1, co11 s1i111 yc:11 1111 verdadero lujo en las v ivi c:11cL1 s d,;I ca111po.

Luego de un 111inucioso exa111e11 <lcl ga.lpú.11 , Ba­rreta opinó que convenía hacerle quincha de "esca­lera", la más adecuada a su juicio -por consistente, sólida, y con mayor facilidad de desagüe- para te­chos de grandes dimensiones.

Habiendo aceptado don Gumersindo aquella su­gerencia, el quinchador dio de inmediato comienzo a su tarea, que comprendía dos etapas espaciadas entre sí por un lapso de tres meses, aproximadamente.

Primero cortó en el bañado la paja brava, apro­vechando la circunstancia de estar la luna en men-

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guante. Escogió aquel las matas más altas y mejor sazonadas, y formó co11 ellas centenares de mazos que fue agrupando de pie e• 1111 ra una empalizada de ripias, a fin de facilitar así su orrn por parte del sol y el aire. Cortó asimismo en el 111111111: ;dgunas docenas de varas de sauce criollo, larg:1 s, r1·1·l11 s y de parejo espesor, y luego de labrarlas prnl i j:11111'11 I e con un hachita liviana y muy filosa, dejúh s lil,r:id:1s l:1111bién a la acción del tiempo -que hal,rí:1 d, · H1T:11 l:1s poco a poco-, pero acondicionándoln r-1 l,:q11 ltTl111, 1::..0 s í, para evitar que se torcieran por c·l, ·1·111 d,· l:1 ,•, ll11vi:1s y de los rayos solares.

Corl«'l11id:1 .iq,wll :1 pl'i111n:i p:1rlc de s11 trabajo mo111,', 1·11 ,.1 11 , ·: il,.ill,111 111or11 y He 111:1rcl1ú al Lrolc lento, prrn11e·li1 ·11d11 v11lve·r 1·11 ,111do lo~ rnalcriales a utilizar (' .Y l11vin.111 y:1 l1i1·11 s1·cos.

/\ í 111 l1i10 1:11 declo, pero esta vez conduciendo un can i111 d,· pt'·rligo donde transportaba, entre otras cos;1~, v:11 i11 :1 rnllos de alambre fino y una pesada macela de; 111 :1dcra.

De ·de 1p1c se.; encaramó al galpón para despojarlo de su vieja q11i11d1a, gastada y carcomida por las in­temperies, pa rcciú Lransfigurarse. Silbaba de continuo mientras perma 11ccía sobre el techo, y hasta solía in­tercambiar alegre chanzas con Ruperto, a quien ha­bía designado el patrón para que le sirviera de ayudante.

- 80-'-

i

Pero sq inesperado buen humor culminó c11a11do,

hecho ya el nuevo envarilla o con los listones d,:

sauce, dio c!X1 ienzo a la parte principal de su obra. Brillábanle d satisfacción lo ojos mientras iba or­

denando sobre l mader__cgue , para coserlos después

con el alambre, los ~azos de áspera paja amarillenta.

Y de sus labios rugosos, entre los que humeaba el

grueso cigarro de tabaco negro armado en chala de

maíz, salían además de las palabras chanceras <:arca­

jadas frecuentes y estentóreas, que el má n 1111w 1110-

tivo bastaba para provocar.

Ello no impedía, sin emhirgo, que ~: 11 :-i 111:1110~;

se movieran de continuo cn lre loH l1:11·1 ·s de · l'il11H:1 p:1j:1

brava, ajustando aquí 1111 dcl :ill•·, •·111Ti;~i,·11do :,llí 1111

defecto, y expue Las co11sl;111lc1111·11Lc a la ;11111 :11:1z:1 el, : tajos que nun ca se prnducían . Yo confieso que se me

erizaba ]a piel viéndolas deslizarse entre aquel mon­

tón de cuchillos vegetales, que para ellas resultaban

inofensivos como si se tratase de juncos o de mansas

totoras.

Uno tras otro se alineaban los mazos sobre el en­

varillado. La maceta golpeaba con firme exactitud,

nivelándolos y refundiéndolos en un solo cuerpo, bien ensamblado y compacto. Y los rectos costurones de alambre, todos equidistantes y cuidadosamente rema­tados en sus bordes, iban marcando una especie de

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escala que a la vez q11, : lt 'rmoseaba el nuevo techo garantizaba su solidez y su impermeabilidad.

Largos días emplci', ,·1 q11inchador en su trabajo. Y una vez que lo hubo 1n111inado volvió a ensimis­marse y a adquirir aq111 ·I 11in; cazurro del principio.

Don Gumersü1do lo 11·rn111pensó con gran es­plendidez, como ;H :osl11111l11 ·: il,:1 :1 1, acerlo con cuantos trabajaban en 1a t'sl:1 1w1:1, p1·111 110 sin felicitarlo antes por su esmero y d, ·· 111 "1. 1. ) /\111olí11 Barreto recibió con más snti s l':1t ·1·io11 1, ,., 1·lo; ·r 11•, q1w el dinero que acababa de: ¡·,: 111111 1·11 111 11·11 :1 11 · , s i11 d11da , porque amaba rlllwl,,, , 11 0111 •11, 1·111 ·111111 :1! ,:1 ,·11 t':I ,m sentido para :, 11 vid :1 l11111 1il,I, •. 1 J.. :1l1 í 1¡1 11' :il dc ·sc:111p<:fíarlo se lorn:1r.i jov1.il • :il 1·;; 11 , l r:11 1:-di¡;11 rt111dusc e11 1111a forma q1w c•111,11w1·: 1111· p:111;1:iú in ex plicable y que hoy c:0111prc ·11do y :1d111iro.

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E L L A G A R 'I' o

Aquel domingo de princ1p10s de mayo, aprove­chando que el tiempo estaba caluroso y con ~isos de tormenta, Fausto y yo resolvimos irnos a pescar.

Sentados a la orilla del arroyo esperábamos pa­cientemente que algún bagre o tararira se dignara morder el anzuelo, disfrutando mientras tanto del canto de los pájaros y de la agreste fragancia monta­

raz.

Súbitamente llamó nuestra atención el ruido de un cuerpo que se arrojaba a-1 agua, tras rápida ca­

rrera por entre la ~ojarasca.

-Debe de ser algún lagarto -opinó Fausto, sin poder disimular una sonrisa ante mi expresiú11 d, · alarma. -- ··-.,... · ·

Poco rato después .se repitieron la carrt r:i y l:i zambullida. Y entonces mi C_?mpañero, conocTdo1 :1d ­mirable de todos los secretos del monte, s1q10 ~i11 1110-verse de allí lo que estaba acontecie11do.

-¿No te lo dije yo? Ya tcrn:n10:-, ,·11 cp1c'· entre­tenernos, muchacho. Ese pícaro Ita c·11,·c111lr:ido segu­ramente alguna lechiguana gorda y se q11ic:re banque-

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tear con la miel. Varnos :1 1 ratar de observarlo sm que él se dé cuenta.

Y atando los ap:1n·j1111 :1 1111 tronco de arrayán se deslizó con habjli«bd l1·lí11 :1 :, Lravés de la fronda espesa e intrincada. Yo 11, ·,1·¡ •,11ía pisándole los talo­nes, asustado y 9urio: :o .il 111Í •,11111 tiempo.

Se detuvo de: p11111111 . \ .111 11 t11dome hacia sí me secreteó al oído:

-AlJí c11 :1q111·I I l.1111 1li-l 111111111· , 1·11lre ]as ramas del rnolleciro q111' · 1· , 1• ., l., i, i¡11i,·1 d11, 1·s1ú la lechi­guana. Esl'1·111d1·l1 · 1111111 111111111 ;·,11 v 1111 11 :1;~:1.c; ruido.

No.•; 111 ·1111.111111 , d1 l 1.1 •1 cl1 · 1111 1•:1111 •!1'.11 1:11or111c y pcr111:1111·1 ·11111, · 111111111 il1 1, 11 " 1111 ·.111110 :qw11:1s p:1ra no dl'lnl:111111·

Al 1 :.1111 il1 · 111111 •, i11 •d:111lt ·s :.,pareció el lagarto. Av:111'.l .. d,.1 ,·.11111 ·!11•, 11 , , 1111 lw1 ol,licuos ojillos fijos en .la vivi1·111l.1 ;·, 1 i , el, · l.1 •, :,11 isp:1s. Cuando la tuvo a su alcaw:1·, ; '. "º 1.q, icl :11111·11lt· sobre sí mismo y le aplicó un cerlern y 1111'111 · rnl 1· l:1 zo, abriéndole ancha brecha en la corlc1.:1. l'n•11·g11idt) por una nube de insectos iracundos, q111· p11 1;11.1ban vanamente por picarlo en los ojos -ÚnÍ<'O.', p1111l os vulnerables al aguijón temi­ble y vengativo , d astuto saurio repitió su fuga

1 buscando la segura pro tección del agua.

Y así se fueron sucediendo los asaltos, hábil­mente espaciados, con el tiempo necesario entre uno

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. ¡ ·

y otro para que el enjambre aphrnr:1 !-1 11 lq.,;í1imo furor.

Hasta que fi11:1lr11rn1l1 : l:1 l, ·,·l1i g111111:1, d1 :spr1:11 -diéndose de las r:1111:i s d1·I 1110111· :1 rn11 s1:c11cncia de .los recios .imp,H'los, 1·:1y1'1 (ll', 11d :111w1111 : :ti s11clo y se rom­pió en v:1ri11.c; pt :d:,w:--;, dt·j:111do al descubierto los col­mados p:111:il«·s.

l<:11Lo11cc · el muy tuno esperó que las avispas ah:111donaran su deshecha vivienda, para ir luego a regalarse con la dorada y rezurnante miel. Pero no­sotros, anticipándonos a su propósito, hicimos buen acopio de aquella exquisita golosina silvestre.

-Tenernos que dejarle algún panal a nuestro socio - _-dijo riendo Fausto-. Se lo merece por s11 inteligencia y su tesón.

Y mientras regresábamos a nuestro camp,11111·11111 me contó otras hazañas del lagarto, tan aslulo, 1·11 :, 11 opinión, corno el mismísimo zorro.

-A ese señorón le gustan muchos los l1111·vo.c; , y se ingenia para robárselos a las ::iv«:s q111· :111í«l.111 en el suelo o en lugares bajos, como por «:j1·1111do l.1 per­diz, el terutero, la gallineta, el dormilú11 o 1·1 11 :111dú . A los de este último, que son muy gra11d1· :--; y de cás­cara muy dura, ¿ sabes de qué rnancr;1 los rompe? Pues los separa del nido y los coloca en f i Li , a estra­tégica distancia uno de otro. Después, a la carrera,

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los empuja con el ped10 y los hace chocar entre sí, tantas veces como sea prc ·ciso para lograr su objetivo. Igual que si jugara a h, l11wl1as, ¿ te das cuenta?

Y mientras el bo11:ll'l1ú11 de Fausto reía estrepi­tosamente viendo mj <'ª r:i ele· a::;ombro, yo pensaba admirado en aquel a II i 111: d el e· apariencia tan torpe, con fama de harag[i11 p111 : 11 rnsl 11mbre de dormir al sol horas enteras, y di¡•,1111 : i11 1·111bargo de figurar entre los más intdi;•,1·111,.. , :i : l11lok de toda nuestra fauna.

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L A e I .G lJ N A

-Tengo que ir al arroyo en 1111:-w:1 de agua. ¿ Quieres acompañarme? -invitómc Va w-1 10 B II iz.

-Seguramente. No hay nada que n11 : ;~11 ste l.an­to como salir con usted -repuse alborozado.

Y a los pocos minutos ya estábamos aml,rn, ca­mino del arroyo. Yo, a horcajadas sobre el manso y lerdo petiso aguatero. Fausto, procurando acompasar sus largas zancadas de campesino con el menudo tranco del pachorriento animal.

Las ruedas del armazón de madera que sostenía el barril, traqueteaban sobre las flechillas ríspidas, cuyas espigas doraba la luz del sol. Nosotros íbamos contentos, con la atención repartida entre las peque­ñas incidencias que matizaban el trayecto: el centelleo de alguna lagartija que reptaba veloz entre los paslos; el atronador griterío de los teruteros al perscg11 ir a 1-gún chimango rapaz; los graciosos relinchos d1 : :dµ/111 potrillito que correteaba detrás de la madre por el llano inmenso .

-¿Apuesto a que no sabes qué es aque'lla man­cha blanca que se ve allá en lo :dlo, casi en e'I centro del cielo? -preguntó de pronlo Fausto, deteniéndose y alzando el brazo hacia la dirección indicada.

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Yo !~ud~ñ~ba en v11110 el profundo azul del fir­mamento. Después de 111111 ·110 esfuerzos logré al fin localizarla. Pero, tal co1110 111 i compañero suponía, me fue imposible la identiri, ·: lf'i t11 1.

-Pues se trata el, , 1111 :1 ,·i:rii eña, muchacho o o , .

de un Juan Grande, ,·011111 I,· lln111amos nosotros los paisanos. Sin duda 110 i.- l,111,1., .., i111: 1ginado nunca que volara tan alto.

Yo no lo l111lii,·1 11 •11q,11, ·•. 111 j:1111ús, en efecto. Alguna vez hahí:1 vi·d11 :, h ,., .. ,iw11 :1 c-11 la orilla de los esteros o p:111l :11H1·, :i¡111~.iol11 , 111111· 1111;1 de sus lar­guísimas p:11:is rojí 1.1·1, y ,·1111 l.1 nlr:1 r,·rngida hasta ocultars,· ca:-1i c·111r, · ,·1 1111111,I,, pl11111:1í,· . ,·11 1:1 re. plan­dcc ie111c' :1111111 :1 11.11 1,1 1, ·,,. dr .11 :1i'111 111 :'1·, l:1 orl:1 negra q11,: fn,ln1w1il, 1 1.11 •1 ,·1111111" "' :il .,,. /\ ·. í . olí:1 <:s l.a rse lar;~o ri, ·111¡111 , ,•11 1111.1 t· , 11.111.1 :w11111cl el,· 11ll'di1ación o de {:, L1 cl i:,, i1111111, il ,·,111111 1111.1 , .. ,r.,111 :1, d,·spn:ocu­pada por cornpl1·lo d,· ,·11 :1111,1 l.1 1ocl, ·: d,:1. Y c11:111do al fin decidíase a cami11:1r lo 11:H·Í .1 :1 ·1,.1111·:1d:1s torpes, deteniéndose de trecho en lrc, ·110 ¡,:11 ;1 l11111dir el pico, larguísimo también, entre el Jt':g:111111 cl,111d, · plllulaban renacuajos, sapos, cangrejos, u ol.ros ;111i111:tlillos que le servían de alimento.

Por eso me admiré de verla vofor así, como sólo creía que pudieran hacerlo los cuervos y fas águilas.

-¿ Y cómo sabe usted que se trata ele una c1-

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giieíía si só.lo se ve un puntito blanco 1:11 ('I C'i1·lo '? -i11tcrrogué con aire dubitativo.

-Porque es la única de ese color, entre todas las aves que conozco, capaz de remontarse a tal altura. Y además, por la forma de volar, trazando espirales en el aire cuando asciende.

-Me gustaría saber algo más de ella. Dicen que es poco sociable.

-Sí. Evita la cercanía de otros pájaros y busca los lugares silenciosos. En primavera forma casal y construye su nido en los esteros, entre juncales casi inaccesibles. Incuba habitualmente dos huevos -a lo sumo tres-, y apenas los polluelos aprenden a volar se desintegra la familia, tomando cada miembro el rumbo que más le place. Al llegar el invierno,_~ migra en procura de mejor clima, pero retorna con la rn1cv;1 primavera al punto de partida. Es un ave muy i'11il, pues al igual que la lechuza y el fürndi'1, d«·slrn yc: muchas alimañas dañinas o ponzoííos: 1s cl,·1 ,·;1111¡,o.

Sin dejar de escuchar atcnl111111·111,· :1 lt';111.c; tu, yo proseguía con los ojos fijos 1:11 :1q1wll :1 pcqucúa man­cha blanca, que ascn11dí:1 l':1d:1 v,.,., 111i ·, y que acabó por desaparecer e11 el ;1'1.111 cl,·1 i111'i11ito cielo.

Recién entonces prosq~ 11i111os nosotros la mar­cha hacia el arroyo. Mi :1111igo, canturreando entre dientes una vidalita. Yo, .-arisfecho por lo que acaba­ba de ver y de aprender.

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...

LAS LUCIERNACAS

Cierto espléndido anochecer de fines de diciem­bre, mientras aguardábamos la hora de la cena, todos los moradores de la estancia no. habíamos reunido en el enorme patio, bajo el límpido cielo azul que comenzaba a lucir la pfolería de..: sus primeras estre­llas. Ninguno hablaba. Diríase que un tácito acuerdo nos mantenía callados, para así disfrutar mejor del encanto de esa hora de transición en que las sombras nocturnas reemplazan la .luz olar. Y de improviso, en medio del silencio general, se oyó exclamar a Blan­quita con voz a un mismo tiempo gozosa y sorpren­dida:

-¡Miren, miren qué cosa tan extraña y tan linda! ¡ Es como una chispa viva que se apaga y se enciende! ¡ Y allí veo otra! ¡ Y otra más allá!

-No son chispas, aunque en verdad lo parecen, sino bichitos de luz -aclaró sonriendo Fausto H11iz, con su habitual bonhomía-. En cuanto osc11 rcz«"a bien aparecerán muchísimos, porque esta nodin se­rena y calurosa se presenta muy propicia para cdlos.

En efecto, a medida que las sombras se: :1dcnsa­ban, multiplicábanse en el aire los erra 111 es p 1111 titos luminosos. Al cabo de un cuarto de hora se; veía ya

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tantos que su continuo chispear mareaba y ·encegue­cía. Era como si el ca111po entero se hubiese conste­lado de pequeñas esln· l las andariegas, que iban y venían sin pausas en Lod ;1s di.recciones, intercambian­do guiños amistosos co11 l;, s que titilaban en el cielo, cual si entre unas y olr;1 s l11viera lugar un feérico contrapunto de luces.

Tan fascinanle y lwllo 1::-; pectáculo ofrecían los inquietos cocuyos, qrw d111 :111l1· !:irgo rato nos mantuvo en una especie de ,··,1 :1•,i •-i :1 BL111c¡11i1.a y a mí, que lo presenciábamos por ¡,ri11w1 :1 v1";;.

De pronlo 1111 :1 cl1 • ln t1 l111i1T11 :1g: 1.'-\ :-;e posó muy cerca del silio cl1111d1 · :111il11,:1 1111:,.; l1 :ill:'1h:11110 .. Y desde la venfo l1oj:1 d1· :·,1· 1111111, 1¡111 · 11 : :,.;c rvía de sostén pro­sig11i(, l1wi1·11cl1,, 1'1111 cl1·:,1t·llos i11Lcrmilentes, la luz v1·rdw-:n ti,· :,11 l:1r1di111.

1 >(' i1111wcli:1lo t'orrí yo hacia ella, ávido por atra­parln y n :1111i11:1r a ,nis anchas el prodigioso resplan­

dor 1pw irr:1cli:1ha. Pero n::i.e contuvo el grito de alerta de mi pl'q1wií:1 amiga:

-¡<:11id:1do! ¡No la toques porque te puede quemar!

Todos Jo:-; lllayores rieron al unísono de la inge­nua advertenciL de la niña. Y luego Fausto, recogien­do el insecto con mucha delicadeza y colocándolo en la palma de su mano, nos explicó en el tono afable y

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reposado de si1:111pn·, <ple la luz de las luciérnagas ,:ra fría y, por lo l:11110 , no podía quemar; que aquel ful­gor que cxp:111día d abdomen del lampiro, y que pa­recía smgiclo de una brasa, era en realidad originado por un:i s11 s l.:1 uc:ia fosforescente, la cual durante el día pasaba 1ksapercibida merced a la potencia de los rayos solares, pero por la noche podía resplandecer sin Lrabas, haciéndolo con mayor intensidad cuan Lo más densas fuesen las tinieblas.

-Retengan este insecto hasta mañana, , lcn l ro de una caja -terminó diciendo Fausto- y se co11 -vencerán de la verdad de mis palabras. Pero si lo retienen, será comprometiéndose a devolverle despu(·s

la libertad.

Aceptamos, por supuesto, aquella condición. l' :1

la mañana siguiente, cuando abrimos el cucurucho ,¡.. papel t:;n que habíamos encerrado la luciérnaga, vi mos con asombro que ésta habíase convertido en 1111

cascarudillo insignificante, con las alitas lisLad:is cl1 · marrón y blanco, bien distinto por cierto del procli gioso insecto que en la noche _resplandeciera a 111,: 11 o sotros como una estrella viva.

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LOS QUES()S CASEROS

-Ya · se · nos está terminando la provisión de quesos , se~ora -, ·-dijo Luisa una tarde, mientras ser­vía la merienda a la sombra <lcl gran higuerón del patio, donde acostumbrábamos a saborearla cuando el tiempo estaba bueno.

-Pues entonces mañana mismo habrá que co­menzar a renovarla -contestó doña Ramona.

Y anticipándose al pedido de Blanquita, que abría en ese instante la boca para formularlo, añadió:

-Tú también harás tu quesito en el aro peque­ño, como siempre. No creas que me he olvidado de tí.

-¡ Qué alegría! i Qué alegría! -exclamó 1a niña al oírla, palmoteando gozosa.

-Y conste que te ofrezco la oporl1111idad do darte ese gusto en premio a tu cond11c'l;1 irrnprcwl1;1hlc -agregó doña Ramona-. Espero q11c co11Li11úes por­tándote siempre tan bien como 11:ista ahora, q11c:rida .

.. -Se portará, estoy scg11ro - intervino don Gu­mersindo, que acababa de acercarse a beber s11 tazón de leche cruda-. Blanquita es una niña ejemplar. No creo que haya otra como ella en todo el pago.

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Así diciendo, ¡wl l iz,·ó suavemente la mejilla y acarició el mentón d,· 111i pequeña amiga, a la cual quería muchísimo.

Al día siguic1114' , 111 11y Lcmprano, comenzó la tarea. En el enorme h:il d1· 111 ·1 10 de leche fresca vertió Luisa dos cucharad:1~; , lt- rn :1 j11 1 íquido, mientras En­

carnación limpiaha c·oi1 1111·1i1 ·1 il osidacl los cribados

aros de hojalata y l:i 4111, ··11·1 :i ele lahlas, cubriendo luego la superficie· el, · , ... , .1 rn11 1111 1 row de lienzo.

Y cuando, ya a ln :clc·dor de · l.1, 111 1, ... d1 : l:1 mañana, la

cuajada estuvo a ¡,1111111 , 1.i 1'1 "1'1.1 cl o1i: 1 Hamona, que tenía bien ga11ad: 1 l':1111 :1 el, · 1· p1·1 l:1 1·11 l:1 elaboración

de quesos, l:1 f1w l r;1 •,l. 1,l 11HI" ,·11 p1 ·1111e ·11 :1s po rciones al i111 e rior de· I :1111 ¡•1 .111il1. IJ, , 1.111 111 e·11 l:1111 0 suspen­

dí:, ,·1 lr:1·; Í1·;·.n p~11.i 11¡11 i111i 1 ·.11 :1v1; y n :pc lidainente,

1'4111 h •, ¡,1il1 11i1 •, de · l 1·, 111.11111H, l:i p~irle ya trasegad~ a

fi11 de · 1p1, · 1·1 , 1w1n, : 1·p:1r1Í1Hlo e de los coágulos,

p11di1 ·1.1 lil11 .11 ·u· .1 lr:1u'·s de los diminutos orificios

del 111olcl1 ·, 1·0111·r por L1 <iuesera en declive hasta su

extrc1110 111.1 ·1 :111 gos lo, y caer dentro del latón colo­

cado a 1:tl 1·11 ·1 lo 1:n el piso. Así iba formándose en el

aro una 1:i; p1 ·1 ·11· d<: pasta cada vez más compacta, a la

que doña H:1111 011<1 agregaba nuevas porciones de cua­

jada cuando lo 1T1·ía oportuno, para reiniciar de inme­

diato el trabajo de deshidratación.

Blanquita, por su parte, encaramada sobre un

banco de ceibo para poder maniobrar mejor en la

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\ .

•1111·se ra, realizaba faena idéntica en el aro t hico . Y lo

lt:1cía, justo es decirlo, con un cuidado y paciencia

impropios de su corta' edad, que llamaban la atenció11

;1 cuantos la veían trabajar. Mientras tanto, los dos

corderitos guachos que estaba criando, y que la se­

guían a todos lados, sorbían con avidez el suero que

caía dentro del latón.

Cuando los moldes estuvieron repletw de pasta

bien exprimida tocó el turno al oreo, que insumió dos o tres días. En el interín, y con intervalos de va­

rias horas, los quesos en ciernes fueron rociados en

ambas caras con suero y agua salada, el primero para

darles color, según me explicó doña Ramona, y la

segunda para templarlos, proporcionándoles un sabor

más agradable. Después se los colocó sobre el amplio

y bien ventilado zarzo, que pendía del tirante de b despensa, a fin de que el aire y el tiempo cumpli1·r;111

su misión de sazonarlos. Entre tanto, nuevos h:tld1·H d,·

cuajada iban colmando los aros. Y nu~vo:, q111 •H 11L, d1·

promisorio olor, se sumaban a ]os ;i11l1·riorn; l111· t·,o d1 ·I

expresado proceso de elaboración.

Cuando Dlanq11il.a parli1', 1:I s uyo, aproxi11111d;i ­mente dos semanas rn:í s 1:1rd1·, lodo Ja fc li, ·iL11110 ·,

porque estaba vcrdader:111w11lc c.xquisito. 'Y ,·lln , ge­nerosa y cordial como de cos tumbre, r eservú varias tajadas para que también lo probaran los peones al volver del campo.

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L A D u L e E H A

En las postrimerías del verano, cuando empe­zaban a amarillear los membrillos de la quinta, y el aire de las tardecitas se embalsamaba con su cordial fragancia, llegaba indefect~blemente a "El Totoral" doña Mariquita Medeiros, una gorda morena brasile­ña muy conocida en el pago, donde se la consideraba, y con muchísima razón, por cierto, verdadera espe­cialista en la elaboración de dulces caseros.

Para Blanquita y para mí, sobre todo, la prcs<": 11-cia de aquella mujeraza de ret intn pi<:! , sic111pn : di ­charachera y alegre, con tit11ía 1111 a('or1t1·1 ·í111í1 ·11ln f,·lí:t.

en grado sumo, no !:iolo por la l1 ;1h¡..; ii1·1i ;1 p1T:-1 p1TIÍv;1

de darle gusto a l p:dadar que ella 110s ofrecía, !:i j110

también por los buenos ratos que pasábamos a su lado, oyéndola contar graciosas anécdotas y fantásti­cas historias de hechicería, a las que sus teatrales gestos y su cómica mescolanza de vocablos portugue­ses y españoles, revestían de singular encanto.

A cargo de doña Mariquita estaba, por supuesto, la importante misión de hacer el dulce y la jalea de membrillos para el consumo de todo el año. Aquellos postres, al igual que la levadura para el amasijo, no faltaban jamás en ''El Totoral". Era una tradición

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familiar que venía pcrpl'l 11 ándose desde muchas gene­raciones atrás, y qtw clo11 Gumersindo respetaba y mantenía como algo :-:aµ,r :1do, pues era un criollo muy fiel a las costumbres lwn·d :1das de sus mayores.

La propia mon·11 :1 c·l,·g ía la leña destinada al enorme fuego que :-: ,· c·1¡¡ ·1·1Hlía en mitad del patio, debajo de un fro11do:.u 11 i;~11 crún. Un grueso tronco de coronilla - 1'11:11110 111 :1:, 1·1·r1111 do mejor- era su trashoguero prdc·1 idu. Y ..1 c·:-, pi11ill o y el guayabo, el pitangue ro y c·I I il .1. l.1 , .. ,¡,i11 :1 de; Li c; rnz y el viraró, conjuntanw111, , , "" .1q111'L 111 i11d:d,:111 las fuertes y durable . .., l,1'111 : 1' 1 1¡111 · l.1 1·111Tí1'i 11 1'1·1p1t ;rÍ:1.

1 .ii.• ¡•, 11 ,¡.. 1wl.11 di vidir 1·11 lrnzo:-, de tamaño 1111 '.dí :11111 111·, ,il1 ·l¡,11clo..., 1111 •11il1rillo:-; -faena en la que 11rn,ul111· ·1011 :11110:-: l'ol:il,or:1r- , y de efectuar en la h:í ~c·11Li d1· l1ínro el pesaje de frutas y de azúcar, a fin ,¡.. 1111 1·:-. c·c·d ur ·c en uno u otro ingrediente, doña Marí1¡i111.1 p1i11ía a hervir el agua necesaria en un gran tacho d, · l'nl,r,· , cuyos hermosos reflejos rivalizaban en color t:011 lo:-: de los tizones crepitantes. Y después de echar en c·I recipiente los trozos de membrillo y el azúcar, anl rn, d 1: que el agua hubiese entrado en ebu­llición, cornc11 z;i ba la paciente y continua tarea de re­volver aquella 111 czcla, a cuyo efecto se había provisto de una larga cuc; hara de madera.

Al principio iba formándose dentro del tacho una masa blanquecina y espumosa, que disminuía de

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vol11111 c;11 a medida que se evaporaba el ;1 g11:1. lks­p11 Ó;, poco a poco, aquella masa comenzaba a e:-:­pesarse y a adquirir un color rojizo, cada vez más :1<·.entuado, en tanto que su superficie burbujeaba produciendo un sordo rumor.

La robusta morena, con la piel encendida y re­lumbrosa a causa del intensísimo calor producido por la hoguera, seguía revolvjendo :-; i11 clt~sca nso e l Lacho, del cual emanaba fuerte y ex q11i si10 olor. Y c11;1ndo el dulce alcanzaba el "punlo" q111· ,•lla su ltabía pro­puesto darle, íbale retira11cl11 gr:1d11almente el fuego. La última etapa del trahijo 1:011 :-i i:; Lía en envasarlo en latas de forma rectanguL1r, d,,nde, luego de haberse enfriado por completo, q 11 ccla 1,a reducido a una masa dura y muy compacta, que pod ía cortarse en rebana­das con un cuchillo.

Con las semillas de los fruto , en otro tacho más chico, y también de cobre, elaboraba después la mo­rena la translúcida y suave jalea de color rubí.

Blanquita y yo aguardábamos con indisimulada ansiedad el término de la labor. Y nuestras buena.· razones teníamos para ello, pues cuando ya jalea y dulce, humeantes todavía, pasaban a colmar la "latas donde serían conservados, tocábanos a nosotros el turno de regalarnos con la "raspa" de los tacho , que la buena de doña Mariquita nos reservaba siempre.

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L e A M o A T I

-¡ Cuidado con las avispas! -me previno Blanquita una mañana, apenas me levanté-. Están amontonadas en aquella rama alta, ¿las ves?, y pa­recen enojadísimas.

Miré hacia la copa del coronilla que imljc:iba la niña y pude distinguir el enjambre, que 11cgreaba apeñuscándose en torno a un gajo del árbol, Ji:-1 ta formar una especie de bullente grumo, .il que a cada instante se incorporaban nuevos mi1:111hros d1: la co­lectividad. Otros insectos, en c:11111,io, :-;1: d1 ·:-; prc11día11 periódicamente del co11j1111lo y co1111 :11z:il,a11 :1 n:volo­tear por el contorno, con ;1ire arne11azador.

-No hay duda de que se han puesto furiosas -corroboré, aprestándome a huir de allí.

Pero Fausto, que acababa de oír nuestra con­versación, se acercó muy tranquilo y sonriente y dijo:

-No tengan miedo, muchachos, que si no las molestan ellas tampoco les harán ningún daño. Son avispas de camoatí. Seguramente se trata de algún enjambre nuevo que viene a construir su nido en ese coronilla, y que si se agrupa y apretuja de esa ma­nera, formando una especie de bola, como ustedes ven, lo hace para preservar de posibles riesgos a su

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rema, oculta en el ccnl ro del núcleo. Fíjense como ya empiezan algunas ;1 reunir material para la vi­vienda.

Y el viejo paisano 110s . eñaló, al decir así, va­rias avispas que rofo11 :1 l':111os:11uente la corteza de un poste del alambrado prúx í1110 . 1 ,uego nos indicó otros de los insectos, quo l1 :l('Í r111 lo 111ismo con el estiércol seco diseminado crr ln ·1 11111wdiaciones. Allí pudimos observarlos muclro 111 ,í i d,· ,·,·n-;1 , y por lo tanto mejor. Eran de un color :·,ri :1 11111 , 11•11·11rn, cns i negro. Tenían un cuerpecillo l'irr", ¡·,l':'ll'il y d, · i1rn1011io as formas, y sobre el 101110 1111 ·1.111 1111 do1 :1d" ;;:ilú,1 transversal. Al volar , prnd11,·1 1111 · 11 1w'111e•11 :1::1 :11:i :-i 1111 z11mbidito casi im¡wn·q11íld1 ·.

1,: 1 1" ,11 /· 1, 1d , l:i ..; parlÍ<.; 11las de madera que nl1í 1·, 1:í11 11 ·,• .. ¡·,w11do h s avispas -añadió Fausto-, u11111l;•,11111.1eln:, ¡,111 1111 líquido viscoso que ellas segre­garr :d 111 11·,1 1rnrlos, forman la dura y consistente pasta de t¡Ut : 1·Hl1í lw('lia la parte externa de los camoatíes. A los ,pa1111 lc:.s, c:11 cambio, los construyen con una es­pecie de cn:1 q 11c el mismo enjambre produce, pero que es ·muy i11 fninr a la de las abejas. Y la miel que elaboran es 111.'i s clara y de menor densidad que la de éstas, aunque 1111ry aromática y · de agradable sabor.

A partir <l e aquella mañana de setiembre, se­guimos atentamcute el proceso de la construcción del camoatí, que duró vaFias semanas. Después de ter-

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mrnar s11 s11¡wrl'icic gris clara, de contorno irr•T,111:ir­

mentc rndrn1d1·.1do, y más ancha en la base que 1:11 111 cúspide, la s avispas lo recubrieron de duros picos se­meja II t.1.: ~, a espinas, lo cual le daba apariencia hostil. Y 1.111a vez finalizada dicha tarea, comenzaron ·;; pre­parar los panales, de alvéolos bastante más pequeños que los que hacen las abejas, aunque de idéntica forma.

A prmc1p10s de octubre b vivie11d;i estuvo to­talmente ·concluida. Y recién c111011 <.;c dio comienzo

el enjambre a la elaboraciú11 de la miel, que habría de servir de rico y nutritivo ,tlinrento a todos sus i~-

_le.grantes, como asimismo a l:t s futuras crías.

Desde la salida del ol lt:1 sta la tardecita, iban

y venían sin cesar las avispas, desplegando _febril actividad. La primavera, que es taba ya en plenitud, provocaba en todas partes la ed osión de fragantes y

llamativas flores, que ofrecían dulce néctar a aque] la ., trabajadoras incansables.

-Los camoatíes, al igual que las lechig11a11as -nos dijo Fausto-, se ponen verdaderamente gor-dos en abril o mayo. Pero antes que destruirlos, co11-denando injustamente al hambre a esas avispas, que son un modelo de laboriosidad, es preferible quedarse con los deseos de probar su miel, ¿ no les parece, muchachos?

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Blanquita y yo asen Limosr en un tácito acuerdo, comprendiendo que aquel noble paisano tenía razón, como siempre. Y tramH:11rrieron los meses indicados sin que ninguno de 110.c, ol ros experimentara siquiera la tentación de tocar 1·1 1";1111oatí, pese a que ambos nos imaginábamos q1lf' s11 s panales estarían a la sazón rebosantes (fo d111 nd:i y exquisita miel. ·.,.

.,

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••

LAS MAR6ARIT AS HOJAS

En los últimos días de setiembre o los primeros ... de octubre, empezaban a ap~1 rcc ' r en el campo, pre­

. ferentemente sobre las zonas donde la I i,~rra era más dura, árida y pedregosa, aquellas flores purpurinas de incomparable esplendor.

Al principio surgían espaciadas y tímidas, di­simulando entre el verdor del pasto la redonda corola, como si temieran el retorno de los enemigos fríos invernales. Pero en cuanto la primavera intensificaba la fuerza y la luminosidad de sus soles vivificadores, erguíanse y multiplicábanse los delgados tallos, apa­rentando sentirse orgullosos del portento floral que sustentaban. Y una brillante alfombra carmesí, cada día más lozana, extendíase aquí y allá, alegrando y embelleciendo la llanura.

A Blanquita y a mí nos inundaba el corazón 'de jú~ilo la aparición de las margaritas r~jas, cuyo color era tan vivo y atrayente que superaba al de la flor del ceibo, y aun al del encendido plumerillo que, por la misma época, empurpuraba las retorcidas ramas <lel "sucará".

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Una de nuestras mayores diversiones era ir a recogerlas en enormes manojos, para obsequiárselas a la negra Encarnación, que sentía verdadera predilec­ción por ellas.

La bonachona morena las ordenaba con pacien­cia y h1ien gusto en el florero de loza del comedor, no sin antes haber azucarado el agua, según aconse­jaba la experiencia criolla. Abrigaba la esperanza de que, mediante tal procedimiento, las espléndidas mar­garitas podrían conservar más tiempo su lozanía. Pero el intento resultaba siempre vano, ya que al cabo de muy poco rato aquellas flores salvajes, qnc sólo po­cHan mantener su plenit.nd y s11 fi'd gido colorido vi­vic~11do al s<,l y al .,iw, s e' 1·111p1 'z:d¡;111 a amustiar e il,a11 ¡wrdi1·11do 11110 1 r :1s ol ro .s 11s péla.los, ya empali­decicfo:, ;1 c:111:-1:1 di· Lr so11d1ra n .:.inante en la habita-. , c10n.

lg11.rl11w11lc: eran estériles los esfuerzos de En­carnació11 por I rasp]antar margaritas rojas al jardín de la esla11á1. Muchas veces en el transcurso del otoño -que e :s la época del año propicia a tal ope­ración- la vjmoc; alir al campo, provista de una pala, y retornar con cinco o seis terrones grandes y cua­drados, en el cen Lro de cuya cara superior asomaban las minúsculas plantas. Y aunque las insertaba cui­dadosamente en los canteros triangulares del frente

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t '

de la casa, y abonaba y regaba con pacie11cia la tierra, aquellas plantas se secaban y no volvían a

brotar jamás.

-No pierda el tiempo en trabajo tan inútil, doña Encarnación -aconsejóla Fausto una mañana, vién­dola insistir en el trasplan Le- . Esa flor e igual que el arazá y la flechilla, que sólu crecen en tierras vír­genes, pobres y de escasa humedad. Los jardines no sirven para ella. ¿No ha observado que prospera con mayor facilidad al borde de los caminos, donde el suelo se mantiene más seco, y es por lo tanto más duro? ¿ Y no le parece que luce mucho mejor y hace más falta · allí que entre geranios, rosas y claveles?

-Pero es que a mí me gusta con pasión la margarita roja ...

-Que no se llama así, por ol ra parle - jnle­

rrumpió mi amigo- , .· ino q11c s11 110111hrc verdadero

es verbena, lo mismo <1u c el d, ; ,:sa olra flor lila que

también crece en el campo, y de la que sólo difiere en la tonalidad y en ]a fra g.111 cja. Hay -además otra

variedad de color blanco, 11111y hermosa y llamativa

también, aunque mucho más escasa que las anterio­

res. Pero todas son verbenas, a pesar de que a ésta

que a usted tanto le gusta, se acostumbre a distin­

guirla con el nombre de margarita.

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Años después, los Lcx Los de botánica me demos­traron que Fausto tenía r:izón. Al igual que la blanca y la lila, aquella rutila111u fl or de púrpura se llamaba verbena. Y si al evocarla :d1ora en estas crónicas digo margarita, es porque w, í c0J1Linúan nombrándola las gentes de nuestro cn111pu, y porque con esa denomi­nación la conocí d1 : 11i110, 1·11ando el esplendor de sus bellos corimbos 1·:11·1111 ·:--i íc·s provocaba en mi pecho una eclosión de c1ifc'11 Íc ·o opl i111i smo.

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..-----.......------------....------..,.--,~==-~:;;;-:--::=::_~"''=:;:~ ... -r· •

L A CRECIENTE

Una tardecita de fines de agosto, los cerdos empezaron a revolverse con visible inquietud en el chiquero, gruñendo de continuo y hozando entre las embarradas pajas y chalas de maíz que les servían de yaCIJ_a.

En el horizonte, hacia el Este, formáronse poco a poco algunos nubarrones pardos, que luego se fue­ron ensanchando hasta cubrir completamente el cielo, arreados por el húmedo viento que soplaba desde aquella dirección.

Un enjambre de "aguaciles" apareció en el aire, zigzagueando, sin que nadie hubiera yjsto de donde procedía. Y bandadas de pájaros surc:no11 el csp:wio en vuelo rápido, bu ca ndo la prol ccl'i t,11 del monte, cuyo verdor habíase oscmccido d · srrbito.

-Esta que se nos vi t 111 : 1·11 ci111a no va a ser una lluvia pasajera -p.ro11us1 icú Vimsto Ruiz luego de echar un vistazo al fin na1111 :11 Lo, que ya se estaba tornando de un color violúcco- . Me atrevo a asegu­rar, sin temor a equivocarme, que tendremos tem­poral. ¡ Y de los buenos!

Efectivamente, el vaticinio de mi amigo se hizo realidad. A la caída de la noche comenzó el aguacero,

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precedido por escasos relámpagos, y sin, que el trueno turbara, con su ronco vozarrón, el repiqueteo cons­tante de las gotas sobre el techo de zinc.

Llovió hasta el mediodía siguiente sin cesar, con ritmo intenso y firme. El arroyo, alimentado por el

aporte continuo de cañadas y zanjones, hacia los que afluía en avalanchas la enorme masa de agua caída sobre el campo, comenzó a salir de madre y a inundar la costa, ofreciendo un espectáculo imponente y mag­nífico a la vez. Y en todo el contorno de la estancia resonaba sin treguas el coro alborozado de las ranas, que croaban en los más variados Lono : unas, con melodioso acento ,le ocari11 ;1s ; ol r;1 s, con limpia y pe-111:l r;111l c: voz 11w1:íli1 ·:1, (·01110 In de los dmbalos; y la 111:1yorí:i 1·011 1·:-w 1,011ido ;~r; 1v e, bronco y áspero, que s, 11wj:1 .-1 11·¡; i:1 1 ro l,:,jo de los acordeones.

No l, :il,i:i escampado aún cuando los peones del estalil1 ·1·i111 i1·111n, cubiertos por sus gruesos ponchos impe.rr1w.d,l, ·c;, salieron a recorrer el campo, cumplien­do órde111·s d< ·l capataz Umpiérrez. Este temía -y los hechos se 1•111·:irgaron muy pronto de darle la razón­que el tempor:i I hubiera aislado algún grupo de ove­jas en una Jo111a arbolada, próxima a la costa, donde la majada acoslumbraba a pernoctar, y que el arroyo, al desbordarse, rodeaba con sus aguas, convirtiéndola en una especie de islote.

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C1w11do regresaron, cas1 al oscurecer, dcs piu':i, d1 : haper pues Lo a salvo, tras infinitos esfuerzos no exc11 -

tos Je peligro, a los animales que, tal como habíalo supucslo Umpiérrez, quedaran prisioneros en aquel lugar, los cuatro hoµibres estaban literalmente empa­pados, y en sus curtidos rostros se advertían las hue­llas de la fatiga. Pero no tardó en reanimarlos el sa­broso olor que salía de la cocina, donde la Jmena negra Encarnación los esperaba con una fue11le co·l­mada de ricas tortas fritas.

Sebastián y Ruperto habían traído so'lm.: s11 s ca ­ballos dos corderitos recién nacidos - era aquel la Li época del año en que las ovejas dab:111 crí:1 , :1 los cuales el frío y la humedad p;1raliY.: 1r;111 l:I H p;ilÍL1s,

aún demasiado tiernas.

De inmediato llbnquüa Lomó a su cargo la Larc:1 de cuidar y proleger a los azorados y débiles anima­lillos, que tiritaban emitiendo baliditos lastimeros,

casi inaudibles ya.

Con la exquisita sensibilidad y la conmovedora ternura que eran en ella habituales, corrió a buscar una vieja frazada de lana con la cual los cubrió amo­rosamente, acercándoles después a la lumbre del fo­gón, para que así pudieran desentumecer más pronto sus miembros ateridos. Y una vez recuperados, fue con 2.nsiosa presteza a preparar biberones para ali­mentarlos, noble función que cumplió acompañán-

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dola de palabras dulces y de efusivas caricias, que los corderitos parecían querer corresponder a su modo, contemplándola larga 1111:nte con sus pupilas húmedas y tiernas, mientras s, : acurrucaban mimosos en la ti­bieza del regazo i II L 1111 il.

Algunos dí;1s 111ús l;1rde, fuera ya por completo de peligro, los doH 111wvos guachitos seguían de la mañana a la 110..lw los p:1 sos de la niña, retozando alegremente. Y 1•11:i , , i/.r,dolos a salvo, sentíase tam­bién poseídn d,· 1111 ,, i11111c11 :-;n dicha.

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ACORDEONlST/\

Cuando Blanquita y yo veíamos aparecer a lo lejos, sobre lo alto de una loma donde el camino pú­blico entroncaba con la ondulante senda r¡nc conducía a la estancia, la inconfundible s il ncla del 111 )gro Lau­delino, cabalgando en s11. pil';1zo l,i..1101·0.1 11111 lerdo como un buey, nos prn1ía1110,-¡ :1 p:il111111t':1r :ill,11rnz:1do . .

Porque aquc.l viejo n11m·11,1 l,011 :wl1 i'1 11 , q1ll' d,·l,ido a su origen brasileño se exprc al,a 1·!1 1111 :1 j1·r,.:1 l,i ­lingüe, salpicada de giros pintorescos, 1111h I r:1 í:1 1; I

siempre grato regalo de la música. Y auuq11c s 11 r1· ­pertorio no era por cierto muy variado, ni eran L:1111 -poco muy brillantes sus dotes de acordeonista, o.irle hacer resoplar su ronco instrumento resultaba un

verdadero placer para los moradores de "El Totoral", que rara vez teníamos. oportunidad de escuchar algo me1or.

Apenas llegada la noche nos reuníamos todos en la espaciosa cocina de la estancia, formando atenta rueda en torno a Laudelino, el cual, asumiendo un cómico aire de persona importante, gozábase en pro­longar nuestra ansiosa expectativa con aprontes deli­beradamente lentos, ya iniciando preludios que inte­rrumpía de súbito para volver a empezarlos, ya

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repitiendo hasta el cans;111cio idéntico rezongo de los bajos, ya haciendo corrn los dedos por las teclas en continua sucesión de 1·sc;i las descendentes y ascen­dentes, como si de tal H1;111cra se propusiera demostrar su agilidad y destreza.

-No se haga rn~·,:1r 1;11110, don Laudelino -de­cíale al fin, con rn,il d, : i1111dada impaciencia, alguno de los peones-. A v1 ·1 · i su decide de una buena vez y toca alguna cos:1 ,·11 ·,,., io.

-Aqrn:ll:1 1.1111 ·111 ·111 :1 1: 11 1 linda, por ejemplo -solía agrng:1r l(1i¡w1 l1•, q11 ,• 1-r:1 q11i c11 solicitaba gene­rahnenlc ,·1 111.1 y111 1111111! ·111 d,· pi, :z:1 ~; .

;, ( :1i:·i1 ,·1, l:1 q1w din· .c; 1 i'1 , r:q1;1zt' - pregun­lah:1 i·I 111i°r •, wo , l'i11 g i, :11do 110 recordarla.

i. ( :t11110 cuú 1 '? La única que usted sabe ...

Y ,·111n · 1111 gran coro de risas, a las que el propio acord,·11111 ,4 1:i s1rniaha sus ruidosas carcajadas, daba éste cw11í,·11zo ;1 la ranchera, de sencilla y pegadiza melod.ía.

· Vení,111 d1 :spués las milongas machaconas, los estilos qucj1111diro os, las repicadas "maxixas" brasi­leñas y los l'c·slí vos gatos, terminando indefectible­mente el progr:1 ma con los familiares y rítmicos compases del pericón nacional.

El acorde()n de Laudelino era un antiguo ins­trumento de teclado simple, con · fuelles deteriorados

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por el uso, que a ocasiones poníanse a j;ide:1r 1w11osa­r11c11Le, cual si sufriera de asma. Tales contraLie111pw; afligían en extremo al músico, que sin darse cuenta comenzaba a resoplar a su vez, abriendo mucho la boca, como si a él también el· aire le estuviera fal -tando. Pero, por fortuna, las fallas en cuest~ón solían ser momentáneas. Y no hicn el acordeón normalizaba sus sones, volvía a retozar el jr'rhilo 1·11 los ojos del ejecutante, que se scnl ía di"l111:-10 d1· pndl'r seguir brindándono la s 110 11111y al,1111cl:111t1 ::-1 1111·1,;1 s d, : su repertorio.

Mientras Laudelino permanecía en 1a e ·1anC'i.1, repetíanse noche a noche aquellas agradables veladas musicales, que algunas incidencias cómicas como las citadas solían matizar.

Y cuando el viejo acordeonista volvía a ensillar su picazo y se lo llevaba nuevamente el camino, no se nos iba del todq, sin embargo, pues durante sema­nas enteras seguía viva en nuestro recuerdo su sim­pática estampa, en tanto que el silbido de los peones, del capataz Umpiérrez, y a menudo del propio don Gumersindo, prolongábanos en los oídos, de la ma -ñana a la noche, las ingenuas cadencias musicales que su acordeón asmático nos había brindado.

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L N A R R A D O R

Otro de los personajes interesantes que visitaban periódicamente "El Totoral" era Malaquías Carreño, un viejo criollo alto y fino corno un jnnco, de ojos vivarachos que relampagw :al,an sin descanso ])ajo las peludas cejas blanquecinas, d( : gr;1n n;1riz ag11ile.ña, mejillas hundidas y pómulos salic11l cs, cuy;1 figura tenía mucho de quijotesca.

Aunque ya octogenario, o poco menos, co11 snr· vaha aún don Malaquías, en la plenitud de su vjgor, la prodigiosa memoria que le había dado justa fama en el contorno, y gracias a la cual podía relatar, de­talle por detalle, y sin equivocarse nunca en lo más mínimo, hechos acontecidos en épocas ya remotas.

Pero el mérito principal del anciano no consistía en su capacidad de retentiva, con ser ésta tan notable, sino en su sabrosa y particularísima manera de narrar.

Porque don Malaquías era, por encima de torlo, un narrador. Y un narrador realmente extraorcljnario, dotado a tal efecto por la naturaleza en forma a ·az generosa.

Con el graficismo de sus descripcionc , t:on la bien dosificada y siempre oportuna aplicaciú11 de las pausas -cuya finalidad era (ahora lo comprendo)

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separar y acentuar los distintos períodos del relato-, con la variadísima gama de tonos de su voz varonil, sonora y cálida, que los años no habían logrado de­teriorar, y que él sabía trasladar gradualmente desde lo patético hasta lo hilarante, dando siempre el matiz justo de emoción o de misterio, de ironía o de mali­cia · que cada episodio narrado requería, lograba el viejo paisano mantener siempre viva y en suspenso la atención de su auditorio.

-Cuéntenos alguna de esas historias tan lindas que usted sabe, don Malaquías - solicitábanle los peones de la estancia apenas se formaba, en derredor del fogón, la habitual rueda del :111ocl,cccr.

· -Con 11111('!10 h11 slo, 11111d1ad1os - respondía C:11Tt •110 , s t 111 rit ·111 < ·, 111 Ít ·111 r;1 :i :se al uzaLa con parsimo-11 ia c·l l1i;•olt ·, dt· p;lr( :ja blancura-. Pero díganme pri111c·1 ;111w11lt· q11( clase de historia quieren que les relat,·. ;, l>,· ¡~1wrr;1 , de fantasmas o de hadas? ¿ O acaso :rl,,1,110 ele los tantos cuentitos de Juan el Zorro 1 ,

y su padri110 c·I Tigre que aprendí de mozo, en mis andanzas por il is tintos pagos, oyéndolos de boca de aquellos criollos del tiempo antiguo, que daba gusto oir hablar?

-¡ De guerra, de guerra! -reclamaban a dúo Ruperto y Sebastián, siempre dispuestos a admirar el valor y la destreza de los gauchos que protagonizaban tales narraciones.

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- De hadas, porque enseñan a los 111110s ;1 sn

buenos y tienen todos un desenlace feliz - pedía ;1

·u vez Blanquita.

-De Juan el Zorro, que son los más graciosos -solicitaba por su parte Pedro, al que apoyábamos el capataz y yo.

-Déjenlo que él relate lo q11c 111cj11r le parezca -intervenía entonce, l•'a11 :-:; lo . l't :ro c·rrlorrc: primero la garganta con un a111arg11i10, clorr M ;1 L1q11L1 s .

-Bueno, tengan pacjencia y po11ga11 at.c :11c:iú11,

que habrá relatos para todos los gustos -- a:;egural,a finalmente el narrador.

Y luego de armar despacio un cigarro de tabaco negro, darle fuego con el tizón recogido a tal efecto, y chupar con fruitiva lentitud el mate espumoso que le alcanzaba Fausto, cebador incomparable, comen­zaba Carreño la serie de magníficos cuentos que quie­nes le rodeábamos oíamos boquiabiertos, viviendo como propias las aventuras de los distintos héroes que los protagonizaban, y que el viejo narrador sabia describir en forma magistral.

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E L A z u L o

Ibamos llegando ya al matorral de sarandíes que se apretujaba sobre la barranca, y cuya ramazón más baja cubrían las aguas del rnmoroso arroyo, cuando oí el alegre canto de un pújaro rn11u.:a esc11d1ado hasta entonces.

Fausto, que me observaba de soslayo, diú e cuenta al instante, con su característica perspicacia criolla, de que aquel gorjeo me había llamado pode­rosamente la atención.

-¿ Qué te parece, pueblerito? Canta muy bien, ¿ no es cierto? - me preguntó sonriendo.

-A mí por lo menos me gusta mucho - repuse.

-Y a mí también, te lo aseguro. Cada vez qnc lo oigo se me llena el corazón de alegría. Me oc111-rc exactamente lo mismo que cuando escucho rcp.iq11e­tear a un hornero. ¿ Y sabes tú qué pújaro es el que está cantando? Apuesto a que lo ignoras.

-Por supuesto que sí. Quisiera saber el nom­bre de ese pájaro, y sobre todo verlo, · si eso fuera posible.

-Claro que lo es, muchacho. Se llama azulejo, y su plumaje te va a gustar sin duda mucho más

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que su canto, pues se trata de una de las aves más hermosas que habitan en los montes de nuestro país. Míralo: allí lo tienes.

En ese instante, d ectivamente, revoloteó sobre el arroyo, a pocos mcl r, ,s de altura, para atrapar un insecto, y retornó prc;; I o ;il sarandizal, posándose so- . bre una de sus rarms :rn pcriores, como para que pu­diéramos contemplarlo ;1 nuestras anchas.

Fausto tt:11í:1 r:1·1.c',11 1·11 lo que acababa de decirme. Era un páj:1ro lwllí.,,1 1110, de un color azul cambiante, con tona I i, Lid, · .Y :· l:111rn .c; , 1111 1: se oscurecía hasta con­fundin,e "º" 1·1 '" T. 'º 1·11 l:i s :1 Li s y L,. cola. Sus patitas y s11 c-nrl o p i1 ;0 r, · l 1,.. í: 111 cn111 0 d el ,a rol. Y de los vi­v 111 T ci ojillo.,; e111anaha 1111 a aJegría con tagiosa, como la d, · :rn c;111 I o.

1 l1 : pronto, con destreza admirable, dio caza a otro iw-wc lo que pasaba por el lugar, en vuelo zigza­guca,11,· . Pno en vez de devorárselo, como al anterior, emitió 1111 1 rin o brevísimo al que respondió casi de inmedialo ol ro similar. Saltando de una rama á. otra

' casi sin prnd11 cir ruido, un nuevo pájaro, de color acanelado, ;1 sccndió por entre los sarandíes para re­unirse con el primero, que luego de amorosos arruma­cos le depositó en el pico, con ejemplar dulzura, el bocado que a e e fin reservara.

-Esa es la hembra -advirtióme en voz ha ja · Fausto-. Seguramente que ya habrán hecho por aquí

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su nido. Trataré de encontrarlo, para que puedas apre­ciar lo bien que lo construyen.

Conocedor cabal de las costumbres de aquellas aves -pertenecientes a una especie que escasea ya en nuestros montes, según me dijo más tarde, y a la que suele confundirse con otras ucnorninadas cielito y azulito-, no demoró mucho tic111po mi viejo amigo en lograr lo que se proponía . (k11l10 entre lo más espeso de la fronda estaha el nido de los az11lejos, habilidosamente recubierto en su parte externa con pajas y tallos de pastos secos, y en la interior con una mezcla de lana y cerdas que lo hacían mullido y con­fortable. Dos huevecillos azulados, que lucían en ambos polos unas pequeñas manchas de color marrón claro, ocupaban el fondo de la primorosa vivienda.

--Es posible qU:e todavía ponga la hembra al­gún otro -opinó Fausto-. Por lo general, alcanza a cuatro el número de los que incuba. Pero, sea como sea, dentro de unos doce o catorce días, más o menos, tendremos nuevos azulejos para alegrar el monte con su canto y con su lindo plumaje.

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E L C 1-I A L e 11 A L

Durante la mayor parte del año, este árbol de recto tronco cubierto por una corteza nna y suave -muy parecida a la del pi tang111:ro- , de madera rojiza y compacta, de hojas Ja11 ccola,L1s y 111i11í1scula flor entre blanquecina y vcrdos.i, apt·11a s perceptible dentro del follaje, pasaba poco menos que dt·sapcrci­bido a nuestros ojos, no obstante ser 11urnt.:rosí:-; i111os los ejemplares de su especie que integraban el ancho y nutrido monte del arroyo Otazo, en campos de "El Totoral".

' Pero apenas llegaba el mes. de diciembre y co­

menzaban a madurar sus frutos, transformábase de manera notable, adquiriendo un aspecto hermoso y lla­mativo, que no poseía por cierto ninguno de los otros árboles que lo rodeaban.

Era como si la naturaleza, que habíale negado la prestancia y reciedumbre del cernudo coronilla, la majestuosa corpulencia del viraró y el esplendor flo­ral del ceibo, por ejemplo, se hubiera propuesto re­sarcirlo entonces de la ausencia de tales atri 'liul.os, engalanándolo con millares de redondas bayas rojas, de µn rojo detonante, mucho más intenso y vivo que el de las propias cerezas, a las cuales se asemejaban

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·,

por s~ forma esférica , aunque eran un poco más pequenas.

Con tan extraordinaria profusión solía fructifi­ca: aquel árbol aborig(:11 , que contemplado desde leJos, y a la luz del l11111i11 0 o sol estival, daba a veces la impresión de que: s 11 s r:11nas estaban prácticamente cubiertas de rubíes.

_ Atraídos por la 1«-11f ;1ción de los vistosos frutos, acudían en ba11(hd:1·, l.,,. p:ijaros a saborearlos. Car­denales cuyo e11(T11did11 f H't1 ;1cho r.ivalizaba en esplen­dor con c llw,, 1111.!11:, d1 : 111 ·g rís irno plumaje y ariscos "siete-vcs l id•,. · · :, 11 :', 11 ·:-4 1L1111;Í 1 ,amos " siete-colo­res " - , Y. 111,,:rl 1·:1 il1 · drdq : s ilh11, all)()roladorcs espine­r~1s, IH'11l1 ·v1 ·11H y :1z1dcjo'.i, n1i slo · y federales, dispu­l:d,;111 :,1· 1·1 pLr_n;r de l111ndir s us picos en las pequeñas l1;1 t 1~1 p11rp11rn1;1 s. Y las avispas de camoatí y de le­d,1 ;..; 11 :111 :1, pa rlicipando a su vez de aquel festín, ro­fa11l1 :s p:lf'i1 ·111 urnenle la delgada corteza para extraer­les el d11h . ..; i11 H) jugo, tarea que compartían con los

"guitarr'.'."ºs" de rutilantes alas celestes y largas an­tenas rDJ 1,::1..; , con borlas como de terciopelo negro.

Pero 110 so.l amente las aves y los insectos se regalaban cu11 la ofrenda generosa de aquel árbol fe­cundo, cuyos frnlos eran gratos también al paladar del hombre.

Los peones de "El Totoral", cada vez que tenían que ir al monte durante el mes de diciembre, ya fuera

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en procura do ldi;1 , o de agua, o p_or ol ros 11111l 1v1 H1 d1 · trabajo, aprov1:d1:d,an Ja oportumdad para da1 si· 1111

hartazgo de cl,alcl1ales maduros.

A Sd,aslián, sobre todo, gustábanle muchísimo.

Los ju111.a ha en sus manazas anchas y cal;osas Y lue?º' para aplacar mejor la sed, según decia, se los iba echando a puñados dentro de la boca, con gozosa e

inco11 Lcnible avidez.

13lanquita y yo, por nuestra parte, si bien tenía­mo preferencia por las renegridas pitangas, o por los aromáticos frutos amarillos del arazá del campo -que ~ambién maduraban por aquella época-, no éramos tampoco insensibles, claro está: al pla~er de pala~ear el dulcísimo -aunque un tantillo astrmgente- Jugo

de los chalchales.

Y cuando Fausto, o algún otro de los peones, nos llevaba consigo al monte, disfrutábamo~ a nui ::;­

tras anchas del agreste sabo!· de aquel!;i s '. ':-dndlas tentadoras, que relucían entre el verde !olLqc d_(, los árboles, y que con su pulpa z111110~a y s 11 :111pre fresca -por níás que picara el ~ni 110s Le[1ian de un

carmesí vivísimo los labios y L1 ~; manos .

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l. ¡\ V I u 1) T ¡\

1 )esde que la vi por primera vez cierta mañana d, i ocLubre, en las proximidades de la estancia, revo­lotear bajo el alegre sol prilll:1vc~r;tl, s,· 1·011virtió en 111m de mis aves preferida ::; .

Llamáronme vivamente la alenci,',11 :, 11 l,l:111q11í ­simo plumaje, sobre el que resaltaba la orla 1w¡:, rn d,·1 borde de las alas -a la cual debía el nomlm:· , .'4 11 :-­patitas relucientes como el charol y sus ojos de 1111 suave tono de grosella madura.

A partir de entonces, solo o en compama de Blanquita, que también admiraba profundamente su pureza y su gracia, pasaba con frecuencia largos ratos observando los movimientos, actitudes y costumbres que caracterizaban a la simpática viudita.

Así pude apreciar que aquel solitario pajarillo gustaba posarse habitualmente sobre los hilos d1 : los alambrados, donde permanecía inmóvil durante: 11111-cho tiempo, cual si estuviera durmiendo o rnedi1:111do. Pero de pronto se elevaba en zigzagueante vuelo para atrapar algún insecto minúsculo, perceptible lan solo para su aguda vista. Y cumplido aquel irnperat.ivo de su naturaleza, volvía a posarse treinta o <.:uarenta me-

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tros más lejos, siempre soLre los alambres, y retornaba a su anterior quietud.

Cuando llegaba la época de la procreación bus­caba su pareja, y luego el casal se dirigía a los bañados o esteros para constri1ir el nido, esforzándose por ocul­tarlo, lo mejor posil,l c, entre los matorrales de juncos o espadañas, totora ~; o pajas bravas.

Una vez tcn11i11 :1da la vivienda, ponía la hempra en ella sus hucv1 ·1·illos - casi siempre dos- y dedicá­base pacient1:11w111,· a la natural tarea de incubarlos, que insumí:, aln·d, :dor de dos semanas. Después, ya nacidos y cri:,dos los pol.luelos, íbanse éstos al encuen­tro de ."11 propio desLjn o, mientras que padre y madre, por su parle, reintegrábanse a sus apostaderos pre­dilectos del campo.

Cuando, en los días de lluvia, oíase cantar a aquella avecilla por lo general silenciosa -si canto podía llamarse a su "rinrrín" monocorde-, asegu­raba sin titubeos la negra Encarnación :

-Hará buen tiempo rnaoa11a , porque la viudita nunca se equivoca.

Y el día sig11ie11l c, 1;11 d cclo, amanecía con sol radiante y cjelo despejado, confirmando el pronóstico.

-¿ Cómo es posible que un pájaro pueda saber con anticipación los cambios atmosféricos? - pre­gunté cierta vez ingenuamente a Fausto.

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Y el Londadoso paisano, riendo sin 111:tlil'i:1 d1 · 111i l':111didcz infantil, me respondió:

- Ni los sabe, amiguito, ni pretende anunciar­l11s. l ,o que ocurre es que cuando la lluvia toca a su 1t'·rn1ino, se pone en movimiento una gran cantidad de i11 scctos voladores, de los cuales se a]imenla la viudita. Y entonces ella, feliz ante la p1: rspceLiva de nn a buena ('aza, manifiesta su alegría por 11wdio d,· 1:sc cantito ·cricillo pero agradable, que ::;úlo c11 1:tl cs .. ir .. 1111 .- ran­cias entona.

Más tarde pude verificar personalmente la exac­titud de las palabras de Fausto, que, como todas Jas suyas, eran fruto de una atenta observación y de una larga experiencia.

Pero aparte de su fama de mensajera del buen tiempo, que tanto aprecian los criollos, gustábame la viudita por su confiada mansedumbre y su aire pensa­tivo. Y, más aún, por la impresión de candor y de pureza que producía su plumaje impoluto.

Y cada vez que la veía albear como un jazmí11, o como un copo de nieve volandera, recordaba csla cuarteta que me había enseñado Encarnación :

Ni la mejor lavandera se compara a la viudita, que nunca lava su ropa y está siempre tan limpita.

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' .,

L F R u T o

Cada vez que Blanquita o yo veíamos aproxi-111a r e a la estancia el carro destartalado y chirriante de don Zenobio Caldas, propahíbamos por todos los rincones de la casa la graLa novedad, acompañando nuestros gritos estentóreos con pal111ol1:os de gozo f)UC,

como se verá más adelante, Len ían s11 razú11 d, : ser.

I Después, cogidos de la mano, corríamos ri s11e­ños . al encuentro _del antiguo vehículo, pregustanJo el sabor, para nosotros siempre delicioso, de las frutas que transportaba SE caja de madera dura.

El bueno de don Zenobio detenía al vernos, con suave tirón de riendas, el manso caballejo zaino . que tiraba del carrito, y nos alzaba entre sus brazos, toda­vía musculosos y fuertes, sentándonos junto a él, en el pescante. Luego, bromeando con paternal dulzura, cubríanos los ojos, cuidando de que no fuese mny rudo I el apretón de sus encallecidas _manos de fruti­cultor, y nos preguntaba:

-¿ Qué traigo hoy, muchachos? Si aciertan en seguida, sin vacilaciones, les daré un buen anticipo como recompensa.

La respuesta resultaba siempre exacla, pues tanto Blanquita como yo, antes de subir al carro, ya

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sabíamos bien, por el aroma que de allí se despren­día, qué variedades de .frutás integraban la carga. Y el anciano frutero, p brnmente seguro de que acerta­ríamos, _sumaba la s11ya , ronca y estridente, a nuestras triunfales risas info11til cs, mientras procedía a entre­garnos el prometido anticipo.

Además cfo ;1q11 clla orientación 9Ifativa, poco menos que infolihk, Ja época del año servíanos de guía en caso de : le ;11 cr alguna duda. Porque si la lle­gada de do11 Zc1lOl1io acontecía en verano, su carga consistía, sq.'/111 el mes, en grandes duraznos priscos de stwvís i111;1 f ·lpa, o prietos racimos de uvas "brasi­leras", o maozanas de tentador aroma y . purpurina corteza, a las cuales solían sumarse rezumantes peras "de agua". Y si la visita tenía lugar en invierno, ale­graban nuestros ojos y ! egalaban nuestro paladar las naranjas color oro, las sucosas limas pálidas y las mandarinas de dulzor y de fragancia impares.

La quinta de frutales de don Zenohio Caldas era famosa en muchas leguas a la re<lo11da por la variedad y calidad de sus productos. Y k1 sta se afirmaba que, entre cuanta, lial,ía 1:11 el Departamento de Treinta y Tres entero, 11111y pocas resultarían capaces de afron­tar un para11gú11 co11 ella.

Criado en c.l hogar de un matrimonio italiano, para el cual el cultivo de los árboles no tenía secretos, lel bondadoso frutero criollo había aprendido desde

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11111y pcqucíío a trabajar la tierra con ;1111or y 1· .-1 pe ;r:in­za , a combatir los enemigos naturales de Jas pla111as, a preparar fertilizantes y emplearlos en la época precisa, a cf ectuar injertos y acodos, podas y trasplantes con singular pericia. Y, sobre todo, a realizar su labor con esa paciencia, ese esmero minucioso y esa tenacidad inquebrantable en que descansa el éxüo del buen fruticultor.

Siempre que se cf cctuaha c:11 ed pago alguna reunión pública, ya fu era 11101 i v ;u la por ha 111 izos co­lectivos, pencas, corridas de sorl ija, de. , a II í rn,laba don Zenobio con su carrito J.c ([liej1111il1rn.·o ,·je-. 1111c llegaba cargado hasta los bordes y rctornah:1 v:li'Ío, ya que muy pocos eran capaces de permanecer i11.-1 (·11 si­bles a la vista del tesoro vegetal, fragante y salutíforo, que con calmosa voz, y sin otros intervalos que los ue­cesarios para liar algún cigarro de tabaco negro en chala de maíz, pregonaba el simpático frutero:

-¡ Duraznos baratos! . . . ¡ Sandías especiales, de semilla negra! ¡ Brevas frescas y dulces como la

. l' mie ....

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I

LOS O R D E Ñ A D O 1~ 1( S

Alboreaba recién cuando Blanquita me despertó, gritúndome con impaciencia mientras golpeaba en la puerta de mi habitación:

-¡ Levántate, pueblerüo haragán , que ya empe­zaron a ordeñar los peones hace un buen rato!

Entre sueños aún, recordé entonces que la tarde anterior Fausto Ruiz habíanos prometido, a la niña y a mí, enseñarnos a realizar aquel trabajo, el primero de cuantos efectuábanse diariamente en "El Totoral".

Salté a prisa del lecho, un tanto avergonzado por haberme dormido, y apenas me vestí fui corriendo a reunirme con mi compañerita.

Una vez llegados ambos al corral, nos sorprc11 -dió gratamente el espectáculo que se ofrecía a nues­tros curiosos ojos. Entre un coro de mugidos de va­riadísimo tono se apretujaban las vacas llamando a sus terneros, que separados de ellas por tenso cerco de alambres rebullían sin rlcscanso, ávidos por suc­cionar la repleta ubre materna.

-¡ Se les pegaron las sábanas, muchachos! -bromeó Fausto al vernos- . Pero todavía llegan a tiempo. Si quieren aprender a ordeñar como es de­bido, fíjense bien en lo que hacemos nosotros.

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En ese momento Scbastián, Ruperto, Pedro y él, estaban "apoyando" cada cual una vaca, tarea que consistía en permitir q111 : el ternero comenzara a ma­mar, para desviarle al i11.Ytante la boca de los pezones maternos con un e111p11j(111 enérgico. Merced a ese procedimiento, repd ido v;1 rjas veces, se conseguía que la leche descendier;1 1·11 forma natural y continua desde el interior de la 11l,r1 -, n·spondiendo a la succión de la cría.

Despuós, nnwlill :í11closc y presionando con ra­pidez y '11 :!-! I n "1.:1 l:,:1 ¡•,l:'111d II L,s mamarias, los cuatro hombre!-! f ,,.., 011 l 1:wi1 ·11t lo l 1101 ar 1:1 hlanco líquido en chorro." 1111¡•,n :1 fi, 1111 ·: , q11,· prrnl11cían un alegre so­nido ;d 1·1 1t ·1 d, ·11lrn d, ; loY µ, r;111cl()S kddcs de latón.

( :11:111do ln s rrlircs se tornaron fláccidas y la fuer­za dc·l l:'ic-tc-o cl1orro comenzó a decrecer, desmanearon las vnrn :-i y pc-r111iLicron mamar a gusto a los terneros, para los C'1111 l1 ·s había quedado reservada la necesaria dosis <lo nli111c11.Lo.

Otras c: 11a I ro lecheras sucedieron a las recién or­deñadas. 'Y aYÍ prosiguió el trabajo, que los peones efectuaban co11 lanta pericia como buena disposición de ánimo, ca111biando entre sí alegres bromas y cele­brándolas c011 sonoras risas.

Con las dos últimas vacas -las más mansas y "blandas", como decía Sebastián- iniciamos noso­tros el aprendizaje. Al principio, y pese a las repeti-

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das y paci1 ·111«·s indicaciones de Fauslo, a111l,w; opri­míarnos c·11 vano las elásticas glándulas. Ni una !:lola gotita d« : kcl1c se asomaba a ellas. Pero de pronto, e11lrc lo.Y aplausos y las palabras de aprobación de los peones, logró Blanquita la anhelada conquista.

- ¡ Te gané, pueblerito ! ¡ Y eso que soy mujer y más pequeña que tú! -exclamó alborozada la niña cuando vio que el cantarino chorro hacía irrupción en el jarro.

-¡ Qué vergüenza! -opinaron casi simulLánca­mente Ruperto y Pedro, cambiando entre ellos guiños de malicia.

Y o, con el rostro encendido y mordiéndome los labios, seguí presionando en silencio la ubre de mi vaca. Y unos segundos más tarde pude realizar a mi vez la hazaña que acababa de cumplir Blanquita, sien­do igualmente aplaudido por ésta y por lo cuatro peones.

Cuando finalizó la prueba, a mi a111i g11ita y a mí nos dolían las muñecas y las manos a consecuencia del inusual esfuerzo. Pero la tibia y espumeante leche, que desbordaba los jarro · esmaltados, nos re­sultó aquella mañana más sabrosa que nunca.

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L B U R U C u y A

-- ¡ Mira ·qué · flor ~spléndida ! -me gritó cierta 111:iiíana de primavera . Blanquita, que regresaba del 111011tc en compañía de la negra Encarnación-. ¡Nun-1·:i había visto otra tan extrafw. y hermosa!

Al oírla hablar corrí presto a s11 c11c11c11tro, pi­ntda mi_ curiosidad por las entusiastas palabras de la 11111a.

--Tienes razón, es bellísima. Y no se parece absolutamente en nada a las demás -apro~_é al ver la flor que ella sostenía, con suma delicadeza, entre el pulgar y el índice, cual si temiera dañarla con el solo contacto de su pequeña mano.

No poseía colores llamativos la extraña flor de marras. Por el contrario, sus tonos eran suaves y tier­nos. Pero su aspecto atraía de inmediato la mirada con fuerza irresistible, tal vez por eso mismo. Y acaso también por la forma originalísima de que la nalllra­

lcza habíala dotado.

En el centro del redondo cáliz, contorneado por 11n perfecto círculo marrón, y cuya superficie era com­pletamente plana, se erguía un gracioso pistilo con el

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f}utos amarillos, del tarn:dío y la forma de las ciruelas.

Partí uno de ellos y 1·111pccé a saborearlo despacito.

Era tan dulce que e111p;tla gaba, en efecto. Pero sus

semillitas revestiuas d1· 1J11a pulpa jugosa y de color rojo intenso, como Li i-: de la granada, resultaban para

los ojos un regalo 111 :q•,1,ífi,·o.

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J. () s M o N T I< A 1) o H 1< s

¡ Y a empezaste a afio jar, vi r:, rú vi,· jo! 1 ·J.. , · l 11111/, 1 r i unfalmente Marej,tl t: o j;, s a I o i I l 11~. n11j idw-: ,!--1 :111oso tronco, anuncjadon :s d1· 1111 d,..-111111lw q111 ·

1111 11:dnia de tardar en prod11ci1 ·s,· . llw11 di, ·,· ,·1 1, ·lrií 11 criollo que a la larga 110 l,a y I i1 ·11111 1¡111 · 110 ·, ,. 1 orl e ni duro que no se ablande.

Unos diez metros más lejos su comp,u~H;ro, '1'1 ·11 lilo Barragán, sostenía r~fi<! lucha con un corn11illi1 • ¡ ue aún no daba señales de rendición.

Las hachas caían con fuerza y en golpes alt~r­nados'- desde arriba hacia abajo, desde abajo hacia arriba, según aconsejaba la experiencia de muchos años de oficio. Pero siempre hiriendo al sesgQ_ Y si11 desviarse ni una sola vez del tajo, lo cual constü11 ía prueba por demás elocuente de la _per~ i~ de arnl,o~. monteadores. Del otro lado del arroyo, el eco rcpt'I í:1 como en son de burla cada hachazo. Los pájaros, ;tl;11

mados por aquel estrépito, huían a posarse c11 ;·, rl ,o les distantes. Y las alimañas montaraces esco11dí;111 !-- t' entre lo más tupido y hondo de sus madrig 111 :r:1 :-. .

De rato en rato Teófilo y Marcial lta .. ía11 1111 a

1 rcgua para en jugarse el sudor que les I ,rotaba co­pioso de la frente, de los brazos, del desn 11do y muscu-

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loso torso. A veces aprovechaban el descanso par¡ fumar un cigarro de 1;,l>nco negro y cambiar entre s1 algunas palabras. L111·; \o recomenzaban la tarea.

Hacía ya más d« · 1111 mes que derribaban talas y guayabos, pitang1wro~, y chalchales, viraróes y coro­nillas en el mont.c d«· l:1 1·.-, l;mcia; para luego reducirlos a astillas desti11ad :1·, :1 l:1 cocina a leña. Todos los años contrat.íl,:tlc h cl1111 Gumersindo para realizar aquella tarea. pur l.c 1 11 :tl los recompensaba generosa­mente, regali'111cl11l 1·• :,cl1; 111 ás alguna carrada del pre­ciado co111l,11 •,1 ilil, ·. ¡1. 1r¡1 que en sus modestos hogares hubiera 1111 :1 clc-lc ·11 •,: 1 •·011Lra el frío invernal.

¡ l'.111, l.1cl11 l ¡;ritó de pronto Teófilo, al ad-v1·r1 ir q1w , 1 \ 11.11 ·1', 11ue hacheaba su compañero :d,:11í:11,1· 1, ,il,1, · lo·, :í rl,oles vecinos, produciendo al caer 1111 J lllcl11 11111111 " IIHl il llle.

l'c-r11 l\1.11c ·i:il , desde el extremo opuesto a aquel en q lit· 1 w 11, 1 11 • 1 : 1 c-1 derrumbe, con los brazos en jarras y solta11d11 1111.1 c· ~, 11 ·11tórea_ carcajada, que dejó al des- , cubierto ~111 •, l,l:i11quísimos dientes, respondió:

-¿, Y rn :í 11clo viste a un monteador veterano, como yo, porwrsc' en el lugar donde irá a caer el árbol que está ha('lll':111do?

Rióse a s11 vez Teófilo ante la ocurrencia del compañero, y con Linuó los golpes sobre el_ coronilla, en cuyo durísirno cerno parecía rebotar el afilado acero.

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± ·-

El implacab~~ sol de verano, cayendo a plomo desde un alto y despejado cielo azul, parecía calcinar la ardiente tierra. Una nube de tábanos revoloteaba entre sonoros zumbidos por sobre la cabeza de los monteadores, buscando momento y sitio adecuados para el aguijonazo. Pero ellos, habiLuados al asedio de tan molestos insectos, no se preocupaban lo más mínimo, limitándose a aplastarlos de un manotón no bien sentían en la piel la picadura, quemante como una brasa.

Recién con la penumbra del crepúsculo suspen­dieron el traba jo. En torno a los- do; ho~bres, un montón de árboles caídos demostraba lo fructífera que había sido aquella larga jornada.

Pocos instantes después el mate amargo, sorbido con avidez, aplacaba la intensa sed de Teófilo y Mar­cial. Y mientras tanto, el puchero comenzaba a hervir, rezongando sordamente, en la negra olla de hierro.

Luego de la humilde cena, los monteadores s1 :

tendieron sobre unos cojinillos y se durmieron coi1 profundo sueño, de cara al cielo -como les gm-;L:1 l,a hacerlo siempre que el tiempo era bueno-, conlt:111.os porque la jornada cumplida, aunque dura y fatigo. a, había sido una de las más proficuas entre cuantas realizaran hasta entonces. Al día siguiente, mu y tem­prano, reemprenderían la faena con nuevas energías. Y, por supuesto, con el tesón de siempre.

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E L P I C A F L O R

La primera vez que vi aquel pajarillo impar quedé maravillado. Llegó zumbando, como un trompo de cambiantes y rútilos colores, hasta el jardín que se extendía en el frente de la estancia, formado por pe­queños canteros triangulares, con bordes de ladr.i 11 os, y que la propia doña Ramona cultivaba con sus hábi.lcs y hacendosas manos. Las alitas minúsculas, vibrando

como hélices, manteníanlo inmóvil en el ,aire diáfano de aquella hermosa mañana de octubre, mientras el largo pico rojo se hundía en las corolas de las rosas, de los geranios, de los alhelíes. Según incidieran en él los reflejos de la luz solar, su plumaje iba adqui­riendo diferentes matices. Por momentos parecía do­rado. Luego esa tonalidad se esfumaba para dar pas1, a un verde intenso, centelleante, que a su vez cedía

el turno a un azul no menos luminoso y bello. Gr:'icil,

raudo, incansable, iba de una flor a otra con la v1do­

cidad de una saeta. A ocasiones se posaba por un l,re­vísimo instante sobre el delgado tallo de una hoja, para beber alguna gota de rocío primaveral q11e to­davía perduraba allí, al amparo de la sombra del follaje. Y era tan leve el peso de su cuerpecillo casi

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ingrávido, que apenas se balanceaba el tallo al recibirlo.

Luego que hubo hecho la suficiente provisión de néctar, elevóse en el espacio, giró resplandeciendo en torno mío, cual si quisiera hacerme una nueva demos­tración de su destreza, y des:i par ció por último vo­lando en línea recta, tan Vt'lo:r. mente como había llegado.

Blanquita, que ,·stah;1 ,·url :111do claveles para los floreros, y que 11:d,í:1 :1dvnl id11 111i 1'. mhcleso, se me acercó y 1111 \ dijo, 11,i,·1111 :1·1 :1· l'irnl,a i:011 fruición la fra g:1rll'i:1 d,· :1q11 1· lh ·1 11 01¡· ,, d,· ¡, c·· r:ilos dentados y ('olor rojo 11· ,1· 11111. q111 • 11l í: 111 ., 1·: 11wl :1:

1,::, 1111 ¡,i, ·.il 1111 . i. Nu l1 :d, í11 'I l1·11ido nunca la sw:rl1· d<· :1d111ir:11 : 11 lwll, ·1. 1 '(

- N1111c~1. Y n1·0 ,¡11,· 110 1, :, d,· 1·xistir en el mundo entero otra av1· ln11 l1n 1110· :1, 1:111 dc·li c:,da, tan frágil.

-Lo mismo pienso yo. Es 1111 vnd:1d1 ·ro prodigio de la naturaleza. '¿Y sabes Jo qui' vn a 11:1 <:c r ahora?

-No tengo la menor idea. Y :··n1pn11~0 que tú tampoco la tendrás.

-Yo sí, para que lo sepas. El picaflor tiene pichoncillos y los va a alimentar, como cuadra a todo buen padre, o a toda buena madre, ya que no sé de

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cuál de ellos se trata en este caso. Por eso estuvo tanto rato libando en el jardín. Ahora viene a cumplir foual misión el otro integrante de la pareja. Míralo.

En efecto, un nuevo picaflor repetía, de corola en corola, las proezas acrobáticas que acababa de rea­lizar el p

0

rimero, acompañándolas de idéntico cente­llear tornasolado, de idéntico derroche de agilidad y gracia.

-Si me prometes no hacerle ningún daño -pro­siguió Blanquita-, te mostraré el nido que el casal, como aquí nadie lo molesta, renueva todas las prima­veras en el mismo sitio.

-¿ Y cómo puedes pensar que sea capaz de hacérselo? Si el sólo hecho de mirar los picaflores constituye una fiesta incomparable para los ojos. Para mí, desde ahora, esos pajaritos serán algo sagrado.

-Sígueme, entonces, y podrás contemplar 1111

espectáculo que seguramente habrá de enternecerte·.

Dichas estas palabras, mi pequeña amiga 1111 '.

condujo hasta el galpón. Allí, de una pajita saliente de la quincha, pendía el nido pequeñito, alargado y

cilíndrico, que el casal de picaflores tejiera con pri­mor, utilizando para construirlo cerdas de yeguarizos, hierbecillas tiernas y plumas de otros pájaros halladas

en el campo.

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1 J

Asomados al bord1~ de aquella leve vivienda, que la brisa primaveral h1 lalll'caba suavemente, dos mi­núsculos polluelos re,·il,í:111 de la garganta de sus pa­

/ dres la dulce y olorosa :11111,rnsía, digno alimento de quienes, a su debido I i, ·111 ¡ 11,, re. plandecerían también

, en el espacio, corno joy r1 ·, vi v i1 ·11 Les de la Creación, que se diría concebidas 11111 l:1 11:1111raleza en un alarde artístico.

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'

L O S MACACHINES

Al llegar la p~imavera, ciertas zonas de los vastos campos que abarcaba la estancia "El Totoral", sobre todo las más bajas -cercanas a la costa del arroyo-, cubríanse casi por entero de pequeñas flores, rosadas o amarillas, según a qué variedad de plantas per­tenecieran.

La !_oza_nía, la gracia y el color de aquellas flores, cuya presencia destacábase triunfal por sobre el verde tierno de los pastos nuevos, alegrabá los ojos e infun­día al espíritu de quien las contemplara una grata sensación de bienestar.

Blanquita y yo solíamos ir expresamente a reco­gerlas para formar con ellas grandes manojos. Cuando las había de los dos colores, mi amiga entreteníase e11 combinarlas, dentro de los ramos, a fin de obtener así dibujos llamativos y originales, cosa que logra 11;1 siempre, poniendo de manifiesto un buen gusto y 1111 sentido de la armonía realmente extraordinarios, dndos sus escasos años. Pero, lamentablemente, aq111:I Lis admirables expresiones de su aptitud creadora I c11 ían efímera vida, pues las flores, en extremo delicadas y sensibÍ~s, no tardaban en amustLal'§e al co11Lacto con el calor de nuestras manos.

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A ocasiones taml,i,:11 , cuando sentíamos sed, nos

poníamos a masticar co11 fruición los tallos blandos,

jugosos y de agriduln· s;1hor, que nos astringían la boca, provocándonos 1•11 1·11cías y labios un singular cosquilleo.

Hasta que una 111r11Í1111 :1 d bueno de Fausto Ruiz,

viéndonos arranr,ar 1,111 c·c·1il.:11arcs aquellas flores sil­vestres, nos dijo:

-Es un:i vnd.id1·1 :1 111'11;1 que hagan ustedes lo que están l1:H'i1·1rcl11 . 1111wl1 :ll'l111s. Esm; son Jas flores de

los macacl1i1w , 'I'"' 1·1111 ·. 1,111 y1·11 1·l 111:ís bonito adorno del c:1111po 1•11 p1 Í111 ,v1 ·1.1 . l'c11 11lr:i p:1r1,-, s i t:11 Jugar de arr:111rnrl 1,•1 d, ·¡.111 •1111· c•11111¡il :111 .. lln :,; s 11 función na­l11rnl , J, .. 1 111ur1w1,, p:11 ;1 fi11es d1·I v1Ta110 u11a agrada­hl1· s111p11 ·" 1.

;, (,l11i'• 11' p:1r1·c1~ la propuesta? - pregunté a m1 co111p:11w1 :1.

- M:1 g11íl'i1·;1 - repuso la niña-. Aceptémosla sin vacilar.

-Tralo 111:d,o entonces -dijo sonriendo el vie­jo criollo-. 1', ·ro les advierto, eso sí, que deben fi­jarse muy hi,~11 ambos en las plantitas que producen tan vistosas .flores, a fin de poder reconocerlas aún

después de conc'luída la época de floración. De lo con­trario no conseguirán l.9calizar ninguna cuando yo les

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indique, en oportunidad, que ha llegado el momento de descubrir el secreto tesoro que ellas guardan.

Y al hablar de tal modo, Fausto se acarició la harba con aire socarrón y guiííó maliciosamente sus

__yiyI1ces_ ojillos.

Picada nuestra curiosidad por las palalm-ts y la actitud del viejo peón, Blanquita y yo observamos largo rato, y con atención minuciosa, aquellas pb11Las

cuyas pequeñas hojas, de un verde claro y Licruo, se parecían a las del trébol, aunque eran más redondas y de mucho menores dimensiones.

Transcurrió el tiempo. Nosotros, atraídos por su­cesos más nuevos, acabamos por olvidar completamen­te el_episodio. Pero Fausto, en cambio, recordaba muy

bien su promesa. Y un domingo de mediados de marzo nos invitó a dar un paseo por el campo, invitación qm:

aceptamos gustosísimos, porque el día estaba espléu­dido para caminar al aire libre.

-¿Serían capaces de reconocer ahora las pL111 -

tas de macachín? - inquirió de improviso el ho11a ­

chón paisano, deteniéndose en medio de una ·1ro11do­nada.

-¡ Sí, sí! -afirmó Blanquita, inclinúndosc de­

cidida para hurgar entre los pastos, que ya insinuaban

su amustiamiento otoñal-. ¡ Aquí tiene usted una!

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Y su ágil índice scííaJó los tallos finos, que ape­nas podían sostener ya las hojitas f!áccid~ y desco­loridas.

Entonces Fauslo d, ·i-w 11 vainó su cuchillo y abrió con él un ·hoyo en torn11 d,· L1 planta. Así pudo extraer entero el blanco ni;w:1d1í11 , cuya forma se asemejaba a la de la zanahor.ia , ;11111,¡1w s11 1:1pice no era tan agudo.

Repitió la opc •r:11'1 /111 :1q11í y allá, y pronto obtuvo una abundante: 1·w,1'l'l1.1.

-Estos f11111, ,, 111.1 ·, ¡wq1wííos, c¡ue son también los más d11l1 ·c•:1 1111 •, n pli, ·,-, , corresponden a las plantas ,li- 11111 111·,, 1d :1. , le, 111 :1y11rcs, ;i las de flor arnarill:1. /\11111.1 , .1 l 1v:11 l11.'-' l1ic ·11 y :1 p:1blcarlos des­pal'i11, 1·1111111 ,·c111c ",p11111lc- , p:1r:1 :1pn :C'iar s11 sabor en la dd,id :1 !111111 :1.

/\ ·, Í lo l1w1111os 1111;1 vez de regreso. Y la blanquí­sima p11lp:1 de · 111." 111acacliin cs ya limpios crujió entre nuestros di, ·1111':, :'1vidns. Y el jugo dulce, fresco y abun­dante, f1w pn1·11 l:1 sc:d que nos secaba la boca un grato paliativo.

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E L T R E N Z A D O R

-¿Vamos a recorrer el campo? - me invitó

Fausto Ruiz luego del desayuno.

-Muchas gracias -respondíle contra mi cos­tumbre-. Prefiero quedarme a ver trabajar a don Ambrosio, que p romc Lió trenzarme un lindo lazo.

-¿ Te gusta como trenza?

-Claro que sí. Es un verdadero artista en su

oficio.

Y así diciendo me encaminé al galpón, a cuya entrada ya estaba en plena labor el viejo criollo, sen­tado como de costumbre en un banquito de ceibo.

De tiempo en tiempo aparecía por "El Totoral" y otras estancias vecinas. Todo el paisanaje del pago se hacía lenguas acerca de los primores que realizaba como trenzador.

Era don Ambrosio un viejecito enjuto, de largos dedos huesudos y rostro amojamado, que ocultaban casi por completo las incultas barbas blancas, teüidas de amarillo en torno de la boca por el humo y la ni­

cotina del tabaco.

Su sumario equipaje se reducía a una maleta que llevaba atada a los tientos del rec'ado, y en la que por-

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taba una humilde "mudiLa" de ropa interior, los avíos de fumar, algunas h:was de distintas dimensiones y el par de bigotudas a I pa rgatas que, una vez instalado, habrían de sustituir ;1 Lis incómodas botas.

, Además de ;1d111iración por su destreza en el ofi-

cio, yo experirnt :111 :il '" hacia el viejo trenzador una viva simpatía, q111· :1 medida que lo trataba se iba convirtiendo <:11 11 f,·t ·lo.

-Bueno:-, díns, don Ambrosio.

-;.<.)111·· r:il :1111iguito? ¿Madrugó, por lo visto?

- No !,1· l,11 rlc. Si ya el sol está alto. Vengo a conversil I c·t ,11 i1 :-; t.ed y a mirarlo trabajar, como s11:111 p r, ·.

~1·111 :,do l'rt :11Lc al anciano, empecé a intercam­l,iar .. 011 ,·. , .111 ,··cdotas y cuentos. Y mientras tanto, mis ojo'l 114 ·;~ 11i:111 s.in perder detalle los movimientos ' de aqrwll:i :-; vi1 ·j:1 s pero aún ágiles manos.

De l:1 lonja de cuero humedecida previamente en agua I ihin, :1 fin de que se ablandara, iba cortando don Amlnosio largos tientos. Para hacerlo empleaba un cuchillo p('q 11 eñito pero afiladísimo, que casi de­saparecía entre la palma de su diestra. Pese a sus mu­chos años, no le temblaba el pulso lo más mínimo. Y los tientos iban cayendo a sus pies uno tras otro, todos parejos, con · idéntico espesor de extremo a extremo,

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cual si en la faena interviniera una máquina, en lugar de la mano y la vista de aquel viejo criollo.

-¿ Te gustaría aprender a trenzar lazos? - me preguntó.

-Sí, señor, me gustaría mucho. Pero nunca se­ría capaz lle hacerlo como usted.

- Es muy sencillo, sir_i embargo. Sólo se ne­cesita paciencia, tiempo y cuidado - dijo el anciano con su modestia habitual.

En tanto proseguía su trabajo. Cortados los tien-• j, •

tos, los fue sobando uno a uno con sus dedos sarmen-tosos, hasta tornarlos blandos y suaves como seda, tarea que le ocupó el resto de la mañana. Y por la tarde comenzó el trenzado, última y principal etapa del trabajo, utilizando para ello las leznas y una gruesa aguja, destinada a los remates y costuras, tan per­fectos unos y otras que a simple vista no se distin­guían. Y así, de aquel haz de hebras de cuero, surgió en Nn par de jornadas más el primoroso lazo que me prometiera el habilidoso trenzador.

En días subsiguientes realizó otros trabajos. Con tientos gruesos y fuertes trenzo dos lazos de doce bra­zas para Ruperto y Pedro; con otros más delgados, cuatro lacitos cortos de pialar; y con unos tan finos como hilos, un juego de riendas de lujo para don

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Gumersindo. Trenzó as1m1smo cabestros y bozales, con sus correspondientes presillas y botones.

-Tienes razón, muchacho: es un artista -dí­jome Fausto Ruiz contemplando admirado las primo­rosas riendas del patrón, luego que se hubo marchado don Ambrosio-. Y creo que en todo el país han de quedar ya muy pocos trenzadores de su categoría.

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i\

"P A N e I T .A''

Todos los moradores de .la estancia se hacían lenguas de la vivacidad e inteligencia de aquel pal­mípedo espléndido, que con su cueUo fJe~ible, largo y curvo, su prestancia y su alb11ra, nada Lcnía por cierto qw~ envidiar a lo::; cisnes.

J-jj ja de un casa.l de gansos de raza fina, que trajera de Europa un amigo de don Gumersindo, ha­bíansela regalado a Blanquita a los cinco o seis días de haber nacido, cuando aún su tierno cuerpecillo estaba envuelto en una suavísima pelusa amarillenta.

Desde muy temprano veíase a la niña andar de aquí para allá con el pequeño palmípedo, ya ofrecién­dole la comida en el hueco de su mano, ya arropándolo para que no sintiera frío, ya brindándole como tibio refugio un bolsillo de su saco de lana.

Se sucedieron los días, las semanas, los meses. Y con su transcurso fue creciendo "Panchita", q1w así se llamaba el ave. A la sedeña pelusilla inicia 1

reemplazóla un plumaje de impoluta blancura, La11

delicado y terso como aquélla. Y el gracioso "cr.í-cri­crí'' con que mimoseaba la gansita entre las manos de

d ~ , " , , ,,, d t su uena trocose en un cua-cua-cua e ono grave y áspero, aunque no por eso menos expresivo.

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Cúando "Panchüa" alcanzó su edad adulta, me­día alrededor de sese11ia centímetros desde la cola al pico; y si erguía el g<dl:i rdo cuello, sobrepasaba hol­o-adamente dicha dimc11 ~·,Í<.>l i. A ambos flancos habían-b d' le crecido unas hermw,:1s p 1 u mas níveas, que pen ian a manera de rulos o de• 1: :-; pi rales, imprimiendo a su airosa figura una 1d(';•,: 1wi:1 todavfa mayor.

Fausto Huiz 1,· rn11 :.i rn yú una espaciosa pileta de portland, de fon11:1 11 ·1 ·!.111;•,11l:1r, donde ella gustaba ir

. l d 1 1 ~ a saborear las 110¡¡, q dc· l1Tl111 :~:1 q1ic e _aDa su auena, o simplemc:1111· i , :1<,l :1z:1r·,1· 11:11Lindo y zambullendo a

sus anchas .

FI n·.'1 111 cl, ·1 cl í: , :w l,1 p:1 h: tl,:1 :-: ig11ic11<lo los movi­mil'1tl11·, el ,· l:l:i111¡11i1:1. Si «··~ll :1 1, 1· ~a'11laha ;i descansar o ;i l«..-r, 1Tl1:'d,w,1· n ~; 11 Licio y p1; rr11a11cda allí durante largo 111 •111¡H1, pi<'nlc(i11dolc d, : tanto en tanto los pies co11111 p :1r:1 1·111t-r;1rl;i de guc Je estaba haciendo com­pañía. ) : i I;, Vl' Í:1 correr lanzábase detrás suyo con las ala~ :il, i1·ri;,s , simulando gozosamente una per­

secució11.

Par:1 d c 1J1o~;lrarnos la inteligencia del ave, la niña nos lia1·Í :1 hitscar un escondite en diferentes sitios a los peones y :1 mí, y luego se ocultaba ella también. Entonces, de.-1d1: 11 nestros respectivos apostaderos, to­dos los participa11tes del juego nos poníamos a llamarla al unísono: "¡ Panchita!", "¡Panchita!" Y el vivaz palmípedo, sin ti tubear un segundo, encaminábasé

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hacia el lugar de donde procedía la voz de su dueña, haciendo caso omiso de los demás llamado.s.

Otras veces mi amiga alzaba en sus brazos a la "Rorra" ~una simpatiquísima gatita barcina que era su otra preferida-, y se ponía a acariciarla prodi­gándole cariñosos epítetos. Y eso bastaba para que el ave se pusiera de inmediato a exteriorizar, con gritos estridentes y desaforados, los incontenibles celos que semejante actitud le producfa.

Llegó la primavera y "Panchita" empezó a ponerse misteriosa. Desaparecía por largas horas de la casa, para ir a internarse entre unos carquejales que bor­deaban la chacra. Si alguien intentaba seguirla, volvía sobre sus pasos gritando enfurecida, con las alas abier­tas y la lengua fuera del pico, cuyos bordes se iban tornando de un color ligeramente violáceo, que se acentuaba día a día. Y por momentos poníase a re­zongar en sordina, al igual que esas personas que acostumbran a hablar consigo mismas.

Hasta que una mañana se develó el misterio. Picoteándole la orla del vestido para que la siguiera, "Panchita" condujo a su dueña hacia el refugio donde, con pastos secos y plumas sacadas de su propio cuerpo, había hecho un enorme nido. En el centro de éste blanqueaba el primer huevo, caliente todavía, y que ella parecía empeñada en obsequiar a la gozosa niña.

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E L PAJARERO

A juzgar por la blancura de sus barbas y de sus __ ralo.$ _cabellos, así como por la red de hondas arrugas que le bordaba el rostro cenceño, don Lindoro Cabral aparentaba ser un septuagenario. Pero por su carácter juguetón, alegre y _Qp_timista, seguía teniendo veinte anos.

Todos los otoños se presentaba en la estancia, provisto de sus trampas y de su "pega-pega", a soli­citarle a don Gumersindo el correspondiente permiso para cazar en los campos y montes del establecimiento.

Conocedor profundo de su oficio, sabíase al de­dillo las costumbres de las aves que le interesaban y los distintos sitios en que habría de encontrarlas. Y prefería el otoño para desarrollar su actividad, por ser aquella la época del año en que los pájaros, criados e independizados ya sus hijos, abandonaban los nidos para reunirse en bandadas y salir así a la búsqueda de los alimentos predilectos.

A los jilgueros y dorados, por ejemplo, atrapá­halos al amanecer, engomando el hilo superior de los alambrados en cuyas cercanías hubiera albardones de mastuerzo, planta que los atraía con sus pequeñas semillas ablandadas por el rocío _matinal. A los car-

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denales los apresaba en los rastroi<~~ de la chacra, a donde iban en procura <le los granos perdidos del maíz o el trigo. Y para los zorzales y las calandrias armaba sus "aripucas" de cañas en los caminos hú­medos y sombríos del monte, que aquellos pájaros acostumbraban a recorrer, picoteando el _fofo humus 'bajo el cual escornlianse las lombrices y los escara­bajos. Algunas veces se internaba también en lugares enmarañadísimos, sobre las barrancas mismas del arroyo, cortando con su machete las ramas de cipó o de ñapindá que l.e cerraban el paso, y tras larguísimas y pacientes esperas conseguía dar caza a algún .. _arisco boyero, ave muy codiciada a causa de su escasez y de su incomparable silbo? semejante al arpegio de una flauta.

Con sólo examinarle el pico, las palas y las plu­mas, sabía si un pájaro era viejo o jov1·11, lu :111ura o macho, y en consecuencia, si valía la 1w11:1 C't111 scrvarlo o resultaba prcfcrild1: dejarlo 1·11 lilwrl:1d.

Didrnrad1crn y si11q,:'11iC'11, 11:'tl,il 11arrador de c1w11los 1•11 l;i .-; nwd:1,; d1· foµ/>11, como l11u ;n criollo que era, don l ,i11d11rn l1:1hía~;c granjeado el afecto de todos los mor:1drn 1:s el e "El Totoral", <JUC se deleita­ban escuchando s11 s Jloridos y pinto_!e.,cos relatos.

Había alguien , sin embargo, que discre~ab~ con él en lo tocante a su oficio. Era Blanquita, cuyo cora­zón sensible, tierno y nobilísimo, se rebelaba ant~ la

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idea de que se aprisionara en jaulas a los pájaros, sólo por el deseo egoísta de oirlos cantar o de admirar la belleza de su plumaje.

-Don Lindoro no es bueno -solía decirme a menudo-, pues si lo fuera se dedicaría a otro tra­bajo y dejaría a los pobres pajaritos vivir en libertad. ¿No le dará pena ver qué tristes se ponen cuando están enjaulados?

Y cierto día ocurrió lo que yo venía esperando desde tiempo atrás. Los amplios jaulones en que el pajarero hahí1;l encerrado sus zorzales de acanelado abdomen,. sus jilgueros de renegrida cabecita, sus re­lucientes cardenales azules, y hasta un federal en cuyo encendido pecho ponía la luz solar destellos de rubí, aparecieron vacíos y con las puertas abiertas de par en par.

El capataz ,Umpiérrez se puso furioso al saber que había sido su hija la autora de aquella travesura.

-Has procedido muy mal -le reprochó-. ¿ Ignoras que don Lindoro es muy pobre, y que vende los pájaros que caza para adquirir el sustento de su familia con el dinero obtenido?

Al oir aquellas palabras, Blanquita corno en busca de la alcancía donde guardaba las monedas que le daban los mayores, destinándolas al vestido que pensaba comprarle al turco Alí, el mercachifle, y se la

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ofreció al pajarero, que conmovido hasta lo más ín­timo de su corazón por aquel gesto espontáneo, alzó a la niña en sus brazos y le besó la frente con ' ternura.

Seguramente que don Lindoro prosiguió cazando pájaros, pues era ya muy viejo para cambiar de oficio. Pero en "El Totoral" no volvió a hacerlo jamás.

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INDICE

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INDICE Págs,

Dedicatoria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 5 Introducción .......................... ·. . . . . . . . . . . . . . 7 La yerra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 El tordo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 El pitanguero .................................. : . . . . 17 La nutria . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 21 El boyero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25 Los alambradores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29 El ratón colorado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35 El plumerillo rojo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 El mercachifle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43 La ratonera ............................... ~. . . . . . . . . 47 El espinillo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 El gato montés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 El arrayán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59 La lechuza . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63 La siembra . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67 El tucutuco . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 71 La esquila . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 75 El quinchador ....................................... 79 El lagarto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83 La cigüeña . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Las luciérnagas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 91 Los quesos caseros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95 La dulcera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99 El camoatí . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 103 Las margaritas rojas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107 La creciente ...... .... .............. .. .............. 111 El acordeonista ... ............ .. . ............ ....... · 115 El narrador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 119 El azulejo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123 El chalchal ............................... · . . . . . . . . . . . 127 La viudita ................. ·. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . lJ J El frutero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 135 Los ordeñadores ............................... ~. . . . . 13!) El burucuyá ............ . . ... ................ .. .... . L43 Los monteadores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 147 El picaflor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151 Los macachines ..................................... 155 El trenzador . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159 "Panchita" . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 163 El pajarero . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 167

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Este libro se terminó de imprimir en los

Talleres Gráficos de MOSCA HNOS. S. A.

el día 30 de setiembre de 1966 Montevideo - Uruguay

Portada e ilustraciones de Eduardo Pefia

COMISION EDICION AMPARO DE LA

DEL PAPEL IMPRESA AL DEL ART. 79 LEY 13349

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MOSCA HNOS. S. A. E D • I 'T O R 'E 5

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